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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de octubre 2011

CUBA

 

«—Y si acaso los hombres te dijesen que no comprenden lo que dices, entonces explícale que las Voces de Eddo te susurran y ellas saben todo lo que ha de ser.

—¿Y qué ha de ser? —preguntó Udýar.

—Mucho más que lo que te decimos, Ich. Estas palabras no alcanzan para describirlo. Los años de Eddo se acercan.

—¿Y qué significa eso?

—Es la muerte de la Primera Estrella.»

 

Diálogos con las Voces de Eddo.

 

 

«La oscuridad llegará a todos los que se esconden.»

 

Proverbio de Eddo.

 

 

«¿Qué es la oscuridad, me preguntas?

Yo te contestaré: la oscuridad es el océano del universo. Aún antes de que se formara la primera estrella, aún antes de que estallara la primera partícula, existía el Vacío y la oscuridad. De ellos salió el primer germen de energía para que se formara la vida, los planetas y sólo mucho más tarde el hombre.

La oscuridad es un océano del que ha nacido todo, y en el que morirá todo lo que existe.

Cada uno de nosotros volverá a las aguas del Vacío.»

 

Fragmentos de la segunda Profecía de Eddo.

 

 


Ilustración: Pedro Belushi

Sámir duerme abrazado a mi costado, como una parte más de mi cuerpo. Casi siempre sus sueños son tranquilos como una ola apacible, pero a veces despierta con manos y pupilas temblorosas, con un grito que le atraviesa la garganta sin llegar a salir. Me mira. Sabe que me ha despertado. Sabe cuán preciosas son las horas de sueño dentro de la Colonia, que mi cuerpo es una mole de cansancio y músculos. Se disculpa a media voz; casi no lo escucho. Tengo que preguntarle dos veces para saber qué ocurre. Al final lo descubro: ha soñado con su padre nuevamente. Es un sueño simple, pero a Sámir le asusta.

Entonces soy yo quien le mira; mis ojos dos borrones soñolientos. Llevo casi tres días de insomnio y no puedo sostenerme apenas en pie. Sámir se disculpa, me besa los párpados, las cicatrices de las manos, los latigazos nuevos y viejos que recorren mi espalda como un mapa.

Recuerda que ayer me golpearon en medio de los surcos del desierto, que mi cuerpo se convirtió en un amasijo tembloroso y que él no pudo hacer nada para impedirlo. Sólo morderse los labios y rugir en silencio, o soñar por las noches con su padre mientras yo permanezco insomne y adolorida.

Pero lo abrazo en silencio. No puedo dejar que me vuelva a mirar así, con culpa y horror. Acuno a mi niño perdido con mis brazos musculosos de tantas endorfinas, hormonas y trabajos; le hablo de valles, montañas y océanos surcados por miles de peces. Le cuento de la Tierra. Sé que esas historias lo calman y le hacen tener sueños donde su padre no lo persigue.

Se duerme, como un molusco tibio, entre mis brazos.

Ya casi llega el día. Los rayos pálidos de las luces artificiales de la Colonia comienzan a penetrar por las rendijas de la barraca. Pronto sonará la alarma que nos llama al trabajo, como el ladrido de un perro muy enfermo.

Ya no podré dormir, por más que lo intente. Lo sé. La luz se ha colado dentro de mis ojos como un insecto. Envidio a Sámir y su sueño tranquilo. Por un minuto miro su rostro. Me gusta lo que veo en él, casi tanto como odio imaginar mi propio cuerpo.

A veces me pregunto cómo es. Las aguas malolientes y sucias de la Colonia impiden que pueda reflejarme en ellas. Creo que es mejor así. Mejor ignorarlo. ¿Cómo soy? ¿Cómo es ahora mi rostro? ¿Cómo mi cuerpo? Quizás sean preguntas que no quiero responderme.

No soy hermosa. Los latigazos eléctricos me han dejado suficientes marcas. Las botas claveteadas de agujas con que los Vigilantes nos golpean se han encajado miles de veces en mi boca. Mi cuerpo es cálido, pero los años de escarbar con palas mnólicas en las piedras del desierto lo han convertido en una masa de músculos. A todas las mujeres de la Colonia nos ha sucedido lo mismo. Cuando las veo a ellas me parece estar observándome en un espejo: muslos redondos, brazos torneados y cubiertos de cicatrices, cuellos gruesos.

Soporto mi cuerpo cuando el polvo lo cubre de pies a cabeza, pero al lado de Sámir, cuando duermo junto a él, lo detesto.

Quizás por eso pienso tanto en la Tierra, en los ojos azules del planeta que nos mira como una pelota indiferente. Cuando trabajamos en el desierto norte de la Colonia podemos verlo a lo lejos, como un fantasma del pasado.

Ninguno de los habitantes de la Colonia conoce la Tierra. Nuestros padres sí. Ellos la recrearon para nosotros en sus historias como un rompecabezas descompuesto que fuera preciso armar. Los lagos, el verde de los árboles, los animales, los hombres perfectos que caminan lentamente por la Tierra como en un paraíso.

La verdad es sólo una. La Tierra no es más que una reserva donde los humanos —los hombres perfectos de las historias de mi madre—>se reproducen incansablemente. A ellos no les falta nada; nosotros trabajamos en más de mil colonias galácticas para que nuestra especie sea la más fuerte del universo y no tenga ninguna carencia.

A cada rato me sorprenden los recuerdos de mi madre: jardines infinitos, mares, ciudades de cristal nebuloso, cúpulas de acero y Templos del Sol donde un centenar de vírgenes puras, de código genético perfecto, esperan su Día de la Reproducción entre rezos.

No tengo tiempo de pensar más. La alarma suena como un animal desbocado dentro de mi cabeza. Ha comenzado una nueva jornada en la Colonia. Los latidos de dolor en mi espalda son cada vez mayores.

Sámir despierta, se mueve como un cachorro. Descubre mi insomnio.

—Todo por mi culpa —me dice—. Por mis malditos sueños.

—Tonto, ha sido por el dolor. Ya estaba despierta cuando tuviste la pesadilla…

—¡Cuánto te amo, Nira! —No sé si ha descubierto mi mentira, o si me cree—. ¡Ojalá estuviéramos lejos de esta Colonia maldita!

Nos levantamos con los huesos como polvo. Ésta va a ser una jornada larga, pienso, mientras me visto con las ropas de los trabajadores y coloco el peto de metal que me protege de las rocas-vista que colapsan a veces en medio de las faenas como esquirlas ponzoñosas. Una vez vi cómo una de mis compañeras caía atravesada como un alfiletero por miles de aquellas partículas. Ni siquiera pudo gritar de dolor: su cuerpo se carbonizó por dentro a los pocos segundos. Unto mi cuerpo con una especie de grasa antirradioactividad, para que mi carne no se calcine. A pesar de todas las protecciones, siempre hay alguien que al final del día tiene quemaduras y aúlla de rabia.

Apuro a Sámir. Pronto sonará la segunda alarma. Tenemos que estar formados en el patio, nuestros Números de Vida visibles para el pase de lista. Nira 345, no lo olvido. Sámir 203. Marcharemos en filas distintas, con las armas cargadas al hombro. Sólo cuando caiga la noche podremos tocarnos otra vez.

