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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “236”

ARGENTINA

 

Mi padre. Recuerdo la última vez que me puso la mano encima. La vez anterior a esta, que está por romperme la cara.

La última vez yo había terminado con un cinturonazo en la frente, todavía tengo la marca. Por algunos centímetros la hebilla no me había dado en el ojo, podría haber quedado ciego. Y ahora estaba a minutos de revivir la historia, aunque sabía que papá se esforzaba por innovar. Jamás repetía sus castigos. Tan solo una vez había usado el cinto, una sola vez el martillo de las milanesas contra mis dedos, una sola vez me había hecho fumar diecinueve cigarrillos de corrido, tan solo una vez me pegó un puñetazo en el ojo. Nunca se repetía.

Y ahora yo estaba sentado en mi cama, todavía con mi indeseable uniforme de cadete encima. Inmóvil, intentaba pensar algo, mi corazón a mil por hora. Me miraba el barro de los borceguíes, y levantaba la vista hacia mis libros y mis historietas: mi colección de Stephen King. Ese era el único movimiento que hacía. Mis ojos iban de los borcegos a la biblioteca, de King a los borcegos… y otra vez de los borcegos a mis novelas.

Así pasé largo rato, casi dos horas. Hasta que corrí a apagar la luz y me escondí detrás de mis queridos libros, donde seguro papá no me descubriría al entrar. Quiero…

…desaparecer… quiero desaparecer… quiero desaparecer… quiero…

Lo repetía de pie en la oscuridad, con los ojos cerrados. Y en silencio: lo repetía mentalmente.

Papá llega siempre a las siete en punto: las mil novecientas, como le gusta decir. Nunca se retrasó más de diez minutos, la puntualidad es una de sus tantas virtudes. Y esta vez llegó puntualísimo, como siempre.

…desaparecer… quiero desaparecer… quiero desaparecer… quiero…

Se demorará —como siempre— más o menos trece minutos en la cocina, mientras le explica a mamá lo que está por hacer. Terminada la explicación, caminará lentamente hacia mi cuarto. A pasos de entrar, pronunciará mi nombre. Advirtiendo.

—¿Iván? ¿Estás ahí? Más te vale, mierdita.

En los veinte metros que recorrerá de la cocina a mi habitación, se hace del artefacto que seguramente terminará por incrustarme. Una vez lo oí gritarle a mamá: «¡Dónde carajo está el candelabro que debería estar en el living!». Esa vez se enojó bastante cuando ella le respondió que lo había mandado a pulir. Seguro que por eso entró con más bronca todavía. Le habían desbaratado el plan: terminó sin tocarme un pelo, pero derrumbando mi biblioteca de una patada. Y además, para colmo se llevó It. Nunca supe por qué se lo llevó y qué hizo con eso. Me la había comprado mamá un día antes. Y, también aquella vez, sucedió otra cosa: me di cuenta de que nada en él es espontáneo, todo lo tiene bien pensado desde antes de entrar. A los pocos días verifiqué este aserto: descubrí, en el tacho de basura, páginas de mi libro convertidas en papel picado.

…desaparecer… quiero desaparecer… quiero desaparecer… quiero…

Esta vez fueron menos de trece minutos. Calculé que once o diez. Escuchaba a papá con toda claridad. Mamá amasaba.

—¿Te pensás que me gusta hacer esto? ¿Te pensás que me hace feliz?

—Dejalo —suplicaba la voz de mamá—. Preguntale por qué lo hace. A lo mejor nos equivocamos al mandarlo al Liceo. Quizá no quiera ser militar como vos o como tu pa…

—¡Ni se te ocurra decir eso! ¡Dame!

¿»Dame»? ¿Qué agarraría esta vez? ¿El palote de amasar?

—Mirá, Gustavo, yo le compré el último de La Torre Oscura. ¿Querés dárselo vos? A lo mejor, comunicándose…

—¡Dame, te dije!

Oí el estruendo de La Torre al pulverizar algún vidrio.

—¡Gustavo, por favor! —la voz de mamá desapareció tras el portazo.

…desaparecer… quiero desaparecer… quiero desaparecer… quiero…

Lloré, me meé encima. Olvidé el rostro de mi padre. Perdí la noción de todo.

…desaparecer… quiero desaparecer… quiero desaparecer… quiero…

Oí el horror a pasos de mi habitación:

—¿Iváaan?

Ahí estaba el aviso.

—¡Iván!

Todavía sentía el tibio chorrear de mi orina entre borcego y pantalón. Mis piernas temblaban. Y una voz en la oscuridad me llamó, pero no con mi nombre:

—¡Jake!

Del terror me agarré aún más fuerte de la biblioteca, que se tambaleó: oí el ruido sordo de algunos libros contra la alfombra.

—Jake, date prisa.

Jake.

La voz, familiar, seguía disparándose contra mi oído.

Detrás de la puerta, papá me ordenaba que abriese. A las puteadas lo ordenaba, según costumbre. Solo por la satisfacción que le causaba escuchar mi vocecita de ratón rogante, y asegurarse de que yo no tenía escape alguno.

Y la otra voz insistió:

—Jake, levántate y sígueme.

