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Archivo de la Categoría “212”

 

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El viejo me llamó por teléfono a los dos días. «Tengo todo preparado», dijo, «estoy listo para hacer un nuevo intento». ¿Y yo lo estaba? Arreglamos —no me atreví a pedirle más tiempo, no quise mostrarme así, lleno de dudas— que caería al día siguiente, un jueves, a eso de las cuatro de la tarde. Llamé a Rex y le conté, mintiendo a medias, que había decidido prestarme al experimento. Una hora después estaba en casa con dos cervezas y cara de celebración. «Vas a ver que después de esto te ponés a escribir», dijo, «así que andá preparando esas novelas con las que vas a llenar el mundo». La idea me pareció simpática (Tlön Uqbar, claro, pero con novelas), y le dije que lo mejor sería escribir tanto, tanto y tanto que hacia el final ya no hubiera manera de saber qué es verdad y qué es ficción, que, en virtud de alguna sobrecarga mental, o quizá un estado más avanzado de conciencia, se viva en ese mundo o esos mundos, se funda el autor con la obra y se vuelva también él una historia, una tragedia (como Proust, como Dick, como Levrero), una novela. Entonces Rex asintió y supe qué iba a decir, así que me adelanté: «Rex», le dije, «todo esto prueba que hagamos lo que hagamos, el único propósito es anular lo real, destruir el mundo y todas las cosas y llenar el espacio vacío con la totalidad de nuestras mentiras, con todos nuestros amigos imaginarios, nuestras fantasías, nuestras ciudades encantadas». «Exactamente», asintió Rex, y por un momento —que sentí como el reverso exacto de aquella tristeza que me invadió al salir del Salvo dos días atrás— pensé que sería maravilloso que Rex no existiera, que Jon no existiera, que el viejo, Emilio Scarone y la chica de la ventana no existieran, y no fuesen otra cosa que invenciones de mi mente y mis sentidos, otros fantasmas que se paseaban haciendo sonar sus hermosas cadenas por los largos pasillos y subterráneos de mi cabeza. Y me pareció extrañísimo que otra parte de mí —no la estúpida que señala la locura ajena— supiera, realmente supiera, con todas las certezas imaginables, que no era así, que había un Jon, un Rex, una banda, una chica del edificio de enfrente, un escritor desaparecido o muerto llamado Emilio Scarone y un viejo que había creado una máquina inteligente desesperada por comunicarse con nosotros.

 

 

Y entendí que debía darle esa oportunidad a la máquina, al viejo y sus alucinógenos. Quizá sí valiera la pena saber por qué había dejado de escribir desde el final de mi relación con Agustina, y saber también por qué había un nudo en mi mirada cuando se aparecía aquella chica más allá de mi vidrio y mi persiana; quizá valiera la pena entonces el experimento, y el posible riesgo. Apenas me importaba la máquina inteligente o las teorías del viejo; eso era secundario, de eso podría ocuparme después, si deseaba hacerlo. Y seguramente lo haría, escribiendo un cuento. Un cuento trashpunk.

 

 

