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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “239”

ARGENTINA

 

1

 

No podría explicar lo sucedido. Ni podría encontrar las razones por las que hice lo que hice. Solo puedo relatar hechos poco creíbles, actitudes sin razones aparentes que me forzaron a emprender un camino nunca imaginado. Me dejé llevar por la fuerza irresistible de una foto, por la intuición, por el deseo de saber quién era aquel viejo sentado al lado de una puerta.

Ya hace un año largo, yo buceaba entre mis blogs favoritos cuando oí el arpegio de la PCavisando el ingreso de un mensaje por Facebook: me invitaban a un bar de los alrededores de Parque Centenario que lindaba «con las rejas del Hospital Durand». No me ofrecían comida ni bebida: «Alimento para el alma», agregaba la invitación. Me gustó. Y también me gustó la bajada: «Lecturas de cuentos y poemas. Cualquier asistente podrá leer uno propio». Decidí asistir con mi relato «Tahití»: su publicación en el suplemento cultural del diario Perfil me había sorprendido y deleitado.

El logo de la revista amiga me despejó cualquier duda: los mismos fundadores me invitaban. Abrí la agenda y confirmé que el día y la hora de la reunión en el bar no se superponían con ninguna otra actividad. Anoté la cita para el día siguiente a las 19:00.

 

 

Llegué temprano. Dos parejas del otro lado de la mesada del bar se reían mientras proyectaban fotos digitales de alta definición.

Una de las chicas se acercó y, al verle el delantal, le pedí una cerveza.

Oí que comentaban el viaje de dos de ellos a Bolivia: el volcán Tunupa, el salar Uyuni, el Cerro Potosí, Charcas, Chuquisaca, Sucre y… de pronto ese viejo sentado al lado de una puerta.

El impacto ante la fotografía fue rotundo.

—¡Dejá, dejá! —dije, y los miré con un gesto que ellos habrán entendido de miedo—. ¿Quién es el viejo?

—No te asustés —contestó el de bigotes—: el viejo ese es de este mundo. Un viejo cualquiera de Challapampa. Un don nadie.

Sin saber por qué, me molestó que aquel pendejo hablara así de ese hombre mayor.

—Sentado a la puerta de un monasterio —siguió diciendo—, y el idiota ni siquiera pedía limosna.

Me contuve para no decirle que me parecía una falta de respeto. Pero los muchachos algo habrán visto en mi mirada, porque uno me preguntó qué tenía de particular aquella imagen.


Ilustración: Tut

—Creí reconocer a… Prefiero no entrar en detalles. ¿Podrías mandarme por e-mail una copia?

—¿Tanto te gustó esa foto con todos los paisajes que pasamos? —el boludo no había ni siquiera oído que dije haber reconocido a alguien—. Fijate al lado del salero —señaló a la mesa que yo ocupaba—. Adentro de las cartas de precios pusimos copias en papel, por si alguien quiere comprarlas.

Busqué entre las fotos y me quedé con la del viejo.

—¿Alguno habló algo con él? —creo que el tono de mi voz delató mi ansiedad.

—¡Ni ahí! —gritó el que manejaba el cañón—. Me coparon los colores: el marrón de la puerta al lado del celeste de las paredes hechas concha, el viejo con pantalón marrón y camisa también celeste.

El pibe estaba en lo cierto: esa armonía de colores contrastaba con la figura del viejo sentado en la parte inferior de un nicho, contiguo al portón de madera carcomida. Tenía los dedos trenzados, apoyados en un bastón. La frente, sobre el dorso de las manos. En cuanto a la cara, medio la escondía bajo el ala del sombrero.

¿Un muerto?, me pregunté de repente. Las pulsaciones se me desbocaron: mis sesenta y seis años decían con claridad que el «muerto» no podía ser mi abuelo. Porque no lo he mencionado aún: yo estaba seguro de que ese viejo era mi abuelo, aunque desconocía la razón. Me había resultado sencillamente entrañable con solo observar su fotografía.

¿En qué me basaba para asociarlo con mi abuelo, a pesar de que no nos daban las edades? ¿En una mueca, en una marca de la piel, en alguna otra cosa? No, en nada concreto.

Qué loco, ¿no? Ningún indicio en la foto me lo revelaba… y yo sabía que , que ese viejo era mi abuelo.

—Gracias por la foto —dije, y alcé la copia.

—Te la incluyo en la cuenta del bar.

Piojoso, pensé. Así ni pienso comprártela.

—Llegamos ayer a la mañana y pedimos copias urgentes —explicó el pijotero—. Tenemos que cobrar por lo menos el costo, viste.

Y al toque, tiré la foto sobre la mesa.

El que manejaba el proyector lo apagó. Vi a unas personas caminando por el pasillo: Gabriel, Magda y Lucas, tres de los fundadores de la revista. Llegaban en patota y se sentaron a compartir mi mesa —aclaro que los nombres son ficticios; quienes me frecuentan conocen los auténticos, y saben que no quiero involucrarlos por la índole de este relato—. Los saludos y el comentario de Magda me alegraron:

—Dale —me dijo, poniéndome una mano en el hombro—. El local ya está lleno, los demás están por llegar. Presentamos, y después leés ese cuento que trajiste.

La euforia casi me suelta la lengua. A punto de contar lo del viejo, me callé. ¿Qué les diría? No podría explicarlo. Era insensato. Y mucho más insensato si hubiera dicho que él, mi abuelo, ese señor de la fotografía, había muerto siendo yo un escolar de quinto grado. Había muerto en un accidente familiar conocido por todo Villa Giardino, en pleno Valle de Punilla, cuando los pendejos que decían haberlo fotografiado no eran siquiera un proyecto de sus padres.

 

 

2

 

El Ford 34 trepaba con dificultad. Lo recuerdo bien porque yo le había advertido al abuelo que los cinco pesábamos para ese cascajo salido de la guerra. ¡Qué va!, había dicho él. ¿Aguanta también a Set, abuelo, además de a vos mismo, papá, mamá, mi hermana Lucrecia y yo? Éste se aguanta también al perro, hijo. Cualquier cosa aguanta. Es de los buenos.

