Revista Axxón » «Y nuestros ojos lo verán», Zacarías Zurita Sepúlveda - página principal

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Chile  CHILE

1. Caravana

Efraín reconoce sin problema las caravanas de traficantes. Para él no es algo difícil, solo debe mirar en las pantallas de la central de control fronteriza e identificar características que, a pesar de que intentan ocultar, siempre los delatan. Parece tener un sexto sentido para ello. Los últimos viajes de migrantes tampoco le han hecho perder el olfato, al contrario, se lo han agudizado. Diferencia patrones de comportamiento antes que sus colegas. Generalmente, los primeros exageran sus vestimentas. Se cubren con trapos que intentan asemejar la ropa corriente, pero lucen más miseria que la que de verdad poseen los realmente miserables. Su andar también es característico. Intentan llevar un paso adecuado que no logran. Y como se sienten vigilados, la articulación de sus movimientos es poco natural. Caminan excesivamente lento y cuando son entrevistados, sus rostros, o lo que se puede ver de ellos tras las capuchas, son inexpresivos. En los segundos, en cambio, hay algo que es imposible de imitar: el tono ingenuo de sus palabras. Tienen una imperiosa necesidad de huir y buscar algo mejor para sí mismos, cómo si esto realmente existiera en algún lugar. Las últimas semanas se agregó un tercer tipo de viajero: el que retorna por el empadronamiento mandatado por el estado. Son diferentes a los anteriores. Saben que no pueden ser encarcelados, al menos que posean problemas judiciales, por lo que caminan a paso firme y sin temor a entregar su documentación. Todos poseen algo en común. Viajan en caravanas, hileras de más de quince personas, caravanas de humanos ayudados por camélidos.

Ampliación

Ilustración: Pedro Bel

Efraín ve en los monitores del lóbrego puesto de vigilancia algo distinto. Un hombre guía un grupo y una mujer joven viaja en el lomo de un asno. Aquello escapa a lo habitual. Junto a algunos colegas montan dos camionetas y se dirigen allí.

El pequeño grupo ve los potentes y enceguecedores focos de los guardias y se acercan cubriendo el rostro con la mano, sin un atisbo de querer huir. Esto resulta extraño para los ocho patrulleros.

—Buenas noches —habla el viejo desconocido.

—Buenas noches —responde Efraín.

—¿Cuánto falta para la Ciudad de la Paz?

El equipo de vigilantes está confundido. Comprenden el viaje, la noche es benigna para cualquiera que se aventura a cruzar el desierto, lejos de los treinta y ocho grados habituales del día. Lo que no comprenden es que sean seis personas, dentro de los cuales va un anciano y una joven mujer embarazada. Sienten que el arsenal que llevan, y que dispara seis mil balas por minuto, está de sobra, por lo que bajan la guardia, pero no se fían.

—Van a mitad de camino. Si no les molesta, necesito sus papeles, por favor —dice Efraín en un tono amable, distinto al usual.

—Por supuesto —responde el hombre revisando entre su harapienta vestimenta. Desde un morral extrae los documentos suyos y de sus acompañantes. Los vigilantes no quitan la vista de la mujer encinta. —Aquí tiene.

Efraín los mira y busca los sellos a la luz de los focos de los vehículos. Lamenta no tener el escáner para verificar aquello. Todo sería más expedito, piensa. Pero si al estado no le preocupa reparar los baños del puesto fronterizo, menos le interesa comprar una simple baratija asiática para leer códigos.

—Muy bien, todo en regla —entrega los documentos. —¿Viajan por el empadronamiento, verdad? —pregunta, recordando que aquello era lo primero que debía haber hecho.

—Sí —el anciano se acomoda el morral. —¿Algún problema? —responde al reconocer en los ojos de los vigilantes el asombro y la duda.

—No. Solo que este viaje lo hacen generalmente caravanas de más personas y de una manera diferente.

—Bueno, pero ya se habrá dado cuenta, no somos como todos.

