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¡ME GUSTA
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VENEZUELA  VENEZUELA

El primero en darse cuenta de su llegada, en el edificio G del Centro Espacial Campbell, fue el analista fotográfico Ramsey Gordon, hijo. Trabajaba para la Oficina para Asuntos del Espacio, y le pagaban por revisar constantemente imágenes de altísima resolución de cuerpos celestes. Había imágenes de los mejores telescopios que tenían en órbita a miles de kilómetros sobre la superficie, e incluso, de telescopios orbitando la Luna. Lo habían contratado para buscar las cosas que las máquinas no veían, cosas que solo un humano sabría reconocer. Era un trabajo que muchos considerarían aburrido, pero después de lo que pasó aquel día, Ramsey jamás podría describirlo como tal.

El día anterior había sucedido algo extraño. Era domingo por la tarde, y él veía el atardecer desde el pórtico de su casa en las afueras de la ciudad. Disfrutaba del agonizante fin de semana cuando sintió un silencio bastante incómodo viniendo de todos lados. Fue una especie de calma coordinada entre la brisa, los animalitos del bosque, los insectos, la veleta sobre el techo y las hojas cayendo sobre el césped. Le recordó a la estela que dejaba tras sí un barco al surcar las aguas, y de pronto se sintió como si estuviera flotando en un gigantesco mar en calma, sin nada a su alrededor. En todos los treinta y seis años que Ramsey había vivido en esa granja, nunca había estado tan silenciosa como aquella vez.

Sintió un extraño escalofrío que le trepaba por su espalda conforme el Sol se hundía bajo el horizonte. Se quedó así un par de minutos, con las rodillas inquietas, mientras el azul en el cielo se fue haciendo cada vez más oscuro. Salió al patio y miró hacia arriba. No había ninguna nube en el cielo, y todavía era demasiado pronto para distinguir las estrellas. Siguió caminando descalzo sobre el césped, se dio vuelta y entonces la vio: la Luna llena alzándose gloriosa sobre el horizonte. Cada fibra de su cuerpo era atraída hacia ella. Parecía que sabía que tenía todo el cielo para sí sola, y estaba dispuesta a aprovecharlo brillando al máximo. Por un buen rato Ramsey se preguntó si había visto a la Luna tan grande, brillante y cercana antes, pero se ahogó en su belleza y pronto dejó de pensar.

Pasó varias horas así, viendo como toda la granja se iluminaba con la suave luz blanquecina. Solo las estrellas más brillantes podían distinguirse entre la oscuridad, débiles cortesanas que no se comparaban con su nívea y majestuosa reina.

Un profundo bostezo interrumpió su contemplación, y se dio cuenta que tenía los músculos adoloridos y cansados por estar de pie durante tanto tiempo. Se acostó sobre el césped suave que le hacía cosquillas, y acomodó su cabeza para observar mejor aquel regio farol. El aroma a humedad de la hierba era tranquilizante, y lentamente empezó a sentir sus párpados cada vez más pesados. Nunca supo cuándo se quedó dormido, hasta que empezó a soñar. Tuvo sueños extraños: soñó con maravillas indescriptibles y figuras imposibles, con criaturas navegando a través del inmenso océano del espacio con pieles de oro, plata y bronce. Sus esbeltas figuras reflejaban la luz con gracia y seducían a su imaginación, pero en el centro de sus sueños, como soberana absoluta, solo estaba la Luna. Resplandecía rodeada de nebulosas rojas y azules que formaban fluidos arabescos difuminados en torno a ella, salpicados de estrellas centelleantes de todos los colores, brillos y formas.


Cuando Ramsey despertó ya era de día. Su ropa estaba impregnada con el rocío matinal, y se encontró a sí mismo tiritando. La primavera aún estaba en pañales, y las noches eran todavía demasiado heladas. El Sol, apenas sobre el horizonte y dibujando largas sombras, traía consigo el nuevo día. Trató en vano de buscar a la Luna en el cielo, pero su amante se había ido. Cruzó el jardín y entró a la casa, se desvistió y tomó una ducha para despertarse.

