Revista Axxón » «La huida», Ramiro Sanchiz - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

URUGUAY

El edificio llevaba allí más de cincuenta años. Todavía recuerdo cuando, de niño, recorría en bicicleta aquella zona baldía tan ajena a la vida del barrio, asustado de la mole siniestra que emergía, gris y prismática, entre las malezas y los eucaliptos, a un lado del camino vecinal que se perdía en el campo. Incluso después de la primera mudanza de mi familia, cuando yo tenía doce años, con la excusa de visitar viejos amigos recorría media ciudad en un ómnibus de recorrido interminable, bajándome ante el viejo camino de tierra y caminando, guiado por aún no puedo entender qué determinación, hacia el derruido portón de hierro que flanqueaba las inmediaciones del edificio. Entonces me paraba a contemplarlo unos minutos y huía: permanecía allí apenas los escasos minutos que mis fuerzas me permitían antes de flaquear del todo y huir presa del miedo más primario y básico. Pasaron los años y ya no regresé, pero a veces, al despertar, me daba cuenta de que había soñado que jugaba en aquel terreno, que abría mi ventana todas las mañanas y lo encontraba en lo alto de una colina, que me arrinconaban fuerzas desconocidas y era el único refugio lo que fuese que había tras sus puertas cerradas. De hecho, empecé a temerle todavía más, a sentirlo como el lado tenebroso de mi infancia, capaz de contaminar mi vida entera. Esoestaba en la ciudad (en mi vida), en su límite remoto quizá, pero innegable, permitido, como si una persona de costumbres intachables también torturase un gatito el tercer viernes de cada mes. La ciudad, terminé por sentir, mi ciudad, era culpable de aquello, de ese fragmento de mis pensamientos que no dejaba de asediarme. Y había un solo momento de descanso: cuando pasaba los veranos en la casa de mis abuelos en Punta de Piedra, a cuatrocientos kilómetros en dirección al este, al océano, porque allí la carga parecía remitir, desvanecerse, y el aire era límpido y la luz más brillante.

Terminada mi adolescencia, buscando —entre otras cosas— una salida a aquella obsesión, huí de la ciudad para sumirme en años de estudios en universidades del norte, en el corazón de la vida agitada de la metrópoli y los centros culturales, artísticos, científicos, del Imperio de nuestros días. Allí me sentí libre, sereno, pero sucedió que un día debí regresar (había fallecido un amigo de la infancia), ya entrado en la treintena, con una vida hecha o deshecha, porque es lo mismo. Había olvidado al edificio, o había creído olvidarlo, y, desprovista de aquella carga ominosa, la ciudad de los primeros veinte años de mi vida había cobrado un nuevo atractivo. Empecé a buscar excusas, cosas que hacer, amigos que visitar, y todo con el fin de postergar la partida, como si una voz aún no reconocida estuviese llamándome a quedarme. Nunca creí de verdad en el destino ni tampoco renegué con fe de esa creencia (quizá se trata de una pauta demasiado compleja que sólo cobra sentido en la muerte), sin embargo, durante aquellos días de mi regreso, entendí que algo estaba reclamándome a las tierras de mi infancia y mi primera juventud, algo inasible y a la vez innegable, algo que me hacía despertar con ansiedad a la mitad de la noche, esperando, entendiendo que no hacía otra cosa que aguardar lo que fuese que, quizá al día siguiente, daría sentido a mi renovado apego por la vieja ciudad.

Y sucedió que recibí un llamado telefónico requiriendo mis servicios. Al mes de mi regreso había aceptado invitaciones de algunas universidades para dar charlas de mi especialidad ante los estudiantes, exponiéndome supongo a cierta conciencia pública de que yo estaba allí. Puede parecer trivial que lo diga, que lo reduzca a esas palabras, pero es la única manera que tengo de explicármelo, porque ellos dieron conmigo. Me ubicaron con precisión y llamaron a mi número. Su nombre me sonaba familiar, sobreentendí que por asuntos de la profesión, y acepté sin pensarlo dos veces, está claro que porque un trabajo, un verdadero trabajo, era la mejor manera de quedarme en la ciudad. La excusa perfecta. Me citaron para el lunes a las diez de la mañana. Anoté la dirección sin reparar en aquel nombre de calle sumado a las morosas indicaciones de rutas posibles, pero recién el domingo por la tarde entendí de qué calle se trataba: la misma que moría en aquel edificio de mi infancia, por aquel entonces abandonado y ahora, supuse, derribado y sustituido por un hipermercado o un complejo de viviendas. No recordaba la numeración de aquella calle —en rigor, un camino de tierra, como ya he dicho—, de modo que el lugar de mi cita podía ubicarse tanto en aquel misterioso más allá que siempre recuerdo como una llanura infinita extendiéndose hacia el norte, como cerca de la avenida, a la vuelta de la casa de mi infancia. Me alegró con esa nostalgia tonta que a veces me atrapa, la idea de ver una vez más el barrio, las fachadas que han permanecido grabadas en mi memoria, las esquinas, llenarme del olor del césped recién cortado o el de la lluvia sobre el hormigón caliente.

 

El lunes me levanté lleno de expectativas y tomé el único ómnibus que se internaba por aquellos suburbios; era el mismo camino que recorrí tantas veces en mi adolescencia, a través de una ciudad que había crecido poco y nada. Bajé en la avenida y empecé a caminar. Las primeras tres cuadras eran de asfalto; luego comenzaba el camino vecinal, las cuadras largas y desoladas, con sus casas de frentes interminables, sus portones o tranqueras y las cunetas invadidas por malezas. La numeración no era continua, pero estaba claro que aún tenía un buen trecho por delante. Sólo entonces me pareció extraño que mi tipo de trabajo tuviese algún punto de contacto con ese barrio, esa lejanía. Soy, era, esencialmente un académico, y lo que hacía solía ser entre libros, en aulas, en contacto con otros eruditos de mi profesión, escasamente en laboratorios. Y nunca en el último rincón de un suburbio, lejos de todas partes. Empecé a temer, a dejarme invadir por la paranoia más elemental. Entonces lo vi, como un relámpago. Una fila de árboles había estado cubriéndolo gran parte del camino, pero al acercarme su altura sobrepasó la de las copas. Gris, rectilíneo, masivo, imagen de la objetividad más incuestionable. Consulté la numeración una vez más, innecesariamente. Era allí.

Ilustración: Aradano

Mi primer impulso al entrar fue explicarle a alguien la asombrosa coincidencia —ese asombro es personal e intransferible, lo sé— que unía al lugar donde habían emplazado su Instituto con mi infancia. Creo que abstenerme fue lo correcto, aunque mi asombro debió ser más que legible. Fui guiado por los diferentes laboratorios y presentado a los jefes de sección, todos ellos encantados de contar conmigo, alguno que otro dejando claro incluso que mi presencia venía siendo deseada hacía tiempo. No pude evitar cierto orgullo profesional, a la vez que una sincera y creciente admiración por las instalaciones que iba conociendo, que llegó a su máximo cuando supe de sus logros principales: un sátiro, tres ninfas, un centauro y lo que me describieron como un dragón moribundo, cada uno de ellos en su pabellón especialmente acondicionado. Todas las criaturas, me enteré, eran atendidas por expertos especiales. Con alegría estreché las manos de luminarias de la disciplina, colegas y maestros de todo el mundo, nombres que brillaban en todas las bibliografías. La curadora del hábitat de las ninfas y el experto en sátiros prometieron sendas visitas a los respectivos entornos de sus criaturas para el día siguiente. Yo, un mero teórico que apenas había estado en la presencia de una náyade agonizante y los huesos de un kraken, apenas podía ocultar la emoción. Mis guías —el coordinador general del subsuelo y el encargado de Recursos Humanos— detallaban los proyectos que estaban llevándose a cabo esos mismos días: dos sirenas y un elfo, enseñándome las complicadas maquinarias que prepararían la sintonía de realidad necesaria para convocarlos. Ese era el método que venían usando, aclaró, aunque estaban pensando en virar a otras técnicas, y aquí el coordinador me hizo un guiño, como asumiendo que yo haría ese aporte al Instituto.

Pronto llegamos a la oficina del director. Me saludó con un fuerte apretón de manos, invitándome a sentarme ante su escritorio. Charlamos un buen rato, supuse que para distender la atmósfera un poco solemne que aquel paseo —que tenía algo de progresión pero también de descenso— había creado. Tras este preludio, carraspeó y dijo:

—Estimado doctor Stahl, voy a decirle de buenas a primeras para qué lo hemos traído. Habrá notado el alcance presente de nuestra colección, y confío en que se le han comunicado cuáles son las adquisiciones previstas para estos días. Usted, en cierto modo, va a completar lo que hasta ahora es parcial, imperfecto. No se le ha mostrado el último subsuelo del edificio; será para usted. Allí, mi querido Stahl, usted convocará un minotauro.

 

Apenas pude dormir esa noche. ¿Un minotauro? ¿Precisamente la criatura más difícil de convocar de acuerdo a todos los tratados de la disciplina? Y, a la vez, la más ingobernable, la más aterradora para nosotros los humanos. Agentes del caos, los llamaban en la prehistoria de nuestra ciencia; arañas que tejen una tela de locura, según las palabras de VanRockwood. ¿Y precisamente yo iba a convocar a uno de esos seres de pesadilla? Mi experiencia real era mínima. En lo concerniente a la práctica apenas conocía los rudimentos; podía pasarme horas detallando los múltiples paradigmas en vigencia sobre las criaturas metadimensionales y fácilmente armaría una monografía sobre los minotauros, pero convocar a uno, traerlo, prepararle un entorno y estabilizarlo, era algo en verdad muy diferente.

—Discúlpeme, pero la verdad es que… no creo estar preparado para algo así —le dije al director, una buena parte de mí llena de vergüenza por estar de alguna manera rechazando la oportunidad de mi vida.

—No, Stahl —fue la respuesta—, es natural cierta inseguridad ante el volumen de la tarea, pero aquí tenemos plena confianza en usted. Hemos seguido su carrera, leído sus trabajos, desde su primera tesis sobre la naturaleza de los sátiros hasta la reciente Sirenologíaque editó, prologó y enriqueció con cuatro trabajos originales que, de hecho, están sirviéndonos de gran ayuda al afinar nuestras maquinarias para convocar a las dos ligeídidas que nos ocupan en estos momentos.

Intenté explicarle que mis conocimientos eran exclusivamente teóricos, pero no me lo permitió o silenció mis argumentos afirmando que aquello era irrelevante. Tendría a mi disposición el número de ayudantes que fuera necesario, así como también las máquinas que entendiese adecuadas para la tarea. Finalmente acepté —no podía haber hecho lo contrario, era realmente una oportunidad que no sucede dos veces en la vida de nadie—, fijando los términos de mi contrato y comprometiéndome a entregar en tres días un informe detallado de mis planes y necesidades.

Esa noche el insomnio colaboró a colocar a mi mente en un punto más alto de lucidez. Repasé las nociones fundamentales de la minotaurología: su condición aberrante, contraria a la razón humana y a su plano de vibración sutil, la violencia hacia las leyes de nuestro cosmos que implicaba su irrupción y la consecuente creación del laberinto como zona intermedia. Recordé que estaban a punto de atrapar a un elfo. Sería interesante atender a los métodos que pensaban utilizar, que seguramente podían serme de utilidad, ya que, para muchos autores, los elfos están emparentados en más de un sentido con los minotauros. Creo que logré conciliar el sueño a eso de las cinco de la mañana. Me desperté a las nueve, desayuné, y partí hacia el Instituto.

 

Gran parte de esa mañana la pasé curioseando en el pabellón de las ninfas y los sátiros. Habían acondicionado un filtro mínimo, apenas lo necesario para evitar el clásico shock al que va siempre ligada —al menos en el humano promedio— la contemplación de un ser metadimensional.

—Hace no mucho tiempo el filtro estaba calibrado en una potencia bastante mayor —la curadora del hábitat de las ninfas me explicaba con orgullo la historia de los ejemplares que tenían en cautiverio—, pero en la práctica hemos descubierto que en el caso de las ninfas la tolerancia ante el shock puede ser bastante grande. Nos sorprendió mucho constatarlo; creemos que en algunos casos puede vincularse a cierta atracción erótica residual. Cuando estábamos operando la pantalla —golpeó con una uña el cristal que nos separaba del hábitat— en el punto ocho de la escala surgían todas las imágenes del inconsciente colectivo, las impresiones míticas que aún persisten en algunas partes del mundo… usted las conocerá, las doncellas bailando entre los árboles, la belleza clásica, todo eso. Ahora estamos trabajando un punto tres. Es así como las está viendo ahora.