—Vamos —le suplico a media voz—. Pronto va a sonar la segunda alarma.

Pero Sámir no me hace caso. Se ríe de mis miedos y sigue de rodillas en el suelo, mientras musita las mismas letanías de siempre. ¿Por qué reza? ¿A quién? Jamás le he preguntado. Su rostro dice que no va a contestarme, aunque me ame realmente. Son sus dioses, y ellos le pertenecen. Quiere guardar silencio.

Suena la alarma. Sámir se levanta como disparado por un resorte.

Ambos avanzamos hacia el patio lo más rápidamente posible, aunque las cadenas eléctricas con que están amarrados nuestros pies nos lo impiden.

Si intentamos huir, ellas nos enviarán corrientazos de advertencia, mientras emiten sonidos de bestias para que todos sepan que somos fugitivos.

Formamos en el patio en una fila compacta. Pierdo a Sámir de vista. Un centenar de guardianes IAs nos miran vigilantes. Llevan máseres y perfoescudos punzantes entre los dedos. Rugen los nombres de cada uno de los esclavos y luego nos obligan a caminar hacia el desierto norte, donde el trabajo nos espera.

Entre paletada y paletada de arena, tengo tiempo de buscar a Sámir. No está demasiado lejos, sólo nos separan un par de filas de trabajadores. Hoy se encarga de extraer los minerales de los surcos que mi fila hizo la jornada anterior. Es el trabajo más simple de todos. Sus músculos apenas se tensan cada vez que se inclina ante los agujeros para sacar la savia del desierto, aquel material rojo que parece gelatina. La lleva entre las manos hasta las urnas de reguardo. Luego las sella y las despacha a la base.

Lo envidio, porque mi trabajo es el triple de pesado. Yo abro los surcos, quito las piedras, rompo las cortinas y dunas de arena que se interponen ante los yacimientos. A veces me quiebro los huesos, otras lloro de impotencia. Inmensos megalitos de roca de interponen en el camino de mi fila. Debemos hacerlos caer, para luego buscar la brecha por donde corre la savia.

Mis espaldas no lo soportan más. Esta jornada me sobrepasa. He arrancado tres megalitos, y aún nos esperan diez más, como monumentos burlones. No puedo. No puedo.

Un latigazo eléctrico me hace encogerme sobre mis costillas. Trato de gritar, pero el dolor se me condensa en la garganta. El vigilante IA vuelve a golpear. Duro. Una y otra vez. El látigo se me prende a la carne. La arranca. Sin piedad. Golpe sobre golpe. Las cicatrices mal cauterizadas de ayer se me abren y grito. No soluciona nada.

En la fila tres Sámir me hace eco. Alguien lo calla. No sé quién, no puedo ver por encima de mi dolor. Otro golpe. Oscuridad sobre mis ojos.

Un dedo de acero me toca el cuello. Quieren saber si aún estoy viva.

Ni yo lo sé. Ojalá que no. Ojalá se haya acabado.

Abro los ojos: temo haberme quedado ciega.

Sobre mi cuerpo, sobre el desierto, flota el globo de la Tierra con una mueca azul.

 

***

 

Después me despierto. Parece que han pasado años. ¿Cuántos?, me pregunto, y no obtengo respuesta. Mis recuerdos son una telaraña transparente que puede ser quebrada con el toque suave de un dedo.

Por las rendijas de la barraca no pasa la luz artificial de la Colonia. Eso quiere decir que el día ha terminado. Adiós a la jornada. Me queda toda la noche para descansar mi dolor.

No lloro. Mi espalda es un amasijo de insensibilidad. Es mejor así. Le agradezco al dios Sol de mi madre, a los dioses silenciosos de Sámir. No creo demasiado en ellos, pero siempre, al final del día, necesito rezarle a algo, no importa a qué. Aunque no escuchan ni responden, siempre es un alivio escuchar mi propia voz.

Sámir no ha llegado aún. Debe estar en una de las duchas lavándose el cuerpo y el alma, quién sabe si pensando en mí. Pronto volverá a la barraca. Su cuerpo será mío. Me despertará por la noche con gritos de pesadilla, susurrará palabras en el idioma de su pueblo y de sus dioses. No las comprenderé.

Tengo tanto tiempo para pensar que casi es insoportable. Los hijos condenados por la espera de un tiempo mejor asaltan un rincón de mi mente. Imagino al dios Sol de las ciudades nebulosas de Alt’Fatei, donde nacen las Vírgenes y las madres de la Tierra. Veo campos verdes, y niños que corren llevando enredados en los dedos miles de globos multicolores.

Sí, estas son las historias de mi madre, el trozo de puzzle que intentó recomponer para mí de la mejor forma posible. Ella —que era nativa de la Tierra, que no olvidaba las inmensas ciudades dedicadas al Sol que ya agonizaba— me miraba con sus ojos cargados de pena para contarme aquellos pedazos informes de su vida. Había nacido allí, y observado a las Vírgenes que vestían ropajes traslúcidos como jirones de agua.

Todas esas historias fueron mi canción de cuna por largos años.

—Nira —solía decirme—, existe un sitio en esta Galaxia donde las cosas hermosas están vivas, son posibles. Y ese sitio es la Tierra. Por eso tenemos que regresar ahí.

Regresar. Cada vez que pienso en esa palabra me dan ganas de escupirla.

Mi madre esperó por largos años. Había sido exiliada de la inmensa reserva de la Tierra por un daño ínfimo en su código genético; una anomalía apenas perceptible. Podía fácilmente engendrar hijos sanos y perfectos, podía convertirse en una Virgen del Sol, pero los Sacerdotes de Alt’Fatei no la aceptaron.

Aquella fue su última noche en la reserva. A nadie le importó su llanto o sus súplicas. Los sacerdotes la habían rechazado, y por eso jamás sería una Virgen del Sol. Le había llegado su hora de partir en uno de los tantos pecios cargueros que llevaban a miles de esclavos hacia las tantas Colonias de la Tierra, desperdigadas en la Galaxia.

Nadie escuchó sus gritos en aquel pecio de esclavos, ni su terror a las cadenas eléctricas que le ajustaron en los tobillos desde aquel día hasta su muerte.

La Colonia la recibió como a todos los esclavos, entre aullidos, golpes y latigazos. Pero, poco a poco, aquella chica de la reserva aprendió a sobrevivir a las jornadas infernales en el desierto, bajo las luces artificiales que producían más calor que la del mismo Sol. Se convirtió en una de las mejores escarbadoras en muy poco tiempo. Los megalitos del norte se rendían a ella; salían de las arenas como corderos dispuestos a obedecerla.

Su vida como esclava fue dura, pero al final la aceptó.

—Todavía hay una esperanza, Nira. Una esperanza sólo para ti —me decía entre susurros—. Tienes una forma de escapar de esta Colonia: la Selección Natural.

La Selección Natural… El cuento de hadas de los esclavos: «Había una vez una obrera que marchó a la Tierra, y fue feliz para siempre.»