Buscó en su refrigerador algo ya listo y se lo comió con prisa. Se lavó la cara y la secó con una toalla, buscó ropa limpia entre su armario y se la puso así, sin preocuparse por planchar siquiera. Una súbita urgencia para ir a trabajar se había instalado en su ser como un gusano yendo al centro de una fruta, y apenas pudo salir de casa, lo hizo.

El aire todavía estaba frío. Ramsey traía un abrigo que le llegaba a sus pantorrillas pardo oscuro, y buscó entre su infinidad de bolsillos las llaves del autodeslizador. Desactivó la alarma y la máquina lo saludó con un pitido y el encendido y apagado de sus luces. Parecía un automóvil, plateado y alargado, con las curvas suavizadas y diseño aerodinámico; aunque no tenía ruedas y descansaba sobre una plataforma metálica especial que habían instalado cuando compró el vehículo. Habían cuatro bultos que sobresalían del chasis inferior, debajo de los cuales habían electroimanes superconductores que funcionaban a temperatura ambiente.

Era un vehículo de tamaño familiar, y tenía un lujoso y cómodo interior ejecutivo. Abrió una de las puertas y se acomodó en los asientos mientras lo encendía acercando la llave a la consola, y escuchó un zumbido mientras la máquina despegaba hasta estar a unos veinte centímetros del suelo, manteniéndose en equilibrio como un disco de hockey de aire. Un débil destello azul venía del suelo del vehículo e iluminaba suavemente el interior, ayudado por líneas de luz que se habían formado en los bordes suavizados del amoblado interior y sobre la consola de control. No había volante. Junto a Ramsey había un portafolios tirado en el asiento.

Una pantalla del tamaño de una tableta en el centro de la consola mostró un mapa de la zona, y Ramsey buscó el Centro con sus dedos. El auto empezó a deslizarse con el piloto automático hacia la autopista sin hacer casi ruido, salvo por el leve zumbido que tanto le gustaba oír. El movimiento era imperceptible en el interior, perfectamente estable y equilibrado. Se distrajo observando a través de las ventanas cerradas mientras el deslizador atravesaba el aire frío de la mañana. Podía ver el Sol permanecer fijo en el cielo mientras todo se desplazaba junto a él. Veía los árboles y los campos de su pequeña finca alejarse y a los imponentes silos de bio-combustible alzarse sobre los campos industriales vecinos, junto con las colosales máquinas automáticas cosechadoras. Muy hacia el horizonte, divisó un parque de molinos eólicos girando con lentitud, y justo al lado del deslizador, veía el camino pedregoso avanzar tan de prisa que las rocas parecían fluidas, como si estuviera atravesando un campo de hilos de lana enormes.

Tardó veinte minutos en llegar a la ciudad, en donde el piloto automático redujo la velocidad, y vio a las personas empezar temprano con su rutina. El paisaje urbano no se comparaba con el rural, y un recuerdo de los sueños de la noche anterior le hizo despreciar a las aburridas y ocupadas personitas que pululaban por las calles. Oscureció los vidrios del deslizador hasta que no pudo ver nada del exterior, sacó su teléfono de su bolsillo y se entretuvo con él.

Pronto el deslizador se detuvo, y una voz sintetizada provino de la consola para indicarle que había llegado al Centro. Se acomodó por última vez su abrigo mientras el piloto automático estacionaba, tomó el portafolios y abrió las puertas del deslizador. Estaba en el sótano del edificio G del Centro, y vio a muchos deslizadores parecidos al suyo estacionados sobre las marcas brillantes sobre el suelo de cemento. Todavía quedaban varios espacios libres.

—¡Ramsey!

