"Cerró la función el rebelde José Gabriel, a quien se le sacó a media plaza. Allí le cortó la lengua el verdugo, y despojado de los grillos y esposas, lo pusieron en el suelo, atáronle a las manos y pies cuatro lazos, y asidos estos a las cinchas de cuatro caballos tiraban cuatro mestizos a cuatro distintas partes. Espectáculo que jamás se había visto en esta ciudad..."
—Extractado del documento oficial que relata la muerte de Túpac Amaru II en Cuzco, en 1781.
—Claudia: quiero que organice el contenido de esta reunión, y lo guarde en Tlön/03/Sudamed. De paso llame a Conver-Delivery para que nos envíen una copia en soporte óptico del material que almacenamos en nuestro último encuentro. Use el formato que sea más adecuado, ¿entendido?
—Sí, señor.
Claudia López subvocalizó cada una de las órdenes que el gerente de Producción le había dado, y todo quedó registrado en su propio padisueño, en algún lugar del Barrio Sudamed. Parte de ese encargo ya se estaba haciendo en forma automática, sin su intervención. Ella lo resumía en tres palabras: "nodos, computadoras y robots". Claro está, siempre quedaba otra docena de tareas más o menos importantes que tenía que hacer personalmente.
—Otra cosa, Claudia —el gerente hizo el ademán de llevarla aparte, y ella lo siguió al interior del bosque—. Respecto a sus llegadas tarde, espero que no se vuelvan a repetir. Si tiene problemas, hablemos: todo tiene solución. Pero el tiempo de Producción es crítico, ¿me comprende?
—Claro, señor. Tendré más cuidado en...
—Ya sé, ya sé. Lo digo para que no se vuelva a repetir.
La reunión había terminado y los siete asistentes se estaban levantando de los troncos que habían dispuesto para la misma: noche abierta, piso de tierra, una fogata bastante silenciosa pero de importantes proporciones, eucaliptos por doquier y una brisa tibia que alternaba Norte-Noreste. Ni bien los ejecutivos se pusieron de pie, el ambiente cambió para tomar la forma del salón de reuniones, en el piso trece del edificio corporativo.
Uno de los ingenieros y otra de las secretarias descubrieron, para embarazo de ambos, que habían ocupado la misma silla al mismo tiempo, y se separaron con sonrisas culpables. A veces pasaba.
—Bien, señores. Creo que tengo que despedirme —dijo el gerente—. Nos vemos el martes en la oficina. Bourbon, ¡sueño fuera!
—Indigo, ¡sueño fuera!
—Mikey, ¡sueño fuera!
En ese momento Bertrand, de Insumos, se transformó en una estatua de ceniza, que después se desmoronó sobre sí misma, sin dejar rastro. Con la última partícula de ceniza, también la oficina se trasparentó y pasó a transformarse en una especie de pasillo oscuro, apenas iluminado.
—Blue, ¡sueño fuera!
—Ford, ¡sueño fuera!
Una vez que el ingeniero se hundió en el piso de cemento, el pasillo recuperó un poco de color: parece que no estaba en uno de sus mejores días.
—Picard, ¡sueño fuera!
Todo el ambiente se contrajo sobre sí, dejando al desnudo el living del departamento de Claudia. Quedaba claro que ella podía llevar su paisaje interno a donde quisiera, pero que con tanta gente dando vuelta era difícil imponerlo.
Se miró en el espejo del living: delgada, rubia, cabello cortado carré —que en la vida real llevaba mucho más largo—, piernas bien formadas y un traje entallado...
Aprovechó la soledad para cambiar el modelito de oficina por algo más casual. Necesitaba, al igual que en su vida en el mundo físico, algún signo externo que cortara con la rutina laboral y con la carga de culpa asociada. Odiaba que su jefe la reprendiese. Una angustia inexplicable comenzaba a treparle por la boca del estómago, dejando a su paso una sensación de vacío. Como si en ese acto se pusiera en evidencia la ausencia de algo o de alguien que ya no estaba allí y que ella hubiera querido que estuviese.
Cambiar de ropa...
