Antes de que Richard Owen pronunciara por primera vez la palabra «dinosaurio» en 1841, muchos naturalistas ya habían comenzado a extraer del suelo grandes restos fósiles sin saber exactamente a qué pertenecían. Incluso llegaron a ver los testículos de un superhombre en el fémur del primer terópodo descubierto. Lo llamaron Scrotum humanum
En 1677, el reverendo inglés Robert Plot describió en su libro Historia Natural de Oxfordshire el hallazgo de un enorme trozo de hueso fosilizado. Según el inglés, se trataba de “un hueso auténtico, ahora petrificado” que recordaba “exactamente la figura de la parte de debajo del fémur de un hombre, o al menos de algún otro animal”. Este fósil correspondía en realidad a un dinosaurio, aunque este crucial dato no se conocería hasta un siglo más tarde.
Una de las explicaciones de los fósiles en el siglo XVII era la ‘virtus formativa’, una capacidad de la Tierra para generar formas caprichosas.
Fallidas interpretaciones
Plot, un naturalista inquieto y con las mejores intenciones de hacer avanzar la ciencia de la época, no tuvo demasiado acierto. Basándose en los datos disponibles en aquella época y en partes de la Biblia, el reverendo creyó que el hueso pertenecía a un gigante. Y en una desafortunada serie de hipótesis posteriores, este mismo fósil fue tomado por los testículos petrificados de un coloso. Así, durante años, el primer dinosaurio identificado recibió el nombre de Scrotum humanum.
A simple vista, Jose Luis Sanz, Catedrático de Paleontología de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), identifica el fósil de Plot como «el fragmento distal del fémur de un gran dinosaurio terópodo, probablemente Megalosaurus«.
Sanz formó parte del equipo que halló en Cuenca el esqueleto del dinosaurio más completo hallado en España hasta la fecha, correspondiente a un nuevo dinosaurio carnívoro, el Concavenator concorvatus. El descubrimiento de Pepito, como se le llamó coloquialmente, fue publicado en la revista Nature en septiembre de 2010.
«La formación de los fósiles ha sido explicada en términos muy diferentes a lo largo de la historia», cuenta este paleontólogo. «Una de las hipótesis más en boga en el siglo XVII era la virtus formativa, una capacidad de la Tierra para generar formas caprichosas, que no eran tanto anomalías sino dones que Dios había puesto, igual que había puesto las flores en los campos para alegrar la vista de los seres humanos. Esta aproximación es la que Plot había utilizado para explicar muchos de los fósiles que encontró».
En este caso particular, la primera hipótesis de Plot fue que se trataba de restos óseos de elefante, probablemente traídos por los romanos en su invasión de las islas británicas. Sin embargo, cuando el reverendo tuvo acceso a los restos de un elefante se dio cuenta de que la forma y el tamaño de su fósil, de unos 60 centímetros de diámetro, no encajaban con la conjetura inicial.
Entonces, inmediatamente, optó por la hipótesis gigantológica. Creyó ver en ese hueso los restos de uno de los patriarcas de los que hablaba la Biblia, personajes como Matusalén, Abraham o Noé a los que se suponía un tamaño y longevidad sobrenaturales.
Los testículos de un gigante
Este argumento no sólo se mantuvo durante décadas, sino que tomó un giro sorprendente a mediados del siglo XVIII. En 1763, el naturalista Richard Brookes reinterpretó el fósil de Plot no como la base del fémur de un gigante, sino como sus testículos petrificados. Brookes aplicó además a este razonamiento el célebre binomio latino que el taxónomo sueco Carlos Linneo había popularizado como sistema de nomenclatura de especies.
En opinión de Sanz, Brookes no denominó ‘Scrotum humanum’ a este fósil «porque pensase que aquello podía interpretarse como los testículos de un gigante, sino porque de alguna manera le recordaba a un escroto humano», aunque otros naturalistas de la época, como el francés Jean-Baptiste Robinet, sí que se inclinaron por esta aproximación. «Desde el punto de vista linneano, para denominar una especie estás obligado a crear un binomio, y ese ‘Scrotum humanum’, en mi opinión, era una cualidad descriptiva del fósil, nada más».