Ampliación

Ilustración: Pedro Bel

Ramsey se dio vuelta y vio la enorme masa humana de William Marks acercándose hacia él. Ambos habían empezado a trabajar al mismo tiempo para el Centro, y desde entonces se habían vuelto buenos amigos. Era mucho más alto que él, y mucho más gordo. Ramsey lo saludó y aminoró el paso para que lo alcanzara, y al notarlo William aceleró el paso. No pudo evitar sentir un poco de náuseas por toda la grasa rebotando que podía adivinar debajo de su traje mientras avanzaba, pero lo recibió con una sonrisa.

Cuando William lo alcanzó, lo tomó por el hombro con su mano enorme mientras se tomaba un momento para recuperar el aliento. Sus mejillas estaban coloradas, y cuando se calmó tuvieron una pequeña conversación intrascendente sobre la actualidad. Hablaron un rato, mientras iban en el ascensor hacia el Departamento de Análisis Fotográfico, en el que ambos trabajaban. La conversación le hizo olvidar sus sueños y su nueva obsesión con la Luna, y no le dio la mayor importancia en retrospectiva.

El Departamento ocupaba un piso completo de la torre. Las ventanas estaban siempre cerradas, y a excepción de la salida—el ascensor—, estaba muy tenuemente iluminado; para no sobre-exponer las películas fotosensibles y los detectores infrarrojos. Los lentes de contacto que ambos se pusieron les inyectaron una sustancia para mejorar su vista en la escasa iluminación, y pronto no notaron ninguna diferencia con el exterior. Su oficina era una de las más grandes, y la compartían con un equipo de otros seis analistas y técnicos. Monitores del tamaño de una persona cubrían toda una pared inmensa, y el más grande de todos era el que estaba frente a Ramsey.

La primera mitad de la mañana transcurrió en silencio y sin nada interesante que recordar. El equipo cansaba su vista frente a las pantallas y las imágenes tridimensionales que salían proyectadas en los hologramas de la consola, e imprimía películas fotosensibles de vez en cuando. Por un momento Ramsey creyó que ese sería un día idéntico a los demás, y fue entonces que el aburrimiento desenterró algo en su interior.

—Eh, William —dijo Ramsey en voz alta—. Pon a la Luna en las pantallas. Marte y ese cometa pueden esperar.

—Seguro.

William presionó un par de botones en la consola de control, y luego una imagen enorme de la Luna cubrió toda la pared de observación. Ramsey tragó saliva ante la imagen, como si sintiera que algo sobre la faz del satélite lo estuviera juzgando de algún modo. No aguantó mucho esa sensación y luego tomó una tableta al lado suyo para empezar a acercar la imagen para observar las características más específicas. Se relamió los labios mientras empezaba a observar en detalle hasta que inclinó la cabeza y se percató que algo había extraño en la fotografía. Una pequeña mancha gris se divisaba sobre la superficie lunar, en un punto donde antes no había nada.

—Rose, ¿las imágenes del cráter Tycho son de cuándo?

Rose Durand, una técnica que insistía en llevar bata de laboratorio al trabajo y que estaba a cargo de la base de datos, revisó algo frente a ella con los ojos entrecerrados.

—Son de ayer, señor. El satélite las transmitió a las 5:42 p.m.

—¿Tenemos algunas más recientes?

—Por supuesto, espere un momento.

Ramsey se quedó viendo a la pequeña mancha gris que había notado cerca de la corona del cráter, en medio de las eyectas que salían de Tycho. Era tan pequeña que ningún telescopio terrestre podría esperar divisarla, así que dependían de los satélites lunares. La mancha apenas se podía ver en uno de los bordes de la pantalla, y Ramsey empezó a tamborilear con sus dedos sobre una mesa mientras esperaba poder verla mejor.

—Esto es curioso —comentó Rose.

—¿Qué cosa? —preguntó William.

—Tenemos imágenes hasta las 6:38 pm y las estoy transmitiendo en este instante.Ramsey pudo ver cómo una sucesión de fotografías aparecía y desaparecía en la pantalla, desfasadas porque el satélite se había estado desplazando. Ramsey presionó un botón y las imágenes se ajustaron automáticamente, revelando cómo la mancha gris crecía y crecía hasta alcanzar un tamaño de alrededor de tres kilómetros de lado a lado.

