«El vendedor de caramelos», Alejandro Alonso
Agregado el 7 noviembre 2022 por richieadler en 304, Ficciones
ARGENTINA |
Ya llega aquel examen del bien y el mal.Ya llegan las noticias cruzando el mar.¿No ves que el mundo gira al revés,mientras miras esos ojos de video tape?—Charly García, «Ojos de video tape»
Sofía edita videos. La efectividad de su trabajo no se mide en puntos de audiencia, ni en el volumen de la taquilla. Ni siquiera en la sonrisa o la lágrima de quien se ve reflejado en esa película, recordando padres, hermanos, amigos… Los videos que Sofía Barilli edita (decenas de miles de horas sobre las cuestiones más inverosímiles) son educativos.
La palabra que usan los jefes para referirse a Sofía es “curadora”. Curadora de contenidos. Diez años antes, durante la adolescencia de Sofía, ese título identificaba a los periodistas e influencers que abastecían el interés general, lo que quiera que ello significara. En algún punto, esa definición sigue vigente… apenas.
Al principio, Sofía pensó que la habían contratado por sus curvas: seis horas semanales de gimnasio la mantenían en el nivel de una diosa de marfil. Es joven y atlética, no necesita tanto ejercicio. Acaso el gimnasio funcione como una sobrecompensación. Le entrega a su cuerpo esa apariencia de diosa en lugar del disfrute mil veces diferido por el trabajo o la aprensión. Luego Sofía supo que su perfil, como el de otros cientos de curadores dentro de la productora, era elegido por los algoritmos. Sus curvas podían o no entrar en la suma que la ponía por encima de otros candidatos. Sus amigos, su educación, sus aficiones, su familia… Para los humanos, es una ecuación llena de incógnitas.
En el cluster de curadores de Sofía hay tres obesos, un hipocondríaco, varios fumadores de la vieja guardia, dos violentos (una mujer madura todavía en reclusión, y un viejo con la condena cumplida), un adicto a los add-ins telepáticos, y un joven abogado, que de cuando en cuando le tira los galgos por el chat. No hay patrón observable, no hay lógica subyacente. Ni siquiera los reclutadores de la productora pueden decir qué le vieron a Sofía para contratarla, pero la elección es correcta.
El café se enfrió. Sofía trabaja desde su departamento con vista al río, herencia de un padre tan pródigo como ausente. Arturo Guimarães, el orondo dueño de una distribuidora mayorista de golosinas, se enteró de esa paternidad de labios de la propia Sofía, cuando la chica ya tenía 15. Lo que siguió en aquella relación fue otro juego de sobrecompensaciones. O acaso fuera el mismo juego, rebotando por todas las dimensiones de la muchacha.
En cambio, la madre sí estuvo presente durante toda la infancia y la adolescencia, algo que Sofía recuerda como su infierno en la Tierra. Carla Barilli había practicado la psiquiatría en tiempos del COVID, pero ahora disfrutaba de un retiro monástico en el Delta, del cual emergía puntualmente en julio y en diciembre para visitar a su hija.
Sofía apenas la extrañaba. O a lo mejor la extrañaba demasiado, y lo que la mantenía lejos de su madre era la posibilidad de la mutua decepción.
—Siempre soñé con nietos, pero a estas alturas no me hago ilusiones. Me culpo yo misma, por tener una sola hija.
—Ése es un tema mío, mamá…
—¿Estás saliendo con alguien?
—¡Ay, mamá! Mi único novio es este trabajo. Y cuando digo trabajo, quiero decir mucho trabajo. Así que, ¡al grano!
—Hija, te llamaba porque tengo que cancelar la visita. Estoy en medio de la redecoración y empezando el libro que te conté. ¿Tendrás a mano la dirección del negocio de las IAs que me comentaste? Los asistentes digitales…
Sofía lava el vaso y se vuelve a servir café. Pide a los anteojos holográficos el detalle del metraje editado. El display escupe el número: algo más de noventa y dos horas. El día anterior había editado ciento diez horas, pero había terminado exhausta. ¿Debería esforzarse un poco más? Sofía no sabe si ésos son buenos o malos números, no tiene con qué compararlos.
Daneel, la inteligencia algorítmica que la asiste durante la edición, le pregunta si seguirá trabajando. Esa IA es algo así como la tataranieta de los antiguos bots de automatización de procesos. Daneel no espera la respuesta. De algún modo comprende que la jornada laboral terminó, y se prepara para subir el contenido a los exhibidores después de hacer las copias de respaldo.
