ESPAÑA |
Los ecos murieron y el aire perdió su turgencia. Sólo quedaron los silencios semivacíos, el ulular de fuerzas desconocidas que calaban hasta el tuétano.
Fabricio podía notar ese vacío, lo notaba con toda su alma. Le dolía. Su propio olor a sudor se sumaba a la nubosidad de un horizonte que estaba demasiado cerca de su conciencia para no ser auténtico. Abrió los ojos. Y fue como un despertar sintiéndose muerto, aplastado, sublimado. Convertido… en otra cosa.
Intentó situarse en la realidad, si es que se podía llamar realidad a aquello que le estaban obligando a vivir. Otra vez estaba en el recibidor de aquel edificio, un rascacielos de principios del siglo XX cuya arquitectura le recordaba a una vieja película en blanco y negro. Era un espacio libre bajo voladizos de algún material desconocido, atestado de gente que iba y venía. Un hotel. En una especie de belicoso estilo Art Déco las salas amasaban sus muebles como generales aprestándose para la batalla, con escuadrones de lámparas, batallones de sofás, regimientos de curiosidades y compañías de tallas, cojines y tapices, todo apiñado en defensa mutua.
Una mujer le sonreía con unos labios excesivamente rojos (rojo, rojo sangre, rojo ansiedad, rojo maldad, rojo Carmen, rojo confusión, rojo catarsis) desde detrás de una mesa.
Fabricio se puso en pie. La marca que dejó en el sillón su orondo trasero se quedó allí como un rift continental, dispuesto a permanecer para siempre como una huella fósil. Se dirigió a los ascensores, intentando no mirar a la joven de los labios resaltados. Las puertas estaban cerradas, mierda: siempre estaban así. La aguja de los pisos marcaba constantemente el nivel 101, como si los ascensores hubiesen anidado allá arriba y se negasen a bajar de nuevo a la tierra. Ángeles de metal que no querían abandonar el cielo.
Tendría que usar las escaleras. Sólo 101 pisos hasta la terraza panorámica. Mil diez escalones.
Lo peor de todo era que recordaba haber estado allí antes, y haber hecho exactamente eso mismo. Levantarse de aquel sillón, dejar aquella marca, pasar por delante del mostrador de recepción esquivando la tentadora mirada de la muchacha, encontrarse con los ascensores que no estaban disponibles…
Déjà vu, lo llamaban algunos.
Trampa mortal, aseguraba él.
Resoplando como una cabra montesa, empezó a subir. Le dolían las piernas. Su mente podía no recordar con seguridad si lo había hecho antes (actualmente, y a tenor de los datos que poseía, lo único que podía hacer era sospecharlo), pero su cuerpo sí lograba establecer un vínculo de agotamiento con algún intento anterior. Por su cráneo vagaba un paquete de escopolamina rebelde que transitaba entre los estados de déjà vu, inmune al proceso de borrado, una especie de mensaje en una botella dentro del mecanismo eidético que mezclaba las sensaciones falsas de su mente.
Repetido, esa palabra le martilleaba la conciencia. Ese simple vocablo escondía una clave, pero no sabía de qué ni para qué.
Subió. Las placas bellamente labradas en pan de oro de los pisos empezaron a cantar nombres: PISO I, PISO II, PISO III, PISO IV… con números romanos, que le daban más embrujo al asunto. Se preguntó si habría números de esos como para llegar hasta ciento uno. Los romanos eran gente lista, seguro que sí. Sus zapatos de charol pisaban con fuerza el enmoquetado Diáguilev, corrigiendo ciento ochenta grados en cada esquina, subiendo y subiendo a base de giros y resoplidos en una espiral sin fin.
Fabricio intentó recordar, trepando por su memoria igual que sus dedos hacían por el pasamanos. Estaba metido en una trampa horrible, un laberinto recurrente del que no había posibilidad de escapar. O eso creían los que lo habían diseñado. Si intentaba extrapolar hechos a partir de sensaciones (sus únicas herramientas fiables, por el momento), llegaba a unos pocos datos básicos: Él no estaba allí por voluntad propia, era un prisionero. Aquel no era su lugar, su entorno natural, sino una realidad falsa, un decorado creado para despistarle. Para mantenerle eternamente preso en un laberinto de ratones donde no había salidas, sino ilusiones de salidas.