Con ese Ford íbamos a pescar al Río Grande los dos, y mis viejos nunca se enteraron de que yo viajaba hasta el Molino de Thea parado en el estribo. ¡El abuelo era un genio!

El auto había pasado por tantas manos, antes de que él lo comprara. Muchas veces yo había escuchado, durante las comidas, que el 34 vio acción en la guerra, y que por eso en la Villa se lo consideraba una reliquia.

Pero aquel día, el abuelo Gregorio se veía obligado a frenar en cada curva y a poner rápidamente la primera para remontar las cuestas de El Cuadrado. Y tampoco las bajadas le resultaban fáciles al forcito: los frenos a cinta no habían sido diseñados para esos caminos de ripio, angostos, donde el auto resbala sobre el pedregullo, donde la cornisa deja espacio para que en las rectas apenas pasen dos coches. En las curvas había que asegurarse bien: por ahí, dos autos no pasaban. La manera de prevenir un accidente, decía siempre el abuelo, es hacer sonar la bocina. Una regla que cumplía tanto si el coche iba del lado del paredón como bordeando el precipicio. Nunca hay que olvidarse, decía, y menos viajando con la familia y del lado de la cornisa.

Del lado que, de caer, pensaba yo, caeríamos lo suficiente como para…

En una bajada, una recta interminable, el propio peso del auto y el peso del familión y el declive pronunciado aumentaron la velocidad. Advertí que el abuelo pisaba el freno sin éxito, y el ripio abovedado llevaba al forcito de un lado a otro. Oí que los dientes de la caja gruñían y vi al abuelo tirando de la palanca del piso para meter primera. Pero en esa época las cajas no se fabricaban sincronizadas, y por más que el abuelo quisiera, no era ninguno de los hermanos Gálvez para lograr un rebaje.

Yo me agarraba del asiento de adelante, miraba fijo el camino que terminaba en una mancha, en un espejismo. Veía al abuelo agarrado al volante, los nudillos crispados. No entendía: si él era grande, ¿por qué tantos nervios? Hasta que me di cuenta: el camino se iba volviendo puente. Y un puente muy angosto. Noté que mamá había sacado el rosario, lo apretaba de besos contra la boca.

El abuelo quería dominar el vaivén del Ford, giraba el volante de un lado a otro, apuntaba el radiador a la entrada del puente. Me espanté al ver, cañas en mano y reclinados sobre las dos barandas, a tres o cuatro grupos de pescadores tirando sus líneas o piedras o vaya a saber qué. El abuelo tocó la bocina, que yo apenas oí a causa de los gritos de papá, mamá y Lucrecia. El auto rodó sobre los tablones del puente, y la estructura de madera tembló. Un temblor al que sobrevino un rugido y que yo había oído muchas veces, cuando el agua de lluvia en lo alto de la montaña se desbarranca arrastrando piedras y lodo. La destrucción aplastaría al mundo en cualquier momento. Me imaginé cadáveres cayendo al agua, estrellándose contra el guardabarros y contra el parabrisas.

Pero el forcito pasó tan rápido, que solo recuerdo haber visto piernas a la altura de las ventanillas. Piernas trepadas a los barandales.

Un alivio. Los nervios se me aflojaron, me relajé.

Entonces, el abuelo gritó:

—¡Cuidado el lomo de burro!

Desde ese momento, fue como en las películas de hoy: un F1 a toda carrera, y justo cuando se produce el accidente, la cámara lenta muestra todos los detalles. El forcito se elevó, voló un par de metros, trazó una parábola en el aire, intentó asentarse en el ripio. Primero las ruedas delanteras, después las de atrás. El golpe no fue violento, no caímos en el ripio. Caímos sobre un colchón de tierra, y el polvo nos rodeó y vi una imagen surrealista: un colchón sobre los flejes de una cama suspendida en la atmósfera, adentro de una nube, y el auto que no terminaba de asentarse en el planeta, como si hubiera abandonado el plano existencial. Y mientras el auto seguía subiendo y bajando… y el abovedado del camino lo llevaba en zigzag, oí una explosión —más tarde supe que de una de las gomas—. Vi al abuelo con su pierna estirada, pisando con fuerza el freno y forzando hacia atrás el respaldo del asiento.

Y el autito derrapó bruscamente. Las ruedas no giraron; yo oía que raspaban el camino y levantaban algo que me ahogaba. Dos manos apretaban mi garganta. El piso del auto vibraba de forma tan extraña que en aquel momento no entendí. Hoy tampoco. Pero diría que el auto se sacudía como un avión adentro de las tripas mismas de una tormenta, generando la extraña conmoción de haber superado los límites del infinito, más allá de la atmósfera. Trepidaba bajo los pies… y giraba y giraba y se desplazaba por un túnel estriado. Como si fuéramos una bala recorriendo el ánima de un fusil, avanzábamos en espiral.

Entonces el forcito aterrizó, ladeándose y copiando la inclinación del abovedado del camino. Siguió derrapando hasta que las tazas de las ruedas, las ruedas mismas y las puertas golpearon la protección de piedra de la curva. Dio una vuelta de campana sobre el resguardo, y terminó cayendo por el acantilado.

Arbustos, piedras, pastos secos y pedazos de vidrios se filtraron por las ventanas rotas y por el hueco de una puerta abierta que iba y venía. Algo duro y grande —supuse que una piedra—, me pegó en la espalda y me atontó.

Repito: es muy difícil de entender, pero yo no recuerdo haber gritado ni haber oído gritos de mis familiares. Así como fuimos rodeados por una inexplicable nube, fuimos rodeados por un inexplicable silencio.

En ese espléndido día de verano, el auto quedó tendido con el techo sobre piedras entre las que se oía correr agua. Y en ese silencio, el chirrido de las ruedas girando.

