ÉXTASIS

Carlos Gardini

Argentina

Durán había levantado esa casa con sus propias manos, en tiempos en que no le dolía arquear la espalda ni hombrear bolsas. La había construido en sus vacaciones de verano, con la ayuda de un par de peones, desoyendo las protestas de su mujer y sus hijos. La había equipado con todas las comodidades, parrilla, hogar de leña, cerámica italiana, garaje doble.

Ahora recordaba esos veranos de trabajo con orgullo. Vivía rodeado de médano y playa. Una vez por semana iba al pueblo en la camioneta para abastecerse, y todos le decían don Durán. Era don Durán y tenía su casa, su playa y su soledad, mientras muchos amigos vivían una vida de deudas, enfermedades, nietos u otros incordios.

En sus días claros Durán se creía el rey de la creación. Aquí soy feliz, aquí no me jode nadie, pensaba. Tenía una buena jubilación. Tenía TV cable, una biblioteca bien provista, un estéreo donde podía escuchar Ellington o Gillespie a todo volumen sin que nadie protestara, porque sus vecinos más próximos vivían a dos cuadras. Tenía sus rentas, sus propiedades, tenía esa casa de playa donde no se había entrometido ningún arquitecto con ideas absurdas. No le debía cuentas a nadie.

Pero también había días oscuros.

En los días oscuros pensaba que sus hijos sólo lo visitaban un par de veces por año, y de mala gana, que su mujer era su ex y vivía hacía diez años con otro hombre, que en el pueblo todos le decían don Durán pero nadie le convidaba una cerveza. Tenía una buena cuenta en el banco y una despensa bien provista, pero nadie lo llamaba por el nombre de pila.


Ilustración: Guillermo Vidal

Había cumplido con el sueño de su vida, pero era un viejo imbécil en una casa imbécil en una playa perdida al borde de la Patagonia, en el sur de un país imbécil que estaba tan al sur que se caía del mapa.

En sus días oscuros Durán rezaba pidiendo un milagro. No creía en los rezos ni en los milagros, pero no tenía nada mejor que hacer. No esperaba la visita del presidente, ni tenía una cita con Kim Basinger.


Una tarde de primavera Durán miraba el mar desde el frente de la casa, echado en la reposera. El Atlántico estaba oscuro, encrespado. En el horizonte los nubarrones se apilaban como cerros, engullendo los últimos rayos del sol. Por la ventana llegaba la música del estéreo, Thelonius Monk tocando 'Round Midnight.

Era uno de sus días oscuros. Durán escuchaba a Monk y rezaba pidiendo un milagro.

Una muchacha se acercó por la playa.

Durán se irguió en la reposera, la observó. Recortada contra el poniente, parecía un espejismo. Tal vez fuera el milagro en que no creía.

Tenía shorts, un top, un pulóver sobre los hombros, el pelo envuelto en una toalla anudada. El único adorno que llevaba era un anillo de piedra. Tenía buena silueta, pero la ropa no le sentaba bien, como si fuera prestada. Y había algo raro en su andar.

La muchacha se acercó, sonrió o hizo una mueca que parecía una sonrisa.

—¿Te puedo ayudar en algo? —preguntó Durán, con voz de buen vecino. Notó que el anillo de la muchacha tenía unos garabatos. Pensó que le gustaría hacer algo más que ayudarla. Hacía rato que no estaba con una mujer.

—Tengo hambre —dijo la muchacha.

Y a mí qué, pensó Durán. De pronto lo envolvió la oscuridad de sus días oscuros. Sintió ganas de mandarla al cuerno, pensó en la desfachatez de esa mocosa. Mocosa no era la palabra adecuada. Al principio le había dado unos veinte años, ahora le daba treinta, o cuarenta. Tal vez era el modo de andar, desgarbado pero maduro a la vez. La tez olivácea no tenía arrugas, pero tenía una textura terrosa. Y la voz. Había algo raro en la voz, como ruido de piedras chocando bajo el agua. El acento era extranjero, o muy castizo.

Durán se levantó de la reposera. Notó que la mocosa, la muchacha, la mujer, tenía un olor fuerte, a algas o salitre. Por qué no, pensó. No tenía nada mejor que hacer. No esperaba la visita del gobernador, ni tenía una cita con Sharon Stone.

—Adelante —dijo—. Podemos destapar un vinito chileno.


Durán había prendido el fuego del hogar. Por la ventana se veía el brillo de la espuma, un mar borroso, los cerros de nubarrones. El estéreo seguía tocando Thelonius Monk. La mujer había comido famélicamente, en silencio y con ojos desorbitados. Como una refugiada somalí, pensó Durán.

—¿Se te ha pasado el hambre? —le preguntó, bebiendo una copa del vino chileno. Quería que la frase sonara a insinuación. Hambre podía llevar a otras cosas.

—Hambre. Sí —dijo la mocosa o muchacha, mirando las sobras como si no pudiera creer que ella hubiera comido lo que faltaba.

Durán se sintió ridículo, desconcertado. Tal vez la mujer le tomaba el pelo. Le preguntó si era de la zona.