Miré hacia el recinto. No era una imagen fácil de soportar. Las ninfas aparecían como criaturas aterradoras, sin perfiles precisos, de forma inasible o inclasificable. Quizá podría describirse como una suerte de figura ondulante, que cambiaba según los movimientos y cierta relación con el entorno. Mis lecturas sobre el uso de pantallas de adaptación estaban bastante poco actualizadas, pude entender. En ningún caso se hablaba de grados de la escala inferiores al cinco.

—Quizá le resulte un poco difícil… si lo desea puede usar el casco. Los lentes están configurados en un grado cuatro, que sumado al de la pantalla…

—No, gracias —dije—, no es necesario. Después de todo, si voy a convocar un minotauro…

No terminé la frase. Volví a fijar la vista en las ninfas. Una se había acercado a la pantalla. El cráneo alargado, deforme de un modo que no podía fijar, y los ojos sin pupila, me revolvieron el estómago. Respiré profundo y tragué saliva, intentando reprimir las náuseas.

—¿Desea entrar? —me preguntó la curadora.

Tuve que negarme.

—Quizá en un par de días —le dije. Aquello era una vergüenza. En lo profundo, supe, aquella mujer estaba despreciándome. Y con razón.

—Dicen que sin pantalla alguna son hermosas.

Intenté sonreír. Nos apartamos de la ventana y conversamos un rato de temas intrascendentes. Me despedí y caminé hacia el siguiente pabellón.

En el caso de los sátiros, el filtro operaba a un nivel seis, el clásico para la especie, en este caso no muy apartada del constructo que llevamos impreso en el inconsciente colectivo. Se ha especulado que el continuo de origen de los sátiros está lo suficientemente cerca del nuestro como para facilitar el contacto (la historia de las posesiones todavía agota volúmenes enteros en la bibliografía al uso, como, por ejemplo, Schmidt y Lissardi), tema que no dejó de estar presente en la concisa historia de la disciplina —marcando con orgullo los logros alcanzados en el Instituto— que el curador, un hombrecillo calvo y de baja estatura, extraordinariamente locuaz, elaboró para mí.

—Ahí lo está haciendo de nuevo —dijo, con una risita infantil y quizá cierta desilusión.

La criatura estaba masturbándose. Con los ojos fijos en el techo de su hábitat manipulaba con energía su miembro de exageradas proporciones.

—Hemos intentado, por supuesto, el clásico experimento de facilitar una cópula entre él y una de las ninfas. Tuvimos que separarlos antes de que la asesinara, todavía no está muy claro por qué. A partir de ese momento desarrolló un comportamiento diríase… melancólico. Quizá usted no pueda notarlo, claro; haría falta cierto tiempo, cierto conocimiento de este espécimen en particular, por supuesto. Pero créame si le digo que algo no va bien con nuestro amigo. Estamos pensando en convocar otro de la especie, para después de su minotauro, por supuesto. Quizá eso cambie las cosas.

 

No quise ese día contemplar al centauro o al proceso de invocación de las sirenas, y mucho menos al dragón. Si bien supuse que se emplearían con estas criaturas pantallas más poderosas a la hora de estudiarlas, entendí que las ninfas ominosas y el sátiro melancólico —según las palabras del curador— habían sido demasiado para un solo día. De regreso, mi madre me esperaba con una abundante merienda, café, mantequillas de dulce de leche y tostadas. También me tendió un sobre.

—Llegó esta mañana para vos —dijo—, pero no lo trajo el correo, no tiene sellos. Lo habrá traído quien te lo escribió.

Era una carta, escrita a mano con caligrafía clara y legible. «No se fíe de quienes lo han contratado», decía,«hay muchos de sus propósitos que usted ignora. Pregunte de dónde provienen las finanzas, luego recapacite. Lo espero mañana a las seis de la tarde en la plazoleta de la Catedral».

—¿Qué dice? —preguntó mi madre, untando una tostada con paté y tendiéndomela.

—Nada —mentí para no alarmarla—, una invitación a una charla en la universidad. Tendré que avisar que mi nuevo trabajo no me permite asistir.

—Ah, qué lástima. Con lo que te gustan a vos esas charlas…

Mordí la tostada y asentí.

 

El resto del día lo pasé consultando la poca bibliografía que había logrado reunir desde que llegué a la ciudad. Me resultó bastante claro que sería imposible recurrir a los métodos físicos, como bombardeo del recinto con materia sutil, campos de extranergía o apertura de canales de Radzinsky. Los pocos ejemplos de minotauros capturados, en general de modo bastante efímero o inestable, habían sido logrados con el viejo procedimiento de la sustitución, —para el que había que incurrir en la dudosa ética, tan empleada en los comienzos de la disciplina, de apelar a un voluntario, y entiéndase que este término es un claro eufemismo— sobre el que lograr la irrupción del minotauro, o la amplificación de procesos mentales de un médium o canalizador, que finalmente se vería convertido en la criatura. Esta última opción me pareció la más adecuada. Pero quedaba la cuestión, por supuesto, de encontrar a la persona con semejantes habilidades. Además de acondicionar un buen amplificador psiónico y conectarlo a la matriz de realidad del recinto, en este caso —así lo requerían las características intrínsecas del minotauro— un espacio de tamaño importante.

No me pareció difícil creer que los del Instituto debían haberse anticipado a estas conclusiones para tener algo preparado, especialmente ante la gigantesca infraestructura que implicaría preparar el mencionado subsuelo del edificio con el cometido de generar el hábitat. Me fui a dormir esa noche un poco más tranquilo, habiendo hecho un progreso de relativa importancia, y, a la vez, bastante inquieto, al menos cuando aquella carta insistía en mi conciencia. ¿Sería quien la firmaba un detractor, algún miembro de las tantas agrupaciones contrarias a la tecnología metadimensional? Podía tratarse de un fundamentalista violento, sin lugar a dudas. Por otro lado, no había un verdadero tono de amenaza en la carta. ¿Debía acudir a la cita?

En algún momento de la noche tuve un sueño bastante vívido. Una hermosa mujer me mostraba una pajarera monumental, una jaula gigantesca de acero llena de formas barrocas como espolones o quillas. Al poco tiempo ella desaparecía. Me encontraba solo en el centro de la pajarera, que parecía también un gran invernadero. En un rincón me contemplaba el sátiro, con una terrible expresión de tristeza, y, más allá, dos científicos que identifiqué como miembros del Instituto, mirándome y tomando notas, hablando entre ellos. Creí entender la palabra elfo.

Allí desperté. Supuse que se trataría de un sueño típico producto de la ansiedad o de la exposición a lo nuevo. La pajarera podía ser el recinto de las ninfas, la bella mujer una adaptación hecha por mi inconsciente —y quizá por mi deseo— de la curadora (o de la presunta hermosura de las ninfas una vez vistas sin filtro alguno), y el fauno llorando mi manera de reaccionar ante la especie de intuición que me había comunicado el satirólogo calvo. Desayuné y partí hacia el Instituto. Esa mañana pensaba entrevistarme con los curadores de las áreas del dragón, el elfo y el centauro, determinado a contemplar al menos al último. El director me recibió palmeándome un hombro y preguntándome cómo iba mi reporte metodológico.

—Bien —le respondí—, muy encaminado. Pienso entregárselo mañana, sólo para tener la ocasión de revisarlo un poco esta noche, quizá a la luz de lo que aprenda en los pabellones que aún no he visitado.

Asintió, con cierta expresión de seriedad que no me resultó tranquilizante.

—Está muy bien. Abajo tenemos todo bastante preparado, sólo hace falta que nos detalle cuál método le resultará más adecuado. Hemos tomado alguna precaución, por supuesto, de modo que sea lo que sea que nos recomiende, estaremos preparados.

Sonrió y miró el reloj.

—Debo irme, tengo algunos asuntos que supervisar en relación al elfo. No se olvide al retirarse de pasar por Recursos Humanos, hay algunos documentos que todavía debe firmar.

Me palmeó un brazo y avanzó por el pasillo. Seguí caminando hacia el área de los pabellones y llamé a la puerta del dedicado al centauro. Sonó el timbre del portero automático y entré. Era una sala bastante grande, ocupada en gran parte por lo que parecía un cubo de metal negro, conectado por todas sus caras visibles a una compleja maquinaria instalada en las paredes, llena de pantallas color ámbar, cables de conducción de gases y fluidos, teclados de metal, válvulas y medidores. Una enorme Krautz-VonStraumer, comprendí. En un rincón se encorvaba una mujer de mediana edad; a su lado, un hombre alto y delgado le dictaba cifras que leía de una planilla.

Carraspeé.

—Ah, sí —dijo el hombre—, es usted Stahl, por supuesto.

La mujer se enderezó.

—Disculpe… estábamos terminando un afinamiento de la Krautz… usted sabe cómo son estas máquinas, hay que echarles un ojo todos los días.

Saludé a ambos con un apretón de manos.

—Ignoraba que todavía podían encontrarse en uso —realmente estaba asombrado ante la maquinaria—, pensé que los inductores mediúmnicos las habían vuelto… engorrosas.

El hombre rió.

—En lo más mínimo —dijo la mujer, haciéndome entender con la mirada que me había excedido.

—Disculpe… no quise…

—No se preocupe, entiendo su punto de vista. Para nosotros también fue sorprendente descubrir la… —miró al hombre, y éste tomó la palabra.

—…ventaja inherente de esta maquinaria, a la hora de encarar un problema tan específico como los centauros. Después de todo, se ha dicho que el don del centauro es la profecía y…

—Es el tema astrológico, por supuesto —lo interrumpió su compañera—. Las Krautz fueron construidas con una sensibilidad especial para ese tipo de influencias. Fue todo un hallazgo redescubrirlas.

—Redescubrirlas, exacto —repitió el hombre, asintiendo.

Reparé que las túnicas de ambos estaban cubiertas de símbolos herméticos trazados a mano, a veces con torpeza.

—Usted podrá pensar que estos métodos…

—¡No, no! —me atajé— Para nada podría yo pensar que…

—…pero créame que han sido… que sonproducto de una larga reflexión…

—…producto de un riguroso descarte —completó la mujer—. Probablemente esto amerite una tesis metodológica, una nueva funcionalidad práctica de las Krautz, mucho más allá de lo previsto.

—Quizá a usted le resulten de utilidad, doctor Stahl… a la hora de convocar al minotauro, quiero decir. ¿Ha escogido ya su método?

Pensé que no tenía motivos para no ser sincero.

—Estoy todavía por decidirme. Una opción podría ser el sistema mediúmnico. Creo que es lo que terminaré recomendando, si es que podemos resolver el problema del canalizador.

—¡Por eso no se preocupe! —la mujer parecía entusiasmada. Su compañero había vuelto al teclado de la Krautz—; mire, le voy a contar algo. Hará unos seis meses se intentó convocar un minotauro, abriendo un canal Radzinsky. Fue un desastre. La onda generada casi arrasa con los campos de contención de las otras criaturas. Las energías del minotauro, sabe usted muy bien, son demasiado altas. Entonces se previó que un experto en la materia usaría o bien el método sustitutivo o un sistema equiparable al nuestro, con la Krautz. Y para ambos se tomaron recaudos. Puede usted quedarse más que tranquilo al respecto, que hallará aquí todo lo que necesite.

El hombre había terminado el trabajo en el teclado.

Se miraron un instante. Luego ella señaló al gigantesco cubo de metal.

—Ahora, ya que vino a visitarnos… ¿no quiere entrar?

 

Me resultó bastante extraño que la entrada al recinto del centauro no requiriese equipamiento alguno, así fuese sencillamente un casco como el que me había ofrecido la curadora de las ninfas. La mujer, cuando le insistí en el tema, no hizo más que aludir a las propiedades sorprendentes de las máquinas Krautz-VonStraumer, que volvían innecesarios —según dijo— a las pantallas, filtros y dispositivos de adaptación. Había imaginado que me sentiría como el primer hombre que se sumergió en el mar con una escafandra, recordando los cursos de Metadimensional Práctica en mis años de estudiante, con todo el pesado equipo en la espalda, los anteojos, guantes y botas, pero entrar a los dominios del centauro fue tan fácil como abrir la cancel del zaguán y poner un pie en la casa propiamente dicha.