¿Pero por qué estaba encerrado? ¿Qué era eso tan horrible que había hecho para merecer tal suerte? Eso también podía deducirlo, nada más ver a la joven de labios carnosos: lo que experimentaba hacia ella no eran ganas de hablar, ni de abrazarla, ni de amarla, ni siquiera de ignorarla cortésmente o tratarla a un nivel profesional.
Lo que deseaba desde lo más profundo de su corazón era matarla.
El rojo carmín disparaba arrebatos neurofisiológicos en su cerebro: veía muerte, crueldad, sadismo. Él, Fabricio, era un asesino. Y mujeres como aquella, sus víctimas. De eso estaba casi seguro. En otra vida, en otro decorado distinto… secuestraba mujeres así de jóvenes y hermosas, las llevaba a alguna parte y, después de torturarlas sádicamente durante semanas, las mataba con una pasión arrebatadora. No con la meticulosidad de un cirujano, en plan Jack el Destripador, no, esa forma de asesinar era para los pijos. Él era la chuleta frente al caviar, la azada frente al bisturí, la palabrota ante el cultismo, el impulso sucio y chorreante de bilis ante la planificación aséptica de los psicópatas.
La ansiedad bajó por su garganta como una manada de chacales hambrientos, devorando la mucosa reseca de las paredes. No recordaba el momento exacto en que se percató de que aquella realidad era falsa. Ni cómo llegó a semejante conclusión. Era un disparate pensar en algo así cuando los muros de su prisión eran la misma realidad, cuando nada de lo que veía se le antojaba sueño. Pero de algún modo… Fabricio había encontrado un fallo en el mural, una brecha por la que se vislumbraba la tramoya. Había dado, quizá por pura casualidad, con un fallo en el sistema. Tal vez un rostro repetido donde no podía haberlo, la presencia de una mujer que ya debería estar muerta y que se encontró de repente por la calle. O una inconsistencia lógica en la lenta progresión de los días, algo tan sutil como una sombra fuera de fase proyectada desde un objeto de lo más mundano. Un error de computación que demostraba la falsedad de lo que entraba por sus ojos. Y eso le había conducido, irremediablemente, a la disparatada idea de la fuga.
¿Pero cómo huir de un laberinto sin salidas? Ahí estaba el meollo. Ninguna puerta le conduciría a la libertad. Ninguna trampilla daría a un túnel oculto que le llevase fuera de la prisión. Ningún puente a una tierra prometida. Si la cárcel era una ilusión metida con calzador en su cerebro, entonces esa ilusión podía ser infinita.
El siguiente eslabón lógico de la cadena fue el suicidio.
Fabricio llegó a esa conclusión con insultante facilidad: si alguien lo había encerrado allí dentro, y se había tomado las molestias de construir algo tan complejo sólo para él (incluso borrándole los recuerdos para que no notara que había algo mal)… entonces no le dejaría escapar con facilidad. Ese alguien no querría que tanto esfuerzo cayera en saco roto. Si intentaba quitarse la vida, estaba convencido de eso, algo se lo impediría. Un hecho aparentemente fortuito alejaría de él el peligro, o volvería roma la cuchilla de afeitar, o haría que por casualidad las ambulancias estuvieran pasando por allí justo en ese momento, o acercaría el tejado del edificio lo suficiente al suelo como para que no se hiciera daño al saltar.
Un borrado de recuerdos. Tabula rasa. Ese era el otro concepto clave. Fabricio no recordaba su pasado con claridad, todo era para él una nube, un horizonte difuso y plano que le transmitía… pasividad. Docilidad. No sabía cómo diantre había llegado a aquella ciudad, ni a aquel edificio, ni siquiera si esos elementos habían formado parte de su vida anterior. Pero verlos le hacía sentir… bien.
