Revista Axxón » «El baobab de las palabras», Víctor Conde - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESPAÑA

 

 


Ilustración: Laura Paggi

Cuenta la leyenda que hay un árbol en África que no da manzanas, ni dátiles, ni peras ni limones ni cocos. Es un árbol que no te dará jugosos frutos comestibles aunque lo plantes en los campos de Asura, donde todo crece más alto y más sano que en ningún otro lugar del mundo. Tampoco lo hará aunque lo riegues con agua del río Perla, donde nadan peces de dos cabezas y los salmones saltan al revés.

No, este árbol mágico del que hablo no te dará frutos para comer, porque lo que da son palabras.

Durante muchísimas generaciones, el baobab (porque así es como se llama el árbol) creció en lo alto de las montañas, allá donde el cielo se derrama formando nieve y hielo, y el horizonte se ve como un cable rojo. Dicen que los primeros pobladores de la Tierra, los hombres nobles que eran bajitos y de piel muy oscura, subían hasta la cima de las montañas cada vez que necesitaban aprender una palabra nueva que sirviera para nombrar alguna cosa que hubieran descubierto en el mundo. Y el baobab les regalaba una a través de sus frutos. Lo dijo mi abuelo, y el padre de mi abuelo, y el abuelo del padre de mi abuelo. Porque así fue en los tiempos remotos, los que ya apenas se recuerdan, y así te lo transmito yo. Los sabios de la tribu se reunían al pie de la montaña en aquellos días remotos, varias veces al año. Pertrechados con las herramientas que necesitaban para escalar —que en aquellos días eran tan simples como trozos de lianas y puntas de piedra— y con un saco de piel de burra a la espalda para cargar comida, se despedían de sus familias y emprendían el largo camino hacia la cumbre. Las mujeres les lloraban, porque el ascenso era peligroso y algunos no volvían, pero todos en la tribu sabían lo importante que era su viaje. Porque si los sabios no libaban palabras del baobab, no sabrían cómo llamar a las cosas del mundo. Y una cosa sin nombre, simplemente, no existe, porque no se la puede llamar.

¡Imagínatelos subiendo, pendiente arriba, por las peligrosas cañadas! Las pieles sudorosas, las manos clavadas en la roca, los pies buscando asideros en los lugares más improbables. Tardaban todo un día en subir, y otro más completo en bajar. Para comer se detenían en algún saliente lo suficientemente ancho como para que pudieran sentarse. Allí, en solitario o de dos en dos (si es que cabían en aquellos espacios tan estrechos), desliaban los hatillos de hojas de palmera, sacaban la manteca y el queso preparado con tantísimo amor por las mujeres y comían en silencio. Con la vista perdida en el horizonte, pues desde allí se divisaba toda la Tierra.

Los sabios contemplaban la belleza del mundo y daban gracias a sus dioses por habérselos entregado, porque lo que desde allí arriba veían sus ojos era un espectáculo que arrancaba lágrimas de placer: Cuando la sombra amaranto del bosque subrayaba las montañas y el clima se volvía un poco más cálido, las lejanas manadas de elefantes giraban hacia el sur. Si no les traicionaba su instinto, tras varias semanas de viaje alcanzarían la escurridiza corriente del Urg, un río que nacía en la alta montaña y se catapultaba con encajes de espuma hasta las planicies. El río perdía ferocidad en cuanto llegaba a la sabana, y se volvía manso cual riachuelo que no hubiera conocido las cresterías. Los elefantes iban allí a pasar el invierno. Y cien pájaros de mil colores distintos los acompañaban.

Sí, el mundo era en sí mismo el regalo más hermoso que el hombre pudiera imaginar. Los sabios sabían que había que cuidarlo como la gema más hermosa, como la filigrana más delicada, como la tela más suave. Y a eso habían consagrado sus esfuerzos.

Había días en los que un niño salía del poblado a descubrir ese gigantesco y bello mundo, y se traía algo nuevo en su saco. ¿Qué es esto, padre?, preguntaba con esos ojos de lapislázuli que se le ponen a los niños cuando necesitan saber algo. ¿Qué es esta cosa, madre, para qué sirve?