Me encontré repentinamente en un páramo lleno de troncos caídos y petrificados. Por todas partes se cernía una niebla pesada, densa, que se adhería a mi cara y mis manos. Caminé un poco a ciegas, con la mirada perdida en las caprichosas formas de los troncos, algunos semejantes a manos descarnadas de huesos espinosos, mientras mis pies se hundían en charcos de un lodo espeso y tibio. De pronto un aullido llenó el aire, una nota sostenida que sabía a madera y a tripa, como entonada al unísono por un violín arcaico y un oboe o clarinete igualmente primitivo. Estremecido, sentí de inmediato (no solamente porque podía oírlos, era sentirlos con todo mi sistema nervioso, golpeándome las cervicales y avanzando por todas las ramificaciones de mis nervios) el ruido de unos cascos al galope. Mi mente, de repente desconectada de cualquier control que yo pudiera o creyera tener sobre ella, como alguien que tropieza con un enchufe y hace desaparecer la imagen del televisor, evocó con la más tremenda certeza de realidad la imagen de una manada de caballos salvajes galopando bajo la luna en una estepa interminable. Una luna inmensa y sanguinolenta, reflejada en los ojos negros y redondos, fijos, llenos de la más terrible inhumanidad. Pero, al mismo tiempo, estaba la calidez de la piel humana, del abrazo de una compañera, de noches ante el fuego entre rocas apiladas para armar un refugio, risas remotas (no en el espacio sino en el tiempo, en el tiempo programado en mi mente, supongo, la información almacenada en todos los códigos que me conforman) y la sensación de bañarse en la luz de las estrellas. Entonces algo me hizo volver al páramo, como si hubiese de golpe abierto los ojos. Ante mí estaba el centauro, uniendo en una sola mirada las dos imágenes en apariencia contradictorias que habían pasado por mi mente, una acercándose —la de los caballos al galope— y la otra naciendo de mí, la del pequeño grupo de humanos en una caverna o en la ladera de una montaña, contándose historias alrededor del fuego e interrogando a las estrellas, al comienzo mismo de los tortuosos caminos que nos trajeron al presente.

La bestia hizo un gesto, inclinando la cabeza. Empecé a marearme. Creo que intentó hablarme, pero yo no entendía o no quería entender. Caí de rodillas. Es posible —o quizá mi recuerdo terminó por configurarlo, con ese gesto artificioso de los escritores que rellenan sus historias con falsos detalles que quieren dar la sensación de lo real y sólo logran señalar las maneras de su arte— que llegase a oler su aliento inundando el aire, aroma de hierbas y de carne chamuscada. Entonces volvió a hablar, o logró modular mi idioma, o fue capaz mi mente —no digo yo: todo esto sucedía más allá de mi control, casi a mi pesar— de doblarse para seguir la suya. Entendí sus palabras. Habló del mal y las estrellas, habló de mi debilidad, de lo que yo iba a hacer. No me juzgaba, pero me sentí como debería sentirse un miembro torpe de su manada, incapaz de cazar por sí mismo o de seguirlos en la danza (por imaginar que existe para ellos una danza, así como tenemos nosotros las ciudades y la ciencia y el arte) o el diálogo con las estrellas.

Su voz resonaba con una profundidad insondable por encima de mi cabeza, mientras yo temblaba como si a aquellas palabras les faltase poco más de un centímetro cuadrado de piel para terminar de desollarme. Entonces el centauro llevó una mano a lo que entendí como una alforja o morral y extrajo un objeto que me tendió. Mis ojos estaban cerrados, pero el tacto me hizo entender que era de piedra y redondo, como una moneda muy grande o un medallón. Luego habló una vez más, y su voluntad me ordenó abrir los ojos y mirar las estrellas.

Lo siguiente que recuerdo es la expresión entre preocupada y burlona de los curadores, quitando una jeringa de la articulación de mi brazo izquierdo y pasando una bola de algodón por la picadura, mientras yo me asombraba de que fuesen ellos dos tan parecidos a aquellos científicos de mi sueño.

 

A bordo del ómnibus que me dejaría en la Catedral entendí que todo había sido una broma pesada. La última venganza de dos investigadores cuyo proyecto de convocar un minotauro terminó siendo rechazado por la decisión del director de contratarme. Debió tratarse de alguna alucinación enfocada por las máquinas Krautz, disparada con precisión a mis centros nerviosos. Seguramente estaban muriéndose de la risa, recordando mi cara de terror. Traté de evitar que me invadiera la impotencia, y más aún que ésta se convirtiera en rabia y rencor. Me concentré en asuntos más inmediatos. El ómnibus se adentraba en Ventomedio, dejando atrás los extrarradios y los suburbios; pronto fue visible la aguja de la Catedral. Bajé del vehículo y crucé la calle, tratando de prepararme, de ponerme en guardia para el encuentro.

—¿Stahl?

Un joven de chaqueta gris se me acercó, extendiendo la mano.

Nos saludamos.

—Aníbal Rodríguez, encantado de conocerlo.

—Usted es el que me ha convocado aquí —dije, y de inmediato sentí la estupidez de mis palabras.

—Sí, necesito hablar con usted. ¿Qué le parece? ¿Entramos o mantenemos esta charla ante el viajero?

Señaló la estatua de Arthur VanRockwood.

—Entramos —le dije—, salvo que lo que quiera decirme sea realmente muy breve.

—Entramos, entonces.

 

Mis recuerdos de la Catedral se reducían a una visita que hice con mi padre cuando tenía nueve años o quizá diez. Como todos los ventomedianos, daba por sentado su existencia como se puede pensar en una montaña o un lago; uno sabe que está allí y se mantiene al margen hasta que en algún momento de la vida se siente el llamado del agua o la piedra. En mi caso nunca sucedió; jamás hubiese pensado en la Catedral como en un buen punto de encuentro para una charla, especialmente una tan misteriosa. Nos sentamos hacia el final de la nave. Por suerte era un día sin oficio. Había apenas tres o cuatro cristianos ubicados en filas cercanas al altar principal, rezando, meditando o durmiendo la siesta. El joven me miró y sonrió.

—Me alegra que haya venido. No soy el tipo de persona que insiste en estos casos, pero hubiese sido una pena si esta charla no se llevaba a cabo. Usted en este momento es una persona muy importante, y creo no exagerar si le digo que para Ventomedio es urgente que hablemos.

—¿Ah, sí? —no me atreví a hacer sonar mis palabras con verdadero sarcasmo— ¿Y por qué?

—Su trabajo, por supuesto. Aunque lleva apenas tres o cuatro días ya se habrá dado cuenta de para quién trabaja, ¿verdad? Le habrán pedido que convoque algo grande, un dragón quizá, una quimera o un minotauro.

¿Hasta qué punto este muchacho sabía de mi vida? ¿Mi dedicación al minotauro había sido divulgada por los centros académicos de la ciudad? ¿Estaba espiándome?

Asumí que no tenía sentido ocultar una información que él ya tenía.

—Un minotauro, es verdad. Podría decirse que es mi especialidad.

—Lo sé, esa es una de las razones por las que lo han contratado. Pero no me ha contestado la pregunta.

—¿Cómo una de las razones? La razón, en realidad.

—Una de las razones, y le explicaré con mucho gusto una vez me responda lo que le he preguntado.

—¿Si sé para quién trabajo? Por supuesto. Y usted también, está claro. Para el Instituto Goldberg, de Investigaciones Metadimensionales.

—Lo que me acaba de responder equivale a un rotundo no. Pregunte quién financia a su Instituto, investigue. Mire las firmas y sellos en sus contratos. Haga algo tan sencillo como mirar fotografías. ¿Ha estado alguna vez en la Capital?

—Jamás, pero ¿qué tiene eso que ver?

—Yo tampoco. De hecho no me he movido en mi vida de Ventomedio. Sin embargo, estoy al tanto de cosas que usted ignora. Hay una empresa, señor Stahl, que está reconstruyendo esta ciudad. En este mismo momento planean reavivar los viejos planes del gobierno de Ibarra, ¿recuerda? La construcción de la Sobreciudad… justo por encima del Casco Histórico y dominando la entrada de la Avenida. Un poco de historia.

—¿Cuántos años tiene usted?

—Veinticinco. Y usted treinta y pocos, lo sé. Podría parecer que no soy quién para enseñarle historia, pero es un error. Cada uno tiene su especialidad, usted la suya, yo la mía. Y no porque sea un historiador, sino porque mis propósitos vuelven indispensable que tenga algún conocimiento de las formas del cambio y los procesos históricos.

Hizo una pausa, como invitándome a adivinar a qué se dedicaba. Preferí hacerle una pregunta.

—¿Y qué tiene que ver conmigo esa empresa de la que habla?

—Ya debió haberlo adivinado. Son la principal fuente de financiamiento de su Instituto. Y ellos, a su vez, dependen del Imperio. Su trabajo, señor Stahl, está aliado a un proceso que sumirá a Ventomedio… Que terminará de sumir a Ventomedio en el yugo imperial. Nos convertirán en una segunda Capital, no en el sentido económico, ni mucho menos, sino en algo más importante: el Orden de las cosas, la racionalidad de lo real. Ahora está entendiéndome, ¿verdad?

En ese momento lo vi con total claridad. Estaba ante un insurrecto.

Me levanté.

—No tengo nada más que conversar con usted —le dije.

—No se levante. Quédese. Sólo estoy pidiéndole que me escuche, sin prejuicios. Usted más que nadie debe entender las consecuencias de lo que están haciendo en su Instituto Goldberg, atrapando, inmovilizando a esos seres, fijándolos en las pautas y normas de nuestro espacio. Eso los fortalecerá, Stahl, y usted lo sabe.

—Como le dije, no me interesa seguir con esta conversación. Me disculpará, pero voy a retirarme.

Asintió con la cabeza y suspiró.

—Vaya, pero espero, realmente lo espero, señor Stahl, que llegado el momento sepa dónde encontrarme.

Salí de la Catedral con paso acelerado y nervioso. Bajé por la peatonal hasta la Avenida y me detuve a mirar en dirección al Bajo. Allí estaban los andamios de la futura construcción, como si erigiesen el esqueleto de un autómata gigantesco. Un dirigible surcaba el cielo con elegancia.

 

Esa noche me reuní con viejos amigos y compañeros de escuela primaria, en un bar bastante alejado del centro y cercano al Jardín Botánico, que bordeamos en auto antes de llegar y me produjo una impresión sorprendente con sus misteriosas esculturas de hierro, envejecidas milenios enteros durante mi ausencia. En un momento de la noche alguien sacó un álbum de fotografías, que pasamos mano a mano recordando anécdotas y hablando de los que no estaban presentes, entre ellos el amigo cuya muerte me trajo de vuelta a Ventomedio. Cuando llegó mi turno de mirarlas las hojeé desinteresadamente, hasta que di con una imagen del camino vecinal, cuatro amigos —tres de ellos presentes en el bar— y yo, haciendo morisquetas a la cámara. Mi expresión, al contrario que la de los otros, era de inquietud; si bien parecía seguir el juego de los demás, en mis ojos creí encontrar una alarma. Y a medida que me adentré en la foto descubrí que había algo a mis espaldas, en dirección al edificio, que parecía desenfocar la imagen y perturbar sus líneas y colores. Era casi una silueta, una presencia que parecía estar a punto de irrumpir en la realidad. Me asusté. He sabido de muchos casos similares, viejas fotografías que testimonian invasiones de duendes o leprechauns, de otro modo invisibles. Le señalé la figura a un amigo. No pudo encontrarle nada extraño. «Vos siempre estabas nervioso en ese lugar», me dijeron, «parecía que algo te daba miedo. ¿No te acordás?».

Ilustración: Aradano

No quise mentir, y respondí que sí, que tenía un vago recuerdo, pero que, junto a tantas cosas de aquellos tiempos, había pasado casi por completo al olvido. Esas palabras ensombrecieron la noche, y la reunión terminó muy poco después. De regreso a la casa de mi madre, las torres de hierro del Botánico parecieron hablarme desde un sueño apuntalado.

 

Al otro día entregué mi informe, solicitando la adquisición de un médium. Pasé casi toda la mañana con dos ingenieros supervisando las instalaciones del subsuelo, donde seleccionamos la maquinaria necesaria e hicimos los ajustes de rigor para las fases preliminares. Después de almorzar fui requerido por el director.

—El elfo fue convocado en la madrugada —me dijo—, con éxito total; por el momento está sellado en su recinto, pero confiamos en que pronto el personal pueda tener acceso a los experimentos previstos; quería contarle eso antes de abordar los temas que competen a su especialidad. Veo que nos ha recomendado buscar un médium. Dar con uno adecuado es un proceso difícil, como usted sabrá, por lo que contamos con un experto en la materia, el doctor Oscar Ramírez, que ha manifestado sus deseos de colaborar con usted en el proceso de selección.

