Revista Axxón » «Tecnómadas: Capítulos 9, 10, 11», Víctor Conde - página principal

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9. LO QUE HAY EN LAS PROFUNDIDADES DEL MUNDO

SERENAY

Hubo un momento de inconsciencia al que siguió una sensación de caída libre. Y calor. Mucho calor.

Logró ponerse de nuevo el casco, al menos había ganado eso. En qué momento exacto lo hizo, no lo recordaba, pero sucedió durante la pelea con aquel bruto. El dolor es una poderosa memoria impresa: los instantes de aquella melé estaban grabados a fuego en cada hematoma. Sus propias heridas se solidarizaban con su miedo. A pesar de estar herido de muerte por el empalamiento que le había causado Arthemis, el bruto se defendió bien. Rodó con Telémacus hasta la bodega del tóptero, intercambiaron argumentos en forma de puñetazos, cabezazos, patadas… Y de repente aquel salto, una frenética turbulencia, y los dos cayeron por la borda hacia el vacío. Hacia las profundidades de la sima ardiente.

Telémacus se golpeó la cabeza contra la barandilla y su conciencia se esfumó. Regresó al cabo de poco como una fotografía a la que lentamente se le van añadiendo colores: se vio a sí mismo cayendo en cámara lenta, pintando estelas en la ceniza; vio cómo esta se acumulaba en las placas de su armadura hasta teñirla de negro. El cuerpo del bruto, sin vida ya, se inflamaba hasta convertirse en un cometa. Y abajo, muy abajo… palpitaba el océano de llamas que se lo tragó.

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Ilustración: Pedro Bel

Acicateado por la lujuria de haber matado, inflamado por el recuerdo de haber estado a punto de morir —¡aún lo estaba!—, Telémacus tuvo una epifanía. No supo durante cuánto tiempo estuvo cayendo, si fueron segundos o largos minutos. Ya estaba demasiado abajo como para que ni el tóptero ni ninguno de los esquifes pudiera recogerlo. Su armadura se puso al rojo, lamida por lenguas de fuego, pero el diamadio era muy resistente y protegió a su ocupante.

—Creo que quiero despertarme ya… —susurró, haciendo frente a las marejadas de dolor que hacían temblar su organismo.

Mientras caía, descubrió que el desaliento tenía voz. Y que estaba intentando expresarse. Desde que le concedió esa potestad, la de hablar en alto, llevarse bien con él fue un juego de niños. ¿Hacia dónde estás cayendo, mercenario? A la nada, las profundidades del mundo… ¿Y qué piensas hacer allí cuando llegues? Pues montar un restaurante de comida rápida, no te fastidia…

Titánicas estructuras pasaban a su lado mientras caía. Edificios apilados como juguetes rotos en una guardería, fuselajes abrasados de viejas naves… Cosas que había tirado el viejo mundo. Los fosos ardientes se sucedían uno tras otro, mostrándole portales que llevaban a edificios ya vacíos. Solo faltaba la típica jauría de perros que saliera de detrás de los oxidados soportes, persiguiéndole como una brisa espectral desde un agujero al siguiente.

Chocó contra una superficie de hormigón y rodó por ella, siempre hacia abajo, identificándola como la chimenea de una arcaica central nuclear. Rodó como una hormiga hasta que cayó por el borde, y siguió bajando, bajando, bajando… cada vez más rojo, cada vez más intenso, como si fuera un planetoide siendo absorbido por la superficie del sol. Su armadura estaba al rojo blanco. Por dentro de las grebas, la espuma de nanocirujanos con malla redundante de plaquetas curaba superficialmente su piel al tiempo que la protegía de las llamas. Pero eso no duraría mucho.

Vala… dónde estás. Te he fallado, no he conseguido seguir a tu lado.

Como el trueno, su percepción de las cosas llegó demasiado tarde como para recordar la luz. No se dio cuenta hasta que pasaron unos segundos de que «algo» lo había atrapado como un pez abisal. Con una lentitud infinita, más despacio de lo que tarda el planeta al envejecer, Telémacus giró la cabeza para analizar lo que le estaba pasando. Ya no caía: flotaba dentro de lo que parecía un campo de fuerza esférico. La máquina que lo generaba era una especie de robot sonda flotante con forma de medusa, que creaba el campo en su panza y con él atrapaba objetos. A través de la neblina de su casco, Telémacus vio una docena de robots similares que, como aves rapaces, pululaban por aquel infierno discriminando entre la basura y las cosas útiles.

Él había sido clasificado como cosa útil. Por eso uno de aquellos robots se lo estaba llevando. A dónde, era la pregunta del millón.

Veldram, escúchame… así es como acaba todo. Me preguntaste cómo era el desenlace de un guerrero, el punto y final de todas las cosas. Pues aquí lo tienes: sin gloria ni recompensa.

El extenuado cerebro del cazador reunió fuerzas para hacerse más preguntas: ¿qué eran aquellos robots, a quién pertenecían? ¿Cómo podían sobrevivir en aquel entorno? ¿Cómo era posible que allá abajo, donde se suponía que no había nada, también hubiese actividad, lucha por la supervivencia… vida?

Su capacidad de sorpresa se vio ampliamente rebasada cuando vio el lugar a donde lo estaban llevando: se trataba de una especie de ciudadela invertida, protegida por una cúpula puesta boca abajo, dentro de la cual colgaban edificios como si fueran estalactitas. La parte superior del complejo era plana, y no parecía tener más función que la de mantener el hábitat flotando en el aire. Pero debajo estaba aquella cúpula, y aquellos edificios que sin duda estaban habitados, porque muchas ventanitas destellaban con su propia luz.

Era un hábitat orbital de pequeño tamaño —los ancianos contaban, en sus canciones, que en el mundo de Antes los orbitales podían tener el tamaño de lunas—, solo que alguien lo había enterrado allí, en las entrañas del planeta. ¡Y estaba funcionando! ¡Había gente viviendo en él, o eso parecía!

Demasiados descubrimientos inesperados, demasiadas preguntas sin respuesta. La castigada percepción de Telémacus no pudo soportar más maravillas, y se dio por vencida por aquel día. Mientras el robot cargaba con él hasta el complejo, le dio la bienvenida a la inconsciencia. El sonido de su desesperanza, al que hacía un rato le había concedido voz y voto, se rio de él y lo acunó cantándole una melodía.

Gradualmente, el temor y la furia se abrieron paso, y un grito desfigurado se revolvió en círculos cada vez más amplios a través de su pecho. Se desmayó.

—¿Hola? Sí, parece que se está despertando.

Unas pesadas cortinas se apartaron de encima de sus ojos, y la agradable luz envolvió a Telémacus. Estaba en un entorno controlado de presión y temperatura, e incluso un olor agradable matizaba el ambiente. Era como estar de regreso en casa, solo que sabía perfectamente que eso era imposible.

—¿Dónde estoy…? —Alerta, prodigio de originalidad. La verdad era que se sentía muy bien, reposado y tranquilo. Toda la fatiga muscular y el dolor remanente de la lucha habían desaparecido, como si una larga siesta reparadora hubiese puesto las cosas en su sitio.

Dio un respingo cuando vio a quién tenía a su lado: eran dos simios altos y de columna vertebral recta, como la de un humano, que vestían ropas de científicos. No usaban calzado para poder tener libres las manos de las extremidades inferiores, y su piel —al menos la que estaba expuesta en las zonas donde no tenían pelo— parecía artificial, hecha de unas celdillas hexagonales separadas entre sí por delgados espacios vacíos. La que había hablado era una simia, una hembra, y miraba al cazador con ojos curiosos mientras apuntaba cosas en una tableta. Mascaba una especie de palillo con el que jugueteaba con sus prominentes labios de mona. A su lado había otro de su misma especie, indudablemente macho, que también lucía esa piel en mosaico, y que al igual que ella parecía un científico, aunque sus poderosos brazos daban la impresión de poder aplastar al humano en cualquier momento.

—¡No te asustes! —le pidió la hembra con voz amable—. No tienes por qué tener miedo de nosotros, no te haremos daño. —¿De verdad estaba hablando, y además en su idioma?

Telémacus no tardó en configurar un esquema táctico de la situación: no llevaba puesta la armadura sino una especie de bata de hospital. Todas sus heridas habían sanado y no le quedaban ni siquiera moretones. Tampoco tenía armas a mano, aunque la especie de enfermería donde lo habían metido estaba llena de objetos punzantes que podría usar en el eventual caso de una pelea. Su entrenada mente de guerrero no tardó en buscar una salida rápida de aquel lugar, por si acaso. Pero intentó mantenerse tranquilo y seguir hablando. La primera regla para ganar una pelea era evitar que empezara.

—¿Qué es este lugar? —preguntó a la defensiva. Sentía la saliva densa, pastosa, con sabor a nanocirujanos.

—Ante todo, las presentaciones de cortesía: somos el colectivo Taelon, una raza de animales ciberevolucionados que lleva viviendo aquí desde lo que vosotros, los del mundo de la superficie, llamáis «el Día del Apagón». De eso han pasado exactamente 387 rotaciones de este planeta. Mañana empezamos la 388.

—Taelon… nunca oí hablar de vosotros…

—Nadie en el mundo de arriba nos conoce. Somos muy celosos de nuestro secretismo —sonrió ella, pasándole un escáner al humano por las piernas y el torso. El aparato soltó pitidos y lucecitas, y ella pareció satisfecha—. Bien, tu cuerpo no ha absorbido ninguna dosis de radiación letal. Me tenías preocupada, pues estuviste fuera mucho tiempo.

—¿Fuera?

—Cayendo por la grieta. ¿No viste mientras caías una especie de resplandor muy hermoso, lleno de arcoíris, que hay más abajo, en las profundidades del manto? Es radiación de alto nivel que ioniza el aire y las partículas del fuego, creando esos hermosos pero letales efectos lumínicos. Los Antiguos tiraron a las grietas muchos motores que funcionaban con energía nuclear, y la mayoría siguen ardiendo. De hecho, lo harán durante los próximos diez mil años.

Telémacus se acercó a un ventanal. Se encontraba en uno de los edificios-estalactita, mirando hacia la cúpula que protegía el hábitat. Más allá de ella… los fuegos salvajes de la creación. El misterio de la vida y la muerte podía hacerse evidente para cualquiera al contemplar la manera de andar de un niño, o cómo se curvaban los labios de una mujer al sonreír. Pero allá abajo era el violento baile de los neutrones lo que patentizaba toda belleza.

Se volvió hacia sus anfitriones. Tenía la incómoda sensación de que allí se estaban realizando pruebas de laboratorio, y que él era la cobaya.

—Así que sois evoanimales, ¿eh? ¿Creados para ayudar en estas instalaciones?

El macho asintió.

—Así fue en su día, hace siglos. Pero ahora somos dueños de este lugar. Hemos proseguido con las investigaciones de nuestros creadores, aun cuando ellos ya no están. Son cosas muy complicadas que quizá los tuyos no recuerden: combinaciones estequiométricas para analizar pautas de cristales tónicos, propiedades laberínticas en el principio de la propagación electromagnética, la demostración de que el pensamiento existe en forma de cuantos paraversales, y cosas así. —Tomó aire, inflando sus grandes pulmones de orangután—. Te ruego que, si no quieres faltarnos al respeto, nos llames por nuestro nombre genérico: taelon. Y no uses la palabra «animal», que es ofensiva.

—De acuerdo. En modo alguno querría importunaros, u ofenderos —se apresuró a decir Telémacus—. De hecho, os doy las gracias por salvarme, amigos taelon. —Se miró la piel de los brazos—. ¿Por qué me siento como si hubiera dormido cien días seguidos?

—En realidad, solo has estado en periodo de sueño nueve horas. El resto lo han hecho los nanobots que te hemos inyectado para que aceleraran tu proceso curativo. No te preocupes, no son nocivos: los eliminarás mediante el sudor y la orina en un plazo de setenta y dos horas.

Al oír esa cifra, nueve horas, el cazador se preocupó. Pensó en la caravana de camiones, en su mujer y su hijo, y en lo lejos que estarían ya de allí. Bueno, al menos no les estarían persiguiendo los dravitas: los misiles del tóptero habían hecho un buen trabajo con eso.

No recordaba haber soñado durante su periodo de convalecencia, lo cual era bueno. Últimamente, hundido en el amasijo de mantas en el que solía dormir, era presa de pesadillas y su ralea de formas aullantes, muchas de las cuales se parecían sospechosamente al drav Bergkatse.

—Te rescatamos porque nos pareció increíblemente inusual que alguien de las razas de la superficie consiguiera llegar hasta aquí —dijo la hembra. Su rostro, agradable a pesar de lo animalesco, estaba enmarcado en un halo de pelo ambarino—. Sentimos la lucha que había arriba, y cuando te vimos caer pensamos que eras otro cadáver. Pero entonces te moviste, y comprendimos que estabas vivo. Así que mandamos a uno de nuestros robots sonda para que te trajera. Tu armadura es algo prodigioso: logró protegerte no solo de las oleadas de radiactividad, sino también de un calor de trescientos grados.

—Pero ¿cómo es posible esto? —Telémacus hizo un gesto extensivo al hábitat—. ¿Lleváis aquí abajo desde hace siglos, manteniendo y usando tecnología de los Antiguos? ¿Por qué no os habéis dejado ver…?

A ella pareció entristecerle la pregunta.

—El mundo de arriba es salvaje y peligroso. Está lleno de tribus humanas involucionadas hasta un estado de barbarismo técnico, y de especies desconocidas para nosotros que no paran de guerrear entre sí por los pocos recursos que quedan. Si de repente saliéramos con un mensaje pacifista y os saludáramos al mando de nuestro hábitat, ¿qué crees que pasaría?

Tuvo que admitir que era una buena pregunta.

—Lo más lógico es que… los señores de la guerra de todos los reinos competirían por echarse encima de vosotros para esclavizaros y robaros la tecnología —suspiró—. Por desgracia, es así.

—¿Lo ves? Eres un humano inteligente. —Una gran sonrisa ensanchó su rostro de gnoma peluda—. Te das cuenta de las cosas.

—Me ha hecho gracia eso de «barbarismo técnico».

—Es la descripción que mejor se amolda a vuestro nivel de civilización. Poseéis tecnología avanzada, como campos de suspensión gravitatoria y rayos coherentes de energía. Posiblemente incluso fusión nuclear. Pero, por lo que hemos visto desde lejos, es como si vuestras estructuras sociales hubieran vuelto al feudalismo. No se puede razonar con mentes así de atrasadas.

