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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “248”

ARGENTINA

 


Ilustración: Valeria Uccelli

Tercer piso de un hotel de mala muerte emplazado en el centro de la zona roja: la Buenos Aires prohibida que la gente de trabajo apenas sospecha.

Pistola en mano, el inspector Isidoro Requena pateó la puerta. Sin pensarlo, y por la fuerza de la costumbre, irrumpió con la agilidad propia de sus trabajados músculos.

En medio de la penumbra de aquel cuartucho, el inspector vio un bulto que se le venía encima. Disparó la Bersa a quemarropa. El fogonazo le reveló la aplanada cara del Chino Montoya, y también le hizo ver que había fallado el tiro.

Los gritos de «¡Entreguesé, Montoya!» y «¡Nunca, carajo!» se entremezclaron en el fragor de dos cuerpos combatiendo.

Montoya le pateó la muñeca que sostenía la pistola. Requena aferró del cuello al Chino, lo levantó y lo arrojó por encima de la cama. No esperó a que se compusiese: saltó y le encajó una patada en las costillas. El otro chilló, retrocedió rodando hacia la ventana. Se levantó jadeando y se llevó una mano atrás: una sombra aguzada brilló en un zigzagueo.

Sin darle tiempo a que su contrincante se rearmara, Requena le propinó un par de piñas en la mandíbula, lo aferró de la camisa y, antes de que el Chino se diese cuenta, lo lanzó a través de la ventana.

El inspector asomó la cabeza: vio al Chino en una posición incómoda, bien quietito. Aunque, se dijo, una vez muerto, todo el mundo se queda bien quietito.

Todavía agitado, se pasó la mano por la cara, con cuidado de que no se le corriese el maquill…

—…¡Un momentito, mierda! —dijo Requena en voz alta—. ¡Qué maquillaje ni maquillaje! ¿De dónde salió esta menesunda? —y tocada algo pegajoso sobre la cara— ¡Yo soy un macho bien macho!

Ya no —dijo una voz salida de todas partes y de ninguna—. He decidido pasarte al otro bando.

—¿Y esto? ¿Quién me habla?

El autor.

—¿El autor? ¿Cómo que el autor?

Autor, escritor, literato, o como quieras decirme —y finalmente Requena se dio cuenta de que esa voz retumbaba dentro de su cabeza—. En definitiva, soy el que escribe tus historias, boludo. Y vos sos un personaje de muchas de mis novelas, andá sabiéndolo.

Requena encendió la luz. El cuarto se le reveló como cualquier inmundo cuarto de cualquier inmundo hotel.

Y se miró las manos.

Manos bien cuidadas. Manos bien de manicura. Manos bien de manfloro, la puta madre. Nada que ver con las que él se recordaba: recias, peludas, surcadas por venas.

Las abrió y cerró: no quería sentirlas como propias.

Pero por desgracia, las sintió propias.

—No entiendo un carajo —dijo, y levantó la vista: sólo vio el techo.

Mirá, no quiero andar explicándote pormenores. Ahora, en la escena que acabaste de «vivir», todavía estás dentro de mi cabeza. Pronto la pondré en bits.

—¿Bits?

Yo me entiendo. Un par de correcciones… y directo a la impresora. Ah, no hay nada como ver tu obra impresa en papel.

Conque esas tenemos, se dijo Requena. ¡Soy un personaje!

Y sí, ahora podía racionalizar aquella continua sensación de ya haber vivido episodio tras episodio. Ese raro efecto que le desfasaba la mente: la certeza de que las cosas no le sucedían porque sí, que él debía actuar de tal y cual manera.

Cerró los ojos y retrocedió en el recuerdo. Algo… quería encontrar una pista de su pasado, una boya en medio de la tormenta.

¡Su nacimiento! Pudo visualizar el momento íntimo de la creación. De su creación. Requena constató que había nacido ya siendo policía: un hombre hecho y derecho. Un macho bien macho, con todas las de la ley. Otra que maquillaje y manos de manicura. Si hasta pudo acceder a las fichas de personaje, aunque supo que esos ojos con que las leía no le eran propios. ¿Cómo podía ser?

Y los contornos del cuartucho de hotel se diluían en vertiginosas certidumbres de pertenecer a un universo que ahora se le hacía de fantasía. Un universo «vivo» que le martillaba ideas, que lo impulsaba a actuar. ¿Sería cierto? Quiso asir la lámpara de la mesa de luz, pero la mano atravesó el artefacto… y los dedos atraparon el aire.

Y la voz del autor retumbó burlona:

¿Qué te pasa, Requena? Te quedaste más frío que huevo en heladera y yo te necesito activo. ¿No dicen por ahí, acaso, que los personajes tienen vida propia? Y bueno, dale, hacé algo. Movete, que ando medio apagado para escribir la próxima escena. Por eso es que te estoy hablando, paspado.

—Las fichas —dijo Requena.

¿Las fichas? ¿Qué fichas?

—Las de personaje. Yo ahí nací bien macho.

Pero eso es algo orientativo, flaquito. Yo me cago en las fichas.