—…pero justo a las 6:39 —siguió diciendo Rose—, dejó de transmitir.

Todos en la oficina contuvieron el aliento. La última fotografía mostró un destello de luz rojiza proveniente de la mancha, y luego estática.

—¿Y por qué no nos habían dicho esto antes? —preguntó Ramsey al tiempo que se llevó las manos a la cabeza.

—El satélite que capturó las fotografías es un modelo espía redirigido —se excusó Rose—, y a muchos científicos la Luna dejó de parecerle interesante hace tiempo. Se suponía que el satélite estaba encargado de supervisar el movimiento del Impulse.—¿El rover que se averió por el polvo en el 39?

—Sí, y desde entonces el único departamento que le hace seguimiento a sus imágenes somos nosotros. Y los que las ven en el sitio web, claro.

—¿Estas imágenes ya fueron subidas? —preguntó William. Tenía los ojos abiertos de par en par, levantando grasa y arrugas en su rostro como un San Bernardo.

—Aún no. El sistema tarda un día en actualizarse.

Ramsey suspiró y empezó a frotar su mentón con sus dedos. Cuando se dio cuenta, las imágenes de la mancha gris estaban por todas las pantallas de la oficina, y todo el equipo las miraba. Luego lo miraron a él, mudos y con los ojos como platos. «La última fotografía, el destello rojizo, la avería del satélite… ¿qué demonios sucede aquí?», pensó.

—¿Qué pasó con el satélite, Rose?

—Solo desapareció, señor. Su señal dejó de llegar.

—Entonces pudo haber sido una falla en su antena, tal vez la mancha sea un error de transmisión.—Imposible —intervino William—. De haber sido una falla en la transmisión, la mancha se hubiese desplazado junto con cada fotografía, permaneciendo siempre en la misma posición en cada una. Sea que lo que sea eso, está allá arriba.

Todos miraron involuntariamente al techo por un breve instante.

—¿Tenemos forma de ver que le pasó al satélite?

—Sí, señor —dijo uno de los técnicos, que empezó a escribir cosas en la computadora que tenía al frente. Tardó un par de segundos en hablar, y otro ángulo de la Luna apareció en la pantalla principal, mostrando al lugar donde debería estar el satélite, aunque no había nada—. Esto es en vivo. No hay… no hay rastros del satélite, señor.

—Sigue buscando, aunque si… —hizo silencio por un momento, mientras movía su mano de un lado a otro— …si algún meteorito lo hubiese alcanzado, o algo así, no deberían quedar más que pedazos indetectables de basura espacial. Claro, si no es que impactó contra la superficie al ser sacado de órbita.

—¿Y crees que eso fue lo que pasó, Ramsey? —preguntó William.

—No lo sé. ¿Hay imágenes de otros satélites con mayor aumento? Necesitamos más información.

—El próximo sobrevuelo de Tycho será en cinco días con un satélite más moderno, aunque podríamos desviar la órbita de otro satélite para que lo sobrevuele en… —Rose calculó algo en la computadora— …cuatro horas. Pero se usaría demasiado combustible. No creo que los de arriba lo autoricen.

Una idea le cruzó su mente como un rayo en medio de la oscuridad, pero la descartó de inmediato. Era absurda. Sin embargo, ante la ausencia de explicaciones alternativas.—Ned, sigue buscando rastros del satélite en la base de datos —le dijo al técnico que había hablado, con una voz firme mientras se incorporaba e iba hacia la salida de la oficina—. Y los demás, hagan lo mismo, analicen la mancha y el destello, y quiero un informe listo antes de que salgan del trabajo. Ni una palabra de esto hasta que lo tengamos claro, ¿de acuerdo? Rose, no permitas que estas fotografías sean publicadas en el sitio, al menos no hasta que sepamos qué decirle al público. William, acompáñame, por favor.

