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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “220”

ARGENTINA

La comprensión de lo inevitable cayó sobre Juan como un manto helado.

—¡Voy a morir! —gritó dentro de la escafandra, la garganta atenazada por el terror.

—Corrección —dijo una voz socarrona dentro de sí—. YA estás muerto. No podés regresar a la nave, tus compañeros no te pueden venir a buscar… cuanto antes lo admitas, mejor.

—¡Pero yo no quiero morir! —Juan advirtió que el pánico lo estaba dominando. Por insólito que pareciera, la única forma que se le ocurría de conservar el último vestigio de dominio sobre su mente era seguir hablando con esa voz interna. Y ahora, a las puertas de la muerte, no iba a andar reparando en detalles.

—Sin embargo, lo sabías. Siempre supiste que morirías en el espacio. Y pese a eso, hiciste tu máximo esfuerzo por llegar hasta aquí. Así que, ya que estamos… ¿por qué no lo disfrutás mientras puedas? Te queda una hora, tal vez, o un poco más.

El accidente había sido tan estúpido que nadie lo hubiera podido prever. Como todos los accidentes estúpidos, claro.

Primero, se había quemado la plaqueta de comunicaciones, y era preciso reemplazarla desde el exterior del casco. El capitán Anders estaba por dar la orden, y Juan se le adelantó.

—Capitán… ¿podría ir yo? ¡Por favor, señor!

A Anders sólo le importaba que el trabajo se hiciera rápidamente y Juan calificaba tan bien como cualquiera, así que se encogió de hombros y lo designó. Hurtado, el otro latino, comentó con su pícara sonrisa mientras lo ayudaba a ponerse el traje:

—El capitán no pudo negarse; parecías un perrito con la correa en la boca, esperando que te sacaran a pasear.

De todos modos, y por más ansioso que estuviese, no descuidó los detalles de la rutina de seguridad. Comprobó los cierres del traje, ajustó las correas de la escafandra, revisó los componentes y las herramientas como lo había practicado cientos de veces. Y por fin… ¡el espacio!

Toda la vida había ansiado este momento. La ingravidez, la total libertad, la negrura sólo interrumpida por luces lejanas que eran mundos aún más lejanos… lo disfrutó unos instantes, y después se dedicó al trabajo. Una reparación de rutina: había que abrir el casco, retirar la plaqueta dañada y reemplazarla por otra. Probarla y volver a cerrar. Trabajo de diez minutos, o poco más. ¡Pero estaba en el espacio! Trabajaba, y la alegría lo colmaba. No se descuidaba, pero cada tanto miraba a su alrededor: puntos de colores sobre fondo negrísimo, cúmulos de nubes, discos más grandes de los planetas más cercanos… la total, completa, absoluta belleza.

Había terminado de cerrar el casco, cuando ocurrió. Algo intrascendente al principio: un mal movimiento mientras guardaba las herramientas, un golpe contra el casco, y quedó pendiendo del cable de seguridad. Nada importante: sólo tenía que subir por el cable, mano a mano, y disponerse con paciencia a recibir las burlas de sus compañeros cuando volviera a entrar a la nave. Un traspié insignificante, para el anecdotario.

Pero en ese momento, un meteorito, una piedrita chica de bordes filosos, de ésas que se pisan sin mirarlas cuando uno camina por la Tierra, concluyó su viaje directamente hacia Juan.

Vaya a saber de qué lejana explosión salió despedida, y cuántos cuerpos la fueron golpeando, modificando su rumbo, hasta terminar la carambola cósmica justamente ahí, en el cable de seguridad que unía a Juan con la nave.

Si el cable hubiese estado flojo la piedra se habría desviado nuevamente; de haber caído en el traje, la elasticidad de éste hubiese atenuado su velocidad, y el máximo daño habría sido un corte que las células internas del traje habrían reparado enseguida. Pero Juan había caído un segundo antes, y el cable, tenso, chocó contra el filo de la piedra, que fue a desintegrarse en un estallido. El cable se rompió.