Antes de tomarme el bus hacia el Salvo para lo que, pensaba, podía ser uno de los momentos más importantes de mi vida (me había levantado entusiasmado y rehaciendo —otra vez— la profesión de fe burroughsiana sacada del final de Junkie y su búsqueda del colocón definitivo, la profesión de fe rimbaudiana, la profesión de fe en el camino del exceso) pasé por una licorería cercana a mi apartamento y, echando mano a los ahorros, compré una botella de The famous groose que ofrecería al viejo como tributo y agradecimiento. No resultó para nada barato, pero estaba contento, con esa alegría sencilla que da hacer regalos, y totalmente comprometido con lo que iba a pasar, con lo que creía que iba a pasar. Llegué al Salvo justo a la hora pautada, me tomé el ascensor con la botella de whisky bien firme en mi mano derecha y pulsé el número de piso del viejo. La alegría me hacía silbar y tararear, afinado con lo primero y un desastre con lo segundo, y no escapaba de temas del Pepper’s, que había estado escuchando casi obsesivamente desde la noche con la chica en la ventana. Salí al corredor —»She’s leaving home»— y, llegando a lo del viejo —»Lovely Rita»— entendí que algo estaba muy, muy mal. La puerta del putero estaba abierta, y también la del viejo. En un microsegundo supe de qué se trataba: el desenlace clásico de este tipo de historias. Agarré la botella como dispuesto a romperla contra la pared para usarla de arma y corrí hacia el apartamento. Los dos pendejos, y otro un poco más corpulento, tenían al viejo en el piso y estaban moliéndolo a patadas. No tuve que pensarlo siquiera una vez: con la botella a modo de mazo golpeé la nuca del más grande, que estaba oportunamente dándome la espalda. El estado adrenalínico en que flotaba me hizo soltar una carcajada: la botella no se había roto. El tipo se derrumbó de inmediato y los dos pendejos se quedaron mirándome con asombro. Uno de ellos corrió hacia la puerta, que yo ya no cubría, y el otro, paralizado supongo por el miedo o la sorpresa, atinó a levantar las manos como diciendo no, no, no, no, en un loop infinito. También sin pensarlo entendí que era un niño, que no podía estrellarle la botella en la cara. Pero al ver lo que le habían hecho al viejo —se retorcía en el piso cubriéndose la cara con las manos ensangrentadas— pudo más la rabia, y con la mano libre le asesté en la barriga el puñetazo más fuerte que he dado en mi vida (en realidad no hubo tantos). Se puso colorado de inmediato, doblándose sobre sí mismo y llevando las manos al estómago. Era el momento perfecto. Otro golpe con la izquierda, esta vez en la nariz, lo dejaría ciego por las lágrimas y completamente inutilizado. Pero me detuve. «Andate», le dije, «andate de acá, la puta que te parió». Y sentí que era otro el que hablaba, otro que sabía exactamente qué decir. El chico asintió con la cabeza y se arrimó a la puerta.

—Llevate a tu amigo —le dije—, no vuelvan más a joder por acá.

Como pudo arrastró el cuerpo inconsciente de la víctima del whisky. El viejo se había apoyado en la pared y me miraba, lagrimeando.

—Ya mismo llamo a la emergencia —le dije—, ¿es socio de alguna?

Murmuró la sigla y el número, que tecleé en mi celular. «Decí que fue un accidente», me dijo, pero no le hice caso. Pelea, golpes, sangrado, dificultades al respirar, dolor en el pecho. Palacio Salvo, apartamento tal, piso…

El viejo se llevaba las manos al corazón.

—Me rompieron todo —dijo, llorando—, me rompieron todo.

Entonces reparé en el desastre. El viejo no se refería a sus huesos, sino a lo que percibí de inmediato como su otro cuerpo, los monitores, las computadoras estrelladas contra el piso, las conexiones arrancadas, los frascos de sustancias hechos añicos.

—Todo el trabajo de años… ahí está… perdido, perdiéndose…

No sabía qué decirle. No podía ser algo tan estúpido como que tendría tiempo de rehacerlo todo; no podía ser algo tan ingenuo como pero lo importante es que no pasó de acá, podría haber sido peor, iban a matarlo si yo no llegaba a tiempo. No, nada. Me senté en el piso y le tomé una mano, apretándola con fuerza. El viejo asintió con la cabeza. Se notaba que apenas podía respirar.

—Creo que está teniendo o está por tener un infarto —le dije—, pero la ambulancia ya está por llegar.

El viejo asintió una vez más y paseó la mirada por la habitación hecha ruinas.

—Ahora cuando yo… me vaya… —jadeó—, fijesé si hay algo entero y lleveseló… lo que iba a darle está en un frasco… tiene una etiqueta con su nombre. Lleveseló… una intravenosa, es fácil… es…

Y sonrió.

—Tranquilo —le dije, y empecé a asustarme, pasado el colocón de adrenalina—, ya viene la ambulancia, no se esfuerce por hablar.