—¿Desde lejos? —El hombre arqueó una ceja—. ¿Cuán lejos?

—Mucho —sonrió ella, enigmática. Y no quiso añadir más.

Los taelon tuvieron la amabilidad de devolverle la armadura, cosa que no se esperaba. No parecían tenerle ningún miedo. Quizás, pensó observando el nivel tecnológico de aquellas salas y pasillos, no tuvieran por qué tenerlo. A lo mejor eran capaces de matarlo solo con chasquear dos dedos, bien de las manos o de los pies, tuviera él la armadura puesta o no. A lo mejor mientras dormía aquellos nanobots habían hecho algo ilícito dentro de su cuerpo.

Con una vivacidad fingida, tan hábil como poco convincente, la simia lo agarró del brazo y lo invitó a seguirla. Fue detrás de sus anfitriones hasta una sala de observación mucho más grande. Se cruzó con bastantes evoanimales de diversas especies, todos mamíferos. Los que por naturaleza no tenían pulgares oponibles los suplían con ingeniería genética o apéndices cibernéticos. Se preguntó si la tecnología de elevación de las capacidades físicas y del pensamiento funcionaría también en reptiles, o en insectos, y de ser así por qué no había ningún ejemplar a la vista. A lo mejor, los mamíferos los exterminaron en algún momento de su historia para protegerse de posibles instintos, pensó. Mentalidad de manada. O puede que los insectos o los organismos de sangre fría no tuvieran lo que había que tener, en la carrera del ADN, para que sus cerebros desarrollasen inteligencia, por densos que fueran. Se acordó de la madre insecto que los había atacado en la estación. No supo por qué, en ese momento le vino a los labios la tonadilla que les había sugerido la cítara de Veldram.

Un cristal curvo como una geoda techaba aquella sala. Sobre él flotaban cortinas de datos con imágenes tanto de las profundidades del cañón —donde pudo ver un ejército de máquinas trabajando, desmantelando los restos de una nave antes de que se la tragase para siempre el manto— como de la superficie. Toda aquella tecnología se le antojaba más adelantada que la que había en Enómena, pero al mismo tiempo retenía un aroma a artefactos viejos, a la esencia de cosas ignoradas y dadas por perdidas. Si no decrépitas, sí lejanas.

En una de las holografías que mostraba lo que pasaba fuera del barranco, Telémacus se sorprendió al ver los restos de los vehículos dravitas, todavía echando humo, y lo que quedaba del palacio flotante de Padre Addar, estrellado contra el suelo y hecho una ruina. Pequeñas personitas salían de él y huían despavoridas hacia el desierto, puede que los esclavos cantores, que habían recuperado por las malas su libertad. Pero lo que más le sorprendió era que esas imágenes eran planos cenitales, tomadas desde arriba. Desde el cielo. Como si hubiese un ojo espía flotando allá arriba, a mucha distancia.

—Tenéis satélites… —se sorprendió.

—Sí, pero apenas funcionan ya, están muy estropeados. El control que ejercemos sobre ellos es muy limitado, pero nos permite mantener vigilada la superficie y ver si a alguno de vuestros reinos guerreros le da por intentar alguna barrabasada… —dijo el macho. Un seco «cállate» por su parte era lo único que Telémacus necesitaba para no seguir dialogando con ellos, pero por ahora no lo había dicho. Así que el hombre dedujo que tenían ganas de hablar. Mejor eso que haberme metido en una celda desde el principio.

—Este planeta en el que vivo cada día me sorprende más —sonrió Telémacus—. Arriba, bárbaros descerebrados organizando cacerías humanas por mera diversión, o para reclutar carnaza para sus juegos de guerra. Abajo, donde nadie ha mirado nunca, un reducto de… eh… científicos celosos de su secretismo. Es, como si dijéramos… un mundo arriba y otro abajo, ¿correcto?

La simia asintió.

—Lo has definido perfectamente. Y esos dos mundos, por seguridad, deben permanecer aislados el uno del otro, al menos hasta que el vuestro madure lo suficiente como para dejar atrás el barbarismo y entrar en una fase de renacimiento cultural. Que nos haga sentirnos seguros a nosotros, más que a vosotros.

—Te entiendo, y estoy de acuerdo. Pero tal y como están las cosas allá arriba… —Telémacus dejó escapar un suspiro— creo que vamos a tardar mucho en alcanzar un nuevo renacimiento. Por cierto, ¿puedo haceros una pregunta que lleva intrigándome desde hace un rato?

—Inténtalo y veremos si tiene respuesta o no.

—¿Por qué tenéis la piel así, como dividida en celdillas? Decís que sois evoanimales, pero esa no parece la piel de ningún animal.

—Porque es piel presurizada celularmente, un regalo póstumo de nuestros mentores. Creyeron que podían hacer extensiva nuestra actividad al vacío espacial, y nos protegieron con un blindaje dérmico parecido a un traje de vacío. Se puede cerrar uniendo las células en forma de barrera poliédrica. Incluso los ojos y los oídos se nos recubren con una película de monómeros transparentes. Por cierto, mi nombre es Serenay —dijo la mujer—. Y este es Marghol, mi compañero. Te oímos hablar en sueños mientras te recuperabas. ¿Es Telémacus tu nombre?

—Sí. El mismo que mi padre, que a su vez lo heredó de su padre.

—Qué raras costumbres tenéis los humanos… —rezongó el macho con una media mueca que podía haberse ahorrado. Señaló la pantalla donde se veían altas concentraciones de calor, fotografiadas en infrarrojo, sobre ciudades y estructuras que desde el cielo el humano no sabía reconocer—. Como eso que están haciendo tus tribus ahora. ¿A qué viene esa inusual concentración de vehículos e individuos en los mayores centros de población?

La vista de Telémacus se paseó por aquella miríada de puntitos, por aquellas nubes de colores cálidos acampadas alrededor de los palacios… y tragó saliva.

—Se preparan para una guerra. A gran escala, por lo que parece.

—¿Vuelve a haber escasez de recursos? —se extrañó Serenay. El fruncimiento de su morro tuvo una especie de severidad histérica. El palillo que mascaba pasaba con celeridad de un lado de la boca al otro—. ¿Por eso se pelean?

—No. Lo hacen por el poder. Dos de nuestros líderes más poderosos han sido asesinados recientemente, en un breve intervalo de tiempo, y esa pelea de fieras es por ver cómo queda configurado el nuevo mapa.

—Reyes muertos, sin descendencia. Antigua historia.

—Los dravs no pueden tener hijos. —La guerra… el subconsciente de Telémacus le pedía convertir ese asunto en un tema puramente genérico, pero no podía. Y menos al ver aquel despliegue militar en las pantallas, mayor que el que recordaba de épocas anteriores—. Si como decís hicisteis un seguimiento de nuestra huida a través de la llanura, habréis deducido que mi tribu y yo estábamos escapando de ese horror. Pero nos persiguieron. Tuvimos que defendernos, y yo acabé aquí. Supongo que no hay suficientes matemáticas para describir casualidades como esta.

—No te creas, con las ecuaciones se puede describir cualquier cosa, hasta lo más inverosímil. De hecho, es mucho más sencillo analizar la posibilidad de que haya un humano bueno y decente entre un billón de hombres crueles, y que sea precisamente él quien caiga sobre nuestro techo, que describir a otro que solo sea decente durante un rato y luego se vuelva perverso sin justificación.

El cazador se fijó en un cubo muy azul —el color del calor, de la radiación térmica, así que tenía que estar muy caliente— que estaba plantado sobre dos líneas rectas y finas, paralelas. Esas líneas llegaban hasta dos ciudades que también emitían chispazos de calor. Comprendió lo que estaba viendo: era un plano cenital de la fortaleza rodante de Bergkatse, con las ciudades gemelas de Darysai y Múnegha en los extremos. Alrededor de ese cubo zumbaban como abejas centenares de tópteros, toda la flota aérea del drav.

—Eso es la región del Kon-glomerado. En breve, sus tropas colisionarán con las del país vecino, Raccolys. Los emperadores están bajo tierra, pudriéndose. Son los príncipes quienes compiten por las migajas.

—¿Por qué tu gente huye hacia el este por el desierto? —preguntó Serenay—. ¿Qué pretendéis encontrar?

—Soledad. —Telémacus se sacudió de encima la congoja que le habían dejado aquellas imágenes como un abrigo de mucho peso—. Aislamiento. Hasta que pase la tormenta.

—Vais directos hacia el elevador estelar. ¿Es a propósito?

—¿El elevador? ¿Qué queréis decir con…?

La pantalla enfocó lo que la gente de aquel planeta llamaba el Hilo. Lo hizo desde mucho más cerca de lo que Telémacus había visto nunca… y pudo apreciar detalles que le sobrecogieron. Todo lo que imaginó siendo niño era cierto: ¡era una torre, no un cable! De una anchura que resultaba irrisoria en comparación con su altura pero que, a tenor de los elementos que había en el plano que permitían establecer una escala —¿esos agujeritos eran ventanas? Y si lo eran, ¿estaban a escala humana?—, le dejaron claro que el grosor de la torre debía rondar en torno a los doscientos metros. ¡Doscientos metros de anchura durante miles y miles de kilómetros, hasta desaparecer por encima del techo del cielo! ¿De dónde habían sacado los Antiguos suficientes materiales para edificar algo así? ¿Y para qué servía?

Serenay la había llamado elevador estelar, lo cual implicaba muchas cosas. De hecho, ¿acaso no parecían vías de tren verticales las tres franjas negras que pintaban de arriba abajo la torre?

—Así que servía para eso —murmuró.

—Es una vía de tren en vertical. Un ascensor. Servía no solo para subir y bajar cargas desde la órbita con un coste energético casi ridículo, sino que también había naves que despegaban desde el tallo. Era todo un invento. Pero como todo lo demás en este planeta, lo abandonaron, y fue olvidado.

—¿Por qué no lo usáis vosotros para escapar? ¿Por qué no subís a la órbita?

La simia hizo un gesto de impotencia con las manos. Lo gracioso es que lo hizo con las cuatro manos.

—¿Y luego qué, adónde iríamos? No tenemos una nave translumínica que pueda llevarnos hasta otro mundo. Y nuestro hábitat hace mucho que perdió su capacidad de volar por el espacio. Además, este planeta es levógiro, gira en sentido contrario al vector de su órbita, por lo que un hipotético efecto tirachinas no lograría sino arrojarnos al espacio profundo, a regiones donde nos congelaríamos porque este sol quedaría reducido a una estrella de tercera o cuarta magnitud. —Sacudió la cabeza—. No, hombre de la superficie… me temo que Enómena es nuestro hogar. Y que estamos tan atrapados aquí como vosotros.

—Comprendo. Pues creo que habéis tenido mucha suerte de que haya sido precisamente a mí a quien rescatasteis de la fosa, porque si llega a ser ese otro que cayó conmigo… —Su expresión se endureció—. Creo que habríais tenido serios problemas. Yo, sin dejar de ser lo que llamáis un hombre de la superficie, me considero bastante civilizado. Tengo principios morales y estoy abierto al diálogo. El que cayó conmigo, no.

—¿Quién cayó contigo? Nuestros drones no lo detectaron.

—Un asesino despiadado llamado Bestia. Por fortuna, está muerto. Lo vi arder como una tea a medida que caía. Pero es mejor así. Una molestia menos en este mundo de la que preocuparse.

—Pues parece que sí, que tuvimos suerte —gruñó Marghol mientras alimentaba datos en una consola. La sombra de una sonrisa cruzó su cara de orangután y la suavizó—. Los hombres acabáis de inventar el solipsismo involutivo retrofuturista. Uno nunca sabe qué esperar de estos dichosos humanos.

PADRE ADDAR

Padre Addar, todavía inconsciente, se pasó una mano por la cara sintiendo que los recuerdos se revolvían a un milímetro detrás de sus ojos. No eran agradables: los últimos segundos de vida de su palacio flotante; aquel tóptero traidor que bombardeó a sus tropas; el misil que intentó matarlo a él, a un dios encarnado, a un Intérprete de los Muertos, segundo solo ante la máxima autoridad, el drav…

Despertó dentro de aquella cápsula de salvamento que daba tumbos, cayendo sin control hacia… ¿dónde? El único lugar que podía justificar una sensación de caída tan prolongada era el barranco. El recuerdo que había quedado tras él, en la superficie… era el de una derrota. ¡Derrota! Qué espantosa palabra. En un par de míseros días, todo su mundo se había venido abajo: fuerzas enemigas habían asaltado el palacio rodante de su señor, asesinando al drav, y la partida de caza posterior había resultado un desastre. Si hacía una lista de acontecimientos, estos resultaban tremendamente lógicos, por mucho que a él no le gustasen. La lógica: la forma más desleal de argumentar.

La cápsula tenía una ventana circular a través de la cual vio lo que pasaba fuera: había fuego, y humo, y luz histriónica de radiación nuclear entretejiéndose consigo misma en estroboscópicas espirales. La cápsula cayó dando vueltas en medio de aquel humo y de aquel resplandor plástico, y de repente todo se oscureció. Sintió un potente golpe, y su vehículo se detuvo en seco.

La cápsula había caído dentro de lo que parecía un enorme cuenco, y yacía apoyada en ángulo contra las paredes. Addar quiso creer que aún lo protegería, pero estaba dañada: tenía muchas grietas e incluso un par de buenos agujeros por los que aquel calor tóxico se estaba filtrando. Pronto le mataría, era una certeza matemática, así que si se quedaba allí, esperando a que alguien lo rescatara, la cápsula sería su ataúd. ¿Qué alternativas tenía? La radio se había roto debido a los golpes y el escueto sistema de soporte vital también. ¿Salir fuera por sus propios medios y enfrentarse a aquellas condiciones que no eran adecuadas ni siquiera para los infiernos? Tampoco. Moriría en cuestión de minutos por una explosión de cáncer que lamería sus huesos.

En un lado estaban las profecías que aseguraban —¡iluso!— que un Intérprete de los Muertos no podía morir porque estaba protegido por los dioses. Y allí, en el otro, un nudo gordiano que requería una solución alejandrina. Addar se había esforzado por estar a la altura de su propia leyenda, y había amado a la noche, aunque ahora se hallara fuera de su alcance. La diosa fortuna le había sonreído en casi todas las etapas de su vida, y había dibujado angostas líneas de amor sobre su piel. Pero ahora lo había abandonado.