Jamás le creí, jamás quise creer en esa historia. No podía confiar en una mentira que los obreros repetían miles de veces para darse consuelo. Sabía que el proceso de la Selección Natural era la única vía de escape para los esclavos; un pasaje directo a la reserva. Se decía que en cientos de Colonias habían sido liberados al menos una decena de esclavos cuyos códigos genéticos eran, a pesar de todas las probabilidades, perfectos. La Tierra les había otorgado un visado, y los esperaba con los brazos abiertos. Pero, ¿quién podía creer en tales mentiras?

En el mundo que yo conocía un esclavo colonial jamás volvía a ser libre. Moría encadenado a una red eléctrica, y su cuerpo era eliminado por los vigilantes. Así le había sucedido a mi madre. Así me había dejado ella, con una sonrisa entre los labios y los ojos fijos en el techo de la barraca, como si pudiera ver a través de él.

Tengo tanto tiempo para pensar esta noche… Sámir no viene, y la sombra de mi madre me penetra la cabeza. ¿Existe la Tierra? ¿Es realmente un paraíso? ¿La Selección Natural es un proceso verdadero o sólo una mentira?

Mi madre. Ella tenía miles de preguntas. Me hubiera llamado incrédula, me hubiera obligado a rezarle al dios Sol por un poco de fe. Pero no puedo. La Selección Natural son dos palabras sin significado ni propósito para mí.

—¿Estás bien? —la voz de Sámir es débil como la luz. Se me cuela en los oídos. Una mano tantea en la oscuridad en busca de mi cuerpo—. Pensé que ese maldito vigilante te destrozaría las espaldas. ¡Los odio, Nira! ¡Los odio! Si uno de ellos vuelve a tocarte, te juro que le arrancaré las manos con una escalapina.

—No puedes hacer nada —le susurro. Las horas de sueño han comenzado, y una decena de esclavos ya duerme junto a nosotros dentro de la barraca—. Déjalo así; es mejor. De todas formas, tarde o temprano me hubiera desmayado en el desierto. No podía sostenerme sobre las piernas. Pero mañana será otro día. Hoy he podido descansar.

No vuelve a decirme otra palabra. Se acuesta a mi lado y me pasa con cuidado un brazo sobre el pecho. Tiene miedo de dormir. Lo sé. No quiere volver a soñar con su padre.

—¿Qué sucede? —pregunto.

—Cada vez que cierro los ojos lo veo a él… a mi padre, con sus ropas rojas y el rostro teñido de negro. Huye, me grita unas palabras antiguas que no sé interpretar. Es un conjuro de magia, un ritual que se queda inconcluso, porque él siempre desaparece. Se lo traga la tierra.

—Es sólo una pesadilla.

—Pero me persigue desde hace años. No puedo dormir. Cada vez que lo intento él se aparece. Quiere que descifre el conjuro, pero no puedo.

Se queda callado, me abraza. A pesar de los baños, su piel sigue oliendo a desierto. Quiero sentirlo más cerca. Sámir me besa los ojos.

—¿Estás cansada?

Lo siento. Desnudo. Junto a mí.

La temperatura en la barraca es alta, pero no importa.

Dejo que sudor se mezcle con el mío, recorro con los dedos las cicatrices ya cauterizadas de su cuerpo. Dejo que sus dedos recorran las mías abiertas. Me provoca dolor, pero lo aguanto. Quiero que siga mirándome a pesar de la oscuridad.

Luego se duerme, como siempre, pegado a mi vientre. Su mano aprieta la mía. Sueña. Tranquilo.

Yo también tengo sueños largos, de caminos que no terminan y una ciudad luminosa donde una Virgen del Sol me saluda con un brazo extendido por encima de la cabeza. Intento llegar a ella, pero no puedo.

La Virgen del Sol se ríe burlona, y cierra ante mis ojos las puertas de una ciudad nebulosa, donde duermen todos de la Tierra.

Ella está adentro. Yo me he quedado afuera.

 

***

 

Todo es tan difícil aquí. La vida de los esclavos es cada vez peor. Los alimentos y el agua escasean, los nacimientos han sido prohibidos bajo pena de muerte. Cada día se convierte en una tortura larga bajo el calor de las luces artificiales del desierto. Los hombres caemos como moscas fulminadas por un disparo, gracias a las pandemias de gripe iagga, los casos de radiación o la contaminación pulmonar.

Todos sabemos que la savia es un material inestable, capaz de estallar en rojo si sólo le ponemos un dedo encima. Sin embargo, no nos atrevemos a decirlo en voz alta: los vigilantes sólo nos azotarán, en el mejor de los casos. En el peor… prefiero no pensar en eso.

—¿Recuerdas cuando nos conocimos? —me pregunta Sámir, con una mueca de polvo entre los labios.

Hoy lo han colocado en mi fila, la de los escarbadores. El trabajo lo cansa. No está acostumbrado a quitar megalitos, ni raspar la arena engomada de este desierto, pero no se queja demasiado. Veo sus músculos tensos bajo las ropas, y una ola de sudor que le baja por el cuerpo. Aún así conversa conmigo, en voz muy baja, sin dejar de trabajar. Los vigilantes pueden pensar que habla para eludir las faenas.

—¿Lo recuerdas? —vuelve a preguntar—. Estabas sentada en la barraca. Tu madre acababa de morir. Creo que llorabas. Creo que también tenías miedo. A la soledad, supongo. Yo era uno de los nuevos esclavos, mis tobillos aún estaban resentidos por los corrientazos continuos y el roce de las cadenas. Cojeé hacia ti, como un insecto con una pata de menos. Sólo entonces te diste cuenta de que te miraba.

—Aquel día te hablé por primera vez de la Tierra, ¿verdad? Te conté de Alt’Fatei, los Templos del Sol y las Vírgenes.

—¿De qué? —me mira, con las pupilas abiertas. Moticas de polvo revolotean en ellas.

—Los Eddos —repito con paciencia—. Los hombres-agujeros, aquellos que en la Tierra llaman Opuestos del Sol. Sámir, ¿cómo no recuerdas?

Carga un megalito lentamente. Las tenazas metálicas que le cuelgan del peto lo ayudan a arrastrarlo por la arena. Lo sigo, con mi propia carga de piedra. Bajo nuestros pies se arrastra como una serpiente vieja la veta más gorda de savia que se ha encontrado en al menos dos décadas.

Ha sido una jornada fructífera. Los vigilantes están contentos con nuestro descubrimiento. Puede ser que hoy nos toque doble ración.