—No, usted, tranquilo usted. No pasa nada…

En ese momento escuché el ruido del ascensor abriéndose, los pasos de los enfermeros y las ruedas de una camilla. Me levanté de un salto y me acerqué a la puerta. Por acá, por acá, rápido, por favor.

 

 

Otro de los vecinos había llamado a la policía, así que tuve que contar todo lo que había visto. Preguntaron si iba a hacer la denuncia; me encogí de hombros. Uno de los policías insistió en que identificara a los agresores. Me negué con la cabeza. «No», añadí. «Después veremos eso, que lo diga el hombre». Una mujer lloraba en el marco de la puerta; supuse que sería otra vecina o una conocida o amiga del viejo. Los policías entraron al putero, armaron un poco de escándalo y salieron al rato. Los pendejitos habían desaparecido, por supuesto. Yo estaba inmóvil entre las ruinas, viendo la escena como si hubiese sido partida a hachazos en cinco o seis piezas que ya no encajarían jamás. «Pobre, pobre», decía la señora. Otro de los vecinos señaló que se lo había buscado. «¡Pero eso no se lo merece nadie!», dijo la mujer y yo quise reír. Pero me callé la boca. En el piso estaba la botella de whisky. Tengo que beber por el viejo, pensé, y luego, cuando salga del hospital, en todo caso le compro otra o le hago otro regalo. La mujer seguía llorando. «Y cómo se lo llevaron, vio, vio, estaba tan pálido, pobrecito, pobrecito». Miré a los vecinos —algunos se habían aburrido y buscaban el mejor momento para irse— y me encogí de hombros.

—¿Usted era amigo de Enrique? —me preguntó un tipo que hablaba con un acento bastante raro, vestido de gris y llevando un sombrero al mejor estilo Sam Spade. Entendí que había escuchado el nombre del viejo por primera vez.

—Sí —respondí—, amigo y discípulo —y de inmediato se proyectó en mi mente la idea de Rex y yo visitándolo en el hospital, en plan Morelli y el Club de la Serpiente. «La maldita literatosis una vez más», pensé, y, después de todo, ¿qué hacía ahí, todavía ahí? ¿Qué quería probar, qué creía deberle al viejo o a mí mismo?

Pero a la vez entendí que sí tenía algo que hacer, que sí había un deber, y que al haberme presentado de esa doble manera, amigo y discípulo, estaba autorizado para hacer algo que los vecinos y curiosos jamás habrían podido sin saberse ladrones de la peor calaña. Avancé hacia el corazón de las ruinas y, sobre una estantería con frascos, cajitas y cilindros de plástico de esos en los que venían los rollos para cámara de fotos, di con lo que buscaba. Era un tubo de ensayo con un líquido transparente hasta más o menos la mitad, etiquetado con las letras que formaban F. Stahl. Lo tomé, agarré la botella, saludé con una inclinación de cabeza a todos los presentes, y me fui.

 

 

(Después pensé que podría haber intentado rescatar alguna pieza de material informático. Mi ignorancia casi total en cuestiones de hardware, de todas formas, hubiese logrado que tomase lo más inútil e insalvable. Una excusa, por supuesto).

 

 