—Bueno, en lo que a mí respecta, estoy encantado de…

—Perfecto. Tengo entendido que el señor Ramírez está determinando exactamente cuál de sus candidatos será el elegido. Me pidió que le preguntara si usted estaría dispuesto a acompañarlo esta noche a… El usaría la palabra «capturar», pero yo la considero un poco, digamos, dramática. Reclutar, sería la opción más correcta en estos casos, ¿verdad? —y sonrió.

—Bueno, no conozco los métodos del señor, pero me halaga que mi presencia sea requerida. Allí estaré.

—Muy bien, Stahl. No esperaba menos de usted. Pasarán a buscarlo por su casa a las veintidós horas.

Asentí, le estreché la mano y salí de la oficina.

Una vez entregado el plan casi toda la primera fase de la operación quedaba en manos de los ingenieros, que debían instalar la maquinaria elegida en el sótano. No era una parte del trabajo en la que yo pudiera ser de gran ayuda, así que me tomé el resto del día libre, paseando por el centro y mirando viejas librerías. De regreso a casa me duché y dormí una siesta de dos horas, para levantarme y cenar con mi madre. Procuraba, de hecho, distraerme del asunto en el que iba a participar. Se ha establecido con un razonable consenso que los posibles médiums son capaces de leer y seguir las líneas del destino —por llamarlo de alguna manera—, de modo que no es raro que sean ellos mismos los que se ofrecen para los experimentos que, como en este caso, terminarán en su muerte o, como se ha descrito, su entrega total a la conexión con otras realidades. Pero, en mi opinión, al pensar estos temas nos encontramos en el lado oscuro de la disciplina. Muchos expertos de mi generación tienden a evitar el uso de médiums en los experimentos de captura de seres extradimensionales, tratando de desarrollar técnicas alternativas. Es cierto que ninguno de ellos —al menos los que yo conozco, claro— ha debido enfrentarse a la tarea de convocar un minotauro, pero siempre he seguido su causa en la medida que la considero la actitud más adecuada para estos tiempos, adentrándonos en la madurez de nuestra rama del conocimiento. Y lo digo en gran medida sabiendo que cuando debí tomar una decisión al respecto opté por la salida fácil del médium, pese a mis supuestos principios. La decisión me ha venido atormentando, no voy a ocultarlo, y de no ser porque los acontecimientos que siguieron reclaman mucho más mi atención, creería firmemente que todo comenzó a salir mal en el momento en que aquel auto se detuvo ante la casa de mi madre e hizo sonar su bocina (y además es posible que haya sido la elección de esemédium en especial lo que dictaminó cómo terminaría el experimento). Yo ya estaba listo, ansioso y con un poco de miedo, así que salí sin despedirme. La puerta del vehículo estaba abierta. La conductora me indicó que entrara, con un gesto que me pareció simpático, y adentro había un hombre de unos cincuenta años, bastante excedido de peso y mal afeitado, con ojos llenos de energía.

—Oscar Ramírez —dijo, tendiéndome la mano mientras el auto arrancaba—; encantado de conocerlo. Esta será una gran noche.

—Así lo creo —dije—. ¿Ha decidido ya dónde encontraremos al canalizador?

Pensé que yendo directo al grano marcaba una distancia y, por ende, una suerte de protesta. Pero si aquel hombre entendió lo que había detrás de mis palabras, se guardó muy bien de mostrarlo.

—Sí, fue un día de trabajo arduo, pero ya está localizado. Debo confesar que yo asumía que usted iba a decidirse por un médium, así que ya tenía el trabajo bastante adelantado. Pero usted seguro ya lo imaginaba. Nos gusta ser eficientes en el Instituto; tener todas las opciones listas para salir adelante. Le cuento que teníamos tres posibles canalizadores, de los cuales elegí el que vamos a visitar ahora. Creo que es el más adecuado para la tarea, por supuesto.

—¿Y en qué se basa para creerlo?

—Su historia personal, la estructura de su personalidad. Vengo siguiéndolo hace casi dos meses, desde muy poco después de que en el Instituto se decidiera buscar a un experto sólido en el tema —rió—, es decir, usted. Los que teníamos antes… Pero bueno, no voy a hablar mal de mis colegas.

Miré por la ventanilla. Recorríamos una paralela a la Avenida.

—Vamos en dirección al Bajo…

—Exacto. No muy lejos de la entrada al casco antiguo. Allí hay una placita, los del barrio la llaman el Oasis, ¿la conoce?

—No me es familiar.

—Bueno, es muy poco conocida. Le va a resultar bastante chica, mínima, de hecho apenas un cuarto de manzana estándar, con un gran ombú en el centro, rodeado de un murito. Lo interesante es que se trata de una plazoleta muy resguardada; se accede a ella a través de un callejón. Si usted fuera un viajero, un turista, y caminara por el Bajo sin saber para dónde agarrar, seguro se llevaría una buena sorpresa al encontrar ese espacio abierto entre los grandes edificios. La parte más calcificada de la ciudad, claro.

Imaginé la barroca arquitectura del Bajo abriéndose en un hueco rectangular, con los enormes tumores de piedra brillando en el crepúsculo del estuario.

—Le confieso que soy partidario de demoler toda la zona… Quiero decir, no demoler…, pulir, perfeccionar. Podar todos los sobrantes, ¿me entiende? Seguro van a tener que hacerlo tarde o temprano, ahora que se está hablando muy en serio de levantar la Sobreciudad, y por fin, porque en mi opinión ya era hora de darle una cachetada a la Ventomedio dormida, anquilosada. Toda esa arquitectura de principios de siglo…, usted me entiende. En su momento darle esa vida a la piedra podía tener sentido, pero estoy seguro de que nunca pensaron que el crecimiento iba a generar algo tan feo, o incluso que las calcificaciones iban a terminar por derrumbar fuentes y estatuas. Pero lo curioso es que esta placita viene quedando bastante intacta. Por eso la llaman el Oasis.

Hizo una pausa.

—Sí, en mi profesión uno aprende a convivir con todo tipo de gente, a escuchar sus historias.

Giramos hacia la entrada al Bajo y nos detuvimos tres cuadras más adelante.

—A partir de ahora a pie —dijo Ramírez.

Noté que sobre el asiento del copiloto había una maleta. La conductora, tras estacionar el coche, la tomó con firmeza y salió. Yo también. Había olor a frito en el aire, como si se tratase de la parte trasera de un restaurante. Ramírez me siguió. La conductora abrió el maletín y él extrajo un instrumento de apariencia complicada, con teclado y pantalla y un set de auriculares.

—La plaza está a dos cuadras por acá —dijo, largándose a caminar.

Lo cierto es que no recordaba para nada la zona, aunque hacia el final de mi adolescencia tuve una novia que vivía en el Bajo, más bien del lado de la rambla. Todo resultó como lo había descrito Ramírez. La calle terminaba en un callejón que apestaba a perros mojados. Era una zona bastante bien iluminada, pero aun así estuve tentado a retroceder en más de una ocasión, mientras atravesábamos aquel extenso pasillo entre edificios. Al salir sentí que una opresión era levantada. La plaza, más grande de lo que había imaginado, resultó una bocanada de aire fresco. La dominaba por completo un ombú enorme, de tronco áspero y múltiples raíces del grosor del cuerpo de un hombre. Me asombró la textura de la corteza, un poco parecida a escamas o a la piel de un reptil gris y antiquísimo, y pensé por un momento que aquella criatura crecía a mitad de camino entre los animales y las plantas. Del otro lado había una de las escaleras que conectan los diversos planos del Bajo, seguramente terminando en un acceso a la Avenida.

—Mire, mire, ahí está —dijo de pronto Ramírez.

A un lado de la escalera principal había un mural que recorría buena parte de las paredes que cercaban la plaza, todas ellas subsuelos de los edificios, casi por completo carentes de ventanas. Apoyado en un rincón, supuse que dormido, había un chico que no pasaba los veinte años, vestido con una campera negra y pantalones púrpura, más lentes oscuros y una remera de una banda de rock llamada Santuario, que yo no había escuchado jamás. Tenía un libro en la mano, asido con fuerza —por lo que pasé a creer que en realidad no dormía—, y una tiza en la otra. Entonces noté que había estado escribiendo sobre los murales. Una hermosa caligrafía blanca recorría las imágenes pintadas, que debí mirar con cuidado para entender que representaban algunos arcanos del Tarot, el número XVIII, el II, el XVII, el IV y otros que se perdían en el otro lado de la plaza y no pude interpretar con certeza. La escritura parecía un poema, o quizá un conjunto de versos tomados de varios textos, ya que no guardaban ningún tipo de coherencia entre sí. La llegada de lo otro, comenzaba, y el fin del Imperio. No guardarán noticias de la estrella ni un silbido en las tinieblas, o algo por el estilo, lamentablemente no lo recuerdo bien (no tomé nota, aunque luego supe que debí haberlo hecho). También aparecía la palabra margen, o quizá márgenes.

Ilustración: Aradano

—Un candidato perfecto —dijo Ramírez—, ya casi no tiene ganas de vivir.

Vi que tecleaba algo en el extraño instrumento que había llevado — totalmente desconocido para mí, lo cual me asombraba, ya que asumía que mis conocimientos sobre los aparatos vinculados a la disciplina eran exhaustivos— y se arrodillaba para mirar de cerca el rostro del chico. Parecía dormido o en un trance profundo. Ramírez le sacó los lentes. Tenía los ojos muy abiertos.

En ese momento empezó a moverse.

—Shhh… shhh… —la conductora, que nos había seguido a cierta distancia, se dispuso a la derecha de Ramírez, acariciando al muchacho.

Entonces lo vi sonreír. Parpadeó (tenía unos ojos muy grandes, con pestañas tan espesas que parecía habérselos delineado en negro), se enderezó y soltó tanto el libro como la tiza.

—Entonces esto es lo que iba a pasar —y me miró—, que así sea. Pero no digan después que no les advertimos.

Ramírez hizo una mueca burlona, una sonrisa a medias que me repugnó profundamente, y la conductora le clavó una jeringa en el cuello al muchacho.

 

—Ha sido fácil —repetía Ramírez, devorando una enorme medialuna rellena de jamón y queso. Estábamos en un bar del centro, tomándonos un café con leche—, la verdad no sé por qué había pensado que este iba a pelear un poco. ¿Leyó las inscripciones? Está lleno de estos pelotudos antiimperiales. Una estupidez. Creen que están rebelándose, ¿sabe?, que son la revolución, la emancipación —trazaba en el aire gestos grandilocuentes con las manos, sosteniendo pedacitos de medialuna—; en realidad todo lo que hacen o dicen ya fue previsto, medido, calculado, sopesado y esperado. Créame, Stahl: siempre que alguien le diga que ha escapado del sistema, en realidad lo único que ha hecho es salir de un cuartito para pasar a otro, en una cárcel que excede, y con mucho, las dimensiones previstas. Pero en fin… —se encogió de hombros—, ¿quién no?

Me quedé callado. Di un sorbo largo a mi café con leche y miré a la conductora, que bebía distraídamente un capuchino. Parecía haberse arrancado a sí misma del contexto, de lo que había sucedido esa noche. Lucía inocente, una estudiante esperando a sus compañeros para una charla nocturna. Me pareció muy joven, casi tanto como el chico que ahora dormía, atado en la parte trasera del vehículo.

—Es que ha de ser tentador… Ser joven, enfrentarse, elegir un enemigo, ¿no? Cuando uno busca su identidad lo primero que surge es a quién oponerse. Una pena que les falle la lucidez.

Asentí con la cabeza, como por compromiso.

—Usted es joven, Stahl, aunque no tanto, claro. Más joven que yo, eso sí. Y ha vuelto del norte. Imagino que todavía tendrá muchas preguntas. Trabajando para el Instituto, convocando precisamente un minotauro. Si quiere, aproveche y pregúnteme, mire que de acá no sale ni una palabra.

La conductora sonrió.

—Y Clara tampoco va a decir nada —Ramírez se echó a reír—, así que pregunte, pregunte…

—No tengo mucho que preguntar —dije, fría pero amablemente.

—Ah, pero seguro que sí lo tiene… quizá no se da cuenta de por dónde empezar, nada más. O no se anima. Por ejemplo… A ver… ¿Le han contado de los intentos fallidos, supongo? El minotauro, el pobre dragón moribundo…

—Tengo entendido que hay un dragón agonizante por alguna parte del Instituto. He preferido no verlo.

—Y hace bien. Es algo terrible, a mí me ha hecho llorar más de una vez. Una visión espantosa. Ni siquiera podría decirse que es un dragón…, medio dragón, quizá, una reliquia. Muy triste. Lo del minotauro fue un fracaso más en regla… —hizo una pausa— Y ya que usted no pregunta, yo le cuento. Le respondo lo que usted no sabía o no quería preguntar.

