El hambre se ve afectada por la cantidad que usted piensa que comió
Si usted se hizo una promesa de Año Nuevo hace unas semanas, es probable que haya decido ponerse en forma o perder peso, dos metas que inevitablemente implican la bonita promesa de comer menos. Tal vez usted lo ha logrado hasta ahora, por medio de una combinación de fuerte voluntad, culpa y el despliegue de lemas de autuoayuda en los momentos de mayor tentación. Pero a menos que usted sea uno de los pocos que logran éxito a largo plazo con su dieta, su combate a la adiposidad será de corta duración. Tarde o temprano, usted encontrará su camino de vuelta a los alimentos dulces, con grasas y sintéticamente coloreados.
¿Por qué comemos lo malo? ¿Por qué comemos demasiado de eso?
Naturalmente, una de las respuestas es «porque tenemos hambre y sabe bien», pero esto sólo nos lleva a la pregunta más profunda: ¿exactamente, a qué estamos respondiendo cuando cedemos al hambre? ¿El hambre es sólo un vacío en el estómago que manda señales al cerebro con la motivación de volver a llenar el tanque? Tal vez el hambre funciona más como una hoja de balance, que nos dice cuántas calorías hay que buscar en relación a cuántas tenemos en el banco. O tal vez el hambre es un oportunismo indulgente en todo caso en que el esperado «sabor-recompensa» es lo suficientemente alto.
De hecho, todas estas son conocidas y bien estudiadas facetas de la experiencia conocida como hambre, y todas hablan de la idea de apetito como un proceso regulatorio complejo.
De acuerdo con un reciente estudio en PLOS One, sin embargo, del cual son autores Jeffrey Brunstrom y sus colegas, el hambre es también un truco de la memoria. En efecto, estos científicos afirman que el recuerdo de las comidas anteriores puede ayudar a llenar el estómago vacío.
Lo que hace este trabajo especialmente interesante es que demarca limpiamente un complejo componente psicológico del hambre. Naturalmente, sospechamos que, sin duda, nuestros pensamientos sobre la comida deben desempeñar un papel en nuestras decisiones al comer (y comer en exceso). Pero definir estos procesos ha sido más difícil que, por ejemplo, la identificación de los péptidos y hormonas que mejoran o suprimen el apetito. Mediante una mejor comprensión de los componentes cognitivos del hambre podríamos llegar a más efectivos cambios mentales para limitar el exceso de comida.
Las primeras evidencias de que la memoria juega un papel en la comida provino de sujetos cuya memoria se ha deteriorado. Más específicamente, tanto las ratas amnésicas como las personas con daños en el hipocampo —una estructura clave en la formación de la memoria— tienden a comer en breves y esporádicos arranques, más que en unas pocas comidas importantes. Si usted pone comida enfrente de una persona amnésica, la mayoría de las veces se pondrá a comer, no importa si su comida importante fue hace 5 minutos o hace 5 horas. Otra evidencia de la idea de la «memoria de comer» viene de los experimentos de marcación de las comidas en la memoria. Si a las personas que están a punto de comer se les dan recordatorios de su comida anterior (en oposición a los recordatorios de una comida hace mucho tiempo) tienden a comer porciones más pequeñas. En otras palabras, parece que mantener control sobre lo que hemos comido, no sólo por las señales de saciedad computadas físicamente —que, presumiblemente, son imperturbables en todos estos casos— sino también por mantener un recuento mental de qué se ha comido y cuándo. Es como si usted tuviese un padre vigilante en su interior, recordándole que «acabas de comer hace 15 minutos, ¿cómo es posible tener hambre».
Aunque interesantes, estos experimentos tienen sus problemas. En los estudios sobre amnésicos, por ejemplo, es peligroso inferir demasiado sobre la función cerebral normal a partir de comportamientos que son producto de un cerebro dañado. Asimismo, no está claro si los experimentos de marcación de memoria nos dicen algo acerca de la alimentación normal, todos los días, ya que no tenemos quien suela darnos evidentes recordatorios de nuestras comidas anteriores. Con el fin de comprobar si la memoria de una comida anterior nos viene espontáneamente, y tiene efectos sobre la alimentación posterior, hay que perturbar la memoria en un individuo normal. Pero, ¿cómo hacer esto?