—¿De qué zona? —preguntó ella, pronunciando cada palabra como si le dolieran las articulaciones de la cara.

Durán suspiró. ¿Le tomaba el pelo o venía de Marte? Notó que ella miraba cada objeto de la habitación como si nunca hubiera visto nada parecido: televisor, estéreo, libros, la foto de la repisa donde Durán posaba con sus hijos. Se detuvo un instante en la pantalla del televisor, que estaba encendido pero sin volumen. Pasaban imágenes de guerra: una película de Rambo, o el noticiero de la CNN.

—Sólo quería saber si somos vecinos —dijo Durán. También quería que la frase sonara a insinuación (como buenos vecinos podríamos terminar en la cama) pero en cuanto la dijo le pareció estúpida. Ya no estaba para esas cosas.

La mujer no contestó. Durán le preguntó si le gustaba el jazz o si prefería otra música.

—Música —repitió la mujer, mirando el fuego.

Durán curvó los labios, se sirvió más vino, se acercó a la ventana, miró los nubarrones. Recordó que no se habían presentado, no se habían dicho los nombres, y se sintió raro. Era como si portarse raro fuera natural con esa mujer. Pero aunque viniera de Marte, al menos tendría un nombre.

Se volvió hacia ella, pero no le pudo preguntar. Notó que ella lo miraba con intensidad.

—Quiero contarte una historia —dijo la mujer con repentina fluidez.

—¿La historia de tu vida? —preguntó Durán, tratando de ser gracioso.

—La historia de mi vida, y la historia de mi muerte —dijo ella con toda seriedad.

Durán se encogió de hombros, aunque no quería encogerse de hombros. No sabía qué hacer ni qué decir ni qué sentir. No sabía si reírse o alarmarse, y lo que hizo fue teclear el control remoto para cambiar el televisor de canal. Se sentó frente a la mujer sin responderle, pero ella no esperó una respuesta.

Se desanudó la toalla que le cubría la cabeza, y sacudió el pelo negro, que le cayó como una cascada sobre los hombros.

Eructó, le clavó los ojos y le contó la historia de su vida y la historia de su muerte.


Nací en una isla de arena y rocas. Sólo teníamos un par de aldeas pesqueras y las ruinas de una ciudad que ya entonces era antigua. Era una ciudad magnífica cuya historia conocíamos a través de las leyendas de mi gente, y era lo único que me disuadía de ceder a la tentación que presentaba mi isla, la de creer que el mundo era un lugar apacible cuyas únicas convulsiones eran los embates de la pasión y del mar.

      Mi primera fuente de información sobre el mundo externo fue esa ciudad, cuyas paredes tiznadas y cuyos frisos desleídos hablaban de esplendores y horrores que me dejaban muda, y que me hicieron temer por mi fragilidad en un mundo despiadado: mujeres apareándose con toros, dioses sanguinarios que jugaban con los hombres y a la vez eran juguete de otros dioses. Las paredes tiznadas, las lanzas oxidadas y los esqueletos apilados en las mazmorras me enseñaron que los frisos no mentían: si había dioses, eran crueles y jugaban con nosotros; si no los había, nuestro destino era aún más incierto. Tal vez nosotros, los pobladores de un par de aldeas polvorientas, descendiéramos de esa gente que en otros tiempos había llevado la imaginación, la lujuria y la bravura a tales extremos.

      En cuanto a las mujeres y los toros, alguien me reveló que eran imitaciones de otros frisos que él había visto en otra isla, de la cual me narró bellezas deslumbrantes.

      Ese alguien era Perseo, un artista que había ido a nuestra isla en busca de sosiego y de paz, según se decía. Se llamaba Perseo, como el semidiós que tanto respetábamos en mi isla, porque su estatua aparecía con frecuencia en las ruinas de la ciudad incendiada, pero Perseo no creía en los dioses.

      Conocí a Perseo cuando era niña, y entonces me parecía un viejo. Yo ayudaba a mi padre con los aparejos de pesca después de un día de trabajo. Era una tarea que normalmente hacían los hijos varones, pero mi padre no tenía hijos varones y había perdido a su otra hija en una tormenta. Una enfermedad había matado a mi madre.

Perseo vivía en una casa en la cima de un cerro, uno de los pocos cerros que había en nuestra isla chata. Se hablaba de él en la aldea, quizá porque no había mucho de qué hablar, pero era la primera vez que yo lo veía. Para mí era una leyenda, aunque entonces yo no conocía esta palabra, o quizás, en mi tosca lengua natal —un dialecto de lo que hoy llaman griego—, esta palabra fuera sinónimo de conocimiento.

Perseo intercambiaba estatuas por alimentos. Hoy mi razón me dice que es increíble que en ese villorrio alguien se interesara en las estatuas, pero mi corazón me recuerda que esas estatuas nos habían traído un soplo de vida. En parte porque el extranjero se llamaba Perseo, en parte porque en las estatuas veíamos una estilización de las cosas que vivíamos todos los días. Cuando Perseo hacía la estatua de un pez, nunca más veíamos el pez del mismo modo.

