Revista Axxón » «Cuento de hadas con ogro», Lisardo Suárez - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

 ESPAÑA

Primero notó algo duro y rugoso contra la mejilla. Medio adormilada todavía, sintió frío en las piernas y la garganta seca como cuando, por las noches, se despertaba para beber un trago de agua del vaso que mamá siempre ponía en la mesita. Abrió los ojos.

¿Dónde se encontraba?

La habitación era preciosa: parecía el interior de una casa de muñecas. Levantó el rostro y la deslumbraron los rayos de sol, cálidos y brillantes, que entraban por una ventana redonda en el techo de la sala.

Las paredes lucían un color pastel igual que las de su cuarto. Los muebles eran de madera y las sillas, del mismo material, tenían un acolchado rojo muy bonito. Estaba tumbada en una alfombra de piel muy suave, que le recordaba al pelaje de su perro, con forma circular y sobre un suelo de baldosas blancas tan limpias que reflejaban la luz.

Detrás de ella, a unos metros de distancia, vio una escalera de caracol que terminaba en una enorme puerta cerrada. Debajo, colgados en la pared, una gran variedad de instrumentos musicales, sombreros de colores y muchos otros objetos que fue incapaz de reconocer.

¿Cómo había llegado hasta un lugar así?

No había ventanas en la habitación, excepto la del techo, pero de las paredes colgaban cuadros por todas partes. Eran pequeños retratos de niñas rubias y sonrientes, como el rostro que veía en el espejo por las mañanas, al lavarse los dientes, antes de ir al colegio. Solo uno de los cuadros era grande, con una señora mayor de aspecto amistoso y ojos tristes.

El colegio.

Era lo último que recordaba. Se disponía a entrar después de que mamá detuviese el coche en la esquina para dejarla allí, de camino al trabajo.

Volvió a mirar la habitación. Parecía un sueño; uno esos lugares donde vivían sus muñecas cuando imaginaba que eran princesas. Se hacía mayor y cada vez jugaba menos con ellas, pero todavía inventaba rincones así cuando quería quedarse dormida al ir a la cama.

Esa mañana había bastante tráfico y llegaban tarde. Mamá tenía mucha prisa por una reunión y gruñía palabras feas en voz baja para que ella no las oyese. En cuanto se bajó del coche, mamá le lanzó un beso antes de cerrar la puerta con rapidez.

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Ilustración: Pedro Bel

Se levantó para dirigirse hacia las escaleras. Llegó al borde de la alfombra, pero no pudo seguir avanzando. Sorprendida, lo volvió a intentar. Nada, imposible. Probó en otros lados de la alfombra y sucedió lo mismo: era incapaz de salir de sus fronteras. Por un momento creyó que, desde los retratos, las miradas de los rostros la seguían.

Mamá arrancó para alejarse por la avenida y ella comenzó a caminar los escasos veinte metros que la separaban de la puerta del colegio, vacía porque eran más de las ocho de la mañana. Apenas había dado unos pasos cuando escuchó que la llamaban.

Como no podía aventurarse más allá de la alfombra, se sentó para observar la habitación con más detenimiento. La puerta sobre la escalera era metálica y parecía muy sólida, de esas que protegen lugares importantes en las películas.

Volteó para mirar. Allí, donde antes estaba el coche de mamá, había un señor en una furgoneta; parecía nervioso y le hacía señas con algo en la mano.

Junto a los instrumentos y los sombreros, ahora que se fijaba bien, había llaves viejas de distintos tamaños. Le recordaron a las de los cofres del tesoro de los libros de piratas. También colgaban abanicos, lazos de regalo y bolsas de caramelos.

Era un cachorro. El señor lo tenía en la mano y gesticulaba. Parecía preocupado. ¿Qué le pasaría al perrito? Se acercó para ayudar.

Y ahí se terminaban sus recuerdos. Apretó los párpados para concentrarse, igual que en los exámenes. Sentía frío. El hombre abrió la puerta. No notaba la suavidad de la alfombra y sí un suelo duro. El cachorrito estaba quieto. Algo le apretaba el tobillo derecho. El señor se aproximó a ella con un trapo en la otra mano.