—Los Eddos fueron los primeros en oponerse al reinado de los Sacerdotes del Sol. Decían que, cuando se apagara, aprenderíamos a vivir en la oscuridad. Que las tinieblas eran el manto de la primera Energía, algún tipo de bendición silenciosa. Nadie los escuchaba demasiado. Nadie imaginaba cómo vivir sin el Sol, sin alimentos, sin luz. Mientras que los Eddos iban siendo olvidados lentamente, los Sacerdotes subían como la espuma: se construyeron en honor del Sol centenares de ciudades nebulosas y parques de adoración. Entonces los Eddos se rebelaron por primera vez, con gritos de rabia. Arrasaron con varios Templos y…

—Creo que recuerdo el resto de la historia, Nira. Máseres de los Eddos atravesando la noche, con disparos de luz. Muerte en las grandes ciudades. Y luego el golpe definitivo, cuando los Sacerdotes del Sol rodearon los cuarteles acuáticos de los Eddos. Las historias dicen que todos fueron masacrados en el agua, que no pudieron salir de ella ni siquiera los niños y las mujeres. Otros dicen que fueron castigados con el exilio, rotos sus códices y su lengua maldita para siempre. Creo que la verdad nadie la sabe realmente, Nira. Los Eddos desaparecieron. De poco les valieron sus rituales, sus danzas acuáticas y su magia…

Sámir tiene los ojos clavados en el desierto. Suelta el cronolito con un estruendo de bestia enferma; las pinzas del peto se deshacen de la carga con un chirrido. Los hombres de mi fila se resienten por el calor y la sed: hasta que la alarma de los vigilantes no marque la quinta hora de trabajo no tendremos nuestra ración de agua.

La veta de savia corre bajo nuestros pies como un río rojo. Pienso que con sólo dos recipientes pueden ser alimentadas cien Vírgenes de ese planeta que flota a lo lejos como un globo azul.

—Nira, ¿alguna vez te has preguntado cómo sería vivir en la oscuridad? —me pregunta Sámir, de súbito—. ¿Vivir ciego?

—El dios Sol aún vivirá por largos siglos, Sámir. No vale la pena pensar en esas cosas. Trae mala suerte.

—Y si se apaga, ¿qué puede suceder? Quiero decir, si los cálculos de los Profetas del Sol son incorrectos y sólo nos quedaran unos días de luz, o unas horas, ¿qué sucedería con la Colonia, con la Tierra?

—Tenemos luces artificiales. Supongo que todo se transformaría un poco, pero no demasiado. No drásticamente.

—¿Segura? La mente de los hombres puede cambiar en la oscuridad. Dudo de que una máquina productora de luz sea igual que una estrella.

—Piensas demasiado —le digo, incómoda. Mi propio megalito me dobla por su peso. De nada valen las tenazas; presiento que tendré que consumir el doble de hormonas si quiero mantenerme en esta fila, y no pasar al grupo de los «enfermos-desechables» —. Al Sol le queda suficiente vida.

—No es bueno tener a un dios que agoniza, Nira.

Me da la espalda con pasos firmes. Avanza hacia la veta de savia, que ilumina con un resplandor púrpura las arenas mojadas del desierto.

Por un momento me atrevo a imaginar un mundo sin Sol.

Los esclavos no sentiríamos demasiado su ausencia. A esta Colonia apenas le llegan unos rayos moribundos de Sol, por sólo un par de horas al día, como para recordarnos que aún permanece vivo contra todos los pronósticos. El resto de la jornada trabajamos bajo la luz opaca de las Lámparas, que cuelgan como racimos en cada tramo del desierto. Evitan que perdamos el rumbo, o escarbemos en el sitio equivocado.

Pero, ¿y la Tierra? ¿Cómo podrá sobrevivir? Las luces artificiales no alimentarán demasiado las cosechas, ni harán que los frutos de los árboles puedan ser recogidos al menos una vez al año. Se acabará la reserva de los hombres, las ciudades nebulosas y las Vírgenes.

Entonces, todos seremos iguales. Iguales bajo la misma oscuridad.

Un vigilante restalla su látigo contra un megalito. Breves chispazos de electricidad iluminan la roca.

Camino, con tal de que no muerda mi piel.

 

***

 

Otro día…

Los gritos de los vigilantes nos levantan asustados. No ha sonado la alarma que nos convoca al trabajo, ni siquiera la primera de ellas. Los esclavos nos miramos los unos a los otros. No comprendo nada, pero un nuevo grito de los vigilantes, un portazo en la barraca, una mano de acero que me arrastra al patio me obliga a dejar de pensar. ¿La veta? ¿La savia se ha descompuesto y ahora la Colonia está amenazada a una extinción inminente? ¿Una nueva pandemia de gripe mutante?

A Sámir lo arrastran a mi costado. Tiene aún ojos de sueño.

Temblorosos, nos reúnen a todos los esclavos de las quince barracas de la Colonia. En el patio. Sin comprender una sola palabra.

—¡Atención! —suena la voz de un IA vigilante—. ¡Atención, ciudadanos del Asentamiento Geocéntrico Piedad w-149!

—¡Atención! —ruge un nuevo vigilante un par de filas más allá—. ¡Hay nuevas órdenes del Azul 1!

Un murmullo bajo se escapa de cada una de las filas.

El Azul 1… La Tierra. ¿Nuevas órdenes?

—Su Excelencia Gaimor el-primero-de-su-nombre, Emperador de los Asentamientos, Espíritu de las Ciudades Solares, Comendador de la Tierra, ha convocado al proceso de Selección Natural a todos los ciudadanos de Piedad —una voz ronca me llega como una bofetada.

Mi cabeza es un amasijo de nudos sin forma. ¿Selección Natural? ¿La libertad? Me muevo intranquila, aunque los vigilantes ya amenazan con los látigos y los máseres dispuestos a atacar al menor movimiento.

—¡Silencio! —ruge la voz—. ¡Silencio! El Proceso exige orden, control y una estricta vigilancia. Al primer motín, serán ajusticiados los culpables y una decena más de ciudadanos escogidos al azar.

Continúa enumerando los castigos, en medio del silencio. El número de muertos, los golpes, las torturas, el dolor. Todos callamos. Cada una de las filas: escarbadores, recogedores, fabricantes, desmontadores, ingenieros, químicos, luminarios.

—Su Excelencia Gaimor ofrece esta única oportunidad a los habitantes de la Colonia. Por lo tanto: tienen derecho a un examen de genética, y a una prueba virtual de repetición en el caso de que queden dudas respecto a los resultados. La Selección Natural sólo escogerá a aquéllos, ya sean hombres o mujeres, que tengan un código genético libre de fallas o taras congénitas. Los afortunados partirán de la Colonia hacia el Azul 1, con la tarea de repoblar la Tierra; mientras que los objetados, siguiendo la costumbre, volverán a las faenas de la Colonia, tan importantes, como todos sabemos, para que el Azul cumpla con sus funciones de preservación de la vida.

Me pierdo en medio del discurso. Sé que la Selección Natural ha llegado a nosotros como un milagro improbable. Los ojos de Sámir me miran con una sonrisa. Ya se imagina con un visado del Azul entre los dedos.

Perdóname, Sámir, la incredulidad. Ojalá pudiera pensar como tú, y olvidar todas las dudas. ¿Será que nos mienten los vigilantes, que ésta es una nueva estrategia para mantenernos controlados?

—¡Repito nuevamente! Para todos los ciudadanos de Piedad. ¡No rebeliones! ¡Debemos dar todo por un proceso calmado, sin muertes ni levantamientos innecesarios. ¡Nadie debe intentar una huida! La jornada laboral se mantendrá intacta hasta la última hora, y aquél que intente escapar recibirá una tanda extra de latigazos.