Ese atardecer Perseo se acercó a mi padre para pedirle pescado y vino. Le ofreció una talla que representaba la ciudad en ruinas, pero la ciudad de la talla no estaba en ruinas, sino que evocaba en detalle todos los esplendores de la ciudad que había sido.

Mi padre la miró con recelo. Yo la miré embobada. Me vi a mí misma en miniatura, caminando por la ciudad en miniatura tal como caminaba con frecuencia por la ciudad en ruinas.

—¿Por qué a mí? —rezongó mi padre—. Nunca me has ofrecido nada.

Era verdad, y era llamativo, porque hacía años que el extranjero vivía en nuestra isla.

—He sido descortés —se excusó Perseo.

Mi padre no respondió. Era hombre de pocas palabras.

Perseo me miró, y yo le sonreí. Me acarició el pelo, y mi padre le apartó la mano. Perseo se quedó donde estaba, y al fin mi padre decidió hablar:

—Tendrás vino y pescado. No quiero tu escultura.

Yo quería la escultura más que nada en el mundo, pero decidí callarme. Mi padre tenía la mano pesada.

—Pero yo quiero pagarte. Y quiero disculparme por mi grosería. Quiero ofrecerte mi amistad.

—No necesito tu paga ni tu amistad. Tu grosería me es indiferente.

Perseo bajó la cabeza, su mirada se cruzó con la mía.

—Si no vas a aceptarla, ¿me permitirás que se la regale a tu hija?

—¿Para qué quiere mi hija la escultura de una ciudad muerta? —rió mi padre.


—¿Y para qué la querías? —preguntó Durán.

No le creía una palabra, naturalmente, pero estaba desconcertado por la soltura y la precisión con que hablaba esa muchacha que al principio apenas podía pronunciar. Contaba su historia con la misma avidez con que había devorado la comida, y con los mismos ojos desorbitados.

La pregunta de Durán, o el tono de la pregunta, la interrumpió de golpe. Lo miró con rencor, y no se dignó responder. Su mirada daba a entender que contestaría la pregunta, pero sólo como parte de su historia.

Estoy en mi casa y pregunto lo que quiero, pensó Durán. Pero agachó la cabeza y la dejó continuar.


Quería esa estatua para muchas cosas. Esa ciudad muerta puede cambiarme la vida, pensé. Y tenía razón, pero no lo sabía. Y por supuesto no lo dije con palabras, aunque seguramente sí con los ojos.

Perseo no supo qué responder. Mi padre le indicó que tomara el pescado y entró en la choza para traer el vino. Regresó con un ánfora de arcilla. Perseo aún no había elegido el pescado.

—No tengo todo el día —dijo mi padre, y le dio el ánfora de arcilla.

Perseo vaciló en aceptarla. Luego dijo:

—No quiero ofenderte negándome a aceptar tu regalo.

—Yo no te regalo nada.

—Me das tu vino y tu pescado sin aceptar nada a cambio. ¿Cómo se llama eso?

Mi padre quiso escabullirse, pero sólo atinó a tartamudear. No era hábil con las palabras. Tampoco era hábil para ofender. Bajó la mirada y vio mis ojos clavados en la pequeña ciudad de piedra.

—Acepto la talla —dijo al fin, estrechando la mano de Perseo.

Perseo me entregó la ciudad, recogió el vino y el pescado y se fue caminando por la playa.

Para mí era un viejo, pero me parecía un dios. Entonces no podía saberlo, pero me había enamorado de él.

Me pasé años mirando y admirando esa pequeña ciudad. Imaginaba a los dioses que la habían fundado, a los sacerdotes que los adoraban, las grandes naves que entraban y salían del puerto. Imaginaba el sol del Mediterráneo —nuestro sol y nuestro mar, que entonces no tenía ese nombre— bañando sus paredes blancas. Imaginaba la destrucción, el saqueo, el olvido. Y visitaba la ciudad en ruinas, y cada ciudad me ayudaba a explorar la otra: cada muralla, cada pasadizo, cada templo, cada recinto. Ya no sabía cuál era el original y cuál era la réplica. De noche hurgaba en esos recintos con mis dedos, poniendo piedras o hilos anudados que representaban personas. De día recorría sus equivalentes, hablaba con los fantasmas de esas personas. Con el correr del tiempo, aumentó mi interés en las alcobas: la alcoba del rey y la reina, la alcoba de la gente común. Mis amigas me contaban cosas sobre la gente mayor y las alcobas y yo imaginaba esas cosas en la ciudad. Me imaginaba en brazos de un toro, me imaginaba en brazos de Perseo.


Ilustración: Guillermo Vidal

Para entonces Perseo nos visitaba con más frecuencia, y teníamos varias estatuas hechas por él: una ballena, un pez del cual le habían hablado unos navegantes y que en nuestra lengua no tenía nombre; Homero, un poeta que había cantado las glorias y amores de dioses, guerreros y navegantes; Poseidón, un dios que nosotros llamábamos de otro modo y considerábamos el creador del mundo; las manos de mi padre, que eran callosas y toscas pero habían acariciado a mi madre con ternura. Aun mi padre reconocía a regañadientes la seducción de esas tallas y esculturas.