Ciertamente no le bastaba la magia onírica de pasar la mano por sobre la tela para alterar su apariencia. Necesitaba del rutinario ejercicio de abrir uno de los cajones, de sacar la ropa a la luz, de desnudarse y de vestirse después con ese vestido —el vestido azul—, botones y cierres incluidos. Practicaba cada detalle con precisión y lo hacía frente al espejo, como una forma de alimentar su "idea del Yo" en el puente onírico. En este caso, un Yo vestido de azul.
—Negri, tiempo mundo físico.
—Dieciséis treinta y dos —respondió el pad con voz infantil.
—Negri, enviá un mensaje vía celular a Tlön/15/Diagonal:MailATT para despachar al punto... insertar coordenadas de "Encuentro con mamá 16.15". Texto: "Mamá, estoy retrasada así que no podré verte hoy. Te llamo cuando despierte. Besos, Claudia".
El pad tardó un par de minutos en procesar la orden y en hacer el llamado.
—Negri, calculá coordenadas relativas para "Encuentro con Fernando 17.00", a partir del punto... insertar coordenadas de "Reunión de Producción 14.30".
—Calculadas.
—Negri, instrucciones.
—Noventa pasos al Sur.
—Negri, dame el Norte.
El techo del living y las paredes desaparecieron por completo, para dar espacio al campo y a la noche estrellada. En algún lugar a su izquierda, apareció una constelación que no se correspondía con ninguna de las que se podían ver en el cielo real: ése era su Norte. Cinco estrellas, como cinco gotas de rocío sobre una rosa infinitamente negra y aterciopelada. Claudia giró hasta ver la Cruz del Sur y se puso en camino.
Ni bien comenzó a contar los pasos, supo que esta travesía se le iba a hacer más difícil que de costumbre. Hacía dieciséis horas que estaba en sueño activo, viajando de un puente onírico a otro. Las consecuencias se reflejaban en su bajo poder de concentración: había un dolor casi físico en cada un de sus movimientos y, aunque le costara admitirlo, proyectaba cada paso como si fuera una principiante. La ilusión de estar avanzando —completamente natural dentro de puente onírico—, comenzaba a darse de patadas con la parálisis real que todo ser humano sufre durante el sueño. No eran buenos síntomas, en absoluto.
En los últimos tres días, su rutina había fluctuado entre ese sueño artificial que inducían los sincroneurales, y la vigilia. Ciertamente no iba a deshidratarse ni a morirse de inanición —los complementos que había tomado podían compensar la falta de alimentación e hidratación—, pero seguramente iba a necesitar muchas horas de sueño natural para que su psiquis descansara.
El riesgo era claro: si su cerebro no compensaba con algo de auténtico sueño reparador, sólo podía esperar un desequilibrio progresivo o algo peor. En la escuela lo llamaban "adicción al sueño activo". Ella lo llamaba: "vida social activa". Una cuestión de semántica.
Los síntomas eran igualmente evidentes: "cuando la imagen consumida que refleja el espejo de tu baño, deja de parecerse a tu ideal dentro del sueño, es porque llegó la hora de ver a un psicoanalista competente en problemas oníricos".
—Negri, dame el Norte.
Buscó las referencias y supo que se había desviado del rumbo original. Trató de recordar en qué número había perdido de vista a la constelación estelar, pero no fue capaz. En su estado, habría sido toda una proeza.
Asumió entonces que todo había sucedido en los últimos treinta pasos.
—Negri, cálculo de error: "Si avancé sesenta pasos en dirección Sur y treinta en dirección Sureste". Recalcular. Instrucciones.
—Veinte pasos al Oeste.
Dentro del sueño, existía un segundo síntoma típico de la adicción, pero rara vez advertido: con frecuencia, el paisaje se terminaba trasformando en una especie de desierto —al menos esto era lo que manifestaba el 90% de los occidentales con vida urbana—. Un mar de arena parejo e inconmensurable, que eliminaba cualquier punto de referencia; un cielo espeso, probablemente encapotado de nubes grises; y una persistente sensación de sed y de que los pies se hunden en el suelo sin alcanzar lugar alguno.
—Allá vamos —dijo Claudia, pero apenas había dado tres pasos cuando una de las alarmas del padisueño la escupió hacia la vigilia: —Negri y la puta que te parió...
Después se quedó dormida.