Tenía que salir de aquella ratonera. Prefería enfrentarse de pie a la muerte, cara a cara, que escondido como un caracol. Al mirar por la ventanilla dedujo que el «cuenco» donde había caído era la tobera de salida del impulsor de una nave espacial, que se estaba haciendo trizas como todo lo demás. Había tenido la suerte de caer dentro, como una pelota encestada en una canasta, y ahora la pared de la tobera le estaba ofreciendo un poco de cobertura. El siguiente razonamiento era obvio: puede que encontrase una manera de descender por el conducto de salida del plasma hacia el interior del motor, donde estaría aún más protegido. Desde allí, puede que una escotilla lo llevara al interior de la nave. Seguro que no encontraría nada útil después de tantos siglos de ser aplastada y consumida por los fuegos del interior de la tierra, pero ganaría… quién sabe, unas horas. Unos días. Una pizca de esperanza.

A nadie de los que habían preparado aquella cápsula de escape se le había ocurrido la brillante idea de incluir en el diseño un traje protector para condiciones extremas. Pensaron que serviría para salir volando de alguna situación apurada y ya está. Se acordarían de ese error, los muy desgraciados. En cuanto volviera cogería a todos sus ingenieros y los convertiría en su próximo coro de voces canoras.

Le vinieron a la mente unos versos de la Ribathán, la jaculatoria sagrada: «En este vasto tablero de noches y días / cuando la piel es fuego y el alma va surcando el oleaje / una canción despiadada / nos arrastra sin remisión hacia la noche».

Abrió la portezuela a patadas y se deslizó a duras penas por la ranura. El calor asfixiante y aquel aire lleno de partículas nocivas le hicieron toser y le irritaron los ojos. ¿Cuántos Roentgen estaría absorbiendo su cuerpo? ¿Cien, doscientos? ¿Miles? Estuvo a punto de echar los pulmones por la boca, pero encontró lo que buscaba, una fisura en el suelo por donde antaño surgieron los ciclones de plasma que impulsaron la nave, y se atrincheró dentro. Los infiernos de los que hablaban las mitologías creadas por el hombre existían, y él acababa de encontrar la puerta de entrada a uno. ¿Estaría plagado de demonios o de espíritus de fallecidos? ¿Tendrían su propio Intérprete de los Muertos? ¿Podían las inteligencias artificiales llegar a tener alma si se instalaban las suficientes actualizaciones, y habrían creado aquellas de comportamiento infame su propio rincón allá abajo? ¿Habría —tragó saliva— algún monarca de los infiernos que hubiese captado el olor de Padre Addar, y lo estuviese rastreando?

Sí. Los ojos casi se le salieron de las órbitas cuando lo vio.

Vio al príncipe de los infiernos, de pie sobre el borde de la tobera.

Mirándolo.

Era bípedo y con una altura sensiblemente superior a la de un humano normal. Sus ropas no tenían forma; parecían jirones del hostil vacío del cielo… si es que eran ropas y no simples trozos de oscuridad dúctil pegados a su piel. Había algo equívoco en su silueta, un temblor cuántico, como si su cuerpo escapase de toda ley física y fuera una bruma de principios de cohesión molecular mal expresados.

Padre Addar sintió que su cordura se astillaba. Quiso gritar, pero si abría la boca, marejadas de radiación ionizante resbalarían garganta abajo y pudrirían sus pulmones. Quiso correr, jugar a un desquiciado «a ver si me coges» con aquel demonio, pero estaba atrapado en la trinchera del motor. Había más de cien grados de diferencia en la temperatura entre estar dentro o fuera, así que no se movió.

Su tímida esperanza era pasar desapercibido, no ser visto por aquellos ojos imposibles… pero ya era tarde. El rey del Averno descendió de un salto hasta el interior de la tobera, paseó lentamente alrededor de la cápsula rota, como si la examinara con curiosidad, y andó en línea recta hacia Padre Addar. Este se fijó en un efecto cuántico que su cuerpo dejaba atrás a medida que avanzaba: se iban desprendiendo de él algo parecido a fotografías, instantes congelados en el tiempo que se quedaban formando una estela a su espalda, a intervalos. Como si los fotogramas de una película se negaran a desparecer o a ser actualizados por las imágenes nuevas, y quedaran allí, en el viento, como esculturas atómicas.

El engendro miró al humano desde sus imposibles tres metros de altura. Era el horror puro, un ser hecho de temor sólido, transfigurado por aquellos ojos brillantes en una presencia desnuda, inmóvil e irrebatible como el hielo.

Pero lo peor vino cuando Padre Addar lo reconoció. Había visto antes a aquel demonio, conocía su nombre verdadero.

—El hecatonquiro… —susurró.

Aquel horror que él mismo había liberado estaba allí. Parecía haber encontrado su lugar en un ecosistema donde encajaba bien. ¿Pero qué estaba haciendo? Le había dado orden de perseguir implacablemente a los asesinos del drav.

No tuvo tiempo de preguntárselo, porque el monstruo lo agarró por el cuello y lo sacó en volandas del refugio. Padre Addar se retorció, asfixiándose, pero entonces el hecatonquiro —siempre dejando atrás aquellas fotografías suyas en el aire, aquellos ecos cuánticos— acercó la cara de Addar a la suya, la contempló durante unos instantes…

…Y empujó el cuerpo del humano dentro del suyo propio, como fundiéndolos en una sola cosa. El torbellino de quarks en el que se desgajó aquel sólido antes conocido como Padre Addar no perdió nunca la conciencia, ni la percepción de su propio yo, pero sintió su desintegración hasta la última molécula, y cómo tanto su cuerpo como su psique se mezclaban en una nueva entidad con la de aquel demonio.

Cuando el proceso acabó, Addar había dejado de ser humano. Y estaba completamente loco. A su mente no le quedaba el menor atisbo de cordura. Pero había algo que sí recordaba: un día antes, cuando sacó al monstruo de su sarcófago, sus palabras exactas fueron: «Aprende de ellos todo lo que puedas… y mátalos».

Y eso estaba haciendo el hecatonquiro: fusionándose con un humano para aprender más de ellos. Ahora ya no eran una dualidad, sino una sola cosa. El monstruo absorbió sus recuerdos y la animadversión de Padre Addar. Compartieron a partir de entonces un solo impulso, un mismo odio. Addar le devolvió una sonrisa que el otro ni siquiera había esbozado, y lo hizo con una malicia tan alegre que el resto se convirtió en una mueca.

La caza proseguía. Solo que esta vez sería mucho más letal.

10. UNA PAUSA PARA TOMAR ALIENTO

VALA

Nueve horas pueden pasar muy rápido o arrastrándose a velocidad de tortuga, todo depende de las circunstancias de quien las viva. Lo peor es cuando las circunstancias han cambiado tanto que tu saber hacer ya no sirve de nada, ha perdido la capacidad de guiarte. Es en esos momentos, cuando has dejado todo lo que conocías atrás y no tienes el menor atisbo de lo que traerá el futuro, cuando las cosas se convierten en quimeras de la imaginación. Es en esos momentos cuando la realidad, esa vieja amiga en la que Vala solía confiar, se convierte en un teorema desprovisto de valor.

Su peor pesadilla se había hecho realidad: su marido se había caído dentro de la grieta infernal. Y aunque Arthemis se había arriesgado mucho volviendo con el tóptero para buscarlo, fracasó. Vala tuvo que acudir a un antiguo retruécano para lidiar con esos sentimientos, y no estallar delante de su hijo. Pero en el transcurso de aquellas largas nueve horas no pudo engañarse más a sí misma, y acabó deshaciéndose en lágrimas en el hombro de Veldram.

Este le daba palmadas en la espalda y, mientras contenía sus propias lágrimas, le susurraba:

—Estará bien, mamá, tranquila. Es un luchador. Sobrevivirá.

—Cómo va a sobrevivir a eso —lloraba ella con ganas de clavar aún más sus dedos en la espalda de su hijo; de construirse una fortaleza con su optimismo y su sudor, deslizándose entre sus músculos y su piel. (Iba a tener éxito) (Tendría éxito) (Sí, lo tendría). Quería desaparecer dentro del cuerpo de Veldram para que el dolor no pudiera encontrarla, cuerpo qua cuerpo.

Lo peor llegaría por la noche, cuando ya no le quedaran fuerzas para seguir despierta y tuviera que rendirse sí o sí al incierto territorio del sueño. Dormir sin una ayuda relajante, como el sueño sin sueños de los barbitúricos o las sustancias naturales analgésicas, podía ser peligroso. Al no poder controlar lo que su mente vería durante esas seis, siete horas de indefensión, su angustia se intensificaría. Al no poder descargarse en fantasías controladas, crearía una informe tensión que la perseguiría hasta el estado de vigilia.

—Lo hará, sobrevivirá —susurró Veldram—. No sé cómo, pero lo hará. Es mi padre. Si hay alguien en este mundo capaz de hacerlo, es él.

Ella lo miró en silencio. Y por un instante, casi, casi se lo creyó. No sabía de dónde sacaba tanta fuerza, pero estuviera donde estuviese la fuente, Vala deseó ser capaz de beber de ella. Pero no podía. Se sentía impotente. Destrozada.

Resultaba difícil no ver aquella loca carrera hacia ninguna parte como un rito de paso, un cambio ineludible e incluso necesario como tantos otros en la vida: nacimiento, matrimonio, postpubescencia, supervivencia, etc. Esos rituales, por mucho que dolieran, marcaban hitos en la vida de los pueblos, facilitando la comprensión de los problemas que pudieran surgir de ellos. Vala se estaba enfrentando a una nueva condición vital: la soledad. Una manera diferente y muy cruel de pensar en su nuevo rol, sustancia y significado.

Siguieron avanzando por la llanura durante ocho horas, y llevaban ya una descansando. El tiempo comenzó a pasar inadvertido como un suave y terso arroyo. Los barrancos de Devianys eran una cicatriz en carne viva que apenas se apreciaba en la distancia, con puntos de sutura hechos de humo. Más al sur, una tormenta se arrastraba pesadamente sobre la llanura silenciosa, devorando la distancia con su tamaño.

Tras mucho avanzar, los lumitas habían llegado a una región del desierto formada por vibrantes placas de esquisto. Allá donde esas placas se aproximaban unas a otras había una sustancia de transición que las unía, una especie de humus que susurraba con el insidioso murmullo de un cemento en proceso de cuajar. El suelo emitía un sonido casi inaudible aunque persistente, como un injerto malogrado.

Los camiones estaban aparcados formando un triángulo mientras sus motores se enfriaban. Los lumitas celebraban la exitosa huida con cantos, bailes y comida. Había promesas y rezos a sus dioses. Pero unos pocos no estaban por la labor.

Unos pasos sonaron más altos que el volumen de la música. Liánfal se acercó hasta donde estaban la madre y su hijo con un poco de comida. Ambos esperaban sentados en una elevación del terreno, mirando el terreno que acababan de dejar atrás.

—¿Arthemis ha ido a echar otro vistazo con el tóptero? —preguntó la místar. Vala no aceptó el plato de comida, pero su hijo sí. Lo devoró con famélica ansiedad. A su lado, apoyado contra una piedra, estaba aquel instrumento musical, el septéreo.

—Hace veinte minutos. —Vala se sorbió los mocos y se limpió un poco con un trozo de tela—. Hasta hace un rato veíamos el aparato a lo lejos, revoloteando. Pero ahora ya no se ve. Creo que está tras la cortina de humo.

La mano de Liánfal presionó amablemente su hombro.

—Ten confianza, cariño. Telémacus es el hombre más duro que jamás he conocido. Le cuesta morir, aun queriendo.

—Eso dice mi hijo.

—No saques conclusiones precipitadas sin tener pruebas. No te apures.

—No me apuro. —Vala extendió las manos—. He dado un paso y las conclusiones estaban ahí, esperándome. He chocado contra ellas.

La anciana se sentó a su lado y miró la cítara.

—¿Sabes tocarla?

—No hace falta —dijo Veldram, cogiéndola por el mástil—. Este instrumento se… se… «sabetoca» él solo. Te enseña a acariciarlo para que salga música.

—Ah, tiene un resonador empático armónico. Los recuerdo de cuando era joven. Los músicos de verdad despreciaban estos instrumentos porque, según ellos, hacían trampa. Quienes los inventaron querían que la música fuera un bien de toda la humanidad y no el recreo de unos pocos virtuosos, así que inventaron instrumentos que manejaban al músico, diciéndole lo que el instrumento quería tocar, y no al revés.

—Pues a mí me ha susurrado un par de melodías.

—Toca algo. Vamos a ver si entre los dos conseguimos animar un poco a tu madre, hala. Aunque yo no pienso bailar —previno—. Me duelen los huesos.

Vala le lanzó una mirada de desasosiego, pero no dijo nada. Veldram se encajó el septéreo en el regazo como un gato al que quisiera acariciar de una manera compleja. Punteó unas cuantas notas, tiranteces de la cuerda nada más. Temblores atonales que al principio no tenían ningún sentido, pero que luego fueron cimentando una estructura. Había una melodía allá abajo, y el masaje cardíaco que le aplicó el citarista acabó por resucitarla y hacerla hablar. Le permitió expresarse. Era una cancioncilla pegadiza, justo lo que Vala (no) necesitaba.

Logus se les acercó, moviéndose como un pato mareado.

—¿Este comportamiento nocturno pre-copulación es normal en los humanos? —preguntó con inocencia—. Porque si el objetivo es reservar energías para luego, para el hecho en sí del coito, lo están haciendo mal. Las están gastando todas ahora.

Las dos mujeres se miraron, y se echaron a reír. La místar sin tapujos, y Vala con un asomo de culpabilidad.

—Ay, Logus, qué poco conoces a los humanos —sonrió Liánfal—. Pretender que después de pasar tanto miedo la gente no necesite relajarse y olvidarse de todo, aunque solo sea por un ratito, sería un milagro que haría de la montaña de Anso1 un sitio tan común como los hombres que no necesitan sexo regular. Después de pasar por esa cuarentena de camiones, de todo el miedo y la rabia y la impotencia, sentimos la necesidad urgente de respirar aire fresco, de notar los mensajes del viento y estar en contacto con el silencioso universo del desierto. Entiendo, por supuesto, que tu idea de la diversión sea diferente.