Yo tomé conciencia del accidente al sentir un cuerpo debajo de mi espalda. Un cuerpo que peleaba por sacarse un peso de encima. Pensé que aplastaba a mamá, que mamá luchaba con mi peso por salir de ahí abajo. Me corrí y vi que Set me empujaba con sus patas. Me arrodillé como pude. Mamá, a mi lado, todavía movía los dedos.

—¡Mamá, mamá! ¡Salí de acá, mamá!

Pero los dedos agónicos pulsaban en pequeñas contracciones y me hicieron comprender que mamá ya no me oía.

De atrás vino un lamento. Me di vuelta y me quemé la mano con el agua del termo roto. Lo corrí y me corté un dedo, justo cuando vi un coágulo de sangre formándose en el pómulo derecho de papá: aún goteaba por el mentón. El abuelo se levantaba apoyándose en Lucrecia.

—Fito, ¿estás bien? —me preguntó. Su voz sonó cavernosa—. ¿Estás bien, Fito?

No contesté. Un ladrido ahogado de Set me lo impidió: medio mango de un plumero le atravesaba la garganta. Pataleaba en un estertor final. Las plumas se sacudían de un modo tan ridículo que, de no haber sido por la tragedia, la escena me hubiera causado risa.

Como un estúpido busqué la otra mitad del plumero y la encontré clavada en un ojo de Lucrecia. No me animé a tirar, por miedo a dejar vacía la cuenca. Preferí dar vuelta el cuerpo de papá, que yacía a mi lado. Le vi parte del abdomen por un desgarro de la camisa empapada en sangre. Me estiré sobre el asiento, quise reanimarlo a manotazos.

—Dejá, Fito —el abuelo me agarró el brazo—. Dejalo a tu viejo.

El ambiente olía al vino casero que el abuelo llevaba de regalo. Y me esperancé: ¡era el vino! ¡El vino había manchado la camisa de papá! Pero la mancha, de un rojo oscuro muy diferente al del vino tinto, me desalentó.

Después vino el desconcierto: la persistencia de la inexplicable nube; el insólito silencio, que dolía en los oídos; los ojos pulsando por salirse de las órbitas. Y presentí el desmayo.

 

 

Abrí los ojos, y quedé aterrado: el autito caía otra vez, más abajo aún. Pero me di cuenta de que el gentío que habíamos dejado atrás en el puente balanceaba el cascajo que había sido el auto, para ponerlo otra vez en cuatro ruedas. Cuando lograron invertirlo, el golpe contra las piedras del fondo del barranco fue tan violento que el Ford se sacudió como un simulador de parque de diversiones. Y Lucrecia, papá, mamá y yo rodábamos como salchichas y chocábamos entre nosotros. Y… sentí un miedo diferente al miedo. Sí, sentí un miedo diferente. No tengo forma de explicar ese miedo. Porque el abuelo Gregorio… ¡aparecía muerto! Muerto, y con un grotesco mango de plumero clavado en el ojo derecho. ¿Acaso yo no había visto el ridículo mango del plumero en el ojo de Lucrecia? Claro que sí. Y eso no era nada, si me ponía a pensar que el abuelo acababa de decirme que ya no había nada que pudiéramos hacer por papá, mamá y Lucrecia. ¿Cuánto había durado mi desvanecimiento? ¿Habría soñado aquel diálogo?

Por eso digo que sentí ese miedo.

—¡Sáquenme de aquí! —grité—. ¡Sáquenme!

Grité como si los demás no quisieran salir conmigo. Mejor dicho, grité como un cobarde que abandona a los seres que tanto asegura amar.

Quería irme de ahí porque pensé que estábamos todos muertos. El abuelo y yo habíamos muerto junto a papá, mamá y Lucrecia. No podía ser otra la explicación.

¿Fantasmas?

Una dulce voz de mujer me volvió a tierra, una mano suave me acarició.

—¿Qué te pasa? —dijo la voz de la desconocida, acaso una mujer del más allá, o simplemente una de las del grupo que se había acercado a socorrernos—. ¿Estás temblando?

Claro que temblaba. Temblaba de terror. Temblaba porque había visto a mi abuelo vivo, a mi lado, hablándome, espantados los dos ante la muerte que nos rodeaba, y sin embargo él había muerto.

Mi voz tranquila y pausada me sorprendió:

—Necesito salir —dije.

Y cuando papá, mamá y Lucrecia se acercaron, nos abrazamos.

Nuestra vida cambió para siempre. Todo comenzó a ser diferente desde ese momento.

 

 

3

 

Ahora habrán comprendido mejor el impacto que me causó la imagen proyectada en el bar, la imagen de ese viejo al lado de la puerta. Mi abuelo… vivo. Vivo y sentado junto a esa misma puerta.

Qué misterio. Solo podría resolverlo hablando con ese hombre. Y para eso debía buscarlo.

El interés por leer el cuento cambió por el interés en leer el epígrafe de la foto que había tirado sobre la mesa. Me puse los anteojos. Y al pie leí:

 

VIEJO Y PUERTA – ISLA DEL SOL – BOLIVIA

 

¿Isla del Sol? ¿Una isla en Bolivia? Si cualquiera sabe que los bolivianos luchan por una salida al mar, en medio de problemas diplomáticos.

Y entonces vi a Lucas navegando con una netbook. No me aguanté y se la pedí por un par de minutos. Me la prestó de mala gana. No me importó.

Ingresé a Google Maps, y el sistema terminó por aterrizarme en el Titicaca. Absorto, miraba la Isla del Sol en el centro de la mitad boliviana del lago y de la pantalla. Me quedé así por varios minutos, hasta que Lucas me reclamó la netbook explicándome que tenía archivado el texto del cuento que él debía leer. Me disculpé con el grupo, dejé un billete de veinte por la cerveza, y me llevé la foto del viejo.

Me levanté y me fui. Seguro que mi actitud no les gustó nada. Pero yo sabía muy bien por qué me iba: no me importaba cumplir la promesa de leer el cuento «Tahití» ni lo que pudieran pensar; solo me importaba ingresar a Internet para saber más de esa isla.