—Trastornos en la digestión y en la micción, pérdida temporal del tono muscular, espasmos, desorientación frecuente, lagunas mentales, bajo rendimiento laboral, un episodio de dislalia y un desmayo. ¿Me salté algo...? —el psicólogo (un hombre de carne y hueso en el mundo físico: alto, de tez pálida, con una barba rubia y abundante, y un par de ojos verdes desprovistos de todo candor) se adelantó un poco en el sillón para que ella pudiera escucharlo— Para mí la situación es clara. O le dedica más horas al sueño natural o muy pronto el daño va a ser mayor. Así y todo, hasta que estemos seguros, la voy a tener que poner un par de días bajo observación clínica.
Claudia lo miró con espanto. Sabía exactamente lo que significaba aquel eufemismo: aislamiento, monitoreo permanente, cero vida social, problemas en el trabajo... Ninguno de los otros tres terapeutas había sido tan directo.
—No lo entiendo. ¿Porqué no me dice también que me arranque los sincros y me vaya a Buenos Aires a comer de los basurales? —Pensó mejor las palabras, sabía exactamente qué era lo que quería decir—. ¿Así que quiere aislarme? ¡Por Dios! ¿Con quién me está confundiendo?
El profesional la miró directo a los ojos, pero ella estaba dando rienda suelta a su indignación y estaba determinada a decirlo todo. El psicólogo esperó, todavía le quedaba media hora de sesión con esta paciente.
—Mis padres me operaron cuando tenía tres años para que yo tuviese vida social, así como la tenían ellos. Ser una mujer de bien. Y ahora usted me dice que tengo que dejar de serlo...
—Lo que está en juego es su vida, no la mía —interrumpió el terapeuta—. Mi obligación llega al punto de advertirle sobre el peligro. El resto depende de usted.
—Pero es inaudito.
—Se equivoca, es más común de lo que cree: el sesenta por ciento de las personas tiene períodos de adicción al sueño activo. Y todo se compensa.
—¡Y me responde con estadísticas! —ella se levantó y lo encaró con el índice en alto— Yo le voy a dar estadísticas: el cien por ciento de las secretarias que ocuparon mi puesto en el pasado, están buscando trabajo en algún lugar de Buenos Aires o de Rosario. ¿Tiene idea de lo que eso significa? —Claudia respiró profundamente: una, dos veces, como tratando de mantener a raya las lágrimas de su impotencia. Después siguió: —Y les pasó porque se volvieron ociosas e incompetentes. ¿No lo entiende? Todo, absolutamente todo pasa por el puente onírico, y yo no puedo estar en otro lado.
—Tranquilícese. No se ponga mal, que no vino a mí para enfermarse más. Lo que yo le estoy diciendo no es una posibilidad, sino una verdad manifiesta: un diagnóstico sincero. Yo no gano ni pierdo nada con mentirle —el psicólogo la instó con un movimiento de manos a que se sentara y ella se acomodó en la silla una vez más—. Piénselo un poco. ¿No será que usted misma se está volviendo incompetente por esta falta de sueño natural?
—No me puede poner bajo observación. ¿Sabe lo que va a pasar si ellos se enteran? Ese es el primer paso...
—No exagere. Lo que usted tiene que hacer es aceptar su adicción con humildad. Ese es el primer paso. Se sale, créame. Yo mismo rehabilité treinta o cuarenta pacientes. Además, todavía estamos a tiempo. Acéptelo. Pídase una licencia de tres días. Tiene derecho a una licencia médica. Quiero que vaya a la clínica y se interne... aquí tiene la orden. No es observación o, en todo caso, no es una observación que yo tenga que reportar.
—No hace falta que informe nada, ellos van a sospechar.
Claudia durmió cuatro horas, tan sólo por darle el gusto a su terapeuta. Sabía que no eran suficientes pero, como se decía a sí misma, era mejor que nada. La cuestión era ganar tiempo para estabilizar su situación en la empresa. Después iba a pedir una licencia para visitar a su madre y se internaría en alguna clínica del Norte.
Con todo, la sensación de agobio y de culpa era cada vez más apremiante. Se sentía perseguida. Como si Dios mismo trabajara para la Sudamed y se hubiese transformado en su jefe de Personal.