Al pasar por enfrente a la puerta del putero la vi. O, mejor dicho, supe que era ella. Estaba sentada en un banquito, llorando, con dos mujeres un poco mayores rodeándola, acariciándole el pelo. Quizá el pibe más grande era su novio, nunca lo supe. Yo estaba paralizado ante la puerta. Ella me resultaba demasiado parecida a alguien, no me daba cuenta de quién. Apreté el vidrio de la botella. Una de las otras mujeres me miró con firmeza, supongo que tratando de hacerme decir algo. La chica seguía llorando, pero de repente levantó la cabeza y me miró, y entendí que era igual a mi vecina, la menor, o que se parecía a mi vecina, o que por alguna razón me recordaba a mi vecina, me hacía pensar en mi vecina, se unía a mi vecina en alguna habitación oscura de mi mente donde también había otras mujeres que preferiría siempre no recordar ni nombrar. Y también se me ocurrió que ahora, con el viejo en el hospital, con el viejo quizá moribundo, ya no podría nunca pasar por lo que había pasado Rex y saber por qué no escribía, saber por qué me quedaba hipnotizado ante la ventana mirando a mi vecina, por qué existía aquella habitación y por qué… Por qué. La chica asintió secándose las lágrimas, quise entender (aunque por supuesto me equivocaba) que diciéndome «hiciste lo que tenías que hacer, lo que cualquiera hubiese hecho, lo que se debe hacer». No podía moverme y ella y las otras seguían mirándome, vestidas con minifaldas diminutas y tops demasiado apretados para sus pechos gordos y fláccidos. Traté de arriesgar un saludo con una mano, pero me detuve casi de inmediato, a los pocos centímetros. No tenía fuerzas para hacerlo, no tenía sentido alguno. Las piezas de la escena se alejaban unas de otras con la velocidad de la expansión del universo o quizá más rápido. «La velocidad de las cosas», me dije, y también pensé en el viejo, en la chica, en mí, en mi vecina, en esa habitación oscura de mi mente, una vez más, y empecé a caminar por el pasillo, rumbo al ascensor.

 

 

Ahora, tan cerca del final, podría aparecer otro flashback; mejor dicho, una reedición de aquel primer flashback, el viejo explicándole a Rex que la máquina, en su opinión, no estaba contenida en lo físico, en el hardware, que se había desperdigado, diseminado por la red, que quizá del mismo modo nuestras mentes tampoco dependían exactamente de nuestros cerebros, que éramos nodos en una red de conciencia, que todos, en el fondo… en fin, se entiende a dónde quiero llegar, y no es nada nuevo, pero estaba claro que era eso lo que yo quería, lo que todavía quiero pensar. Creer. Que ese era el principio de un mundo en el que querría vivir, si hubiera —y la hay— alguna forma de opción.

 

 