Uno de los guardias toma la radio y dice algo inentendible. Recibe una respuesta también inentendible. Llama a sus compañeros a un lado y les indica algo secretamente. Discuten y luego se aproximan al grupo de viajeros.

—Podríamos acercarlos un poco —ofrece Efraín.

—No deseamos molestar —contesta el anciano de forma sincera.

—Les acompaña una mujer embarazada y parece estar cerca de dar a luz. Quizá es bueno que al menos ella pueda ir con mayor comodidad.

El viejo titubea, se acerca a su grupo y les habla. Luego se voltea para responder.

—Aceptaremos su propuesta —dice seguro y agradecido.

Suben a las camionetas, prestando una real atención a la embarazada y en proteger al animal que utilizan para transportarse.

Un walkie-talkie suena. Responde quién lo lleva colgado. Presiona un botón y escucha atento utilizando sus audífonos.

—Debemos ir por un llamado. Traficantes —dice incómodo por radio a sus colegas.

Las camionetas se detienen y todos bajan.

—Lo sentimos, pero atender lo solicitado; es nuestra labor.

—Pierda cuidado. Al menos nos ha aliviado un poco el trayecto.

—De seguro llegarán antes del amanecer.

—Muchas gracias —contesta el viejo sintiéndose afortunado por la ayuda recibida.

Los vigilantes acomodan sus armas y montan las camionetas en dirección al lugar que se les indica. Agradecen haberse topado con este grupo.

—Al menos iniciamos la noche con un poco de tranquilidad —dice uno de ellos.

—Pero ahora viene el trabajo duro —responde Efraín sin quitarse de la cabeza las personas a las que acaban de dejar.

2. Alojamiento.

Son días duros para todos. Cada vez menos agua, menos injerencia del gobierno, menos deseos de vivir. Por suerte, aun cuando fuera circunstancial, los pequeños hospedajes llenos significan dinero extra y con eso asegurar la comida por un tiempo más. Morir de hambre se posterga para otro momento. Ramona está contenta con ello. Nunca había tenido tanta gente en su posada.

—Buen día —dice el viajero.

—Buen día —contesta ella.

—Busco hospedaje.

—Por ahora no tenemos. Hay mucha gente en tránsito debido al empadronamiento.

—Durante el día, ¿Se desocupará alguna habitación? —insiste.

—Puedo chequearlo. —Toma un roído cuaderno y lo hojea. No está para lujos cómo un computador. Su madre tuvo uno para trabajar, pero el costo de repararlo es muy elevado. Uno nuevo no es alternativa. Con ese dinero, de haberlo tenido, hubiera operado a su hija y evitado verla morir en su cama por una septicemia. —Es probable que se desocupen dos habitaciones. Son grandes, así que el costo de ellas es elevado.

—Puedo dejarle pagado por adelantado.

—No es posible hacer una reserva si aun las personas no me han dicho si se quedarán. Vuelva a las dos de la tarde.

Ramona come sentada frente a un televisor. Cree ser afortunada de alimentarse tres veces al día. Cucharea cada cierto rato un plato de porotos, lo acompaña con una ensalada de tomate harinoso, el único que ha conseguido en semana, y que también cucharea despreocupada ignorando su textura. Su atención se centra en el programa que pasan a esa hora de la tarde. Se alegra al saber que las caravanas de migrantes continúan y con ello, de seguro, su trabajo.

La campanilla suena. Se dirige al mesón.

—Buenas tardes. Hemos regresado por la habitación.

La mujer lo mira y no lo reconoce. Últimamente, son muchos los viajeros que pasan como para hacerlo. Luego de observarlo bien recuerda el timbre de voz y el color de sus ojos; es el joven de la mañana, el mismo que pidió pagar por adelantado.

—Lo siento, las personas continuaron en ambas habitaciones. No tengo nada que ofrecerles.

—¿Sabe dónde podría haber algún lugar para quedarnos?

—Los hospedajes del pueblo están llenos, pero siempre hay personas dispuestas a arrendar habitaciones. Busque en la salida este del pueblo.

