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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “203”

ARGENTINA

I

 

Podía ver las primeras luces de la ciudad. Los picos de la Catedral, que sobresalían por mucho, y a lo lejos, el resplandor que indicaba la presencia de la factoría, allí, justo donde terminaba el campo de hielo. Trabajando a pleno.

Siguió un trecho más, hasta donde el camino no era más que una delgada capa de hielo que amenazaba resquebrajarse a cada paso de la bestia. El mercader Krekor detuvo su cabalgadura, y dejando caer la escalerilla, bajó al suelo. La bestia gruñó un poco, pero pronto se conformó al encontrar algo de comida al alcance de su trompa. Mientras comía, su amo soltaba las enormes bolsas que colgaban a ambos lados del animal, poniéndolas a resguardo. Luego las recuperaría. Se palpó la gruesa chaqueta para asegurarse de que tenía lo que necesitaba, se puso los patines, y comenzó a deslizarse hacia la ciudad.

A los costados del camino los corrales estaban vacíos, y así seguirían hasta que finalizara la temporada de caza y la ciudad recobrara su vida. Por ahora, sólo encontraba a la vera del camino las pequeñas casas redondas cuya vista enceguecía.

Era algún momento entre la media tarde y la medianoche, era difícil saberlo en esta región.

Para cuando llegó a las puertas de la ciudad caían unos ligeros copos de nieve, que se deshacían en cuanto tocaban el suelo. Eso no molestaba en absoluto a la chiquillería, que corría y gritaba y patinaba junto a los grandes portales. El mercader los observó y sonrió, quizás pensando en sus propios hijitos. Una niñita, sobre todo, le llamó la atención. Vestía una caperuza de piel bordada, bajo la que asomaba un flequillo oscuro y una mirada traviesa. Tendría aproximadamente la misma edad que su hija.

El guardia de turno le pidió que se identificara y el motivo de su visita.

—Negocios —respondió Krekor, señalándose la frente. El otro lo miró aburrido y asintió. Sobre la frente del mercader, el tatuaje con el dibujo estilizado de la bestia de carga que indicaba el oficio.

—Adelante. —El guardia le permitió pasar.

Miró por última vez a los niños y entró a la ciudad. Ignoró las posadas y a las damas alegres que buscaban clientes lo más ligeras de ropa que la temperatura les permitía. Siguió hasta una callejuela que terminaba en un agujero que apenas se distinguía, excavado en el hielo, y allí llamó a la puerta, con una sucesión de golpes convenidos.

Se corrió una mirilla hábilmente disimulada.

—Adelante, mercader —dijo una voz al tiempo que la puerta se abría sólo lo justo como para permitirle el paso.

Krekor se sacudió la nieve en la entrada y penetró en el recinto.

El lugar estaba en tinieblas, apenas iluminado por una luz perpetua en un nicho de la pared. Una mesa y un par de banquetas parecían ser todo el mobiliario.

—¿Qué me trajo esta vez? —preguntó otra voz. Una voz ronca que llegaba desde alguna parte de la habitación. Se escuchó el ruido de una silla que se corría y unos pasos algo irregulares. Krekor ignoró esto, y, como toda respuesta, se dirigió a la mesa, y abriéndose la chaqueta, extrajo una bolsita. Parsimoniosamente, abrió la bolsita y dejó caer el contenido sobre la mesa.

Unos pequeños objetos rodaron hasta quedar juntos uno al otro.

—¿Qué son? —le preguntó el hombre que lo había recibido.

—Lo ignoro —dijo el mercader.

El otro intentó tomar uno de los objetos. Al levantarlo, los demás intentaron seguirlo, elevándose apenas de la mesa, para luego caer. Uno junto al otro.

—¡Están vivos!

—No lo creo. Sólo que se atraen —dijo el mercader, sin darle mucha importancia.

—Son magnéticos —dijo la jefa, Yaga, que acababa de llegar junto a la mesa. Era una mujer de edad incierta, pero más cerca del ocaso de la vida que del principio. De facciones duras y de ojos penetrantes. Volvió a hablar, con su voz ronca:

—¿En la Fisura, mercader?

—Sí. En las ruinas de la Fisura.

—En la Fisura —repitió la mujer, articulando cada palabra.

El mercader asintió sin decir palabra. Esperaba algo.

La mujer extrajo una pequeña caja de entre los pliegues de su vestimenta. Hurgando en ella, retiró algo entre tintineos. Miró al mercader y este extendió la mano.

Varias monedas de metal precioso.

Lo que fueran esos objetos que se pegaban unos a otros, debían de valer mucho, para que el pago fuera tan generoso.

Con un movimiento de cabeza, Krekor salió del recinto. Una vez afuera respiró hondo, llenándose los pulmones con el aire helado. Era como volver a la vida luego de visitar una tumba. Aún no sabía por qué regresaba una y otra vez, trayéndole a esa mujer todos los objetos que podía encontrar allá, entre las ruinas.

Por la paga. Por la paga.

No por otra razón.

—¿Ya se va, mercader? —le preguntó el guardián de la puerta al verlo regresar tan pronto. Con un gesto, él le indicó que no, que sólo iba en busca de sus cosas.

Al verlo llegar, el animal lanzó un sonido entre lastimero y expectante. El mercader le palmeó la trompa menor, mientras el animal continuaba ramoneando las duras hierbas que crecían en esta época del año en las rendijas entre el hielo y las piedras. Su gruesa piel y espeso pelaje le daban una protección adecuada para resistir el rígido clima.

Afortunadamente Krekor había sido previsor y había guardado algunas mercancías para este momento. Llamaría demasiado la atención si a la ciudad llegara un mercader sin mercancías que vender. Claro que el último sitio que visitara no era el más adecuado para proveerse de cacharros.

Tomó de sus bolsas lo que necesitaba y las cargó en una alforja que se echó al hombro. Luego regresó a la ciudad. No le llevaría mucho disponer de esos bienes. Un día. Quizás dos. Ahora debía buscar alojamiento.

Como no era época de visita de mercaderes ni de los balleneros, las posadas estaban prácticamente vacías. Tenía dónde elegir.

 

La caza se presentaba buena este año. Quizás no tan buena como aquella, memorable, casi una generación atrás, pero buena.

Día y noche trabajaban los desolladores, los fundidores, los carniceros. Llenaban los barriles que luego se embarcaban rumbo a los Continentes. Preparaban los cueros que serían convertidos en tiendas o en botas. Preparaban la carne que les alimentaría en aquellos días en que no hubiera otra cosa.

Las factorías no sabían de descanso.

Y era una cosa ardua, matar a ese monstruo que si quisiera, con solo un movimiento podía perder a una embarcación entera. Si quisiera, mas hasta la fecha no se conocía caso alguno en que uno de estos monstruos marinos se resistiera siquiera. Se ofrecían a los balleneros, sin dejar de cantar sus extrañas canciones.

Pero eran tan grandes, y su piel tan resbaladiza, y los arpones tan afilados, que nunca faltaban los accidentes. Fatales en algunos casos.

A la voz de «¡Ballena!», todos estarían listos en sus puestos, el arpón preparado en manos de los arponeros, el timonel atento a las indicaciones del piloto, y los demás con sus enseres adecuados para no perder tiempo cuando se cobrara la presa.

—¡Disparen! —a los arponeros.

Los arponeros dispararían y con suerte o debido a su pericia, los arpones se clavarían en el flanco del animal. Ahí mismo se despacharían los botes con los encargados de rematarlo. Luego, solo quedaría arrastrarlo hasta la factoría, donde sería procesado y reducido a su mínima expresión.

Como decía el dicho de los balleneros: «En una ballena todo sirve, hasta el aliento».

Una exageración, quizás, pues siempre quedaban algunos tejidos para los cuales no se encontraba utilidad, y se pudrían en los terrenos de la Factoría, o simplemente se echaban al mar.

Luego, un día, las ballenas parecerían haber desaparecido sin que hasta el momento nadie lograra averiguar qué se hacía de ellas. Eso marcaba el fin de la temporada de caza.

Los cazadores de ballenas, con los bolsillos llenos con la paga anual, irían a la ciudad a gastar su dinero, y la factoría quedaría virtualmente desierta.

Hasta la temporada siguiente, cuando las ballenas regresaran.

 

II

 

Lali estaba sentada sobre una gran roca, mirando el mar. Embravecido como siempre, sus olas rompían con estruendo entre las piedras. Cada tanto traía algún trozo de madera, o de metal herrumbrado, o pequeños fragmentos de cosas inidentificables. Restos de un naufragio en alta mar, decían los que sabían. En cuanto el embate de las olas lo permitía, ella iba en busca de esos tesoros. En su hogar, tenía un cofre lleno de tales objetos rotos, pedazos de cosas cuya función ignoraba. Ahí, en su habitación, convivían con los caparazones de los moluscos y puñados de hierbas acuáticas secas.

Le gustaba el mar. Su olor. La espuma que dejaban las olas cuando se retiraban las aguas… el bramido del mar enfurecido en una tormenta…

Estando en su sitio favorito, sobre esa roca húmeda, soñaba con que los mercaderes navegantes la llevaban con ellos, a recorrer el mundo. Eso quería, ver que había más allá del mar.

Su pueblo era el pueblo de Petra. Una extensa red de comunidades familiares desparramadas a lo largo y a lo ancho de esta tierra dura y desnuda y cubierta de rocas. La vegetación era escasa. Algunos arbustos que en ciertas épocas del año daban unos frutos amargos pero con propiedades medicinales. Pastos ralos, donde solían rumiar las bestias de los mercaderes, cuando concurrían a los festivales. No mucho más.

Y piedras. Todas clases de piedras. Las comunidades hacían maravillas con la piedra. De piedra eran sus hogares, de piedra todos sus enseres. Poco les faltaba para también comer piedra.

De piedra, también, eran las maravillosas vasijas tan apreciadas por los mercaderes y los vecinos que llegaban para el festival.

Esos eran los días en los que el poblado en el que aquel año se celebrara cobraba vida, con la multitud que llegaba (entre comunidades vecinas y mercaderes navegantes y mercaderes montados), y ponía sus tiendas o lograba conseguir alojamiento entre parientes o amigos. Husmeaba entre los objetos y revolvía e intercambiaba sus productos. Luego de unos días de esta vorágine, todos se marchaban y lentamente la paz regresaba al poblado.

Este año, el Festival recaía sobre el poblado de Lali.

Todos estaban ocupados preparando lo necesario. Cocinando o cazando o pescando. Se suponía que ella debía estar ayudando a su madre, en el anfiteatro, pero en medio de todo ese embrollo era fácil escaparse.

El mar bramaba como si estuviera de acuerdo con la muchacha.

Algunas veces, los navegantes traían, a la vez que bellos objetos, historias recogidas en sus travesías. Los chiquillos los rodeaban, y ellos narraban sus cuentos. Ella, Lali, era la más grande entre la chiquillería, y en más de una ocasión debió soportar las burlas de sus hermanos.

Debía regresar, pensó. Estaba considerándolo, cuando le pareció ver que algo se movía, a lo lejos, en medio del mar. Un leve destello, tan breve como el tiempo que tarda una ola en romper y la otra en nacer. Pero al mirar bien, lo único que vio fue al mar. Sólo el mar.

—Debo estar soñando despierta —se dijo en voz alta.

Bajó la cabeza, sin saber qué pensar. Y, fue más bien una sensación, de que había alguien, ahí, en el agua. Levantó la mirada, pero no. Sólo las olas y la espuma.

Suspirando, se bajó de la roca. Era hora de volver a casa.

A medio camino se encontró con sus hermanos, medio-hermanos y primos, que habían salido a buscarla.

—Padre te está buscando desde hace horas. ¿Dónde estabas? —dijo el hermano mayor, que por cuestión de edad se creía con el derecho de mandar.

—No te importa —recibió como respuesta.

—Mirando el mar, como siempre —intervino una de las niñas. Era menor que Lali, pero como era hija de la primera esposa, se daba demasiada importancia.

Lali le sacó la lengua y la otra comenzó a chillar, pero nadie le prestó atención.

A medida que se acercaban al poblado, se escuchaban los mil y un ruidos que indicaban una frenética actividad. De alguna parte, el sordo bramido de alguna bestia de carga.

—Ya llegaron los primeros mercaderes —le dijo Selobel, el hermano mayor.

Era evidente.

—El barco está a un día de distancia —agregó el chico—. Lo vieron los norteños.

—Hay perros —intervino Thergunna, su hermana menor.

Eso siempre era algo bienvenido. A los chicos les gustaban los perros. Pero al padre no, y en el poblado no los había. Pero no podía evitar que al Festival llegaran visitantes en trineo arrastrado por perros.

—¡Ahí estás! —una voz estentórea, la de su padre — Te estuve buscando por todas partes.

—Estaba en la playa —dijo la pequeña Thergunna sin que nadie le preguntara. Alguno de los otros chicos le dio un puntapié.

Lali puso su mejor expresión de «lo siento», y «no lo volveré a hacer», que nadie sería capaz de creerse. Pero el hombre sólo dijo:

—Tu madre te necesita.

Eso había sido fácil.

En realidad, se suponía que ella, como la hija mayor de la segunda esposa, tendría que haber dado el ejemplo y estar completamente dedicada a los preparativos del Festival. Al fin y al cabo, era un honor que este año había recaído en la propia casa.

Dejando a los chicos, que de todas formas consideraban que su tarea estaba cumplida, se dirigió al anfiteatro.

Dentro de este recinto la visión era caótica. Gente yendo de aquí para allá, cargando con toda clase de objetos. Algunos puestos ya estaban prácticamente instalados, otros solamente contaban con el número que les correspondía. Habían llegado parientes y conocidos, de todas las comunidades del pueblo de Petra (en realidad, uno tenía algún pariente en cada comunidad), y no faltaba quien al verla le preguntara de quién era hija. «De Laila y Belor», era la respuesta.

Al fin vio a su madre. Estaba acuclillada en medio de toda clase de vasijas. Había comenzado a armar su puesto, pero era evidente que necesitaba ayuda. Junto a ella, su bebé recién nacido dormía profundamente en una cuna de piedra rosa ricamente tallada.

—Te estaba esperando —dijo.

—Lo siento —respondió la chica. Y era verdad.

Entre las dos terminaron de armar el puesto. Sólo quedaba poner las vasijas en su lugar. Pero antes:

Hay que asegurarse de que no tengan fallas.

Había grandes ollas de piedra negra, especialmente apta para la fabricación de cacerolas, delicadas escudillas de piedra rosa, y, el orgullo de su madre, una media docena de vasijas para vino o agua de aquella suave piedra dorada que trajeran los mineros en su última expedición. Esperaba conseguir algo realmente especial por ellas.

Todas estaban perfectas. Las fueron acomodando, buscando el mejor sitio para lucir su magistral artesanía. Lo más grande detrás y lo más pequeño adelante, con las vasijas de piedra de oro en el sitio de honor. En un par de ocasiones la madre no quedó conforme y hubo que hacer todo de vuelta. Ahora… Sólo quedaba esperar a la apertura del Festival. Eso sería en un par de días. Luego… una quincena de torbellino. Finalizaron cuando ya estaba anocheciendo.

Pero al fin dio el visto bueno y dijo que era hora de volver a casa. Tomando las riendas de la cuna, se las ató a la cintura. El bebé continuaba dormido, mientras su lecho se deslizaba suavemente por el terreno, protegido del pedregullo por seis pequeñas ruedas forradas con un mullido material. Tres a cada lado.

La madre se fue al hogar que compartía con Renzo, su actual esposo y padre del bebé, y Lali se reunió con el resto de los hijos de su padre.

 

Hacía muchas generaciones que los seres humanos habían llegado a este mundo. Un globo recubierto por un enorme océano donde nadaban dos continentes. Uno al que llamaron Continente del Este, y otro al que llamaron Continente del Oeste, que extendía hacia el sur una gran lengua que luego se convertía en un territorio helado que abarcaba el polo sur del planeta. Entre ambos, un racimo de islas e islotes que rompían la monotonía del océano. Ciertamente no era el sitio más hospitalario que podían imaginar, pero aún así sería posible establecerse y hacerlo suyo. Decidieron fundar una colonia. Con el transcurso del tiempo, los lazos con el resto de la comunidad humana se fueron debilitando hasta que un día dejaron de tener noticias de los suyos. Estaban solos.