Era una mentira descomunal. No podía empatizar con ninguna de aquellas personas, ni con ningún elemento del paisaje. Había restos de conexión escopolamínica y psicogénica uniendo esas sensaciones, cierto, pero no hacia los elementos visuales o táctiles. Se sentía más capaz de recordar la sensación de pánico que le embargó cuando le soltó su primer grito de rabia al mundo en la sala de partos, nada más nacer, que lo que pasó esa misma mañana, cuando se recostó en aquel mullido sillón para echar una cabezadita.
Tenía que suicidarse. Era la única solución, la forma de inducir un fallo catastrófico en el sistema, de manera que lo obligara a destaparse. A enseñar sus cartas a plena luz. Y si estaba equivocado y con aquello sólo lograba acabar con su vida… pues bienvenido fuera ese final. Al menos sería un final, y no un eterno despertar sintiéndose ilusorio, inexistente. Eso sí que era un horror, una sensación nauseabunda de vacuidad que sólo podía ir a peor.
Siguió subiendo. Le dolían horrores las piernas. PISO XV, proclamaba aquella plica. Bien, ya quedaba menos.
Fue más o menos cuando la numeración romana empezó a alcanzar las cuatro mayúsculas seguidas cuando encontró al enano.
Se topó con él al doblar una esquina, así de sopetón. Y se llevó un susto de muerte. Hasta ese momento Fabricio no se había cruzado con nadie en las escaleras; el edificio entero parecía estar vacío. Del otro lado de las puertas llegaban ecos atareados, sombras de una actividad humana que bien podía ser falsa (una risa esporádica, algún llanto de bebé, retazos de una conversación, un televisor encendido y sintonizado en un canal fantasma, una radio llena de pasos de charlestón). Pero no había visto a nadie salir ni entrar, ni caminar hacia los ascensores.
Hasta que se topó con el enano.
Era un hombre bajito y feo, con una asimetría en las proporciones que también se extendía a su rostro. Sus ojillos eran pequeñas sondas cristalinas que miraban sin parpadear, sin perder detalle del mundo, como si tuviera cámaras de grabación en lugar de pupilas. Vestía un elegante tweed de dos piezas, cosido en tela roja (rojo, rojo sangre, rojo crepúsculo, rojo garganta abierta, rojo ira, ¡rojo desesperación!!!).
Fabricio se detuvo en seco, las venas latiendo violentamente en sus sienes. Dos segundos después, el dolor de las agujetas ardió en sus piernas y en todo el bajo vientre, pasándole los músculos por una freidora.
—¿Q… quién es usted? —logró preguntar.
—Me llamo Ardant. Soy el Vigilante. —Fabricio pudo oír perfectamente la mayúscula—. Bienvenido, amigo mío.
—¿Bienvenido… a qué?
—A la paranoia. Seguro que ya disfruta como un niño de ella, de sus tortuosos entresijos oníricos, pero he de advertirle que si sigue trepando edificio arriba, ese placer se tornará en desgracia.
Fabricio intentó analizar la voz amable y afeminada del hombrecillo, buscando algún signo de irrealidad, alguna incoherencia. Pero no la había, aparte de la propia situación en sí: lo raro de que un enano vestido de rojo le lanzase advertencias sobre su salud mental en un pasillo Art Decó, en un rascacielos que no se acababa nunca.
—¿Paranoia? —Fabricio se puso en guardia—. N… no, de eso nada —se negó, rotundo—. No logrará hacerme entrar en ese juego.
—¿Qué juego, amigo?
—Convencerme de que no hago más que responder a los impulsos de una enfermedad mental —dijo, colérico—. Y deje de llamarme amigo, yo no soy amigo de nadie.
—Claro que no. Usted odia al género humano, en concreto al femenino. Es un sociópata, más que un psicópata. Por eso es tan dueño de sus actos, y de esa increíble percepción fina de lo real que usa como su principal arma.
Fabricio se apoyó en el pasamanos para recuperar el aliento. Una débil sonrisa fue abriéndose paso poco a poco por su cara. Aquella frase que le acaba de soltar a quemarropa el hombrecillo era la primera prueba tangible de que sus “paranoias” eran ciertas.