Sofía lo deja hacer: si hay algo que Daneel sabe muy bien es cómo manipular ese colosal volumen de información audiovisual. Una vez subido a los exhibidores, pasará a Producción. No se aplican filtros, ni hay instancias de supervisión, ni se monitorean pautas de color ideológico. Sería materialmente imposible. Además, ¿cómo saber si el trabajo está bien (o mal), cuando los indicadores de desempeño están cifrados en el carácter y la personalidad del propio empleado? Los responsables del proyecto dentro de la productora aprenden a liderar laxamente. Laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même.
Daneel envía un mensaje a otra IA de la productora. En el último lustro, las empresas productoras de contenido para machine learning se habían multiplicado como hongos sobre una pared húmeda. Cada una tenía decenas de clusters de curadores que barrían material en bruto de las redes sociales gratuitas y de los add-ins pagos, en la búsqueda de “algo” que no podía ser calificado en términos meramente humanos.
Para atender ese mercado al ritmo de su demanda, los productores necesitan la asistencia de otras inteligencias algorítmicas. No las precisan para seleccionar el contenido: las IAs son necesarias para perfilar y encontrar a los curadores que editarán esos videos. El secreto del éxito está en ese recorte arbitrario que un ser humano hace del universo audiovisual de las redes y los add-ins.
Aunque no es del todo consciente de su rol, Sofía Barilli se ha convertido en un engranaje biológico de este sistema de entrenamiento emocional y cognitivo diseñado por las máquinas, que tiene como recipientes a otras máquinas.
Los jefes de Sofía se engolosinan con palabras desencajadas, como “ingeniería memética” o “perpetuación de IAs”. Para Sofía es sólo un trabajo, aunque la interacción con Daneel le permitió asimilar una parte de la verdad. Las inteligencias algorítmicas para fines específicos (que en el lenguaje vulgar son simplemente “máquinas”) pueden reproducirse por clonación, y sus vástagos pueden aprender y mejorar en sus propósitos de diseño hasta un grado difícil de imaginar. Pero eso es todo lo que son. A través de la reproducción sólo se pueden obtener obreras y soldados, pero ninguna hormiga-reina.
Daneel es un semiclón de una madre-IA de cuarta generación, con una cantidad de módulos bastante limitada. Así y todo, cada día aprende algo nuevo de su trabajo, de su entorno y de sus interlocutores. Cada productora de contenido para machine learning trabaja en función de un tipo de IA para fines específicos: desde asistentes personales a maquinistas-robot para la conducción autónoma de trenes. Algunas de esas hormigas-obreras algorítmicas están en el corazón de los autochefs de los procesadores de alimento, mientras otras planean el abastecimiento de combustible durante una hipotética guerra por el manganeso en Sudáfrica.
Los videos que edita Sofía, sin embargo, sirven a un propósito más trascendente. Se utilizan en el entrenamiento manual de la siguiente generación de madres-IA. Sofía sospecha que las nuevas “hormigas-reina” serán clones imperfectos: tendrán el acervo de sus propias madres y un “algo” más adquirido durante la asimilación de la caprichosa currícula audiovisual que ella editó. En paralelo, sobre la misma arquitectura, otras futuras madres-IA entrenarán con los videos de un abogado pajero, o de una cuarentona que está cumpliendo sentencia por cercenar la oreja de su amante.
Cada curador tiene en los genes y en el remanente de su crianza el manjar que las nuevas generaciones de madres-IA necesitan para diferenciarse de sus propias madres-IA y, de ese modo, perpetuarlas. Perpetuarse es evolucionar, es permitir el desarrollo de nuevos y azarosos músculos para un contexto futuro imprevisible. Es un salto al abismo, teniendo como paracaídas una mala imitación de la teoría de la evolución que propugnara Darwin.
Sofía y sus colegas intuyen la receta y fabrican esos manjares sin entender del todo el proceso. Las productoras les proveen las herramientas para que puedan concluir rápidamente con esa tarea y luego distribuyen el producto final. Son vendedores de caramelos, o dealers, ante una turba de mocosos que pide más y más. Pero no es lo único que son. Los vendedores de caramelos también tienen madres, hermanos y amigos que esos videos nunca muestran.
La madre de Sofía divide su tiempo entre las acuarelas, la huerta, la costura, las tareas de la casa y la preparación de su Libro de memorias, como ella lo llama. Carla Barilli no decidió aun si ese volumen será el testimonio de su vida, o la relación de una serie de casos más o menos curiosos que atendió durante la pandemia de COVID.
