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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Tut

Le regalé a Emilia el gatito cuando aún era un pompón frágil y llorón. Con esa envidiable felicidad de los chicos, me lo sacó de las manos. Vi en ella asombro, gratitud y una especie de fervor de madre. Lo besó, lo mimó, lo miró como sólo los chicos miran aquello que aman enseguida. Entonces, mientras Emilia recorría la casa con el gatito en brazos mostrándole su nuevo hogar, oí que le decía:

—Este es el comedor. Esta es la cocina de mami. Ahí está mi pieza, y eso grande es el armario. —Le iba señalando todo, apretujándolo en su pecho—. Acá vamos a dormir juntos vos y yo, y a ver la tele. —Le prometió que lo cuidaría y que le enseñaría a maullar fuerte, lo llevó al patio y le jugó con una pelotita de tenis deshilachada—. Porque vos también tenés que tener un juguete preferido. Y este va a ser el tuyo, para que juegues mucho. Así que cuidalo. —Y, volviendo sonriente y satisfecha, la encaró a Delia—: ¿Qué hay que darle de comer a los gatitos, ma?

—Le podés dar un poco de leche tibia en un plato de postre o en una mamadera —le respondió mi hermana—. Emi: ¿le dijiste gracias al tío Atilio? Mirá que si no es mala suerte.

—Gracias, tío —me dijo, y me sonrió, sincera y hermosa.

—De nada, mi amor. ¿Ya le pusiste nombre?

—Pipiás. Se va a llamar Pipiás.

 

 

Pipiás fue educado entre el ascetismo del alimento para gatos y el régimen de libertad condicional al que lo sometía su dueña. Más peluche que mascota, dormía en su propia cama, jugaba con sus propios juguetes y hasta era bañado en su propia palangana de plástico. Emilita le daba de comer, le limpiaba la bandeja de piedras sanitarias, y en un cuaderno había armado un cronograma de vacunas. Lo malcriaba, lo mimaba con un apego inocente y profundo.

Como todo gato —al menos, de acuerdo con mi experiencia—, Pipiás era insulso. Huraño hasta contagiar la parsimonia, y de una envidiable sequedad, no hacía caso y no se mostraba cariñoso. Por las tardes se escapaba entre los tapiales y los techos vecinos. En ocasiones, pasaban días sin que volviera. Mi sobrina sufría. Y me insistía con que fuéramos a buscarlo, o con que llamásemos a «La Policía de Gatitos». Salía a recorrer las veredas del barrio, hasta que el infame bicho se dignaba a aparecer como si nada, ajeno a todo. Y ella lo abrazaba y lloraba y pedía que le pusiéramos un collar con campanitas y le hiciéramos el dni por las dudas.

 

 

Pipiás conoció el calor de un hogar. Creo que, a su modo, al principio dedicó el más inexpresivo empeño en amar a Emilita. Poco entusiasta, igual reverenció el cariño y la amistad. Nada le faltó: ni el techo —que tenía algo de tedio—, ni el alimento —que tenía algo de indulgencia—, ni el abrigo —que tenía algo de encierro—. Nada le faltó, salvo saber quién era.

Le llevó algún tiempo conocer los recodos de la casa y adaptarlos para su descanso ininterrumpido. A medida que crecía con Emilita, le escapaba a su compañía, se escondía y pasaba horas durmiendo.

 

 

Una tarde, cuando yo volvía del trabajo, pensando en cosas que ya he perdido, me detuve en un gato que escarbaba ansioso al borde de la calle de tierra. Pocas veces damos importancia a las cosas triviales, y por eso consideré que aquel animalito en la vereda del vecino de enfrente no podía ser Pipiás. Fue horas más tarde que reconocí —hilando en el recuerdo— a la mascota de mi sobrina, pero en ese momento de la vereda había desviado mi atención y me olvidé del asunto. Habré creído —esto lo supongo ahora— que se trataba de un perrito o de un gato parecido, y que la excavación era imposible de asociar con nuestro parco Pipiás.

Cuando entré, me recibió Emilita con un beso, y al abrazarla me susurró:

—Tío, no puedo enseñarle a maullar al Pipiás. No le sale maullar.