Para entonces ya tenían varios asentamientos en el territorio más amable del planeta, un punto de temperaturas relativamente benévolas en el Continente del Este. Eventualmente cruzaron al Continente del Oeste y encontraron que era el sitio ideal para sacarse de encima a los disconformes y los incorregibles.

En adelante, poco contacto hubo entre los continentes. Especialmente cuando los del Este perdieron su ventaja tecnológica, que colapsó por falta de mantenimiento luego de algunas centurias.

El Oeste, con sus modestos comienzos, siguió adelante, en su territorio tan poco hospitalario.

Grandes extensiones desiertas. Sin apenas vida digna de tal nombre. Enormes montañas al norte, que se convertían en una cordillera que parecía la columna vertebral del país. Todo inmenso, desmesurado.

Como esos animales que recorrían los fríos mares del sur, a los que apropiadamente les fue impuesto el nombre de «ballenas», por analogía con aquellos que solían habitar las aguas de la vieja Tierra.

Al igual que las otras, estas cantaban. Unas canciones que llenaban de tristeza y desasosiego. Pero que no impedían que se las cazara y se lucrara con ellas. El día en que se descubrió que el aceite de sus entrañas era sumamente bueno tanto para iluminación como para la industria, fue el día que quedó marcado como el comienzo de su destrucción.

Pocas voces se alzaron en su defensa, al contrario que ocurriera con aquellas por las cuales recibieran el nombre.

Aún más contados fueron quienes siquiera sugirieron que la tal ballena posiblemente fuera una forma de vida inteligente.

¿Cómo podía ser eso?, les dijeron, si no tienen miembros. No hacen ciudades. No manipulan objetos. No tratan de comunicarse.

Nos son útiles. No pueden ser inteligentes.

A pesar del tiempo transcurrido desde que comenzó la acción de los balleneros, nunca hasta ese momento habían logrado saber demasiado acerca de la vida de estas ballenas. Llegaban al lejano sur y eran cazadas. Luego, en cierto momento, se marchaban quién sabe dónde. Regresaban para la siguiente temporada. Y así seguía el ciclo.

Nunca nadie había visto una cría.

Todavía no se tenía idea de qué sexo eran. ¿Macho y hembra? ¿Hermafrodita? Los estudios de los restos de esos animales no habían arrojado luz alguna. Jamás habían hallado alguna ballena preñada. En realidad, ni siquiera tenían idea de cómo se reproducían.

 

III

 

El mercader terminó sus asuntos en la Ciudad de Hielo y se dirigió al norte, a la costa, a la Factoría, con las bolsas nuevamente cargadas con mercaderías.

Quedaba a varios días de viaje, a pesar de que pareciera tan cercana. Si miraba en la dirección correcta, veía la tenue iluminación que no cesaba ni de día ni de noche. Uno pensaba que ya estaba por llegar, pero luego de horas y horas de marcha, no estaba más cerca de su destino que antes. Los que sabían (o creían saber), decían que era un truco de la luz. Otros simplemente que las cosas parecían más cerca de lo que en realidad estaban, sin buscar mayores explicaciones.

Krekor viajaba durante el día y de noche dormía sobre el lomo de su peluda bestia. Aunque eso de día y noche era una forma de decir. En esta época del año no había mucha diferencia entre uno y otra. El sol iluminaba con la misma palidez todas las horas del día.

El camino no había variado mucho desde su última visita. Ciertamente el gran glaciar había avanzado más de lo esperado, pero ya se había solidificado lo suficiente como para poder pisar con cierta seguridad. Vio unas cuantas bolas de nieve, pero no se molestó en intentar cazarlas. Uno tenía que estar muy desesperado para intentar tragar esa masa gelatinosa y que parecían mirarlo a uno fijamente con esos ojos sin párpados. Y él estaba bien provisto. Rió quedamente mientras echaba una rápida ojeada a la bolsa con las provisiones, que llevaba amarrada a su cintura. En caso de perder su cabalgadura, no perdería los alimentos.

El tiempo estaba bueno, mejor que bueno considerando lo avanzado de la estación. No faltaba mucho para que llegara la época de las tormentas, pero para entonces él ya se hallaría a resguardo. Al dejar la Factoría, su plan era dirigirse al norte, al Festival de los picapedreros. Este año se organizaba en un poblado que nunca antes había visitado.

Luego de eso… ¿quién sabe? Quizás continuar más al norte aún. O quedarse en alguno de los poblados hasta la siguiente temporada.

Un bramido le sobresaltó. Al bramido le siguió una réplica sorda. Y otras, más leves. Suspiró aliviado al darse cuenta de que el terreno continuaba firme. Se estaba acercando a la costa y ya se escuchaba la ruptura de los témpanos y su entrechocar. Si hubiera sido el desmoronamiento de algún glaciar, el campo de hielo por el que pasaba probablemente se hubiera rajado y tanto él como su cabalgadura habrían caído a un pozo sin fondo o a las heladas aguas. De cualquier manera, no hubiera sobrevivido por mucho tiempo.

Mas esos eran gajes del oficio.

Su bestia de carga reclamó alimento. Sin descender, Krekor extrajo de una de las bolsas que colgaban del animal un puñado de hierbas secas mezcladas con vitaminas. Dio un silbido y la trompa mayor de la bestia llegó hasta él y tomó con delicadeza la comida de sus manos. Mientras el animal rumiaba su alimento, el hombre se dedicó a devorar el suyo. Un par de esos pequeños pasteles de carne que tan bien hacían en la Ciudad de Hielo y un buen trago de aguardiente. Con eso parecía que el calor inundaba nuevamente su cuerpo. De momento, al menos.

Le llegó el olor del mar, mezclado con otro aroma, acre e inconfundible. El de la caza, de carne quemada y de carne recién desollada. Y aún el suave y dulce del aceite. Si prestaba atención, hasta podría oír los gritos de los balleneros. Apuró el paso de su cabalgadura.

 

La factoría trabajaba a pleno. No faltaba mucho para que terminara la temporada, y todos querían hacer lo más posible antes de que se fueran las ballenas.

—¡Mercader!

Krekor hizo dar media vuelta a su cabalgadura. Parsimoniosamente. El que lo llamaba era un hombre curtido por la intemperie y cubierto de sangre de ballena de pies a cabeza.

—Viejo Mugre —respondió en reconocimiento. El otro tenía muy bien puesto su apodo. Se lo podía oler desde lejos.

El hombre hizo una mueca que intentó ser una sonrisa y extendió una mano, no más limpia que el resto de su persona.

—¿Trajiste… ? —comenzó a decir. Pero el mercader no lo dejó finalizar la oración. No era necesario. De su bolsa de provisiones extrajo un pequeño fardo que le dio al viejo.

Este lo tomó agradecido e inmediatamente se lo llevó a la boca. Olvidándose del mercader comenzó a caminar rumbo a los edificios de la factoría. Se le podía notar el movimiento de masticación, rítmico y sin pausa.

—No debió darle, mercader. Ahora se va a pasar horas masticando y escupiendo ese jugo asqueroso.

Krekor no necesitó mirar para saber que le hablaba la jefa de la factoría.

—También estoy contento de verla, Rai —respondió.

Hizo que la bestia se inclinara y descendió con cuidado. El campo de hielo estaba salpicado de charcos de sangre semihelada. No tenía muchas ganas de ensuciarse resbalando en uno de ellos.

Alguien se acercó para ocuparse de la cabalgadura. El animal se fue confiado, rascándose la espalda con la trompa mayor y emitiendo un suave resoplido con la menor.

El borde del campo de hielo se encontraba a poca distancia. Krekor podía ver cada movimiento de la faena de las ballenas. Eran como media docena que ya habían sido desolladas y estaban siendo descuartizadas. A un lado, varios barriles llenos de la sustancia que luego sería hervida para obtener el preciado aceite.

Con una bolsa al hombro, se dirigió hacia el edificio que hacía las veces de comedor y almacén y lo que se necesitara. Mientras, la mujer lo ponía al tanto de los pequeños sucesos de la factoría. No tenían muchos entretenimientos, así que necesariamente todos se interesaban en los asuntos de todos los demás.

 

Llegaron los barcos y por algún tiempo fueron el centro de atención. Chicos y grandes subieron a bordo en cuanto les fue posible, recorriendo todos los rincones bajo la paciente y resignada mirada de los mercaderes. Luego se marcharon, dando a los navegantes la posibilidad de acomodar su mercancía sobre la cubierta del barco.

Cuando todo estuvo listo, volvieron a recibir la visita de una gran cantidad de gente, ahora interesados en ver las mercaderías que traían. Las chucherías y las telas y las delicadas y coloridas vasijas.

Lali iba de puesto en puesto, curioseando y envidiando la suerte de los mercaderes navegantes.

—¿Vienen del otro continente? —le preguntó a una matrona que estaba al frente de un puesto. A su lado, su hija, una joven alta y morena, acomodaba los cacharros y las vasijas. Fue ella la que respondió.

—No. Es demasiado lejos. Esto —señaló las frágiles vasijas de vidrio que tenía delante— es de las islas.

Como viera que la chica estaba interesada, continuó:

—Cada isla tiene un diseño diferente, ¿ves? Esta de aquí —tomó una con un intrincado dibujo de hojas— es de Morera. Y esta del Frutillar —era un vaso alargado y tenía grabado un dibujo de estilizadas frutas.

—Y ¿cómo es? —preguntó Lali.

—¿Cómo es? ¿Cómo es qué? —la otra no comprendía a qué se refería.

—¿Cómo es… —la chiquilla extendió los brazos abarcando lo que la rodeaba— viajar? —dijo finalmente.

La otra muchacha se encogió de hombros.

—No sé. Supongo que está bien.

No parecía muy convencida.

—Pero van por ahí. Conocen gente —Lali no comprendía cómo la otra no estaba felicísima con su vida.

—Sí. Pero a veces una se cansa —fue la respuesta. Se inclinó hacia la jovencita y agregó:

—A veces pienso que me gustaría vivir en tierra firme. En un poblado. En medio de mucha otra gente.

—No es muy divertido —se lamentó Lali —siempre ves las mismas caras. Menos cuando hay un festival, o algo así. Y hay que limpiar, pescar, juntar las piedras para tallar. No hay tiempo para nada.

No lo decía por experiencia propia, pues ella se pasaba la mayor parte posible de su tiempo soñando, mirando el mar.

—No creas que nosotros tenemos más tiempo para hacer lo que queremos. En un barco siempre hay algo que hacer. Y en cuanto a ver siempre a los mismos, aquí somos menos. Sólo vemos gente nueva cuando llegamos a algún lado.

—Es cierto —tuvo que conceder Lali. Nunca lo había pensado de esa manera.

Eligió el vaso alargado procedente del Frutillar y lo dejó reservado, con la esperanza de convencer a su padre de que lo adquiriera para ella.

Pensativa, recorrió los otros puestos sin prestar realmente atención a las mercaderías que estaban a la venta, y luego se dispuso a bajar del barco.

Algo le llamó la atención.

Fue un movimiento, o más bien la sombra de un movimiento, junto a la baranda, en el agua.

Lali fue hasta allí, y, apoyándose en la baranda, miró hacia abajo.

Nada. O más bien, sólo ondas que partían de ningún lado y se fundían en el agua.

Por segunda vez en poco tiempo hubiera jurado que ahí, en el mar, había alguien.

 

La llamaban La Fisura. Era una enorme grieta que llegaba hasta lo más profundo de las entrañas del mundo. Nadie había logrado penetrarla hasta más de unas pocas decenas de metros, para luego tener que regresar con las manos vacías, y casi desfalleciente por la falta de oxígeno y el frío que helaba el aliento.

Se encontraba a poca distancia del polo sur, aunque los que sabían sostenían que en el pasado, mucho antes de la llegada de sus ancestros, esa zona debió de haber tenido temperaturas mucho más benignas. Algo, quizás alguna clase de cataclismo, podría haber sido la causa de que la región estuviera en la actualidad cubierta por los hielos. Posiblemente el mismo cataclismo que hiciera habitable para los humanos el resto del planeta, pues por ciertas huellas que se hallaran era evidente que, tanto el continente del Este como el del Oeste, anteriormente eran excesivamente cálidos. Y en cuanto al puñado de islas, o fueron parte del continente del Este, o un continente por derecho propio.

En esa época, lejana pero no increíblemente remota, las altísimas temperaturas que se supone alcanzaba la mayor parte del globo, debieron haber causado que el nivel de las aguas fuera mucho más bajo que el presente.

En los cientos de años de presencia humana en este planeta, nunca se habían topado con otra criatura de inteligencia comparable al hombre. En realidad, habían encontrado muy pocos animales. Y las ballenas, claro está. Unos brutos que fácilmente superaban el doble del tamaño de las antiguas ballenas de la vieja Tierra. Y había sido en recuerdo de esos seres que aún vivían en los relatos que se narraban en incontables mundos, que recibieron su nombre.

Sin embargo, a ambos lados de esa grieta, se encontraban las ruinas.

Eran los restos informes y quebradizos de lo que alguna vez fueran edificaciones de alguna clase. En algunos sectores estaban literalmente embutidos en el hielo, tan profundamente que no podía verse hasta dónde llegaban. ¿Habría sido una ciudad? De ser así, ¿Qué les habría ocurrido a sus habitantes? Nadie lo sabía.

Era un sitio inhóspito en un país inhóspito. Muy pocos se habían atrevido a siquiera explorarlo, sólo algunos aventureros o solitarios mercaderes. Para aquellos que se arriesgaban a recorrer las ruinas, la recompensa podía ser grande. O fatal.

Entre los escombros, apartando fragmentos de hielo que se depositaban con frecuencia, aparecían, de vez en cuando, algunos curiosos objetos cuya función sólo cabía adivinar. Si alguien era lo suficientemente osado como para tomarlos, en la Ciudad de Hielo encontraba a los compradores adecuados.

La grieta que daba nombre a la Fisura era un pozo sin fondo de poco más de un metro de ancho y unos diez de largo. Su profundidad aún no había podido ser establecida. Pero cada tanto se podía ver el reflejo del agua, allá en el lejano fondo. Alguna vez alguien hizo la prueba de tirar una pequeña piedra, o tal vez fuera un trozo de hielo, para registrar cuanto tardaba en llegar hasta el agua que se adivinaba. Mas el tiempo transcurría sin que se tuvieran noticias de que la piedra (o hielo) hubiera tocado fondo.

En los mapas simplemente figuraba como la Fisura, y se exhortaba a quien se aventurara por la región a mantenerse apartado de tan peligroso lugar.

 

Desconocidas para los humanos, y a poca distancia del agua que tan solo se adivinaba en la superficie, un laberinto de cavernas y túneles se extendía por una considerable porción del territorio. En un pasado no demasiado remoto habían existido varias salidas allá arriba, en algún lugar de lo que ahora eran tan sólo ruinas, mas luego estas fueron clausuradas por la espesa capa de hielo.

En ese sitio, al que ningún humano había logrado acceder, vivía y moría una raza.

 

IV

 

Krekor partió de la factoría satisfecho. Había logrado vender toda su mercancía y ahora sus bolsas estaban repletas de carne de ballena, aceite, y collares de dientes ambarinos, de finos filamentos entrelazados.

Toda mercadería muy codiciada al norte, entre los pueblos picapedreros.

Mientras se alejaba de la zona de matanza, podía ver, a lo lejos, unos puntos que indicaban la presencia de un grupo de esas grandes bestias del agua. Otros puntos que se movían con velocidad indicaban que los botes balleneros se dirigían a cazarlas. Pero las ballenas no se movían. No parecían temer a su destino.

Con cierta indiferencia, el mercader se preguntaba por enésima vez el por qué de tal cosa. Las ballenas eran unos animales dóciles que ni se resistían ni huían de aquellos que pretendían ultimarlas. Así había sido desde tiempo inmemorial. O al menos desde que al primer ser humano que las vio se le ocurrió que sería una buena idea cazarlas y aprovecharlas.

Así era hasta el día, que cada temporada podía variar, en que repentinamente desaparecían de todos los lugares en los que hasta el día anterior abundaran. Hasta la temporada siguiente.

Montado en su bestia de carga recorría la lengua de terreno que dividía en dos al continente. A medida que avanzaba, los campos de hielo se reducían, pero con ello se incrementaba el peligro de sufrir algún accidente, pues la capa de hielo que recubría el suelo era cada vez más delgada y quebradiza. A cada paso del animal, Krekor escuchaba el crujido del hielo destrozándose bajo sus gruesas patas.

Desmontó. Era preferible seguir a pie. Si la bestia llegaba a resbalar estando él montado arriba de ella, ni toda la suerte del mundo podría ayudarlo.