—La verdad, lo único que me interesa por el momento es que mi plan no fracase. Si otros fallaron antes que yo…

—Está bien, lo entiendo perfectamente y lo comparto. Es sólo que usted debe entender, Stahl, que hay mucho para saber. Cosas que ni se imagina. El minotauro, claro, será un gran paso adelante. Bien usadas, sus energías podrán triplicar la producción de todas las demás criaturas. Con eso proyectaremos un campo sutil más grande que el edificio que ocupamos… Qué digo más grande… ¡Mucho más grande! Creo que podría llegar hasta donde termina el camino vecinal, allí donde para el ómnibus. Porque ha sido muy, muy bien elegido ese lugar, ese… barrio.

Iba a preguntarle qué quería decir, pero tras mojar un pedacito de medialuna en el café con leche siguió hablando.

—Una vez alcanzadas esas energías vamos a poder convocar un dragón. Con todas las letras. Uno en la plenitud. Usted va a ayudar, claro, pero esta vez será aún más un trabajo de equipo. Yo mismo colaboraré, de maneras más relevantes que buscar médiums y prepararlos. Será un verdadero honor. Como lo es para usted este minotauro que nos traerá, y como lo será participar del dragón una vez que todo esté listo.

—¿Un dragón… adulto?

—Un Dragón, Stahl, con D mayúscula. Nada de criaturas agonizantes. ¿Sabe qué energía implica eso? Y súmela a la de su minotauro. Saque las cuentas… veo que lo está haciendo, en su cabeza, ¿verdad, Stahl? Un campo así cubriría toda la ciudad. Toda Ventomedio.

Asentí con la cabeza, asombrado. Algo así sólo existe en la Capital, pensé.

—Seguro conoce usted la leyenda de la fundación de la primera capital del Imperio. Los sabios adiestraron a un Cazador, que atrapó un dragón y lo aprisionó en lo que sería el centro profundo de la ciudad, los cimientos, la mazmorra más honda. Y no un dragón cualquiera… El padre de toda la estirpe. Piénselo. Imagine esas energías. Bueno, así lo decimos ahora, que hablamos de energías, campos sutiles… En otras épocas se hablaba del Orden, del impulso que racionaliza la realidad y la vuelve estable, predecible, confiable, causa y efecto, cada cosa con su nombre, la palabra y la cosa. Y todavía más atrás, ¿cómo era? Aquellos viejos, viejos textos que usted y yo hemos leído, ¿verdad, Stahl? Las leyendas. El principio del Caos fue capturado por el Orden. Así lo decían, ¿verdad? Sobre el cuerpo de la Bestia se erigió el mundo, el Imperio, y los siete sabios, bla bla bla. Prefiero los términos modernos —dijo, y tragó el último pedazo de medialuna.

Debió leer en la expresión de mi rostro que algo en mí se había rendido.

—Usted me cae bien, Stahl. He leído sobre su carrera, sus investigaciones, su vida. Es usted un tipo tranquilo. Sabe muy bien que tiene talento, aunque no es un genio —hizo una pausa—; no sienta que estoy demoliéndolo, al contrario. Gente como usted es confiable, más allá del eventual fracaso. Es un tema de toda la vida; en gente como usted pensaría yo si quisiera edificar un imperio. Otroimperio. Ahora me disculpará —se levantó—, pero tengo que ir al baño.

Clara estaba mirándome con una sonrisa que sentí llena de empatía.

—Escúchelo —me dijo—, tiene mucho para contar. Está viejo y amargado, pero sabe lo que dice. Mucho más que el director del Instituto y la mayoría de los científicos. Si fuera por él le contaría todo, pero no lo hará. Hay cosas que debemos ir entendiendo por nosotros mismos.

—¿A qué se refiere?

No me gustaba que empezara a jugar al misterio. Sin embargo, la expresión de su rostro me transmitía el impulso de entregarle mi confianza. ¿Sería todo parte de un engaño deliberado, alguna forma de actuación destinada a ganarse mi confianza, a, de alguna manera, atraerme a su bando, si es que había tal cosa? Intenté ponerme en guardia y medir mis palabras. Repentinamente, aquella mujer pareció elevarse unos cuantos metros sobre mí. Gente como usted es confiable… es usted un tipo tranquilo… no es un genio.

—Todos tenemos nuestras historias en relación al Instituto. Y éste respecto a las criaturas, y nosotros respecto a ellas también. Es un nexo, ¿sabe? En la terminología Kampff.

La invocación de un término técnico pareció alterar la textura del aire.

Me pareció empezar a entender.

—Yo lo viví muy de cerca —continuó—, y luego aproveché una pausa en los acontecimientos para mirar hacia atrás. Quizá usted pueda hacerlo después del minotauro. Espero que sí. Lo pone a uno en su lugar. Incluso a Oscar.

—¿Todos somos peones, entonces? ¿Nos movemos de tal o cual manera porque no podría desprenderse otra cosa de las reglas que dominan todo?

Clara sonrió.

—Si quiere ponerlo en términos tan dramáticos. Para mí es diferente. Nada de normas. Es un diseño, como un tapiz. Crecemos buscando sus pautas, y es hermoso.

Guardamos silencio. Ramírez estaba acercándose.

 

Esa noche soñé con el predio del edificio. Había pasado una catástrofe y todo había sido reducido a ruinas. Entre pedazos de roca y formas retorcidas de metal yo caminaba lentamente, tocando las paredes derrumbadas y recogiendo objetos brillantes que guardaba en mis bolsillos. A punto de salir hacia el camino vecinal, en dirección a la ciudad, algo me llamaba la atención desde el suelo cubierto de piedrecillas. Era una fotografía, en grises, ajada por el tiempo. La examinaba para descubrir que mostraba a un chico muy delgado arrojado en una pared, quizá inconsciente, llevando una enorme máscara de minotauro. La contemplación de aquel chico disfrazado empezaba a alterarme, llenándome de un desasosiego que parecía traducirse en el sueño también en una ventisca que se levantaba entre las ruinas. Entonces escuché las risas de un grupo de niños, jugando un partidito de fútbol del otro lado del portón. Me acerqué casi corriendo, guardándome la foto en el mismo bolsillo que llevaba lleno de objetos brillantes y singulares, diciéndome que entre aquellas risas estaba la manera perfecta de olvidar la horrible sensación que aquella careta de minotauro había despertado en mí, y descubrí al llegar que entre el grupito estaba yo, mi yo de la infancia, jugando torpemente pero con rabia, como si quisiera demostrar que él también podía ser parte de aquello. Algunos lo alentaban y otros se abalanzaban en su camino. Estaba solo ante el arco improvisado y dio un puntapié muy mal controlado. El arquero no pudo evitar el gol, y al autor del tanto lo pasearon en andas, festejando. Me alegré, a ambos lados del portón, a ambos lados de mi vida, pero pronto fue evidente que a mi yo niño algo estaba asustándolo. Me acerqué corriendo y lo descubrí: sobre el portón, como un buitre enorme, había un elfo siniestro, aterrador, contemplando la escena, mirándome.

 

Al otro día comenzamos la incorporación. El médium, inconsciente, fue colocado en el centro del recinto, atravesado por los cables que lo conectaban al corazón de la maquinaria. Yo tomé mi lugar en el último anillo de la estructura. Entré a la cabina de control y dejé que los zarcillos invadiesen mi piel previamente anestesiada, extendiendo sobre los últimos momentos del estado normal de conciencia la certeza de que, en ese momento, éramos dos los hombres devorados por una máquina, que algo, así fuese eso, pese a que en el fondo eran dos posiciones opuestas, me hermanaba al pobre médium que utilizábamos como herramienta de nuestros planes.

Pronto fluyeron las sustancias psicoactivas hacia mis venas, y casi de inmediato pasé a la fase sutil. Desapareció de mi percepción todo lo que no fuese el muchacho —que flotaba en el aire a pocos metros de donde me encontraba en aquel plano metadimensional— y el extraño paisaje que nos rodeaba, equiparable a una realidad a medias, de inmensos embriones extendidos bajo el cielo remedando serranías, lagos remotos que parecían agujeros redondos en la tierra, convertida ahora en una película finísima pintada con el color del desierto. Entonces desperté o sentí que despertaba. Mi voluntad invadió el entorno como un líquido que se extiende por los vasos y nervaduras de una planta. El muchacho respondió a mis órdenes perdiendo toda forma humana, como una bolsa de plástico que reventase y se viese congelada en el tiempo un milisegundo después de la explosión, sustituida por prolongaciones que proliferaban como un arrecife de coral a ritmo acelerado. Apenas una de las ramificaciones tocó el suelo la realidad a la que había accedido se derrumbó, como si esa fina capa de cristal que era el suelo de aquella llanura se hiciese añicos en medio del infinito. Sentí que algo me acercaba a lo que había sido el médium, ahora una forma entre vegetal y animal (que me recordó al ombú de la plaza donde lo habíamos encontrado), en cambio perpetuo, poseída por un latido regular que, si no hacía un esfuerzo por imponerme, amenazaba con pautar los ritmos de mi pensamiento y llevar la operación al fracaso. Me concentré. Estábamos siendo proyectados hacia un bosque no muy espeso y era de noche. Esforzándome al máximo logré el equivalente de movernos entre la vegetación y los troncos de los árboles, como si yo llevase a cuestas el cuerpo deforme de lo que había sido aquel muchacho. Buscábamos al minotauro, siguiendo sus huellas, las pautas que indicaban que aquella parte del bosque estaba dominada por el monstruo. Y cuando dimos con su nido arrojé hacia la entrada al médium, que pareció crecer y cubrir, como una sustancia semilíquida, todo lo que me rodeaba.

Entonces los mecanismos automáticos me catapultaron al estado de vigilia. Una vez más vi, jadeando de agotamiento, al muchacho atravesado por cables, sostenido por la maquinaria.

Me arranqué los sensores del cuello y la frente y sentí una punzada de dolor en el momento en que los zarcillos de la maquinaria abandonaron mi cuerpo. A mi alrededor todo el mundo —los técnicos, el director del Instituto, Ramírez y los jefes de los pabellones— guardaba silencio. Reparé entonces en la gran distancia —disuelta por el cambio de plano metadimensional— que me separaba del médium. Me froté los ojos, extrañado. Ingenuamente atribuí a un desperfecto de mi visión las formas borrosas que empezaban a envolver al muchacho como si fuesen nubes traídas por la brisa.

Eran los primeros indicios del laberinto que empezaba a tejer a su alrededor. Agotado, sentí que estaba a punto de desmayarme.

 

La primera fase de la convocación resultó un éxito. A los dos días los perfiles del laberinto, que podría describirse también como la forma tortuosa que adquiere en nuestro plano el nido del minotauro, se volvían sólidos y nítidos, extendiéndose, más o menos siguiendo la pauta de círculos concéntricos, casi diez metros más allá del médium, que permanecía suspendido en el aire, prisionero de su trance y todavía alimentado por la maquinaria que no sería removida hasta que la operación terminara.

Apenas me recuperé de mi agotamiento fui colmado de felicitaciones y homenajes por parte del director y sus allegados, entre los que se contaba un Ramírez un poco más parco en elogios que el resto. El éxito del proyecto se daba por sentado y, día tras día, a medida que el laberinto crecía, el clima de misión cumplida parecía extenderse paralelamente por todas las dependencias del Instituto, hasta el punto en que me llamaron a una reunión extraordinaria donde empezaría a tratarse el tema del dragón y se evaluarían los resultados del elfo y las sirenas. Yo tenía mis reservas, guiado ante todo por cautela profesional, pero, supongo que basándose en fracasos más flagrantes e inmediatos que los habían aquejado en el pasado, todos mis colegas se mostraban abiertamente optimistas. Las lecturas de energía, sin embargo, me parecían demasiado altas.

—No hay peligro —dijeron los técnicos—, los sistemas de contención están funcionando perfectamente, y prevén la posibilidad de mucha más energía que la que podrá generarse en esta fase.