—Hola.

La voz hizo que abriese los ojos. La calidez de los rayos que entraban por el techo y las caricias de la alfombra la reconfortaron. Buscó con la mirada, pero sin ver a nadie.

—Estoy aquí.

Giró hacia el origen de la voz, aunque no veía a ninguna persona; solo el cuadro grande.

—Sí, soy yo.

Los labios del rostro de la señora en el retrato se movían mientras hablaba. Sus pupilas eran brillantes.

—Hola, Laura. Encantada de conocerte. Yo me llamo Eva. ¿Cómo estás?

—Hola, Eva. Bien —contestó de forma automática la niña, sin pensar, como le habían enseñado sus padres que se debía responder cuando alguien se presenta—. ¿Y tú?

—Muy bien, Laura. Gracias por preguntar —dijo la mujer de la pintura mientras sonreía—. Qué niña tan educada.

Laura se contagió de la sonrisa afectuosa de la señora.

—¿Dónde estamos, Eva?

El semblante en el cuadro torció un poco la boca antes de hablar.

—Estamos en el castillo de un ogro.

Laura frunció el ceño.

—¿Un ogro? Pero si los ogros no existen.

El rostro del lienzo pareció entristecerse.

—Me temo que sí existen, mi querida Laura. Son pocos, parecen personas normales y se esconden entre ellas; pero existen. Y aquí vive uno.

—¿Es un ogro malo? ¿Me va a hacer daño? —La voz de la niña temblaba.

La señora volvió a sonreír mientras se mordía un poco el labio inferior.

—Te garantizo que eso jamás pasará. ¿Verdad, chicas?

Varias voces surgieron de los cuadros pequeños que estaban por todas partes.

—Por supuesto que no.

—¡Nunca!

—No te preocupes, Laura.

Los rostros de las niñas transmitían confianza y ánimo desde las pinturas. Laura se sintió más segura. Pasó el dorso de la mano por la alfombra.

—¿De dónde ha salido el ogro?

Decenas de voces comenzaron a hablar al mismo tiempo y a Laura le costaba seguir las palabras de alguna en concreto.

—Niñas, por favor. Un poco de educación.

Los rostros en los pequeños retratos guardaron silencio y miraron hacia el cuadro de Eva con aire de culpabilidad.

La señora miró a Laura.

—El ogro es mi hijo.

La niña parpadeó.

—Fue un niño complicado en su infancia. Sólo su hermana lo entendía y pasaban mucho tiempo juntos. La quería mucho.

Laura sonrió. Le gustaban las historias en las que la gente se quería.

—Hubo un desgraciado accidente en… el jardín del castillo. Su hermana murió.

La niña sintió mucha pena por el ogro.

—Él sufrió mucho. Su carácter se agrió. Si antes hablaba poco y compartía menos con otras personas, después de la muerte de su hermana se encerró en sí mismo —continuó la señora.

»Creo que las cosas que hacen de él un ogro siempre estuvieron ahí, en su interior, pero la cercanía de su hermana las mantenía a raya. Sin ella, empezaron a surgir. Al dejar la niñez atrás, se convirtió en un ogro grande y fuerte. Fue entonces cuando comenzó a portarse mal.

—¿Qué hacía? —quiso saber Laura.

La señora suspiró antes de contestar.

—Aprendió magia. Quería traer de vuelta a su hermana y empezó a practicar hechizos. Buscó una niña con un aspecto parecido al de ella y la trajo aquí, al castillo.

—¿La trajo así, sin más, sin pedirle permiso a sus papás?

Eva asintió desde el retrato.

—Sí, sin pedir permiso.

Laura pensó en la tristeza de esos padres por no saber dónde estaba su hijita. Eva continuó.

—El conjuro falló. La… mandó a un reino mágico. Pero cuando el ogro no mira, ella sigue aquí en cierta forma, en este… en este castillo, sobre todo en esta habitación. ¿Verdad, Sara?