Ya en casa, encendí la PCy accedí otra vez al mapa del Titicaca. Entrelacé los dedos de las manos, los puse atrás de la cabeza, y me recliné en el sillón con la mirada fija en la pantalla. Aparecieron las fotos satelitales de la Isla del Sol: la geografía, las rutas, los nombres de las ciudades. Las ruinas de Chinkana, comunidad Sicuani y Yumani. Cuando leí Challapampa, recordé que ahí le habían tomado la foto al viejo, en esa comunidad de la punta norte de la isla.

¿Qué podía hacer mi abuelo en medio del Titicaca, a cuatro mil metros sobre el nivel del mar? Un lugar primitivo, de climas extremos.

—Nada podría hacer mi abuelo —dije en voz alta—. Si está muerto.

Y cuando me escuché, me sorprendí con lo que había dicho.

Fue ese el razonamiento que me llevó a concluir que de ninguna manera ese viejo de la foto podía ser mi abuelo.

Una puntada en la nuca me obligó a sacar las manos de atrás de la cabeza y levantarme del sillón. El sillón quedó hamacándose —quedó asintiendo— como si tuviera vida propia, como si estuviera diciéndome que sí, que tenía razón, que no podía tratarse de mi abuelo.

¿O me estaría diciendo que sí, que era mi abuelo?

La puntada cesó. Y la duda me llevó al Titicaca.

 

 

4

 

La mayoría de las agencias de turismo me sugerían volar a Jujuy y recorrer la Quebrada de Humahuaca, cruzar de La Quiaca a Villazón y ascender hasta La Paz. Yo no buscaba turismo. Buscaba a mi abuelo. Así que descarté los consejos y saqué pasaje aéreo directo a La Paz.

Descarté la idea de llamar a Villa Giardino para avisarle a la familia. No sabría cómo explicarles un viaje tan repentino.

Esas tres noches esperando la salida del avión fueron de pesadilla. Literalmente de pesadilla. Noche tras noche soñaba las mismas tres pesadillas y en la misma secuencia. En la primera, Set me incrustaba las patas entre las costillas y me atravesaban y se convertían en el mango de aquel plumero trágicamente ridículo, y el abuelo me agarraba del brazo y me decía: Dejalo a tu viejo, Fito… Dejalo… dejalo… dejalo.

Me despertaba empapado en sudor, y con esa puntada en la nuca que venía atormentándome desde hacía varios días. Me levantaba, me bañaba y me tomaba media jarra de agua y volvía a la cama con un somnífero disolviéndose en mi estómago.

Y entonces, en la otra pesadilla, yo flotaba en el agua de un lago, plácido como un bebé, y el agua se enturbiaba de rojo y se espesaba en un mar de sangre que me arrastraba adentro de un auto con cadáveres entrechocándose y los cadáveres se entrechocaban contra mí, y alguien me calmaba. Mi abuelo. Mi abuelo, que me acariciaba el pelo y me agarraba del brazo y me decía: Dejalo a tu viejo, Fito… Dejalo… dejalo… dejalo.

La última, siempre la más intolerable: una voz del más allá me despertaba, y yo abría los ojos y veía la oscuridad más oscura. Me veía yo mismo, en el fondo de un barranco, atrapado entre fierros retorcidos, y mi abuelo que me soltaba el brazo, y mi familia que ya no existía.

Horribles pesadillas que nunca podré olvidar.

 

 

Finalmente volé a La Paz. La primera noche me hospedé en un hotel céntrico reservado por la agencia. Las mismas pesadillas, el mismo dolor en la nuca. Y siempre esa voz, siempre esa oscuridad oscura, siempre abandonado entre las entrañas de hierro.

A la mañana, las combis salieron en grupo, cerca del cementerio de La Paz y hacia el estrecho de Tiquina: ciento treinta kilómetros por caminos de cornisa que avivaron mis horrendos recuerdos de aquel viaje que se pretendía feliz y familiar. Temí lo peor. Me pregunté si estaría llegando mi fin, si el misterio de la vida me tenía reservado un final en el fondo de un barranco.

Habría pasado una hora, y volvió la puntada en la nuca. Mareos, náuseas, cansancio. Me costaba respirar. Oí palabras inconexas de un gringo que viajaba a mi lado: altura… drinc sorochi pills… y me imaginé la razón de las molestias. No me resistí a masticar unas hojas que alguien metió en mi boca.

Llegamos a Tiquina. Nos señalaron una precaria barcaza que nos cruzaría a la Isla del Sol. Por prevención, metí la mano en el bolsillo y saqué un par de hojas y empecé a masticarlas: todavía seguía medio atontado por la altura. El bamboleo de la barcaza me resultó tan insoportable como las subidas y bajadas de la ruta.

Adentrándonos en Copacabana, las combis pararon en una de las callecitas abiertas, cercana a la plaza. Al principio, no encontré explicación: no había ni semáforo ni policía. Pero pronto alcancé a oír un rumor de pasos y cánticos. Miré hacia la derecha y, a unos cincuenta metros de nosotros, se venía una multitud. Escoltaba a algo o a alguien llevado en andas.

Un entierro, pensé. Por eso se ha parado el tránsito.

El soroche se me había pasado, y me bajé a estirar las piernas, copiando la actitud de los otros pasajeros. Ya en la calle, un hombre de ropas coloridas y gorro —lo reconocí: viajaba dos asientos adelante del mío— le dijo algo a la mujer que lo acompañaba. Entendí que estaban llevando a una chica virgen hasta el cementerio, y me dije que debían ser del lugar para saber que la chica en cuestión era virgen. Yo apenas podía ver la figura femenina que encabezaba la manifestación o lo que fuese aquello, que ya teníamos a treinta metros: la columna avanzaba entre cordones humanos.

—La Virgen de la Candelaria guía a los pecadores —le dijo el tipo a la mujer, que se agarraba de su brazo.

La Virgen. La Virgen con mayúscula. De eso se trataba. Una procesión.

—Evita que la maldad se propague fuera de la isla —seguía diciendo el hombre—, a las poblaciones linderas.