Ramsey le hizo un gesto a su amigo y salió de la oficina. Le detuvo la puerta para que William pasase, y la cerró cuando ambos estaban afuera. En el pasillo entre las oficinas podían ver unos cuantos técnicos y pasantes yendo de un lugar a otro, sin reparar en ellos dos frente a la puerta.

—Tú sabes más de relaciones públicas que yo, William —dijo mientras se encogía de hombros y le mostraba las palmas de la manos—. ¿Cómo esperas que manejemos esto?

—¿Qué esperas que te diga? No hay protocolo para esto. Deberíamos decir que el satélite falló inesperadamente, y luego.—¿Un satélite espía? —lo interrumpió. Estaba sacudiendo la cabeza. —¿Un satélite cuya existencia oficial ni siquiera es reconocida?

William se encogió de hombros y puso una mueca que pudo haber significado cualquier cosa. Hubo una larga pausa.

—No sé qué decirte, Ramsey.

Ambos fueron a la oficina del supervisor del Departamento. Si alguien podía conseguir la autorización para desviar un satélite lunar de manera tan drástica para el estudio de una anomalía dentro del edificio, era él. William tocó a su puerta. Cliff Peterson, el supervisor, la abrió.

—¿Les puedo ayudar con algo? —preguntó con una voz neutra.

William le explicó todo, y Ramsey se limitó a asentir de vez en cuando. Cliff era un hombre enjuto y de cejas muy pobladas y gruesas, que movía constantemente a medida que William proseguía con su relato. En cierto punto incluso se llevó una mano al mentón, pero cuando mencionaron la avería catastrófica del satélite y el permiso para desviar otro tuvo que interrumpir la conversación.

—¿Me están diciendo… —dijo mientras ponía sus manos sobre el escritorio y señalaba a Ramsey y William con ellas—, que pretenden no solo acabar con las reservas de combustible de un satélite absurdamente costoso… lo que reduciría su vida útil en años, por cierto; sino que también pretenden llevarlo a un lugar en donde ya perdimos uno? ¿Por qué demonios quisiera yo hacer semejante cosa?

Los dos callaron. Ramsey se frotó las palmas húmedas de las manos en sus pantalones y luego se aclaró la garganta.

—Si destruyeron un objetivo estratégico, como un satélite espía… —dijo al fin—, ¿no podría considerarse como un acto hostil? ¿No tenemos la obligación y el deber de velar por la seguridad de nuestros intereses nacionales, aún en el espacio?

Cliff los observó por un momento sin decir nada con los ojos entrecerrados, y apretó sus labios con fuerza. Luego rebuscó entre su escritorio y sacó un cigarrillo. Lo encendió y empezó a fumar, y no habló hasta que dejó salir un anillo de humo que se desintegró sobre los analistas.

—Tienes razón, maldita sea. Vamos.

Cliff salió rumbo a la oficina del equipo de Ramsey, y vio las pantallas al llegar con el cráter, la mancha, el destello y un cálculo de órbitas para minimizar el uso de combustible en los monitores. Palideció un poco, y se acercó al monitor más cercano en donde se podía ver la mancha. Se detuvo cerca de la pantalla, y puso una mano sobre ella, admirándola.

—No será fácil explicarle esto a los de arriba… —murmuró Cliff. Mientras tanto Rose le pasó un papel a Ramsey, que leyó en silencio. Luego miró a Cliff, mientras se acomodaba el cuello de su camisa para refrescarse un poco.

—Pensamos que no sería necesario —dijo mientras le extendía el papel a Cliff—. Podemos usar el artículo 237, aduciendo que es necesario e impostergable para proteger la seguridad nacional.

—¿El 237? —preguntó Cliff, que tomó el papel que le ofrecía Ramsey. Le dio un vistazo rápido—. Nunca lo han invocado durante esta administración.

—Cada minuto que pasa, el satélite continúa moviéndose y el desvío consumiría más combustible.