Una voz sonó a la derecha de Laura.

—Sí, todavía estoy aquí.

Laura se giró. La niña en la pintura lucía una prenda de cuello alto, como los de la ropa de su madre en las fotografías de cuando era más joven.

—Pero espero poder marcharme pronto —añadió.

—Ojalá. Ya hablaremos de eso después. —Laura volvió a mirar a Eva y se encontró con sus ojos que, desde el gran cuadro, la miraban con atención—. ¿Quieres que siga con la historia?

—Sí, por favor.

Eva sonrío y continuó hablando.

—Aquel día, cuando probó su magia por primera vez, le sorprendí al terminar el hechizo. Aquí, en esta misma sala.

La niña abrió los ojos de par en par.

—Le quiero mucho, pero su magia no es buena. Cuando vi los resultados de su brujería se lo dije; sin embargo, no me escuchó, se puso hecho una furia y me hechizó a mí también.

»Cuando me… Cuando me lanzó su conjuro fui a ese reino mágico; igual que Sara, también me quedé dentro del castillo en cierto sentido. No me puedo ir desde entonces. Soy un… retrato.

Laura escuchaba con atención.

—Un retrato, igual que Sara, igual que las demás. —La señora guardó silencio por unos momentos y su mirada se hizo más triste—. Porque hubo más. El ogro siguió… con su magia.

Laura miró la cantidad de pequeños lienzos que había en las paredes. Muchos.

—El ogro no se puede detener, no puede controlar su deseo de… hacer magia. Y nosotras somos incapaces de… salir de estos cuadros. Formamos parte del castillo, para siempre. Tenemos que deshacer su hechizo; debemos hacerlo y necesitamos tu ayuda.

Laura guardó silencio. Eva la miró unos segundos antes de volver a hablar.

—¿Te ocurre algo?

La niña la miró con gesto grave.

—Eva, dime la verdad.

El rostro de la señora se crispó.

—No me mientas, por favor —insistió Laura.

Eva parecía seria, preocupada. Su mirada, inquisitiva, casi dura.

—Dime la verdad. ¿El ogro va a querer hacerme su magia?

El rostro de Eva perdió tensión. Con una pequeña sonrisa, asintió antes de hablar.

—Sí, Laura, lo intentará. Pero no lo va a lograr porque tenemos un plan.

La niña la miraba, indecisa.

—De verdad. Jamás te engañaría.

El gesto de Laura se dulcificó un poco.

—El plan es perfecto, pero necesitamos tu colaboración. ¿Podemos contar con tu ayuda? —dijo la señora con un tono acogedor, lleno de seguridad.

La niña se encogió de hombros.

—Sin ti no podemos hacerlo, Laura, pero contigo saldrá bien. El ogro no te hará la magia y nosotras podremos… salir de este reino mágico.

—¿Y yo podré volver a casa con mamá? —preguntó Laura, ilusionada.

La señora apenas vaciló un instante antes de responder.

—Por supuesto que sí. ¿Quieres que te cuente el plan?

Laura asintió.

—De acuerdo, escúchame bien. Aunque estemos en el reino mágico por el conjuro del ogro, podemos… hacer cosas en este castillo, de ciertas maneras, sobre todo en esta sala, donde nos… donde están nuestros retratos. Con el tiempo, el ogro ha aprendido a ignorarnos y supone que es su propia magia, que tiene consecuencias confusas, así que no podemos afectarle con nuestras… cosas. Es muy fuerte y se ríe de ellas. Pero, de todas maneras, podemos hacerlas.

Laura escuchaba, atenta y con esperanza.

—Podemos afectar… bueno, podemos mover objetos. ¿Ves aquellos colgados en la pared, bajo la escalera? Pues podemos mover, despacio y poco a poco, los que no pesen mucho.

Laura miró de nuevo los instrumentos musicales, las llaves y las otras cosas que había en aquel sitio.

—Uno de esos objetos es muy importante. La llave que está arriba, a la derecha.

La niña se fijó en la llave a la que se refería Eva. Brillaba con reflejos dorados.