Pero nadie podía contestarle, porque en aquellos tiempos el idioma de los hombres era muy simple y sólo tenía cien palabras. Cada vez que un infante hacía aquella pregunta, había que ir a buscar una palabra nueva a la montaña. Y una vez conseguida el mundo de los hombres se hacía un poquito más grande.

Yo fui uno de aquellos sabios que escalaron las altas montañas, hijo, y pude ver el baobab con mis propios ojos, y tocarlo con estas manos que ahora te acunan. Me dañé rodillas y pies trepando por los riscos, y me magullé las manos y los codos de agarrarme con fuerza a las raíces de los árboles. Pero lo hice con gusto, porque aquel día salí a buscar la palabra más importante del mundo.

¿Que cuál fue aquella palabra, me preguntas? Esta sonrisa que ilumina la preciosa cara de tu madre debería decírtelo todo, hijo. Aunque si eres tan joven e inocente como para no darte cuenta, espera hasta que te haya contado toda la historia, y lo entenderás.

¡Fue una noche de lluvia! Aún me estremezco al recordar los relámpagos. Latigazos de luz fustigaban el cielo, y frías vaharadas de aguanieve congelaban nuestros sentidos. Las nubes empezaban a moverse muy deprisa, arremolinándose en torno a la cima. Las copas de los árboles daban latigazos contra su mismo vientre, como si estuvieran pastoreando relámpagos que hasta ese momento no eran más que chispas de luz.

Pero a nosotros no nos asustaba la tormenta. Subimos, mis hermanos y yo, porque íbamos a buscar las palabras más importantes del mundo. Y entonces, saliendo de entre la lluvia, vimos las gloriosas ramas del baobab. ¡Nos estaban llamando! Arriba, nos decían. Valor, hombres, valor, porque sois los dignos hijos de la tierra, y vuestra bondad agrada a los dioses.

Así fue como coroné la cumbre, hijo mío, tras grandísimos esfuerzos; y cómo, arrodillándome bajo la sombra del árbol sagrado, le supliqué que me entregara la palabra más importante del mundo, la que daría sentido a toda mi vida y la de mi esposa.

Y el árbol lo hizo, me la susurró al oído. Nuestro idioma creció un poquito más, y yo me convertí en la persona más feliz del mundo.

¿Que cuál era aquella palabra, quieres saber?

Pues la más maravillosa de todas, hijo mío, que naciste precisamente aquella noche de relámpagos y prodigios.

Tu nombre.

 

 


Víctor Conde nació en Santa Cruz de Tenerife (Islas Canarias, España), en 1973.

Sus referentes clave dentro del género han sido los grandes escritores norteamericanos, modernos y clásicos. Destaca a Arthur Clarke, Dan Simmons y Greg Egan, pero no se alimenta solo de ciencia ficción. La poesía de William Blake o los mundos de geometría oculta de los surrealistas también le fascinan. Se ha inspirado además en autores españoles como Ángel Torres Quesada o Arturo Pérez Reverte

Tras ganar el premio Minotauro 2010, ha seguido publicando ciencia ficción y fantasía, alternándola con el género del terror. Con Minotauro publicó en 2011 “Hija de lobos”, un relato de horror gótico emplazado en el siglo XIX, y la trilogía juvenil de los “Heraldos” con la editorial Hidra, con gran éxito de crítica.

En Axxón ha publicado: LA ASOMBROSA HISTORIA DE ENRIQUE Y EL HORROR TENTACULAR DE VENUS, EL ARCHIVISTA, EFECTO CAMPO, EMPALME EN LA CINTA DE MOEBIUS, YSOBELT Y LOS VISIONAUTAS, EL ÁGUILA TATUADA, LA HABITACIÓN OSCURA, LA ESCRITORA y AVENIDA AMONÍACO.


Este cuento se vincula temáticamente con ROMANCE DEL PÁJARO Y LA FLECHA, de Paula Ruggeri.


Axxón 261 – diciembre de 2014

Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Cosmogénesis : España : Español).

Una Respuesta a “«El baobab de las palabras», Víctor Conde”
  1. Teresa Mira dice:

    Una joya de prosa y contenido.
    Siempre me asombra lo polifacético que es este GRAN autor.
    Bellísimo desde el aspecto de los sentimientos, pero también desde uno lingüístico-filosófico, casi diría existencial (y tan antiguo como el hombre: lo que tiene nombre es).
    Gracias.

  2.  
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