¿Maldad? Me pregunté qué horribles pecados podían haber cometido los nativos de aquella isla de aspecto tan pacífico.

Vi que los peregrinos ya se acercaban hacia donde me encontraba yo, no muy lejos de la combi. Uno de la primera fila llevaba un cartel con dibujos o algo escrito, y fijé la vista en el estandarte que portaba. La luz del sol filtrándose entre el estandarte en forma de cruz me obligó a entrecerrar los ojos. Al abrirlos, la luz fue atenuándose y apareció la Virgen sobre los hombros de la multitud. El mensaje que había recibido para asistir al bar del Parque Centenario, de pronto cobró un sentido profundo: «Alimento para el alma», recuerdo que decía. Empujé y pasé a primera fila para recibir la bendición del sacerdote. Y el agua bendita me inundó de esperanza. Seguro que encontraré al abuelo, pensé. Seguro que sí.

La procesión pasó, y los feligreses que la bordeaban se dispersaron. Uno de los choferes pidió que camináramos dos cuadras por una abrupta bajada de la calle céntrica de tierra. Cuando llegamos hasta un catamarán, él y su compañero bajaban de las combis.

—Con eso —dijo uno de los choferes, señalándolo— cruzarán a Yumani, al sur de la isla.

Desde la embarcación se veían terrazas cultivadas alternándose con tierras áridas. Por esos cultivos y las construcciones de las orillas del lago se deducía el origen indígena de los pobladores. A pesar de los dos grandes flotadores de los costados, el oleaje caótico sacudía al catamarán. Pero las hojas que llevaba en mis bolsillos, y que de tanto en tanto masticaba, venían cumpliendo su tarea.

Unos cuarenta minutos más tarde bajamos en Yumani.

—Seis horas libres —nos concedió un guía.

—¿Y el que quiere ir a Challapampa? —me atreví a preguntar.

—El que quiere ir a Challapampa debe alquilar otra lancha.

Yo y tres más compartimos el alquiler y seguimos viaje. En Challapampa, otra vez las consignas: tres horas libres, para evitar la noche en la vuelta por el camino de cornisa; esperarían por algún demorado solo quince minutos. El que no llegara a tiempo regresaría con la excursión del día siguiente. Cualquier costo adicional corría por nuestra cuenta.

 

 

Entre el caserío, busqué el portal de la foto por callejones sinuosos con casas bajas, descensos y subidas. Cada vez que mostraba la foto, los pobladores me devolvían un movimiento de cabeza negativo, ojos grandes y miradas aterradas, recelosas. Finalmente, convencido de que había encontrado a mi abuelo, seguí a un viejo que vi entrar en una casa con techo de terracota. Golpeé.

El buen hombre salió, y me desilusioné al verle la cara. Le mostré la foto, y él señaló un cerro que asomaba sobre los techos.

—Al pasar la primera curva —dijo—, un sendero lo llevará hasta el monasterio que anda buscando.

Si no fuera por el cansancio de la altura y mi edad, yo hubiera disfrutado de esos senderos que subían y bajaban como las picadas de sierra que habíamos abierto con el abuelo. Senderos en zigzag, en partes de piedra, de tierra otros. Olía la penetrante salinidad del ambiente, aunque no tan salobre como la del océano. El sol picaba, y el viento secaba la piel. Las piedras sueltas y la arenisca lastimaban mis pies. Quise afirmar el paso sobre un montículo, pero se desmenuzó. Y oí un par de piedras rodar, atrás, deslizándose por el declive del camino. Al darme vuelta, un paisaje de agua y cordillera, un lago rodeado por montañas, se abrió frente a mí. La pared del cerro en subida me había impedido ver la maravilla: el lago más alto del mundo.

En ese altiplano, los ángulos de las subidas se pronunciaban. Desfallecía, me faltaba el aire a pesar de que seguía masticando coca. Y cuando vi un comienzo de pared armado con piedras y argamasa, aspiré profundo. A medida que subía, la mano del hombre se evidenciaba en esa pared. Entonces, al doblar una esquina, me encontré con la puerta de la foto: el convento, su portal marrón y la pared azul descascarada.

Tomé aliento, y en unos pocos pasos alcancé la puerta. Me imaginé al abuelo sentado en ese nicho, la cabeza gacha.

Golpeé el portón dos veces.

Nada.

Nada ni nadie.

Un perro ladró.

Volví a golpear y oí campanadas a lo lejos, del otro lado del portal del convento. Después, pasos que se acercaban, el sonido grave de un cerrojo, una puerta abriéndose detrás del portón, aroma a incienso, y la figura de un monje que me sorprendió con su actitud de franquearme el paso.

¿Esperaba mi arribo? ¿Me conocía?

—Estoy buscando a…

Con un gesto me pidió silencio. Sin hablar, y con otra seña, me indicó que lo siguiera.

Llegamos a una sala iluminada por velones de iglesia. Un cortinado cubría el vano de la puerta.

No sé por qué me dio la impresión de que allí se honraba algún culto o creencia nativa.

El cortinado se movió —vi una mano corriéndolo—, y otro monje —por su empaque grave y sus años lo supuse el abad— me saludó con una inclinación de cabeza. El monje que me había recibido se retiró cuando el abad hizo una segunda reverencia.

—Sé por qué está aquí, señor —me dijo, y apoyó su mano en mi hombro.

—¿Cómo… cómo lo sabe?

—Somos pocos, aquí —dijo—. Somos pocos, señor, y la voz corre más rápido que el viento.

—Entonces, usted conoce a este hombre —afirmé, y le tendí la foto.

De inmediato el abad se cubrió los ojos con el brazo y se apartó de mí.

—Ese hombre es malo, señor —dijo, y se dio vuelta y se arrodilló a orar frente a las velas. Yo, sin saber qué hacer ni qué decir, callé. Después él se levantó de las lajas, me puso otra vez la mano en el hombro, y mirándome repitió—: Ese hombre es muy malo, señor.

Quise explicarle que buscaba a mi abuelo. Que ese hombre era mi abuelo. Y, a punto de decirlo, entendí que sería imposible convencerlo. Ni yo mismo sabía si eso era verdad.