—Así que Ardant, ¿eh? ¿Qué es, un programador, un hombre de fuera? ¿La inteligencia que controla todo el sistema? ¿Un programa libre que se ha disparado en modo automático al verme subir a la azotea?
—¿Cómo está tan seguro de que está preso en una realidad informática? —rió el enano—. Esto podría ser un sueño. O la caída en picado de su mente hacia otro nivel de consciencia, producto de la hipnosis o de la acción extrema de alguna droga. O de una manipulación alienígena, si es que cree en esas tonterías.
—Conozco el mundo de la realidad simulada. Yo… fui programador, en otra época. —Hizo un esfuerzo supremo por recordar, que se cristalizó en poco más que gotas blancas de sudor resbalándole por el cuello—. También mataba jovencitas, es cierto… pero tenía mis razones.
—Todos los chalados creen tenerlas.
—Yo no estoy loco. Tengo-mis-razones —silabeó.
—Por supuesto que sí. Yo, por mi parte, tengo que felicitarle por su astucia: después de podar tantas ramas inútiles en el zarzal, ha llegado a una conclusión acertada.
—¿Cuál?
—Que está encerrado en un sueño del que no puede salir. Pero no es producto de ninguna entidad computerizada. —Los ojillos de Ardant parpadearon por primera vez, como si dieran paso a un cambio de registro en su charla—. Lo que usted sufre es un estado de ensoñación esquizofrénica con delirio extremo, que le lleva a interpretar de una forma muy libre los estímulos que le están llegando de la realidad. Su mente se aisló del mundo por algún motivo espantoso, algo que no pudo soportar, y creó este lugar, este… placebo, para que su conciencia no se perdiera del todo. Usted mismo ha creado esta antesala, esta especie de torre quimérica, para organizar recuerdos, sensaciones y razonamientos, y convencerse a sí mismo de que lo que ve es genuino.
Fabricio lo contempló en silencio unos segundos, atónito.
Luego soltó una carcajada.
—Venga ya, ¡menudo embuste! Ya le he dicho que no estoy loco.
—Y yo que no me lo creo.
—Entonces… ¿usted es un producto de mi delirio, igual que le pasaba al profesor aquel que veía cosas? ¿Veo gente que no existe y que intenta convencerme de cosas raras? —Siguió con la cadena de razonamientos, sin darle tiempo a su contertulio a que respondiera—. Acaba de afirmar que esto es un intento de convencerme a mí mismo de que lo que veo es cierto, cuando resulta que eso es justo lo contrario a lo que estoy haciendo. ¡Si trepo por esta jodida escalera, es para convencerme de que nada de lo que veo es real!
—Sí, es curioso. Es un caso insólito hasta para nosotros, los médicos que le estamos tratando. Se trata de una encrucijada en su delirio, producto de la misma esquizofrenia que divide en pequeños pedacitos su mente. Una parte de su cerebro se niega a tragar la pildorita del placebo como un buen paciente; la otra intenta metérsela a la fuerza con un depresor de lengua —caviló el enano.
Fabricio se acercó amenazadoramente a él. Al mirarlo de cerca, vio que había algo en el interior de las cuencas cristalinas de sus ojos, una especie de líquido con partículas en suspensión. El hombrecillo diría lo que quisiera, que era real y todo eso, pero él veía cómo aquellas partículas bailaban una imposible danza entrópica, como si estuvieran en gravedad cero. Los ojos del enano no contenían color, sino entropía solidificada.
Joder, era un maldito muñeco. Una ilusión que hablaba de sí misma en primera persona.
—Si ahora le matase… estrangulándole o lanzándole por el hueco de la escalera —dijo Fabricio con su mejor y más letal expresión asesina, la que empleaba con las muchachas—, ¿tendría miedo de mí? ¿Intentaría detenerme?
Ardant ni se inmutó. Le llegaba por la cintura a Fabricio, y con lo delgado que era casi parecía una hormiga siendo avasallada por un rinoceronte. Pero no reaccionó como Fabricio esperaba. No exteriorizó el más mínimo ápice de temor en ningún momento. Y eso que el gigante (era un coloso en comparación) alargaba las manos con resolución hacia su cuello.
