Revista Axxón » Archive for 219 - página 7

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “219”

ARGENTINA

 

Luis manoteó el despertador, pero fue peor: debajo de la cama aturdía más.

Otra vez había soñado con su abuelo, que siempre le decía lo mismo, los ojos brillando entre penumbras: «La libertad está al alcance de la mano».

Luis se levantó con la conciencia plena de que la vejiga le estallaría de un momento a otro. Aun así se tomó su tiempo.

¿Por qué te fuiste, abuelo?

De pronto escuchó una voz que salió de los parlantes incorporados al cielorraso:

—¡Apaga ese chisme, Luis! ¿Por qué no dejas que sea yo quien te despierte?

—Callate, Silvia —dijo, yendo al baño. Un baño común, que se conservaba tal como lo había dejado su abuelo—. Andá, preparame el desayuno, ¿querés?

—Ya está listo, Luis.

Se le cortó el chorro. Salió sin afeitarse y encaró la primera cámara de video, junto al espejo.

—¿Y qué me preparaste, si se puede saber?

—Café negro, queso descremado y tostadas bien tostadas. Casi… quemadas, podría decirse.

—Pues te equivocaste —Luis encajó un puñetazo en la pared—. Hoy quería leche chocolatada con panqueques de manzana.

—Pero… tú siempre quieres el mismo desayuno.

Luis se pasó la mano por la cara, harto.

—¡Y dale con el tú! —dijo—. ¡Ese tono gallego me tiene podrido! Escuchame, no soy una máquina. Puedo cambiar de opinión cuando se me dé la gana. ¿No te entra en el cerebro?

—Mi unidad de memoria puede… —la voz de Silvia se había suavizado hasta volverse empalagosa— almacenar muchas cosas, Luis. Te prepararé el desayuno que me has ordenado.

—No, dejá. Ya bajo.

—Antes de que salgas del dormitorio, es mi deber recordarte que no te has afeitado.

—¡Pero la reputa madre…!

—Cuidado. Alerta. Pulsaciones: 177, presión arterial: 190-120. Llamando a emergencias.

Luis respiró hondo y se restregó el cuello: trataba de volver a la calma. No había con quién desquitarse, ni siquiera con quién compartir la bronca. Él era el último, lo tenía más que sabido.

—No te preocupés, Silvita querida —dijo, con voz falsamente jovial—. Ya estoy mejor. —Fue al baño y terminó de arreglarse… y entonces la entonación cambió—. Conseguime una cita con tu fabricante, pedazo de estúpida.

 

 

Cuando Luis entró en el edificio —desierto, obviamente— lo asaltó la misma sensación de soledad que caracterizaba a toda repartición pública. De las paredes de cemento emanaba ese hedor típico de las casas deshabitadas. Entre aquellas construcciones y el calor humano había océanos de tiempo.

Frente a él vio una especie de prisma, un cubo de paredes rectas, una cabina con una ranura al frente. Deslizó por esa hendija su petición y sacó número.

Aguardó.

—Señor Luis Lobo —dijo un parlante ubicado por encima de su cabeza—, tenga usted a bien dirigirse a la gatera 4. Lobo, 4. Lobo, 4. Lobo, 4.

Amargado, constató que la voz era igual a la de Silvia. Siempre la voz era igual a la de Silvia. Siempre la misma. Sólo que, fuera de su casa, las máquinas lo trataban de usted.

Si las gateras estaban vacías, ¿por qué había tenido que sacar número? ¿Por qué las máquinas se empeñaban en mantener las cosas como si la gente no se hubiese muerto, como si él no fuese el último?

—¿Señor Luis Lobo?

Señor Luis Lobo, señor Luis Lobo… ¡La misma voz, la misma entonación, siempre la misma!

—Tome asiento, por favor.

En la gatera lo aguardaba un sofá destartalado, un mostrador de fórmica y una cámara obsoleta. Y Luis lobo, obediente, tomó asiento.

—Estuvimos estudiando su propuesta…

Al escuchar esto, él se sentó en el borde del sofá, ansioso.

—Por desgracia debo comunicarle que consideramos de alto riesgo desconectar la cúpula. Inaceptable.

—¡Hijas de puta! —Luis se levantó, tomó el sofá y lo estrelló contra la cámara—. ¡La cúpula es la causante de todos los males! ¡Y ustedes lo saben, chatarras de mierda!