—¿Dóndepuedo encontrar a este hombre? —pregunté, mostrándole otra vez la foto, y el monje reaccionó ante mi angustia.

—Se ha ido, señor —dijo, y no pude evitar que otra vez se arrodillara para orar frente a las velas—. Gracias a Dios, ese mal hombre se ha ido —sin levantarse lo dijo—. Nuestras plegarias fueron escuchadas, señor.

—Pero… —hice una pausa para toser: el humo de las velas me había secado la garganta—. ¿Por qué los nativos no me contestaban? ¿En que idioma hablan?

—Los pobladores, señor —el monje se levantó y se ubicó frente a mí—, hablan una cruza de lenguas ancestrales y español. Y profesan un culto mezcla de Inti, Viracocha y de influencias españolas —se quedó mirándome con una expresión de duda—. ¿Usted conoce cómo se formó este lago, señor?

Yo no sabía, pero arriesgué:

—Por las lluvias y los glaciares.

El monje volvió a arrodillarse frente a las velas en una actitud repetitiva. Y de sus labios salió un murmullo, una oración. Cambié el tono de mis palabras:

—¿Por las lluvias y los glaciares?

—El maligno sembró discordias —arrodillado y sin mirarme, me hablaba: su boca apoyada en los dedos entrelazados, suspirando, negando con la cabeza—. El maligno dividió a los hombres, generó la maldad, los pecadores provocaron el llanto de Viracocha. Y tantas fueron sus lágrimas, que el diluvio en el valle generó este lago.

¿Qué decía este monje? ¿De qué hablaba?

—Pero… ¿qué tiene que ver eso con mi abuelo?

Cuando el abad giró bruscamente su cabeza, cuando se levantó y se me acercó y con sus dedos me trazó la señal de la cruz sobre la frente, tomé conciencia de que yo había dicho «mi abuelo». Según él, un malvado. Faltaba que me dijera que el abuelo encarnaba al Diablo en persona.

—Satanás —dijo—. Satanás encarnado en su abuelo, señor.

El monje no dudaba de que aquel hombre de la foto fuera mi abuelo. Yo ni de lejos estaba seguro, pero su certeza era absoluta. Y, además, me decía que tenía al Diablo en el cuerpo.

¿El loco era él o yo?

—Usted, padre… —recobré el aliento, insistí—. ¿Usted sabe dónde puedo encontrar a mi abuelo? —no bien salió de mis labios, esa pregunta me pareció estúpida: ya me había dicho que se había ido sin dejar huellas—. ¿Sabe en cuál de esas casas vive? —señalé hacia el paredón que, según supuse, ocultaba el caserío.

—Ya no vive, señor —ahora se hizo él la señal de la cruz en la frente—. Ya no vive entre los vivos, señor.

Y al escuchar eso recordé a mi abuelo en aquel accidente: vivo y rodeado de muertos, y después muerto él, y no papá, mamá y Lucrecia.

El monje parecía saber de mí mismo más que yo. De mi vida, de la vida y la muerte del abuelo Gregorio.

Me traspasó un temblor. Y aquel miedo otra vez me inundó.

 

Ya no alcanzaría la lancha de regreso a Copacabana, por eso no me resultó difícil aceptar la hospitalidad del religioso. ¿Dónde hubiera ido, si no? Además, el convento era el mejor lugar para protegerme… Y me quedé a pasar la noche allí.

¿Protegerme, dije? ¿Protegerme de quién? ¿Del innombrable? ¿Del monje mismo, si en realidad —paranoia mediante— resultaba ser él el viejo de la foto, y no mi abuelo?

Siguiendo al abate por corredores oscuros, me desorientaban las vueltas y recovecos que debíamos transitar hasta llegar al cuarto. Las luces de las velas perfilaban sombras fantasmales que nos sitiaban desde las paredes. Llegamos a una puerta de madera maciza, por la que entré después de despedirme de ese hombre misterioso.

Una lúgubre habitación rectangular quedó iluminada por la luz mortecina de mi vela. La falta de ventanas revelaba que el cuarto formaba parte de un área interior del templo.

Apoyé el candelabro en el piso y quise arrastrar la cama para trabar la puerta. El peso del camastro y el piso de piedra me lo impidieron. Me cansé, y la dejé apoyada contra uno de los lados menores del cuarto, al lado de la vela. Me agaché y la soplé. La llama se apagó, y logré ver la punta roja del pabilo y un humo espeso convirtiéndose en una figura fosforescente que fue diluyéndose en el cuarto, inundándolo de olor a sebo. ¿Ese miedo que me traspasaba creaba las imágenes?

Me acosté. Temí las pesadillas de siempre. La voz del más allá que me despertaba, abandonado en la oscuridad más oscura, y… lo peor: el abuelo que me soltaba el brazo en la maraña de fierros.

Trataba de dormir. La cama de madera y mis años no facilitaban las cosas. Y menos los dolores provocados al querer arrastrar la cama.

Las paredes de piedra frías me obligaron a taparme. Las paredes, sí, pero también los fantasmas me obligaron a taparme. Abrigado por una frazada tejida con alguna fibra de la zona, quise adivinar los dibujos de la pared negra. De espaldas al vacío de la habitación, vivía ahora los mismos pensamientos que había vivido de niño.

Algo debajo de la cama, una mano acercándose para tocar mi cabeza.

Un aliento húmedo en el cuello.

Un olor fétido…

…y alguien destapándome bruscamente.

Y, en el entresueño, una voz:

¿Cómo estás, hijo?

Me ovillé, me tapé la cabeza, encogí las piernas y las abracé.

Hijo, ¿cómo estás?

Abrí los ojos bajo la cobija. Oscuro. Oscuridad de muerte. Otra vez aquel miedo distinto. Agucé los oídos.

Soy yo, Fito.

¿Fito? El abad no sabía mi nombre. ¿El abuelo me hablaba?

Dale, Fito, que no nos queda mucho tiempo.