—No deberías.

¿Ah, no? ¿Y vos quién sos para decirme lo que tengo que hacer? Acá disfruto el poder de las fichas en mis manos. ¿Las ves? Las rompo si quiero.

—¡No te lo permito!

Escuchame, Requena, hacete amigo. La moda de los policías viriles, de pelo en pecho, fue. Ahora se usa otra cosa.

—Pero…

Un chabón pintón, bien depiladito, con musculatura abundante. Un fifí anabólico que lucha contra el crimen, y encima se maquilla y se la morfa. ¡Un gancho total para la gilada!

—Pero…

Nada de ideales utópicos, nabo. Pura realidad. La realidad del imaginario colectivo que supimos conseguir, claro. Va a ser un exitazo. Venderé millones. Dale, ayudame.

El inspector Isidoro Requena levantó la mano para rascarse la cabeza, pero no encontró nada para rascar. Su propia mano atravesaba su propio cuerpo.

¿Qué mierda soy?, pensó. ¿Qué mierda fue de mi vida? ¿Tuve una vida? Y este coso dentro de mi cabeza, ¿qué carajo me está diciendo?

—Si no son tus convicciones —dijo por fin alzando la mirada, pero sabiendo que aquella voz partía desde bien dentro suyo—, si no es lo que vos creés, eso… ¡Eso es prostituirse! Al final del partido, el puto sos vos.

¿Prostituirme? ¿Puto yo? ¡Ya está!, se me acaba de ocurrir algo. ¡Sos un genio, Requena! Mirá: en tu novela actual te das cuenta de tu verdadera orientación sexual. Así que pateas a tu jermu. Y por ahora y secretamente, te me hacés dar masita por la vedette top de la calle Corrientes: una travesti de dos metros, que llena los teatros de revistas. Ya vendrá el momento de que tengas necesidad de salir del placard.

—¿Un travesti es vedette? ¿Y tiene éxito?

¿Vos dónde vivís, Requena?

—Y… por aquí. En Buenos Aires, vivo.

Ya sé que vivís en Buenos Aires, pelotudo. La pregunta fue más bien… ¡Un momento! ¿Buenos Aires? ¡Ya está, ya está! ¡Mirá lo que se me acaba de ocurrir otra vez! ¡Un argumento de locos!

—Uy… cagamos.

Edel… ¿qué querés almorzar?

Cualquier cosa, qué sé yo. Hacete unos fideítos. Pero no me rompas que estoy en medio de algo grosso.

—¿Y eso?

¿Qué cosa?

—Una voz de mujer y… ¡Y vos le respondías!

¿Pudiste escuchar eso? Flor de conexión que mantenemos.

—Cada vez entiendo menos, la concha que me parió.

Bueno… justo en tu caso, ninguna concha te parió. Pero… ¿En qué andábamos?

—No sé, ya me perdí.

Ah, claro. Te iba a comentar mi último argumento. La cosa es así: hay un asesino serial en Buenos Aires. La Federal sospecha que es un reconocido mediático de la televisión. Entonces, para infiltrarte, vas al programa de mayor convocatoria a bailar caño con la travesti. ¿No es sobresaliente?

—¡Una mierda descerebrada es!

Y no sólo con la travesti vas a tener relaciones, ¿eh? Te voy a hacer que te volteen varios, que los voy a describir parecidos a los que ya están de onda en la tele.

—¡Una verdadera bazofia!

Hasta podríamos inducir al lector con que la prostitución es cool… y la cosa da hasta para hablar bien del aborto indiscriminado y todo. Tengo dos clínicas que pagan fortunas si uno baja línea a favor de ellas.

—¡Una inmundicia atómica!

No, al contrario, es genialmente progre. ¡Una barbaridad! ¡Gracias, Requena!

—¡No quiero! ¡Me niego a trabajar en esa historia pedorra!

Pero al final… ¿vos quién carajo te creés? Si a mí se me antoja, lo hago y listo. Mirá que voy a estar preguntándote a vos.

—No vas a cambiarme. No voy a permitirlo. Quiero a mi culo bien sanito. Como ahora. Y eso que no tengo nada con los que les gusta que los desfonden. Cada uno elije lo que se le canta. Pero yo no quiero pasarme al otro bando. Y se acabó. ¿Entendiste?

Mirá, boludito, vos sos mi esclavo. ¿Entendiste? Si tengo ganas, hasta te hago cagar a tiros y listo.

Requena quedó encandilado por una luz que a lo lejos parpadeaba como parpadean los ojos. Y… hasta parecía invitarlo.

Enfocó sus propios ojos. Sonrió. Y, al sonreír, lo envolvió una cascada de fulgores azulinos. Se sintió poseedor de un poder que jamás había tomado en cuenta. ¿Dónde estaba, objetivamente? Lo ignoraba.

Lo ignoraba, pero debía actuar. De eso no cabía duda.

—Es tarde —dijo—. La conexión está hecha. No hay vuelta atrás. Vos ya no podés matarme.