—Por más que intento estudiaros, siempre termináis saliéndoos por la tangente y haciendo polvo mis cálculos. He llegado a pensar que vuestra cultura no es más que un sorites.

Vala arrugó la frente.

—¿Un… qué?

—Un sorites es un juego de lógica —dijo el idor, sentándose en el suelo a su manera (plegó las tres patas hacia dentro, como si fueran vértices, de modo que el cuerpo quedaba apoyado tranquilamente encima)—. Encadenas proposiciones en un razonamiento de modo que el predicado de la antecedente pasa a ser sujeto de la siguiente, hasta que la conclusión une el sujeto de la primera con el predicado de la última. Eso tiene un peligro, y es que conlleva (a veces) una falsedad a la que se ha llegado gradualmente y que se quiere hacer pasar por cierta revistiéndola de racionalidad. Una forma metódica de poesía.

—¡Suena interesante! —exclamó Veldram—. Ponnos un ejemplo, por favor. —Liánfal intuyó que él estaba igual de preocupado que su madre por la suerte de Telémacus, pero a diferencia de ella necesitaba tener la mente puesta en otra cosa, llámese música o juegos de lógica, para no angustiarse.

—Pues… no sé, a ver: todo ser humano está vivo. Todo ser vivo piensa. Pensar es un acto racional. No todos los actos racionales son válidos. Luego el ser humano no es necesariamente un ser racional válido.

—¡Divertido! Aunque hay un error, y es que no es verdad que todos los seres vivos piensen. Los virus no piensan, ni las plantas tampoco. Y viven.

—Los virus hacen que la línea entre la vida y la no vida se vuelva confusa. Demuestran que un organismo puede estar vivo en un contexto y muerto en otro. De todos modos, por eso se dice que el sorites sirve para introducir retóricamente una falsedad que queremos hacer pasar por buena, disimulándola dentro del razonamiento. En este caso podríamos decir que la cadena que lleva del planteamiento A (que el hombre es un ser pensante) hasta el D (que su pensamiento está lleno de errores) no sirve porque en algún momento intermedio se introdujo una falsedad.

Vala miró a la lejanía, donde todavía no había rastro del aparato de Arthemis.

—Mi marido es un luchador —murmuró—. Los luchadores tienen por oficio arriesgar sus vidas. El riesgo no está siempre justificado. Existe una justificación para que los que sepan hacerlo luchen por los lumitas. Luego mi marido es un lumita.

Liánfal sonrió.

—Sigue practicando, Vala, y te convertirás en una experta en sorites. A mí me vendría bien dominar estas cosas para mi cargo de místar.

Veldram iba a añadir algo, pero señaló el horizonte y exclamó:

—¡Allí! ¡Algo se mueve!

Un objeto muy pequeño, una mota de polvo vista en la distancia, había salido de la pantalla de humo y estaba volando hacia ellos.

—¡Es el tóptero! —se emocionó Vala.

—A ver si hay suerte y trae buenas noticias…

El aparato dejó una costura de polvo en el suelo hasta que llegó a donde estaban los camiones. Tomó tierra y la cazadora se bajó. Sudaba a chorros y traía cara de pocos amigos.

—Lo siento, no le he visto —anunció rápidamente, para que nadie se hiciera ilusiones—. Aquello es un infierno, ni las térmicas ni el humo te dejan volar. Si me hubiese arriesgado a bajar más, el tóptero se habría caído a pedazos.

Vala apretó los labios hasta que formaron una línea. Solo su mirada traicionaba la angustia que en ese momento la quemaba por dentro.

—¿Viste más dravitas intentando cruzar el barranco?

—No, por fortuna. Deben de estar demasiado ocupados preparando su guerra como para seguir preocupándose por unos pueblerinos.

—Bien. —Liánfal asintió gravemente y miró en sentido contrario, hacia el este. El delgado tallo del Hilo subía a los cielos tiñéndose de los primeros resplandores de la mañana. Estaban mucho más cerca de él de lo que parecía—. Ofiuchi tiene que estar próxima ya, a pocos días de viaje.

—¿Ofiuchi? —se sorprendió Logus—. ¿Es allí a donde vamos?

—¿Conoces ese nombre?

—He leído algo sobre él en las bibliotecas. Pero pensé que era una leyenda.

—¿Qué es Ofiuchi? —se extrañó Veldram.

—Una leyenda de buscadores del desierto habla de una antiquísima estación desde la que antaño despegaban naves orbitales. Dicen que estaba en algún lugar del Yermo, más allá del desierto de las gemas y las estepas de fuego.

—¿Y qué hay allí?

Buena pregunta, hijo, pensó Liánfal. En ningún momento había tratado de ocultar a los lumitas el extrañísimo comportamiento de las reliquias sagradas: cómo se habían puesto a emitir sonidos justo antes de que partieran. Las reliquias estaban a buen recaudo en el primer camión; lo que nadie sabía era que sus periodos de mayor actividad coincidían con el paso por el cielo del Carro de Diamantes… aquellas estrellas que ahora se habían fundido en una sola luz. Ya no eran un carro, sino una luz solitaria y cristalina. Con todo lo que había pasado, no había tenido tiempo para sentarse y meditar profundamente sobre el tema.

—En ese lugar, Veldram, puede que encontremos respuestas. Sea lo que sea lo que activa las reliquias, está relacionado con los cielos. Es un hecho trascendente.

—Yo también he oído hablar de Ofiuchi —dijo Arthemis—. Dicen que marca el punto intermedio entre los países de los dravitas y el lugar mítico donde comienza el Hilo. Su base. Pero nadie se ha atrevido nunca a ir hasta allí.

—¿Por qué no? —preguntó Vala.

—Misticismo, temor, miedo atávico a lo que no se comprende… —enumeró Liánfal.

—No es solo por eso —dijo la cazadora—. Si solo fuera cuestión de sortear una barrera supersticiosa, los dravitas se la habrían pasado por el forro hace décadas. A ellos no les asusta ningún cuento de viejas sobre el desierto profundo, si hay beneficios que obtener. Explorar la base del Hilo es un premio muy gordo.

—Entonces ¿qué les ha impedido viajar hasta allí?

Vala rozó con un dedo a su hijo y le dijo en su código familiar táctil que no siguiera por ahí, que había cosas que era mejor no saber. Pero él necesitaba respuestas. Hipótesis de trabajo: Veldram se sentía subyugado por el misterio inherente a aquella torre divina, y si existía la menor posibilidad de llegar hasta ella, lo intentaría.

—Se cuenta que el territorio que conocemos como las estepas de fuego está poblado por criaturas que también fueron mutadas por el Metacampo, y a las que ni siquiera los buscadores de antigua tecno más chiflados se arriesgan a enfrentarse —prosiguió Arthemis—. Hace décadas, los drav montaron expediciones para alcanzar la base del Hilo, pero ninguna regresó. Entonces decidieron dejar de malgastar hombres y maquinaria insustituible. El Hilo se volvió más rentable como mito que como certeza científica.

—Nos estás diciendo que no es seguro atravesar esas tierras —concluyó Vala.

—Exacto, pero estamos entre la espada y la pared: después de lo que ha pasado con el Intérprete de los Muertos, no podemos volver. Antes nos habrían reclutado forzosamente para su guerra; ahora nos fusilarán a todos sin pensárselo. Yo voto por seguir avanzando.

—¿Alguno de vosotros tiene la palabra «cautela» en su diccionario cotidiano? —dijo Logus—. ¿No os da miedo todo esto?

—Claro que tenemos miedo —confesó Liánfal—. Pero Arthemis tiene razón. Antes nos preocupaba que convirtieran a la tribu en soldados esclavos, incluso a los niños. Ahora sabemos positivamente que si volvemos, nos matarán. Es preferible la muerte incierta de delante que la segura de detrás. ¿No tienes ningún sorites que justifique eso?

—Los sorites nos enseñan que cualquier paradoja puede ser paradojada a su vez. Los humanos vivís en una paraexistencia encapsulada, en medio de un paralapso que os obliga a tratar de demostraros a vosotros mismos que vuestra vida es real antes de que se os acabe el tiempo, y muráis sin saber siquiera si habéis existido…

—Estás desvariando —dijo Veldram, y volvió a pulsar los acordes de su cítara.

—Basta de discusiones filosóficas —zanjó Liánfal—. Al alba partiremos. Quedarnos aquí implica agotar nuestras provisiones en vano. —Miró a Vala con ternura—. Lo lamento, cariño.

—Lo entiendo, tenemos que seguir moviéndonos. Si nos quedamos aquí se agotarán las reservas de grasa que le quitamos a la madre insecto, y moriremos de sed.

—Confiad en nuestras tradiciones —rezó Liánfal—. Ellas nos guiarán, pues guardan la sabiduría de los ancestros.

Arthemis miró con recelo a la místar.

—¿Sabes? Deberías dejar que cada uno tuviese sus propias fantasías, en lugar de imponerles las tuyas.

La anciana se enfadó.

—Es todo lo que puedo ofrecer ya.

Intentó disimular su congoja, aunque era casi tan fuerte como la de Vala. Ella también estaba muerta de miedo, pero su deber como líder espiritual era disimularlo, mostrar entereza. El futuro no podía presentarse más incierto, y para colmo habían perdido a su mejor guerrero. También rezaba porque se produjera un milagro y de aquella fosa saliera de repente un puntito, minúsculo en la distancia, y ese puntito resultara ser Telémacus, que caminara hacia ellos con una gran sonrisa. Pero esta anciana no cree en los milagros, se lamentó.

Quizá fuera esa su mayor traba a la hora de encarnar a una líder religiosa, el no creer en milagros, pues su sentido común era más fuerte que su hambre de mitología. Tuvo que repetirse que no había forma humana de que el marido de Vala hubiese sobrevivido a aquello. Estaba muerto, y punto. Cuanto antes lo aceptasen, antes podrían concentrarse en el desafío que tenían por delante, que seguro no sería más sencillo que el que ya habían sorteado.

TELÉMACUS

Los taelon le dejaron claro que no albergaban sentimientos hostiles hacia él —quizá fueran demasiado civilizados para eso—, pero tampoco sentían la menor simpatía hacia el género humano. De hecho, estaban muy cómodos con su aislamiento y su anonimato, y a menos que los señores de la guerra decidieran utilizar dispositivos nucleares y contaminar aún más el planeta, no pensaban mover ni uno de sus peludos dedos para impedir la matanza.

—Los clanes dravitas no tienen ojivas nucleares, que se sepa —dijo Telémacus, acompañando a Serenay a dar un paseo por el complejo. Ella lo escuchaba con pasión de antropóloga, como si el mero hecho de oírlo hablar fuera un placer: le encantaba la forma que los humanos tenían de pronunciar aquel lenguaje, con sus pausas silenciosas, sus superfluos tiempos verbales y sus fabulosas palabras crípticas. Se sentía como una niña pequeña oyendo hablar a su perro—. Pero sí que usan reactores de fusión. Imagino que sabrán cómo hacer las cosas lo suficientemente mal como para que cualquiera de ellos acabe explotando.

—Por eso precisamente tenemos que tener muchísimo cuidado, Telémacus. Nuestra colonia lleva siglos escondida y haciendo en paz su trabajo, y nos gustaría que siguiera así. Ah, malditos sean los humanos y sus dioses desquiciados… Yo los maldigo, a todos. —Aquello sonó a una herejía tan antigua como agotada, que hubiese perdido todo el vigor de antaño.

—Nos unen más cosas de las que crees, Serenay. No somos salvajes desnudos. El factor inteligencia está ahí.

—Lo sé, discúlpame… Es que llevamos tanto tiempo culpando a tu raza de todo, convirtiéndoos en chivos expiatorios, que ya lo hacemos sin pensar. Pero tienes razón: vuestros pulgares oponibles os dan la habilidad de manipular, y sin ella la inteligencia no sería más que una noción esotérica. Y sin inteligencia, la capacidad de manipular no serviría para nada.

—Supongo que eso nos lleva a la pregunta clave, en lo que a mí me concierne.

Telémacus se sorprendió de lo fácil que le resultaba interpretar expresiones en la cara de un simio, a pesar de ser dos especies separadas por millones de años de evolución. Pero la inteligencia residía en los ojos, y quizá por eso fuera tan fácil leer a Serenay: era increíblemente expresiva.

—El problema de qué vamos a hacer contigo —asintió—. Mis compañeros y yo también nos lo hemos estado preguntando. Para serte sincera, ha habido una votación. Y no todas las manos que se alzaron estuvieron a favor de que te pusiéramos en libertad, sabiendo lo que sabes. Hay quienes argumentaron muy elocuentemente para que volviéramos a tirarte al barranco.

—…Pero si me lo estás diciendo así, es que el resultado de la votación no fue ese —adivinó—. Espero.

—No, tuviste suerte.

Llegaron a una zona de tránsito con vehículos. Una especie de plataforma con cuatro asientos apareció como si le hubiesen dado un silbido; el motor magnético situado bajo el suelo se hizo cargo de ella, y a velocidad acelerada la hizo cruzar la estación hasta dejarla situada en un tubo neumático. Allí se apearon. Por el camino, Telémacus vio pequeñas granjas hidropónicas mantenidas en un delicado equilibrio de humedad y temperatura. Algunas, como le explicó la simia, estaban ahí solo para investigar los desequilibrios producidos en la ecosfera alimenticia, para evitar que se piramidaran. La tecnología que rodeaba las plantas era insólita, muy poco intuitiva, con cables cantores que formaban telones superpuestos, y planos de luz semitransparentes que se volvían etéreos cuando se combinaban entre sí.

—Nuestro hábitat es un entorno completamente autónomo. Aquí no es necesario revisar continuamente la noción de la máquina, como pasaba en el mundo de los hombres. La idea de la evolución nos basta como analogía aceptable. —Serenay proyectaba la sensación de que su pasado y su aislamiento hacían de ella una jueza aceptable para cualquier tema que tocase—. Desde hace siglos no compartimos con el exterior nada que no sea aire o transferencias de calor. Aquí todo se recicla, la materia orgánica y los líquidos. Estamos en un entorno que nos provee de energía casi infinita, aunque cada vez tenemos que profundizar más con nuestras máquinas, pues la tierra cumple con su misión y se lo va tragando todo. No te lo creerás, pero muy abajo, a kilómetros bajo tierra, hay un cementerio de viejas naves destruidas que están siendo licuadas poco a poco por el magma, y que mide más de cien kilómetros cúbicos.