Llegó justo a tiempo al ómnibus que la llevaría a las oficinas de la compañía, en la parte alta de la ciudad. Una hora de viaje, que la mayoría de los pasajeros aprovechaba para descansar. Ella lo intentó, pero no pudo. Tampoco intentó un puente onírico: es muy difícil establecer conexión con alguien cuya posición relativa se mueve permanentemente.
Al final, terminó dedicándole una buena parte de ese tiempo a revisar su paditexto. Adelantó un poco del trabajo e hizo un par de llamadas desde su teléfono celular.
—¿Alguna novedad de Conver-Delivery? —preguntó su jefe un par de horas después, mientras dejaba su saco en el perchero de la oficina.
Claudia estaba revisando su padisueño, para lo cual había removido una de las tapas posteriores. La llegada de su jefe la había tomado por sorpresa, así que se apresuró a contestar.
—Para esta tarde, señor Basaldúa. Además tiene seis mensajes. Y en su escritorio está el borrador de producción que se discutió anteayer en el puente onírico.
—¿Algún problema con el pad?
—Estaba tratando de resetear las alarmas, ya sabe. A veces se ponen muy molestas.
—La entiendo, yo...
El gerente se detuvo en el vano de la puerta que separaba ambas oficinas. En ese momento pareció recordar algo. Retrocedió un par de pasos y se volvió una vez más hacia ella, con una expresión curiosa en el rostro: —Claudia, ¿sería tan amable de concederme unos minutos cuando termine? Quisiera hablar con usted.
La mujer se levantó como por reflejo y, antes de que pudiera darse cuenta, estaba sentada en uno de los sillones de la oficina contigua, en frente de su jefe. Basaldúa estaba sacando de su portafolio una copiapapel encarpetada.
—Mire esto; ¿le parece familiar? —el gerente le extendió la carpeta.
—"Material clasificad..." no, la verdad que no.
—Estaba sobre su escritorio —dijo Basaldúa—. Con orden de ser despachado hacia uno de nuestros proveedores de insumos: la Samuelson Inc. Esto es material clasificado y usted sabe bien lo que eso significa. No puede abandonar los límites de esta empresa y mucho menos ir a parar a uno de nuestros asociados. —El gerente hizo una pausa: estaba midiendo las reacciones de Claudia—. Después encontré esto otro en el archivo de material clasificado: es una orden de compra con especificaciones varias para la Samuelson. El ingeniero me dijo que estas órdenes en papel son el procedimiento usual después de lo del apagón. Pero coincide con la orden electrónica, también lo verifiqué.
—No puede ser —Claudia confrontó las dos carpetas—. Bueno, sí, no hay otra explicación. En la última reunión física, tuve ambos documentos a mano. Me confundí...
—Pero me dijo que no le era familiar.
—Eso es porque nunca llegué a leer los contenidos. El viernes tuve en mis manos una o dos copiaspapel clasificadas, que encarpeté y guardé según las referencias que me dio el ingeniero. Y también manejé lo de la Samuelson. Debo haberme equivocado y puse uno en lugar del otro.
—Eso supuse —Su jefe se levantó del asiento y le dio la espalda.
Silencio.
Claudia observó la escena y se dejó llevar por recuerdos igualmente amargos. El silencio, la espalda imponente de su jefe, el minuto que precede a la sentencia.. Y entonces puedo verse así misma llorando, y lloró a cuenta de lo que iba a venir.
—Es grave, Claudia —dijo Basaldúa—. Si no la conociera mejor, pensaría que está tratando de sacar material para la competencia. Nuestra casa matriz es tremendamente cuidadosa en ese sentido. Usted misma firmó un contrato...
—Ya sé, ya sé... —admitió ella, entre moco y lágrima— Le juro que no va a suceder otra vez.
—Es la cuarta falta que noto. No imagino qué otros errores puede haber cometido en estos últimos días, y la verdad es que preferiría no tener que pensarlo siquiera.
Basaldúa tomó un poco de distancia y desvió la mirada hacia la ventana: el llanto de una secretaria es el terror de los jefes, no hay lógica ni razonamiento que le sobrevivan.
—Muy a mi pesar —dijo—, el ingeniero propuso una investigación administrativa. Yo estoy tratando de convencerlo de que es un problema de salud, pero usted sabe que cualquiera de estos caminos la perjudican. ¿Está viendo a un profesional?