—Das vida a la piedra —le dijo un día, y de inmediato calló avergonzado. Mi padre no sabía elogiar sin avergonzarse.

Murió cuando yo tenía unos veinte años, abrazando con sus manos las manos de piedra.

Lo sepultamos con ellas, en un cementerio que era una franja de tierra pedregosa con pilas de guijarros blancos cuyo orden indicaba el nombre del difunto, pues no sabíamos leer ni escribir. Asistió toda la aldea, como a todos los entierros, y también gente de la aldea vecina. Al mirar hacia el cerro, vi que Perseo observaba la ceremonia cubriéndose los ojos. Pensé que se protegía el sol, pero alguna vez me confesaría que esa tarde había llorado.

Después de ese día, las mujeres de la aldea me expresaron su preocupación. Yo estaba sola, y no aceptaba por marido a ninguno de nuestros hombres. La aldea cuidaría de mí, por respeto a mi padre, pero yo debía solucionar esa situación. Una mujer no debía estar sola. Muchas temían que me marchitara sin dar fruto, otras que coqueteara con sus maridos. Yo ignoraba lo que era el amor.

Había hecho el amor —lo que llamábamos hacer el amor— en los recintos de la ciudad en ruinas, con algunas amigas. Mirábamos los frisos e imitábamos los abrazos, las caricias. No había placer, sólo la promesa del placer. Después mis amigas empezaron a salir con hombres, y se casaron. Cuando un joven intentó besarme, yo lo rechacé. No sabía por qué. No sabía que era mi amor por Perseo. No sabía que era mi horror por la carne. Perseo me había enseñado que la piedra hacía durar cosas que no duraban. Sabía que la ciudad en miniatura de Perseo tenía más vida que la ciudad en ruinas que imitaba. Sabía que si abriera la sepultura de mi padre encontraría intactas sus manos de piedra, mientras que sus manos de carne serían jirones resecos.

Cuando fue a visitarme, Perseo también me habló de mi matrimonio. Me aconsejó que aceptara a uno de los jóvenes de la aldea.

No le respondí.

—Seguro que hay estatuas que no me has mostrado —le dije en cambio.

Perseo quedó desconcertado un instante. Noté que se ruborizaba.

—¿Cuál es tu secreto? —pregunté.

—¿Mi secreto?

—Tus piedras están vivas. Nunca he visto esculturas tan vivas.

—Nunca has visto esculturas —rió Perseo.

Lo miré con altanería.

—Soy hija de un pescador, pero conozco cada una de las estatuas que han quedado en la ciudad antigua. Estoy segura de que representan muchas épocas, porque sé reconocer estilos diferentes.

—¿Por ejemplo? —se burló Perseo.

—Por ejemplo, los toros del templo y los toros de la recámara. Los primeros se parecen a los de la avenida principal, los segundos a los del puerto. Y hay pasadizos con frisos donde se ven etapas intermedias.

Perseo me miró asombrado.

—Soy una aldeana —le dije—, pero me he pasado la vida recorriendo esa ciudad. Y ésta. —Señalé la ciudad en miniatura.

Perseo se acercó a ella. No la había vuelto a ver desde el día en que me la había regalado.

—Casi no la recordaba —dijo—, pero recuerdo ese día.

—Yo también lo recuerdo. Ese día cambió mi vida.

—¿De veras? —dijo Perseo. Miró por la ventana de la choza, como dando a entender que allí nunca cambiaba nada.

—Y quiero conocer otra vida —añadí.

—¿Hacer estatuas? —suspiró Perseo.

—No hacerlas. Quiero ser una estatua.

Perseo me miró con alarma.

—¿Ser una estatua? ¿Y eso qué significa?

—Sé que hay un secreto, y voy a averiguarlo —insistí—. Quiero conocer tus esculturas.

—No puedo traerlas aquí —dijo Perseo.

—No quiero que las traigas aquí. Quiero que me lleves a verlas.

—No puedo mostrarte todas.

—Apuesto a que no. Hay cosas que no podrías mostrarle a una aldeana.

Perseo se sonrojó. Por primera vez tropezó con las palabras al hablar nuestro dialecto.

—Tal vez puedas venir mañana.

—Quiero ir ahora. No quiero que te prepares. Quiero sorprenderte en tus picardías.

Perseo asintió, y no pudo ocultar una sonrisa. Con su cabello entrecano y las arrugas de las comisuras de los ojos, aún podía parecer un viejo, pero en la timidez de su mirada se escondía un dios.

Ese atardecer Perseo me mostró las estatuas. Reconocí en dos desnudos a un par de muchachas de la aldea.

—¿Era esto lo que no querías mostrarme? —pregunté.

—Esto no tiene importancia.

—¿No? —pregunté con una sonrisa.

—No —replicó él con repentina seriedad.