Nadie se mueve en mi fila. Tampoco en las más lejanas.

—A partir de mañana, los doctores del pecio Azul 1 realizarán los exámenes genéticos a todo aquél que así lo desee. La lista de inscripciones para el proceso de Selección Natural estará disponible para el final de la jornada.

Las filas se mueven, como un gusano de vientre pálido.

Camino hacia el desierto, enlazada por las cadenas a los cuerpos que me anteceden en la fila.

Los megalitos me reciben con una sonrisa misteriosa.

 

***

 

—Ojalá no pensaras tanto… —Sámir sonríe cuando mi mano se inclina temblorosa hacia la hoja donde se extiende la lista de aquellos que se someterán al proceso. Mi nombre se me escurre entre los dedos; parece que no quiere salir.

Al fin lo logro. Mis trazos parecen una huella deslucida; en cambio, los de Sámir son fuertes y firmes. Como si no tuviera dudas, y la Selección ya lo hubiera aceptado con los brazos abiertos de una madre.

—No fue tan difícil… —dice, y vuelve a sonreír—. No vale la pena que te preocupes demasiado, Nira. Al fin y al cabo, tienes buenas posibilidades de salir de la Colonia. Tu madre tenía el código genético casi intacto: lo suficiente para engendrar una hija perfecta.

—Sí. Sin embargo, mi padre fue un común cualquiera. Tengo un cincuenta por ciento de probabilidades, ¿qué crees?

—Mejor algo que nada.

Ha comenzado una nueva jornada.

Apenas puedo tragar el alimento fibroenergético. Mi garganta es un nudo apretado y rabioso. Nada parece distinto en el patio, pero sé que no es así. Hoy puede que todo cambie en esta Colonia.

Los vigilantes rugen mi nombre. Me sacan de la fila común y me encomiendan una nueva tarea. Camino encadenada al cuerpo de un hombre joven y jorobado; pienso que quizás por un accidente de trabajo, o por un defecto genético. Siento lástima por él. Jamás tendrá su día de la Selección.

Sámir se me pierde entre las filas en movimiento.

Extraño el desierto, pero pronto me acostumbro a las tareas simples de las Altas Fábricas a donde me conducen. Nutrimos a la IA central con frascos de savia sellados, para que el clima artificial de la Colonia no tenga el menor fallo. Vigilamos los tallos de criocultivo y la producción de las cosechas de fibroenergizantes. De vez en cuando alimentamos las inmensas calderas con plomo líquido.

La falta de costumbre me hace lenta. Un par de vigilantes escupe una palabrota. En sus manos refulge un máser Cripta, arma inteligente que carga con al menos seis mirillas, reflexión nocturna y dos bandas de disparos neomicron. Los parásitos que puedan nadar en cada una de esas bandas alcanzarían para asesinar a un simple comunero.

Elijo moverme lo más rápido posible, para que quiten la Cripta de encima de mis hombros.

—Anekehrion 298… —uno de los vigilantes ruge el nombre de un comunero. Un sujeto de la fila levanta una mano tímida—. Es hora de tu proceso.

Veo cómo se lo llevan, la cadena colgando laxa de sus tobillos.

Ojalá pronto digan mi nombre. Ojalá…

Una voz me hace volver la cabeza.

—Nira 345…

Levanto mi propia mano temblorosa y dejo que el vigilante me mueva a través de los pasillos de las Altas Fábricas.

Pienso en mi madre. Si pudiera verme… tan sólo un segundo… así…

Un sujeto vestido con unas mallas plateadas me espera a las afueras de la Fábrica. No le veo el rostro: lo tiene escondido tras una máscara de oro rojo. Sus ropas no hacen más que imitar los colores del lugar donde se encuentra, como un insecto muy hábil en camuflaje. Lleva el pelo largo, recogido en una trenza cubierta de hilos plateados.

—Extiende la mano… —me dice, con una voz sin edad ni sexo.

Una aguja micrap de extracción rápida sonríe desde sus dedos. Dudo…

—Extiende la mano —repite—. ¿O es que no quieres pasar por la Selección? ¿No estaba tu nombre en la lista?

—Sí…

—Entonces, rápido. No puedo perder el tiempo.

Me agarra la mano. Sus dedos están recubiertos por guantes. Es un terrícola que no quiere infectarse con los parásitos del desierto y la Colonia. La aguja me penetra. No es demasiado doloroso. Dejo que corte un pedazo de mi piel

—Ya está.

El vigilante me conduce de nuevo por los largos pasillos de la Fábrica. Por un momento, todo me parece un laberinto interminable de hierro, sin entradas ni salidas, pero pronto me veo nuevamente encadenada a una fila. Cargo con un recipiente sellado de savia y dejo que las calderas se alimenten.

 

***

 

—Barraca 32… —un vigilante se asoma. Sus ojos de craptol artificial brillan en la noche como dos tizones—. La Selección ha terminado.

Un murmullo se extiende, y se apaga de inmediato. Queremos saber finalmente quién de nosotros ha sido elegido por encima de los demás.

—De ustedes, sólo dos: Ughnark 763 y Sámir 203.

El vigilante se retira sin un sonido. La barraca es un río frío y silencioso.

Muevo mis dedos. Tengo que obligarme a respirar, a tomar aire antes de que estalle por dentro como una nova.

No soy digna. No lo soy. Puedo decirle adiós a todo: a Alt’Fatei y sus cortinas de niebla, a los templos de las Vírgenes y los parajes de ríos, mares y bosques. Los hijos. La reproducción. La libertad.

Sámir…

Lo único que me espera es un eterno desierto poblado de megalitos y lajas de roca que esconden el secreto de la savia.

He sido rechazada. Como mi madre. No hay nada más que comprender.

Esto es el vacío. Ésta es la soledad. Ésta es la verdadera muerte.

A mi alrededor sólo se extiende un rebaño de estatuas. Nadie se atreve a hablar. De repente, la barraca se ha convertido en un agujero de gusano que parece capaz de tragarnos no sólo a nosotros, sino a todo el universo.

—¡A dormir! —aúlla un vigilante, penetrando en la barraca. Lleva entre las manos de hierro una Cripta—. ¡Arriba! ¡Mañana quiero trabajo, y filas dobles, y bastante savia sacada del desierto!

Obedecemos como autómatas.

El cuerpo de Sámir es un extraño a mi costado. Tampoco se atreve a mirarme. No lo culpo.

—Tú… —el murmullo se me traba como piedra, pugna por salir de mi boca—. Te han elegido. Ésa es una buena noticia…

No me responde.

Quisiera pasarle los dedos por el rostro, pero no me atrevo. Él golpea la estera con el puño. Una y otra vez. Una y otra vez.

—Era una probabilidad… sólo eso. Ya te dije que sólo tenía el cincuenta por ciento de mi lado.

No me atrevo a decir más. Él continúa golpeando. Tengo miedo.

—Me iré de la Colonia. Nira, ¿sabes lo que eso significa?

El puño volvió a caer sobre la estera. Por última vez. Luego, no se movió más.