—Sí —contestó Claudia, mientras se limpiaba la nariz.
—¿Y qué le recomendó?
Claudia balbuceó un par de ideas vagas, para terminar diciendo: —Es muy pronto, apenas estamos empezando con la terapia.
—Entiendo. Por favor téngame al tanto. Le juro que no sé por cuanto tiempo voy a poder respaldarla. Yo sé que usted es competente, sé que no espía para la competencia, sé que es un problemita temporal. Pero todo queda asentado. Ayúdeme a ayudarla.
—Creí que me iba a morir. Basaldúa estaba ahí, adelante mío, mostrándome las dos carpetas —Claudia prendió un cigarrillo: en el sueño tenía el mismo efecto tranquilizador que en el mundo físico—. Material clasificado, decía la carpeta...
—Hija, no hace falta que te aceleres por eso. Basaldúa es un buen hombre. Si vos le explicaras, a lo mejor te puede arreglar cinco o diez días de licencia.
—Mamá, ¿en qué estás pensando? ¿Dónde estabas mientras yo te contaba todo esto? No puede hacer nada. No hay salida.
—¡Por Dios hija! ¿Te imaginás qué hubiera pasado si tu padre me hubiera echado de casa por cada vez que metí la pata?
Papá...
Claudia sintió un frío en todo el cuerpo que la hizo estremecer. Ciertamente no era una sensación física. Era como si esa ausencia la pusiera a prueba todo el tiempo. Y ella fallase una y otra vez.
—Lo extraño, ¿sabés? —dijo Claudia, y el sólo hecho de hablar de él sirvió para mitigar ese vacío.
—¿A tu padre? Sí, yo también. Durante las ceremonias oníricas, rezo mucho por su alma. A veces creo que hasta siento su presencia.
—¿Y cómo es?
—No sé, hija. No es que pueda verlo, pero presiento que algo cambia sutilmente o algo falta, y esa sensación me invita a recordarlo —la madre de Claudia cambió de expresión—. Pero no sirve de mucho pensarlo así. Después de todo, fue él quien se alejó de nosotras. Así como así, un día se fue buscando un lugar en donde la gente fuera normal. Y se contagió de tanto convivir con los cirujas, y se murió antes de llegar. Pero fue su decisión.
—En el Norte...
—Hija, ¿estás bien?
Las dos mujeres estaban reunidas en el departamento de Claudia, o al menos esa había sido la primera intención. Claudia estaba sentada en un sillón de mimbre, pero algo en su porte desencajaba. Estaba como congelada en esa postura y la sugestión que ambas debían sostener dentro del puente onírico se estaba desmoronando.
—Sí estoy bien —contestó una voz, aunque los labios oníricos de Claudia no mostraban movimiento alguno.
—Es tu imagen, Clodi..., hija. Tratá de concentrarte un poquito.
—Mamá vos no entendés...
El fantasma de Claudia se desvaneció y su figura —ahora vestida con un camisón amarillo—, surgió desde una de las puertas, a la izquierda de la madre.
—Mamá. Creo que es hora de que te vayas. Tengo que dormir.
—Mamá. Creo que es hora... —repitió una voz incorpórea que venía del sillón.
—¿Quién dijo eso?
—Sí, claro hija. Te veo en cuanto despiertes.
—¿Quién dijo eso?
—Que duermas bien...
—¿Mamá...?
—Pandy, ¡sueño fuera!
—¿Mamá...?
—Negri, ¡sueño fuera!
Claudia emergió violentamente de aquella pesadilla, sólo para comprobar que no estaba conectada al padisueño. Ni siquiera había adoptado la posición de sentado que era necesaria para establecer el puente onírico. Era una pesadilla auténtica, como hacía meses que no tenía. Una buena noticia, sí, pero algo no parecía natural en todo aquello.
En el sueño, ella era testigo y protagonista a la vez. Sentada en el sillón hablaba con su madre y, al mismo tiempo, evaluaba la conversación desde la puerta de la cocina, que no era cocina —como en su departamento del mundo físico—, sino ascensor. Lo extraño fue esa doble subjetividad. Como si su capacidad de ser, su conciencia, pudiera dividirse en muchos pedazos.