Además, debía cuidar que el hielo que pisara estuviera realmente sobre tierra y no sobre agua. Más de uno había terminado mal al haber cedido el hielo y darse cuenta de que había estado pisando el mar y no tierra firme.

Las piedras, de todos los tamaños, comenzaban a ser una característica del paisaje. A medida que avanzaba hacia el norte, aumentarían en cantidad y variedad. Por ahora, en su mayor parte eran de esa clase dura y cristalina que a la distancia a veces se confundían con pedazos de hielo. Los que sabían, lograban sacar unos cuchillos duraderos y muy filosos.

 

La vida normal había quedado suspendida, a la espera de que el Festival llegara a su término.

Todos debían colaborar, adultos y niños por igual. Estos últimos, encantados por algún cambio en su rutina de todos los días. Durante esos días, las clases quedaban suspendidas.

Habían llegado muchos mercaderes, con diversas mercancías, de acuerdo a sus diversos orígenes. Algunos se habían logrado instalar en el anfiteatro, pero los más, en la entrada, a lo largo del camino, y hubo quien intentó en la playa, en un sitio menos pedregoso de lo normal. La primera pleamar se llevó parte de sus bienes y, desconsolado, se decidió por un sitio más seguro.

Se esperaba que aún llegaran más visitantes, entre mercaderes y aquellos que vivían en las poblaciones más alejadas. Cada día traía algo nuevo. Cada día alguien quedaba satisfecho por el negocio que había hecho. Lali consiguió su vasija de vidrio, y fue prontamente a buscarle el rincón más bonito de su habitación.

Los cazadores no cesaban de traer su botín. Aquellas que no eran talladoras o alfareras se dedicaban a amasar. Los niños pasaban horas y horas pescando, más nunca era suficiente.

Lali, sentada sobre su roca, hacía como que pescaba. Cada tanto echaba la línea al agua, sin resultado alguno. Aprovechaba las horas de semilibertad para soñar, como siempre.

No se podía negar que era agradable no estar, siquiera por unos días, bajo la tutela de la madrastra número uno, la primera esposa de su padre, que parecía considerar su misión en la vida el enseñarle las letras y las cuentas a toda la prole de su esposo, tanto si eran hijos de ella como si no.

La chica no tenía nada en contra de la mujer. En realidad, si se ponía a pensarlo (y ella no lo hacía), tenía mucha suerte de que alguien se ocupara de que aprendiera a escribir y a sumar y restar. Pero preferiría que la dejaran en paz, pasando sus días como más le pareciera.

Y si no era la madrastra, era la madre que le insistía en el trabajo de la piedra. Y eso le aburría aún más que las letras.

Sosteniendo la línea con una mano, más o menos indiferentemente, miraba el mar… Las olas rompían contra las piedras levantando espuma que llegaba a mojarle la punta de los dedos de los pies. A su lado, el calzado que se había quitado para protegerlo del agua y del maltrato de las piedras.

Ya llevaba varias horas en sus vanos intentos. No era cosa que le preocupara demasiado, ya que no le gustaba pescar y pareciera que hasta los peces lo sabían.

Estaba anocheciendo y un viento frío le desordenó los cabellos. Debería haber traído un abrigo, pensó, mientras consideraba abandonar las inútiles pretensiones de pesca. Recogiendo la línea, hizo un ovillo con ella y se la metió en un bolsillo, luego, con los zapatos en una mano, comenzó a descender de su roca.

¡Splash!

Era un ruido como de algo que cae al agua. Miró, mas lo único eran las olas rompiendo contra las piedras. Debía haberlo imaginado.

¡Splash!

Otra vez.

¿Algún pez? En ese caso, sería la primera vez que consiguiera algo. Pero no. Todo estaba igual que antes.

¡Splash!

Esta vez no era su imaginación. Allí había algo.

Imprudentemente, corrió hacia la orilla, buscando con la mirada lo que fuera que estuviera ahí. Los pequeños guijarros se le incrustaban en la planta del pie y eran realmente molestos. Pero no quería ponerse los zapatos, para que no se estropearan.

De nuevo ese sonido.

Pero ahora estaba preparada.

Y vio a la figura que parecía saltar en el aire, para volver a caer al agua con todo ese estrépito.

Con los zapatos en la mano, Lali miraba boquiabierta.

En el agua, aquello había semiemergido, y se acercaba lentamente a la orilla.

Ahora la chica lo podía ver bien.

Era un ser diferente a todo lo que ella conocía. Tenía dos brazos, dos piernas, una cabeza. Pero su aspecto estaba… equivocado.

Mientras intentaba comprender lo que estaba viendo, se dio cuenta de que «eso» también la estaba mirando a ella. Con unos ojos oscuros que no parecían tener fondo.

Entonces gritó.

El ser debió asustarse, pues dio media vuelta y volvió a sumergirse en el mar. Pronto se había perdido de vista.

Escuchó gente que venía corriendo…

El padre y los tíos y los padrastros y el hermano mayor, y hasta algunos curiosos, que la habían escuchado gritar.

Todos hablaban a la vez y querían saber qué le había ocurrido.

No supo qué responderles.

Al fin les dijo que había visto algo que salía del mar.

—Allí —dijo casi sin pensar. Todos dirigieron su vista hacia donde ella señalaba, pero solo vieron las olas rompiéndose con fuerza entre las rocas.

—Habrá sido un pez —dijo el padre.

—¡Te asustaste por un pez! —exclamó el hermano, regocijado. Abrió la boca para continuar burlándose de su hermana, pero un coscorrón del padre lo hizo callar.

—No, no era un pez —murmuró Lali, más para sí misma que para los demás.

Los otros no parecieron haberla escuchado. Cada uno daba su parecer, en los que parecía prevalecer la idea de que la chica simplemente se había dormido mientras pescaba y había tenido un mal sueño.

—Es peligroso dormirse tan cerca del agua —le dijo el segundo esposo de la madre, con toda seriedad.

Ella lo miró con cara de pocos amigos. De muy pocos amigos.

—¿Pescaste algo? —ese era el hermano, en tono burlón.

No se dignó a responderle.

 

V

 

Sentado junto al fuego, apoyado en una de las patas de la bestia a modo de respaldo, el mercader Krekor comía su magra cena. Unas tiras de carne de ballena ahumadas que parecían que nunca se dejarían tragar. Pero eso era todo lo que había.

Recordó a la niñita que viera en la Ciudad de Hielo. Su propia hija debería ser aproximadamente de esa edad, calculó. Aunque ni siquiera estaba seguro de cuántos años realmente tendría. Ni los varones. Ella había sido tan sólo un bebé cuando se marchó.

Sintió una puntada de nostalgia al pensar en sus hijos. Debían de haber crecido mucho en todo este tiempo.

Sin más compañía que la de la bestia, y a mucha distancia de cualquier otro ser humano, el mercader caía en la melancolía recordando viejos tiempos. Siempre le ocurría así. En esos momentos se acordaba de sus hijos, para pronto nuevamente olvidarlos. Hasta la siguiente ocasión.

A su espalda, el animal de carga se quejó débilmente. Debía de estar soñando vaya uno a saber qué. Krekor lo palmeó suavemente en la trompa menor y la bestia se tranquilizó. Siempre hacía lo mismo.

Envolviéndose en las pieles, se preparó para pasar la noche.

Ya estaba en pleno territorio picapedrero. Aquí y allá había huellas del paso de los contingentes que se dirigían al poblado donde este año se celebraba el Festival. Era una de esas comunidades familiares que salpicaban todo el país. Nunca había estado tan al norte, y por lo poco que hasta ahora había visto, uno echaba una mirada a una población y ya conocía todas ellas. Eran prácticamente idénticas.

Aún no sabía cuánto se quedaría por esta región. No era hombre de quedarse demasiado tiempo en un mismo lugar.

Esa era su vida, un eterno vagabundear.

 

Como obedeciendo a un impulso interno, las ballenas se marcharon. Se perdieron en la inmensidad del océano con rumbo desconocido y dejaron a los balleneros con las manos vacías. A pesar de que siempre sucedía en esa forma, nunca faltaban quienes querían cazar «una ballena más», antes de que estas se retiraran.

Cuando regresaran, ¿serían las mismas que se marcharan? ¿O simplemente otros tantos miembros de la especie? Todas eran iguales.

Sumergidas en el océano profundo, seguían su instinto.

 

El mercader buscó un sitio adecuado para instalarse. Eso era difícil, pues los mejores lugares ya estaban ocupados. Mas luego de llevar a la bestia a los establos, se decidió a extender la gran manta ya algo raída entre el puesto de una entretenedora y de un vendedor de coloridas cuentas. Allí acomodó su mercancía. Productos derivados de la ballena y algunos objetos adquiridos en la Ciudad de Hielo. Estos últimos tuvieron bastante éxito, y pronto los vendió a casi todos.

—¿Cuánto por esto?

Krekor levantó la mirada. Una muchachita miraba anhelante un collar de dientes de ballena. Nada especial, pero toda una extravagancia para una joven picapedrera.

El hombre le dijo cierta cantidad, ni demasiado, ni demasiado poco. La muchacha hizo un mohín y suspiró.

El mercader bajó sustancialmente el precio. El rostro de ella se iluminó, y, poniéndose la mano en el bolsillo, extrajo la cantidad adecuada. Krekor le tendió el collar, y la chica se lo puso al cuello. Antes de que se fuera, él le preguntó el nombre.

—Lali —respondió la muchacha. Estaba por decir quiénes eran sus padres, pero lo pensó mejor. Era un conocimiento que a este mercader no tenía por qué interesarle.

La miró alejarse, y nuevamente se acordó de sus hijos. Realmente, ¿qué edad tendría actualmente la niña?

Era tarde en la noche. Algunos puestos ya estaban a oscuras, y el resto pronto seguirían ese camino. Krekor bostezó. Mientras decidía si levantar o no el puesto, la entretenedora del puesto vecino al suyo lo miró significativamente.

El hombre regresó la mirada. Ya había decidido.

 

Orgullosa con su nueva adquisición, Lali aprovechó el rato que precedía a la cena para caminar por la playa. A esa hora estaba desierta, a solas con el rumor de las olas. Estaba demasiado oscuro como para ir a su roca, pero no importaba. Se había quitado los zapatos, y sus pies se hundían en la arena pedregosa, más piedrecillas que arenas. Si uno navegaba siempre en línea recta, ¿a dónde llegaría? A las islas, le habían dicho. Y aún más lejos, al otro continente. Pero hacía mucho tiempo que no se tenían noticias de allí. Los más viejos contaban los cuentos que a su vez otros viejos les contaran a ellos cuando eran pequeños, plagados de máquinas voladoras que uno podía mandar a voluntad. De otras máquinas que recorrían el terreno, comiendo enormes distancias casi en un parpadeo. Nadie creía esos cuentos.

Eso eran, cuentos.

Las leyendas de los hechos de los antepasados narraban los sucesos que los llevaron a estas tierras, partiendo de otras tan lejanas, que tuvieron que viajar en un barco por entre las estrellas. Todos los niños debían aprender de memoria los poemas, pero nadie pretendía hallar un ápice de verdad en ellos.

¡Splash!

—¡Oh, no! —suspiró Lali mientras aprensivamente dirigía su vista al sitio donde escuchara el chapoteo.

En esta ocasión no gritó cuando vio a la oscura figura que se dirigía hacia ella.

Los únicos, en esa playa en penumbras. La criatura se movía con agilidad, emitiendo unos sonidos melodiosos que ella apenas era capaz de escuchar. Lali tenía un oído extremadamente sensible.

Con imprudente curiosidad, la chiquilla se acercó a la criatura.

Pero no estaba preparada para lo que sucedió.

De alguna manera el canto se transformó en pura furia, y de un manotazo la criatura le arrancó el collar con el que tan feliz había estado Lali hacía tan sólo unos minutos. Luego se marchó y se perdió en el mar, sin mirar atrás.

Por unos instantes ella se quedó petrificada. Pero luego, con los ojos llenos de lágrimas, corrió hacia su hogar.

 

Con el rostro aún mojado, Lali ponía todos sus tesoros dentro de su mochila de cuero. Mirando a su alrededor, vio la preciosa vasija de vidrio que adquiriera a los mercaderes. Por un momento consideró llevársela también, pero no, era demasiado frágil.

Nadie le había creído. Ni su madre, ni su padre, ni las madrastras y ni los padrastros.

—¿Una criatura que camina como un hombre? —había notado la risa contenida.

Aún veía los ojos burlones de su hermano mayor.

—Sí, y va a comerte. Y luego…

—¡Selobel! —lo había interrumpido su madre, la primera esposa de Belor.

—Creo que estás demasiado tiempo sentada ahí, mirando el mar —decía el padre— .Deberías hacer más cosas con la gente de tu edad. No es bueno soñar tanto.

—No estoy demasiado… —Lali había comenzado a decir. Pero era inútil. Nunca podría convencerlos de que había visto lo que había visto. Y el collar. Sintió que las lágrimas volvían a inundar sus ojos al pensar en su tesoro perdido. ¿Por qué esa criatura habría hecho tal cosa? Y, lo más importante, ¿quién era? O, más bien, ¿qué era?

La habían tratado como a una niña pequeña, asustada por una pesadilla por haber comido demasiadas golosinas.

—Estoy de acuerdo con padre —era su madre—. Podrías venir a vivir con nosotros por un tiempo, y ayudarme con el bebé, ¿no te parece?

No. No le parecía.

A su padre tampoco. No le caía demasiado bien este nuevo esposo de su segunda esposa. Extranjero, encima. De algún sitio no demasiado definido.

—Creo que está bien con nosotros —dijo con cierta frialdad.

—¿Por qué no dejamos que ella opine? —intervino Renzo conciliatoriamente.

—Por qué no se va a…. —Belor se contuvo antes de decir algo de lo que se arrepentiría.

Era demasiado para Lali. Dejando a los demás que discutieran a su gusto, salió de la estancia y fue a su habitación.

Poco más que un nicho. Una cama, una estantería abierta, una silla, y una saliente de piedra que hacía las veces de escritorio. La luz llegaba por una pequeña ventana excavada en la roca, casi junto al techo, de tal forma que tenía que subirse a la cama en puntas de pie para poder ver el exterior.

Pero era toda suya.

Y ahora iba a abandonarla.

Casi sin pensar había sacado de debajo de la cama su mochila de cuero. Y ahí estaba, preparándose para marcharse. ¿Adónde?

No tenía idea. Aunque… había escuchado las historias acerca de la Ciudad de Hielo. Quizás…

Escuchó un ruido a sus espaldas. La cortina que separaba su pequeña habitación parecía tener vida propia. La hizo a un lado con un rápido movimiento. Acurrucada en un rincón, su hermana pequeña de parte de padre y madre la miraba con descaro.

Thergunna.

La niña se levantó y se dirigió con solemnidad a la cama de su hermana y se sentó sobre ella. Miró a la mochila y luego a Lali.

—Te vas —no era una pregunta.

Lali no se molestó en responder.

—Sí. Te vas —repitió la otra, convencida. Ya no parecía asustada. Bajándose de la cama, ayudó a la joven con una pila de ropas.

—¿Te vas a llevar todo esto?

—No lo creo —respondió Lali.

—¿Entonces me lo puedo quedar? —preguntó inocentemente, mientras miraba golosamente una túnica bordada.

La joven tomó la túnica y se la dio.

—Para que te acuerdes de mí —le dijo.

Terminó con su equipaje. Era algo pesado pero podría llevarlo.

—¿Dónde vas a ir?

—No lo sé —dijo Lali. Era sincera.

—¿Y qué vas a comer donde vayas?

—Tampoco lo sé.

La chiquilla le dijo que esperara, y salió de la habitación. Al rato regresó con un bulto malamente envuelto en los brazos.

—Con esto no vas a tener hambre —le dijo a la muchacha, tendiéndole lo que traía.

Lali lo desenvolvió. Eran todo tipo de provisiones. Carne seca y pasteles, sin olvidar caldo deshidratado y un botellón con agua. ¡Su hermana acababa de saquear la despensa!

—Pero… —comenzó a decir.

La más pequeña la interrumpió.

—Si me preguntan, digo que fue idea tuya.

Lali la abrazó y besó. La otra se limpió la mejilla, fingiéndose ofendida.

—¿Y cuándo te vas?

—En la mañana. Temprano.