El hombre puso los ojos como platos, intentando imaginarse tal grandiosidad. Las maravillas del mundo antiguo, del Imperio Gestáltico, aunque no fueran más que sombras, parecían no acabarse nunca.

—Dime, Serenay, ¿en qué quedó vuestra votación? ¿Podré regresar con los míos?

Ella lo miró de manera tranquilizadora.

—Sí, aunque a cambio de eso, y de que te salváramos la vida, tenemos que pedirte un favor.

Se detuvieron en una cámara aislada, para llegar a la cual tuvieron que atravesar varias puertas blindadas y un intercambiador donde un resplandor agresivo los examinó de la cabeza a los pies. Telémacus tuvo la sensación de que aquel era el lugar más resguardado del complejo, y se preguntó por qué la simia lo habría llevado hasta allí. El recinto era una geoda de metal sin apenas iluminación en cuyo centro se elevaba una planta: un árbol de color hueso, muy blanco, con hojas hechas de folículos rojos que colgaban como plumeros. En lugar de hojas parecían racimos de algas color sangre. Telémacus lo miró, extrañado.

—¿Qué es eso?

—Un árbol telepático, el único que existe en Enómena.

—¿Un… qué?

Serenay se acercó a una consola que parecía estar monitoreando el estado de salud de la planta, y presionó algunos botones.

—Supongo que habrás oído historias del mundo antiguo, ¿no, hombre? De cómo eran las cosas en el Imperio Gestáltico, la máxima expresión de la civilización humana.

—Algo he oído… los ecos que aún arrastra nuestro folclore.

—El Imperio se basaba en la magnificación de los poderes psíquicos, o mnémicos, como los llamaban ellos. Nosotros, los evoanimales, nunca los tuvimos, pero nuestros amos sí. En el momento de máximo esplendor del Imperio, los seres humanos se dividían mnémicamente en tres grandes categorías: estaban los «planos», personas que no tenían acceso al Metacampo; los «portadores», que habían entrado en simbiosis desde su nacimiento con una entidad llamada Id que les hacía de puente con los poderes mnémicos; y los «derivantes», los más raros de todos, seres humanos que podían enlazar sus cerebros con la corriente psíquica sin necesidad de un Id. El mítico guerrero Evan Kingdrom, el que mató al Último Emperador, era uno de ellos.

»Sé que es difícil imaginar una titánica civilización cósmica de cientos de miles de planetas colonizados, con centenares de billones de personas, donde casi el setenta por ciento tenía alguna conexión con el Metacampo y, por lo tanto, algún poder mnémico… Incluso a nosotros, los taelon, nos cuesta cerrar los ojos y proyectar ese escenario galáctico tan vasto. Pero ocurrió, fue real hasta hace unos pocos siglos. Muchos de los nuestros que opinan que, en este tiempo que ha pasado desde el Día del Apagón, ese imperio podría haber resurgido otra vez de sus cenizas y haber alcanzado un esplendor similar al de antaño. Al fin y al cabo, el Último Emperador fue detenido a tiempo, antes de que aniquilara toda la vida de la galaxia. ¿Por qué, si eso es verdad, sus colosales naves no han aparecido todavía por aquí para saludarnos? Ah, mi querido huésped, esa es la pregunta que tiene locos a nuestros sabios…

Telémacus paseó alrededor del árbol blanco. Los anillos seccionales de sus raíces estaban lubrificados por algún tipo de aceite, y parecían telescópicos, con la habilidad de contraerse violentamente si eran amenazados.

—La verdad es que no soy ni remotamente capaz de imaginar una civilización así… —admitió—. ¿Por qué me cuentas todo esto?

—Porque la habilidad para comulgar con el Metacampo no solo era potestad de los seres humanos. Llegaron a descubrirse algunos animales que también la tenían, aunque eran muy raros. Y también plantas, ¡más raro todavía! Lo que tienes delante es un árbol telepático, una planta que aloja en su interior a un Id, lo cual le permite vivir dentro de la corriente mnémica principal. Pero de un modo como ningún animal superior logró concebir jamás. Es mnémica vegetal.

—O sea, que este árbol… alberga una mente alienígena en su interior.

—Exacto, una mente latente, dormida. Pero el árbol se está muriendo: ha vivido demasiado tiempo, pues ya era viejo antes del Día del Apagón. Su luz se apaga día tras día, y sabemos positivamente que ni todo el poder de nuestra tecnología logrará mantenerlo vivo para siempre. No debemos permitir bajo ningún concepto que su herencia mnémica muera con él, o se perderá un tesoro de valor incalculable para el universo.

El cazador le lanzó una mirada torcida.

—¿Y cómo encajo yo en ese plan?

Los ojos de la simia, enturbiados por la química emocional de sus recuerdos, brillaron más.

—Verás, Telémacus… sé que lo que estoy a punto de pedirte en nombre de nuestra comunidad te sonará extraño, pero las ventajas que te traerá serán muchas, también. A ti y a tu tribu. El árbol, como ser vivo que es, no durará eternamente, pero su Id, hasta donde nosotros sabemos, es inmortal. Es una entidad de energía mnémica que vive en un universo paralelo, igual que las mentes de las IAs tienen alojado su núcleo más profundo en esa dimensión que llamáis «hiperespacio». El Id necesitará un nuevo huésped, pero por desgracia ningún taelon puede hacer de recipiente. Ya te dije que los evoanimales somos estériles al Metacampo.

»Deduzco que has adivinado el resto. Lo que te pedimos es que le des la bienvenida a esa entidad y le permitas fusionarse con tu mente. Serías el primer ser humano en cuatrocientos años (al menos en esta región de la galaxia) en entrar en comunión con un Id y volverse Portador. Así, el legado psíquico del árbol no morirá. Tú serás su nueva casa.

Telémacus sintió una cubeta imaginaria de agua fría que le recorría el cuerpo de arriba abajo, estremeciéndole cada poro.

—¿Habéis pensado si es tan siquiera posible lo que me estáis pidiendo? Antes me dijiste que los Portadores recibían a su huésped al momento de nacer.

—Cierto, se fusionaban con él en el vientre materno, nunca después. Pero también te dije que el caso de una planta que albergase un Id es muy especial. Este es un árbol telepático: te permitirá entrar en comunión con su yo dormido bajo circunstancias muy específicas. Si no opones resistencia, entrarás en un trance conocido como Delph, un dominio negamétrico, o antigeométrico, cuyo límite es ese multipliegue de factum psíquico al que llamamos de manera muy tosca… el Metacampo.

Telémacus parpadeó.

—¿Cómo…?

Serenay hizo un aspaviento, como pidiéndole que lo olvidara.

—Es igual. Los hechos reducidos a su forma más simple son estos: si accedes a acoger al Id en tu cerebro, vivirás el resto de tus días en simbiosis con él. Apenas lo notarás, los registros de la época describen la sensación como algo suave y agradable, como si pudieras escuchar una canción muy lejana que procede de los niveles inferiores de tu mente, y que te garantizará un dominio limitado de la mnémica. Es decir, te concederá poderes mentales a pequeña escala. Te convertirás en un portador.

—Antes dijiste que eso le sería útil a mi tribu. ¿Cómo? —dudó. Era cierto que al acercarse al árbol podía notar algo en la frente, una especie de cosquilleo, el susurro apenas audible de una canción lejana. Tan leve como la caricia de un algodón al rozarte mientras duermes.

—No sabemos qué poderes concretos te prestará el Id. En el mundo antiguo los más comunes entre los portadores eran la telepatía, la telequinesia, la piroquinesia, la empatía proyectiva, la capacidad de «leer» las impresiones psíquicas en objetos sólidos… y, en casos menos habituales, la teletransportación o la capacidad de ver el futuro, uno de los muchos futuros probables. Sea cual sea el regalo que te haga, multiplicará dramáticamente tus habilidades como luchador y te permitirá ser mucho más útil a la hora de defender a tus seres queridos. Antaño hubo toda una raza de monjes portadores llamada Guerreros Espíritu que llevaba esta unión al extremo de sus posibilidades.

—Eres consciente de lo que implican tus palabras, ¿no, Serenay? —murmuró—. Durante generaciones se nos dijo que el Metacampo había desaparecido. Que esa fue la causa de las mutaciones que sufrió la ecología planetaria y que terminaron creando a los idor, a los drav, a los ragkordis, a los…

—Lo fue, en efecto.

—Pero ahora me dices que tengo la prueba viviente, delante de mis narices, de que eso no es verdad. De que el Metacampo nunca se extinguió.

—El Metacampo es la quinta fuerza fundamental de la realidad. No puede extinguirse, igual que tampoco pueden hacerlo la gravedad ni el electromagnetismo. Lo que sucedió el Día del Apagón no fue que la mnémica se extinguiera, o eso nos ha enseñado nuestro árbol… sino que las puertas que nos conectaban con ella se cerraron. Como si alguien hubiese dinamitado todos los puentes que permitían el intercambio. Pero el Metacampo sigue ahí, y este Id podría ser la llave que te enlazara con él.

—Si accedo, me dejaréis en libertad para que me reúna con los míos. Sin más.

—Correcto. Y lo que es más importante: os daremos la clave para que aseguréis vuestra supervivencia como grupo, para que siempre estéis fuera del alcance de los asesinos que os persiguen.

—¿Cómo?

—Ya lo verás… Tiene que ver con el Hilo y lo que encontraréis si lográis alcanzar su base. Pero de eso te hablaré luego. Ahora tengo que prepararte para el Delph.

—¡Eh, que todavía no he aceptado!

La simia sonrió. Le tendió su mano, amablemente, y él la aceptó con reluctancia. A pesar del pelaje que la cubría, era cálida y firme como madera pulida.

—Lo harás. Lo sé.

—¿Cómo estás tan segura?

—Porque eres un buen hombre. Esas cosas las huelo a distancia. Por eso voté por ti en la reunión en la que decidimos si matarte o dejarte marchar.

—¿Por cuántos votos gané ese referéndum?

—Por uno.

En la era de los prodigios les fueron dadas a conocer tales cosas.

11. EN LAS ESTEPAS DE FUEGO

VALA

La noche había sido más bien húmeda, y aún la notaban en las articulaciones cuando se despertaron. Arthemis y Vala arrancaron los motores al romper el alba. La tormenta del sur los había esquivado y exhalaba su ira rumbo al oeste, depositando una lluvia de minúsculas perlas lechosas sobre el terciopelo de la arena. Un aire más frío de lo habitual marcaba una frontera de color en los límites de la bruma.

Aunque no habían quedado en eso explícitamente, los camiones mantuvieron la misma formación: el de Vala y Veldram delante, abriendo paso, con Arthemis la segunda y Liánfal acompañada por el idor en retaguardia. El tóptero, escaso de combustible ya, descansaba con las alas plegadas sobre el techo del camión de Arthemis cual insecto gigante que se hubiese posado a dormitar. Lo primero que habían hecho los vigías nada más levantarse el sol fue otear por si había el menor rastro de vehículos o aviones en la distancia. Pero Arthemis tenía razón: no iban a seguir desperdiciando recursos con la que se avecinaba. Nadie les perseguía ahora, aparentemente.

A medida que las tres moles de los camiones se iban alejando de los barrancos y se internaban en la llanura, el paisaje cambiaba más y más. Unas extensiones de hierba blanca empezaron a cubrir las dunas como una costra de salmuera, alfombras de tallos muy finos que parecían haberle robado sus colores a las lunas de Enómena para convertirlas en imágenes blancas como el hueso. Cuando examinaron de cerca esa hierba, notaron que uno de cada veinte tallos se parecía a una flor que en lugar de pétalos estuviera rematada por un diapasón. El viento depositaba notas musicales en ellas, y otras flores-diapasón cercanas respondían con un eco de la misma nota, y si la frecuencia armónica era la correcta, entraban en un proceso de fertilización acústica. Polen sonoro en lugar de físico.

También se tropezaron con una manada de seres extrañísimos que ningún lumita había visto nunca, y que se parecían a resortes hechos de carne que se movían desplazándose a grandes saltos, proyectando su cuerpo en el aire tras comprimirlo hasta menos de un cuarto de su longitud. Pero lo más extraño era que cuando caían, cuando tocaban el suelo tras uno de esos largos brincos, siempre presentaban el mismo aspecto que antes de saltar, con la boca en la parte inferior del tallo y su único y ciclópeo ojo en la de arriba. Pero en el aire no giraban a mitad del salto, por lo que la conclusión era obvia: esos pedúnculos vivos no giraban al saltar, haciendo una acrobacia, sino que invertían su cuerpo, desplazando a todo lo largo del tubo su boca, mientras el ojo se movía en sentido contrario, de manera que una siempre estaba abajo y el otro arriba. Eran contrapesos vivos recubiertos por una piel corrugada. Tenían los colores típicos de los seres vivos nacidos durante el proceso del Antara, la tormenta de partículas que sacudía todo el sistema solar cada vez que el sol compañero, Thyle, regresaba de su órbita súper excéntrica y apuñalaba los campos magnéticos de su hermana mayor, convirtiendo sus cercanías en una fiesta de abalorios de oro macizo. Incluso los seres humanos se veían influenciados por ese periodo de estrés cósmico, pues se decía que los niños nacidos en esos días poseían extrañas marcas de nacimiento, y que estaban señalados por el destino.

En un momento determinado divisaron una colina que en principio parecía un montículo normal, pero que empezó a moverse lentamente, arrastrándose por la llanura. Al examinarla con los prismáticos se dieron cuenta de que no era un accidente geológico sino un ser vivo: una especie de fortaleza quitinosa dividida en segmentos, que al moverse se replegaban unos dentro de otros igual que algunos invertebrados. Aunque de movimiento extremadamente lento, la sensación de invulnerabilidad y de poderío físico que transmitía aquel titán les convenció de no acercase a él, y Vala prefirió dar un rodeo de más de tres kilómetros.