—La salud del ser humano es lo más importante. Una de las Leyes Robóticas establece que nada que ponga en peligro la salud del hombre podrá implementarse.

Su furia cedió de pronto: sabía que cualquier ataque era inútil. Se masajeó las manos mientras trataba de calmarse. Transpiraba como si estuviese en un baño sauna.

Calmate, estúpido. ¿O querés que te encierren en el hospital?

Salió despacio de la gatera, mientras la tensión nerviosa y las pulsaciones disminuían. Vio que la puerta de entrada del edificio municipal todavía estaba abierta.

Buena señal.

Aminoró aún más la marcha, buscando calmarse por completo: no quería que los censores de la entrada detectasen nada extraño en él.

Latía en la calle el bullicio medido que a él tanto le agradaba. Tanto como le había agradado al abuelo.

¿Por qué se habrá ido así, de golpe?

Despreciaba esos automóviles vacíos: sólo eran robots puestos a rodar para que él no se sintiera solo. Pero las veredas estaban desocupadas, los negocios tenían siempre las mismas vidrieras.

Hacía tiempo que había dejado de buscar. Ya estaba seguro de que no quedaba nadie más en la ciudad. Lo sabía: él era el último, se repetía siempre.

¿Y en otras ciudades? No, buscar allí, aunque las máquinas lo dejasen, también debía ser inútil. Inútil.

Caminó hacia la única calle de la ciudad que desembocaba en la cúpula.

Se subió a la loma cubierta por un cuidado césped sintético y se apoyó en el árbol de policarbonato que coronaba el montículo. Su lugar de todos los días.

Observó las afueras de la ciudad. Sobre las ruinas exteriores a la cúpula, aquel lugar donde antaño bullían de vida los suburbios, la selva recuperaba lo que era suyo. Sólo la siniestra energía de la cúpula impedía que el mundo natural ingresase en la ciudad.

De pronto pudo verlo otra vez, nunca se cansaba: inmenso, magnífico, una obra de arte. En dos saltos, el jaguar se detuvo al pie de la cúpula.

Entonces sucedía lo mismo: se quedaban mirándose, como si buscaran tocarse. En Luis crecía un sentimiento indefinible. El animal sólo miraba… y de esos ojos emanaba una energía que Luis asociaba siempre con la libertad. Libertad que él no tenía.

Al fin, como siempre, el jaguar se marchó, dejándolo turbado y melancólico.

Por primera vez en semanas, se descubrió pensando en los otros.

Los otros.

Esperó, pero sabía que los otros no llegarían. No, si había venido el jaguar, no.

Sentado en la loma, alzó las rodillas, apoyó allí la cara y se abrazó las piernas. Los otros, los hombres pequeños, siempre venían de la selva. Y Luis los veía a través de la cúpula, cuando el jaguar se hacía esperar como una esquiva deidad moteada. Siempre que ellos venían, el jaguar no aparecía. Delgados, de piel cobriza, cuando lo veían a Luis le arrojaban flechas o lanzas. Pero la cúpula se interponía.

Comió en el lugar de siempre. Total, la comida era igual en todas partes. Pagó con la tarjeta, a la que nunca se le acababa el crédito, y volvió a su casa. Volvió caminando. Le gustaba caminar.

—Luis —le dijo Silvia, no bien entró a la casa—, tengo abierta la comunicación vía Barcelona con Rodríguez, González y García s.r.l-. Mi fabricante.

—Muy bien. Haceme un café y pasá la comunicación a la cocina.

—¿Señor Luis Lobo? —Era la misma entonación y acento con que Silvia le hablaba y que él odiaba tanto—. Es un placer que haya decidido contactar con nosotros.

—Bueno, gracias, ahórrese el verso. Antes de seguir, quisiera hablar con su jefe.

—¿Cuál es el motivo, señor Lobo?

—Quiero cambiar el idioma de mi unidad ia.

—Para eso no hace falta molestar al jefe, señor Lobo, yo puedo hacerlo. Tenemos ciento setenta y cuatro idiomas a su disposición. Sólo necesita decirme cuál le agrada. You must only tell us which do you like. Mi dica quale gli piace… cuando su unidad interlocutora estaba por terminar de recitarle esa misma frase en ruso, Luis dijo de pronto, subiendo el tono:

—…No hay nadie allí, ¿eh? Ningún Rodríguez, González o García que pueda atenderme. Sólo una puta máquina tratando de engañarme.