La niña asintió. Sin olvidar de tomar su nuevo tesoro, la túnica bordada, salió de la habitación.

Lali suspiró. Estaba asustada y nerviosa. Se sentó sobre la cama y, estrujándose las manos, comenzó a dudar.

Pero fue por poco tiempo. Con furia se levantó y terminó de arreglar las cosas. Luego puso la mochila debajo de la cama, hasta que fuera el momento indicado.

No fue a cenar y nadie la fue a buscar. Todos estaban demasiado ocupados con el Festival.

Se acostó en su cama, escuchando las risas y la alegre música que llegaba del exterior.

Sin desvestirse, se envolvió en su cubrecama, esperando la mañana…

Esperando, se quedó dormida.

Se despertó con las primeras luces del día. Todo estaba en silencio. Solo el rumor lejano del mar y el sordo murmullo de las panaderas que comenzaban a repartir su producto.

Despidiéndose mentalmente de todos, se puso la mochila a la espalda y comenzó a correr la cortina de su habitación. Se había olvidado de algo. Retiró el cubrecama y se lo echó sobre los hombros, como una capa.

Las noches podían llegar a ser muy frías.

En realidad, no tenía idea de cuánto.

 

VI

 

Krekor se despertó con la cabeza pesada y algo de dolor de cabeza. Junto a él, la mujer murmuró en sueños. La miró extrañado, frunciendo el ceño en un intento de recordar quién era ella. No lo logró.

Apartando las mantas, se puso de pie y se vistió rápidamente. A medida que su mente se aclaraba, comenzaba a tener presentes los sucesos de la noche anterior.

El Festival. La entretenedora.

—¿Krekor? —una voz somnolienta.

—Aquí —respondió el hombre. No sabía cómo llamarla.

—Ah —dijo la mujer, medio dormida. Se dio vuelta y pronto se escuchó nuevamente su rítmica respiración.

Krekor se dio cuenta de que estaba desnuda. Tal como él mismo.

Con cuidado de no despertarla, salió de la tienda. Recién empezaba a clarear. Con deleite sintió sobre su rostro el frío aire de esas primeras horas del día.

Debía de ser el primero que se levantaba, pensó. Pero no, ahí llegaban un par de bonitas muchachas con una cesta llena de hogazas de pan. ¿Acaso habían pasado toda la noche en vela? Les sonrió al pasar. Parecían tan frescas como el pan que llevaban.

Una de ellas le sonrió también.

—¡Buenos días, mercader! ¿Pasó buena noche? —y las panaderas reprimieron una carcajada.

Sonrojándose, Krekor recordó que estaba desnudo. Cubriéndose lo mejor que podía, regresó a la tienda. La mujer aún dormía.

Se vistió apresuradamente y fue al comedor comunitario que servía a los visitantes del poblado. Ahí se encontró con que había muchos madrugadores como él. Pronto, ante un buen desayuno con panecillos calientes y potaje de pescado, sintió que su cabeza se aclaraba.

Aún tenía bastante que vender. Especuló sobre los precios que esta gente estaría dispuesta a pagar por lo que le quedaba. Había tenido suerte con el collar, esa baratija. Si hubiera sabido traía más. Claro que los vagos de la Factoría…

Una mano pesada sobre su hombro interrumpió esos pensamientos.

—Krekor —era un anuncio, no una pregunta.

—Rand —respondió el mercader con la misma entonación.

—No es bienvenido aquí.

—Es un Festival abierto.

—No para usted.

El hombre se sentó junto a Krekor. Tenía el cabello echado para atrás, sujeto por una cinta, de tal forma que el tatuaje de la frente era claramente visible. Una estilizada figura de una bestia de carga, tal como la que portaba Krekor.

—Váyase. Regrese por donde vino —le dijo el tal Rand.

—¿Y por qué creé que le haría caso?

El otro señaló a varios hombres y mujeres que se encontraban sentados en diversas mesas, a poca distancia. A una seña suya, todos miraron a Krekor amenazadoramente.

—Por eso. Y porque no nos gusta que deshonren a una de las nuestras.

—Yo no… —comenzó a decir Krekor, pero no tenía sentido. Nunca lo había tenido. No lograría convencerlos.

Se levantó y se retiró del comedor.

Había sido un error venir al Festival. Se hubiera quedado con los poblados más al sur, como de costumbre. Mas no, tenía que llegar hasta el norte, sabiendo que era posible que se encontrara con ellos.

No extendió la manta ni puso en exhibición su mercancía. Recogiendo sus cosas, decidió marcharse de ahí y regresar al territorio que le correspondía. El sur, propio de un mercader descastado.

 

VII

 

Cada tanto, trepaban hasta la superficie, aunque más no fuera para contemplar sus glorias pasadas. Se quedaban un rato observando las ruinas, su gruesa piel oscura destacando en medio de tanta blancura. Caminaban por entre ellas, tomando los objetos que a veces quedaban expuestos, ya sea por el mismo movimiento del hielo o por la mano de ocasionales visitantes. Hasta no hacía mucho tiempo solían, ocasionalmente, forzar la entrada a uno que otro de los edificios embebidos en el hielo, pero eso ya no era posible. Demasiado antiguos y frágiles. Con desconsuelo debieron reconocer que la ciudad estaba perdida.

Sólo quedaban algunos artefactos que se les pasaban por alto, y de los que prestamente se apoderaban aquellos que se atrevían a llegar a estas latitudes.

Luego, en sus hogares, en las entrañas de la tierra, entregaban todo lo hallado a los que mantenían y perpetuaban el conocimiento. Ellos utilizaban lo que se podía. El resto, lo guardaban en la Sala de la Sabiduría, como recordatorio de su otra vida.

Desde que llegaran los Otros, bajando del cielo en sus navíos, hubo quienes creían que no se les debía permitir instalarse en el mundo de la gente. Pero fueron más los que pensaron que había lugar para todos. Con sorpresa vieron que los recién llegados se instalaban en las tierras del Este, que antes del cataclismo fueran solo un sitio yermo.

Con el tiempo, cruzaron las aguas y se desparramaron por las lejanas tierras del norte. Y, ni aún cuando bajaron hasta los nuevos territorios de hielo, llegaron siquiera a sospechar que no estaban solos en este mundo. Que eran constantemente observados.

Ni siquiera cuando comenzaron a cazar a las grandes bestias que se acercaban al límite del campo de hielo.

Entonces, sin comprender el gran regalo que se les hacía, no supieron guardar la reverencia necesaria a esas enormes moles dadoras de vida.

Se escucharon las protestas.

—No podemos permitir que les hagan esto —cantaban.

—Su destino ya no nos concierne —era la respuesta de algunos.

Otros aún agregaban:

—Así tiene que ser.

Su lengua era el canto, con melodías de tan alta frecuencia que la mayor parte de los recién llegados no podían captarlas. Quizás cuando llegaron los primeros colonos, con sus máquinas y su afán de hacer de este mundo su nuevo hogar, hubieran podido darse cuenta de que ahí, casi bajo sus narices, se encontraba una especie diferente. Pero no. Sus máquinas estaban dirigidas a otras tareas, y sus mentes no tenían la suficiente imaginación.

Por alguna causa, en estos últimos tiempos había surgido una nueva clase de descontentos. Quizás consideraban que los Otros ya habían cazado más de lo que debían, quizás simplemente estaban cansados de vivir a la sombra de quienes sólo recientemente habían dejado su impronta en el planeta.

Como sea, querían dejar de ocultarse.

—No sabemos como reaccionarían si nos ven —protestaban algunos, con una débil melodía.

—Podrían cazarnos también a nosotros —agregaban otros.

—Nunca lo sabremos si no dejamos que nos vean —era la respuesta.

Mas siempre las discusiones terminaban igual. Con un «Por ahora no, quizás más adelante», de los que guiaban sus destinos. Temerosos de lo que pudiera surgir.

Agregaban:

—¿No es suficiente con que tomen a nuestros Viejos, que tenemos que arriesgar a los más jóvenes?

 

Tratando de pasar desapercibida, Lali dejó la zona dedicada a vivienda y se dirigió a los establos. Desde allí, aún no sabía cómo, pensaba seguir rumbo al sur. Los cuidadores debían haber ido a desayunar, pues el sitio se encontraba desierto.

A excepción de los animales. Los perros de hielo, que gruñeron quedamente en cuanto ella se acercó, y las bestias de carga, ocupadas en su ramoneo. Una de ellas le llamó la atención. Sin dejar de comer, había levantado la cabeza para observarla y emitió un sonido plañidero, más amistoso que el de sus otros congéneres, que parecían indignados y gruñían por cualquier cosa.

Imprudentemente, la chica se acercó a la bestia amable. Esta levantó su trompa mayor y se la acercó a la cabeza. Lali sintió un resoplido mientras el animal la inspeccionaba. Pareció estar conforme, pues luego, sin volver a hacer caso a la jovencita, la bestia continuó comiendo de esos pastos duros con que la alimentaban. A los lados, colgadas, aún llevaba las grandes bolsas que los mercaderes utilizaban para transportar sus mercancías. Eso era raro. Y más raro aún que no estaban vacías, si bien tampoco muy llenas. Se preguntó…

Qué tal si….

Ella era menuda y liviana y las bolsas eran lo suficientemente amplias. ¿Podría…?

Krekor había vuelto a cargar sus bienes en las bolsas y, por cortesía, fue a despedirse de la entretenedora, dejando a la bestia que siguiera ramoneando a su gusto. Regresó, y dejando algunas monedas para los cuidadores, se marchó con su animal.

La cabalgadura estaba más lenta que de costumbre, aunque el mercader lo atribuyó a un estómago demasiado lleno. Hacia el anochecer el poblado era solo un recuerdo, y consideraba detenerse para hacer un buen fuego y pasar la noche, cuando escuchó un ruido que no debería ser.

«¡Atchús!» y «¡Ay!»

Krekor hizo que la bestia se detuviera y, descendiendo, la hizo inclinar para poder abrir la bolsa desde donde surgiera el sonido. Con un cuchillo en la mano, se dispuso a recibir lo que fuera.

—¡Al fin! —dijo una voz juvenil, mientras su dueña asomaba su rostro.

—¡Una chica! —no pudo dejar de exclamar el mercader.

Lali lo miró, y miró el cuchillo. No sabía si gritar o ser educada. Optó por lo último.

—¡Hola! —saludó. Volvió a mirar al mercader, y lo reconoció.

—¡Oiga! Usted es el que me vendió el collar.

Krekor bajó el cuchillo.

—Así es —respondió, al reconocerla él a su vez. Se dio cuenta de que ella no lo llevaba al cuello—. Por cierto, no te lo veo.

—No —contestó ella, sin querer entrar en más explicaciones.

—Lali, ¿no? —preguntó, recordando su nombre.

Ella asintió.

Krekor suspiró y luego de unos instantes, en los que extrajo los elementos necesarios para acampar por la noche, le dijo:

—Bueno, mañana regresamos.

—No.

—¿Cómo?

—Que no voy a volver.

Debería haber insistido en llevarla de regreso. Debería haber averiguado las razones de su huída. Pero no lo hizo.

Calentó una cena suficiente para ambos, matizada con algunas de las vituallas que la chica aportara, y le ofreció una mullida piel a modo de cama. El pasó una noche intranquila junto al fuego, abrigado con otra piel que había conocido tiempos mejores.

A la mañana siguiente, levantaron campamento, y sentándola detrás suyo a la grupa del animal, continuaron el camino.

Hacia el sur.

 

VIII

 

La bestia se quejó. Bajo sus patas, el hielo nuevo se quebraba en mil pedacitos filosos que amenazaban penetrar su piel.

—¿No se va a lastimar? —Lali se había hecho bastante amiga del enorme animal.

—No. La piel es demasiado gruesa.

—Pero, ¿no siente el frío? —preguntó la chica, envuelta en su colcha.

Krekor se rió.

—Para eso tienen tanto pelo —dijo de buen humor.

La lengua que separaba la parte norte del continente de la del sur estaba cubierta por una tenue capa de hielo, que engrosaría cada día más, hasta ser de un espesor tal que ni el paso de una manada de bestias de carga sería capaz de quebrarlo. Para entonces, ese hielo cubriría también parte del mar, cambiando totalmente el paisaje. En realidad, la costa ya se hallaba escarchada, con el aspecto sucio y aceitoso de las primeras etapas del congelamiento.

Se dirigían a la Factoría, aunque Krekor sospechaba que ya sería demasiado tarde para hacer negocios allí. En el camino habían visto, a lo lejos, varios puntos que el mercader le dijo a la muchacha que eran ballenas. Mas estaban demasiado lejos como para distinguirlas claramente.

—¿Qué hacen ahí? ¿Van al sur? —preguntó Lali. Sabía que la Factoría quedaba al sur.

—No lo creo.

Ella lo miró intrigada.

—Por esta época se retiran —dijo el mercader. Agregó— En realidad, esas son unas rezagadas. Para esta época ya no suele haber ballenas.

—¿A dónde van?

—Nadie lo sabe. Simplemente se van.

—Quizás no les guste que las cacen —dijo la chica.

—Supongo que no —murmuró el mercader, más para sí mismo que para la chiquilla.

 

La travesía había sido agotadora. Desde la profunda corriente en lo más hondo de la Fisura, hasta las demasiado cálidas aguas del norte.

Había rondado a los Viejos, escuchado su canto sin sentido, y por un tiempo había seguido junto a ellos en su último viaje, hasta que, asqueado, se separó con angustia en su corazón. Ellos, los Viejos, ni se habían percatado de su presencia. Sabía que iba a ser así, pero de todas formas, esperaba que alguno lo reconociera.

Luego había continuado hacia esas aguas más calientes, emergiendo aquí y allá para conocer el país.

Entonces había visto lo impensable.

Aún estaba lejos de casa, pero ya notaba que la temperatura del agua se tornaba más confortable. Cuando subía a la superficie para llenarse de aire los pulmones, podía distinguir la blancura del hielo que avanzaba sobre las aguas del océano. Mucha claridad. Solamente podía soportar su visión por un breve lapso de tiempo, luego volvía a sumergirse en ese mundo familiar.

Cada tanto abría la boca para recibir el microscópico alimento, que era filtrado por una multitud de filamentos que no permitían el paso de aquello que no era adecuado.

Recién ahora, al llegar a su terruño, comenzaba a menguar la furia que lo había embargado. Era una abominación, un error tremendo que ni siquiera tuvo el valor de aniquilar.

Enganchado en las hierbas acuáticas que constituían toda su vestimenta, aún se encontraba un diente, horrible recordatorio de cómo terminaban esas grandes criaturas.

Abominación.

Un adorno. Los dientes de los Viejos.

 

La Factoría estaba prácticamente desierta. Sólo quedaban aquellos encargados de dejar todo preparado para la siguiente temporada. Y Rai, la Jefa del lugar, que no paraba de dar órdenes.

Amarrados al muelle, los barcos balleneros parecían monstruosos animales que hubieran decidido llegar allí para morir. Mientras, los restos de los animales verdaderos, las ballenas, se pudrían a poca distancia. El sitio hedía.

—¡Cuidado al pisar! —le advirtió Krekor.

No era necesario el aviso. Lali miró con disgusto el charco congelado de sangre y prefirió no desmontar.

—¡Vamos! —urgió el hombre. Y sin esperar respuesta, la tomó en brazos y la bajó del animal. La dejó a poca distancia del nauseabundo charco, en terreno solo un poco menos desagradable.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó la Jefa.

—Es Lali. Me la encontré —fue toda la explicación que ofreció el mercader.

La jovencita se había acercado al cadáver aún identificable de una ballena de tamaño medio, ni de las más grandes ni de las más chicas.

—¿Es adulta? —preguntó, entre fascinada y espantada.

Rai se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe —dijo, mientras guiaba a la montura de Krekor hasta el establo. Lali, mientras, no quitaba la vista de los despojos sanguinolentos. Sintió que una arcada le subía por la garganta, pero la logró controlar.

Pasó una noche intranquila, en un camastro en una casilla vacía. Luego de una cena ligera (de carne de ballena guisada y de otra cosa más o menos gelatinosa cuyo origen la chica prefirió ignorar), el mercader había desaparecido junto con la Jefa. Una mujer surcada de cicatrices le indicó donde podía dormir.

Se acostó sintiéndose algo desgraciada y deseando estar en su hogar.

Partieron bien temprano en la mañana, con nuevas provisiones. Lali suspiró aliviada en cuanto estuvo segura de que la Factoría estaba lo suficientemente lejos. Ese sitio de matanza la había asqueado.