Si hubiese sabido. Si al menos me hubiera imaginado.

 

 

Recuerdo la vez en que Pipiás pasó junto a Emilita y ella intentó acariciarlo: él le gruñó mostrándole los dientes. En otra oportunidad —una siesta—, lo vi enterrando un hueso en el jardín, con una destreza animal impropia de un gato… y de mi imaginación. Y ahí estaba mi Emilita parada junto al marco de la puerta de la cocina, contemplando desolada a su gato porque no jugaba con ella.

—¿Qué le pasa al Pipiás, tío? —me decía angustiada—. Parece raro. Y a veces es como que no es Pipiás. —Y volvía a observarlo en silencio.

 

 

Me llamó la atención y me sorprendió la queja de una vecina que acusaba a «ese perrazo que deben de tener ustedes» de perseguir y acosar a su gato siamés, «que quedó como para sepultarlo». En vano le expliqué que no teníamos un perrazo; ni siquiera un perro teníamos.

Por otra parte, si consideramos a otro de los vecinos afectados —el almacenero de la esquina—, por pudor prefiero no recordar los tórridos romances de Pipiás con su pequinesa.

Indiferentes a los llantos y rabietas de Emilita, con Delia decidimos mantenerlo encerrado unos días. Yo esperaba que aquel comportamiento fuera sólo un desajuste emocional de un animal estresado. Estresado quién sabe por qué: cuando no realizaba labores perrunas, Pipiás se la pasaba durmiendo.

Además, me pregunto ahora si ese gato soñaba. Y, si lo hacía, ¿con qué soñaba? ¿Con ratones, o con huesos?

 

 

No nos atrevíamos a consultar a un veterinario: ignoro si habrá alguno preparado en psiquiatría felina; pero el mal humor de Pipiás, su nerviosismo, su conducta errática —que crecían con el encierro—, al fin nos decidieron.

Durante la semana de tratamiento —que resultaría absolutamente infructuosa—, Emilita lo extrañaba: espiaba la jaula; le llevaba la pelota de tenis y un sonajero de cuando era chica; se sentaba a leerle cuentos y a charlar con él.

Cuando el veterinario-psiquiatra se declaró incompetente, optamos por volver a encerrar a Pipiás. Y eso fue un error.

Una tarde, mi sobrina entró corriendo, agitada y pálida.

—¡Le sale baba! —nos gritaba—. El Pipiás está enfermo. Ma: al Pipiás le pasa algo.

Fuimos hasta la jaula, y me interpuse entre Pipiás y Emilita: Pipiás babeaba una espuma densa; yo había visto un par de perros rabiosos, pero nunca un gato rabioso. Además, un extraño brillo en sus ojos me decía que la memoria se le había apagado. Se retorcía con el pelo erizado y mostraba los colmillos, gruñendo. Con desdén, se apretujó contra el fondo de la jaula y se quedó tieso, hecho un ovillo. Alcancé a oír la voz de mi sobrina, detrás de mí:

—¿Adónde se fue Pipiás, tío?

Y jamás olvidaré aquel instante: en una terrible mueca de odio, el gato me atravesó con la mirada y maulló áspero, ronco. Después se dio vuelta, y quizá reconociendo a Emilita, en un último temblor antes de derrumbarse, le habrá pedido, con infinito dolor, que lo liberara. Pero no de la jaula. La liberación tiene muchos modos, y es tan personal como nuestros afanes. Acaso los de Pipiás eran no ser él. Eran ser otro.

 

 

Por eso no me sorprendió una mañana verlo feliz —no tengo otra palabra para describirlo—. De su carita felina se le había borrado el sufrimiento, y comenzaba a recuperar fuerza y agilidad. A pedido de Emilita —y no sin nuestras reservas sobre el asunto— lo soltamos.

Me alivió cuando abrí su jaula y salió con pasitos firmes, veloces, alegres. Escarbaba en el jardín, buscaba insectos y semillas. Digo que me alivió, porque aclaro que se me pasó un par de veces por la mente sacrificarlo. Mi sobrina llegó corriendo, chillando de alegría. Y me abrazó, para después salir a los saltos a jugar con su amigo recuperado, cantando y riéndose. Radiante, lo acariciaba, lo alzaba, lo besaba. Pedía nuevos juguetes para Pipiás, organizaba el próximo baño, buscaba su pelota de tenis.