Había dioses, monstruos, batallas, seres alados con rostro de león, animales que yo jamás había visto. No podía distinguir cuáles eran reales y cuáles imaginarios, aunque con el tiempo aprendí que no tenía sentido distinguirlos. También descubrí un falo de piedra, y otro desnudo que me intrigó. Me quedé mirando la estatua. Entonces yo no conocía los espejos —aunque me había visto reflejada en las aguas de un lago que había en el centro de la isla— pero mirar la estatua era como mirarme en un espejo imperfecto. Esa estatua era yo, desnuda, en tamaño natural. Ese desnudo era más intenso que los de las otras muchachas.

—Me has espiado —dije con disgusto, aunque también me sentía halagada.

—No —dijo Perseo—. Te he visto en sueños.

—¿A ellas también las viste en sueños?

—No. Pero Milena en mis sueños fue más intensa que ellas en la realidad —dijo, nombrándome como si yo fuera otra.

Nos miramos un instante en silencio. Me confió que sí, que tenía un secreto. Me contó que soñaba conmigo desde que yo era pequeña. Por eso nunca se había animado a acercarse a mi padre. Amaba a la mujer que yo sería, pero le avergonzaba mirar con los ojos del deseo a la niña que aún era.

Se me acercó, me aflojó la túnica, me desnudó. Yo no me opuse. Ahora era una réplica exacta de la estatua que me representaba.

—Serás una estatua —me prometió.

—Sólo te interesa gozar de mi carne —repliqué con repentina aprensión, sintiéndome indefensa, desnuda no sólo en mi cuerpo.

—No, sólo quiero perpetuarla —dijo él con tristeza.

Esa tristeza me convenció. Me había sentido manipulada al recordar su actitud elusiva, su sugerencia de que me casara con un hombre de la aldea y su negativa a llevarme a su casa. Lo había tomado por una maniobra de seducción, pero ahora comprendía que sus modales esquivos sólo eran una forma tímida de ganarse la absoluta aprobación de la mujer de sus sueños.

No me poseyó de inmediato. Tocaba con sus manos cada parte de mi cuerpo, cada poro, y después apoyaba la mano en un trozo de piedra sin tallar. La piedra era como agua en sus manos, y poco a poco se convirtió en una imitación de mi cuerpo. El resultado hacía palidecer las formas de la estatua anterior. Si la otra era un espejo imperfecto de mi imagen, yo era el reflejo imperfecto de ésta.

—Pero ésta es sólo un ensayo —dijo al fin.

—¿La otra será más perfecta que Milena? —murmuré, imitando su modo de nombrarme como si fuera otra.

—La otra será Milena —dijo Perseo.

Y al ver la estatua terminada, comprendí que nuestro contacto era total. Él también se desnudó y me besó dulcemente, pero lo aparté un instante y le pedí que me desflorase con el falo de piedra.

Eso lo perturbó, pero también lo fascinó.

—Podría lastimarte —objetó.

—Los dos sabemos que no.

Me confesó, con cierto pudor, que había acariciado mi estatua con ese falo. Lo dijo en un susurro, con temor a ofenderme. Le dije que admiraba su ternura y él sonrió.

Abrí las piernas.

En ese dolor inicial comprendí que la piedra era más perfecta que la carne.

Esa noche, después del éxtasis, Perseo me contó su historia.


—Parece que todos tienen su historia —rezongó Durán.

—¿Tú no? —preguntó Milena cambiando de tono, con un español entre castizo y cascado.

—No, yo no —replicó Durán con despecho, pero también con dolor, porque sabía que era cierto. No tenía historia, o su historia no valía la pena.

Pulsó el control remoto del televisor. En la pantalla pasaban una danza tribal; un documental del National Geographic, o un video de rap.


Perseo había estudiado el arte de la escultura con los maestros de su tierra. Lo habían considerado un discípulo ejemplar, y había hecho estatuas para los templos de sus dioses. Después su tierra fue invadida por extranjeros. Siendo un ciudadano, tuvo que empuñar las armas. En las batallas, lo que más se cuidaba eran los ojos y las manos. Tuvo que viajar a comarcas exóticas que estaban muy al este de su patria. En sus ratos de ocio, tallaba piedras o maderas para sus camaradas. No sentía resentimiento, porque creía cumplir con su deber. En el oriente, un mago capturado le reveló sus secretos a cambio de la fuga. Perseo no lo consideraba una traición, porque en ese sabio no veía a un enemigo. Pero cuando años más tarde regresó a su patria, su gente notó que algo había cambiado en él. Sus nuevas estatuas resultaban ofensivas, porque en ellas no predominaba el sol de la armonía sino la noche del caos. Los colegas que codiciaban su puesto y envidiaban su talento tramaron intrigas para desacreditarlo. Al fin las autoridades lo desterraron, acusándolo de practicar un arte que corrompería a la ciudad. Vagó de isla en isla, y al fin llegó a la nuestra en el único barco extranjero que habíamos visto en más de veinte años.

—El mago me enseñó a plasmar el alma de una persona en una estatua. De ese modo, cuando la persona muere, sigue viviendo en la piedra.