Para cuando Juan pudo reaccionar, la misma inercia que lo empujó del casco lo estaba alejando cada vez más de la nave, de sus compañeros… de la vida.


Ilustración: Yawareté

Imaginaba las caras horrorizadas de Anders, de Johnson, de Rashid y de su único amigo allí, Hurtado, pero no podía verlos, ya que la deriva lo mantenía de espaldas a la nave. Estaba flotando, dejándose llevar en la oscuridad del espacio… y el más grande de aquellos discos inalcanzables era la Tierra, a donde ya no esperaba volver.

—Pobre Eli… se va a enterar por la televisión —Juan recordó los papeles del divorcio, que quedaron sobre la mesa. No los había firmado todavía, y ahora se alegraba de no haberlo hecho; de ese modo ella no tendría inconvenientes para cobrar el seguro.

—Serán varios miles… espero que compense el abandono de estos últimos años.

—¿Se acordará ahora cuando le aseguraste que morirías en el espacio? —preguntó la voz.

—Claro… aquella vez —murmuró Juan, empañando el cristal de la escafandra—. Se enojó muchísimo, y con toda razón.

Estaban de luna de miel en la Península Valdés, en el mes de noviembre, cuando llegan las ballenas. Parecía una confabulación, pero justo ese año las ballenas decidieron retrasarse y, a falta de un mejor programa, Juan fue a practicar caza submarina mientras Eliana, recostada en el bote, recibía sobre su piel el tibio sol de la Patagonia.

Juan amaba bucear. Había buscado en variados y peligrosos deportes la sensación de ingravidez que en sus fantasías se relacionaba con el espacio. Pero el paracaidismo, el aladeltismo y otras formas de vuelo sólo le ofrecieron viento, vértigo y velocidad. Su madre, ante cada nuevo intento se espantaba, sin entender por qué no se conformaba jugando al fútbol, como los otros muchachos. Finalmente descubrió que sólo el buceo le proporcionaba esa sensación de libertad plena, sin las ataduras de la gravedad. La verdadera meta de Juan era salir al espacio, y dadas las circunstancias, resultaba completamente imposible, así que perfeccionó su práctica de buceo. Su madre quedó un poco más conforme. Afortunadamente para ella, siempre ignoró que el buceo está considerado uno de los deportes más peligrosos que existen.

Esa mañana tomó el arpón mientras Eli, solícita, le alcanzaba el botellón de aire comprimido.

—No —dijo Juan, sobrador—. No es deportivo cazar con aire, porque le da al cazador demasiada ventaja. Se caza sólo con el aire de los pulmones.

—¿Y no es más deportivo dejar a esos pobres peces en paz? —preguntó Eli. Juan decidió responderle con un beso y se lanzó al agua. Eli, aunque no compartía los miedos de su suegra, era más tolerante que entusiasta con los deportes que apasionaban a Juan.

¡Qué fría estaba, a pesar del traje de neoprene! Buscó un poco desde la superficie y encontró el lugar justo: con un par de hábiles patadas bajó diez metros, para acechar a su presa detrás de una formación de rocas.

Además de la ingravidez, resultaba imposible no dejarse seducir por la imponencia del paisaje: sobre un fondo de piedras de distintos colores, se balanceaban unas algas verdes junto a otras de color rojizo. Y por sobre todas ellas se alzaban otras, altas como árboles, de hojas largas y carnosas, que se mecían al compás de las olas. Los pececitos más chicos se escondían entre las cuevas de piedra, tan rápidos que uno sólo podía captar el movimiento con el rabillo del ojo; y justo frente a Juan, una alfombra de anémonas pequeñísimas y de color celeste claro se cerraba a medida que la corriente producida por el buzo tocaba sus sensibles tentáculos, como si se tratase de florcitas tímidas.

Esperó un momento: ahí estaba un hermoso salmón, nadando suavemente hacia él. Juan comenzó a sentir la falta de aire, pero ¡estaba tan cerca! Sólo un poquito más, y se ponía a tiro. «¡No te desviés, maldito!», pensaba, mientras el salmón, indiferente, se paseaba por el fondo del mar.