—¿Está dispuesto a enfrentar una posible acción judicial por eso, Gordon? Estaría solo, como responsable de la operación.

Ramsey se enderezó y puso su cabeza en alto.

—Lo estoy, señor. Tengo una corazonada.

Cliff lo miró con una ceja levantada, y luego le dio otra chupada a su cigarrillo.

—De acuerdo, pues —dijo Cliff—. Lo haremos. Nunca pasa nada interesante en este departamento, no está mal recordarles de vez en cuando para qué nos financian. —Hizo una breve pausa y se volvió hacia Ramsey—. Gordon, quiero un informe para mañana temprano. Esta oficina… —dijo al acercarse a una computadora e ingresar un código de autorización— …queda ahora a cargo del satélite Nexus 39 para localizar los restos del satélite Pilgrim VII y analizar la anomalía surgida en la superficie lunar cerca del cráter Tycho. Mucha suerte a todos.

Todos se sonrieron y William aplaudió un par de veces. Ramsey tenía una sonrisa de oreja a oreja, y le estrechó la mano a Cliff como agradecimiento.

—¿Qué esperan, pues? —preguntó luego Ramsey en voz alta—. Esto no se va a poner en marcha solo, ¡andando!

William le dio un par de palmaditas en la espalda a Ramsey con sus enormes manos y casi lo hizo trastabillar, pero Ramsey no dijo nada. Todos se pusieron a trabajar en sus respectivos puestos de trabajo. En la pantalla principal, Ramsey podía ver cómo los simuladores de órbita se ponían en marcha, y el desvío del satélite se volvía una realidad. Cliff salió de la habitación rumbo a su oficina, y se terminó el cigarrillo en el pasillo.

Cuatro horas más tarde, todo el Departamento esperaba ansioso la imagen en vivo del satélite Nexus 39, que habían conectado a la pantalla más grande que pudieron conseguir. Las rocas lunares reflejaron la luz del Sol e iluminaron de tal modo la pantalla que muchos tuvieron que entrecerrar sus ojos para poder ver algo. Ramsey estaba mordiendo un lápiz mientras veía la pantalla, y pudo distinguir por el rabillo del ojo que Cliff encendía otro cigarrillo.

La imagen estaba amplificada a tal punto que podrían distinguir a la bandera dejada por el Apolo si se lo hubiesen propuesto, aunque la velocidad del satélite dificultaba seguir cosas fijamente. Era casi como asomarse por la ventana de un autodeslizador, o eso le pareció a Ramsey. Por ahora no había nada nuevo a la vista: solo cráteres de impacto, dunas de polvo, rocas desnudas y peñascos sueltos: la topografía lunar común y corriente.

—Treinta segundos para visual.

La voz de Rose sonaba distante. Las miradas y las mentes de todos estaban a muchos kilómetros de la sala de control, en el desierto lunar cerca del cráter Tycho. Poco a poco el Nexus se acercaba al lugar donde el satélite anterior había dejado de transmitir.

—Diez segundos. Nueve, ocho, siete… —Ramsey tragó saliva. «¿Y si solo conseguimos un satélite averiado? ¿No es eso lo que esperamos, después de todo?»— …seis, cinco, cuatro… —«¿Entonces por qué no quiero que sea así?»— …tres, dos, uno… visual.

La pantalla solo mostraba más terreno. Hubo un pequeño murmullo de decepción en la sala. Luego, un pequeño grito, y éste se volvió un chillido. La imagen mostraba al satélite que había detectado la anomalía, o lo que quedaba de él, destrozado sobre la superficie. Como no había atmósfera, no había humo o vapores emanando de los restos de metal de formas irregulares, aunque sí se podían distinguir partes oscurecidas, como si lo hubieran metido en un horno enorme. Los restos se expandían por varios metros, y en general daban la impresión de que el impacto había sido en un ángulo bastante agudo, a juzgar por la dispersión de los mismos.