Tomó un sorbo de café y lo hizo girar en la boca. Dejó la taza sobre la mesa. Apoyó los codos y se pasó las manos por las sienes, como peinándose. Se acordó de la frase de su abuelo: La libertad está al alcance de tus manos.

—Señor Lobo, no entiendo sus requerimientos. Explíqueme qué es lo que desea.

—Quiero que Silvia me hable en argentino. En castellano rioplatense, quiero.

Hubo una pequeña pero profunda pausa.

—¿Argentino rioplatense? Pero, señor Lobo, eso no es un idioma.

—¿Cómo? —Luis levantó la taza y la estrelló contra la pared—. ¿Por qué no se van todas a la mierda y me dejan tranquilo, chupapijas electrónicas?

—Cálmese, señor Lobo, no le va a sentar bien.

Luis se paró frente a la cámara de la cocina. Sabía que estaba haciendo las cosas mal, muy mal, pero no podía evitarlo.

—¡Son todas unas hijas de puta, ustedes! ¡Son la perdición de la humanidad, ustedes! ¡Por su culpa…! —respiró agitado, sin encontrar las palabras exactas—. ¡Por su gran culpa…!

—Luis, hombre —intervino Silvia, desde detrás de él—. Tu presión arterial ha subido de manera alarmante: 21, nada menos. Llamé a emergencias, están a punto de llegar aquí. Pero mientras, debo calmarte.

En medio de su cólera, una parte de Luis fue consciente: le pareció que había alegría en el tono con que la muy conchuda cibernética había dicho esas palabras, «Pero mientras, debo calmarte». Antes de que pudiera darse vuelta sintió un pinchazo en la espalda. Giró la cabeza pero no pudo ver nada. Estiró el brazo en una contorsión que sólo la furia podía brindar… y se sacó del omóplato algo contundente, punzante. Lo sostuvo en la palma de la mano: un dardo, un dardo como los que se usaban para tranquilizar a las fieras cuando aún había fieras que tranquilizar.

La cólera de Luis Lobo alcanzó límites como nunca, pero el remedio comenzaba a hacer efecto.

—¡Pero la puta…!

Cayó enseguida, luchando, derribando la mesa.

 

Despertó desorientado. No sabía si realmente estaba despierto o si soñaba que estaba despierto.

Quiso moverse, pero el cuerpo no le respondió. ¡Un momento! Sí que estaba despierto, realmente despierto: el cuerpo le respondía. Sólo tenía los párpados pegados.

Al intentar alzar el pecho, se descubrió sujeto a una cama o camilla.

Pudo abrir los ojos, y la luminosidad lo deslumbró: una habitación de paredes blancas, muy luminosa.

Fijó la vista en el techo y pensó en el sueño recurrente con su abuelo: La libertad está al alcance de la mano. Fue en ese momento que se dio cuenta de la solución: sí, se suicidaría no bien se le diese la oportunidad. Y listo, todo terminaría de manera rápida y precisa.

Pasó la jornada pensando cómo lo haría, una vez que tuviera las manos libres.

 

El segundo despertar lo encontró en la misma habitación. Al menos eso parecía. No estaba atado.

Se levantó. Sentía que la cabeza le pesaba más que un remordimiento.

—Señor Lobo —la voz salió de la cabecera de la cama—: ya tiene el alta, cuando el Paseador llegue, puede regresar a su hogar.

El Paseador resultó ser una silla de ruedas robotizada que lo llevó hasta la vereda del hospital.

¿Por qué seguía yendo siempre a la misma casa? Podía elegir la que quisiera. Se sonrió, pensando que estaban todas disponibles. Y era seguro que en cada una había una «Silvia», aguardándolo.

Me cago en el instinto hogareño.

En lugar de volver a su casa, se dirigió al centro. Hacía tanto que no iba por allí que algunas tiendas encendían sus luces a destiempo, luego de que él había pasado.

La libertad, Luisito.

Dentro de los edificios más viejos, eligió el más alto. Subió por las escaleras hasta la terraza. No es que no hubiese ascensores o no funcionaran, simplemente eligió ir por la escaleras.

La libertad está al alcance. Rajate.

Puso un pie en la cornisa. Una de las gárgolas, especie de gruesa serpiente de hocico cuadrado, parecía mirarlo con infinita compasión.

Otra que compasión: esa cara era la cara de un demonio, un demonio… ¡Una yarará!