Escuché la respiración de Sámir agitada toda aquella noche, mientras el insomnio me comía los ojos.

 

***

 

Sólo sé que sucedió. ¿Pero cómo?

Ahora me mira como a una extraña. Su cuerpo en el costado de la estera me parece demasiado frío. No nos alcanzan las palabras.

Por eso se aleja. La Selección Natural lo eligió, y a mí me dejó afuera, como en aquella pesadilla que tuve sobre Vírgenes del Sol y templos que ya no llegaré jamás a conocer.

Las jornadas en el desierto se me hacen cada vez más largas. Los megalitos se encajan en la arena, y nos miran desde sus alturas invencibles. Ni las tenazas ni las máquinas que extraen piedras me ayudan a sacarlos del desierto. A veces, me parece que esta maldita Colonia se burla de mí, con unos dientes gigantes que no le caben en la boca.

Y Sámir no está.

Los seleccionados en el proceso no tienen que soportar más trabajo, ni látigos, ni cadenas. Esperan por su visado en las inmensas barracas, mientras el pecio de Azul 1 se alimenta de los depósitos de savia. Pronto partirán hacia la Tierra. Pronto olvidarán todo lo que dejaron atrás: la contaminación pulmonar, las radiaciones Y de la Colonia, el polvo, los campos de megalitos interminables. Todo…

Arrastro las piedras muy lentamente. Temo quebrarme un hueso, y que los vigilantes me castiguen. Temo alzar los ojos y ver el hueco en la fila, donde falta Sámir.

Así transcurre mi día. Entre gritos, sudor y maldiciones.

Cuando las luces artificiales comienzan a parpadear camino en mi fila. Soy un saco de polvo que se mueve dando tumbos hasta las barracas. Entro en la mía, con todo el cuerpo tembloroso.

Lo veo. A él. Bajo la oscuridad parece más pequeño y delgado.

—Mañana te irás… no más se prendan las luces —le digo en voz baja.

Sámir asiente con un movimiento débil de la cabeza. Está sentado encima de la estera. Sus viejas marcas apenas se ven. Los médicos del Azul 1 le han inyectado cicatrizantes de efecto rápido. La marca de su labio superior parece apenas una mancha.

—Ya lo sé… —me dice—. No lo he olvidado, Nira.

—Te deseo un buen viaje. Que el dios Sol te haga feliz.

—No me importa lo que quiera o no tu dios, Nira. —En la oscuridad sus ojos son dos antorchas. Rojas, quizá por los efectos de algún alucinógeno—. ¿Sabes qué? Esta noche he vuelto a soñar con mi padre. Creo que al fin he logrado descifrar sus palabras.

—¿Qué te decía, Sámir? —pregunto, condescendiente.

Cuando el Sol muera, moriremos. Cuando el Sol muera, viviremos también. ¿Entiendes lo que digo, Nira? Aquello que es y que no es a la vez. ¿No? Claro que no. —Mira mi rostro con una mueca de dudas—. Es una profecía. Claro que no puedes entenderla. Ni siquiera yo puedo… realmente. Pero escucha: cuando el Sol baje la cabeza y sea infinitamente ciego, los hombres abriremos los ojos para siempre…

—No entiendo, Sámir…

Se acerca a mí. Tiene los brazos extendidos, como si me suplicara. No sé por qué, pero tengo miedo. Su rostro es el de un loco, y las pupilas le arden rojas.

Para siempre —repite. Extiende un pulgar en el aire y hace un círculo—. ¿Por qué te es tan difícil de comprender, Nira?

—Me asustas…

—Es bueno que te asuste, porque pronto será el Día del Agujero Oscuro. Nadie verá, y la Tierra Madre odiará a todos los que pueblen su vientre. Entonces, volveremos a las aguas en busca de refugio, y el océano danzará sobre nosotros. Pronto, muy pronto, será el Día de Eddo.

—¡Sámir! —quiero gritar, pero mi voz no se escucha. Es sólo un murmullo opaco, y él continúa alzando los dedos, dibujando símbolos que desconozco. La energía abandona mi cuerpo como un torrente. Me siento débil, fría y lenta—. ¿Por qué hablas de los de eddos? ¿Qué sabes de ellos? ¡Están muertos!

Todo lo que nace de las aguas, vuelve a ellas. Nosotros hicimos lo mismo, Nira. Nosotros, los eddos. Y la profecía de mis dioses habla de este día: «Cuando el nieto de un eddo fugitivo y exiliado vuelva al mundo del Sol agonizante, el océano danzará sobre la Tierra.» Creo que por eso debo regresar, para que la profecía se cumpla en mi cuerpo.

—No, no, no… El Sol aún no muere. No puede, no puede…

—¿Cómo no comprendes aún, Nira? El Agujero lo dice. Todo acabará. «Antes de la nova final, caerá la oscuridad sobre los ciegos. Y luego, cuando todo estalle, se apagarán las luces del Universo.» Eso profetizaron los eddos, cuando los Sacerdotes de tu Sol eran apenas niños y los Templos de Alt’Fatei un montón de ceniza radioactiva. ¿Sabes? No siempre la Tierra fue un mundo de Vírgenes, ni de humanos de genética inmaculada. Antes, nos mezclábamos todos, sin importar el código genético, ni la perfección.

Rojos. Rojos tizones en la noche de la barraca.

Sámir mueve los dedos como en un baile macabro. Su cuerpo brilla.

No deja de mirarme. Sus manos parecen jirones de agua desgajada que se deslizan ante mí y me dicen que el insomnio es una gran mentira, y que tengo que dormir. Dormir, y dejar que la voz de Sámir penetre mi cuerpo como una estaca de fuego.

—No… —intento quejarme, pero mi lengua no se mueve.

—Cuando todos estemos de nuevo bajo las aguas, las cosas volverán a su real estado. A nadie le importará si somos o no perfectos, Nira, porque en la oscuridad pareceremos iguales. Ciegos junto a ciegos. Todo fluirá y será más simple. La Profecía de los Eddos lo afirma: al Sol le quedan pocos años. Tú lo sabes. Lo sientes en la piel. Sus rayos ya no alumbran nuestra Colonia. El Sol es una llamita débil. Pronto se apagará, y todo volverá al Gran Agujero… y a las aguas.

—¿Y qué será después? —le pregunto con los ojos, ya que no puedo con palabras.

—La vida cambiará. El cuerpo de los hombres estará forzado a transformarse para sobrevivir en el océano. Desconozco cómo… Quizás nos convirtamos en peces inteligentes, o plantas con apariencia de hombres. Pero ni siquiera ese estado durará demasiado, porque cuando el Sol se apague toda la Galaxia lo seguirá enseguida hacia la muerte. Se abrirá el Gran Agujero, que nos masticará con sus dientes negros. Luego vendrá la nada, y nosotros flotaremos en ella. ¿Sabes por qué, Nira? Porque la Tierra nació de las aguas del Vacío, y estamos destinados a volver a ellas.

El mundo se hace tinieblas a mi alrededor.

Me pesan los labios y los párpados.