Aprovechando la tarde libre decidí pasear por el centro y mirar un poco más de cerca las obras relacionadas con la Sobreciudad, que parecían haberse configurado en un avance metódico y acelerado. Dos dirigibles sobrevolaban las altas cúpulas de los edificios de la zona, unidos por una tenue red de andamios, como una telaraña que relucía al sol del crepúsculo. Me pregunté por aquel chico, el radical que me había contactado pocos días atrás. «Espero que llegado el momento sepa dónde encontrarme», había dicho. También recordé las palabras de Ramírez: «Creen que están rebelándose, que son la revolución, la emancipación; en realidad todo lo que hacen o dicen ya fue previsto, medido, calculado, sopesado y esperado».Quizá el radical que se había presentado como Aníbal Rodríguez había conocido al médium, quizá fuesen miembros de la misma organización antiimperial. Ese tipo de coincidencias no era infrecuente en Ventomedio; después de todo, yo experimenté algo muy parecido al descubrir que el Instituto estaba emplazado justamente en aquellos predios de mi infancia. ¿Tenía eso algún significado? Sentado en la Plaza Mayor, sin quitar la vista de la estructura de andamios de la futura Sobreciudad, no pude dejar de sentir que venía dándose un plan, una pauta. «Es un nexo», había dicho la chica que ayudaba a Ramírez. Y empleó esa palabra como un término técnico. No supe qué pensar. Al rato abandoné la plaza y el centro y regresé a la casa de mi madre, a sepultarme entre papeles y tablas para preparar la siguiente fase del proyecto.

 

Esa mañana recibí una llamada telefónica que me despertó. Miré el reloj: eran las cinco y cinco. Todavía faltaban más de tres horas para la hora en que solía despertarme. Atendí. Era uno de los guardias nocturnos del Instituto.

—Doctor Stahl, disculpe que lo moleste a esta hora, pero recibí órdenes de llamarlo. Se requiere urgentemente su presencia.

—¿Pero qué sucedió? —pregunté, todavía adormilado.

—Ha escapado una de las criaturas, pero no sabría decirle cuál o cómo. En media hora uno de los choferes estará en su casa.

Colgó. Me di un baño para terminar de despertarme y calenté una taza de café. A las seis menos veinte un automóvil estacionó frente a casa y salí. El chofer no sabía nada de la urgencia; aprovechando la soledad de las calles recorrió media ciudad en pocos minutos. Me dejó en la parte trasera del Instituto y corrí los metros que me separaban de la entrada de servicio, que estaba abierta de par en par. Adentro no encontré conmoción alguna. Bajé hacia los pabellones y di con un par de guardias de seguridad, uno de ellos, supuse, el que me había llamado.

—Pase, pase —me dijeron, señalando la entrada al sector del sátiro—, los doctores lo están esperando.

Adentro encontré a la encargada de las ninfas, sentada en el piso llorando ante una extraña forma que parecía parpadear como una lámpara mal conectada. Me acerqué con cautela. Ella no se percató de mi presencia, pero yo ya estaba lo suficientemente cerca para entender qué era la forma en el piso. Se trataba de una ninfa. Su presencia fluctuaba entre planos dimensionales, generando la sensación de parpadeo. Tenía contornos imprecisos, diluidos. La mujer miró hacia atrás, un poco asustada, y se levantó.

—Mire lo que pasó, Stahl, mire —y se estrechó contra mí, llorando.

No supe qué hacer. La abracé.

—Ahora están buscándolo… Huyó hacia las máquinas, y lograron evitar que se metiera en su recinto, donde está el laberinto, así que debió subir al observatorio… Menos mal que no fue uno de los centauros, si no…

Entendí que la criatura escapada había sido el sátiro, y que había logrado hacer daño a la ninfa que ahora agonizaba ante nosotros.

—Pero… ¿Cómo pasó?

—Quieren que usted se los diga… Si es que las energías del minotauro pudieron tener algún efecto. Pero no es así, Stahl, yo lo sé…

La curadora de las ninfas se apartó de mí, secándose las lágrimas y volviendo a su lugar junto a la criatura moribunda.

—Todavía hay esperanza… Apenas lleguen…

En ese momento tres de sus ayudantes irrumpieron en la sala con un complicado instrumental, que dispusieron en el suelo alrededor del cuerpo de la criatura.

Retrocedí, dejándoles espacio. Los ayudantes hicieron casi todo el trabajo: la curadora parecía incapaz de moverse o de pensar. Le hicieron un par de preguntas técnicas, que logró responder tras lo que supuse un gran esfuerzo de concentración. Me sentí totalmente fuera de lugar, y un poco responsable. Estaba claro que tenía que haber una conexión entre las energías del minotauro y la fuga del sátiro. Caminé por el pasillo en dirección a la escalera que comunicaba con el sótano. Entonces una puerta lateral se abrió y aparecieron Ramírez y el director.

—¡Stahl, aquí está! —dijo el último, palmeándome el hombro— ¡Qué suceso lamentable! Pero ya encontraron a la criatura. El equipo de Ramírez la ha inmovilizado y están devolviéndola en este momento a su recinto. ¿Sabe algo de las ninfas?

—Sé de una… Están intentando salvarla…

—La otra, la primera que encontramos, está más allá de toda posibilidad. Una verdadera lástima… —hizo un gesto a Ramírez, que avanzó por el pasillo, en dirección al pabellón del sátiro—; ahora necesitamos que haga usted unos números, Stahl… Un informe de rutina, nada más, sobre las fluctuaciones de energía. Le facilitaremos los índices del sector del sátiro, para que los lea y nos interprete las posibles relaciones.

—Estoy casi seguro de que existe una correlación. De otro modo no habría manera de que una criatura lograse franquear las barreras, salvo, por supuesto…

—Salvo que se lo hayan permitido, claro. Pero esa opción está descartada. Y dígame, ¿usted cree que este incidente podrá, de algún modo, influir sobre el desarrollo de su operación?

Consideré la pregunta un par de segundos.

—No, no creo. Las fluctuaciones de energía son esperables. A veces se alcanzan máximos un poco sorprendentes, pero es parte del proceso.

—Eso pensé. Muchas gracias, Stahl. Espero su informe para antes del mediodía.

Asentí. El director volvió a palmearme el hombro y se encaminó por el pasillo. Abrí la puerta del sótano y bajé la escalera a toda velocidad.

 

Hacia las once el Instituto se había apaciguado, con el sátiro en su recinto y la ninfa salvada. Mi lectura de las energías confirmó la hipótesis más sencilla. El sátiro, como todas las criaturas interdimensionales, había sido sensibilizado a los cambios de energía en los planos sutiles, y su reacción al incremento repentino fue el equivalente a romper las ataduras y barrotes de su jaula metafórica. Las ninfas fueron el blanco más obvio, repitiendo esas escenas que fueron recogidas por las mitologías primitivas. En cuanto a la incorporación del minotauro, todo seguía a la perfección. El laberinto llegaba casi a sus límites previstos, adquiriendo solidez en casi un sesenta por ciento de su extensión. Pronto —calculé que no pasaría más de un día hasta ese momento— podría ser recorrido físicamente.

Aunque estaba agotado, me quedé en el Instituto hasta pasadas las seis de la tarde, mirando las fotografías del elfo expuestas el día anterior y también calibrando algunas de las máquinas que necesitaríamos para la segunda fase, prevista para el momento en que el laberinto estuviese materializado por completo. Antes de irme decidí pasar un rato por la cantina y tomarme un café con leche con bizcochos, que me ayudasen a reponer un poco de energía. Subí al tercer piso y me senté ante la barra esperando a ser atendido. Noté entonces que, sentada ante una de las mesitas y mirando por el enorme ventanal que rodeaba el piso entero, terminaba una taza de café la curadora de las ninfas. Me acerqué poniendo cara de amable y comprensivo, pidiéndole permiso para sentarme con ella. Asintió sonriendo, mirándome con el cansancio cayéndosele de los ojos.

—Qué día hoy, ¿eh? —le pregunté, tratando de sonar inocente.

—Dígamelo a mí…

—Tengo entendido que una de las ninfas pudo ser salvada…

—Salvada. Eso es mucho decir. Dejó de fluctuar, pero… Es difícil hablar del tema, de su vida, de… —hizo un gesto que daba a entender que no quería hablar más del tema.

Uno de los camareros se nos acercó. Pedí un café con leche con croissants.

—¿Quiere comer algo más? —le pregunté a la curadora.

Negó con la cabeza. El camarero desapareció por las puertas que daban a la cocina y regresó con mi pedido. Durante todo ese tiempo guardamos silencio.

—¿Sabe qué es lo peor? —dijo ella de repente— Esa sensación de estar en camino, de que todo funciona… Eso que usted debe estar sintiendo ahora. Es terrible, ¿sabe? Porque no lo prepara a uno para el momento en que todo sale mal… Yo sabía que esto iba a pasar. Pero no había manera de prepararse. Tenía que ser.

Iba a decir algo, pero ella siguió hablando.

—Uno está muy dispuesto a celebrar la noción de que existe un destino cuando lo que se presenta es un conjunto de maravillas… Dos ninfas, premios, ideas nuevas… ¿Pero qué hacer cuando se entiende que lo que espera es horrible y que no hay manera de evitarlo? Está bien llegar aquí con tantas circunstancias, recuerdos, conexiones, todas esas maneras de ver, de entenderlas líneas, el núcleo que opera aquí, el nexo, pero ¿qué pasa cuando todo se vuelve diferente a lo que está en los libros, qué pasa cuando se vuelve personal? Cuando se entera de que un sátiro puede escapar y destruir a sus ninfas, o una quimera devorar a su sátiro, o… No sé…, un elfo o un duende abrir la puerta de la jaula de su minotauro o… Bueno, ya sé que acá no tenemos realmente jaulas, pero…

Me miró a los ojos. El cansancio parecía haber desaparecido, y en su lugar había desesperación.

—¿Qué hice mal? ¿Por qué me pasan estas cosas? ¿Por qué tiene que ser así?

Aproveché otra pausa para hablar.

—Pero no es tan terrible… Usted misma me contó lo mucho que ha hecho avanzar su disciplina, sus técnicas… Seguramente convocar otra ninfa será fácil…

—¡Seguro, es fácil! Pero son seres vivientes, criaturas pensantes, no es tan sencillo como si… Como guardar una mariposa en un frasco. Hay… consecuencias. Para ellas, para nosotros… Son vidas que quedan marcadas.

Una vez más no supe qué decir. Terminé mi café con leche mirándola. Posaba alternativamente su mirada en la puesta del sol y en su taza de café, frío hace tiempo.

—Me pregunto cómo las vio…

—¿Quién?

—El sátiro… Me pregunto cómo las vieron sus ojos. No hay manera que usted y yo podamos hacerlo así, en el mejor de los casos las veremos como sombras, como facetas mínimas de lo que en verdad son… Y él las vio como yo jamás lograré verlas, las vio como realmente son. Pero está bien. Después de todo, son criaturas del mismo plano, o de planos muy cercanos… Está bien. Nosotros somos extraños, somos ajenos. Nosotros metimos la mano y las arrancamos, para tenerlas aquí guardadas, para diseminar por nuestro mundo de mierda más de esa energía u orden o razón o… O como quiera llamarlo. Pero en el fondo pasó lo que en su mundo ha de pasar todo el tiempo. Soy yo la que no pertenece, somos nosotros. Nunca podremos comprender de verdad. Sólo creemos que podemos, creemos que hacemos, que logramosalgo. Pero es mentira. Y con esa mentira seguimos cargando.

Sonrió con tristeza y se levantó. Me quedé solo mientras oscurecía.

 

Al otro día entré tarde a trabajar, sin mayores expectativas que esperar el desarrollo del laberinto. Hacia las tres de la tarde juzgué que había alcanzado su punto máximo de materialización, así que me equipé de un mínimo equipo de seguridad y entré. Todos los libros de la disciplina concuerdan en que el resultado ha de ser impredecible, y se maneja una tipología básica de tres formas de laberintos: el lineal o clásico, con su centro definido y sus pasillos con encrucijadas, el acéntrico o acéfalo, también llamado por algunos laberinto barroco, y, por último, el rizoma o laberinto mutable, que, en general, suele ser imposible de franquear y puede —dado su carácter cambiante— participar de los dos tipos anteriores momentáneamente. Los minotauros tejen sus laberintos según —se ha dicho— sus características personales, pero es cierto que nada más ajeno al hombre que el carácter y la personalidad de un minotauro; ya postular que tal cosa exista es aventurado: sin embargo, las diferencias reportadas entre laberintos encontrados en expediciones a otros planos de existencia parecen convertirse en evidencia a favor de la individuación o diferenciación de los minotauros. Mi equipo de seguridad me advertiría en el peor de los casos, el de un laberinto rizomático; la forma clásica sólo requiere de buena memoria y paciencia para su exploración. Si este laberinto pertenecía al género barroco podía pasarme un buen rato perdido; como carecen de direccionalidad suele ser muy difícil establecer un criterio de orientación funcional, y la única manera de salir es desandar, lo cual se vuelve impráctico cuando uno se adentra lo suficiente, aunque un sistema de grabación suele ser la manera más sencilla de resolver el problema, al menos para los primeros momentos que se pasan buscando la salida; después, muchos han visto flaquear sus facultades.