¿Cómo pueden hacerlo?

—¿Hacerlo? —al principio Krekor no comprendía a qué se refería. Luego—¿Matar a las ballenas?

La muchacha asintió.

—No sé. Nunca me puse a pensar en el asunto. Pero, bueno, supongo que para eso es para lo que sirven.

—¿No les dan pena?

—¿Por qué habrían de darla? Son sólo ballenas, chica.

Lali no dijo más. Era evidente que Krekor sólo consideraba a las ballenas como una fuente de recursos.

Ella misma nunca antes había visto una ballena, ni viva ni muerta. Aunque había utilizado su aceite y comido su carne sin pensar demasiado de dónde provenía. Son unos grandes animales que viven en el sur, le habían dicho. Y era suficiente. Mas al ver esos restos putrefactos se había dado cuenta de que no, no era suficiente.

A poco de dejar la Factoría comenzaron a entrar en el campo de hielo. Hielo espeso, duro, resbaladizo como cristal. Esa misma noche cayó la primera nevada. No era posible seguir avanzando hasta que parara, así que el mercader detuvo su cabalgadura y se envolvió aún más en su amplio abrigo de piel. Lali hizo lo mismo con su cubrecama.

—¿A dónde vamos? —preguntó mientras veía como los copos caían al suelo helado. Uno sobre el otro.

—A la Ciudad de Hielo —respondió Krekor, mientras echaba sobre la chica una de la pieles que llevaba, para protegerla del frío y la humedad.

La Ciudad de Hielo. Exactamente el lugar al que había querido ir. La muchacha se acomodó y cerró los ojos. Estaba seca y caliente. Aunque hubiera estado mejor en su propia cama. Cerca de los suyos.

Por primera vez en días, se le hizo un nudo en la garganta al pensar en su hogar. ¿Qué estarían haciendo? ¿Su madre, padre, todos ellos? Se dio cuenta de que los extrañaba. Hasta a las madrastras que a veces eran una verdadera molestia. Y a los padrastros, aunque discutían con el padre. Y los hermanos. Y el resto de la extensa familia.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Era una suerte que el mercader no pudiera verla. ¿Se acordarían de ella? ¿La extrañarían?

 

IX

 

Con el asunto del Festival, la ausencia de Lali pasó desapercibida hasta la comida de la noche. Fue la madre la primera que, extrañada al principio y alarmada luego, preguntó por ella.

—No. No la veo desde ayer —era la respuesta invariable.

Tampoco los visitantes, mercaderes y demás, tenían mucho que decir.

—Estará en la playa —aventuró Selobel, el hijo mayor de la primera esposa.

—No. No está —respondió Laila. Era el primer lugar al que había ido en busca de su hija.

Nadie pensó en preguntarle a la única que realmente sabía, la pequeña Thergunna, que como era su costumbre, escuchaba a escondidas mientras pretendía jugar con su muñeca.

—¿Habrá ido a nadar? —alguien expresó lo impensable.

—No. Ella sabe muy bien que no se puede nadar en el mar.

Pero la duda estaba planteada.

Sin decirle a Laila, para no angustiarla aún más, Belor y uno de sus hermanos fueron a recorrer la playa pedregosa, buscando algún rastro. Allí estaba la roca donde la muchachita solía sentarse, para soñar mirando el mar. Pero ella no estaba.

—¡Aquí! – fue la exclamación que lo atrajo hasta donde las mismas olas se convertían en espuma.

El tío de Lali sostenía algo blanco entre las manos. Al principio no se dieron cuenta de lo que era. Pero luego lo reconocieron como los restos de un collar de dientes de ballena.

Y recordaron la escena del día anterior.

Pronto, ahora buscando algo inusual, observaron las extrañas huellas que aún permanecían en la húmeda arena. La pleamar de la noche anterior no había llegado a borrarlas.

No eran de seres humanos.

La criatura de Lali. El ser en cuya existencia no habían creído.

¿Se la habrán …?

—No digamos algo hasta estar seguros —dijo Belor. No había que alarmar al resto.

—Regresemos —dijo al cabo de unos instantes.

Se guardó en un bolsillo los restos del collar y volvieron con el resto de la familia.

Ante la mirada de Laila, sólo pudieron negar con la cabeza.

Ya había caído la noche, pero nadie pensaba en comer, o en ir a dormir, y menos aún en participar del Festival. En realidad, si no hubiera sido por los alegres sonidos que llegaban del exterior, nadie lo hubiera recordado.

Thergunna, aprovechándose de que nadie la mandaba a dormir, continuaba jugando. Y en un momento, no pudo resistir más y le susurró a su muñeca:

—No la van a encontrar. Se fue —orgullosa de su secreto.

Pero no le duró mucho, pues uno de los niños la había escuchado y luego de pensarlo por unos momentos, fue con el cuento a los adultos.

De ahí, que la niña fue llevada prácticamente de una oreja ante los mayores, donde, intimidada, no tardó en decir lo que sabía, en medio de sollozos más o menos ahogados.

—¿Adónde? —fue todo lo que la madre pudo decir.

—No lo sé —dijo la niña en medio del llanto.

La mandaron a acostar y lo mismo al resto de la chiquillería.

—Quiero ayudar —suplicó Selobel, cuando le indicaron que fuera con los demás. Estaba avergonzado por la forma en que había tratado a su hermana. Medio-hermana. No. Hermana.

— Está bien —accedió el padre.

Estuvieron hasta tarde, considerando dónde podía haber ido la jovencita.

—Quizás algún mercader sepa — aventuró Selobel.

—¿Cómo?

—Anoche estaba hablando con uno de ellos, que tenía un puesto fuera, al lado de una entretenedora. Lo siento —dijo al ver la expresión de los demás—, es que me acabo de acordar.

Alguien fue a buscar a dicho mercader, sólo para regresar con la noticia de que se había marchado. Esa misma mañana.

—¿Algún nombre?

La mujer me dijo que se llamaba Krekor. Que tenía un tatuaje en la frente. De una bestia.

—De los montados —dijo alguien.

—Creo que en anfiteatro hay algunos de esos —agregó la primera esposa.

—¿Krekor? —el hombre lanzó un escupitajo al suelo en cuanto escuchó ese nombre — Es un descastado.

—Bueno, lo que sea. Sólo quiero saber a dónde pudo haber ido.

El otro se encogió de hombros.

—Donde sea, mientras no sea en nuestros territorios.

—Al sur —interrumpió una joven del grupo de los navegantes, que curioseaba entre la mercancía que ofrecía el hombre.

La miraron.

—Sí. Tenía cosas muy bonitas que dijo que venían de la Ciudad de Hielo.

¡La Ciudad de Hielo!

La joven asintió.

 

—Pero, ¿cómo vamos a llegar allá? —preguntaba Laila, estrechando a su bebé contra su seno. El pobrecito se despertó y comenzó a llorar. La madre lo calmó canturreándole una suave tonada.

—No vamos, voy —dijo Belor.

—Yo también —agregó Renzo.

El padre de Lali lo miró, y luego de considerarlo por unos instantes, asintió.

—Sólo nosotros — aclaró—, el resto se queda aquí. Por las dudas.

—Necesitarán abrigo y equipo. Hace frío allí.

—Y una montura.

—O perros.

—Hay perros. Y trineos. Los vi en el establo —aportó Selobel.

En ese momento Belor olvidó su antipatía hacia los perros.

—Perfecto —fue lo que dijo.

Les costó una buena cantidad de bebida embriagante, y la promesa de adquirir todos los bienes que no se vendieran, el conseguir que un mercader les cediera un trineo y cuatro perros.

—¿Quién va a manejar el trineo? —preguntó uno de los hermanos de Belor. Era una pregunta razonable. Los del país de Petra no tenían demasiada experiencia con este tipo de artefacto.

—Yo —respondió Renzo, con total seguridad. Iba de un lado a otro tomando de donde fuera todo lo que consideraba pudiera serles de utilidad en el camino.

Así se fue la mayor parte de la noche, y las primeras luces los encontraron cansados pero preparados.

—Tráiganla de vuelta —dijo Laila al despedirlos. No era un pedido. Ni un ruego. Era una exigencia.

Ellos no respondieron. ¿Qué iban a decir? Renzo le dio un beso y otro a su hijito y ambos partieron.

Esa noche los encontró casi llegando a la lengua de terreno que los separaba del territorio helado. En el camino, se encontraron con alguna gente que regresaba a sus hogares en los diversos poblados cercanos. Preguntaron, pero ya se imaginaban la respuesta.

«No. Lo siento. No vimos a nadie que se le parezca»

Otro les dijo:

—Pregunten en la Factoría. Una vez en los campos de hielo, no hay otro sitio donde aprovisionarse. Puede que hayan pasado por ahí. ¿Saben cómo llegar?

—Sí —respondió el padrastro de Lali.

La lengua de terreno no les dio tanto trabajo como esperaban. El hielo ya había avanzado bastante y nivelado el suelo, que de otro modo sería casi intransitable por las pequeñas piedras que lo recubrían. Asimismo el hielo había reclamado una buena porción de mar. Renzo le advirtió a Belor acerca del cuidado especial que debía tener para no dejar tierra firme.

—No hay que pasarse de la línea —dijo. La línea que separaba el mar de la tierra. Era cuestión de vida o muerte. El hielo podía ceder fácilmente y las aguas se lo tragaban a uno antes de que siquiera pudiera reaccionar.

Se dieron cuenta de que se estaban acercando por el olor a descomposición, y por los restos orgánicos que comenzaban a verse. Tuvieron que contener las arcadas.

La Factoría. Un sitio maloliente y que sólo las bajísimas temperaturas salvaban de ser un temible foco infeccioso.

Allí sólo quedaba un rezagado, un viejo ballenero que parecía no tener un mejor lugar a donde ir.

—¿Krekor? Sí, claro que lo recuerdo. Y sí, estaba acompañado por una chica. Bonita, aunque demasiado joven —hubiera seguido, si no fuera porque se dio cuenta de que los otros lo miraban con cara de pocos amigos.

—Supongo que a la Ciudad de Hielo —respondió, intentando congraciarse, ante la inevitable pregunta de «¿Hacia dónde?». Era mejor asegurarse.

—¿Hay aquí algún sitio donde podamos pasar la noche?

 

— …Laila, mi madre. Su actual esposo, Renzo. Es el padre del nuevo bebé. Su otro esposo se llama Eron. Ahora está con nosotros, pero vive en la tierra de Plata, de donde sacan…

—Bueno, es suficiente, me vas a marear —dijo Krekor, riendo. Verdaderamente, la vida familiar de las gentes de Petra era bastante complicada.

—Y, dígame, mercader, ¿tiene hijos?

El hombre no contestó de inmediato. Luego, viendo que la chica aún esperaba una respuesta, dijo:

—Tres. Dos varones y una niña.

—¿Chicos o grandes?

Krekor suspiró.

—Más o menos chicos, eso creo.

—¿Cree? ¿No está seguro?

—¿No te parece que estás preguntando demasiado?

—No — fue la honesta respuesta.

—A mí sí.

A medida que se acercaban a la Ciudad, se encontraban con más y más viajeros que seguían el mismo rumbo.

—¿Todos van a la Ciudad de Hielo?

El mercader asintió.

—Es la época. Terminó la temporada de ballenas y los balleneros vienen a gastar su dinero. Además —agregó—, también llegan algunos mercaderes. Los que prefieren venir al sur en lugar de ir a los Festivales de tu gente.

A Lali le pareció que esas últimas palabras fueron dichas en un tono algo despectivo.

—¿Va a reunirse con ellos?

—¿Con quiénes?

—Con los otros mercaderes, claro.

—No — respondió Krekor, categórico.

La jovencita estuvo a punto de preguntar el porqué, pero el tono del hombre no invitaba a más preguntas. Con un leve suspiro, se dedicó a mirar a la gente que recorría el camino.

Algunas bestias de carga, como la de Krekor pero no tan grandes (¿más jóvenes, quizás?), algunos trineos tirados por perros de hielo.

—Son livianos y ligeros —dijo, refiriéndose a esos animales. Lali abrió la boca para preguntar por qué no los utilizaba en lugar de la pesada bestia, pero lo pensó mejor. De todas formas, Krekor pareció adivinar esa pregunta.

—Ella y yo ya nos conocemos —dijo, palmeando el cuello de su montura. Esta levantó afectuosamente la trompa menor.

—Esos de ahí se llaman Bolas de Nieve —agregó al poco rato, indicando a lo que parecían ser unas pelotas blancas, allá a lo lejos.

—¿Qué hacen? — la chica consideró que era una pregunta inofensiva.

—Nada. Viven. Comen. Procrean. Mueren. No van cerca de la gente y tampoco son buenos para comer.

—¿Venenosos?

—No. Duros y correosos y totalmente sin gusto.

A los lados del camino comenzaron a aparecer unas peculiares construcciones redondas, tan blancas que herían la vista. «Son de hielo», le dijo Krekor, pero no le informó cómo la gente podría hacer algo así. «Deben ser muy frías por adentro», pensó la chica. —No falta mucho —le dijo el mercader, indicándole que mirara al frente.

Eso hizo Lali, y se quedó con la boca abierta por el asombro.

Podía ser poca o mucha distancia, eso era difícil de darse cuenta, pero ahí estaba, la Ciudad de Hielo.

Una miríada de puntas y cúpulas que destallaban blancura y cegaban a los imprudentes.

—No mires directamente. Solamente con los ojos entrecerrados, y lagrimeando en lo posible.

Así lo hizo la chica, y mucho mejor.

—Tenemos que dejar a la bestia —al rato dijo el hombre.

Ella estaba por preguntar «¿Dónde?» cuando la respuesta vino sola. A poca distancia del camino vio lo que parecían ser corrales techados.

Krekor la bajó y luego desmontó. Tomando las riendas del animal, lo condujo a uno de esos corrales.

Un cuidador se hizo cargo de la bestia. Krekor y ella continuaron a pie, no sin antes tomar el mercader algunas mercancías que puso en un bolso que se echó a la espalda.

—¿Y el resto? —preguntó Lali.

—Lo vengo a buscar en cuanto lo necesite. Está seguro —dijo ante la muda pregunta de la chica.

Lali vio que no eran los únicos en proceder de esa forma, pues todos los que iban a lomos de algún animal o conduciendo trineos, dejaban su medio de transporte y continuaban a pie.

—Los corrales sólo abren en esta época del año —le informó el mercader—. Es cuando viene mucha gente a la ciudad.

—Pero, ¿por qué todos siguen a pie?

—Porque como la Ciudad es de hielo (por eso se llama Ciudad de Hielo), no permiten que entren ni vehículos ni animales grandes —Lali aún no comprendía— . Tanto peso puede causar vibraciones. Y quebrar el hielo —dijo finalmente el hombre.

La chica no estaba segura de haber entendido, pero lo dejó así.

Al llegar a la puerta de la Ciudad, los guardias lo saludaron:

—¡Mercader! ¿Qué nos trae esta vez?

—Ya lo van a ver.

Mientras Krekor hacía sus negocios, la muchacha se dedicó a recorrer los alrededores. En el bolsillo interior de su blusa, llevaba unas cuantas monedas que el mercader le diera. «Para que te compres algo que te guste», le había dicho. Todo la maravillaba. Las altas estructuras que parecían elevar miles de agujas al cielo; aquellas otras excavadas en el hielo, que se adentraban hasta quién sabe dónde; el pavimento mismo, con su impecable superficie. Debía andar con cuidado de no resbalarse, y se preguntaba como harían sus pobladores para sobrevivir en tan inusual ciudad.

Unos niños pasaron corriendo, y ahí tuvo parte de su respuesta.

Pues al ver la parte inferior del calzado de uno de ellos, notó que la suela estaba cubierta por pequeñas púas. Observando con atención los movimientos de los niños pudo ver como el calzado quedaba fijado al suelo por esas púas. Debía ser incómodo de separar del suelo cada vez que era necesario, pero encogiéndose de hombros pensó que debían de estar acostumbrados a semejante cosa.

Estuvo un rato curioseando por los nichos excavados donde se vendía una increíble variedad de bienes (increíbles por lo menos para ella), compró un collar de unas piedras que brillaban como el hielo aunque no se derretían y con innumerables facetas que destellaban con mil colores, y con eso al cuello, quedó muy contenta. Luego se sentó a esperar en un banco bajo techo.

—¡Cuidado! No te quedes dormida —la advertencia la sobresaltó.