Sámir se inclina sobre mí con sus manos rojas, como si tuviera un nido de fuego ente los dedos. Su voz me dice que no tengo que comprender demasiado, que las cosas se encuentran en su exacto punto.

Duerme, me dice una voz dentro de mi mente. La obedezco, mientras un Signo se extiende sobre mi cuerpo.

Cierro los ojos, atenta a la orden de los dedos.

Sólo una imagen se me queda grabada sobre los párpados, y es la de una charca negra donde un Sol carbonizado se hunde lentamente, dejando atrás una estela de humo.

Intento mantenerme despierta, pero es en vano.

El Signo del Sueño, dibujado por las manos de Sámir, me hunde lentamente.

 

***

 

Cada pedazo de mi cuerpo late sordamente. Un millar de insectos zumban en mi mente, escarban en los vericuetos más intransitables del cerebro.

Estoy confundida, y no me atrevo a abrir los ojos. Ciega, extiendo los dedos, intentado reconocer con el tacto las superficies de la barraca. Husmeo; quiero que los olores de los esclavos, el sudor y la arena me penetren la nariz y me hagan quedarme en calma, bajo la oscuridad, esperando por la llamada de los vigilantes para partir a la nueva jornada.

Por un momento, me atrevo a recordar a Sámir. Ya no lo veré más en la fila, sacando las bolsas cargadas de savia en bruto. Ya no escucharé otra vez sus palabras locas sobre los eddos. Sámir ha partido. Lo sé. El pecio del Azul 1 lo ha arrancado de las arenas del desierto, para conducirlo a la reserva donde el Sol se atreve a brillar.

Aún con los ojos cerrados, la cabeza me da vueltas. No me atrevo a abrirlos. Sé que mientras permanezca dormida en la oscuridad, nada puede sucederme. También sé que no puedo permanecer para siempre así.

Me obligo a mirar. Susurro palabras de aliento cuando al fin abro los ojos.

Grito. Grito. Grito.

Me niego a comprender lo que veo.

¿Dónde está la barraca? ¿Dónde las cadenas? ¿Dónde los esclavos?

Busco mis manos y no las encuentro. Palpo mi cara, mi cuerpo, esta carne que no es mía… y grito.

Pido ayuda, pero sólo me responde el silencio.

No te asustes… No te asustes, Nira.

Una voz me habla, como un suspiro del viento. Apenas puedo escucharla.

No… te… asustes.

Descubro que sale de mi cabeza. Me arranco los cabellos; no puede ser que me haya vuelto loca, que el Signo de Sámir haya roto las conexiones de cordura que ataban a mi cerebro con un nudo.

Déjame hablar, Nira. Queda poco tiempo y tengo que explicarte…

—No, no, no… —murmuro—. ¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Dónde…?

No tengas miedo. Estoy aquí, contigo.

—¿Sámir? —pregunto—. No puedo creerlo. Estoy alucinando.

No te has vuelto loca, Nira.

—No, no es posible. Tú estás ahora camino a la Tierra, en el pecio del Azul 1. No puedo seguir escuchándote dentro de mi cabeza.

Por eso tengo que explicarte, Nira. No puedes imaginar cuántas cosas han cambiado desde anoche. Te asusté con mis palabras, con las Profecías de mis ancestros eddos. Lo lamento, quizás no debí decirte tantas cosas de golpe. Tal vez debí detener la Magia, Nira. Dejar que las cosas siguieran por su propio camino… Pero no podía, ¿sabes? No podía renunciar a ti.

—¿La Magia?

Todos los hijos de eddo aprenden de sus padres las artes de la Magia, por absurdo que te suene. Sé que todo parece sacado de un cuento de hadas, Nira, pero no es así.

—¿Dónde estoy, Sámir? ¿Qué le ha pasado a mi cuerpo?

Tu cuerpo ya no está. Lo dejaste atrás, en la Colonia…

—¡¿Qué?!

Ten calma. Fue necesario. Tú no habías sido aceptada por la Selección. No podía traerte de otra manera.

—¿Traerme? ¿Traerme a dónde?

Aquí. Conmigo. Al pecio del Azul 1.

Un latigazo de dolor me estremece la cabeza. La aferro con dedos temblorosos mientras la voz de Sámir gime.

Se… acaba… el tiempo…

—¿Qué hiciste conmigo? —me atrevo a decir.

Cuando supe que la Selección te había rechazado, pensé en ceder todos mis derechos. ¿Entiendes? Quedarme junto a ti. Al fin y al cabo, la Tierra era sólo el sueño de mi padre, un exiliado que no dejaba de hablar de los Agujeros y el Vacío, el fin y el renacimiento de las aguas. Intenté renunciar, pero los científicos del Azul no me dejaron. Dijeron que mi aporte genético era indispensable en la Tierra, que de mi semilla sana podían nacer centenares de niños perfectos. En otras palabras: me negaron el derecho a renunciar. ¿Y qué podía hacer entonces, Nira? Dímelo tú. ¿Debía olvidarlo todo, a ti, a nuestros sueños de recorrer juntos Alt’Fatei?

Pensé en miles de formas de llevarte conmigo. Todas eran imposibles. Tu cuerpo estaba atado indisolublemente a la Colonia. Los vigilantes no te dejarían ir jamás. Las ideas se me agotaron, estaba desesperado. Pero entonces recordé a los dioses de mi linaje: al dios del último Agujero que se tragaría el universo. Recordé a los eddos y los conjuros que mi padre intentó legarme por decenas de años.

—¿Tu padre?

Sí, el de mis pesadillas. Era un Derviche Eddo, que descendía del linaje de los sobrevivientes a la matanza en las ciudades acuáticas de la Tierra. No conocía toda la magia de su estirpe; pero guardaba suficientes secretos. Algunos de ellos me los enseñó, para que mis hijos y mis nietos no olvidaran. Sin embargo, cuando mi padre murió, consumido por un parásito mutante, yo intenté borrar todo. Al fin y al cabo, ya te dije, ¿qué significaba la Tierra, realmente, para mí? Nada.

—Anoche… aquel Signo…

Era el Signo del Sueño, Nira. Sólo puede ser aplicado sobre un hombre vivo si después, inmediatamente, se inicia el Intercambio.

—¿El Intercambio?

Nira, ¿no comprendes aún? Tu cuerpo jamás podría abandonar la Colonia. Morirías como tu madre, encadenada y vieja. Por eso usé en ti el Intercambio, la Magia de los eddos. Te explicaré: el cuerpo de un humano sólo puede albergar una sola alma, jamás dos. Perdóname, Nira. Perdóname: un alma, o la mitad de dos. Por eso escindí la tuya, escindí la mía y luego las mezclé dentro de mi cuerpo. El Intercambio es el rito tabú de los eddos. Dicen que todo aquel que corta un soplo queda eternamente dividido y maldito.

Quizás lo esté ya. No me importa, porque era la única forma de salvarte. Tomé tu alma y la coloqué dentro de mi cuerpo. Ésta es la verdad, Nira: ahora vives dentro de mí, eres mi huésped, o yo lo soy tuyo, como prefieras. ¿Recuerdas lo que te dije anoche? Aquello que es y no es a un mismo tiempo.