—¿Lo has intentado alguna vez?

—Esta es la primera. El mago me advirtió que no derrochara ese poder, que buscara a la persona indicada. Cuando soñé con Milena, supe que la había encontrado —dijo, siempre nombrándome como si fuera otra.

—¿Y no has pensado en hacer tu propia imagen?

—No, salvo por esto —dijo, señalando el falo de piedra. Se animaba a contármelo porque me amaba, pero sentía vergüenza porque lo había sorprendido en un arrebato de debilidad masculina, o en un alarde de vanidad.

—No está mal para empezar —bromeé—, pero quisiera que también te esculpieras de cuerpo entero.

—Sería un acto de vanidad suprema —dijo.

Me contó la historia de un hombre llamado Narciso, que se había ahogado en un estanque por enamorarse de su reflejo.

—Pero no sería para mirarte, sino para que yo te mirase —respondí.

—Está expresamente prohibido. Confieso que lo intenté, pero mis manos se volvían torpes cuando trataban de imitar mi propia imagen —dijo Perseo. Y agregó con amargura—: La magia que me enseñaron tiene su propia lógica, aunque mi gente no quiso comprenderlo.

En cambio, me dijo, había tallado un anillo de piedra con su nombre. Si algo le pasara alguna vez, si muriese, una chispa de su espíritu perduraría en ese anillo. Si un hombre de carne usara alguna vez ese anillo, se transformaría en una estatua de Perseo donde él reviviría.

—¿Sería una estatua de Perseo?

—Sería una estatua de tus deseos más profundos.

Me mostró el anillo de piedra, lo puso en un dedo de mi estatua.

Ese hombre me había revelado mi cuerpo y me había confiado su espíritu. Decidí no regresar a la aldea, aunque mi gente me odiara por convivir con un extranjero.

Nuestra felicidad no duró demasiado. El mar, que durante tanto tiempo nos había aislado de las zozobras del mundo externo, un día nos traicionó. Llegaron piratas buscando riquezas que no encontraron. Los tesoros de la ciudad antigua no tenían valor para ellos, pues no había metales preciosos ni gemas. Consiguieron alimento, pero eso no los aplacó. Arrasaron las aldeas, dejando un tendal de muertes y vejaciones. Subieron a la casa del cerro y destruyeron las estatuas, todas salvo la mía, que miraron con supersticiosa reverencia. Apuñalaron a Perseo, intentaron violarme. Me resistí y uno de ellos me acuchilló. Mientra sus compañeros lo insultaban por su torpe precipitación, sentí que mi cuerpo se endurecía.

Pero mi cuerpo no se endurecía, sino que ahora mi cuerpo era la estatua.

Vi mi propia muerte con mis nuevos ojos, mis ojos de piedra. Me vi desangrar, me vi morir, vi morir a Perseo, todo mientras gritaba sin voz con mi garganta de piedra.

Dos o tres piratas me cargaron en hombros y me llevaron al barco. Mientras navegábamos mar adentro, vi desde la cubierta la ciudad antigua. Recordé sus toros, sus cortesanos y sus dioses. Recordé la ciudad en miniatura que Perseo había tallado para mí cuando era niña, y la devoción con que yo había explorado las dos ciudades. Quise llorar, pero no podía derramar lágrimas. Aun la piedra, en su perfección, tenía sus limitaciones.

El anillo con el nombre de Perseo era mi único consuelo en mi obtusa inmortalidad.


—Inmortalidad —dijo Durán. El tono no era burlón. Miraba el piso como si la palabra estuviera escrita en la alfombra.

Alzó los ojos. Milena continuó con la historia de su vida y la historia de su muerte.



Ilustración: Guillermo Vidal

En el barco aprendí a experimentar poco a poco mi vida de piedra: oídos de piedra, ojos de piedra, carne de piedra. Todo estaba cerca pero estaba lejos. Era una vida más pura, más lúcida, pero también una vida más muerta. Los piratas dejaron la estatua en cubierta, y durante el viaje la expusieron a injurias y vejaciones. Eran gente embrutecida por los combates y las penurias. Admiraban en la estatua mis curvas femeninas, lo cual quizá fuera un halago, pero no apreciaban la magnitud de la belleza que Perseo había creado con sus mágicas manos.

El tiempo se deslizaba como un sueño. Los siglos transcurrían en segundos, que a la vez eran horas, que a la vez eran siglos. La pasión por Perseo hacía vibrar mi carne de piedra como si aún circulara sangre por mis venas. Oía las voces, y asimilaba los idiomas. Veía los contornos, y distinguía las formas.

El mundo era una sucesión de borrones y murmullos.