En cuanto a este minotauro estaba claro que las energías se disponían bien enfocadas, intensas, pero no lineales. En el caso de un potencial especialmente fuerte y difuso surge un rizoma; pocas energías enfocadas linealmente producen laberintos clásicos. Se ha sugerido que el término laberinto barrocono da cuenta de las múltiples posibilidades en energías intermedias y procesos no lineales o cuasilineales, simetrías falsas y demás aberraciones, pero, en cuanto categoría amplia, no deja de ser utilizable en un sentido instrumental.

Ingresé al laberinto tras colocarme un casco óptico como el que había usado días atrás en el pabellón de las ninfas, configurado en un nivel cuatro. La ausencia del minotauro —todavía faltaba la segunda fase de la convocación— permitía el uso de grados bastante bajos en la escala; un cuatro, de hecho, era quizá cuidadoso en extremo. Activé los filtros y contemplé el laberinto. La entrada estaba invadida por la vegetación, que se abría camino sobre la superficie de la piedra gris y enmohecida. Tenía algo de palacio pero también de caverna, marcando el portal con dos menhires de roca porosa, un poco más clara que el resto de la construcción. Entré. Las paredes parecían haber sido excavadas en la roca madre, y los pasillos se asemejaban a túneles horadados con paciencia de milenios por gusanos gigantescos. Algunos pasajes, sin embargo, carecían de techo, y dejaban entrar la luz del recinto, metamorfoseada por aquel ambiente en una especie de perpetuo amanecer. Algunas habitaciones a las que se accedía estaban inundadas; otras parecían albergar estanterías vacías, con salientes que recordaban mesadas o incluso literas. Noté que el ambiente se volvía más opresivo a medida que me adentraba. Eran cada vez más frecuentes las habitaciones y pasillos con techo, túneles de sección reducida que volvían un poco complicados los movimientos. No iba registrando un diseño de encrucijadas y ramificaciones, pero en un momento me pareció claro que varias arterias confluían a un pasillo amplio y descubierto, rodeando una estructura que podía pasar por un salón de grandes proporciones o, quizá, por un fuerte o armería dentro de una ciudadela amurallada. Una gran puerta, que tenía algo de panteón o cripta, se levantaba a pocos metros de donde me había detenido. La pared que la rodeaba parecía cubierta por una escritura cuneiforme, desconocida para mí. Saqué algunas fotografías y, confieso que un poco asustado ante lo ominoso del entorno, di marcha atrás, tratando de recordar mis movimientos. Había recorrido poco más de un tercio del laberinto, por lo que, si bien podía volvérseme difícil, reencontrar la entrada no debía presentar dificultades importantes.

Tardé casi una hora en salir, agobiado y ansioso. Me refugié el resto de la tarde en la lógica de la maquinaria, registrando niveles de energía y haciendo revisiones rutinarias. Algo en aquella puerta rodeada de escritura me preocupaba; no había nada que pudiese darme a entender con certeza que podía significar un peligro, ninguna referencia en los libros de texto o ningún ejemplo parecido de manual, más allá de notas a pie de página como «la textura de las paredes del laberinto está sujeta a variaciones dependiendo de la naturaleza inefable del minotauro a convocar», o imprecisiones por el estilo; sin embargo, había salido del laberinto mucho menos confiado de lo que estaba al entrar. Pero no había razones para detener la operación; razones justificables al menos, así que envié un dossier al director recomendando que al día siguiente se diese comienzo a la segunda fase.

 

Abrí los ojos mucho antes de la hora programada en el despertador. Me senté en la cama, envuelto en la oscuridad, contemplando los números que apenas brillaban en verde pálido, y traté de pensar en las tareas que me esperaban ese día, las calibraciones, los últimos ajustes, la convocatoria en sí. Mi mente se resistía a procesar todo aquello. Consideré la posibilidad de dormir una hora más, pero no tenía sueño y era mejor aprovechar ese rato en tareas de importancia. Salté de la cama y me encaminé al baño. Tomé una ducha, me vestí y, sentado en la cocina mirando los primeros resplandores del amanecer por el ventanal del comedor, me tomé un café con leche comiendo tostadas. Mi mente seguía en blanco. Como un autómata, como si de alguna manera yo supiera o sintiese que nada estaba por pasar o que nada podía pasar que perturbase la rutina de todos los días, caminé hacia la parada de ómnibus y esperé que el primero del día no demorase mucho. Lo tomé a las siete y cinco. En el Instituto me esperaban a las nueve. Tenía más o menos una hora de viaje, así que, recostado en un asiento hacia la mitad del vehículo vacío, intenté una vez más pensar en las tareas necesarias. Imposible. Apenas lograba evocar, por ejemplo, los procesos de calibrado, algo —desde la ventana o desde mi memoria— me distraía y arrojaba a una cadena de asociaciones sin mayor orientación. Lo atribuí a la hora un poco insólita para mí, y opté por dar rienda suelta a ese impulso. Pronto me encontré recordando mi infancia, cuando jugaba en aquel terreno baldío y miraba, con un poco de miedo, las formas ominosas del edificio gris en el que, treinta años después, iba a convocar un minotauro. La sensación de una coincidencia significativa o terrible, en la que había dejado de pensar en los últimos días, regresó. Entre todos los lugares posibles tenía que ser allí, me repetía. ¿Por qué? Es un nexo, había dicho la curadora del pabellón de las ninfas. Es decir: aquello nos atraía, de alguna manera, como el minotauro en el centro de su laberinto. No podía entenderlo, pero sabía que había algo que debíaentender, que allí estaba aguardándome.

Bajé del ómnibus en el comienzo del camino vecinal y caminé. Unos metros antes del portón y la caseta de seguridad estaba Ramírez, sentado sobre su maletín, con una hierba en las manos, sonriendo al verme. Y ahora yo tenía una pregunta.

 

—Es este lugar el que nos ha elegido —explicó, en el centro de todo lo que me dijo—, que nos ha de alguna manera convocado, como nosotros también traemos a otras criaturas. ¿Ha visto usted al dragón? ¿Mejor dicho, a lo que queda del dragón? Le sorprenderá saber que nunca fue convocado, que no fue parte de un experimento fallido. Al contrario, esa criatura siempre estuvo aquí, muriendo lentamente, a lo largo de los siglos. Quién sabe desde cuándo, si es que Ventomedio fue fundada ante su mirada o si por aquel entonces ya estaba bajo tierra, bailando el vals con la entropía. ¿Entiende lo que le digo? Es este lugar el que nos eligió… No le diré que lo veoo que lo entiendo, pero si usted pensara como yo, Stahl, si usted se detuviese a considerar las cosas como yo lo he hecho, desde el punto de vista desde el que vengo haciéndolo, quizá también tendría esta sensación. Tenía que ser aquí. Este lugar nos ha elegido. Es especial.

Parecía sincero, emocionado. Por primera vez sentí que no intentaba manipularme o convencerme, sino que no hacía otra cosa que expresar sus sentimientos. Y sentí también que estaba empezando a temerle.

 

Un poco antes de mediodía las energías llegaron al máximo y di comienzo a los procedimientos fusionándome con la maquinaria. El médium recibió limpiamente el impulso que canalicé, mientras a mi alrededor se multiplicaban todas las imágenes posibles del minotauro, como las facetas de una joya demasiado compleja para haber sido creada por manos humanas. La criatura con cabeza de toro y cuerpo de hombre, el toro con cabeza de hombre, la sombra de los cuernos en un pasillo del laberinto, la bestia, la razón, todo parecía haberse vuelto corpóreo, concreto, visible. También vislumbré un salón que me pareció arrancado del pasado, del viejo Imperio de las épocas de los Autarcas, en el que un minotauro —representado al modo clásico— intentaba librarse de las ataduras que lo inmovilizaban mientras media docena de ancianos de túnica gris le clavaban agujas en los brazos y lo examinaban con arcaicos instrumentos ópticos. Ante mis ojos desfilaron todas las imágenes de infinitas enciclopedias posibles, grabados representando al minotauro como un hombre devorado por parásitos que configuraban un segundo cuerpo animalístico o quizá un exoesqueleto. Vi también minotauros devorando sus presas, hombres, mujeres, caballos y leones, pero todas las imágenes confluyeron en la definitiva, rodeando al médium para convertirlo en una crisálida oscura ligeramente fuera de foco. En ese instante cesó el vértigo de las facetas que se sucedían; me encontré solo ante el caparazón suspendido que era aquella enorme crisálida, en el centro terrible del laberinto. Los mecanismos de alarma me desconectaron, trayéndome de vuelta al plano de todos los días. Abrí los ojos, salí de la maquinaria y, ante la mirada absorta de todos los ayudantes y técnicos, contemplé la entrada de piedra gris cubierta por enredaderas.

 

Esa misma tarde las energías se multiplicaron, haciendo aullar a todas las criaturas atrapadas en el Instituto. El director me felicitó, Ramírez me felicitó, todos los expertos me felicitaron. La palabra «triunfo» sonaba por todas partes, como persiguiéndome, pero yo no podía sentirme satisfecho. Era una vez más la sensación de la madrugada, cierto vacío, cierta imposibilidad de pensar o de encauzar el pensamiento. Celebramos, brindamos, se habló del futuro, de los planes de convocatoria del dragón y las posibles estrategias a diseñar, pero yo estaba en otra parte. Mi mente vagaba por aquellos recuerdos de mi infancia en que yo miraba el edificio gris y jugaba, asustado, en aquel baldío, y recordaba aquella fotografía en la que algo asomaba a mis espaldas, como el sueño en el que un elfo me contemplaba desde lo alto del portón. Noté que nadie hablaba del médium, que nadie parecía recordar que lo habíamos asesinado entregándolo a una criatura metadimensional que ahora había terminado de ocupar y devastar su cuerpo. A nadie le importaba y mentiría si dijera que a mí sí lo hacía; apenas lo recordaba, como si fuese otro rostro más en el desfile de fotografías de mi memoria, como si hubiese sido uno de los niños que jugaban conmigo y compartían mi miedo por el edificio. No importaba que fuera demasiado joven para haber estado en ese lugar, en ese tiempo; mi mente conciente, racional, lo sabía, pero no tenía importancia. Se había abierto camino hacia atrás en mis recuerdos, anidando allí.

 

(Antes de irme visité, por primera vez, el pabellón del elfo. Al verme saltó del rincón en el que había construido una suerte de guarida y se quedó mirándome, en silencio y en paz. No quise contemplarlo más tiempo y corrí hacia la calle, hacia la ciudad).

Apenas llegué le conté a mi madre del éxito y las posibilidades que todos conjuraban para mi futuro. Seguía con el mismo humor apagado de todo el día, así que tomé otra ducha, cené con poco apetito y me acosté. No tardé en dormirme, y tampoco en soñar. Me vi rodeado de niños en el baldío del Instituto, jugando juegos complicados que no terminaba de entender pero que parecían comprometer toda mi vida, no sólo ese momento. Uno de los niños me desafiaba a entrar al edificio. Yo en un principio me negaba, pero luego cedía ante la presión y las bromas, tratando de armarme de valor para acercarme a una ventana rota y saltar hacia adentro. Entonces el sueño cambiaba y me sabía perdido en aquellos pasillos y salones, como si llevara horas enteras buscando la salida. En ocasiones miraba por alguna de las ventanas —minúsculas y rectangulares— y me preguntaba por qué no podía ver a mis amigos aguardándome en el baldío, que ahora parecía una vasta desolación. Estaba por ponerse el sol, un atardecer gris con tonos de celeste opaco y un mínimo borde dorado alrededor de todas las cosas. El interior del edificio estaba a oscuras, pero podía ver bastante bien en la penumbra y orientarme, aunque no conocía la manera de abrirme camino hacia la salida. Aquello, sin embargo, no me asustaba, casi como si fuera el escenario cotidiano de mi vida, como si yo fuese el habitante del lugar y no un intruso. Más adelante se sumaban a mi recorrido un sátiro y un centauro, que intentaban convencerme de serles de ayuda en un proyecto al que aludían asumiendo que yo sabía de qué se trataba. No sé de qué me están hablando, quería explicarles, pero apenas me permitían responder, paseándome por los pasillos del edificio, ahora convertidos en túneles excavados en la piedra. Poco a poco, a partir de sus palabras, logré hacerme con una idea de lo que querían. Iban a sanar a un dragón herido para devolverlo a su lugar de origen, al que aludían misteriosamente como allá. Me detuve en una encrucijada y, con toda la firmeza de la que fui capaz, les dije que no iba a ayudarlos. Se rieron y empezaron a insultarme, desafiándome. Herido en el orgullo, como había sucedido antes con los niños (quizá el sueño era cíclico), terminé por aceptar. Me condujeron a una gran habitación ocupada por un cadáver gigantesco que parecía llevar milenios allí varado. Lo rodeé, sin dejar por un instante de sentir el mayor asombro de mi vida. No parecía tener una forma definida, sino que lo que podía ver de él variaba según dónde me encontraba, pareciéndose a veces a una osamenta enorme, a veces a una catedral, un edificio o un carruaje. El sátiro se me acercó y dijo «Vas a tener que empezar ahora, porque ya están por llegar». «¿Quiénes?» pregunté. «El elfo y el minotauro», respondió, y en ese momento sentí una presencia que llenaba la sala y reparé, para mi horror, en la compañía terrible del centauro y el sátiro, que hasta ese momento me había resultado totalmente normal.