Juan ya sentía hipos incontrolables y dejó salir unas burbujas de su boca. Tenía que obedecer el mandato de su cuerpo y subir rápidamente. Pero el salmón se acercaba ahora, y no quería perderlo. Sabía que, si salía disparado a la superficie como su cuerpo se lo reclamaba, espantaría a la presa, y perdería su oportunidad… Por fortuna, la lucidez le alcanzó para aflojar la hebilla del cinturón de lastre, antes de que la negrura lo tapara todo.

Sin el plomo, el traje lo empujó solito a la superficie y Eli llegó a verlo. Según lo que ella misma le contara después, lo levantó tironeándole del pelo y como pudo lo subió al bote.

Enseguida recuperó la conciencia, y ahí Eliana cambió el miedo por la furia:

¡Taradoestúpidoidiotaenquémierdapensabastequerésmorirboludodemierdainfelizytodopor-unpescadodeporqueríaporquénolodejasteenpazquétehizoesebichodemierdapedazodeimbécil!, decía Eli sin respirar, mientras lo cacheteaba sin asco. Juan sentía el cuerpo helado, con un frío más penetrante que lo que debería ser el agua del Golfo Nuevo en noviembre, aunque la cara le ardía por los sopapos. Intentando calmarla, le dijo lo primero que se le ocurrió, sin preguntarse por qué estaba tan convencido de ello. Sólo pudo afirmar después que sabía que decía la verdad, aunque no tuviera una explicación lógica para ello:

—No te preocupés, mi amor, yo no voy a morirme acá. Yo sé que me voy a morir en el espacio exterior.

Eli lo miró, con la rabia diluida por el hartazgo, y replicó en voz baja:

—No esperaba cambiarte cuando nos casamos, pero por lo menos tenía la esperanza de que madurarías.

Para no arruinar la luna de miel, esa misma tarde hicieron las valijas y se fueron a las montañas. Juan no volvió a mencionar el tema de la supuesta muerte en el espacio, y esa certeza se fue diluyendo con el paso del tiempo, hasta convertirse sólo en una anécdota que ambos preferían olvidar.

Eli, por supuesto, tenía razón. Por más ganas que tuviera uno de ser astronauta, por más capacidad que tuviese, si había nacido en la Argentina y vivía en el siglo veintiuno, se iba a quedar con las ganas. El espacio era para los otros, los que sí podían. Los norteamericanos, los europeos… los otros.

—Y aquí estoy —pensaba Juan, ahora un poco reconciliado con su suerte—. Con todo lo que hice, todo lo que sacrifiqué para llegar… para convertirme en esto: un cadáver orbitando eternamente, junto con la Hasselblad que se le fue de las manos a uno de los pioneros del espacio, con toda la chatarra dejada por las Apolos…»La Momia Argentina», el único satélite que alguna vez estuvo vivo. —Una sonrisa apareció en su boca: casi estaba disfrutando la situación.

—¿Y no te parece lindo? «La Momia Argentina». ¿Cuánto darían los faraones por tener una tumba como la tuya?

—Sobre todo por la vista —Juan sonreía, mirando a su alrededor —. No se la cambiaría por todos esos sarcófagos de oro.

—Vos lo sabías —insistió la voz— y aún así, hiciste todo lo posible para llegar acá. ¿Y no te parece que valió la pena, acaso?

—Tenés razón —admitió Juan—. Si me hubiera quedado en la Tierra, viviría arrepentido por el resto de mis días. Y esto… es la perfección. Yo siempre lo supe… no sé cómo, pero siempre lo supe.

—La muerte es una sola. Cuando te roza, te marca el lugar del próximo encuentro. Claro que a nadie le gusta saberlo en realidad, y por eso lo más común, lo más fácil, es olvidar.