A su lado estaba Krekor, y la sacudía, preocupado.

—No me estaba quedando dormida —respondió la chica, somnolienta. Pero se estaba tan bien, en ese mundo de los sueños.

—Vamos —dijo Krekor.

Fueron a una posada y el mercader pidió comida. El olor apetitoso que allí reinaba terminó de despertar a Lali.

—Es muy peligroso quedarse dormido así, a la intemperie — aclaró el hombre— . Podrías morir congelada.

—Pero no tenía frío —protestó la chica.

—Aunque no lo parezca, hace mucho frío. Y aquí mismo, a pesar de que la gente está acostumbrada al clima, cada tanto muere alguno porque pensó que si sólo cerraba los ojos por un ratito, nada malo podría pasarle. Y en cuanto uno se duerme, no se despierta más.

 

X

 

—Profanan sus cuerpos —cantó, exhibiendo ante la comunidad el diente que quedara enganchado.

Miraron consternados el blanco objeto, tan similar a sus propios filamentos bucales.

—No hay nada que podamos hacer —cantó uno de ellos, apartando la vista.

—Los matan. Los comen. ¿Y ahora esto?

—Es así. No podemos evitarlo —cantó el otro.

Alrededor, el resto estaba enfrascado en un suave murmullo melódico.

—Podemos terminarlo.

—¿Terminarlo? ¿Cómo?

—No permitiéndoles cazarlos

—¿Y entonces, qué? ¿Qué sería de nosotros?

El gran recinto, iluminado por los globos de luz, vibraba con los cantos, algunos desafiantes, otros plañideros.

—Encontraríamos alguna forma —cantó el viajero.

—¿Y cómo podríamos hacerlo? —era la melodía que se escuchaba— Ellos ya no saben ni quiénes somos.

El leve canto de la pena.

—Recuperemos nuestro lugar.

Un murmullo llenó la estancia.

—¿Volver allá? —a la superficie.

¿Para siempre?

Eso no sería posible. Su vida en la superficie ya había acabado y no era posible una vuelta atrás.

—No. No podríamos regresar. Aunque pudiéramos, la ciudad está en ruinas. Pero sí podemos recuperarla para que ellos no puedan volver a saquearla. Nunca más.

—Sí. Tenemos que reclamar nuestra herencia —cantaban algunos exaltados—. Liberemos los pasajes.

Era una sugerencia que ya estaba rondando desde hacía bastante. Abrir los pasajes bloqueados para poder subir cada vez que se deseara, en vez de trepar por los asideros de la pared de la grieta.

Otro murmullo. Había quienes pensaban que no valía la pena. Otros, en cambio, consideraban que ya era tiempo.

Esa fue la opinión que prevaleció.

Los cantos fueron tornándose una melodía de aprobación.

 

Todas las posadas estaban repletas hasta el tope, por lo que Krekor y Lali no tuvieron más remedio que pasar la noche junto a su bestia, en el corral.

Allí, junto con otros viajeros que se encontraban en su misma situación, compartieron una cena aceptablemente satisfactoria.

Terminaban de comer, cuando alguien se acercó al mercader.

—Quiere verte —le dijo.

Krekor levantó la vista y miró a quien hablara. Frunció el ceño, pero al fin lo reconoció. Era el secuaz de esa mujer Yaga.

—Estoy ocupado —respondió.

—Quiere verte —insistió el otro. Se llevó una mano a la cintura mientras lo miraba significativamente.

—¿Quién es? —susurró Lali.

—Alguien —respondió el mercader con vaguedad. Pesadamente se levantó y le dijo a la chica:

—Vuelvo pronto.

Y se marchó, dejando a Lali sola en medio de desconocidos. Ella sonrió a su vecino con cierta aprensión y se envolvió aún más en su confortable colcha.

Krekor, por su parte, siguió a su guía de regreso a la ciudad y luego por las calles hasta ese agujero excavado en el hielo. Luego de la correspondiente señal, y la puerta se abrió permitiéndole el paso.

—Adelante —le indicó al mercader, y éste así lo hizo. El otro hombre lo siguió.

—Pase, mercader —escuchó una voz conocida. No tuvo que mirar para saber que quien acababa de hablar era Yaga.

Un leve sonido a su espalda le indicó que acababan de cerrar y asegurar la puerta.

—Señora Yaga —dijo Krekor, con una leve inclinación. No le terminaba de gustar, esta mujer.

—Yaga. Puede llamarme señora Yaga.

— Bien, mercader.

—¿Qué puedo hacer por usted, señora Yaga? —el mercader intentaba ser cortés. Le parecía que no convenía mostrar su desagrado por la forma en que se lo «invitó» a presentarse.

La mujer abrió una mano y ciertos objetos conocidos cayeron sobre la mesa. De inmediato se pegaron unos con otros.

—¿Y? —fue todo lo que se le ocurrió preguntar a Krekor.

—Necesito que busque más.

—¿Cómo dice?

Como si le hablara a un chiquillo, la mujer repitió:

—Necesito que busque más.

—¿De estas cosas?

Yaga suspiró. ¡Qué duro que era este hombre! Se armó de paciencia.

—Sí. De estas cosas.

—¿Ya descubrió para qué sirven?

—Eso no le interesa, mercader.

Lo que sea que fueran esos objetos, la mujer sabía con lo que trataba. A Krekor no le gustaba el asunto.

—No. Lo lamento. No voy más ahí. Consígase otro.

—Sé que siempre vuelve.

Eso era cierto. De alguna forma la Fisura lo atraía poderosamente. Pero eso no se lo iba a decir a esta mujer.

—No estoy solo.

—Ya lo sé. Hay una chica picapedrera que viaja con usted.

—Pues, sí.

—No me interesa. Llévela. O déjela aquí. Como prefiera.

—Ya le dije que…

—Basil irá con usted —con una inclinación de cabeza señaló al hombre parado a su lado.

—No, lo siento. No puedo…

—No era una propuesta, mercader.

—Vamos —dijo el tal Basil—. Hay mucho que hacer.

Por alguna razón, Krekor consideró que en estas circunstancias, una negativa más enérgica no era el mejor modo de actuar. Además, si bien en esta ocasión no había pensado en ir hasta la Fisura, la idea de hacerlo con el mejor de los equipamientos posibles tampoco era para desdeñar.

Mas seguía sin gustarle la mujer. Y estaba seguro de que no tenía buenas intenciones.

Lali aceptó las cosas como venían. No tenía ninguna razón para no hacerlo. ¿La Fisura? No significaba nada para ella.

—¿Qué es?

—Una grieta en la tierra —respondió el mercader.

—¿Queda lejos?

—A unos días de camino. Adentrándonos en el campo de hielo.

 

En algún punto del océano, en lo más profundo de una profunda fosa, las ballenas cantaban.

Ya no tenían fuerzas, su canto era apenas un eco de lo que había sido. Una extraña melodía cuyo sentido sus mentes ya no podían comprender.

Cada tanto se apagaba una voz. Luego otra. Y otra. Los cuerpos sin vida permanecían en el mismo sitio donde perecieran, compactados por el peso de tantos congéneres. La pequeña vida acuática acudía al banquete sin perder tiempo, y pronto de la inmensa mole sólo quedaban jirones.

El resto continuaba susurrando su canto, indiferentes de la suerte que corrieran sus compañeras.

 

XI

 

Los perros eran ligeros y confiables. Pronto ellos descubrieron que sólo tenían que darles un poco de rienda suelta para que avanzaran rápidamente.

A pesar de la situación, no podían evitar admirar el paisaje, aunque el hielo no fuera precisamente su elemento. Sin embargo… Tenía una belleza que parecía irreal. El campo de hielo era inconmensurable, con tan sólo alguno que otro accidente del terreno que rompía la uniformidad. Cada tanto, unas bolas blancas cruzaban a cierta velocidad, poniendo nerviosos a los perros.

—Bolas de nieve —dijo Renzo.

El otro lo miró intrigado.

—Son animales. Ruedan.

Belor no le preguntó cómo sabía tal cosa.

Pero muy a su pesar tuvo que reconocer que Renzo era una compañía bastante aceptable y hasta ahora había demostrado un considerable conocimiento de la zona. Como si la hubiera recorrido muchas veces.

A lo lejos se debía de encontrar la línea de la cordillera, pero sólo podían tener fe en su existencia, pues desde este punto, nada indicaba que el terreno fuese a variar en forma alguna.

Por fin, luego de varios días de viaje, pudieron distinguir a lo lejos las altas torres y agujas de la Ciudad de Hielo.

—Supongo que no falta mucho —dijo Belor.

Eso era engañoso, porque en este terreno era difícil de calcular la distancia. Las cosas lejanas tenían la tendencia de parecer al alcance de la mano.

Supieron que estaban realmente cerca en cuanto comenzaron a ver las edificaciones circulares de hielo y los corrales para animales.

Un par de guardias que patrullaba les indicó que no podían entrar a la Ciudad con el trineo.

—Déjenlo en algún corral —les indicó.

Así lo hicieron, y luego continuaron a pie. No podían perderse, pues el camino iba directo a la puerta de entrada. En otro momento se hubieran maravillado con las fantásticas edificaciones y el bullicioso aspecto que presentaba la ciudad. Ahora sólo encontraban que eso era una molestia que les entorpecía su búsqueda.

—¿Krekor? No. No conozco a ningún Krekor —les respondió el primero al que preguntaron.

—Es un mercader. Va con una jovencita de esta estatura —dijo Belor, indicando con la mano hasta donde llegaba Lali.

No se les había ocurrido que fuera tan complicado hallar a alguien. Tampoco les había cruzado por la mente que la ciudad fuera tan grande.

—Pregunten en las posadas —al fin alguien les indicó.

Había una cantidad inimaginable de posadas, y todas ostentaban el cartel de «Lleno». Preguntaron en una media docena, y en cada una les respondieron lo mismo: «No vimos a nadie semejante». Y los despedían sin mayores miramientos.

Llegaron a la séptima, un edificio de aristas de hielo salientes y filosas, con un enorme letrero que decía «Paraíso».

—Buenos días, buenos días —los saludó el posadero. Antes de que pudieran explicar el motivo de su visita, continuó—. Bienvenidos a mi humilde posada, donde comerán como en el Paraíso.

De ahí el nombre del lugar.

Animados por este recibimiento, pidieron comida, y luego de pagar (bastante caro el sitio, por cierto), expusieron el motivo que los traía allí.

Esta vez tuvieron suerte. Más o menos. El posadero conocía al tal Krekor, pero no lo había visto en los últimos tiempos.

—De todas formas, en estos días vino tanta gente que es posible que haya estado y yo no lo haya visto. ¿Preguntaron en los corrales?

Allá fueron. Y en esta ocasión:

—Sí, claro. Estuvo aquí. Con una linda muchachita. Su hija, creo.

El padre de Lali sintió alivio. Al menos ella estaba bien. Pero el hombre tenía algo más que decir.

En voz más baja, para que el resto de los huéspedes no escuchara (pues eran unos cuantos los que no habían encontrado lugar en las posada), les comunicó que se habían marchado hacía varios días. Y que no iban solos, sino que un tal Basil los acompañaba. Un mal bicho, que todos sabían trabajaba para Yaga, un bicho aún peor. Que tanto trabajaba para el hampa local como para algunos en altos puestos. Lo que venía a ser lo mismo.

Les dijo dónde localizarla. Los trabajadores comunes sabían muchas cosas. Muchas más de las que los poderosos sospecharían.

 

Desde hacía varias horas se encontraban recorriendo las ruinas, buscando el edificio que más se adecuara. Mientras, en los túneles, otro grupo se abría paso hacia la superficie, utilizando las herramientas que desde hacía generaciones dormían en el Salón de la Sabiduría. Instrumentos que devoraban tierra y piedras y hielo, y creaban escalones o asideros, dejando el camino preparado.

¿Por qué no lo habían intentado anteriormente, si tenían los elementos adecuados? Mas desde el cataclismo y su forzosa mutación, nunca antes habían tenido el impulso de recuperar lo que antes poseyeran. Las incontables generaciones que habían pasado por el mundo no habían sentido más que un vago dolor por lo que ya no eran. Hasta ahora.

Era el momento adecuado.

 

Lali miró al tercero del grupo, a ese hombre Basil, que de alguna manera se les había unido y al que el mercader miraba con recelo.

—¿Qué hay ahí? Digo, en la Fisura.

—Cosas —dijo Krekor, con vaguedad.

Ella se encogió de hombros y suspiró quedamente. Por lo visto, no iba a conseguir mucha información por parte del mercader. A la grupa de la bestia, detrás de Krekor, se dedicó a mirar el panorama.

No había mucho que ver. El campo de hielo se perdía en el horizonte, y seguramente llegaba más allá. Cada tanto, la uniformidad estaba interrumpida por pequeños montículos de nieve endurecida. Fuera de ellos, ninguna otra forma de vida. Ni bolas de nieve. Era la nada.

Krekor no había querido traerla. No le había dicho la razón, pero ella sospechaba que tenía que ver con este Basil. Mas al ver la angustia en su rostro, finalmente había aceptado que viniera. Además, ¿cómo podría dejarla en la Ciudad, sola, sin conocer absolutamente a nadie?

El viaje había sido riguroso, más de lo que Lali se hubiera imaginado. A pesar del abrigo que le proporcionaba su cubrecama, y las pieles que le diera el mercader, el intenso frío le llegaba hasta lo más hondo de su ser. Hacía días que no comía algo caliente, pues no había dónde hacer fuego. Para empeorarla, había comenzado a nevar, y si al principio había encontrado que la nieve era algo hermoso, ahora ya no pensaba lo mismo. Era húmeda y no permitía ver y uno se hundía en ella.

Extrañaba a los suyos. Quería estar en su casa, en la familiar comodidad de su propia cama, sabiendo que ahí cerca estaba el padre, tíos y hermanos y medio hermanos y primos. Y sólo a unos pasos, la madre. Extrañaba hasta a los padrastros y a las madrastras. No pudo evitar preguntarse si acordarían de ella. ¿O habrían sentido alivio al ver que se había marchado? Sintió un nudo en la garganta y las lágrimas que pugnaban por salir. Tragó saliva y aspiró profundamente el aire frío, para lograr calmarse y parecer serena.

Por fin, Krekor anunció:

—Estamos cerca.

No parecía muy entusiasmado.

—Bien —respondió Basil.

La nieve había empezado a caer con más fuerza. Lali se arropó lo mejor que pudo.

Se debió haber quedado medio dormida, pues lo próximo que supo fue escuchar decir al mercader que mirara adelante.

Así lo hizo, y a pesar de la poca visibilidad, pudo distinguir lo que parecían ser varios montículos.

—Son las ruinas —le dijo Krekor.

 

Sintieron la vibración cuando aún se encontraban a mucha distancia.

Vienen Otros. Más de uno.

No dudaron de que llegaban para saquear. Pero no estaban preparados para hacerles frente. Ni era su carácter.

Aunque eso podría cambiar.

La mayoría descendió a su hogar subterráneo, pero algunos se quedaron, buscando entre los escombros el sitio adecuado para pasar desapercibidos. Conocían cada piedra y cada bloque de hielo. Nadie los vería a menos que ellos así lo quisieran.

Y aquellos que desde el interior de los túneles intentaban llegar hasta la superficie ya no estaban muy lejos.

 

De tan envuelta que estaba, sólo quedaban sus ojos al descubierto. Así protegida, y desde lo alto de su montura, Lali observaba a través de la nieve cómo los dos hombres caminaban entre las ruinas y se detenían en cierto punto.

«Las ruinas», le había dicho Krekor, pero no le había aclarado qué clase de ruinas. Desde donde estaba, y más aún a causa de la nieve, no podía distinguir gran cosa. Todo lo que ella veía era un montón de bultos informes.

De alguna parte le llegó un sonido. Algo inidentificable, como una nota musical. Los otros no parecieron escuchar cosa alguna, pues siguieron con lo suyo como si nada.

Debió haber sido causado por la nieve y el viento.

—¿Dónde, mercader?

Basil husmeaba entre las ruinas, y, aún con la nieve, podía darse cuenta de que por allí no había objeto alguno.

Krekor estaba sorprendido. No hacía tanto tiempo que había estado por última vez, y estaba seguro de que entonces había visto algunas cosas casi al alcance de la mano. Aunque no necesariamente lo que específicamente buscaba Basil.

¿Podría ser que alguien más hubiera visitado este lugar?