—Ya hemos preguntado en todos lados. ¿No tendrá algo aunque sea pequeño? Cualquier cosa nos sirve. Sinceramente, lo necesitamos.

—Lo siento, pero no tengo espacio. Lo lamento.

—Gracias de todas maneras y disculpe las molestias. Hasta luego.

—Hasta luego.

El joven sale en silencio.

Ramona debe ir al centro del pueblo. Necesita harina para hacer el pan que entrega a sus huéspedes. Coge un carrito de compras y sale a la calle. Se encuentra con el joven y su familia. Los mira y una mujer del grupo llama su atención. Está embarazada. Se siente incómoda, piensa que no puede dejarla allí, a su suerte.

—¿Tu grupo? —pregunta sin saber por qué, pues cree conocer la respuesta de antemano.

—Si —responde y se carga un morral al hombro.

—¿Es tu esposa?

—No, es la mujer de mi padre. Él se encuentra ahora en la ciudad —. El viejo llega silenciosamente —. Papá —dice el joven —¿Te fue bien con la venta de la mula?

—Así es. Nos alcanzará para pagar una habitación al menos una semana.

—Lamentablemente, ya no es posible quedarnos aquí. Ella es la señora del hospedaje y no tiene cuartos disponibles.

El viejo la mira decepcionado. Esperaba quedarse allí.

—Gracias de todas formas. Seguiremos buscando. Algo habrá.

—Puedo darles un lugar —interrumpe inquieta —. Tengo un espacio que no está habilitado como habitación. Tiene cosas viejas y algunos animales duermen allí. Es lo mejor que puedo ofrecerles.

El anciano mira a su familia, la embarazada asiente.

—Lo tomaremos.

—Síganme —dice Ramona llevándolos.

El lugar es amplio, pero tiene muchas cosas en desorden dentro. Se nota que es un cuartucho que se usa como bodega. De todas formas les sirve.

—¿Qué valor tiene? —pregunta el viejo.

—Eso no importa por ahora. Debo ir a comprar y ustedes ordenar. Imagino que vienen cansados, como todos los viajeros.

—Gracias.

—Por nada. Si necesitan algo, saben donde encontrarme —dice la mujer y sale satisfecha de haber ayudado en algo.

Reorganizan todo y limpian. Afortunadamente hay un par de camas en buen estado. El lugar queda irreconocible, más cercano a una habitación.

—Hoy, al menos, luego de varios días de trayecto, podremos dormir tranquilos —dice el padre —, en un lugar en paz y una cama confortable —. Su esposa le sonríe cariñosamente; se dan la mano.

Sus hijos se acuestan a descansar. Están extenuados.

El padre enchufa una radio vieja. Sintoniza una emisora local donde hablan del empadronamiento, el desplazamiento de las personas y su impacto en la economía. Su esposa se queja. Tiene un gran malestar en el vientre. Él se acerca y ella vuelve a sentir el dolor. La cama está mojada. Ha roto fuentes.

3. Viajeros.

El grupo no pasa desapercibido. Las caravanas no son tan grandes, excepto la de ellos. Todos viajan por el empadronamiento, pero ellos con un fin: encontrarlo.

—Buenas noches —dice Efraín, esta vez desconcertado por el tamaño del grupo. Tiene miedo. Solo ha quedado una patrulla en el puesto, las otras lo acompañan y aun así son superados en número.

—Buenas noches —responde el viajero.

—Necesito pedirle su documentación —el guardia se mantiene alerta junto a sus hombres.

—No hay problema —hace una señal y un sujeto se acerca con un maletín de cuero café que parece ser muy costoso y que los patrulleros conocen solo por televisión. El empleado entrega una serie de papeles.

Efraín revisa los que puede. Son muchos, uno por cada uno de los que van en el grupo.

—Somos cincuenta —agrega el viajero —, cincuenta personas. Y, como puede ver, tres casas rodantes y cinco blindados.

—¿Cuál es el motivo de vuestro viaje?