No me odies, Nira. Sé que es terrible lo que sientes. Pero, cuando lleguemos a la Tierra, olvidarás todo. He escuchado que en el Azul 1 evacuan toda tu memoria a una fosa de ideas. Nada recordarás: ni los colores de la Colonia, ni los hijos pospuestos… ni siquiera a mí. Despertarás y sentirás mi cuerpo, mi voz y pensamientos como tuyos propios. Créeme, será mejor.

—Sámir, Sámir… —repito su nombre. No puedo creerlo, la garganta y los ojos me laten. Son tan improbables todas sus palabras… y sin embargo, cada vez que me miro las manos (sus manos) las creo.

Observo la habitación en la que estoy. Muebles cromados, un cristal panorámico, cinco insectosbots que permanecen quietos, esperando por mis órdenes para cumplirlas. Ciertamente, he abandonado la Colonia.

La voz de Sámir en mi cerebro se convierte en un murmullo cada vez más lejano.

Nira… Nira… perdóname.

—¡No te vayas! —le grito—. No puedo quedarme sola.

Sola… nunca más. Nunca… Nun…

La voz se pierde por completo.

Un insectobot revolotea en torno a mi cabeza. Se posa encima de mi rostro y lo masajea con las patas.

—Márchate… —le digo con un manotazo.

Doy un paso hacia el cristal panorámico.

Este cuerpo es inmenso y extraño, como una avalancha de arena del desierto. No sé cómo maniobrarlo; me pierdo dentro de su carne. Me da miedo. Aún así, camino. No puedo quedarme inerte todo el tiempo.

Algo dentro de mí me obliga a moverme, a estirar los músculos, a sentir la maravilla de estos huesos y piel que ya me pertenecen.

—¿Sámir?

Lo llamo, pero nada responde.

—¿Sámir?

Todas las ideas son hilachas sin forma dentro de mi cabeza.

¿Quién soy? ¿Cuál es mi nombre? ¿Sámir? ¿Nira? ¿Adónde voy?

A la Tierra. A la Tierra. Al mundo que aún tiene luz y calor.

Saber eso es todo lo que importa.

Me asomo al cristal. Las estrellas aparecen una tras otra, como una cortina tejida. En el fondo de la oscuridad del espacio crece un globo azul, cada vez más inmenso. A veces parece que me habla. Me da la bienvenida.

¿Pero cómo pudo saberlo? ¿Acaso todo es y no es al mismo tiempo?

Dejo que el insectobot, insistente, maseajee por unos segundos mis mejillas. Y pienso. Pienso en las voces que me susurran por dentro.

Una claridad mortecina alumbra quietamente al Azul 1. Debe ser el Sol. Aún existe. Aún brilla. No es una leyenda… No puedo verlo, pero lo sé.

Miro hacia la Tierra que me sonríe por primera vez con esa luz que no le pertenece.

 

 

Elaine Vilar Madruga. Ciudad de La Habana, 1989. Graduada de Nivel Medio de Música en la especialidad de guitarra clásica. Graduada de la Academia de Etnografía y Tradiciones Canarias en Cuba, de la especialidad de Literatura. Obtiene premios como “La flauta de chocolate”, “El viejo y el mar” de literatura infantil, mención en el Calendario 2006 de ciencia-ficción, mención en el Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA – Casa de la América 2007, Premio Identidad Femenina y Primera Mención del concurso Tertulia Canaria 2008, así como diversos premios y menciones en los Encuentros de Talleres Literarios municipal y provincial. Primera mención del Concurso de literatura infantil y juvenil de la Tertulia Canaria 2008. Finalista del concurso internacional Evohé Ediciones 2008 de poesía mitológica, en España. Colaboradora y editora de la revista digital La Voz de Alnader. Ha sido publicada en antologías y revistas nacionales e internacionales. Ganadora del Decimosegundo premio “Indio Naborí” de décima del año 2008. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz desde el año 2007. Ganadora del Premio Extraordinario de Cuentos de Nunca Acabar, del Primer Concurso Internacional “Garzón Céspedes” 2008, con el relato “Concepción”. Ganadora de la primera mención en poesía de los VI Juegos Florales, auspiciado por la Asociación Canaria de Cuba en el año 2008. En el año 2009, obtiene mención en el género de cuento en la 20 edición del concurso “Alfredo Torroella”. Ganadora también del Premio del Primer Certamen Internacional de Poesía Fantástica y de Ciencia-Ficción “Minatura 2009”, en España, con su poema “Eva”; donde otro de sus poemas “Las preguntas de la zorra”, quedó también finalista. Ganadora del I Premio “Día Mundial de la Poesía”, en poesía de temática libre. Ganadora del segundo premio del concurso Juventud Técnica 2009, de ciencia-ficción. Ha ganado también el VII Premio de la Décima Tertulia Canaria (año 2009), auspiciado por el Gobierno de Canarias y la Asociación Canaria de Cuba. Ha organizado, en colaboración con la Editorial Gente Nueva, el proyecto “Behíque” de divulgación del arte fantástico, en el marco de la Feria Internacional del Libro de La Habana, en el año 2009. Co-fundadora y co-organizadora del Taller de Creación de Arte y Literatura Fantástica “Espacio Abierto”, también en el año 2009. Graduada del curso de Técnicas Narrativas “Onelio Jorge Cardoso” en el mismo año 2009. Graduada del curso de Etnografía y Tradiciones Canarias, en la especialidad de Literatura (2009). Co-organizadora del Segundo Evento de Arte y Literatura Fantástica “Behìque 2009”. En proceso editorial se encuentra su novela “Al límite de los Olivos”; así como diversas antologías y revistas en Inglaterra, Italia, Venezuela, México, Argentina, Cuba y España con obras de su autoría. Publicaciones en antologías: Vuelos de colibrí- Casa Editora Abril. Cartas al padre- ARCI, Italia. Secretos con alas- Casa Editora Extramuros. Cuaderno de los V Juegos Florales- Editorial Cubano- Canarias. Compilación poética de los VI Juegos Florales -Editorial Cubano -Canarias. SOS, Ternura- Editorial Extramuros. 2009. Voces con Vida- Palabras y Plumas Editores S.A. México, 2009. Aldea Poética SXO- Editorial Aldea Poética, España 2009. Publicaciones en revistas: La voz de Alnader- ezine de fantasía épica y ciencia-ficción. La Edad de Oro en Nosotros- Casa Editora Abril. Cuba Confluencias- Madrid, España. Gaviotas de Azogue, número 67, año 2008. México. Minatura. Número 92, año 2009. España.

Hemos publicado en Axxón: PARADOJA, GÉNESIS, LOS QUE NO SABEN MORIR, LA DAMA DE SHALLOT CONTEMPLA EL ESPEJO DE LA MUERTE y ALÍUS.


Este cuento se vincula temáticamente con NUESTRA SEÑORA DE LOS DONORES, de Juan Diego Gómez Vélez; de PREPARANDO A LOS MUERTOS, de Pilar Alberdi y LA HÉLICE, de José Altamirano.


Axxón 223 – octubre de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Distopía : Genética : Cuba : Cubana).