El Hilo estaba cada vez más cerca, se notaba en los sistemas nubosos que se formaban a su alrededor y que lo engalanaban con sortijas vaporosas. Visto desde allí tenía otro color, más cobrizo, y se distinguían detalles en el tallo que desde más lejos pasaban desapercibidos: ahora estaba claro que había tres líneas rectas más oscuras e infinitamente largas que recorrían de arriba abajo toda la longitud del hilo, y que eran interrumpidas cada pocas decenas de kilómetros por unos ensanches en forma de bulbos. La imaginación de los lumitas se disparó: ¿qué serían aquellos ensanches, edificios? ¿Pequeñas ciudades que colgaban a intervalos regulares del tallo, cada vez más alejadas del suelo y más cercanas a las estrellas? Fueran lo que fuesen, los humildes pescadores empezaban a entender las cifras que implicaba un objeto artificial de tal envergadura. Y eso los abrumaba. En ese Hilo cabría fácilmente toda la población de Enómena, repartida por los diferentes pisos, y aun así les sobraría tanto espacio que si no querían no tendrían por qué verse unos a otros. Sabían que era una ciudad vertical, pero la pensaban como indígenas en cuyas alforjas aún había demasiadas cosas que los conectaban con la existencia simple de antes.

En la segunda mitad del día, cuando el crepúsculo estaba cercano y les dolían las articulaciones por llevar tantas horas conduciendo, Vala avistó la forma de un edificio que sobresalía de las dunas.

—¡Allí! —le señaló a Veldram, que era quien conducía en ese momento—. ¿Lo ves?

—¿Podría ser la estación Ofiuchi?

No tenía respuesta para eso, pero a tenor de las dimensiones de la construcción, bien podía serlo. Una torre de un cristal tan etéreo que podía haber estado hecho de agua parecía flotar en el aire, conjurando a sus pies un montón de reflejos destartalados. La rodeaban centenares de objetos geométricos plantados en la arena como un ejército sitiador, en una especie de asedio cordial, obsequioso. El sol se partía en cientos de lanzas doradas y era devuelto hacia la torre por aquellos objetos geométricos, tejiendo en el aire un tapiz de luz intrincado y maravilloso. Vala tardó un poco en darse cuenta de que eran espejos, y la torre cristalina una especie de colector.

Pero lo impresionante no era eso, sino la construcción de trescientos metros de altura que había justo detrás. La habían divisado desde la distancia, por supuesto, pues dado su tamaño era imposible no verla, pero una jugarreta de la perspectiva les había hecho proyectarla más hacia el fondo, haciéndoles creer que formaba parte del Hilo. Pero no era así: se trataba de un edificio mucho más próximo con forma de rampa ascendente curva, sostenida por pilares. Era solo la cuarta parte de una circunferencia, que se alzaba como un coloso que quisiera clavarse en las nubes. Vala se preguntó para qué habría servido en otros tiempos una construcción semejante, pues no parecía diseñada para que fuera habitada por personas.

—Tiene que ser eso, no me cabe duda. Ofiuchi, «el lugar sobre el que no hay dos historias que coincidan» —dijo Vala, y pulsó con frustración algunos botones en el salpicadero—. Felbercap, la radio sigue estropeada. Asómate y hazle señas a Arthemis. Dile que vamos a parar.

Veldram asomó medio cuerpo por la ventanilla y le hizo aspavientos al segundo camión. Este le picó las luces para darle a entender que había comprendido. Pero entonces, Vala frenó bruscamente, y Veldram se dio un golpe contra la puerta.

—¡Ay! ¿Qué pasa, se ha acabado el mundo o qué?

—Sí… —dijo su madre, y señaló hacia delante.

El camión se había detenido delante de un obstáculo que ninguno de ellos esperaba, y que había aparecido de improviso tras un cambio de rasante. Los otros camiones también se detuvieron junto al de Vala, y todo el mundo se apeó, incluso los lumitas que iban en los remolques. La muchedumbre se agolpó junto aquella frontera donde, como bien había descrito Veldram, el mundo moría.

Acababan de tropezarse con el único obstáculo que los camiones aeroflotantes no podían cruzar: agua. Un lago enorme se extendía a lo largo de varios kilómetros en ambas direcciones, el líquido color metálico surcado por un débil oleaje. Era un agua oscura, muy fría, que a los lumitas les dio un poco de miedo, pues nunca habían visto tanto líquido junto —sus mares cero-g estaban secos, no contenían agua—. La brisa sorteaba los serbales y los espinos de la orilla en busca de pequeños moluscos y otros animalillos perdidos entre las piedras, como si fuera la voz de la madre lago que los llamaba de vuelta a casa.

Los dos edificios de la estación Ofiuchi, la torre de cristal y el que parecía un cuarto de circunferencia, estaban en una isla que había en medio del lago; una isla sin embarcaderos, sin puentes, sin accesos. Seguramente sus constructores habían confiado en una tecnología que ya no existía para entrar y salir de ella. Eso frustró mucho a Liánfal.

—Vaya, con esto no contaba —dijo la místar, apretando los puños—. Pero hemos hecho bien en venir. Fijaos en lo que hay en lo alto de la torre.

Vala y Arthemis clavaron sus ojos allí y la vieron: una antena parabólica que giraba en lentos círculos, de manera regular y siempre a la misma velocidad, lo cual confirmaba que no es que fuera una veleta mecida por el viento.

—La estación tiene electricidad, está operativa —comprendió Arthemis—. ¿Estará habitada?

—Ni idea, aunque si lo está, es probable que ya nos hayan visto. Tenemos que llegar hasta allí, es la única forma de averiguar qué les pasa a nuestras reliquias.

—…Y de repostar combustible para los camiones —añadió Vala—. Están casi secos, y al tóptero no le queda nada, ¿verdad?

Arthemis asintió.

—Está casi seco. Podría volar unos pocos minutos, pero nada más.

—¿Y cómo hacemos para cruzar el lago? —preguntó Veldram, con el tono fatigado del viajero que se pregunta si no estaría dejando más en aquel desierto de lo que recogía de él—. Estos camiones no flotarán sobre el agua, ¿verdad?

—Verdad. Necesitan suelo bajo sus suspensores o se hundirán como piedras.

—¿No podrías alcanzar la isla con el tóptero, tú sola, y ver si hay algún tipo de embarcación? —le preguntó Vala a Arthemis.

—Uhm… supongo que podría, pero si resulta que no hay ninguna y que la isla está deshabitada, me quedaría varada allí para siempre, yo sola. Puede que el tóptero tenga fuerzas para ir, pero seguro que no las tiene para volver. —Miró con sorna a los lumitas—. No quiero que continuéis vuestro viaje dejándome atrás en plan náufrago.

—Es una postura razonable —convino Liánfal—. Maldita sea, haber llegado hasta aquí y no poder seguir por culpa de un simple lago…

—¿Y si lo rodeamos y seguimos hacia el tallo? —sugirió Veldram, pero se dio cuenta del problema antes de que nadie lo mencionara: no tenían combustible para eso. Si no repostaban en Ofiuchi, los motores se les pararían en mitad del desierto, y entonces sí que estarían metidos en un lío.

Liánfal golpeó el suelo con su bota.

—¡Somos mujeres inteligentes, maldición! Sortearemos cualquier obstáculo y resolveremos cualquier problema que se nos presente. Para eso la naturaleza nos dio un cerebro.

Los aldeanos se habían acuclillado junto al agua y estaban bebiendo de ella. Tenían sed, y aunque probar aquel líquido podía ser peligroso, muchos ya habían decidido que merecía la pena el riesgo. El agua parecía estar buena, pues los que la probaron sonrieron e incluso se metieron de cuerpo entero. Muy pronto todos los lumitas estaban bañándose. A Liánfal no le gustaba eso, pues no sabía si podría haber microorganismos que les hicieran daño a la larga, o depredadores ocultos allá abajo… pero no se atrevía a ordenarles que salieran.

Logus se aproximó y, sin tocar el agua, señaló con sus tentáculos a la estación Ofiuchi.

—Esa torre de cristal es un colector de energía solar, lo que se llama un campo de espejos. La torre entera está hecha de un material cristalino semilíquido que recoge los reflejos y los conduce al almacenador central.

—¿Y eso que parece una rampa gigante…? —preguntó Veldram.

—Oh, es una pista de despegue. Un acelerador magnético que propulsa hacia arriba objetos tales como naves espaciales o cargamentos de mineral, para ayudarlos a alcanzar la órbita baja. Se volvieron obsoletos cuando los antiguos construyeron el Hilo, pero muchos siguieron funcionando por toda Enómena porque salía más barato hacer despegar las mercancías desde allí que acercarlas centenares o miles de kilómetros hasta la base de la torre.

Al muchacho le brillaron los ojos. ¡Tirachinas para arrojar objetos pesados fuera del planeta! Cada artefacto que encontraban en el desierto era un panegírico tan deslumbrante del Mundo de Antes que amenazaba con robarles a los habitantes del ahora su vanidad cuidadosamente erigida, su orgullo de pueblo superviviente, incluso su confianza en el futuro. Pero allí estaban, elevándose como argumentos incontestables.

—¿Crees que la estación está funcionando, Logus? —preguntó Liánfal, señalándole la antena que rotaba.

—En teoría tiene energía infinita procedente del sol, así que no me extrañaría. Que esté habitada o no… ya es otra cuestión.

Mientras los demás se bañaban, Arthemis paseaba alrededor de los camiones examinándolos con detalle. Parecía interesada particularmente en los remolques, y en cómo estaban unidas las planchas que hacían de paredes. Vala se acercó a ella cuando la cazadora se subió en el techo de uno para comprobar si las uniones de esas planchas se podían separar, o si estaban soldadas.

—¿Qué miras?

—Compruebo una teoría. A ver si es posible algo que se me ha ocurrido.

—¿El qué?

Arthemis miró pensativa los otros remolques.

—Yo tenía razón, estas planchas no están soldadas. Se pueden separar. —La cazadora se apeó de un salto—. Podemos desarmar los remolques y juntarlas de modo que formen una especie de balsa.

—¿Una balsa? ¿Y cómo la mantendremos a flote?

—Con eso. —Señaló los tres camiones—. Los desenganchamos de los remolques, usamos estos para fabricar una balsa lo suficientemente grande como para que quepa tu tribu y enganchamos los camiones a los laterales pero de modo que los morros apunten hacia arriba. —Trazó un lazo con un dedo que envolvió varias nubes—. Ponemos sus repulsores orientados hacia atrás, de modo que toda su fuerza se dirija hacia el fondo del lago. Serán como chorros de aire que empujen hacia arriba la balsa, manteniéndola a flote. Al menos… —hizo un mohín— hasta que el agua empape los motores y los fastidie para siempre.

—P… pero… ¿cómo conseguiremos que avance la balsa? ¿Remando?

—No. —La cazadora hizo un gesto con la barbilla al tóptero—. Nuestro amiguito tirará de ella. Espero que aguante hasta llegar a la isla, o nos quedaremos flotando a medio camino.

Vala miraba de hito en hito a la cazadora. El plan era tan extremo y tan absurdo que casi, casi… sonaba plausible. Estaba claro que a una mujer práctica —como Vala— jamás se le habría ocurrido algo así de arriesgado. Había que estar un poco loca para que el cerebro de una pariera semejantes ideas.

—Vamos a consultarlo con los demás —dijo la cazadora—. Este tipo de cosas merecen un sufragio universal. Al fin y al cabo, toda la tribu se va a jugar el pellejo al mismo tiempo. Tienen derecho a opinar.

—¿Sabes? No lo esperaba de ti.

—¿El qué?

—Que llegaras tan lejos a nuestro lado.

—Hay que seguir avanzando, volver atrás es siempre una mala opción. Yo motivé esta guerra iniciando una cacería por mi cuenta, porque creía que el sistema necesitaba un revulsivo que pusiera las cosas patas arriba… pero fue un error. Hay que avanzar. Por eso los seres humanos fuimos hechos con los ojos en la parte frontal de la cara, para que mirásemos siempre hacia delante.

—Supongo que es cierto, pero estaba convencida de que, por un motivo u otro, te perderíamos mucho antes. Que no nos serías fiel.

Arthemis esperó que su repentino gesto de frotarse el mentón pareciera espontáneo.

—Je je, no me tientes, que aún estoy a tiempo…

El plan de la balsa fue aprobado por mayoría simple, aunque con reluctancia y muchas preguntas de por medio. Todos comprendían lo que se estaban jugando si no accedían al islote donde estaba la estación Ofiuchi; sabían que aquel edificio era su única posibilidad de encontrar combustible y comida. Habían logrado atrapar algunos saltapogos —los niños habían bautizado así a los seres-resorte—, pero cuando intentaron cocinarlos tuvieron que escupir la carne. Era espantosa. Otra opción era pescar, a ver si había peces en el lago, pero eso no solucionaba el tema del combustible.

—¿Y si llegamos al islote pero el agua destroza los motores de los camiones? —preguntó uno de los miembros del concejo—. ¡Entonces de nada servirá que encontremos combustible!

—Lo sabemos —asintió Liánfal, mirando el círculo de cabezas reunidas del cónclave—, pero Logus ha estudiado la idea de la cazarrecompensas, y parece factible. Los camiones aguantarán, no se estropearán, o eso afirma él. En teoría.

—¡En teoría! —exclamó otro anciano—. ¿Y si no es así? Entonces perderás algo más que la amistad del concejo, estimada místar.

Dios mío, todo el mundo piensa que su amistad vale algo, pensó Arthemis, pero se quedó callada. Estaba sentada en una piedra, junto a la orilla, jugueteando con una brizna de hierba mientras oía discutir a los notables. En el fondo sabía que no tenían otra opción más que aceptar su idea, pero les dio tiempo para que se desahogaran. Así trabajarían con más ahínco.

Cuando se hartó de escuchar sandeces, alzó la voz. Todos se callaron y la miraron.

—¡Ya está bien! —gritó—. Entiendo que tengáis dudas, y que os dé miedo hacer esto, pero mirad el sol: está a punto de anochecer, y aunque no los veamos, tenemos a los dravitas detrás. Si perdemos un día entero discutiendo para acabar llegando a las conclusiones que todos conocemos, será un día más que los perros de Bergkatse tengan para oler nuestro rastro. —Descargó una mirada despiadada sobre ellos—. Sabéis que mi plan es el único factible, y tenemos que ponernos manos a la obra antes de que anochezca. Así que ya estáis levantando vuestros grasientos culos de donde los tenéis y dividiéndoos en cuatro grupos. Hay mucho trabajo por hacer, y se necesitan músculos.