 

 

Una tarde, después del almuerzo, salí al patio a fumar. Por poco no grité una grosería: en un rincón del fondo, el gato acomodaba con devoción unas ramitas y unas hojas de parra. Y aunque algo me maliciaba, lo dejé hacer.

Al día siguiente lo encontré otra vez en las mismas faenas. Esta vez me quedé escondido entre la enredadera de la galería. Me pasé largo rato vigilando cómo Pipiás estudiaba, retocaba y daba forma a aquella masa de ramas y barro que había preparado junto a la pared. Y juraría que lo vi recostarse allí, sensual. Pronto se quedó dormido, y en un momento movió las puntas de las orejas.

 

 

¿Soñaría Pipiás? Y, si soñaba, ¿a qué lugares insospechados lo llevaba su increíble imaginación?

 

 

Oí un ruido a mis espaldas. Ahí estaba Emilita, vigilándonos tras la escalera que da a la terraza. Dijo, por lo bajo:

—Ya no quiere tomar leche, tío. —Y adiviné un filo de nostalgia o de abandono en sus palabras—. A veces parece que silba, y hace una voz finita finita. Y no quiere que lo bañe: se mete en la palangana y se sacude solo. ¿Ves? Así.

Yo la miré, y no supe qué decirle. Pensé: La naturaleza no nos da nada gratis.

Es cierto: la naturaleza siempre pide un precio, aun cuando cometa un error; aun cuando de ese error surja un prodigio.

 

 

A la mañana siguiente, después de unos mates, llevé a Delia al patio para mostrarle la novedad. Y nos quedamos mirando maravillados aquel nido, escondido en un rincón del fondo y hecho de barro y ramitas y hojas de parra.

Entonces, con un ligero codazo, Delia me indicó la galería junto a la enredadera. Ahí estaba Emilita: arrodillada sobre el cemento caliente, levantaba algo del piso. Y, con ternura, apoyaba en su regazo esa cosa peluda, inerte.

Miré hacia la alta terraza, y comprendí todo.

Bajé la vista y busqué los ojos de Emilita. Los ojitos tristes de Emilita. Unos ojitos confundidos, húmedos. Iba a decirle algo, pero Delia me encajó otro discreto codazo. Emilita lloraba ahora. Acaso había sentido vibrar en sus manos la última exhalación de su mascota: su última exhalación de libertad, un vestigio de vuelo. Y con pausada dulzura, lo acarició por última vez, como si tocara las delicadas y tibias alas de una paloma.

 

 


Cristian Gabriel Nuñez nació en Santa Fe en 1973. Es Licenciado en Química por la Universidad Nacional del Litoral. En 2012 —por cuestiones de trabajo— se muda a Cipolletti (Río Negro), donde sigue ensayando el arte de la literatura. Algunos de sus poemas participaron en antologías de la editorial Nuevo Ser. Y unos pocos relatos, en una antología del Taller de Escritura Creativa de la Escuela Normal Superior Nº32. Pertenece al Centro de Escritores César Cipolletti gracias al cual está aprendiendo a escribir. También se unió al Taller de Corte y Corrección coordinado por Marcelo Di Marco, gracias a quien está aprendiendo a corregir.

Ha publicado en Axxón DEL TIEMPO Y LOS INSECTOS.


Este cuento se vincula temáticamente con EL GATO DORMIDO, de Fran Ontayana y EL ENIGMA DEL BAR DE LOS VIEJOS Y LOS GATOS, de Cristian J. Caravello.


Axxón 273

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ficción Especulativa : Etología : Argentina : Argentino).

2 Respuestas a “«Volar», Cristian Gabriel Nuñez”
  1. Juan D. dice:

    Me recordó mis queridos compañeros de hace unos años, no es cf, pero es hermoso.

    • Cristian dice:

      Muchas gracias por tu comentario, querido Juan D. Me alegro que te haya gustado y ahya generado sensaciones. Vaya mi abrazo.

  2.  
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