Eso era. Buscando indicios, no tuvo dificultad en encontrarlos. Algunos escombros fuera de lugar, otros que según recordaba habían estado recubiertos de hielo… Mas, hasta donde él sabía, nadie más llegaba hasta estos parajes.

Le entró curiosidad.

—¿Bien, mercader? ¿Dónde? —repitió Basil.

Sonriendo interiormente y contento de defraudar al otro, Krekor sólo dijo:

—Parece que no hay nada.

—¿Cómo dice? —preguntó el hombre, sin comprender.

Como si le hablara a un niño, el mercader repitió lo que había dicho.

—No hay nada. El lugar está vacío.

 

Algunos se habían apostado cerca de la boca de los túneles, preparados para lo que fuera. Eran normalmente pacíficos, pero no desdeñaban las armas como último recurso. A través del tiempo, hubo más de un aventurero que nunca más regresó a contar lo que viera.

Hacía varias generaciones que no era necesario utilizar la violencia.

Les llegaba el canto de los que estaban en la superficie, y ellos respondían:

«Ocúltense».

Confiaban en que ninguno de los Otros pudiese escuchar su canto. Rara vez podían.

Esta era una de esas ocasiones.

 

XII

 

La nieve que caía ininterrumpidamente desde hacía días no dejaba ver el camino. En realidad, no había mucho que ver. Hielo y más hielo. El campo de hielo se extendía ante ellos indefinidamente, sólo interrumpido aquí y allá por algunas elevaciones, formada por la nieve de años y años.

Habían perdido uno de los perros en el camino, y los otros tres no parecía que fueran a resistir mucho más. El alimento también era una cuestión vital, pues la carne seca de ballena y los otros víveres que consiguieran en la Ciudad de Hielo no iban a durar eternamente.

Mas, con suerte sería suficiente. Con suerte.

—¡Están locos si creen que van a salirse con la suya!

Yaga estaba en un rincón del trineo, atada y hasta unos momentos antes, amordazada. La ignoraron.

—¡Tengo poder suficiente como para hacer que lo lamenten el resto de sus vidas!

Como si nada.

—¡Voy a hacer que…!

Era demasiado.

—¡Cállese, mujer!

Belor hizo el gesto de volver a amordazarla.

Eso logró calmarla.

No había sido muy difícil ingresar al reducto de la mujer. Algún soborno y una que otra amenaza a la integridad física. Los habitantes de la ciudad tendían a subestimar a la gente del país de Petra, y pronto se daban cuenta de su error.

Estaba sola, demasiado confiada en que nadie levantaría un dedo contra ella. Sentada a una mesa, jugueteaba con los objetos que Krekor le trajera, viendo como se atraían mutuamente, y como, luego darles unas sacudidas, volvían a caer. La tomó de sorpresa la repentina entrada de esos dos hombres. Uno de ellos cerró la puerta y se apoyó contra ella. Tranquilamente ella les dijo que mejor sería que se marcharan de ahí lo más rápidamente posible. Todo eso sin dejar los objetos.

—¿Yaga? —preguntó uno de ellos, en tono no demasiado cortés.

Ella no se dignó responder.

—Creo que sí —dijo el otro. Y agregó, dirigiéndose a la mujer —. Tenemos un problema.

Renzo había visto los objetos que la mujer no llegó a tiempo de ocultar y los tomó. Se los dio a Belor, diciéndole que no los perdiera. El otro no comprendió la razón, pero de todas formas los guardó en un bolsillo.

No habían podido sacarle mucho a Yaga. Solamente que sí, que conocía al mercader Krekor, y que sí, creía que viajaba con una chica. Y tenía idea de que se había adentrado en los campos de hielo.

—Bueno, vamos —dijeron. Y la habían arrastrado con ellos.

—¿Están ustedes locos? —les había gritado. Eso es, una vez que le sacaron la mordaza, ya en el trineo. Es decir, la primera vez. Pues desde entonces, alternativamente la habían amordazado y desamordazado. Pero ella no se mostraba más cooperativa que al principio.

—¿Saben lo extenso que es este territorio? —había sido lo último que le habían sacado.

—En realidad, sí —contestó Renzo.

—Tiene razón —le dijo Belor en voz baja —. No hay forma de saber qué rumbo tomaron.

—Creo saberlo —respondió el otro, en voz aún más baja.

Y ahí estaban, en medio del país helado, dirigiéndose sólo Renzo sabía adónde. Si Yaga lo sospechaba, se lo guardaba para sí.

La nieve era una molestia. Debían detenerse con frecuencia para limpiar el trineo y darles un respiro a los perros.

—¿Para qué sirven? —Belor le preguntó a Yaga, al tiempo que extraía de un bolsillo interior los extraños objetos que encontraran en el refugio de la mujer.

Por enésima vez, ella lo miró sin responder. Con desprecio, y con cierto dejo de alarma. ¿Por lo que esas cosas pudieran hacer?

—Podemos estar todo el día —esta vez habló Renzo.

La mujer lo miró burlonamente, y luego, al fin, dijo:

—No tienen ni idea.

—¿Idea de qué?

—No tienen ni idea con lo que se están metiendo.

—Bueno, díganos.

Pero no. Yaga suspiró y no volvió a hablar.

—Digo que la dejemos aquí y sigamos sin ella —propuso Renzo.

—No creo. Aunque estoy tentado.

Belor jugueteó con esos curiosos artefactos que parecían buscarse unos a otros y cerró un puño alrededor de ellos. Iba a devolverlos a su bolsillo, cuando se detuvo. Acababa de recordar algo que hacía mucho tiempo había olvidado por completo.

—Recuerdo un relato que oí cuando era chico. No me acuerdo bien de los detalles, pero era algo acerca de una ruinas. Las ruinas de un pueblo antiguo. Que estaban al sur, en medio del hielo.

—La Fisura —dijo Renzo, para sorpresa tanto de Belor como de Yaga.

—¿La qué?

—La Fisura —repitió el otro, con tranquilidad. Agregó—. Una grieta rodeada de unas antiguas ruinas.

Yaga no pudo ocultar su inquietud.

—¿Es eso, no? —dijo Belor, al ver el nerviosismo en el rostro de la mujer. Volviéndose al otro:

—¿Qué es eso de las ruinas?

—Son los restos de lo que parece una ciudad, de los que vivieron en este mundo antes de que llegaran nuestros antepasados. Están al sur, muy al sur. Y creo que nunca fueron realmente exploradas.

Belor lo miró con algo más de respeto, aunque durante el viaje ya había ganado bastante en su consideración.

—¡Oigan, ustedes dos! ¡Decidan de una vez lo que quieren hacer, que tengo frío!

—¡Cállese mujer!

Un tintineo. Un cosquilleo.

Provenía de los objetos que Belor aún sostenía en el puño cerrado. Abrió la mano y con sorpresa vio que las pequeñas cosas parecían emitir una suave luz.

—¿Qué es…? —comenzó a decir.

No menos sorprendidos estaban Renzo y Yaga.

La nieve brillaba bajo el resplandor de esos objetos, y el tintineo se había convertido en un sordo murmullo melódico.

—Funcionan —no pudo dejar de decir la mujer. Era más un siseo ahogado. Se dio cuenta de lo que había dicho y cerró la boca.

—¿Qué son?

—Cosas —dijo la mujer.

Belor jugueteó unos momentos con esos objetos, pasándoselos de una mano a la otra. No pudo dejar de observar que la mujer contenía la respiración, como si temiera algo. Los objetos, unidos uno a otro, continuaban brillando suavemente, con una luz fría, tan fría como la nieve.

—Son de ahí, ¿no? —dijo Renzo, con voz algo más alta de la habitual. Acercando su rostro al de ella, preguntó —¿Cómo los consiguió?

—¡Qué le importa! —respondió la mujer.

—En las ruinas —no era una pregunta, sino una afirmación.

La mujer permaneció en silencio.

—No importa. Ahora sabemos que estamos en el camino correcto.

 

Desde su seguro refugio, habían observado todo sin que se dieran cuenta de su presencia. Cada tanto, cantaban para comunicarse con sus hermanos, allá en los túneles, y a su vez, recibían su respuesta.

Los que trabajaban allá abajo, intentando abrir las viejas entradas colapsadas que comunicaban con las edificaciones, continuaron con sus tareas con sumo cuidado. Ya casi llegaban hasta la superficie. Podían escuchar el canto de sus congéneres y el sordo e ininteligible sonido que producían dos Otros.

 

—Supongo que podemos volver —dijo Krekor.

—¿Volver? ¡Yaga me va a matar si vuelvo con las manos vacías!

—Bueno, es un riesgo que tiene que correr. ¡Mire a su alrededor! ¿Qué quiere llevarle? —y tomó un trozo que alguna vez fuera parte de una desconocida construcción.

—¡Tome! ¡Llévele esto! —exclamó, bastante molesto, tendiéndole al otro lo que acababa de levantar del suelo.

Basil apartó de un manotazo lo que Krekor le tendía.

Desde donde se encontraba, Lali los veía aunque no escuchaba lo que decían. Pero era evidente que estaban peleando. Se sintió intranquila. Ese hombre, Basil, no le gustaba. No le había gustado desde el comienzo. Y, por lo que parecía, a Krekor tampoco le gustaba. Aunque por alguna razón lo dejó viajar con ellos.

La muchacha comenzó a pensar que el mercader lo había hecho contra su voluntad.

Nuevamente escuchó ese sonido musical. Venía de alguna parte de entre las ruinas. ¿De dónde? Tenía algo familiar. Lo había oído antes. Pero, ¿dónde?

Los otros dos aún continuaban discutiendo y no habían escuchado cosa alguna o no le dieron importancia.

Otra vez. Y de alguna parte surgió lo que parecía ser un débil eco. Pero no lo era pues no era una repetición de lo anterior. Más bien una respuesta. Montada sobre la gran bestia de carga, ella prestaba atención a los sonidos, intentando recordar. Eran musicales, como una melodía.

¿De dónde podrían provenir? ¿El crujir del hielo? ¿El viento? No lo creía.

Pensó en avisarle a Krekor, pero cambió de idea. Ellos no parecían haberse dado cuenta, y si le avisaba al mercader, el otro hombre también se enteraría, y a Lali eso no la entusiasmaba.

La nieve había comenzado a caer más despacio. Ellos parecían haberla olvidado… Sin pensar mucho en lo que hacía, desmontó. La bestia gruñó plañideramente y con la trompa mayor le acarició la cabeza. Ella le palmeó una enorme pata (era lo más alto que alcanzaba), y, bien abrigada, se dirigió hacia la fuente del sonido.

Deambuló entre grandes escombros semihelados. En algunos casos, el hielo formaba una capa de cierto espesor. No podía saber que era observada. Varios pares de ojos llevaban cuenta de cada paso que daba.

«Hay más en camino», se escuchaba el canto. «Pronto estarán aquí».

La muchacha siguió la melodía, pero cada vez parecía provenir de otro sitio.

«Se está acercando», una sola nota musical encerraba el mensaje.

Estaban listos para actuar, si se acercaba demasiado. Si los descubría. Si…

Un sordo golpe en el interior de uno de los escombros más grandes indicó que finalmente habían logrado despejar uno de los pasajes.

El ruido fue suficiente como para que Lali lo oyera, e imprudentemente buscara de dónde venía. Se acercaba demasiado… Sólo tenía que mirar en el sitio adecuado y los vería.

Parecían sombras dentro del hielo.

—Tráiganla —fue el canto.

Justo antes de que la envolviera la oscuridad, recordó el porqué le era familiar esa melodía.

Era similar a la que le había escuchado cantar a esa extraña criatura, la que le arrebatara su collar de dientes de ballena.

 

XIII

 

—¡Quédese si quiere, pero nosotros regresamos!

Krekor le dio la espalda a Basil y se dirigió a donde estaban las bestias. Si el otro era tan tonto como para quedarse en este inhóspito paraje, asunto suyo. Lo que era él, Krekor, no le tenía miedo y nunca debió dejar que lo arrastraran hasta aquí.

Pero…

¿Dónde está?

—Oiga —el otro hombre intentaba correr, pero no era fácil.

—¿Dónde está? ¡Lali! ¡Chica! —llamaba.

—Debe estar por aquí —dijo Basil, con cierta aprensión. No le interesaba mayormente la chica, pero uno no toma a la ligera el que alguien desaparezca en medio de la nada.

Recorrieron las ruinas, llamándola.

Sin resultado.

—No puede haber desaparecido.

Eran vigilados, pero no se daban cuenta.

De alguna forma, no pudieron encontrar la puerta recién abierta. En realidad, sólo la hubieran visto si hubieran sabido qué buscar.

—¡Yo me largo! —exclamó Basil, dirigiéndose a su bestia.

—¡No! Oiga, tiene que ayudarme a buscarla.

—¿Yo? ¿Por qué? No. Yo me vuelvo.

Pensar que hasta hacía un rato era el que insistía en que debían quedarse hasta encontrar algo que llevarle a su jefa.

—Bien —dijo Krekor fríamente—. Váyase.

No iría muy lejos sin la ayuda del mercader.

Basil comenzó a avanzar en dirección a su bestia, cuando se dio cuenta de eso, y regresó.

—¿Viene a ayudar?

—No. Lo pensé mejor. Usted viene conmigo —dijo, sacando su arma y apuntando a Krekor.

—Ni lo sueñe.

Varios pares de ojos los miraban sin comprender la escena.

—Lo necesito, mercader. Tiene que llevarme a la Ciudad.

Krekor ni se inmutó.

—Como dije, ni lo sueñe.

Tenía la ventaja de conocer el sitio mejor que el otro. Se movió lentamente, haciéndole creer al otro que lo tenía dominado, pero en realidad llevándolo adonde quería.

Basil tropezó contra lo que su inexperiencia le había impedido identificar, y el mercader no tuvo problemas para quitarle el arma. Lo golpeó con ella y lo desmayó. Luego fue hacia la bestia a buscar con qué atarlo y algo de abrigo para protegerlo del frío. No era un asesino.

Hecho esto, continuó la búsqueda de la chica, llamándola y escuchando por si ella respondía. Pasó delante de la boca del pasaje, pero no lo supo.

 

Estaba dejando de nevar.

—¡Ahí! —exclamó el padrastro de la chica.

Era un grupo informe de restos, junto al cual se encontraban dos grandes animales de carga.

—Las ruinas, supongo —dijo Belor.

No había nadie a la vista. Pero no debían de estar lejos.

Y escucharon.

—¡Lali! ¡Dónde estás!

Apresuraron el paso.

—¡Eh! ¡Usted! —gritó Renzo al ver una figura que salía de detrás de una pila de hielo y escombros.

Krekor se paró en seco por la sorpresa.

—¿Krekor?

—¿Quién pregunta?

—¡Mi hija! ¿Dónde está mi hija? —el trineo acababa de detenerse y los hombres bajaron apresuradamente. El padre de Lali corrió hacia un sorprendido Krekor.

El mercader lo miró sin comprender, y luego vio a Yaga, en posición bastante incómoda. En otro momento, se hubiera alegrado.

Como pudo, dijo lo que había pasado, esperando la justa furia de los recién llegados. Pero eso sería en otro momento. Ahora había que encontrar a Lali.

 

Ella estaba a bastante distancia bajo la tierra helada, volviendo en sí lentamente. De alguna parte surgían unos sonidos melódicos. Sin recordar aún lo que había sucedido, abrió los ojos. Lo primero que vio fue una brillante luz sobre su cabeza. Luego a la multitud de criaturas que la miraban fijamente.

Gritó. Y se desmayó.

Fueron sólo unos instantes. Mas ahora, mientras la conciencia regresaba, estaba prevenida. Abrió los ojos pero no gritó. Intentando no parecer asustada, buscó en qué apoyarse. Ahí, cerca, estaba la pared.

Ahora estaba mejor. Y mejor aún porque sus anfitriones se habían retirado a una distancia un poco más prudente, ya sea por miedo o para dejarle algo de espacio.

Los podía ver mejor y se dio cuenta de que eran semejantes al que saliera del agua, allá por su hogar. La misma piel gruesa y resbaladiza (tan parecida a la de los restos de las ballenas), sin pelo, a excepción de algo inidentificable sobre la cabeza. Ojos grandes y oscuros. Y lo que sí asustaba un poco, una gran boca en cuyo interior podían verse multitud de blancos objetos parecidos a pelos. Tan parecidos a los dientes de las ballenas. Mucho más pequeños, pero la similitud era innegable.