Los del concejo, cuya sonrisa era como un felpudo de bienvenida ante una casa abandonada, endurecieron sus rostros. La mitad de ellos soltó una nota gutural de sus gargantas, aguda la de la otra mitad, y ese zumbido se alzó como el rugido de una manada de fieras soliviantada. Pero ninguno osó protestar: sabían que la cazadora tenía razón, así que le dieron permiso a su gente para que formaran cuatro grupos. Arthemis cogió esos grupos y los dividió según las fases de la tarea que los aguardaba: unos desmontarían los remolques, colocando las planchas junto al lago; dos más las irían acoplando de nuevo pero formando una superficie plana, mientras el último sellaba las junturas con un engrudo hecho con aceite de motor y arena del desierto, bien apelmazada. Vala y Liánfal la miraban mientras Arthemis daba órdenes y dirigía con mano firme las cuadrillas, y opinaron que era un buen general. Quizá en otra vida, antes de que vendiera sus talentos por dinero, fue una líder respetada.

Una vez estuvo ensamblada la balsa, llegó lo más difícil: enganchar los tres camiones con el morro apuntando hacia arriba, y sus repulsores traseros hacia abajo. Todos echaron de menos en esta fase la ayuda de Telémacus, que seguro que con su destreza habría podido resolver el problema en poco tiempo, pero a nadie se le ocurrió mencionarlo en voz alta por respeto a Vala.

Fueron Arthemis y Vala quienes condujeron los camiones dentro del agua, en la orilla, y les obligaron a levantar el morro para que las cuadrillas los engancharan con las cuerdas. Logus, con sus cálculos matemáticos, supervisó todo el proceso. No había tiempo para hacer soldaduras, así que el tinglado era un poco endeble, pero tendrían que conformarse con eso. En un momento determinado, cuando estaban a punto de enganchar el tercer camión, Veldram señaló la orilla opuesta del lago y gritó:

—¡Mirad allí! ¿Qué es eso?

Había dos objetos muy peculiares acercándose a ellos, aunque por fortuna no iban muy rápido. Su extrañeza y su alieinidad los dejaron con la boca abierta: era como ver dos grumos de carne legamosa de tres metros de diámetro que flotaran a una decena de metros del suelo, hinchándose y contrayéndose a un ritmo perverso. Estaban recubiertos por un engrudo alquitranado, una especie de icor brillante que segregaban a partir de unos tentáculos gomosos. Al flotar emitían un ruido que recordaba una corriente de aire atravesando un zapato agujereado, un cántico empalagoso que gorgoteaba entre toda aquella mucosidad. Quién sabía si era una llamada de apareamiento o un obsceno desafío.

Los dos seres se aproximaban el uno al otro desde orillas opuestas del lago, y lo más extraño era que, a media que se acercaban, sus latidos aumentaban en frenesí, y un aura formada por líneas de campo magnético se hacía visible sobre ambos, vistiéndolos con una especie de armadura de líneas de fuerza. Esa armadura, translúcida, despegaba arena del suelo con la que volvía aún más visibles lo que parecían no ser más que unos escudos eléctricos.

—¿Qué son esos engendros? —se asombró Liánfal.

—Ni lo sé ni quiero saberlo —gruñó la cazadora—. Todo el mundo a la balsa. Vala, enciende los tres motores. Yo pilotaré el tóptero.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó Veldram, emocionado, pero ella negó con la cabeza.

—Pesas mucho y hay que ahorrar hasta la última gota de combustible. Lo siento, chaval —le dio una palmadita en el hombro—, dejamos para otro día el viaje divertido.

El pueblo se subió a la balsa, con Liánfal en el extremo delantero, abrazada a los que más miedo tenían. La gente estaba aterrorizada, pero sabían que no había más remedio. Vala y su hijo se subieron a los camiones y los arrancaron, colocando el selector de potencia en el máximo nivel y redirigiendo su fuerza de empuje. Unos remolinos blancuzcos se pintaron en el agua a su alrededor, roturando la superficie del lago, llenos de espuma y fiereza. Arthemis arrancó el tóptero, rezando porque las pocas gotas de combustible que quedaban en el tanque dieran como mínimo para elevarlo del suelo. Hubo suerte y el pequeño avión voló, tirando del cable que lo unía a la balsa. Lentamente, su fuerza hizo que esta se separara de la orilla y que los lumitas se abrazaran unos a otros entre sollozos y expresiones de miedo. Eran un pueblo de pescadores, pero dadas las características de los mares donde salían a faenar, ninguno de ellos sabía nadar.

Las aguas espesas no permitían ver lo que se ocultaba bajo ellas, por lo que imágenes espantosas de depredadores que los golpeaban desde abajo e intentaban hacerlos volcar llenaron sus cabezas. Vala, abrazada a su hijo, intentó llenar su mente de ideas un poco más amables: puede que hubiese vida allá abajo, sí, pero en lugar de pensar en ella como algo agresivo, ¿por qué no imaginarla con una complejidad maravillosa, como la de los saltapogos o la hierba-diapasón de la llanura? ¿Por qué no pensar en sirenas que usaran un idioma al que la densidad del aire volviera imposible de pronunciar fuera del agua, en lugar de tiburones con dientes aserrados?

Arthemis oyó crujir el tóptero a su alrededor, quejándose en cada oxidado centímetro cuadrado de su ser, y pensó que visto desde fuera tenía que ser todo un espectáculo: aquella renqueante máquina voladora tirando como un buldózer de una balsa que llevaba encima todo el pueblo lumita, revolviendo las olas de un lago embravecido mientras dos seres alienígenas que parecían corazones de carne con cuerpos hechos de electromagnetismo se les acercaban con intenciones aviesas.

Enrólate que verás mundo, decían…

TELÉMACUS

Estaba enfadado, pero no tanto por los profundos cambios que implicaban las palabras de Serenay como por el entramado de engaños que había regido su vida. ¡Así que todo era falso, todo lo que le habían contado desde que era niño! El Metacampo no se había extinguido, seguía existiendo, solo que era más difícil acceder a él. Y si los evoanimales podían conseguirlo gracias a aquel milagro biológico, aquel árbol telepático, lo más seguro era que en un universo con billones de seres sapientes en planetas lejanos hubiera más gente que lo hubiese conseguido. Era muy presuntuoso pensar que él sería el primero.

¿Habría resucitado un nuevo Imperio Gestáltico allá afuera, de las cenizas del anterior? ¿Sería tan grande y omnipotente como su predecesor, un auténtico creador de mundos y de mitos, o solo una sombra? ¿Estaría siendo cruzada la galaxia ahora mismo por millones de naves metacuánticas en un intento por recuperar la red de conexiones entre planetas? Y si era así, ¿cuánto tardaría una cualquiera en acordarse de que Enómena existía?

Las antiguas profecías parecían hacerse realidad. El mítico gran contacto con el Allá sobre el que teorizaban tantas religiones y tantos sistemas filosóficos podía llegar a hacerse realidad. Y él tenía la clave.

Guiado por los simios, se tumbó en el suelo junto a las raíces del árbol y colocó una mano sobre ellas. Serenay y sus colegas navegaban por la sala como veleros atrapados en un vendaval. Tenían prisa: el tiempo constituía el más precioso capital en su cuadro de referencias. Dejó escapar un largo y reflexivo suspiro, y Serenay le tocó el hombro a modo de pregunta.

—Estoy bien —confirmó Telémacus—. Listo para lo que sea.

—Recuerda que cualquier experiencia nueva siempre da un poco de miedo, hasta las que son agradables. Quizá estas den más miedo que las otras, de hecho.

—¿Qué me espera al otro lado?

—Espera solo unos minutos y dínoslo tú. Vas a ser el primer ser humano en entrar en contacto con un Id en siglos. Espero que comprendas el honor que se te hace.

La sonrisa de Telémacus le encuadraba la boca bajo el arco de la nariz. Alrededor de sus ojos se marcaron arrugas.

—Espero no arrepentirme.

Se colocó de pie frente al árbol. Acarició las raíces que sobresalían de la tierra, sintiendo la tracería de su corteza, la fuerza de sus nervaduras. El diseño de sus finos huesos arbóreos. Podía ver el paso del tiempo dejando su marca segundo a segundo sobre aquella piel dura. ¿Escondería tecnología biológica artificial en su interior, inducida en su diseño por los taelon? Imaginó funciones electrónicas que solo podían conseguirse mediante la manipulación enzimática de la materia, con formas delicadas y artísticas como solo una civilización superior podía conseguir. Artistas más que técnicos. Quizá los taelon fueran la fusión perfecta de ambos conceptos.

Serenay le había explicado que lo sedarían, y que su mente, al entrar en contacto con el campo telempático de la planta, haría el resto. Así que se dejó narcotizar; recibió el sueño con gratitud, dispuesto a disfrutar de los paisajes que aparecieran en él.

Eres un ser vivo, compartió con el árbol. Albergas la conciencia de un ente celestial en tu interior. Ábrete a mí. Muéstrame cómo ves el mundo a través de tus ojos

De

Repente

Cayóhacia

…Un limbo hecho de oscuridades entrelazadas, orgánicamente ilógico, donde la silueta de un árbol gigante se exhibía como el plan perfecto para crear un organismo fabuloso. Telémacus permaneció inmóvil y extendió los brazos mientras volaba, intentando no pensar, no interferir en cualesquiera procesos que estuvieran sucediendo a su alrededor, como si el menor movimiento pudiera sacudir su delicado asidero a los sentidos.

Cayó y cayó, hasta que el viento eliminó los rastros parciales de su cuerpo y solo quedó su mente. Se posó con suavidad en un suelo invisible que se convirtió en un espejo hipnótico. Sintió una energía derivativa compitiendo con su estupor para formar otra cosa, para obtener otro resultado psíquico más manejable, reducible a ecuaciones.

—¿Hola? —le preguntó al vacío. Sintió una respuesta sugerida en forma de idea pura, abstracta, pendiente de asimilación por un cerebro consciente: que el inconsciente por el que caminaba empezaba justo en ese lugar y terminaría donde lo esperaba la mente del árbol. El Id. El dios de aquel pequeño universo onírico.

Empezó a andar. Aquella esfera psíquica parecía tener un propósito, el mismo de cualquier otro pensamiento: la continuidad, el compartir energía con una ideoforma anterior, la sustancialidad, la morfoherencia.

El compás de pensamientos que en ese momento creaba al ser conocido como Telémacus procedía de la intuición y de una lógica heredada de una serie de pensamientos anteriores. E c c c c o, H o m m m m m b r e, Y o o o o .

Cayóhacia

Telémacus dijo un día que estaba alegre:

—Bueno, el sueño siempre comienza igual. Con una mano de niño metiéndose de golpe en mi campo de visión, llevando unas flores de color violeta agarradas en sus deditos.

—¿Violetas?

—Sí… creo que son de esas, no estoy muy seguro. Es de noche y los colores no son lo que eran. La manita se pasea por delante de mis ojos y me guía hasta un campo abierto y sin árboles. El cielo es plomizo.

—¿Hace frío?

—No. Bueno, sí que lo hace, pero no me molesta. Es más, creo que… me gusta estar en el frío. Es como una manta que me recuerda que estoy allí, y me protege contra las sensaciones de otro tipo de sueños. Los cálidos, ya sabe.

—Entiendo. ¿Y qué hace allí, solo?

—¿Solo? No, nunca he dicho que estuviera solo. Hay un hombre al fondo, vestido con un uniforme militar. Siempre está de espaldas a mí, así que no puedo verle la cara. Pero (creo que este detalle es importante) siempre mira hacia poniente. Lleva su gorra en el regazo y está muy quieto, como si…

—¿Temiera que lo castigasen?

—No. Como si recelara de algo que viene desde el horizonte. Algo indescriptible.

—¿Y qué hace usted?

—La manita del niño me pasea por la hierba mientras va desgranando sus flores en pétalos, que vuelan en alas de la brisa. Algunos pasan junto al militar y se le quedan pegados en la chaqueta, pero él no les hace caso. Creo que, pase lo pase o haga lo que yo haga, jamás se volverá hacia mí.

El día trece, el último enemigo murió de un disparo en la sien. Eso era algo que todos los que presenciaron la ejecución comentaron con sincero gozo. Las cámaras habían llegado hasta el campo de batalla, en aquel lejano desierto de nombre impronunciable, y habían enfocado al soldado desconocido. Éste se había adelantado, quedándose atrapado entre sus líneas y las del enemigo dentro de un camión cuando comenzaron a caer las bombas.

El hombre aguardó en el interior del vehículo mientras el mundo se hacía pedazos. Inasequible al desaliento, fue lo que dijeron de él después. Charlie se lo imaginaba tiritando de frío y cagándose de miedo mientras el vagón temblaba por las ráfagas de las bombas, pero eso no habría sido comercial. Los asesores de imagen lo edulcoraron un poquito para conseguir un efecto más potente, y lo enfocaron nítidamente cuando salió de su ataúd de hierro.

¿Qué iba a hacer este hombre sino lo que todos hubiéramos hecho en su lugar? Era un soldado, y ese era su trabajo. Así que cuando el último de los Enemigos de la Patria salió de su trinchera para alzar su bandera en dirección al grupo de periodistas, para vanagloriarse de sus ideales defendidos heroicamente a golpe de metralleta, el soldado desconocido se le acercó por detrás y le voló los sesos.

Telémacus lo celebró aquella noche. Sus familiares y amigos y vecinos salieron a la calle y aullaron a la luna. Descorcharon cientos de botellas y disfrutaron de la última cogorza de su vida, antes de que las prohibieran y la nueva ley seca entrara en vigor. De todas formas, fue mucho mejor así: aquel último acto de rebeldía les recordó horas más tarde, durante el sueño cargado de pesadillas de la resaca, que ningún placer se logra si no es tras sufrir un pequeño dolor.

Ya sé que no entiendes nada, pero sigue escuchando.

Telémacus dijo un día que estaba triste:

Vi a la chica asomarse entre gotas de lluvia. En su rostro maquillado, el fantasma de una sonrisa brillaba como el cartel de neón de un motel barato. No tenía nada que ofrecer que curas y monaguillos no hubieran visto ya más de mil veces, pero exhibía y contoneaba las tetas como si fueran péndulos de oro arrugado. Me hizo gracia porque se parecía mucho a mi hermana.