En cualquier caso, y merced a las leyes de prioridad del Código Internacional de Nomenclatura Zoológica, pasarían años hasta que este binomio fuera reescrito.
El concepto de ‘dinosaurio’
En 1841, durante una conferencia impartida en Plymouth (Reino Unido), el paleontólogo inglés Richard Owen pronunció por primera vez la palabra ‘dinosaurio’, aunque otros ya se habían aproximado años antes al concepto. Principalmente fueron dos personas: William Buckland, de profesión clérigo, y Gideon Mantell, que era médico rural. Como naturalistas, ambos interiorizaban el sistema de Linneo, por eso Mantell llamó a su especie descubierta Iguanodon –aunque olvidó poner el segundo término del binomio– y Megalosaurus bucklandii al espécimen hallado por Buckland.
Cuenta José Luis Sanz que, pese a todo, Buckland «no estaba muy seguro de lo que estaba publicando. Este Megalosaurus tenía caracteres mixtos, por un lado caracteres que se podían encontrar en cocodrilos o incluso en mamíferos, y por otro caracteres típicos de algunos tipos de lagartos, como los varanos. Entonces, su decisión final fue que se trataba de un lagarto gigante, hipótesis que fue refutada más tarde por Owen» con un paradigma nuevo e integrador.
Desde nuestra butaca en el siglo XXI, las interpretaciones dadas entonces a los fósiles pueden parecer exóticas, aunque como bien apunta Sanz, los hombres de aquella época «podían ser ignorantes en algunos aspectos, pero no eran tontos». La edad de la Tierra, por ejemplo, no fue un conflicto para Buckland, que “representa al paradigma de la teología natural, y dentro de esta, no tenía problema en admitir que el planeta tenía varios cientos de miles de años. Buckland estaba equivocado en tres o cuatro órdenes de magnitud, lo cual hoy nos parece mucho, pero para la época era algo aceptable”.
En el fondo, así es como avanza la historia de la ciencia. La hipótesis errónea de Plot se transformó en la hipótesis, más sofisticada pero igualmente errónea, de Brookes y luego en la de Buckland y luego en la de Owen. Y así hasta nuestros días, donde aún son muchas las piezas que faltan en el puzle de los dinosaurios.
Cuando José Luis Sanz, hoy autor o coautor de ocho géneros de estos animales, comenzó a excavar por primera vez, hace más de veinte años, “no teníamos ni idea de que existiera todo un linaje de dinosaurios, que son básicamente los ancestros directos de las aves, completamente cubiertos de plumas. Hoy en día tenemos una evidencia abrumadora y datos que demuestran el parentesco de estos terópodos, del tipo de los velocirraptores, con las aves”.
La ciencia no puede aún explicar, por ejemplo, para qué servía la ‘joroba’ que Sanz y su equipo encontraron en mitad del lomo del dinosaurio de Cuenca. La paleontología es una ciencia histórica que, en los últimos tiempos “ha hecho esfuerzos titánicos para generar herramientas de refutación cada vez más fiables y sólidas. Obviamente no pueden ser tan sólidas como en la física o la química”, dice el catedrático de la UAM.
En las últimas décadas, el trabajo de historiadores de la paleontología como Stephen Jay Gould ha contribuido a modernizar los métodos y las pruebas necesarias para validar este conocimiento. Pero en definitiva, como reconoce Sanz, «nuestro conocimiento epistemológico de la paleontología sigue siendo el mismo desde los comienzos del siglo XIX, aunque los paleontólogos de entonces no lo supieran. Todas nuestras hipótesis se contrastan en el registro fósil. Tienes una hipótesis de cómo era el esqueleto, el cerebro o dónde vivía el dinosaurio y la vas desarrollando hasta que nuevos descubrimientos fósiles y herramientas de análisis te permitan refutar todas las incorrecciones que has dicho hasta ese momento».
Fuente: El Mundo. Aportado por Eduardo J. Carletti
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