La puntada en la cabeza, ¿ese anuncio de mi ingreso al mundo de las sombras?, me sentó en la cama.

—¿Abuelo? —me levanté y caminé en la oscuridad, los brazos extendidos buscando un cuerpo, quizá la fosforescencia que había entrevisto—. Abuelo, ¿sos vos?

Nadie.

Un sueño.

Volví a la cama. El corazón latía, y en ese silencio escuché mis propias pulsaciones.

Otra vez el entresueño. Y los recuerdos.

Remontaba el Río Grande de la mano del abuelo, en Villa Giardino, más allá del Molino de Thea: yo ponía migas de pan adentro de gruesas y pesadas botellas de sidra, tapaba el pico con un corcho, las hundía en un claro del río, los peces entraban y no podían salir por la forma del culote cortado por el abuelo. Y esa noche mamá freía cornalitos empanados en harina. ¿Por qué tenés tantos libros, abuelo? Se aprende mucho leyendo, hijo. Se pueden vivir otros mundos con sólo leerlos. Leés, y la imaginación hace el resto. El brazo del abuelo sobre mis hombros me arropó de cariño mientras observábamos a un cornalito que no quería entrar por el culote.

—¿Por qué te moriste, abuelo?

Por amor, hijo.

No explicó nada más. Lo entendí perfectamente. Lo miré.

—Abuelo, ¿qué es todo esto? ¿Qué pasa? ¿Qué pasó?

Tranquilo, Fito —el tono de sus palabras me calmaba—. Ya está todo bien.

—¿Todo bien, abuelo? Y el abad… la gente espantada…

Te puedo explicar —puso las dos manos en mis mejillas y me besó la frente, al borde de ese río.

—El accidente. La vida y la muerte. Tu pretendida maldad. Nada tiene sentido, abuelo.

Todo tiene sentido, hijo. Hasta el dolor de verte crecer sin poder gozarlo.

—¿Podías verme, abuelo?

Claro que sí, Fito —le vi un gesto de pesadumbre—.Te vi leyendo libros de mi biblioteca, jugando al rango con tus amigos, soplando velitas en tus aniversarios, rompiendo culotes de botellas, pescando solo en el río. Vi tu casamiento. Antes de que muriese, sabía que tu esposa moriría. No pude hacer nada para evitarlo. Y después, tu dolor cuando murió. Mi dolor cuando lo vi. Placer y dolor viví, Fito.

—¿Lo viviste, abuelo?

Una forma de decir, hijo. La condición más importante de mi pacto…

—¿Pacto, abuelo? —lo interrumpí, no entendía—. ¿Qué pacto?

Yo seguía sus palabras con atención mientras oía como de lejos el correr del agua y veía un campo florecido de cosmos del otro lado del río. Entendía más por intuición que por razonamiento.

Cuando solté tu brazo en aquel auto, hijo —el abuelo asintió con la cabeza, supuse que para enfatizar sus palabras—, y mientras olías el vino de la damajuana hecha trizas, el tiempo cambió de plano. Podrían haber transcurrido años en segundos. Pero solo bastó la eternidad de ese instante. Antes de la llegada de quienes dieron vuelta el cascajo. Ahí ocurrió todo, Fito.

—Te acompañé hasta la muerte, abuelo. Lo sé. Fue eso lo que pasó.

Un Martín Pescador se posó en una rama suspendida sobre el agua. Miraba la botella, inclinaba su cabecita a un lado y a otro, como si supiera que le sería imposible capturar los cornalitos atrapados. Una brisa fresca me acarició la cara.

No, no fue eso lo que ocurrió, Fito. Hice un pacto. ¿Te acordás de mis palabras?

—Me pediste que dejara a papá: «Dejalo… dejalo», me decías.

El mundo se me cayó encima, hijo. Me sentí capaz de cruzar un glaciar, un desierto, o de vivir sin agua más que de enfrentar la muerte que me rodeaba. ¿No oíste mi pavoroso grito, mi alarido?

—Nada, abuelo. No oí nada.

Pues el Destructor sí que me oyó. Las compuertas del mal se abrieron y aparecieron las tinieblas, Fito.

—¿Las tinieblas, abuelo? ¿Qué destructor?

Ahora, el río y sus márgenes se cubrían de una espesa neblina que impedía ver la botella y el agua; solo aparecían las copas de los sauces y álamos asomando, figuras fantasmales marcando la ribera.

Sí, hijo. Las tinieblas. Las sombras se eternizaron, una espesa niebla nos cubrió, y recibí la oferta de cambiar muerte por vida. Mis seres queridos muertos vivirían a cambio de la venta de mi alma.

—Entonces aquella inexplicable nube durante el accidente… aquel inexplicable silencio. Fue eso. ¿Y por qué has venido a este lugar perdido, abuelo? ¿Por qué en un país tan distante?

Fue este, pero podría haber sido cualquier otro. Debía mantenerme alejado físicamente de ustedes. El primer contacto con un ser querido anularía el pacto. Viví la soledad del desamor. El maligno Destructor se ensaña. Me impuso otra condición: encarnar al mal por el mal mismo. Peor que ver la felicidad sin poder disfrutarla. Por eso he vivido entre esta gente a la que tanto mal he causado.

—¿Quién lo hizo, abuelo? ¿Cómo? ¿Fue el tal destructor?

Cómo, no lo sé, hijo. ¿Quién? Pues sí: el propio Satanás.

—¡Abuelo! ¿Entonces el monje tenía razón?

El maligno Destructor sabe el precio de cada uno de nosotros, Fito. Pero yo lo descubrí tarde.

—Volvamos, abuelo. Volvamos a casa. Ya tenemos suficientes cornalitos.

Tarde, hijo. Tarde. El pacto se ha roto con tu visita. Esta misma medianoche, en instantes, me iré para siempre. Volvé, Fito. Volvé a tu casa en Villa Giardino.