Las campanas de la iglesia tronaban de fondo contra la bóveda del nuevo día. El sol era una enorme berenjena que partía pulcramente con sus rayos las nubes de mantequilla. Un hombre se acercó a la joven —creo que fui yo— y se la llevó aparte.

La violó. Rudamente, sin cariño, sin preguntar qué más podía obtener de él aparte de la promesa de una sonrisa tatuada en una guirnalda de plata. Ja otra vez. Me reí de ella mientras la penetraba por detrás, escuchando sus gemidos de placer y sus gritos de piedad, y no sé cuál de los dos estaba escrito en un papel. Yo era sacerdote, venía de ofrecer la bendición a docenas de fieles, enseñándoles a ser buenos pero presumiendo por encima de todo que habían sido malos. Como me habían enseñado. En fin, pensé mientras me abría camino hacia su lubricado interior: si de todas formas nos vamos a arrepentir de algo… mejor tener algo de lo que arrepentirnos, ¿no?

Telémacus conocía perfectamente aquel desvío a la derecha. Estaba justo a la salida del túnel, y siempre era un riesgo para los que querían girar a la izquierda. Había que sortear unos raíles de tranvía —bang pum, dos vibraciones consecutivas que le provocaban un cosquilleo gracioso en la entrepierna—, y tener cuidado de los que venían en sentido contrario. Aquella mañana hacía frío, pero un inesperado golpe de suerte le permitió avanzar rápido y no tener que esperar a que pasara el vagón junto a los raíles mojados. Una mujer le hizo una señal con la mano y él pisó el acelerador. Tal vez, si esto no hubiese ocurrido, si no hubiese ahorrado alegremente aquellos veinte metros de terreno que se le resistían cada mañana, no hubiese atropellado a la muchacha. Solo la vio durante medio segundo, resbalando sobre su capó y mirándolo tétricamente mientras caía hasta la calzada. Luego dejó que otros se hicieran cargo de ella.

Estacionó a un lado y esperó con el motor apagado hasta que la ambulancia llegó, y los enfermeros, ágiles y eficaces y contentos por hacer su trabajo, se abalanzaron sobre el cadáver, lo recogieron y lo metieron velozmente en su camioneta. Un guardia de tráfico le tomó sus huellas, y localizó sus credenciales en la pequeña computadora que llevaba en el cinturón. Se sorprendió un poco al leerlas, pero en seguida recobró la compostura y, saludándole militarmente con una sonrisa en los labios, le franqueó el paso obligando a los mirones a apartarse. Telémacus siguió conduciendo en silencio el resto del camino hasta el Palacio de Justicia, donde iba y volvía de trabajar a diario, sin que circunstancias tan horrendas tuvieran lugar. Que él recordara, había cruzado muchas veces aquellos raíles y nunca antes había matado a nadie.

—¿Ya te contaron lo que me pasó al venir, en la calle de los tranvías?

Nek sorbió haciendo ruido de su taza de café y lo miró de soslayo.

—No, aún no he tenido tiempo de corretear por los pasillos. Las paredes del archivo no son tan porosas para los chismes como las vuestras. ¿Qué te pasó esta mañana?

—Maté a una mujer. —(Con la mirada perdida)—. Justo tras el paso del tranvía, el de…

—Bang pum, ya.

Nek apuró el café y, siguiendo una asquerosa costumbre que sin duda su mujer no le dejaba practicar en casa, lamió el fondillo de azúcar hasta que la porcelana quedó limpia. Su compañero miró a través de la ventana.

—Le vi los ojos mientras resbalaba por el capó. Lentamente, con tiempo. Tardó en caer casi un segundo entero. Pupilas verdes. Supongo que debió ser muy guapa.

—¿Llevaba el pelo largo o corto?

—Corto —decidió, no muy convencido.

Una alarma sonó en sus avisadores de muñeca, iluminando un led de color verde. Pierre abandonó la taza en la mesa y agarró el dossier que llevaba preparando concienzudamente desde hacía tres meses. Sus forrados en plata combinaban a la perfección con el azul de su traje y los furibundos reflejos de su fijador de pelo.

—Es la hora. Venga, guardando la compostura y como lo hemos ensayado, con el mentón ni muy arriba ni muy abajo, sino todo lo…

La casa de los Ecos estaba raramente geométrica esa mañana.

Había expandido su jardín hasta casi salirse de las parabólicas de sus ecuaciones máximas, lo cual resultaba muy peligroso para el resto de su arquitectura: si los jardines no respetaban las reglas, ¿cómo esperar que el travieso salón lo hiciera? ¿O las habitaciones?

Avanzó por la llanura perfectamente plana esquivando los ríos y afluentes asintóticos, imposibles de cruzar a menos que uno tuviera un fractal donde guarecerse, y se acercó a una singularidad: era un camión, un juguete de niño que esperaba abandonado junto a un montón de agujeros y una pala. La casa frunció dos ventanas.

—¿Qué eres tú? —preguntó con esa voz gutural que siempre le sale desde la chimenea. El camioncito no respondió, para su sorpresa. Estaba tirado y sucio y le faltaba una rueda. Quien sí lo hizo fue un muñeco de plástico con forma de soldado que se ocultaba debajo.

—Hola. Soy el último defensor de la patria.

La casa se inclinó sobre él, monstruosa, proyectando seis sombras superpuestas.

—¿Y qué haces ahí, abandonado?

—Acabo de matar a mi último enemigo. Está ahí, muerto. —Señaló a otro muñequito de plástico decapitado que yacía a unos centímetros—. Lo he hecho yo, con mi pistola —concluyó orgulloso.

—¿Has matado a un semejante y te sientes bien por ello?

El soldadito la contempló despreciativo.

—Pues claro. ¿Acaso tú no sirves para nada más que vagabundear por aquí? ¿Por qué crees que el antimonio es de color azul?

De repente hubo un planarsismo que la cogió por sorpresa. Generalmente las tormentas de geometría pasaban raudas como huracanes cartesianos sobre la llanura, y la casa sabía dónde y cómo guarecerse de ellas. Pero esta la sorprendió, y la lanzó al espacio.

Allí había tres líneas infinitas e increíblemente distantes que se unían en un punto y se alejaban durante toda la eternidad, cada una guardián de un sentido universal. Los arcángeles de la tridimensionalidad, X, Y y Z, el homosexual. Campos de hielo, azules batallando con negros; una segunda escena. Laberintos de cavernas corales.

La casa cayó y se exfolió y se separó en sus partes fundamentales. Cuando logró volver a unirse, había abandonado el estilo clásico georgiano; ahora era un elegante y aséptico piso parisino de finales del veinte. Lo agradeció: había muchos pensamientos nuevos a los que no podía acceder en su antigua forma. Ahora que ya no vestía el estúpido jardín como un tutú, se dio cuenta de que había cosas en la vida que no parecían tan disparatadas si se las consideraba con detenimiento. Sintió llegar un ramalazo de vanguardismo desde su ático: el muy desvergonzado se había quitado todos los cuadros y se paseaba desnudo por las dependencias, compitiendo con el sótano por ser el lugar más bajo de la casa. El autocompadecimiento estaba de moda.

Cerca, una mujer con un tul de seda rascaba sobre la luna con largas uñas plateadas. Se las pintaba con polvo del satélite al tiempo que las desgastaba. Cráteres y circos, mineros y payasos; canales selenitas, más largos y profundos que los marcianos. Vigilando al vigilante, tomando en consideración el sueño del hombre que construye el muro. En el sueño, una mujer rasca la luna, que pierde su integridad y cada vez se asemeja más a una calavera. Hay que esperar a que la tierra se deje quemar por el sol para que su sombra encuentre el perfil más agraciado del satélite. Todos saben que la luna no es más que un manicomio, lleno de dementes, poetas y estúpidos suicidas enamorados. Nadie entra en ese enorme sanatorio si no es con buenas credenciales. La gente paga fortunas por una invitación a su fiesta de fin de año.

Por encima, el albatros vuela haciendo migrar el cosmos. Las estrellas lo siguen, adoran el cadencioso batir de sus alas. La Casa de los Ecos se suma a ellas, boqueando como un pez moribundo. Su salón aspira polvo estelar y las porcelanas se quejan; antes estaban limpias, ahora cubiertas por trocitos de gigante roja. No les gusta.

Un hombre toca un gong. Toda la perspectiva en este universo acaba de irse a tomar por el culo.

Escucho música lisérgica, me tomo la pastilla para la tos. ¿Por qué he venido aquí? Este es un lugar de mi mente que no suelo visitar. Alguien comenzó contando una historia hace un rato, pero ya no hay ni rastro de ella. No queda nadie volando alrededor del sol.

La casualidad actúa, te conozco una noche en la entrada del metro. Dos destinos colisionan: pérdidas muy fuertes, graves daños en la estructura de la realidad: tu nombre me suena: Mónica: Mónica, he conocido muchas mónicas, pero ninguna con mayúsculas: ahora todo es profundo, verde y submarino. Una luz extraña rebota en laberintos aferentes hasta mi cerebro. No puedo interpretarla… ¿se ha hecho de noche?

Música, sonidos cósmicos. Floto en el aire entre islas de plancton nebuloso. Mónica. ¿Es esto lo que se siente cuando se está enamorado? Dios mío… disculpa, no te vi pasar. Tú también vienes de la luna, ¿no? ¿Se está bien encerrado allí dentro? Este Yahvé… no tiene conciencia social. Gira a la izquierda sin preferencia. Sólo sabe lanzar plagas sobre Gomorra. ¿Y todo por qué? ¿Porque es malo lo que hacen? Naaaa… Es simplemente porque se están divirtiendo sin él. Nadie le ha invitado a la fiesta. Envidia sideral, eso es lo que impulsa este universo, no la moral.

La causalidad actúa. Te veo pasar, cariño. Estás desnuda y montas una escoba con pelos de fibra óptica. Gozas del roce contra el viento y los corales de estrellas. Lanzas una ventosidad y eso impulsa la escoba por encima de la velocidad de la coherencia. ¡BANG! Turbo afterburner, ruptura de la barrera de la cordura. Daño cerebral.

Me quedo sin ti. Te has ido sin siquiera darme un beso. Te odio, mas no puedo parar de amarte con locura. Dios se descojona de fondo. Construyo puzles en el suelo del salón, las porcelanas manchadas con polvo de gigante roja.

.Còsmicos…socimsóC.

Sonidos cósmicos.

Lo siento, chaval: alcanzaste el secreto demasiado pronto.

Sigue escuchando. Escucha el silencio. Está ahí, aunque no haga nada por hacerse notar. Es sabio y sabe que hay gente que le tiene miedo. Miedo. El silencio es miedo, es un vil gusano que se arrastra en la oscuridad.

Telémacus dijo un día en que no estaba allí:

—Las manos de aquel niño seguían sosteniendo las violetas, aunque sus pétalos habían volado. A su lado cayó una casa.

—¿Cayó?

—Sí, del cielo. Un apartamento de cinco habitaciones absurdamente geométrico. Creo que fue lo último que vi antes de que cayera la bomba.

—Explícame eso.

—No hay mucho que explicar. De su interior surgió una mujer con pinta de haber sido atropellada. Miró a su alrededor y arrancó un poco de hierba del suelo. Luego desapareció. No estoy muy seguro, porque no sé si lo estoy recordando al derecho o al revés. Tal vez fue que la joven escupió hierba al suelo, luego se metió en la casa y salió volando con ella.

—Y cayó la bomba, ¿no?

—Tras el horizonte explotó una luz muy intensa y hermosa, y todo el mundo desapareció. Creció un hongo nuclear (o un árbol, no sé por qué todo el mundo se empeña en llamarlo «hongo», a mí siempre me ha parecido más un abeto). El militar de la chaqueta marrón se cubrió la cara con la gorra, y al instante fue calcinado. La onda expansiva arrasó el campo y las flores. Y al niño que agarraba las violetas.

—¿No quedó nada?

—Bueno… sí, algo sí quedó. Aunque yo ya había muerto en el sueño, todavía podía ver. Bajo las ruinas de la casa había un pequeño camioncito de juguete medio derretido.

—¿Qué hacía allí?

—No lo sé. Tal vez… esperar la próxima ocasión en que alguien viniera a jugar con él.

[La experiencia había sido comparable a los mejores sueños: vívida, tangible, pintoresca y llena de una malévola belleza. De modo que para comprenderla, pues no había otra manera, se obligó a sí mismo a creer que había sido algo más que una alucinación. Una profecía, tal vez.]

Cayóhacia

…Otro estadio más de la (sub)consciencia. Poco a poco, una forma empezó a configurarse en las profundidades de verde-fondo marino. La piel de la nuca se le erizó con un escalofrío de reconocimiento: era él. El Id. Brillando como una fruta de luz colgada de las ramas. Pensamiento al compás, intuición, morfoherencia, ortocontinuidad.

Los agudos rasgos de Telémacus se nublaron con la duda. ¿Debía hablarle, referirse a él de alguna manera? ¿Llamar su atención? El fruto parecía dormido, aletargado en sus cábalas. No sabía si debía quedarse quieto y esperar a que madurase, o arrancarlo de la rama y comérselo… Todo acto realizado en ese entorno onírico tendría significado más allá de sus consecuencias. La cosa es que ni Serenay ni ninguno de los otros le había dado un libro de instrucciones.

Telémacus se sentó debajo de la rama y esperó. Intentó relajarse, escuchar las plácidas vibraciones de luz que brotaban del Id. Psinergía esparcida que no corría peligro de colapsarse sobre sí misma. Era la personificación del Delph, la fuente en la negrura del desconocimiento. Una deriva del buceo en profundidad dentro de sí mismo.

—¿Hola? —repitió.

Tampoco le respondieron esta vez.

A lo mejor, el Id le rechazaba. A lo mejor no lo consideraría digno. Esa era una posibilidad abierta, la de que el experimento saliera mal. En un mundo gobernado por las leyes del caos y la estocástica, el fracaso siempre era una opción, aun cuando las posibilidades de hacer cualquier cosa eran del 100 %. Era como intentar convertir una antipatía personal en una colectiva.

Telémacus esperó lo que se le antojó una eternidad, y soñó con camiones de juguete abandonados tras guerras atómicas en campos devastados.


[1] La montaña de Anso es un antiguo cuento infantil, la descripción de un lugar imaginario y bucólico, totalmente irreal, que siempre se desea pero que nunca se alcanza. [N. del A.]

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