—¡Y qué frío hace! Ahora que lo pienso… sólo dos veces en mi vida sentí este frío: una vez, cuando era muy chico, tanto que no me queda otro recuerdo que el tiritar, temblar, y alguien que me tapaba con frazadas. La otra vez fue con Eli, en el mar.

El milagro se produjo cuando Juan terminaba la Universidad. La NASA, en uno de sus inexplicables proyectos para captar el interés del público (y los fondos subsiguientes), decidió lanzar un concurso para entrenar como astronautas a diez extranjeros. De esa selección saldrían los tres que junto a dos experimentados astronautas norteamericanos harían el primer viaje tripulado a Marte. Debían ser ingenieros (la carrera de Juan encajaba perfectamente en los parámetros) y rendir una serie de exámenes complicados y durísimos.

Juan se lanzó con toda su alma al proyecto y Eli lo acompañó siempre, conocedora de la obsesión de su marido por el espacio. Los amaneceres la encontraban desvelada, preparando café. Se hizo odiar por los amigos cada vez que filtraba las llamadas que distrajeran a su esposo, sacrificaba su tiempo libre buscando en la red información que Juan podría necesitar, y no dudaba en reducir aún más el escaso presupuesto de la casa para obtener ese libro inconseguible que Juan ansiaba.

Saltaron de alegría, y la noche del festejo fue larga, perfecta y desenfrenada cuando Juan fue seleccionado para las pruebas finales, en cabo Cañaveral. Igualmente, nada era seguro: había más de cincuenta candidatos y todos ellos calificaban para el puesto.

Curiosamente, los deportes de riesgo que tanto miedo le habían causado a la madre de Juan esta vez vinieron en su ayuda: ingenieros muy capaces puede haber muchos, pero jóvenes y en buen estado físico no son tantos. Las pruebas de aptitud física los dejaron a él y a Joaquín Hurtado, de Venezuela, como los únicos latinoamericanos del proyecto.

Y Eli se cansó. Dos años cuidando los estudios de Juan para llegar a la NASA, todo su apoyo, todo el esfuerzo y sólo consiguió que él la olvidara en un departamento, sola, en tierra extraña, todos los días y la mayoría de las noches. Un buen día, hizo las valijas y se volvió a Buenos Aires. Un mes después llegaron los papeles del divorcio. Juan regresaba al departamento, feliz con la notificación que lo designaba como tripulante, cuando los recibió. Ni siquiera la tristeza que sintió por Eli y por el fracaso de su matrimonio pudo empañar la alegría que sentía. La carta de ella, que acompañaba a los documentos, decía tristemente:

—Siempre quisiste ir al espacio. También me quisiste a mí, pero creo que un poquito menos. Ahora tenés las estrellas y ya no me necesitás. No puedo pasar el resto de mi vida esperando que te acordés de volver a casa. Yo también quiero vivir.

Era justo, pero también era duro. Juan no firmó los papeles, dejándolos para cuando regresara. Sin atreverse a admitirlo, tenía la secreta esperanza de recuperar a su esposa. Sabía que ésta era su única oportunidad. El programa no preveía otros viajes con la misma tripulación. Volvería a Buenos Aires con toda la gloria y una buena cantidad de dinero. Un futuro prometedor, en el cual Eli encajaba perfectamente, como antes, si lograba que lo perdonara.

—Mejor así… Eli es libre, y a mí me queda esto —y su mirada abarcaba toda la negrura del espacio, toda la belleza, toda la libertad.

El movimiento de su cuerpo, que Juan no podía controlar, lo llevó nuevamente de cara a la nave. Pudo ver a Anders y a Rashid por la ventanilla, y les sonrió. Ellos estaban consternados, y curiosamente, el único que no parecía sufrir era él, el condenado. También vio a Hurtado, que tenía los ojos oscuros empañados y un gesto crispado de desesperación. Sus compañeros vieron la expresión de paz de su rostro, y aunque no podían comprenderlo, sirvió para atenuar un poco la impotencia y el dolor por la pérdida. Hizo un saludo con la mano y volvió a rotar…

Hacía muchísimo frío y Juancito tiritaba. Escuchó voces distorsionadas, pero la más fuerte era el vozarrón de papá, que parecía muy enojado:

—¿Y ustedes se dicen médicos? ¡Casi lo pasan de anestesia, no importa las excusas que se les ocurran ahora! ¡Y todo por una simple apendicitis!