Los piratas fueron capturados y ejecutados por el señor de una isla, que me llevó a su palacio. Sus costumbres eran escandalosas para una aldeana como yo, pero lo hubieran sido aun para un artista, viajero y soldado como Perseo. Usó mi belleza como adorno para sus banquetes y orgías. Años o décadas después fue derrocado por cruzados, quienes me guardaron sin mayor ceremonia en un depósito. Los cruzados fueron desplazados por musulmanes, de cuya existencia me enteré cuando vinieron a echarme una ojeada, aunque no me sacaron del depósito. Los musulmanes fueron reemplazados por nuevos cruzados, gente ruda y bárbara que a su modo me admiró, hasta que la presencia de los sacerdotes los obligó a abandonarme entre unas ruinas. Los sucedieron españoles, genoveses, turcos, venecianos. Un artista me descubrió entre las ruinas. Ponderó mi belleza, prometió que me restauraría, pero al examinarme descubrió que estaba intacta y juró que había magia en la piedra. Fui a parar a un palazzo de Venecia, desde donde vi una gran fiesta con fuegos artificiales cuya luz bañaba a la muchedumbre que miraba desde las góndolas. Desde allí las tropas napoleónicas me llevaron a una residencia francesa, donde fui admirada por un noble que me llamaba Merveilleuse. Sus descendientes me ocultaron en un sótano por impúdica. Con el tiempo un oficial alemán me descubrió en el sótano y prometió —sin saber que yo oía y entendía— llevarme a su casa de Berlín. Cuando los aliados desembarcaron en Francia, cambió de planes y decidió llevarme a Sudamérica, junto con otros tesoros, otros secretos y otros fugitivos. Torpedearon el barco frente a estas costas, y los últimos sonidos humanos que oí antes del hundimiento fueron insultos en alemán contra los ingleses. En el fondo del mar, conocí un mundo más silencioso pero igualmente turbulento. Observé cómo los peces devoraban los cadáveres, y cómo otros peces devoraban a esos peces.

Después de tantos siglos, noté un cambio en mí. El agua me estaba ablandando. Recordé que la magia de Perseo tenía su lógica. El agua no ablanda la piedra, pero esta piedra era una prolongación de mi carne. Mis carnes de piedra recobraron su flexibilidad, pero la piedra de mi carne impidió que me ahogara.

Era como desentumecerme. Un día pude bajar la cabeza, mirar el anillo, articular el nombre de Perseo. Otro día pude mover los dedos. Recobré la imperfección de la carne. Nadé, salí a la superficie. Llegué a una playa. En la playa había grupos de bañistas. Encontré un bolso con ropa y lo robé. Caminé durante días. Pensé durante días.


—Ahora quiero pedirte algo —dijo Milena.

Durán se había levantado del sofá. Estaba de espaldas a ella, mirando el mar. Había anochecido. El vino chileno se había terminado. Los nubarrones destejidos mostraban retazos de cielo estrellado. El estéreo aún repetía el disco de Thelonius Monk. Durán miró el oscuro Atlántico y pensó en el luminoso Mediterráneo. Miró el teléfono y pensó en llamar a la policía: En casa tengo una loca que se cree una estatua.

Dio media vuelta.

En el televisor se veían cuerpos lustrosos que se revolcaban. Una pelicula erótica, o una de artes marciales.

Milena estaba sentada a la luz del fuego. Su tez parecía más terrosa que antes. No, terrosa no. La palabra era pétrea. El lustre de la tez evocaba la textura del anillo que llevaba en la mano.

No parecía dudar de la credulidad de Durán, ni parecía tomarle el pelo. Estaba tan loca que ni siquiera pensaba que no pudieran creerle. Durán le preguntó qué quería pedirle.

—Me estoy endureciendo de nuevo —dijo ella—. La carne lucha contra la piedra. Ya siento la dureza en mis venas. Pronto volveré a ser una estatua. La piedra vencerá con su perfección redentora.

Durán suspiró, resentido con la mala pasada que le había jugado la suerte. Dios, si existía, no había querido desperdiciar un milagro en él. Había preferido hacerle una broma.

—¿Y yo qué puedo hacer?

—Necesito tu cuerpo —dijo ella.

Antes de oír esa historia, Durán habría dado cualquier cosa por oír esa frase. Ahora le causaba estupor, miedo.

—Por favor —dijo ella, levantándose. Hablaba con voz más cascada. Era como si las palabras crujieran en cada frase.

Se quitó el anillo, se le acercó. Durán notó que los garabatos del anillo no eran garabatos. Eran letras griegas. No leía griego, pero cualquiera que hubiera estudiado geometría elemental reconocía una pi.

—Necesito tu cuerpo para que seas Perseo. Antes de volver a ser una estatua, quiero tener conmigo la estatua viva de Perseo.

Tal vez lo mejor era seguirle el juego. Dejarse poner el anillo, hacerle creer que era Perseo. Y tal vez sí, llevársela a la cama. Una mujer era una mujer, aunque estuviera chiflada. No le haría mal a nadie, tal vez la hiciera feliz, y a él no le vendría mal un desahogo.

—Ni siquiera va a dolerte —dijo ella.

Era una broma, pero Milena era tan seria que lo desconcertó. También lo desconcertó al sonreír. No había sonreído en toda la noche. Con la sonrisa, la cara de Milena crujió. Crujió como piedra.

Durán sintió pánico.

Le golpeó la cara, la apartó de un empujón.