—Es muy importante, Laura, mucho. El ogro tiene un ojo mágico. Lo protege con una cerradura de metal encantado que no podemos romper. Esa llave es lo único que la puede abrir.

»Si entra en la cerradura de ese ojo mágico, el ogro perderá mucho de su poder. Al quedar débil, podremos… los hechizos que ha realizado sobre nosotras se romperán y seremos libres. Además, será incapaz de… hechizarte a ti, Laura. Esa es la clave de todo el plan.

»Necesitamos que, cuando el ogro se acerque a ti para… hacer su magia, tú pongas la llave en esa cerradura. Tendrás que hacerlo de forma muy rápida y con decisión, para que agarres desprevenido al ogro y puedas conseguirlo sin que él lo evite. ¿Podrás hacerlo? ¿Por ti? ¿Por nosotras?

Laura pensó en silencio antes de hablar.

—Pero yo no puedo salir de esta alfombra para coger la llave.

—Sí, es por la… es una alfombra encantada que no te permite traspasar sus límites. Pero podemos mover pequeñas cosas, ¿recuerdas? —dijo la señora con un guiño.

Laura asintió y Eva siguió con su explicación.

—Vamos a hacer que esa llave caiga al suelo y, poco a poco, te la acercaremos hasta que la puedas recoger.

La niña levantó las cejas con asombro.

—¿De verdad podéis hacer eso?

La señora sonrió desde el cuadro.

—Sí. Fíjate bien.

Laura giró la cabeza hacia el espacio bajo la escalera, donde estaban colgados los objetos, y centró su mirada en la llave especial. Durante un buen rato no pasó nada.

La niña volvió el rostro hacia los cuadros, despacio. Los semblantes en los retratos eran serios y concentrados, con la mirada fija.

Laura volvió a poner su atención en la llave que, al cabo de unos segundos, se desprendió del lugar donde colgaba para caer al suelo. No sonó como una llave, pensó Laura, sino como algo más pesado.

Varias voces de las niñas en los cuadros celebraron el acontecimiento con gritos de alegría. Eva pidió silencio.

—Por favor, niñas. Concentración. Hay que acercar el… la llave a Laura. Vamos, podemos hacerlo.

El silencio volvió a la sala. Pronto, la llave se movió por el suelo. Muy despacio; un milímetro cada vez, como mucho, pero se movía. Pasó bastante tiempo hasta que recorrió la mitad de la distancia que la separaba de la alfombra.

Laura, ensimismada en la visión de un objeto que se movía solo, se sorprendió cuando las palabras de Eva la sacaron de su fascinación.

—Así tardaremos mucho. Y él podría llegar en cualquier momento.

En respuesta al comentario de la señora, varias niñas comenzaron a hablar. Laura siempre se sentía confundida cuando muchas personas se explicaban a la vez. Excepto palabras sueltas como “ilusión”, “efecto”, “concentración” y “mirada”, no comprendió casi nada de lo que dijeron.

—Niñas, niñas, calma. Por favor, un poco de tranquilidad. —La voz de Eva detuvo el cacareo y trajo el silencio. Miró a la confundida muchachita en medio de la alfombra—. Eva, tengo que pedirte un favor.

—Claro que sí. ¿Qué debo hacer?

Eva sonrió.

—Nuestra magia funciona mal si además tenemos que… Quiero decir que no funciona bien si tú estás mirando. Sé que te puede sonar raro, pero es un problema. Necesitamos que cierres los ojos. No temas, que todo estará bien. ¿Podrías hacer eso para ayudarnos?

Laura asintió y cerró los ojos.

De inmediato, volvió a notar frío; sobre todo en las piernas, bajo las que notaba un suelo duro y no la suavidad de la alfombra. Estaba a punto de quejarse cuando algo chocó contra su mano derecha. Qué rápido, pensó la niña. Al posar sus dedos sobre el objeto, en lugar de una llave, le pareció que tocaba otra cosa, como un…

Las palabras de Eva interrumpieron sus pensamientos.