Otra voz, tranquila y segura, la del doctor Ibáñez, respondió:

—Fue culpa del anestesista, pero tranquilícese. Su hijo está fuera de peligro ahora. Lo tuvimos en observación y no hay secuelas. Pronto va a despertar.

Juancito sólo sabía que tenía frío. Tal vez era ese mar cristalino en el cual se hundió, tal vez fuera el espacio negro… Juancito temblaba, y una enfermera solícita lo arropó con otra manta más.

—Es la anestesia, corazoncito, mi bomboncito, ya va a pasar…

Esta mujer era increíblemente melosa, todavía más que mamá. Así no se trataba a un chico grande como él, que estaba por terminar el jardín. Pero Juancito tenía sed, y la enfermera empalagosa le mojó los labios con un algodón húmedo.

Cuando se despertó del todo, estaba el altísimo doctor Ibáñez frente a él, mirándolo fijo. Juancito dijo con voz ronca:

—¿Me va a mostrar lo que me sacó?

—Claro, como te prometí —respondió sonriente el doctor, y dio una orden a la enfermera pegajosa. Ella enseguida le trajo un frasco en el que nadaba una especie de gusano gordo y blanquecino. Juan lo miró, pero pronto perdió el interés. No parecía que esa cosa fuera tan importante como los dolores de panza que había provocado antes de que el doctor se la sacara. Él sí tenía algo serio que decir, y comenzó a contar, un poco entusiasmado, a mamá, a papá, al doctor Ibáñez:

—Había agua muy fría, y un pez enorme. Y después me morí en el espacio. Se cortó el cable.

—No te preocupes, querido —dijo mamá, con voz quebrada—. Es la anestesia, que te provoca esos sueños raros —Juancito miró a mamá: sonreía feliz, pero tenía marcas oscuras debajo de los ojos.

Dos días más tarde Juancito dejó el hospital, de la mano de mamá. Había dejado atrás al gusano gordo, y se llevaba un tajito en la panza que le dolía al reír y estornudar, pero el doctor Ibáñez le había prometido que eso pronto se le pasaría.

Tenía además tres certezas, aunque nadie quería escucharlas:

Sabía que la mano fría había estado a punto de atraparlo ahí, en el hospital, y él se le había escapado.

Sabía también que lo intentaría años más tarde en ese mar cristalino, y que también se resbalaría de sus dedos helados.

Y por último, sabía con toda certeza que la mano fría conseguiría atraparlo en el espacio negro, cuando estuviera solo, entre las estrellas. Tal vez lo olvidara un tiempo, pero lo sabía. Lo sabía y lo recordaría cuando llegara el momento.

Ana Cámpora nació en Mar del Plata una tarde de enero de 1958, y todavía vive en esa ciudad. Goza del autoimpuesto título de “Ratón de Biblioteca Honoris Causa”, y aunque suele leer todo lo que caiga en sus manos, prefiere las novelas históricas, la fantasía y la ciencia ficción. Hace diez años decidió transmutarse de lectora a autora y comenzó a escribir. Lleva escritas dos novelas de fantasía y algunos cuentos, de los cuales el único que fue editado se llama “Tortas de viaje para los Hijos del Sol”, y salió finalista en el concurso “Cuadernos del Fogón”, en 2004, donde se combinan tres de sus intereses: la historia, la literatura y la gastronomía.

Esta es su primera participación en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con CAMINATA LUNAR, de Hernán Domínguez Nimo; EN PUNTO, de Hernán Domínguez Nimo y PILDORA AMARILLA, de Carlos A. Gutiérrez Bermúdez.


Axxón 220 – julio de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Viaje espacial : Destino : Argentina : Argentina).