—Le invito a intentarlo —dijo el enano, como si no fuera con él la cosa—. Ya le he dicho que en realidad no estoy aquí. Soy una imagen mesmérica, un psicodrama inducido por hipnosis. Si me mata, volveré a aparecer en el piso de arriba. Me verá de nuevo en cuanto suba la escalera.
Fabricio cerró sus gruesos dedos en torno al cuello de Ardant. Era como tener un tallo débil, un junco a punto de ser retorcido. Lo mismo que estrangular a un niño pequeño. Por un instante creyó encontrar la fuerza para hacerlo, pero entonces, con una mirada beatífica, Ardant dijo:
—Venga, quedamos en el piso de arriba. Hasta ahora.
…Y eso desarmó completamente a Fabricio, que lo soltó y retrocedió asustado.
En aquellos ojos imposibles no había temor, sólo una serena certidumbre. La confianza en que por muy violento que se pusiera Fabricio, todo saldría exactamente como él lo estaba contando.
Fabricio no podría con ello. No sería capaz de aguantar el subidón de adrenalina del asesinato para, justo después, subir diez cochinos peldaños y volver a encontrarse al enano allí, sonriéndole como si nada hubiera pasado. Eso habría sido demasiado para su castigada psique.
Prefirió soltarlo. Ante una mirada como aquella, o Ardant estaba en lo cierto, o era el mejor jugador de póquer del mundo.
El asesino retrocedió escalones abajo, acongojado. Ardant se había colocado de tal modo que si quería seguir subiendo tendría que pasarle por encima.
—Ríndase ya, amigo mío —susurró el hombrecillo—. No vale la pena seguir con esta pantomima. Lo mejor para usted es que se quede tranquilo donde está, que no intente seguir escalando niveles. Porque podría acabar chocando contra un muro intraspasable. Y entonces se haría daño.
—No me tendréis encarcelado aquí de por vida —tembló el asesino, una garra de hielo pellizcándole los testículos—. No pienso ser vuestro esclavo.
—Me temo que no está en tu mano decidir eso, amigo. Tenías que pagar por tus crímenes, y no podías hacerlo en el mundo real. Allí tu esquizofrenia te protege. Eres demasiado inteligente, podrías escapar a cualquier pesadilla. Cualquiera… —abrió los brazos en un gesto que abarcó todo el edificio, sus facciones resueltas como si estuvieran perfiladas con tintes rembrandtianos— …menos esta. Encáralo si quieres como una lucha de contrarios, estimado Fab: la razón contra la locura, el encarcelamiento exterior contra la indagación interior, el planeamiento contra la evolución orgánica, control contra libertad, racionalismo dominante contra un arraigado y visceral instinto de supervivencia…
—¡No seré vuestro esclavo! —chilló Fabricio, lanzándose hacia delante como un toro bravo. Apartó de un empellón al enano, pero no siguió subiendo. Con la brutal inercia que le daba su obesa y aterrada humanidad, tumbó la puerta que tenía más cerca, una que lucía los números 732 atornillados en oro.
Lo que había detrás, por desgracia, no era lo que Fabricio esperaba. Ni lo que ninguna mente cuerda, de un ser humano normal, habría esperado jamás.
Tras la puerta no había nada. NADA. Ni siquiera un mundo, una caída a plomo hasta la calle, un andamio al que agarrarse, un pájaro burlón que le diera la bienvenida a sus dominios. Nada. Lo que vio fue un vacío estratosférico de píxeles perdidos, una tormenta de hilos de información libre, anudada en califragilísticos unos y ceros.
Un réquiem por la realidad.
Y Fabricio, loco de contento, supo en aquel preciso y desquiciante momento que durante aquella pesadilla, durante la eternidad que duró, él siempre había tenido la razón.
Abrió los ojos. Intentó respirar sumergido en un líquido grumoso. No lo consiguió. Le saludaron sus propios vómitos. Con una arcada asfixiada, elevó su cabeza por encima del líquido y chocó dolorosamente contra una superficie de plástico.