—Ya puedes abrir los ojos. Gracias por ayudarnos.

Con ellos abiertos, tenía en la mano una llave vieja. Nada más.

Las voces de las niñas en las telas rebosaban alegría. Eva repasó el plan con Laura varias veces, insistiendo en que solo tendrían esa oportunidad.

—Lo haré bien, os lo prometo.

De repente, un sonido en la puerta metálica.

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Ilustración: Pedro Bel

La habitación quedó en silencio. Con la mano derecha escondida a su espalda, Laura miró hacia el comienzo de las escaleras y la puerta se abrió.

Era muy grande. Estaba vestido como la bestia de la película, con chaqueta azul de cuello dorado y pantalones oscuros, pero en lugar de ir descalzo llevaba botas altas. En un lado de la cara, una placa de metal con una cerradura a la altura del ojo, como había dicho Eva; daba miedo. La miraba desde arriba.

Lo había ensayado con sus nuevas amigas una y otra vez. Salvaría al ogro de sí mismo, a las niñas y a Eva. La necesitaban y no iba a fallar.

Tras unos momentos, el ogro comenzó a bajar despacio sin dejar de mirarla. Parecía saborear algo en cada peldaño. Se notaba que era un ogro porque empezó a respirar fuerte y a gruñir mientras descendía los escalones. Al llegar al pie de la escalera, volvió a detenerse. Laura apretaba con fuerza la llave detrás de su cuerpo, donde él no podía verla. El ogro avanzó mientras parecía luchar con su cinturón.

Cuando estaba a punto de poner un pie en la alfombra, volvió a detenerse. Se quitó el cinturón, lo arrojó a un lado y se bajó la cremallera del pantalón. Laura no entendía. ¿Iba a orinar o qué? Sus resoplidos aumentaron. Parecía murmurar. En ese momento, se acercó y comenzó a agacharse sobre ella.

Laura actuó. Sabía que las niñas de los retratos tenían que estar muy tristes y querían salir de ese reino mágico; igual que Eva, una señora muy dulce y buena. Tenía que ayudarlas. Cuando el ogro estuvo muy cerca, con un aliento que olía como el de papá cuando brindaba muchas veces en las fiestas de Navidad, apretó la llave y lanzó la mano directa hacia su objetivo, sin vacilar. Entró con facilidad en la cerradura, aunque con una sensación extraña; le recordó a lo que sentía al meter y sacar la mano del agua en la bañera llena de espuma.

Por un instante no sucedió nada. El ogro se limitaba a mirarla con un ojo mientras la llave sobresalía de la cerradura que tenía sobre el otro. Su cara era de incredulidad, de sorpresa. ¿Por qué no se rompía el hechizo? Entonces, todo estalló.

Laura no vio venir el golpe. El movimiento del brazo del ogro fue tan rápido que ni lo advirtió. Sólo un dolor terrible, primero en la cara donde impactó su puño y, enseguida, en la parte posterior de la cabeza cuando chocó contra el suelo.

—¡Puta de mierda! ¡Puta! ¿Qué has hecho?

Le dolía mucho y, además, sentía lo mismo que aquella vez en el parque de atracciones; por ir sin gorra, el sol la dejó muy mareada. La habitación daba vueltas. Abría y cerraba los ojos. Las escenas eran confusas y parecían transcurrir a cámara lenta.

La luz de sol que entraba por el techo parecía moverse en círculos. El ogro gritaba palabras feas; se hincó de rodillas con las manos en el rostro. La puerta sobre las escaleras se cerró de golpe.

A Laura se le caían los párpados. El ogro, tras levantarse con torpeza, se encaminó hacia la escalera, pero algo lo empujó hacia atrás cuando trató de subir el primer peldaño y cayó de espaldas en el suelo. Laura tenía mucho sueño. Los instrumentos musicales, las llaves, junto al resto de los objetos que estaban colgados, se soltaron y cayeron sobre el ogro. Algunos se elevaban para caer de nuevo, una y otra vez. Laura comenzó a verlo todo negro.

Flotaba.