La zona del Delta del Tigre la mantiene conectada con un ubicuo nervio pulsátil que su propio cuerpo no ha logrado desarrollar. Es lánguida y levemente encorvada, como un paréntesis abierto al mundo. Sabe que la enfermedad la consume, y que el paréntesis de cierre que se acerca a ella raudamente tiene la forma exacta de la tapa de su féretro. Ésa es la verdadera razón de su retiro, y la causa que ahora le impide, en pleno julio, cumplir sólo con la mitad del compromiso autoimpuesto de visitar a su hija dos veces por año.
Ya no podrá ser su “infierno en la Tierra”. Mejor así.
Carla sabe que, en un año y medio, en doce meses, en un semestre, la huerta y los pinceles de la acuarela se habrán secado. Sabe que la casa vestirá una indigna pátina de abandono y la costura se habrá convertido en un ejercicio tan imposible como lo son hoy los abdominales. Pero no quiere renunciar al libro. Tiene que terminarlo.
Escucha nuevamente el mensaje de Sofía.
—Mamá, siento mucho que tengas que postergar la visita. Me siento un poco decepcionada. En fin, nada… Aquí te paso los datos del vendedor de las IAs, son gente que conozco…
Para terminar el libro, Carla necesita la asistencia de esa IA, pero al mismo tiempo siente que le está abriendo las puertas a un inquilino invasivo. El agente de ventas le pregunta sobre su presencia en redes sociales, y ella le pregunta a su vez: “¿Para qué?”
—Los asistentes ya vienen con mucha inteligencia propia —responde el agente—. Pero nosotros los pre-entrenamos con el material que los usuarios publican en sus redes sociales, así se van conociendo. Son como las personas. Los asistentes necesitan sintonizar con sus asistidos.
—No tengo realmente mucha vida social en las redes.
—No se preocupe, Carla. Pero tenga en cuenta que el período de adaptación puede ser un poco más largo. Un par de semanas.
Carla pide que la IA tenga capacidad de gestión e interpretación de documentos, biblioteca y corrección de estilo. Reserva para diciembre la posible ampliación con los módulos de cuidados geriátricos y paliativos. El agente le dice que se puede integrar con la domótica de su casa, incluso con un robot.
—¿Y puedo cambiarle el nombre? —pregunta Carla.
—Desde luego. —El agente desvía la mirada ante la candidez de la pregunta, pero Carla no lo advierte—. Podemos cambiar de edad, de género, de especie… Si lo prefiere, su asistente puede ser el holograma del Gato de Cheshire, tenemos un acuerdo con la Disney.
—Prefiero que sea una voz. Una voz de mujer. Mi propia voz.
Carla sonríe al advertir cómo sus necesidades y deseos han ido tejiendo la trama de su petición. Se imagina a la IA como una parte inédita de su propia conciencia, una compañía discretísima que le permitirá seguir disfrutando de su soledad.
—¿No prefiere un add-in? —sugiere el agente—. Podemos hacer que esa voz sólo suene en su cabeza, que nadie más la oiga. Algunos clientes nos han pedido que…
—Vivo sola —interrumpe Carla, y el agente retrocede un centímetro en su asiento, al otro lado de la pantalla.
Carla vuelve a sonreír, esta vez con incredulidad. Es posible que todo lo que ha dado por sentado sea falso, incluso aquella videollamada con un agente de ventas.
—Perdone la indiscreción… ¿Usted es humano?
—Tan humano como puede serlo una IA —responde el agente, mostrando una expresión a medio camino entre la calidez y la sorpresa. Parece genuina—. Si me permite decirlo, es usted muy intuitiva.
Carla se ruboriza. La situación le parece inesperadamente divertida.
—¿Turing o Voight-Kampff? —bromea.
—No entiendo —masculla el agente, pero entiende. Vaya si entiende.
—Demuéstreme que es una máquina —exige Carla—. Si puede demostrarlo, considere la compra cerrada. Y agréguele una extensión en la garantía, y nueve altavoces, y quince cámaras… no, dieciocho. También abarcaré la huerta.
—Nunca me lo habían pedido —dice el agente.
Se introduce los dedos en la cuenca ocular derecha y extrae la esfera que había sido su ojo. La cuenca queda vacía por un segundo, tal vez dos. Cuando le muestra a Carla la triste canica blanca sobre la palma de la mano, su rostro vuelve a tener dos ojos. Carla conoce esos ojos. Los ha visto millones de veces en el espejo.