Entonces sucedió algo en el pasillo, acaso una respuesta. Fue una oscilación, muy ligera, apenas un pulso, como si el techo y las paredes (del mismo modo que en algunas películas de dibujos animados los juguetes esperan a que los niños se vayan a dormir para retomar su vida y sus asuntos) hubiesen estado esperando que yo me fuera para dejar de aguantar la respiración y aflojar con alivio todo el aire pero, como me demoraba y eran incapaces de seguir resistiendo, tuviesen que conformarse con una mirada al piso o una distracción mía para soltar un poquito, apenas un poquito de aliento, que se propagó por todo el pasillo como una onda en la sustancia misma de lo real… en la matriz, diría en mi cuento trashpunk, y me estremecí, pero seguí caminando. Rex, Rexito, viejo, pensé, terminaste de vencerme, de convencerme, y el pasillo se ahondaba, se volvía infinito, como si en alguna parte hubiese dos espejos paralelos trazando ante mi mirada una, otra y docenas de variaciones de la misma puerta, el mismo piso, el mismo techo y las mismas manchas en las paredes. Elegí una de las puertas, preparado para el mundo levreriano o cuasilevreriano al que había accedido Rex, pero al abrirla pase a otra parte: una gran unificación de túneles, el centro de un sistema de subterráneos o cloacas o catacumbas, ratones, murciélagos y demasiadas opciones. Elegí una al azar y caminé salpicándome las pantorrillas. Abreviaré, esto podría perfectamente ser otro cuento, una novela lineal que empieza con una puerta y termina con otra, así que voy a decir apenas que en una de las paredes, tras caminar un buen rato, encontré dos iniciales, como en aquella historia de Verne. E.S., leí: Emilio Scarone, pensé. No tenía nada con qué horadar la pared, de modo que era imposible dejar mi nombre, mi F.S. para los futuros viajeros, así que seguí caminando —las paredes brillaban con esa suerte de fosforescencia propia de algunas criaturas marinas y, por momentos, se me hacía gracioso que caminase con un whisky en lugar de una antorcha, que caminase con el alucinógeno más poderoso en el bolsillo, ambos, botella y tubo, cerrados y vírgenes—, siguiendo lo que, suponía, era una corriente de aire, mínima al principio, más fuerte a medida que avanzaba como Gandalf en las minas de Moria, habría dicho Rex. Entonces di con una puerta y, más allá, una escalera. Subí a toda velocidad; terminaba en una especie de reja en el suelo, que pude abrir gracias al deterioro del metal. Estaba en plena luz del día, una luz que venía, o más precisamente que se derramaba, que se abalanzaba del techo de la habitación contigua y era capaz de invadir todo el lugar en que me encontraba, un cuarto gris y polvoriento, lleno de papeles amarillentos que no quise investigar, novelas, cuentos, informes. La otra habitación consistía ante todo en una enorme escalera, que conducía al aire libre o, mejor dicho, a la última estación antes del aire libre, uno de los recintos de lo que, supe al emerger, era nada más y nada menos que el Panteón Estatal del Cementerio Central. Miré mi celular: las seis de la tarde. Supuse que estarían por cerrar y me apuré hacia la salida de la calle Gonzalo Ramírez. Era un día como cualquier otro, gente caminando, floristas, taxis, ómnibus, ruido, el calor. ¿Qué podía hacer? ¿Contarle a Rex la historia, armar una vez más una ficción en la que terminaría creyendo, que la máquina de alguna manera había sobrevivido y me había mostrado que esos cambios en la realidad eran verdaderos, que sabía lo que me había dicho el viejo sobre los subterráneos y Emilio Scarone? No necesité a Rex ni a Jon: sólo con pensarlo empecé a creerlo: Mi camino por los subterráneos, por los laberintos de la máquina, mi estela en aquel mundo cuyos secretos tengo muchas ganas de guardar pero que, lo sé muy bien, nunca podré hacerlo. Porque lo que vi allí —mejor dicho, lo que vi allí como final a los sucesos de las últimas semanas— logró cambiarme. Lo sabía muy bien: las opciones se habían terminado. Entendí que el juego llegaba a su fin, que ya nada más era necesario o que había alcanzado un punto de divergencia en el que volver atrás sólo lograría hablarme de una persona que había dejado de ser, y por aquello de las lágrimas en la lluvia o del libro de arena perdido en la biblioteca, entendí que debía olvidar entre ciertos libros de mi apartamento el tubo de ensayo etiquetado con mi nombre y abrir la botella de whisky, que agotaría a solas y con paciencia a lo largo de la noche. Y si esto se vuelve el final para la historia que había comenzado (aunque en rigor las cosas no comienzan, solo en la literatura hay comienzos, y a veces ni siquiera eso) con Rex llamando al portero automático de mi edificio (ahora tengo mis dudas, quizá debí haber comenzado con Jon espiando a mis vecinas, con el primer día en que amanecí sin Agustina, con aquel momento de 1997 en que se me ocurrió la tontería del trashpunk, con mis viejos cuentos de ciencia ficción en la revista de Scarone), me gustaría que sea entendido, apreciado o despreciado en relación, como de fondo y figura, a algunos de los otros finales posibles, especialmente el que dijo el viejo, el de Rex o yo o Scarone fusionándonos con la máquina, única manera, quizá, de entenderla, de entenderse y oportunidad perdida, una vez más, arrojada al abismo, esperanza cierta quizá —creo que ya lo he dicho—, pero para otros, no para nosotros.

 

 