Todo estaba oscuro y en calma.

Creyó escuchar unas voces infantiles que daban las gracias, pedían perdón y le deseaban suerte. ¿De dónde venían?

No supo cuánto tiempo estuvo sumergida en la oscuridad; poco a poco, se acercó a la superficie. Abrió los ojos.

Despacio, se acostumbró al brillo que dañaba sus ojos. Le dolía mucho la cara. Notaba algo raro en la parte posterior de la cabeza. Se llevó la mano hasta allí y después miró sus dedos: estaban oscuros y húmedos.

Levantó el rostro y vio que la luz provenía de una solitaria bombilla colgada de un cable escuálido suspendido del techo. Estaba en un sótano de paredes húmedas y desconchadas. Al ponerse en pie, con lentitud, notó un ruido metálico. Miró hacia abajo y, en su tobillo derecho, vio un grillete: estaba encadenada a una argolla en el suelo. No entendía nada.

La puerta metálica sobre las escaleras se encontraba abierta y se veía luz al otro lado, desde donde llegaba mucho ruido. Al pie de los peldaños, un cuerpo. Laura se acercó cuanto pudo, hasta donde la cadena se lo permitía.

Era un hombre con un montón de cosas clavadas en el cuerpo, de las que usaba papá para hacer arreglos en la casa y construir estanterías. Tenía algo en el ojo. No se veía bien qué era, pero el mango se parecía al de esa cosa que sirve para poner y quitar tornillos.

Laura estaba débil y desorientada. Vomitó. Le dolía mucho la cabeza. Se sentó en el suelo y, tras unos segundos, se tumbó para acurrucarse sobre sí misma. Cerró los ojos.

Volvió a flotar en la calma oscura. No sabía si estaba dormida o despierta. Se sentía mal. Notó una mano amable sobre la frente.

Gracias, Laura.

¿Era Eva? No estaba segura; poco a poco, se hundía en la calma.

Por fin estamos libres, gracias a ti. Eres muy valiente.

Sonrío al sumergirse.

Ojalá puedas perdonarnos, Laura.

La voz la reconfortaba mientras descendía.

Hemos dejado todas las puertas y ventanas de la casa abiertas, las luces encendidas, con la radio, la televisión y los equipos de sonido al máximo volumen. Eso debería llamar la atención de alguien. Espero que así sea. Ojalá. Pronto.

La calma era muy acogedora. Pensó en rendirse a ella.

Gracias, Laura. Suerte.

Una voz que parecía la de su madre la despertó, pero su mamá no estaba ni había nadie más. ¿Lo había soñado? ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Tenía mucha sed. Su cabeza palpitaba y le dolía. Vomitó de nuevo. La puerta sobre la escalera estaba sólo a unos metros, pero como si estuviera al otro lado del mundo por culpa de la cadena. Volvió a cerrar los ojos.

La calma era profunda. Bajó mucho más. El fondo, tentador, la invitaba a que lo explorase. ¿Por qué no? Se imaginó que, allá abajo, la esperaban para pintar su retrato.

Creyó que escuchaba otra voz. ¿Había llegado alguien o era el pintor que la invitaba a posar?


Lisardo Suárez (Gijón, 1970) se amparaba antes en la discreción de los seudónimos para escribir, pero ahora firma con su verdadero nombre casi siempre. Sus trabajos de narrativa breve han recibido más de ochenta reconocimientos en diferentes concursos, convocatorias, certámenes y antologías. En el apartado del horror y terror, ganó el V Concurso homenaje a John William Polidori y fue tercero en su edición anterior, consiguió el tercer puesto en la primera edición de los Premios Interius, logró la mención de honor en el concurso Howard Phillips Lovecraft de Fabulantes y fue finalista del Concurso Donbuk de relatos cortos de terror tanto en su primera edición como en la segunda. También ha sido seleccionado para publicar con Calabazas en el trastero, Bestiario de lo sobrenatural, Círculo de Lovecraft, Sangre digital, Penumbria, Aeternum y Ediciones Negras, entre otras.

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