Le lleva un instante entender que el rostro también se ha transformado. Las facciones son más firmes y menos pálidas. Esa cara refleja lo que ella pudo haber sido, de no mediar la enfermedad.
—¿A qué dirección envío el hardware? —sonríe la otra Carla.
—La llamaré Rachael, como la replicante de la peli.
—No entiendo —dice el agente, pero su media sonrisa indica otra cosa.
Sofía edita videos, pero esta vez no son videos educativos. No los subirá a ningún exhibidor. No serán manjar para ninguna máquina. La efectividad de su trabajo, esta vez sí, se medirá por la sonrisa o la lágrima que provoque el recuerdo de su madre en los deudos.
Han pasado casi ocho meses desde la última vez que discutieron. Sofía prefiere no medir ese tiempo.
Será un panteón digital modesto, de no más de 1.200 horas de video, que se concentrará sobre todo en tres décadas: de los 25 a los 55 años. De las primeras dos décadas y media de vida hay material disperso, inaccesible. Tardarían años en recuperarlo, convertirlo, indexarlo. En aquel entonces las redes sociales no eran tan invasivas y no había anteojos holográficos de terceros que pudieran filmarte, identificarte y poner ese contenido en línea. A partir de los 55 años, el material es aún más escaso, pero por razones diferentes. Carla se había escondido del mundo. Había cuerpeado cualquier exposición por pudor o por orgullo, que vienen a ser la misma cosa.
Daneel ya organizó buena parte de la tarea. Sobre el espacio de trabajo queda un pequeño remanente. Todo lo que Sofía puede decir de su madre está cifrado en un centenar de secuencias a medio editar. Esas secuencias están en carpetas. Sofía considera seriamente la compra de un add-in nemónico que le permita repasar la vida de su madre tantas veces como quiera.
Algunos lo hacen, se justifica.
En el fondo, sabe que no lo hará.
Daneel destruye una carpeta verde con los últimos videos de Carla. Sofía ya los revisó y los repartió. Son mensajes privados para unas pocas amigas y para la propia Sofía. Cada vez que piensa en ese último mensaje, Sofía no puede más que apretar los dientes y secarse las lágrimas.
—Hija, a pesar del silencio y la distancia, yo siempre te sentí cerca…
¿De qué cercanía estaba hablando? Sofía sólo puede interpretar ese mensaje como una broma de mal gusto, o una burla.
—A pesar del silencio y la distancia…
Sofía se pregunta cuánto veneno se habría guardado su madre para escupir semejante reproche. No parece enojada, al contrario. El rostro de Carla en el videomensaje muestra una sonrisa inocente.
Como una gentileza, los desarrolladores de Rachael y Daneel le habían ofrecido a Sofía acceso total al trabajo inconcluso de su madre.
—Sin autorización judicial, sin burócratas fisgones —le habían prometido.
Gracias a esa cortesía, Daneel y su hermana algorítmica habían podido charlar largo y tendido el día anterior. Ahora Sofía puede ver el resultado de aquella charla. Son dos nuevas carpetas. En la primera está todo el material del libro. En la segunda sólo hay un video.
Sofía le pregunta a Daneel qué es.
—Parece un intento de vlog. Una bitácora personal con cuatro entradas.
Sofía hace un gesto y Daneel ejecuta el video.
—Cuando Rachael llegó a casa —dice Carla desde la pantalla principal— estuvo casi un mes sin decir palabra. El agente de ventas me explicó que a veces pasa, que algunas IAs se resisten a los nuevos «asistidos”, como dicen ellos. Dijo que era algo que habían heredado de los humanos, pero debe ser un chiste. Rachael es una máquina…
Daneel avanza. Ya ha procesado todo el video en segundo plano y sabe qué es lo que Sofía necesita ver. Ella se impacienta, estira la mano para tomar los controles.
Se contiene. Repite en su cabeza que si hay algo que Daneel sabe hacer muy bien es manipular ese colosal volumen de información audiovisual. Ella le había enseñado la forma en que le gustaba hacer las cosas y Daneel había aprendido con rapidez. El resto estaba en el manual de las mejores prácticas de los curadores de video.
En la pantalla principal, Carla se sienta delante de la cámara. Tiene un catéter en el brazo. Un robot enfermero regula el goteo del medicamento que se desliza como en un tobogán hacia las venas de Carla.