Básicamente, engañando a la gente, haciéndolo de una manera cuidadosamente controlada. En el experimento de Brunstrom, esto se hizo utilizando un dispositivo con un digno nombre: el aparato de autollenado del tazón de sopa. A los sujetos experimentales se les da el por lo demás normal tazón de sopa, y se les dice que coman lo que hay en él (sopa crema de tomate, para los curiosos). A la mitad de los sujetos se les muestra una pequeña porción de sopa (300 ml, o una taza y cuarto), y a la otra mitad se les muestra una parte considerablemente mayor (500 ml, un poco más de dos tazas).
Lo que los sujetos no ven, sin embargo, es que el tazón de sopa está provisto de un sistema de tubos y válvulas invisibles que permiten a los experimentadores agregar o quitar sopa sin que el sujeto lo advierta mientras la persona consume la sopa. Algunos sujetos comieron una cantidad de sopa igual a la que se les presentó (ya sea la pequeña o la grande), pero otros comieron una cantidad diferente de lo que vieron. En estos casos «incongruentes», la gente pensaba que consumieron la porción grande, pero en realidad se comieron la porción pequeña, o viceversa. Con esta configuración, los experimentadores podrían probar cuán hambrientos estaban los sujetos un poco más tarde, y separar los aspectos puramente fisiológicos del hambre (que tienen que ver con el volumen consumido) de los aspectos cognitivos del hambre (que tienen que ver con las impresiones y juicios sobre lo que se consume).
El primer resultado es que no se puede engañar al estómago inmediatamente después de una comida. Cuando se hizo una prueba poco después de comer la sopa, los sujetos que habían consumido la porción mayor estaban más saciados que los que habían comido la porción más pequeña, e importaba relativamente poco cuánto pensaba la gente que había comído. Dos tazas más de una copa, y su estómago lo siente, a pesar de cualquier engaño visual.
Dos y tres horas después de comer, sin embargo, surgió un tipo diferente de patrón. Los sujetos tenían todos más hambre, por supuesto, pero su hambre tenía poco que ver con el volumen de sopa que habían comido en realidad. En cambio, lo que importaba era lo que recordaban haber visto en el cuenco. De hecho, los que consumieron la porción pequeña y pensaron que era más grande estaban más saciados que los que habían comído la porción grande y pensaban que era pequeña. Cuando se trata de la sensación de plenitud, los ojos son más importantes que el estómago.
En general, este trabajo ayuda a aclarar nuestras ideas sobre un componente importante del hambre que ha sido históricamente difícil de estudiar. Por supuesto, esto no quiere decir que el hambre es la misma cosa que el recuerdo de haber comido (o, más bien, el no haber comido). Nuestro deseo de comer puede estar sesgado por la memoria, y también por, posiblemente, los contextos en los que obtuvimos esa comida. En el plano práctico, este trabajo también abre la puerta para algunos enfoques posibles de dietas basados en lo cognitivo. La memoria es muy voluble, y puede ser capaz de usar esto a nuestro favor para mejorar nuestra sensación de saciedad. De hecho, el anterior trabajo ya ha sugerido que comer distraídamente, o «sin pensarlo», lleva a la gente a sentir hambre, mientras que comer más deliberada y consciente lleva a la gente a sentirse llena. Una posibilidad es que la alimentación deliberada conduce a fuertes recuerdos relacionados con los alimentos, y a su vez proporciona un antídoto más fuerte contra el hambre en el futuro.
Así que cuando te sientes para tener tu próxima comida, presta mucha atención y recuerda lo que comes; es posible lograr que así tu promesa de Año Nuevo pueda seguir en pie.
Fuente: Scientific American. Aportado por Eduardo J. Carletti
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