—Buscamos un carpintero. Sabemos que cruzó el desierto junto a su familia. Su esposa embarazada viaja a lomo de mula. Se dirigen a la Ciudad de la Paz.

Los patrulleros que saben de quienes hablan bajan la guardia. Pierden un poco el miedo de ser emboscados. Efraín mira a sus colegas. Devuelve los papeles.

—Pasaron por acá hace un par de días. Los encaminamos hacia el norte.

—¿Tiene más información de ellos?

—No.

—Con lo que nos dice ya es suficiente. Gracias.

—Por nada —contesta aún perplejo.

La caravana retoma su camino.

¿Por qué ellos buscan a esos viajeros? Se pregunta Efraín en silencio, mirando como las luces de los vehículos del grupo se pierden en el desierto. A su señal, todos montan a las camionetas para retornar a la central de control.

Es de mañana y el pueblo despierta. Los puestos de comida se abren antes que todos y sus olores recorren las cerradas callejuelas. Luego son las tiendas con diferentes artículos para la venta las que ofrecen sus cosas. Tres desconocidos caminan por las calles de piedra y preguntan por viajeros. No obtienen resultados positivos. Hay mucha población flotante dado el empadronamiento. Lo único que los diferencia es que llevan una mula, pero nadie los ha visto. Piden algo para comer, traman que hacer ideando un plan. Deciden iniciar por lo más lógico: buscar en los lugares donde ofrecen hospedaje. Obtienen una respuesta. Retornan donde sus patrones y les indican lo que saben. En menos de treinta minutos se encuentran a las puertas del lugar.

—Buenas tardes —dice uno de los hombres. Se nota que es muy distinto a los otros viajeros. La ropa que utiliza es de una tela notoriamente más fina. Su piel no parece curtida por el sol. Las manos se ven suaves y su pelo brilla.

—Buenas tardes —contesta Ramona. No comprende la presencia de aquellas personas en su hospedaje. No parecen ser los típicos viajeros —. Sí necesitan alojamiento, debo decirles que no hay. Quizá en dos días más podría tener algo.

—No venimos por eso. Estamos acá en busca del carpintero —responde sin titubear.

—¿El carpintero?

—Sí. Un hombre de edad avanzada que viaja junto a su familia. Sus hijos más su esposa embarazada.

La mujer no sabe qué responder. Está casi segura que se refiere al grupo que le ha cedido el cuarto. Duda de las intenciones de aquella comitiva y también de sus huéspedes.

—Estaban aquí en la mañana. No sé si permanecen todavía —dice sin pensar una respuesta —. Si desea puede esperar un momento.

—No hay problema.

Ramona se dirige al cuarto. Está frente a la puerta, y la encuentra cerrada. No sabe que hacer. Piensa que alguien miente, pero no sabe quién. En ese momento duda si la mujer estuvo embarazada. No escucha al bebé llorar aun cuando sabe que nació la noche anterior. Respira, limpia el sudor de su frente. Cierra los ojos, vuelve a limpiar su frente. Está bajo el calcinante sol y no se percata de ello. Se siente en medio de un problema que no ha buscado, pero del que desea escapar. Golpea la puerta y espera. Nadie abre. Golpea nuevamente y abre una de las hijas del anciano.

—Hay unas personas que buscan a su padre.

—¿A mi padre? —La joven se preocupa, su rostro lo evidencia —. Ahora está en el pueblo junto a mi hermano. ¿Por qué razón están aquí?

—No me han dicho y no he preguntado —. Ramona intenta ocultar sus nervios.

—Yo puedo hablar con ellos.

La muchacha sale y se dirige al mesón de recepción del hospedaje.

—Buenas tardes —saluda el hombre amablemente.

—Buenas tardes —responde la muchacha mirando sin descaro al grupo.

—Imagino que usted es una de las hijas del carpintero. Buscamos a su padre.

La muchacha se incomoda. Desea no tener que pasar por esa situación. Se lamenta no haber pedido antes a Ramona que no hablara de ellos.