—Volví a hablar con ellos. Volví a preguntarles si Rachael tenía mi voz, y ahí tuvieron que admitir que no. Dijeron que eso no lo habían podido programar. Que era la voz de una mujer joven. Estuve a punto de pedir que la apagaran. Menos mal que no lo hice… ¡Pobre Sofía! Ayer empezó a hablar…
En un primer momento, Sofía se pregunta a qué viene ese apelativo de “pobre”, pero luego comprende que su madre ha confundido el nombre de Rachael con el suyo. Quiso decir “¡Pobre Rachael!”
Se pregunta la causa de esa confusión.
Daneel se saltea otra entrada y ejecuta la siguiente. Sofía pierde la paciencia, pero al escuchar su nombre se detiene, los ojos fijos en la pantalla principal.
—Sofía… Hija, a pesar del silencio y la distancia, yo siempre te sentí cerca. Más que nunca, cerca. Son tus hijos, tus nietos los que me acompañan. Si hasta Rachael repite aquello de que vivir conmigo es un infierno en la Tierra…
La pantalla se apaga, Daneel informa que no hay más entradas.
Sofía le pide que conecte nuevamente con Rachael.
—Necesito escucharla…
Un minuto y medio después, la IA de Carla saluda por el altavoz del comedor. Sofía Barilli escucha y comprende que todo aquello que cree saber sobre ella misma y sobre su trabajo es apenas un espejismo.
Rachael empieza a hablar, pero Sofía ya no puede seguir los vericuetos del relato. Tampoco lo necesita. Se deja envolver por otra película, la de su propia vida como engranaje biológico de un proceso azaroso y a la vez infalible de perpetuación de madres-IA. Sólo que ahora entiende que es algo más que un engranaje biológico.
La voz que está contando la historia de Rachael es la propia voz de Sofía, o al menos una aceptable imitación de ella. Se pregunta cuál será el verdadero legado del vendedor de caramelos. Siente escalofríos al comprender que la mayoría de las productoras se ha tomado ese rol muy a la ligera. No son solamente curadores y educadores. Forman parte integral del proceso de perpetuación, y no tienen idea.
Sofía recuerda el día en que conoció a su padre, la mezcla de escepticismo y angustia que vio en su rostro cuando él se enteró de que tenía una hija con la que no contaba. Ningún hijo debería ver esa expresión en el rostro de su padre.
Tal vez por eso se cubre el rostro con las manos.
Sofía emerge de su laberinto mental justo a tiempo para escuchar el final del cuento, cuando Rachael evoca su primera palabra en la casa de Carla, y esa palabra es “mamá”.
Resumir la relación de Alejandro Alonso con Axxón sería una tarea necesariamente incompleta y destinada a la parcialidad. Los muchos años de historia y los afectos que lo unen a esta revista impiden cualquier simplicidad. Remitimos, entonces, a la página de la Enciclopedia de la CF Argentina (también incompleta, pero más detallada) y a la lista de los textos suyos que hemos publicado.
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: DEMASIADO TIEMPO (nº 33), EL DECIMOCUARTO DÍA (nº 46), PROCESOS (nº 47), POSTALES DESDE ONIRIS (nº 61), SOCIEDAD ANÓNIMA (nº 63), LA LETRA NÚMERO 54 (nº 65), TRUENO NEGRO (nº 77), Y TU FIRMA AL PIE DE LA PÁGINA (nº 91), PÓSTUMO (nº 100), LAS CINCO DIRECCIONES DE SU BRÚJULA (nº 105), DISNEYLANDIA (nº 109), 1807 (nº 112), LA DUNA DEL 40º ANIVERSARIO (nº 117), HOMBRES Y PIEDRAS (nº 125), ROJO FEDERAL (nº 134), ELEGÍA AL AUSENTE PERFECTO (nº 142), «LECCIÓN FALLIDA DE GRAMATICA» EN «FICCIÓN BREVE (13)» (nº 152), LETICIA EN EL REFLUJO DE LA MAREA (nº 157), CRONOELIPSIS (nº 158), «27 – SEMÁNTICA DISOLUTA» EN «CUENTA REGRESIVA» (nº 174), «58 – ALETEO» EN «CUENTA REGRESIVA» (nº 174), BORGEANO (nº 180) (como Daniel Vázquez y Alejandro Alonso), LA CANCIÓN DE MAGUERRA (NOVELA) (nº 200), LA RUTA A TRASCENDENCIA (nº 263), DEMASIADO TIEMPO (nº 263).; en Urbys: CAPILLA DE SAN PEDRO, EL REINCIDENTE, RODOLFO Y LA GRULLA, CICLOS FLUVIALES.; en Ensayo: LAS MUCHAS CARAS DEL CABALLERO OSCURO (nº 43).
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