 

Entonces desperté. O, mejor dicho, me despertó el sonido del teléfono. Atendí.

—¿Doctor Stahl? Necesitamos con urgencia que venga al Instituto, ha sucedido algo espantoso…

Me invadió un fuerte dèja vú y recordé, casi de inmediato, que algunos días atrás me habían despertado casi con las mismas palabras. Sin embargo, esta voz no era la de aquel guardia de seguridad ni, me pareció, la de ninguno de los que conocía.

—Pero… ¿Qué pasó?

—Algo terrible. Lamentamos no poder enviar un vehículo a por usted, pero, por favor, necesitamos que llegue lo más pronto posible.

Se escuchó un ruido muy fuerte, seguido por un grito, y la comunicación se cortó. Me levanté y vestí a toda velocidad, salí de casa y me paré en la mitad de la calle esperando un taxi, que, por suerte, no tardó en aparecer.

 

El portón estaba abierto y no había nadie en la caseta de seguridad. Desde las ventanas de los primeros pisos del Instituto salía un humo denso y oscuro. Corriendo hacia la entrada reparé en que gran parte del edificio estaba derrumbado o derrumbándose. El viento viró y me arrojó aquel humo a la cara, llenándome los ojos de lágrimas. Tosí y tropecé, cayendo de rodillas en el césped. Intenté levantarme pero no tenía fuerzas; me doblaba una y otra vez en accesos de tos seguidos por vómitos. Como resignándome a la muerte me quedé inmóvil, usando mis últimas fuerzas para permanecer boca arriba y girar la cabeza para abarcar con la vista algo del edificio. Se escuchó un sonido grave y fuertísimo, que hizo temblar la tierra y me pareció proveniente de las profundidades. Entonces lo que quedaba del edificio se desplomó, llenando el aire de polvo y escombros. Algo, como un cuerpo gigantesco, parecía moverse entre las ruinas. Con el último respiro de mi conciencia vi una figura que corría o se deslizaba en el aire en dirección al portón. Creí reconocerlo y todo se apagó.

 

Supongo que habré soñado, aunque no siento lo que vi o experimenté del mismo modo que aparecen ahora en mi memoria las imágenes del sátiro y el centauro animándome a colaborar con ellos en la resurrección del dragón. Lo llamaré soñar por comodidad, para encontrar un atajo hacia lo que realmente me ha importado desde entonces, y diré que en mi sueño vi al centauro acercárseme desde los escombros del edificio, examinándome como cerciorándose de que aún vivía y, al descubrir que yo estaba despierto, hacerme un gesto con los ojos que pareció acumular toda la humanidad que llevaba en sí. Y algo en esa mirada me habló. Recordé —o me hizo recordar— que nos habíamos visto antes y que me había hecho un regalo. Un medallón. ¿Dónde lo había perdido? Sentí que me preguntaba. No importa, aquí está. Llevé mis manos a los bolsillos de mi pantalón y ahí estaba, un pequeño medallón de piedra o de algo parecido a la piedra. El don del centauro es la profecía y la interpretación de los sueños, supe repentinamente, como si recordara un libro leído hace demasiado tiempo.

 

No fue como si me acercara lentamente a la salida de un túnel. De un momento a otro sentí una brisa golpeándome el rostro y abrí los ojos. Clara, la secretaria o ayudante de Ramírez, me abanicaba con los restos de un libro.

Me dolía terriblemente la cabeza.

—Ha despertado —dijo.

Intenté hablar pero me detuvo la sensación de tener pedregullo en la garganta.

—Cuidado, con calma —susurró, ayudándome a ponerme en pie.

Ramírez se nos acercó. Tenía la camisa hecha jirones y manchada de tierra. Miré a mi alrededor. Reconocí a algunos de los técnicos y científicos, y, tendidos bastante cerca de donde estábamos Clara y yo, los cuerpos —asumí en el acto que sin vida— del director y los curadores del centauro.

—Menos mal que usted no ha muerto —dijo Ramírez, con una sincera expresión de alivio—; por un momento pensé que no había esperanzas.

Clara me miró y sonrió.

 

En los días siguientes fue creciendo en mí el deseo de reconstruir lo que había sucedido. Ramírez informó a las autoridades —incluso a dos Censores del Imperio— que las energías se dispararon accidentalmente y los campos de contención terminaron por fallar. Pero era claramente una excusa. Barajé hipótesis que incluían sabotaje —después de todo, hasta el día anterior todo parecía estar funcionando a la perfección, y yo sabía que ciertas facciones radicales se oponían a lo que estábamos haciendo en el Instituto; los nombres que se manejaban, sin embargo, eran todos de empleados del Instituto, especialmente los dos curadores del centauro—, la impredictibilidad del minotauro convocado y las misteriosas palabras que había dicho el médium cuando Clara le clavó aquella aguja: pero que no digan después que no les advertimos. Los médiums, como los chamanes, es sabido, son capaces de moverse de un plano metadimensional a otro casi a voluntad; ¿quiénes eran, entonces, esos nosotrosque postulaba su advertencia? Intenté hablar con Ramírez y los pocos expertos sobrevivientes, la curadora de las ninfas y el experto en sátiros. Todos me respondieron con evasivas. Busqué argumentos que respondieran al informe que había hecho Ramírez, tratando de entender, además, por qué nos habíamos desmayado todos los que nos acercamos al lugar del desastre, más allá de la intoxicación por el humo y el polvo. Algunos de los que llegaron al Instituto apenas saltaron las primeras alarmas (entre ellos estaban los científicos del hábitat del centauro y el director), sufrieron daños irreversibles, con pérdida de memoria y, en general, de capacidades intelectivas. ¿Hablaba ese detalle de una exposición a la terrible irracionalidad del minotauro? ¿Se había movido libremente la criatura por el Instituto, destruyéndolo? Quizá la curadora de las ninfas había tenido razón; por mi parte, una vez más, encontré la respuesta en mis sueños. Vi al sátiro y al centauro alejándose del derrumbe, celebrando su éxito mientras pasaban cerca de mi cuerpo inconsciente, vi a las ninfas saltando y bailando entre los escombros, vi al elfo huyendo hacia el portón y vi, o creí ver, la sombra del dragón.

El subsuelo fue sellado con cemento previendo posibles fugas de radiación, de modo que el laberinto —el laberinto físico, claro— quedó sepultado e inaccesible. Intenté en vano buscar entre las ruinas del edificio cualquier señal o indicio. Uno de esos días también creí ver al muchacho que me había contactado, el fanático radical, también buscando entre los despojos. Yo apenas había pasado el portón, y él no me vio o fingió no verme; para cuando llegué a donde había estado el edificio ya había desaparecido.

Dos semanas después del derrumbe, Ramírez partió hacia el norte. Me telefoneó para saludarme y hacerme saber que la misión —así lo dijo, la misión— no había terminado. Con él se fue Clara. Eso me apenó terriblemente. Tres días después bajé al centro y me detuve ante las obras de la Sobreciudad. Descubrí que los trabajos seguían adelante, que los mismos dirigibles sobrevolaban las obras y que los andamios parecían levantarse aún más altos, como arañando el cielo.

A partir de ese momento empecé a sentirme agobiado. Trataba de quedarme en casa con mi madre todo el tiempo, leer, dormir (empecé a encontrar un placer, insólito en mí, de dormir a toda hora y soñar) y relajarme escuchando música, pero las investigaciones me obligaban a comparecer en el centro varias veces a la semana; la visión de los edificios cercanos y las calles que llevaban a la Avenida empezaron a hacerme creer que la ciudad era demasiado, que su peso se sumaba al de los acontecimientos y al —por qué no llamarlo de esta manera— fracaso de mi convocatoria. Recordé cuando, de niño o adolescente, sentía que aquel edificio, ahora en ruinas, era capaz de manchar la ciudad y mi vida, y que no había otra culpable que la gran Ventomedio, que lo permitía y, quizá, lo había hecho crecer, gris y ominoso, desde las profundidades. Una tarde en que me encontró especialmente deprimido, mi madre me sugirió partir hacia Punta de Piedra.

—Allá siempre la pasabas tan bien de chico —dijo—, cuando paseabas por la playa por la noche y mirabas el mar y las estrellas… A lo mejor esa es la paz que estás necesitando…

Me costaba tomar la decisión —después de todo significaba en gran medida perderme en el fin del mundo, totalmente apartado de mi profesión y la vida cultural para la que me había preparado tantos años—, pero, al irme a dormir o al despertar, me encontraba añorando los acantilados, los pinos, la arena y el mar, y sólo al pensar en las olas rompiendo en una tarde con el cielo nublado algo en mi mente parecía reanimarse. «Quizá ante el océano pueda entender qué hacer con mi vida», recuerdo que le dije un día a mi madre.

 

Ya decidido a partir, arreglando una noche el equipaje, encontré entre mi ropa un objeto duro y pesado. Era idéntico al medallón que, en sueños, me había regalado el centauro. Lo guardé entre mis cosas, invadido por una misteriosa alegría y sin conceder importancia alguna al hecho inexplicable de que eso estuviese físicamente allí. A la mañana siguiente, tras despedirme de mi madre, me encaminé hacia la Terminal para dejar atrás Ventomedio por segunda vez, quizá para siempre. Compré un pasaje en ómnibus y partí hacia el este a mediodía. A mitad de camino se me ocurrió que podía pasar el resto de mi vida, si es que lo que se decía de los centauros era verdad, leyéndole el futuro y los sueños a los habitantes de Punta de Piedra (y a todos los curiosos que se acercasen a buscarme), contándoles con mirada soñadora qué hermosos diseños trazarían sus vidas en el telar inmenso del que yo tanto quería escapar.

 

 

Ramiro Sanchiz nació en 1978 en Montevideo. Sus primeras publicaciones fueron en la revista DIASPAR, seguidas por GALILEO, AD ASTRA y AXXÓN. En 2008 figuró en la antología «El descontento y la promesa» (Montevideo, editorial Trilce), que recopila 24 cuentos de autores nacidos entre 1973 y 1984; en «Esto no es una antología» (Montevideo, Ministerio de Relaciones Exteriores), también una muestra de narradores nuevos/jóvenes, y publicó la novela 01.lineal en Salamanca, por Anidia editores. Sus principales influencias son Alasdair Gray, Philip Dick, William Burroughs y Mario Levrero, y es lector asiduo de J. G. Ballard, Jorge Luis Borges, Angela Carter, Roberto Bolaño, entre otros. Entre 2002 y 2006 se desempeñó en varias bandas de rock alternativo en calidad de guitarrista y compositor, y en el presente trabaja de profesor particular de filosofía y literatura y periodista cultural. Desde hace un año mantiene el blog personal Aparatos de vuelo rasante.

Hemos publicado en Axxón sus ficciones: CAMINO DE RETORNO (93), SOBRE DESAYUNOS Y ENTROPÍA (194) y EL VIENTO Y LA CENIZA (195). Hemos publicado en Axxón sus artículos: MARIO LEVRERO: EL OTRO Y YO (188), RÉQUIEM POR THOMAS M. DISCH (189)

 


Este cuento se vincula temáticamente con OTRA TRAGEDIA GRIEGA, de Gerardo Horacio Porcayo, DUENDES, de Ramiro F. Sanchiz, EL ARCA, de Juan Antonio Molina, EL BRAMIDO DEL MINOTAURO (Divulgación), de Marcelo Dos Santos y Alejandro Moia

 

Axxón 204 – enero de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia-ficción : Dimensiones : Mundos paralelos : Seres mitológicos : Uruguay : Uruguayo).