En aquel instante supo que había tenido una experiencia mística trascendente. Y que esa experiencia estaba relacionada con su padre. Trató de comunicarse con su madre, vía teléfono celular, pero no estaba: el mismo mensaje insípido, la misma hora, las mismas coordenadas, las mismas constantes de sincro para un eventual encuentro en el puente onírico.
Entonces, como en un rapto de inspiración, recordó el llamado de Fernando. Quedaron en encontrarse en la puerta de la Iglesia, en carne y hueso, al mediodía.
Fernando era sacerdote... pero también era su amigo, y ahora estaba de vuelta, después de cinco años de misionar en las sierras. Si habían sido amantes antes de la ordenación, ese detalle realmente no contaba para nada ahora que volvían a verse después de tanto tiempo.
En cierta forma, la vida los había cambiado. Ella había pasado por distintas etapas espirituales y anímicas desde la muerte de su padre. El, en cambio, se había quedado como en estado de éxtasis desde el día de su ordenación: más o menos para la misma época. Acaso este estancamiento, esta falta de consecuencia con su desarrollo espiritual y humano, era el aspecto más notable en Fernando.
Después de aquello, Claudia había adoptado la fe de los cientistas evangélicos, como su madre. El sacerdote, en cambio, se las arreglaba con una de las decenas de versiones del Nuevo Catolicismo que proliferaban en el tercer mundo. "Veinte caminos para ver el culo de Dios", decía la madre de Claudia, de modo despectivo.
—La verdad es que nunca estuve de acuerdo con esos tipos que lee tu vieja —admitió Fernando, mientras se acomodaba en un banco de la Iglesia—. Difícilmente sea el alma eso que vemos en el puente onírico. Pero ya lo habíamos...
—Ya lo discutimos antes. Precisamente: ellos no dicen que sea el alma, sino que es un estado más cercano al alma. Una especie de paso trascendente.
—Ya veo. ¿Y a dónde te lleva ese paso trascendente? ¿Te lo preguntaste alguna vez?
—Eso también lo discutimos. Gracias a esa experiencia, podemos ver cosas que otros no pueden ver. Una apertura de la conciencia.
—Puro bla bla. Perdoname que te lo diga en este tono, pero es así. Lo único que surge de todo esto es que si vos pensás que hay algo en este mundo que te hace distinta y superior a tus hermanos, entonces tenés la excusa perfecta para discriminarlos. De allí al exterminio, hay un paso. ¡Eso no te hace mejor persona!
—¿Exterminarlos? —Claudia hizo un mohín de desprecio— ¿Para qué? Se están matando solos.
Fernando se levantó del banco y le dio la espalda.
Claudia lo siguió con la mirada, esperando que, como punto final a la discusión, él dijera las palabras. "Dixit: ¡sueño fuera!" Pero pronto reaccionó. Estaban en el mundo físico, y allí las discusiones siempre tenían que terminar. Para bien o para mal.
El sacerdote se repuso lentamente de la ofuscación y volvió a sentarse delante de ella. El minuto de silencio lo había ayudado a enfocarse en algunos de los detalles que Claudia quería ocultar deliberadamente.
—Vamos a tranquilizarnos, Clodi. Mirá: en todo este tiempo que llevamos hablando hubo algo que me está molestando...
—¿Qué cosa?
—Es que todo me suena a reivindicación. Como si necesitaras justificar algo. ¿De qué te estas resguardando?
Como en el pasado, la palabra de Fernando volvía a ser un instrumento muy filoso. Claudia quiso prender un cigarrillo, pero él la detuvo: estaban en la Casa de Dios.
—No me resguardo —dijo ella, mientras guardaba el paquete y el encendedor—. Trato de entender. Los otros días un profesional me dijo que tengo adicción al sueño activo. Me van a poder bajo observación.
—Ya veo.
—Y como vos bien sabés, mi fe y mi vida entera pasan por ese lugar. No puedo concebir otro sitio donde yo quisiera estar que ése, dentro del puente onírico. Y eso es así porque Dios, de alguna forma, está allí. Yo misma vi y creí.
—El problema no está en tu alma, sino en tu cuerpo —Fernando se acercó un poco y puso un dedo en la cabeza de Claudia—. El cerebro necesita darle respiro a tus neuronas. No es un problema religioso, ni filosófico, sino físico.