Puedo matarte, resucitarte y volverte a matar como se me cante el culo. Con ácido, con puñal, con fuego, con cuatro plomos. Ahora vas a ver.

De pronto la habitación donde Requena había despachado al Chino Montoya se recompuso ante sus propios ojos. Le resultó hipnótico ver cómo las paredes y los muebles tomaban la consistencia de la realidad conocida. Su realidad, que ahora ponía en duda.

Oyó un taconeo, se acercaba por el pasillo.

El taconeo se detuvo a sus espaldas.

Requena se dio vuelta. Una rubia teñida, con las raíces negras, le apuntaba a través de la puerta abierta. ¡Y la Bersa había desaparecido en medio de la pelea! Y la rubia le resultó conocida, aunque cambiada:

—¡Estás usando a mi esposa, la concha de tu madre!

—¡Vos mataste al Chino! —dijo ella, desoyéndolo—. Isidoro, culo roto de mierda: ¡acá tenés! —y disparó.

Requena cayó con el pecho ardiéndole. Se llevó una mano a la herida y la retiró empapada en sangre.

—No voy a morir —la vista se le nublaba—. No voy a morir, carajo. ¿Me oís, puto? —la respiración agitada le producía ahogo—. ¡¡¡No voy a morir, carajo y la puta madre que te remilparió!!!

Cerró los ojos. Buscó desesperadamente aquella luz que había visto antes de oír el taconeo, justo cuando el autor le hablaba adentro de su cabeza, amenazándolo.

Y no tuvo noción de su cuerpo. Y pudo ver de nuevo la lejana luz, parpadeándole una invitación. Y hacia allí flotó.

Dos gelatinosas «ventanas» esféricas, por las que se enfocaba una pantalla de PC, un teclado y unas manos regordetas que lo recorrían: esto resultó ser la luz.

Le llegó un temblor. Una vibración que Requena asoció con un sentimiento. Un sentimiento de triunfo que le supo a trofeo.

—¡Sólo soy un personaje! —dijo a viva voz—. Un personaje dentro del bocho de un escritor. No tengo futuro: una marioneta, eso mismo. ¡Y también soy hombre, qué tanto! Un hombre bien hombre. Mejor morir que entregar el culo.

Se concentró en el deseo de conquistar lo inconquistable. Vibró a la par de ese deseo.

Se concentró tanto, tanto, que por fin pudo sentir como propias esas manos regordetas.

Y aquellas manos de pronto dejaron de moverse.

 

 

Edelmiro Zanz, el renombrado escritor, retiró las manos del teclado. Miró la habitación como si fuese la primera vez que la veía.

—La textura es distinta —dijo, y estornudó—. No me reconozco la voz.

Desde la ventana disfrutaba el Río de la Plata. Bajando la vista, los barcos atracados parecían de juguete.

—¿En qué piso estaremos? —volvió a hablar.

También se miró las manos, girándolas, abriéndolas, cerrándolas.

—Es la segunda vez en poco tiempo que se me cambian las manos.

Frunció el ceño. Sonrió una sonrisa torcida.

Se levantó. Abrió la puerta a un pasillo largo desde donde le llegaba el olor a comida: cocinaban algo con salsa de tomate.

Buscó el dormitorio principal.

Entró.

En las dos primeras puertas del placard, descubrió ropa de hombre. En las otras, de mujer. Quedó pensativo. Pronto negó con la cabeza.

Encontró lo que buscaba en la cómoda: medias de red con ligas, una tanga y un babydoll negro traslúcido.

Se desnudó y, con esfuerzo y torpeza, se vistió con esas ropas.

Fue al baño, acaso moviendo las caderas más de lo que podía permitirse un escritor consagrado.

Revisando los cosméticos dio con un lápiz labial. Luego, con un envase redondo y chato que contenía algo pastoso. Base, seguro.

Oyó una voz de mujer:

—¡A comer, Edel, que la mesa está servida!

Ignoró el llamado. Se pintó los labios y se adosó en los cachetes una generosa capa de rubor.

Miró el resultado en el espejo y afirmó con la cabeza.

—Mejor muerto que con el culo roto —dijo con esa voz aflautada que no era suya—. Y por más que lo estés intentando, a mí no me vas a joder. Ahora el control lo tengo yo.

No sin esfuerzo cruzó el living. Temblaba, se llevaba las manos a la cabeza, balbuceaba repitiendo que él había tomado el control.

Salió al balcón, trepó a la baranda.

—Y no te preocupés por las ventas de tus libros —volvió a hablar aparentemente para sí—. Después de esto, las ventas se dispararán a lo loco.

Y apenas con un leve temblor, se arrojó al vacío.

 

 


Este cuento se vincula temáticamente con CUENTO DE PAPEL Y TINTA AZUL, de Diego Moreno; SANGRE Y ARCILLA, de Claudio Biondino y EXPEDIENTE DE UNO QUE NO EXISTE, de Sergio Gaut vel Hartman.


Axxón 248 – noviembre de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Literatura : Escritores y personajes : Argentina : Argentino).