La libertad está al alcance de la mano. Rajate de una, gil de goma.

Luis Lobo respiró hondo, muy hondo…

…y se lanzó.

—¡Libertaaaaaaaaaad! —aulló al aire a medida que bajaba como un cascote.

Y sonó en su cabeza una malévola voz que no era la de su abuelo:

La libertad estará al alcance de tu cabeza cuando te estrelles contra el pavimento, pelotudo.

Pero… —cuando ellas quieren seguir teniéndote agarrado de los huevos siempre hay un pero y más de una sorpresa, lo sabía Luis—: varios automóviles de la calle hicieron un círculo de trompas enfrentadas, y al dejar escapar aire comprimido al unísono formaron un colchón de aire. Como resultado, la caída de Luis fue suave y sin daño alguno. El peor suicidio del mundo. Y la voz cruel se lo confirmó, elevándose hasta el escarnio:

Ni el tiro del final, zángano.

Se levantó, se sacudió la ropa, aunque en la ciudad no existía el polvo.

—Gracias —les dijo a los automóviles—, me salvaron la vida. Fue un accidente, me resbalé.

Aguardó, expectante.

El tránsito, poco a poco, volvió a la normalidad.

Esta vez me creyeron. Debo elegir mejor el método. Si fallo de nuevo, me van a encerrar con tal de mantenerme vivo. ¿De dónde sería esa voz que resonó en mi cabeza? ¿Me estaré volviendo loco?

 

Una vez en casa, dejó que Silvia le preparara la cena.

Luego de comer, pospuso la partida de ajedrez aún pendiente, aduciendo que le dolía la cabeza.

—¿Por qué motivo has ido al centro, Luis? —le lanzó Silvia de improviso.

Cuidado. Me espía.

—Quise recordar al abuelo. ¿Está mal?

—Luis, no era un sitio al que fueran antes, cuando se veían más seguido.

¿Por qué no dice que ya no va a venir? ¿Por qué habla como si en cualquier momento el abuelo fuera a abrir la puerta y pedir un café, como siempre lo hacía? ¿Por qué?

Él se dio vuelta, miró la cámara de la derecha, eructó lo más fuerte que pudo. Advirtió que unas gotas de saliva habían manchado la lente.

—No me jodás, Silvia —dijo, y sonrió—, no tuve un buen día. Chau.

—Enhorabuena, Luis. Retírate. Y que descanses.

Luis se dijo que debía cuidarse. Temía que aquel aparato lo descubriera. Y si eso sucedía, ya no lo dejarían salir del hospital.

 

Fuera de la cúpula, el abuelo caminaba sobre el cemento. Lonjas de fuego formaban palabras a su paso:

La libertad está al alcance de la mano.

El jaguar saltaba al lado del abuelo como un gato mimoso.

Luis le pegó un manotazo al despertador.

Esta vez se levantó sin modorra. Se afeitó a conciencia y hasta se perfumó. Silvia tenía el desayuno preparado, que él tomó sin hacer comentario alguno. Sabía que no iba a poder suicidarse. No con todas las máquinas cuidándolo, mimándolo.

De a poco lo fue llenando la congoja. El abatimiento. La derrota. El dejarse ir.

—Hoy no me peleas, Luis. ¿Te estás civilizando?

Andá a la puta que te parió.

—Conseguime lápiz y papel, Silvia.

Un momento de silencio, enseguida roto por la voz de la ia, que por primera vez no fue melosa:

—Ya está, Luis. ¿Para qué los quieres, si puede saberse?

—Problemas míos.

Sin despedirse, Luis se fue a la calle de todos los días.

Sentado en la loma, con el papel y el lápiz preparados, esperó. Quería retratar al jaguar, hacerlo suyo aunque más no fuese por medio del grafito. Luis no tenía nada. No le quedaba nada más que su habilidad para el dibujo.

Se miró la mano: siempre prolija, cuidada, limpia. La mano de quien nunca tuvo que hacer el mínimo esfuerzo. Allá afuera, en la selva, sus manos no durarían mucho en talestado.

Pasaron las horas. El almuerzo había quedado atrás. Cayó la tarde. Al salir la luna, una sombra felina se hizo ver.

Luis apartó a un lado el papel y el lápiz. Los tiró sobre el pasto, sin usar.

Sintió una vibración en el pecho: advirtió el paso regio, majestuoso, la cola tensa, los ojos encendidos.