Sin embargo una y otra vez volvía a la idea de escribir todo aquello, como si fuese el proceso natural de las cosas; pasé el resto de la tarde escuchando música en mi sillón (salí de la fase Pepper’s y regresé a la Trilogía de Berlín de Bowie, Low, Heroes, Lodger), mirando de vez en cuando hacia la ventana de mis vecinas —estaba todo cerrado, como si se hubiesen ido de vacaciones o regresado a donde fuese que regresarían tarde o temprano—, buscando pretextos para no encender la computadora y abrir el Word. Pero fue imposible. Hacia las diez y media de la noche todas las ideas parecían agolparse en mi mente trabándose las unas a las otras, como si los pedazos de la escena de la paliza al viejo y la posterior llegada de todos los vecinos hubiesen regresado con cientos de semejantes para tratar de fusionarse en algo que excedía todas mis capacidades de percepción e imaginación. Me senté ante la computadora, llené un vaso de Famous Groose, para mantenerlo en alto pensando en el viejo, y lo vacié de un trago. Era demasiado. La chica espiada y espía, el viaje de Rex por la realidad virtual o la mente de la máquina, Emilio Scarone, los subterráneos, las entidades autoconscientes despertándose en la Red. Nada parecía encajar excepto más allá, en el horizonte de mi deseo de escribir. Es decir, aquí nada lograba ensamblarse pero allá había un cuento terminado, en esa distancia hipotética, redondo, luminoso. Todo existe para terminar en un libro, está claro, pero lamentablemente tenía que llegar hasta ahí, encontrar ese camino, el principio de ese camino y aprestarme a recorrerlo. Un camino tan complejo como el laberinto de los subterráneos, como los pasillos interiores de la máquina, con un hilo de Ariadna consumido, desechable. Aunque podía también quedarme de este lado y mirar en la lejanía por tanto tiempo que los perfiles de aquel objeto perfectamente ensamblado a partir de demasiadas partes disímiles empezaran a volvérseme claros. Y escribir, intentar escribir, era una manera de mirar. Pero sentí miedo, como Rex orientándose en los pasillos del Salvo deformado; sentí miedo y me detuve, mirando el área blanca de la pantalla y el latido del cursor. Todavía no lograba ver claro, no sabía cómo se combinaban en aquel hermoso cuento terminado la chica, la máquina, el miedo de Rex, ese mundo del que me contó y el que mínimamente llegué a atisbar. Pero sí sabía algo: tenía que ser un cuento trashpunk. Pulsé las teclas y armé una primera oración. El cielo sobre el estuario tenía el color de una mancha de humedad en una pared descascarada, y quizá allí estaba el camino hacia el cuento… Pero no. Intenté escribirlo y no pude; no pude, una vez más.

 

 

Ramiro Sanchiz nació en 1978 en Montevideo. Sus primeras publicaciones fueron en la revista DIASPAR, seguidas por GALILEO, AD ASTRA y AXXóN. En 2008 figuró en la antología “El descontento y la promesa” (Montevideo, editorial Trilce), que recopila 24 cuentos de autores nacidos entre 1973 y 1984; en “Esto no es una antología” (Montevideo, Ministerio de Relaciones Exteriores), también una muestra de narradores nuevos/jóvenes, y publicó la novela 01.lineal en Salamanca, por Anidia editores. Sus principales influencias son Alasdair Gray, Philip Dick, William Burroughs y Mario Levrero, y es lector asiduo de J. G. Ballard, Jorge Luis Borges, Angela Carter, Roberto Bolaño, entre otros. Entre 2002 y 2006 se desempeñó en varias bandas de rock alternativo en calidad de guitarrista y compositor, y en el presente trabaja de profesor particular de filosofía y literatura y periodista cultural. Desde hace un año mantiene el blog personal Aparatos de vuelo rasante.

En Axxón ya hemos publicado, de su autoría, CAMINO DE RETORNO (Axxón 93), SOBRE DESAYUNOS Y ENTROPíA (194), PAISAJE CON GRUPO Y MUJER, EL VIENTO Y LA CENIZA (195), DUENDES (196), LA HUIDA (204), y LOS OTROS LIBROS (207).
También ha publicado los siguientes artículos y ensayos: MARIO LEVRERO: EL OTRO Y YO (188), RéQUIEM POR THOMAS M. DISCH (189), DISTOPíA FáUNICA y LOVE STORY (204).


Este cuento se vincula temáticamente con LA GUERRA DE LAS OCHO EN PUNTO, de Frank Roger; TOUCHé, de Yunieski Betancourt Dipotet; EL OTRO, de Hernán Domínguez Nimo y AUTOMATIZACIóN, de Eduardo Carletti.

Axxón 212 – noviembre de 2010

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia ficción : Cibernética : Relación máquina-hombre : Uruguay : Uruguayo).