«El satélite no debería haber llegado a la superficie», pensó Ramsey. «Algo anda mal. La velocidad orbital del mismo era demasiado grande para haberse estrellado cerca de la anomalía, e incluso si hubiera sido víctima de alguna clase de explosión, sus restos deberían haber seguido orbitando, o caerían en algún lugar bastante lejano a causa de la inercia. Entonces, sea lo que fuese que se había estrellado en la pantalla, no podría ser el satélite…»

—¡Miren!

Entonces en la pantalla se vieron más restos metálicos sobre la superficie, y cada vez más, hasta que pronto cubrieron la imagen por completo. No parecían cohetes, ni nada que pudiesen reconocer, y resulta que los «impactos» forzosos —si es que en realidad eran eso— eran la excepción, y no la regla. La mayoría de las figuras oscuras, parecidas a hexágonos de treinta metros de tamaño, estaban distribuidas en un arreglo que recordaba al de un tablero de ajedrez, y estaban en buen estado. Aun así, lo más raro no era eso, sino una miríada de figuras algo más grandes que un hombre que parecían moverse como insectos entre ellas, y que empezaron a señalar al satélite.

La imagen seguía moviéndose por sobre el conglomerado de figuras grises oscuras por debajo, y no pasó mucho hasta que una de las figuras más grandes emitiera un destello rojizo que duró apenas un segundo, y la imagen de la pantalla súbitamente se convirtió en estática.

Nadie dijo nada en la sala de control por un rato bastante largo, con la vista clavada todavía sobre la estática del monitor. Eventualmente Cliff lo apagó, y como si eso hubiera sacado a todos de un trance, cada uno empezó a moverse lentamente sobre sus asientos, sin saber qué hacer a continuación. Ramsey no reaccionó hasta que William lo sacudió.

—Muy bien todos —dijo Cliff, caminando hacia el monitor apagado—. Sé lo que están pensando, así que me atreveré a decirlo en voz alta. Lo que vimos fue solo una concentración inusual de meteoritos que impactó una franja de superficie lunar, y algunos impactaron ambos satélites, ¿está claro? Nadie dice una sola palabra de lo que vio en esta habitación o pierde su trabajo.


Al día siguiente les llegó un reporte a todos para escribir una declaración. Ramsey salió del edificio esa tarde y mientras iba rumbo a su pequeña granja, se puso a pensar en lo mucho que había crecido su imagen mental del mundo en tan solo un par de horas. ¿Cómo reaccionarían los transeúntes junto a él cuando se hiciera público? ¿Habría caos, momentos de reconciliación o reflexión, movimientos religiosos masivos, o algo más? No podía dejar de pensar en las figuras grises que había visto, y cuando veía a la multitud de personas en el camino moverse, absortas en sus propias vidas, las vio a todas como aquellas mismas figuras, yendo de un lado a otro. ¿Querrían paz? ¿Guerra? ¿Impartir conocimiento? Demasiadas preguntas, muy pocas respuestas.

Pensar en la destrucción de los satélites le daba escalofríos, pero cuando llegó a su granja y estacionó su autodeslizador, se puso a observar a Luna llena, asomándose sobre el horizonte. Miró el memorándum de despido sobre su regazo una vez más, y se sonrió. A los de arriba no le había gustado el espectáculo. Entonces empezó a reírse con fuerza, y luego entró a su casa dejando el papel tirado en el vehículo. Ahora «los de arriba» significaba otra cosa para él.


Note

Este cuento, «Los de arriba», fue publicado en el primer número de Novum y en Pabellón Cultural, un proyecto editorial en Twitter.


Jesús Isea es un escritor venezolano. Nació en Houston en marzo de 2000 y vive en Paracotos, un pueblo en las afueras de Caracas. Allí estudia licenciatura en matemáticas. Preside la asociación de ciencia ficción y fantasía de la Universidad Simón Bolívar, UBIK USB, desde donde editan una revista digital trimestral gratuita, Novum, en la que escritores aficionados de ciencia ficción y fantasía publican sus escritos.

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