Escuchó su canto. Parecían estar en medio de una conversación, donde las melodías se entrecruzaban y cada tanto se escuchaba una nota diferente. Parecía ser una indicación de que otro quería decir algo, y entonces el que emitiera el sonido se largaba con su canción.

—Me llamo Lali —dijo, aunque sin esperanza alguna de ser comprendida.

La melodía calló y todos la miraron.

—Soy Lali —repitió ella, envalentonada—, vengo de…

No tenía idea de dónde se encontraba.

Era un lugar bastante grande, bien iluminado. Levantó la mirada para ver la luz que antes la encandilara, y se dio cuenta de que la producía un objeto suspendido de alguna forma sobre el techo de la estancia. Y no era el único. Más allá había otro. Y otro.

Una de las criaturas se le acercó. Con un largo dedo carente de uñas le tocó la ropa. Apenas, como si esta fuera a saltar y atraparla. Luego se regresó con el resto de los suyos.

¿Sería el mismo ser que ella se encontrara anteriormente? ¿Cómo saberlo? Hasta donde podía ver, todos eran iguales. Apenas si llevaban algo de ropa, si a un puñado de hierbas acuáticas podía llamársele ropa. No tenía idea cuáles eran machos y cuáles eran hembras. Si es que había machos y hembras. Todos eran más o menos de la misma estatura, y tampoco lograba identificar a los más pequeños. Pues seguramente debería haber pequeñitos.

Ilustración: Valeria Uccelli

Se sentiría muy asombrada de saber que estas criaturas tampoco lograban distinguir un ser humano de otro. Cierto que podían darse cuenta de ciertas diferencias de estatura, largo del cabello, y poco más, pero no diferenciaban a un individuo del otro. Mas ellos tenían una ventaja. Hacía mucho tiempo que observaban a los humanos.

 

En cierto momento de su vida, su cuerpo crecía desmesuradamente y se deformaba, perdiendo el uso de las extremidades, que eran asimiladas al interior del organismo. Sólo quedarían unos vagos vestigios de lo que fueran.

Pero aún se sentían parte del pueblo. Esa era la época en que producían un sinnúmero de huevecillos que se autofertilizaban. Algunos, los más, se disolvían en la nada, regresando a formar parte de los tejidos con que se alimentarían sus hermanos más afortunados. El resto se desarrollaría dentro de la «madre» (a costa de los que desaparecían) hasta ser poco más que una larva. Ese era el momento para salir al exterior, una miríada de diminutas criaturas. Los recién nacidos se apiñaban en torno a aquellas que hasta entonces los habían contenido, y estas los alimentaban tomando los nutrientes del agua y, luego de semidigerirlos, vomitaban el producto, que entonces era ingerido por los pequeños.

Las madres mantenían el interés en sus hijuelos el tiempo suficiente, hasta que éstos dejaban el estado de larva. Luego, cumplida su misión, continuaban hacia su destino final. Poco a poco su mente perdía los lazos que la ataban con los suyos, hasta que ya sólo quedaba el instinto.

Mientras, los pequeñuelos que sobrevivían a aquel primer estadio, eran recogidos por el resto del pueblo y educados todos juntos, en una gran guardería. No tardaban mucho en alcanzar el tamaño que mantendrían durante gran parte de su vida, una vida notablemente larga; hasta que a su vez cambiaran y aumentaran monstruosamente y se convirtieran en las que los Otros llamaban «ballenas». Y entonces el ciclo volvería a comenzar.

 

Pero Lali no sabía nada de eso. Lo único que a ella le importaba en este momento era salir de ahí. Ni siquiera tenía idea de que estaba en un túnel, bajo lo que alguna vez fue una ciudad.

Se paró, manteniéndose junto a la pared. Era de piedra, fría y húmeda al tacto. El piso también estaba húmedo, y resbaladizo. Pero a las criaturas no parecía importarle. Al contrario, estaban a sus anchas.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó, más para decir algo que esperando una respuesta.

Uno de ellos se le acercó y le tocó el pecho, mientras decía algo que tenía cierto parecido con el nombre de la chica.

—Ll… —eso era todo. El resto se perdió en su melodía.

Probablemente no les fuera posible articular como los humanos.

—Sí, Lali —dijo ella, esperanzada. El otro señaló hacia arriba, y volvió a pronunciar su sucesión de eles.

—¿Arriba? ¿Yo arriba? ¡Oh! ¡Que yo estoy arriba! —hablaba, aunque sabía que no la comprenderían. Mas se le acababa de ocurrir…

—Entonces… estamos abajo, ¿no?

¿Abajo de dónde?

Lo último que recordaba eran los grandes escombros de las ruinas. ¿Ruinas? ¡Debajo de las ruinas, claro!

También ella señaló hacia arriba, esperando que al menos entendieran la idea.

 

Al ver a uno de ellos tan de cerca, se dieron cuenta de que en realidad no eran tan desagradables como habían temido. No. No eran tan temibles como el viajero les había cantado. Al menos este que tenían delante. ¿Joven o viejo? Era difícil de saberlo, ya que ellos no cambiaban tanto como la verdadera gente. No podían saber que quien estaba ahí abajo, entre ellos, era quien había ocasionado la furia del viajero.

—Regresemos a esta criatura junto con los suyos —era el canto general.

—Sí. Es lo mejor —se escuchaba la melódica aprobación.

—No nos puede hacer daño —aún canturreaba otro.

 

Mediante señas, le indicaron a Lali que los siguiera. Así lo hizo ella, hasta que le indicaron que se detuviera. Luego uno de ellos tomó un paño de hierbas acuáticas entretejidas y le vendó los ojos. Nerviosa, la muchacha lo dejó hacer, aunque sintió tal aprensión que casi grita. Uno, o el mismo de antes, la tomó de la mano y la condujo en la oscuridad por lo que pareció un largo trecho.

Al rato, Lali intuyó, más que vio, la blanca claridad que era el inequívoco signo de la presencia de hielo. Se dio cuenta de que el guía la había soltado. Estaba sola. Se sacó el paño que cubría sus ojos y vio que se encontraba casi en el mismo sitio de donde se la llevaran.

—¡Lali! —escuchó gritar. Qué extraño. Parecía la voz de su padre.

—¡Aquí! —respondió la muchacha.

Con sorpresa vio que efectivamente su padre venía a su encuentro. Y Renzo, el padrastro. ¿Estaría soñando? ¿Qué harían ellos aquí?

Y Krekor, con expresión hosca y preocupada.

—¿Dónde estabas? ¿Qué te ocurrió? ¿Cómo….?

La acribillaban a preguntas.

—Aquí —repitió— estaba aquí.

—¡Pero si por este lugar pasamos varias veces!

Krekor vio algo fuera de lugar, entre unas piedras. El cubrecama de Lali, su adorado abrigo.

—¿Cómo llegó esto ahí? Estoy seguro de que antes no estaba.

La chica tomó el cubrecama y se envolvió con él.

—Es que…

Un grito.

Era Yaga.

—¡Suéltenme! —parecía al borde de la histeria.

—¡Cállese, vieja b…! —comenzó Krekor, pero se interrumpió al ver a un par de sombras corriendo por entre los escombros, se deslizaban dentro de la grieta.

Se frotó los ojos, «debo estar cansado», pensó.

Pero no. Los demás también las habían visto.

—Son los que me llevaron —dijo Lali. Ahora todo estaba bien.

—¿Qué te qué? —preguntó Belor.

—Me llevaron. Creo que abajo.

Yaga seguía gritando. Basil tenía los ojos desorbitados, pero el grito se le había congelado en la garganta.

La ignoraron.

 

Los observaban desde donde se sabían a salvo. Dos de ellos se habían apresurado y los Otros los habían visto. Mas por alguna razón inexplicable sentían que no había que preocuparse.

Quizás al ver que los saqueadores estaban atados.

Significaba que no todos los recién llegados querían apoderarse de lo que era del pueblo.

De todas formas, continuaban observándolos.

 

—Son como el que vi allá en casa —finalizó Lali. En cierta forma se sintió aliviada de tener algo importante que decir. Eso la salvaba (por el momento) de un merecido regaño.

—Todo esto debe ser de ellos —agregó Krekor, pensativo, mirando las ruinas que los rodeaban.

Habían acampado junto a un muro que se mantenía mejor que otros. Allí, bajo el abrigo de las grandes bestias, habían hecho que Lali cambiara sus ropas húmedas y comiera algo, si no caliente, al menos con muchas calorías.

—¡Oigan! ¿Quieren venir a desatarnos? —era la voz de Yaga, algo más compuesta.

No le prestaron atención.

—¡Pueden quedarse con esas cosas! ¡Y les daré…!

Como si hablara a la pared.

—Y su piel se parece a la de las ballenas. Y los dientes —recordó la chica.

Renzo dijo, casi repitiendo lo que dijera el mercader:

—Este debe ser su hogar.

—¡Pero está en ruinas! ¡Aquí no puede vivir nadie! —intervino Krekor.

Belor lo miró con frialdad. No le perdonaba el que se hubiera llevado a Lali.

—Quizás… —comenzó Renzo. Luego de un momento continuó— Quizás antes vivían aquí. Entonces algo pasó y tuvieron que irse.

—¿Bajo tierra?

—Es posible.

Lali se había levantado y se alejaba de donde ellos estaban. Iba hacia la Fisura.

—¡Lali! —llamó el padre, alarmado.

—Quiero ver —dijo la chica.

—Yo te acompaño —dijo Belor.

Los dos, parados a distancia prudencial del borde de la grieta, miraron hacia abajo. Hacia donde desaparecieran las dos figuras.

—¿Cómo hicieron para bajar? ¿Y para subir? Supongo que primero subieron.

—Tendrán su modo —dijo Belor.

—Es profunda, ¿no? —comentó Lali.

—Nadie sabe cuánto —agregó Renzo, que llegaba junto a ellos.

—Algún día vas a tener que decirme ciertas cosas —murmuró Belor, más para sí mismo que para los demás. Desde que comenzara el viaje, había llegado a la conclusión que este hombre, el tercer esposo de su segunda esposa, era alguien verdaderamente singular.

Lali hubiera jurado que escuchaba el canto de esas criaturas surgiendo desde las entrañas de la Fisura.

—Creo que mejor nos vamos —dijo el tercer esposo de Laila—. Tengo la impresión de que no estamos solos.

Belor asintió.

No tardaron mucho con los preparativos para marcharse. Pero antes, Belor extrajo los objetos que le quitara a Yaga y los depositó junto a lo que alguna vez fuera parte de algún muro.

—¡No lo haga! —gritaba Yaga— ¡No sabe lo que esas cosas pueden hacer!

Belor se acercó a la mujer.

—Son el poder —susurró la mujer.

Ahí el padre de Lali se dio cuenta de que todo este tiempo ella sabía de qué se trataban estas ruinas.

Basil forcejeaba e insultaba, pero no le prestaban más atención que a su jefa.

—¿Qué hacemos con estos dos? —preguntaba Krekor.

Belor fue el que respondió.

—Si los llevamos de vuelta a la Ciudad, ella se las va a ingeniar para continuar saqueando a esta gente.

Hablaba de «gente», refiriéndose a las curiosas criaturas que vivían en el subsuelo.

Krekor asintió. Sentía vergüenza de reconocer que él mismo había saqueado para esa mujer.

Pero eso era antes.

—No podemos dejarlos atados. Se morirían de frío. Y no podemos… —susurró apenas la palabra, pero Lali tenía un oído excepcional y la escuchó— matarlos.

—No. No podemos —concedió Belor.

—Pero hay algo que sí podemos hacer —dijo Renzo.

 

Les llevaría algún tiempo liberarse, una vez que alcanzaran el cuchillo que les dejaran a cierta distancia. Para entonces, ellos estarían a una distancia segura. Los alimentos les durarían dos o tres días, con suerte. Luego…

Quizás las criaturas que moraban bajo tierra decidieran ayudarlos. O quizás no.

De cualquier forma, aun si se liberaban, tendrían que tener mucha suerte para llegar a algún sitio habitable.

 

En cuanto vieron que los grandes animales y el trineo se perdían de vista, salieron a la luz. Recuperaron la unidad de almacenamiento de memoria, que les dejaran junto al muro, y se acercaron a los dos saqueadores que permanecían atados.

Se quedaron un rato observándolos, sin hacer caso de sus gritos.

Luego regresaron a su mundo subterráneo, no sin antes recoger el cuchillo que se encontraba a poca distancia de esos dos.

Eran saqueadores. Ahora ya no saquearían más.

 

—¿A dónde va ahora, mercader?

—Mi ruta de siempre.

—¿Por qué no a nuestro terruño? —preguntó Lali.

—No. Ese es territorio de los otros mercaderes. No les gusta la competencia.

Lali asintió.

Permanecieron en la Ciudad de Hielo durante algún tiempo, hasta que las condiciones mejoraron y pudieron continuar rumbo a casa.

—¿Fueron suficientes aventuras? —preguntó el padre.

—Supongo que sí —respondió la jovencita, bien arropada en el trineo. Casi envuelta en el sueño, tuvo tiempo de preguntarle a su padre:

—¿Crees que sean parientes de las ballenas?

Ni el padre ni el padrastro supieron qué contestarle.

En cuanto se durmió, Belor se dirigió a Renzo:

—Bueno, ahora hay varias cosas que quiero saber.

Iba a ser un viaje interesante.

 

Epílogo

 

Estaban cambiando… Aún conservaban sus facultades mentales, pero con tristeza y resignación se daban cuenta de que a cada momento que pasaba perdían un minúsculo fragmento de su ser. Su canto era un canto amargo y con sabor a despedida.

Todavía faltaba…. Primero vendrían los hijuelos. Una miríada de ellos. Pero luego…

Llegaría el momento en que no serían capaces de reconocer a su propia gente. Entonces se rendirían ante el instinto implantado y recorrerían los mares, ofreciéndose en sacrificio. Aquellas que sobrevivieran a la matanza, se dirigirían a la fosa, para terminar sus días entre los que fueran miembros de su camada.

Así era y así debía ser.

Los balleneros no tenían idea de lo importante que era el servicio que involuntariamente prestaban, procesando los enormes cuerpos hasta que solo quedaban los tejidos y fluidos que eran inútiles para el consumo humano, esos recién llegados. A veces estos restos se pudrían en la Factoría, pero aún así llegaban a impregnar el terreno y penetrar hasta lo más hondo. Era un banquete para los microorganismos que rondaban el suelo helado. En otras ocasiones iban a parar al mar. Ahí se deshacían y también servían de alimento a esos microorganismos. De cualquier forma que se considerara, eran la principal fuente de alimento para los pequeñísimos seres que a su vez alimentarían a los nuevos miembros del pueblo.

Ese era el ciclo de su vida, planeado por sus lejanos antepasados (y de alguna forma adaptándose y buscando nuevas oportunidades), como la única forma de sobrevivir en las condiciones extremas a las que el cataclismo les había llevado.

 

De la Ciudad de Hielo iría a la Factoría, como de costumbre. Luego, de regreso a la ciudad. Ya nunca más llegaría hasta el extremo sur, hasta la Fisura. Pero Krekor no lo lamentaba. Tomaba las cosas como venían.

Al transponer la puerta de la Ciudad, miró hacia atrás para ver a los niños que jugaban en medio del hielo, y volvió a ver a esa niñita que tanto le recordara a su propia hija.

Sintió una punzada de dolor al pensar en sus hijos. Pero era una pequeña punzada. Apenas se había puesto en camino cuando ya sus hijos sólo eran un vago recuerdo en un rincón de su mente.

No podía evitarlo. No era hombre de familia.

 

 

E. Verónica Figueirido fue una de las fundadoras del CACyF en 1982, y ha colaborado con sus ficciones en NUEVOMUNDO, SINERGIA, CUÁSAR, VÓRTICE, CYGNUS, PARSIFAL, FOBOS y SOLARIS. Vive en Necochea, provincia de Buenos Aires.

Hemos publicado en Axxón: DEMOGRAFÍA (158), HOTEL IMPERIAL (182), LA DAMA DE LA LUNA (193)

 


Este cuento se vincula temáticamente con EL EMBAJADOR DE CULMAR 6, de Martín Cagliani, LA ANGUSTIA -Y NO BROMEO- DE DIOS, de Michael Bishop, SINGULARES PAUTAS DE COMPORTAMIENTO A 55 A.L DE LA TIERRA, de Javier Fernández Bilbao

 

Axxón 203 – diciembre de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Colonización Espacial : Exobiología : Argentina : Argentina).