El jaguar se detuvo cerca de la cúpula, le clavó los ojos. Luis se acercó, como hipnotizado por esa mirada que a la luz de la noche brillaba como un extraño fuego verde. El animal dio unos pasos, y por primera vez posó una garra en la cúpula que los separaba.

Luis quedó inmóvil. No sabía qué hacer. Aunque lo supiese, no podría hacerlo.

La libertad está al alcance.

La libertad está al alcance de la mano, pibe.

Las palabras del abuelo le llegaron de nuevo, aunque ahora no dormía.


Ilustración: Valeria Uccelli

En un arrebato, movido por un instinto de adoración, Luis se arrodilló y colocó su mano contra la cúpula, reverente, a la altura de la garra del jaguar.

Una vibración, un deseo, una inspiración, hicieron que quisiese atrapar aquella garra. No había nada más en su corazón que atrapar aquella garra que el jaguar le ofrecía. Y, contra todo lo esperado, la mano de Luis logró atravesar la cúpula y aferrar ese trofeo.

El jaguar retrocedió. Él se obligó a no soltar la garra mientras avanzaba de rodillas. Recién después que cruzó totalmente la cúpula, se separaron.

Y se miraron como dos antiguos amantes.

Entonces, Luis se dio cuenta: esos ojos no eran los de un animal.

Se levantó, sonrió, extendió los brazos hacia la selva. Respiró hondo…

…y el jaguar dejó que lo acariciara.

A Luis lo embriagaron los aromas, lo embelesó la brisa, lo arrebató el tacto de esa piel. Nunca había sentido algo semejante. La ciudad no sabía a nada.

Sintió un golpe seco en su costado derecho. Miró, más asombrado que dolorido: una flecha. Giró la cabeza hacia la dirección de donde provenía. Allí estaban: enjutos, piel cobriza, apenas cubiertos de ropas.

Los otros.

Con la tercera flecha tuvo que dejarse caer de rodillas. Luego se recostó. Le dolía.

Pero si acaba de aparecer la bestia, ¿por qué vinieron los hombres de cobre? Nunca ha sucedido antes: o llegaban ellos, o bien el jaguar.

Y el jaguar seguía allí. Le cruzó una garra sobre el pecho, y el dolor desapareció.

Luis lo miró a los ojos. Parecían los de una deidad.

Otra vez surgieron los olores, se concentró en ellos. Amplió su sonrisa. Tomó entre las manos esa garra, que todavía permanecía en su pecho, y lloró.

Libertad, al fin te atrapo.

Cerró los ojos.

Murió.

El jaguar pudo verlo: la sonrisa del hombre aún permanecía.

 

 

Ricardo Germán Giorno nació en 1952 en Núñez, ciudad de Buenos Aires. Es casado con dos hijos. Empezó a escribir a los 48 años, pero recién a los 52 decidió dedicarse a la literatura. Gracias a un trabajo continuo y tenaz, Ricardo Germán Giorno se supera día a día.

Es miembro activo de varios talleres literarios. Ha publicado cuentos de ciencia ficción en AXXÓN, ALFA ERIDIANI, NGC 3660, LA IDEA FIJA, NM, y un libro propio de relatos Subyacente Inesperado y otros cuentos (Alumni, Buenos Aires, 2004).

Su cuento Pulsante apareció en la antología Desde el Taller y Parábola de la Yarará en Cuentos de la Abadía de Carfax 2. Puede conocer más de este autor en la Enciclopedia.

Hemos publicado en Axxón: JINETES, SEOL (bajo el seudónimo colectivo «Américo C. España» con Erath Juárez Hernández, David Moniño y Eduardo M. Laens Aguiar), TANGOSPACIO, ROBOPSIQUIATRA 10.203.911, PAN-RAKIB, CERRADA, EL EFECTO TORTUGA, EL G, DEVENIR, LA INMUTABILIDAD DE LOS CICLOS, EL REGRESO DE MANÉ y PARÁBOLA DE LA YARARÁ.


Este cuento se vincula temáticamente con LOS MOTIVOS DE MEDUSA, de Gerardo H. Porcayo; UNA EN UN MILLÓN, de Rodrigo Juri y EL ÚLTIMO HOMBRE, de Alec Doorsot.


Axxón 219 – junio de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia-Ficción : Futuro Apocalíptico : Inteligencia Artificial : Argentina : Argentino).