Frenéticos, sus puños golpearon la barrera hasta que la rompieron. El líquido apestoso manó en cascadas por el orificio, trayendo en sustitución el aire, el maravilloso y claro aire fresco. Fabricio salió, desnudo, de lo que parecía un tanque tubular que había albergado su cuerpo. Estaba en una especie de laboratorio cuyas paredes eran grises y llenas de remaches, justo como él se imaginaba las dependencias de un sitio que fuera a la vez labo y prisión. Un lugar donde hacer ciencia, pero una ciencia del terror, del tipo que requería experimentación con cobayas humanos.
Cuando logró controlar su taquicardia, investigó los tanques que había allí apilados, junto al suyo. Dentro había más personas, prisioneros desnudos como él, sumergidos en un líquido azulado y moviendo los ojos bajo los párpados en una catastrófica sinfonía REM. Cautivos de aquellas máquinas que los hacían despertarse una y otra vez en un universo de pesadillas recurrentes.
Las máquinas de la locura.
Rojo de ira, Fabricio agarró el primer objeto contundente que encontró (una silla metálica) y lo usó para descargar su frustración contra las máquinas. Ordenadores, largas mesas llenas de lucecitas incomprensibles, bancos de datos líquidos que parecían peceras con estallidos de luz cuántica a modo de peces… lo destrozó todo. No dejó nada en pie. Las alarmas se dispararon en briosos estallidos, pero las ignoró. Sólo tenía cabida para una idea en su mente: la venganza.
Cuando se dio por satisfecho con el grado de destrucción, echó a correr por el único pasillo que había. Se encontró con guardias de seguridad y técnicos de brillantes batas blancas, pero les pasó por encima, a algunos los mató, a otros sólo los dejó inconscientes. Cuando por fin tuvo en la mano un arma, una pistola robada a uno de aquellos guardias, se sintió mejor y recuperó la confianza en sí mismo.
No supo cuánto tiempo pasó hasta que encontró la salida, una esclusa en lo alto de una larguísima escalera que daba al mundo exterior. La luz del amanecer se sesgaba con un sabor acrílico, y derramaba motitas por el suelo como pequeñas larvas de sol en miniatura.
Sí, el aroma embriagador de la libertad. No había nada como aquello.
Fabricio se lanzó a correr lejos, muy lejos, hacia un tupido bosque que se elevaba en la distancia. Una oscuridad frondosa que lo ocultaría de sus perseguidores. Allí podría fácilmente esconderse, y planificar su triunfal regreso a la civilización. Oh, cuántas muchachitas le estarían esperando para que les diera su amor. ¿Cuál sería la primera? ¿Un rostro angelical como el de aquella muchachita de Madrid… o una dura ejecutiva, demasiado segura de sí misma, que tardaría mucho en derrumbarse ante el terror absoluto, como aquella otra de Cáceres?
Bah, el quién era lo de menos. Lo importante era el cómo; cómo volvería sin despertar sospechas. Sería un proceso duro, pues durante los primeros cuatro o cinco meses las autoridades lo estarían buscando sin descanso. Su fuga había sido de todo menos sutil. Buscaría una cueva muy profunda y oscura y viviría allí como un ermitaño hasta que las aguas se calmasen. Sí, la soledad sería muy dura, pero la soportaría. Había una luz que le guiaba en la distancia, y ese faro era la libertad.
Fabricio se entretuvo imaginando el rostro de su primera víctima mientras su silueta se convertía en un pequeño puntito en el horizonte, y salía para siempre del alcance del radar de sus carceleros.
Ardant (o más bien, el aspecto-U de la IA que controlaba el sistema penitenciario, y que se hacía llamar Ardant) se materializó en un espacio neutro. Era una habitación gris sin paredes ni techo, sólo suelo. Junto a él estaba el avatar del Ministro del Interior, que había entrado en el sistema para pedir una evaluación de aquel sujeto tan díscolo, Fabricio H. T.