—Se ha ido a la ciudad de la Paz junto a su esposa —miente sin tapujos —. ¿Por qué razón lo necesitan?

—Preferimos hablar con él directamente.

—Partió en la mañana. Solo dos de mis hermanos y yo nos hemos quedado aquí. Quizá sí se apresura en ir lo encuentre. Probablemente pagó un vehículo, pero con el estado de las carreteras tardará un par de horas.

—Muchas gracias —responde amablemente —. Sí sabe algo de él, dígale que alguien llamado Samuel lo busca.

—Así será.

El hombre y sus dos acompañantes salen rumbo a sus casas rodantes apostadas a la salida del pueblo.

4. La señal.

El padre y su hijo vuelven, pero son interceptados varias cuadras antes del hospedaje. El viejo reconoce a la muchacha, ella le pide silencio poniéndose un dedo en la boca disimuladamente. Ambos la siguen. Se introducen en los pasajes del centro del pueblo, entre las tiendas.

—Padre. Un grupo de hombres llegó preguntando por el carpintero. Nos han encontrado —dice tajante. Ella, nerviosa, se acomoda el paño en la cabeza y mira a todos lados. El rostro del viejo se transforma, se desfigura lentamente en silencio ante el bullicio reinante —. Padre, nos han encontrado —, repite sacudiendo al anciano. Él no sabe qué responder. Sigue sin proferir palabra alguna, con la mirada perdida entre la muchedumbre —. ¿Y no va a decir nada? —insiste molesta.

—¿Crees que tengo algo que decir al respecto? —responde desesperanzado.

—Que tiene algún plan, que sabe exactamente qué hacer —. La muchacha necesita una respuesta del hombre, pero él vuelve a silenciarse —. Lo sabía, estamos a la deriva —. Mira el suelo y se toma la cabeza con ambas manos.

—Míriam, te pido tranquilidad, por favor.

—¿Tranquilidad? Todos sabemos lo que nos puede suceder…

—Si nos descubren —interrumpe el viejo —. Ahora es el momento de ser cautos y buscar una solución.

—Papá —mira a su padre y a su hermano que no dice nada, solo observa — si llegaron hasta acá es porque saben quien es. Hablé con ellos. Cabe la posibilidad que quieran ayudarnos, pero también es probable que deseen hacerlo desaparecer.

—Lo mejor es salir de allí —interviene el joven —. Nuestro padre — mira al hombre —no puede volver, pero Míriam sí, y debe sacarlos a como de lugar —vuelca su mirada a la mujer —. Hay que buscar la forma —. La muchacha guarda silencio.

—Está bien. Veré la manera de hacerlo —responde decidida.

—Te esperaremos a las tres de la madrugada en la plaza donde acampan los sin hospedaje, en el centro. Para reconocerlas usen un paño negro en la cabeza, pero con un listón amarillo —agrega el hijo.

—Así será —asiente ella.

—Por favor, cuídense —dice el viejo preocupado.

Míriam se cambia el paño que usa en la cabeza por uno más oscuro. Camina lentamente rumbo al hospedaje, emulando ser una anciana. No para de pensar en lo que debería hacer para salir.

Al llegar mira detalladamente a todos lados. No ve a nadie cerca, cree que es seguro. Entra al cuarto y cierra la puerta.

—¿Y, pudiste hablar con él? —pregunta la esposa del hombre.

—Sí. Debemos salir de madrugada —responde. Todos en la habitación guardan silencio y lamentan aquello. Se comenzaban a acostumbrar a la tranquilidad de quedarse en un sitio.

El bebé llora. La madre lo alimenta y logra calmarse un poco. Nuevamente rompe en llanto y no se detiene. Están próximos a la hora acordada y no han podido alistar la totalidad de las cosas.

—¿Qué le pasa? Lleva cuarenta y cinco minutos así —dice Míriam preocupada.

—No lo se. Le he dado leche, le cambié el pañal y he visto si tiene fiebre, pero nada. Además, se niega a dormir —responde la mamá meciéndolo.

—Nos esperan a las tres.