El abuelo terminó de decir esto, la puntada en la nuca me despertó… y creí ver un holograma fosforescente absorbido por una fuerza que lo aspiraba como al genio de una lámpara. En la oscuridad de la habitación oí una voz lejana, desvaneciéndose:

Mi error ha sido grave, hijo. Rezá para tomar fuerzas, esperanza, fe. No te dejes vencer. Sería un triste final que tanto dolor y sacrificio se esfumaran para siem…

 

 

5

 

De vuelta en Villa Giardino, llovía torrencialmente. Recordé aquel comentario del abad sobre el llanto de Viracocha por los pecadores. ¿Tendría relación con la cancelación pactada por el abuelo? ¿El pacto roto afectaría a papá, mamá y Lucrecia? Sentí culpa. ¡Tantos años sin verlos, y ahora podría haberlos perdido para siempre! ¿El abuelo habría actuado para que ocurriera así, o todo se debía a una fuerza superior que destruía un pacto de maldad?

El micro me dejó en la ruta, justo en la calle de entrada con la plazoleta en el medio. Le advertí un gran parecido con la de Copacabana, pero atribuí a mi imaginación esa continuidad de los parques.

Pedí un taxi. Volvía a la casa en que nací. La casa desde la que había partido en la mañana del accidente en el forcito del abuelo. La casa. Solo cuatro paredes donde descansan mis recuerdos: mamá cebando mate, papá cavando para plantar el ciprés, el abuelo durmiendo la siesta en su reposera, Lucrecia regresando del~monte de la esquina. Cuando salga por la puerta del fondo alzaré los ojos y veré el otro pino, que quizá ya no exista, y me descubriré escondido en la cima de su tronco. Mientras, el abuelo me buscará, corriendo alrededor de esas cuatro paredes. Un llavero, una cortina, un aroma a cornalitos y aceite de oliva evocarán escenas cotidianas: mamá y el acierto de sus manos, la oración de papá agradeciendo la comida, Lucrecia cocinando alfajores de maicena, papá con la botella de vermú y el sacacorchos en la mano, y el abuelo cortando la picada. ¿Vivirán el jazmín celeste que plantó mamá, el tilo, los abedules, las flores?

Qué raro: no tengo recuerdos familiares sin la presencia del abuelo.

Bajo del taxi, y los vecinos me miran con asombro.

Desconozco la empalizada del frente de la casa. Hay una puertita caída, la puertita de acceso a ese jardín. Ni siquiera la casa misma reconozco.

Saco la llave, abro, entro. Nadie me espera. El abandono me grita que hace rato que nadie me espera. Ni siquiera me acompañan los fantasmas.

¿Qué hacer? ¿Habrá sido un sueño, todo? ¿Por qué razón me fui de Giardino? La confusión se encarna en mí de tal forma, que ya no me permite entender si murió el abuelo, si murieron papá, mamá y Lucrecia, o si morimos todos. Porque yo siento que no puedo decir que estoy vivo. Y si lo estoy… ¿tiene sentido esta vida?

Camino hasta la ventana que da al fondo. Veo la tarde lluviosa, las hojas del otoño flotando en el agua que fluye hacia la vieja rejilla del desagüe taponado. Veo el pasto crecido, las paredes descascaradas, el jardín enmarañado de espinas, las grietas en la pileta excavada por el abuelo en la roca.

Ahora sí que reconozco esta casa.

—¡Tenga cuidado! —me grita un vecino desde la vereda de enfrente—. Los de Giardino evitamos pasar frente a ese infierno.

¿Infierno? ¿Pero qué dice, se volvió loco?

—Esa casa se devoró a la familia que vivía ahí —sigue gritándome—. ¿Perdió la memoria, buen hombre?

—¡No perdí la memoria! —le grito desesperado—. ¡Los recuerdos me inundan!

Y se me abalanza aquel sueño persistente, intolerable, que he tenido antes de viajar a Bolivia: esa voz del más allá que me despierta, esa oscura oscuridad, negra de toda negrura, como jamás he visto. Ya no me veo abandonado y solo adentro del cascajo. Me veo acompañado. Me sé acompañado para siempre.

Y el miedo —aquel miedo— no es nada al lado del que ahora me anula.

Mi familia se ha esfumado de mi vida, el abuelo ya no me agarra del brazo.

No me quedan excusas para seguir en este mundo.

Y, al pensarlo, entreveo la transparencia de las yemas de mis dedos, que se convierten en pulpa roja. En huesos más y más desleídos, falanges inconsistentes. Y comprendo el pedido del abuelo: «No te dejes vencer». Su último intento de amor para mantenerme «vivo». Pero comprender eso es imposible de soportar. Porque la transparencia ya avanza por mis muñecas, por mis antebrazos deshilachados en tendones que se distienden. En arterias y venas que se confunden con esas fibras pastosas que fueron mis músculos decolorados. ¿Será un triste final que yo también me esfume para siempre?

Sale el sol. Mi cuerpo ya no propaga sombra: es alma pura.

Antes de que los párpados se me cierren, me vislumbro yaciendo yo también en la entraña de hierros, en aquel accidente que le ha costado la vida a la familia entera.

 

 

Eduardo Poggi (Buenos Aires, 1945) integra el círculo de escritores de horror y fantasía “La abadía de Carfax”. Escribe sobre plástica y literatura en el periódico cultural FINy en la Revista Axolotl. Los cibersitios Axxón, BNTB, El aleph, NM, QI, Revista Axolotl, Literarea y el suplemento cultura del diario Perfil han publicado algunos de sus cuentos y cuadros. Alterna su pasión por las letras con la pintura y la composición musical. Su novela inédita Razones de un homicidio fue publicada por capítulos en su blog “Letras, colores y sonidos”. El libro de cuentos «Terminar con todo» aún permanece inédito.

Hemos publicado en Axxón AL ACECHO.


Este cuento se vincula temáticamente con LA ESCRITORA, de Víctor Conde; LA NOCHE DE TEMPOAL, de Pé de J. Pauner; EL SACRIFICIO, de Dimitris G. Vekios; y SÁBADO A LA NOCHE, de Eduardo J. Carletti.


Axxón 239 – febrero de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Pacto satánico : Argentina : Argentino).