Ardant ralentizó su velocidad de respuesta para adecuarse a la del humano, e invocó una ventana flotante en la que se veía lo que estaba soñando Fabricio en ese momento. Una difícil escalada por una montaña hacia una cueva que se distinguía allá arriba, muy lejos, en su cima.
—¿Otra torre quimérica? —preguntó el ministro.
—Sí, las usamos mucho como metáfora del esfuerzo por alcanzar una serie de objetivos —asintió la IA, contenta—. Así, cuando el sujeto consigue por fin llegar arriba, se siente satisfecho y tiende a repetir las conductas que lograron ese éxito. Por supuesto, procuramos que esas conductas constructivas (frente a las destructivas que lo llevarían siempre a caerse de vuelta a la base de la torre) sean siempre cualidades positivas, como la tolerancia, el autocontrol, el respeto absoluto por la vida ajena, etc. Muchos repiten una y otra vez el decorado del hall del rascacielos hasta que se hartan de verlo.
—Perfecto. Pero este Fabricio… ¿no era el preso que se había dado cuenta de algún modo de que estaba encerrado en una realidad virtual, e intentaba fugarse?
—Ya no lo intentará más, señor. Se lo garantizo.
—¿Cómo está tan seguro, Ardant?
El hombrecillo sonrió con una satisfacción no exenta de malicia.
—Porque ahora mismo cree que ha logrado escapar, y que ya está fuera de peligro. Lo que hemos hecho es construir un nuevo nivel de terapia acorde con lo que su cerebro necesitaba para estar más sosegado. Él mismo se obligará a estar encerrado en esa cueva durante mucho tiempo, por miedo, y cuando logre reunir el valor para salir, introduciremos algún suceso que lo lleve de nuevo a esconderse bajo tierra, como un ratón. Y así hasta que ya no quiera matar a nadie. —Sus ojos brillaron—. Pero en el fondo, Fabricio será feliz, ahora que él mismo se ha diseñado una prisión a su medida.
Víctor Conde nació en Santa Cruz de Tenerife (Islas Canarias, España), en 1973. Sus referentes clave dentro del género han sido los grandes escritores norteamericanos, modernos y clásicos. Destaca a Arthur Clarke, Dan Simmons y Greg Egan, pero no se alimenta solo de ciencia ficción. La poesía de William Blake o los mundos de geometría oculta de los surrealistas también le fascinan. Se ha inspirado además en autores españoles como Ángel Torres Quesada o Arturo Pérez Reverte Tras ganar el premio Minotauro 2010, ha seguido publicando ciencia ficción y fantasía, alternándola con el género del terror. Con Minotauro publicó en 2011 “Hija de lobos”, un relato de horror gótico emplazado en el siglo XIX, y la trilogía juvenil de los “Heraldos” con la editorial Hidra, con gran éxito de crítica. Su novela “Ecos” es Finalista al Premio Celsius de Ciencia Ficción y Fantasía.
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: LA ASOMBROSA HISTORIA DE ENRIQUE Y EL HORROR TENTACULAR DE VENUS (nº 107), EL ARCHIVISTA (nº 109), EFECTO CAMPO (nº 118), EMPALME EN LA CINTA DE MOEBIUS (nº 160), YSOBELT Y LOS VISIONAUTAS (nº 161), EL ÁGUILA TATUADA (nº 172), LA HABITACIÓN OSCURA (NOVELA CORTA) (nº 201), LA ESCRITORA (nº 228), AVENIDA AMONÍACO (nº 260), EL BAOBAB DE LAS PALABRAS (nº 261), ONIROMANTE (nº 274), PAUSA PARA EL CAFÉ (nº 285), TODO ESTÁ LLENO DE TRANK (nº 292), TECNÓMADAS (nº 296), LA SOMBRA SOBRE EL MARNE (nº 300), LOS ÚLTIMOS SUPERVIVIENTES (nº 302).; en Urbys: LA ÓPERA DE TODOS LOS FANTASMAS, LA FÁBRICA DE COMPRIMIDOS, LA FINCA ENTROPÍA, EL BAR DE SAN JOSÉ 5.
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