La Mujer mira el reloj que cuelga de la muralla. Son las dos treinta y cuatro minutos. Se preocupa. Sabe que deben salir, pero es imposible con él bebé en ese estado. Lo mece nuevamente, mas no se detiene.

—He realizado todo lo que está a mi alcance. Quizá necesita que lo vea un médico.

—Eso es imposible. Nos descubrirán.

—¿Y si ya se fueron? —responde la madre frente a una ventana corriendo la cortina.

—No podemos permitirnos que salgas —Míriam habla con voz dura.

—Es mi hijo. No puedo dejarlo así.

—Si te descubren, todos nos encontraremos en peligro, no solo él.

—¿Y qué hago? ¿Lo dejo que llore toda la noche sin saber que tiene?

—Una de nosotras debería salir por un médico y decirle a papá lo que sucede —Se voltea a mirar a sus hermanas que no han dicho nada, han permanecido como ausentes.

Las dos muchachas se alistan. Fueron instruidas por Míriam en los pasos a seguir. Confían en el plan de su hermana mayor. Deben hablar con Ramona y conseguir atención médica para el infante sin importar como. El llanto del bebe se agudiza y reina la desesperación entre todas.

—Por favor vayan rápido. Necesita urgente que lo vean —suplica la madre.

Las chicas asienten, se ponen sus pañuelos en la cabeza. Una se voltea a ver al niño que llora desesperado. Siente el dolor de su medio hermano. La otra la apura. Sabe que el tiempo apremia. Abren la puerta, miran a todos lados y salen. Una potente luz cae desde el cielo sobre la habitación y sobre ellas. Las enceguece, no ven nada, se desorientan. Es un rayo que ilumina todo alrededor.

Los viajeros aguardan en sus casas rodantes a la salida del pueblo. La mitad de sus guardias vigilan la habitación donde se encuentra el hijo del carpintero.

—Benjamín, usted tenía razón. Es el niño, el enviado.

—Muy bien, entonces deben traerlo. Acá lo hemos de atender.

El hombre junto a sus colegas ven la escena en varias pantallas y se solazan de ello.

—Todo ha ocurrido tal como nos lo dijo Guacolda —comenta uno de los hombres.

—Ella no nos mentiría, Gabriel. Su deber es tratar con la verdad siempre, más aún si es sobre algo tan trascendental como esto.

El tercero de ellos guarda silencio. Solo observa un video holográfico que proyecta desde su muñeca. Se escuchan las palabras de la adivina. Son claras: Enfermará y ustedes, como médicos, serán los encargados de salvar su vida. ¿Cómo sabrán donde se encuentra? Una luz ha de iluminar el lugar donde se ubica.

—Muy bien, el momento que hemos esperado ha llegado —apaga la reproducción del video.

—Esa luz, la que descendía sobre la habitación, se trata de un…

—No creo que sea conveniente discutir eso ahora. Lo importante es que las señales indican que es él.

—Tenemos al niño. Vamos para allá —se escucha decir en el intercomunicador.

—Perfecto —responde uno.

Se miran y sonríen. Se ponen su indumentaria médica.

—Es él.

—Sí, es él, Ankatu. Y nuestros ojos lo verán —responde el más anciano, feliz de encontrarse en ese momento y lugar.


Zacarías Zurita Sepúlveda nació en Linares, Chile, en 1980. Es profesor de Historia por la UPLA, 2008 y Magister en Desarrollo curricular y proyectos educativos por la UNAB, 2016. Algunos de sus cuentos antalogados son: Paranoia, 2017, Chile; Terror en primera persona, Ediciones Diversidad literaria, 2017, España; Número 35, 2018, Editorial Cthulhu, Perú; Buena persona 2020, Editorial Imbuk, Chile. Sus textos han sido publicados por diferentes revistas literarias en español, tanto impresas como digitales. Fundador de la revista de Espejo humeante y del Fanzine Letras Públicas. Es integrante de ALCIFF, Asociación de Literatura de Ciencia Ficción y Fantástica Chilena.

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