Todavía apretujado entre la biblioteca y el ropero, abrí los ojos y no lo pude creer: en medio de la oscuridad, veía una puerta apoyada en la nada, abierta y solo sujeta por dos bisagras a un marco casi inexistente de tan impalpable. Y también vi, del otro lado del umbral, un pistolero que me llamaba por un nombre que ahora era el mío. Y detrás de él se abría un desierto infinito y amenazante.

¡Había ido a parar a La Torre Oscura: los fenómenos salidos de la mente de Stephen King me estaban sucediendo a mí!

Sí: el soldadito meón escapaba de su mundo.

El pistolero, Roland —no podía ser otro: era tal cual lo imaginaba al leer sus aventuras—, me tendía la mano, invitándome a cruzar. La aferré y abandoné mi cuarto. Aparecí en ese lugar que tanto reconocía yo: las afueras de Tull. Y, más allá de esos arrabales, el horizonte montañoso en que el desierto se extendía. Y, detrás, un cielo sangriento… y por fin la Torre, destino final del pistolero.

—Jake, ya me recordarás. Soy Roland. Tú debes confiar en mí y seguirme. Es menester encontrar a Eddie, está en problemas.

Pero yo recordaba todo, ya había estado en ese mundo. ¡Claro que recordaba al pistolero!: en su eterna búsqueda de la Torre Oscura, debió abandonarme una vez. Y después me salvó la vida, cuando quedé atrapado en aquella ciudad fantasma. Al mismo tiempo, recordé a Eddie y mi aprecio por él. A Susana, a Acho. Recordaba todo.

—Confío en ti, Roland —le dije—. Entiendo lo que pasó en las cavernas: no tuviste opción, fue por el bien de la Torre.

Entonces lo tomé de la mano y emprendimos camino.

—¿Dónde se supone que vamos, Roland?

Aún no lo sé —el pistolero señaló con los ojos—. Confío en que la montaña nos enseñará el camino. Hacia allí, Jake. Más allá del desierto, hacia las montañas.

Los dos sabíamos lo que faltaba decir, y no pregunté.

—Eddie dice que lo siente, que entenderías. —El sol ardiente se escondía en las pupilas de Roland—. ¿No hay rencores, Jake?

Apreté más fuerte su mano, y marchamos en silencio. No lo miré ni por un instante. Él tampoco bajó la mirada.

 


Ilustración: Duende

Me dolían las rodillas: habíamos caminado por más de dos horas, y todavía las montañas se divisaban lejos. Roland seguía en busca de la Torre. La sed del desierto se había apoderado de mi garganta, mis rodillas ardían. Roland se habrá dado cuenta: se detuvo y me ofreció su odre.

—¿Volveré a ver a Eddie? —dije al rato, después de tragar unos sorbos—. ¿Crees que los encontraremos, Roland?

El pistolero recargaba sus cartuchos, hablaba muy concentrado en lo que hacía, su voz más lejana a cada segundo. Ya no podía oírlo, y el fondo de montañas empezaba a desdibujarse.

Tosí. De mi nariz brotó sangre, también de mi boca. Al instante mi brazo se quebró. Roland se puso de pie y desenfundó a una velocidad casi imperceptible. En el instante final en que las montañas desaparecían, y mi papá abollaba mi cabeza con el palo de amasar, el pistolero se acercaba atravesando la puerta hacia mi habitación.

 

 

Así se presenta Julián Mocoroa:

Mis viejos me trajeron al mundo en el año ´78. Ellos dicen que siempre fui un santo. Pero lo cierto es que con el tiempo mi comportamiento cambió un poco. En séptimo grado, los directivos de la escuela me invitaron a irme. En primer año, ya en otro colegio, conocí el fracaso en carne propia: repetí el curso. Siempre me gustaron las aventuras, la calle, los amigos. Soy un soñador incansable. Descubrí el mundo de la literatura gracias a mi abuela. Abandonada en la biblioteca de su casa, Misery, de Stephen King, fue la puerta más maravillosa que se abrió ante mí. Desde aquel entonces, leí todo lo que pude. De adolescente escribía cuentos a escondidas. Por arte de alguna psicóloga, me anoté en carreras que aborrecí hasta el hartazgo: las abandoné a todas. Solo en algo fui constante: me mantuve incansable cantando en diferentes bandas punks. Hoy lo hago en la que lidero desde hace doce años, en la cual compongo todas las canciones, y escribo todas las letras: Explenden. Conocí el infierno en esta tierra, o algo que supongo será muy parecido.

Pero decidí enderezar la nave.

Desde hace dos años, disfruto del Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco, donde aprendí mucho más que a leer y escribir correctamente: hice una maestría en el arte de disfrutar las cosas lindas de la vida. Estoy felizmente casado, tengo a mis amigos y mi familia bien cerca, y escribo cada vez que puedo. Son todos ellos quienes me insistieron para que les envíe este cuento que tanto disfruté al escribirlo, y al corregirlo, por cierto. Si alguien me pregunta por mis títulos, diré que soy socio de San Lorenzo, y el mejor marido que puedo.


Este cuento se vincula temáticamente con DE ESPALDAS LA OSCURIDAD, de Graciela Lorenzo Tillard y Fabio Ferreras; LA ESCRITORA, de Víctor Conde y SOBRE LOS DIVERSOS USOS DEL CEDRO, de Geoffrey W. Cole.


Axxón 236 – noviembre de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Terror : Abuso, maltrato : Universo de autor clásico : Argentina : Argentino).