Milena cayó al suelo. El anillo cayó al suelo.

Durán, aterrado, notó que la mano le dolía como si hubiera golpeado cemento.

—Tu cuerpo debe ser mío —dijo ella—. De Perseo.

Durán retrocedió.

—No —dijo.

—Tu cuerpo morirá. Se lo comerán los gusanos —dijo Milena.

Sí, pensó Durán. Se moriría, se lo comerían los gusanos, pero mientras tanto tenía su buena jubilación, sus rentas y su casa frente al mar. Nadie le quitaría sus cosas. Se había deslomado toda la vida para conseguirla. Era el rey de la creación. Tenía rentas, propiedades, y en el pueblo todos reconocían su camioneta. Era libre, ¿o no? Claro que era libre. Era don Durán. Podía pasarse horas y horas escuchando sus estúpidos discos y podía aburrirse horas y horas mirando la estúpida arena y podía esperar meses y meses a que sus hijos lo visitaran para recibirlos con estúpidos reproches.

Sintió ganas de llorar. Lloró. Él no tenía ojos de piedra.

—¿Qué ganaría yo? —dijo, sin creer lo que decía.

Milena se levantó, recobró el anillo, se desnudó. Era cada vez más piedra y cada vez menos carne, pero ahora la piedra adquiría un lustre que era deslumbrante, una textura más apetecible que la de un cuerpo de carne.

—Podrías tenerme —dijo Milena.

Durán sintió una erección, la primera en meses.

—Serías Perseo —dijo Milena.

Tendría una historia, pensó Durán. Dejaría de ser don Durán, don nadie.

—No —dijo. Pero pensó que no tenía nada mejor que hacer. No esperaba una visita del ministro de economía, ni tenía una cita con Ellen Barkin.

Milena se le acercó, anillo en mano.

Durán iba a golpearla de nuevo, pero no pudo.

—Aquí no —dijo—. Conozco un lugar mejor.

Le tomó la mano, sintió su dureza de piedra, la llevó hacia la puerta. Milena lo seguía, más viva que nunca. Salieron a la medianoche, y desde la casa llegaban los acordes de 'Round Midnight. La llevó hacia unos matorrales que había en los médanos, un sitio desde donde se veía el mar. Una luna azul flotaba entre los cerros de nubarrones que cubrían el horizonte.

Milena se acostó de espaldas en la arena. Durán se desnudó, sintió vergüenza de su cuerpo fofo, sintió frío. El frío le encogió los testículos. Perdió la erección.

Le pidió el anillo a Milena, se lo calzó en el dedo.

Fue como si le hubieran inyectado hormigón en las venas. El cuerpo se le endurecía. Recobró la erección. Ya no estaba fofo. Tenía el porte de un dios, y Milena observaba fascinada su transformación.

Se inclinó sobre ella, penetró ese cuerpo de piedra con su cuerpo de piedra. Aún era Durán, pero ya era Perseo. Recordó su muerte, recordó sus estatuas, recordó la isla, recordó sus sueños con Milena, recordó su destierro y recordó su magia. Era Durán, era Perseo, era Milena, porque su piedra se fusionaba con la de ella, era ella.

Durán pensó en lo que dirían los vecinos cuando vieran esa estatua de dos amantes, Perseo pensó en el prodigio de su resurrección, Milena pensó en su felicidad recobrada.

Milena recordó las palabras de Perseo: una estatua de tus deseos más profundos.

Sus deseos más profundos eran como latigazos eléctricos. Espasmos vibrantes le barrían los músculos de piedra. Evocó la ciudad antigua de su isla y vio que Durán, que era Perseo, también era un toro, y oyó que su gemido de piedra era un bramido. Vio la imagen que serían: piedra y carne, mujer y toro.

Poco a poco cesaron los pensamientos. Sólo quedaron las emociones, y un movimiento que era inmovilidad.

En ese éxtasis triplicado, la piedra era más perfecta que la carne.


© 1996 by Carlos Gardini


Ya había sido un honor enorme abrir nuestro número de cumpleaños con una obra de Carlos Gardini. Hoy volvemos a festejar de la mano de Carlos con este cuento que, si bien no es inédito, es un cuentazo.

Desde que la revista aparece en formato HTML hemos publicado El baile de las víctimas (169), Los nombres de la luz (150), El beso de la valquiria (142), Música en las venas (115) y Pescadores de ojos (109), aunque anteriormente hemos publicado más obras suyas, incluyendo la novela El libro de la Tierra Negra. (17)

Se pueden consultar los datos siempre actualizados de Carlos en su entrada de la Enciclopedia de la Ciencia Ficción y Fantasía Argentina.


Este cuento se vincula temáticamente con "Pleamar", de Marcelo Di Lisio (154), "Fantasmas", de Carlos Gardini (177,) "El amante de las estatuas", de Ian Watson (169) y "El recuerdo inmóvil", de Luís Filipe Silva (168)


Axxón 180 - diciembre de 2007
Cuento de autor latinoamericano (Cuento: Fantástico: Fantasía: Mitología: Argentina: Argentino).