Claudia se impacientó.
—Lo físico no es importante. Lo físico no trasciende. En el sueño, la experiencia es netamente espiritual, es más pura y nos hace mejores. ¡En nombre de Dios! ¿Cómo es que no lo podés ver?
—No estoy ciego, si a eso te referís. Y, quieras o no, para estar viva necesitás de tu cuerpo y de tu cerebro. El cuerpo tiene un propósito.
—Yo te estoy hablando de un Nuevo Bautismo, un bautismo espiritual para barrer con el pecado original definitivamente. A eso vamos...
Fernando se levantó por segunda da vez, como si quisiera tomar impulso para escupir las palabras. Comenzó a transitar el espacio que había entre los bancos y el altar, de ida y de vuelta. Recién a la mitad de la tercera vez, se animó a seguir hablando..
—En todos mis viajes por este país, pude ver lo difícil que es la vida fuera de los barrio cerrados. Pude ver el pecado que hay más allá de las muralas. Pero la culpa está en el hombre. En gente como vos y como yo, que se porta con tanto egoísmo...
—No, de ninguna forma —contestó ella—. Me niego a compartir la culpa con ellos. La culpa no está en "el hombre". Está en ellos. ¿No será que se fueron transformando en algo maligno?
—¿No será que vos tenés miedo de parecerte a ellos, una vez que te saquen del puente onírico? Con cada palabra que decís, buscás poner distancia entre vos y ellos. Pero esa distancia no existe. Son seres humanos.
Claudia López apretó los dientes y clavó sus ojos claros en el cura.
— Y es una pena que pensés de ese modo —siguió él—, porque va en contra de tus propios intereses. Estas enferma, lo sabés bien. Pero en lugar de pedir ayuda con humildad, te justificás, te dedicás a plantar las semillas de tu propio calvario. No te hagás eso, por favor.
Fernando le dio un beso en la boca y la dejó con una media palabra de reproche entre los labios.
—No digas más, Clodi. Lo único que faltaría es que le eches la culpa a Dios.
Un bosque.
La figura solitaria de un hombre dirigiéndose al Norte. Su padre ya no le escribe. Su padre le dejó un montón de responsabilidades, y ella le falló.
"Negri, dame el Norte". Noventa pasos al Sur es en la oficina de correos.
Voces que repiten lo que ella dice, pero que no dicen lo que ella quiere decir. Las palabras ya no significan lo mismo.
"Mamá no podremos verte a las cinco, ni a las seis, ni a las siete. El señor Basáltico nos castigó después de hora".
Un aviso: "El mundo físico no es seguro".
Las bestias toman su lugar. Son como dioses que la limitan, que la perjudican. Necesitan de una víctima propiciatoria para calmar sus apetitos en el mundo físico.
Un dios mudo, que es silencio y vacío y angustia.
Una diosa sorda, que no entiende, que se pierde en la lejanía.
Un dios ciego, que se aferra al mundo físico y a su propio cuerpo, y que pretende lo mismo de ella.
Un dios insensible, con el poder de ejercer la justicia y la culpa.
Un dios impiadoso, que quiere hacerle bien quitándole lo único que ama.
No hay imágenes. Sólo sensaciones.
El pensamiento de Claudia se divide en cinco, como si fuera capaz de ser la víctima ideal para cada uno de sus victimarios. Y entonces es hijo, hija, empleada, amiga y paciente. Después de todo, cada uno querrá llevarse un pedazo el último día.
Acaso esta sensación de fracturar su esencia una y otra vez, es la que termina desgarrándola. Y las palabras no sirven, y todo el plano onírico pierde sentido.
—Negri, ¡sueño fuera!
Y el sueño se terminó.
Para cuando Claudia despertó, el padisueño mostraba un extenso log de errores de subvocalización. En Claudia, el sueño se había vuelto tan caótico como el delirio de un afiebrado. O aún más.
Llamó a su madre, pero nadie respondió al otro lado de la línea. Su madre nunca estaba. Vivía lejos, y tan sólo para el sueño. Un nombre, un horario, una constante en el sincroneural... Eso era todo lo que quedaba de su madre en el mundo físico. Se había ido, lo mismo que su padre.
Llamó a su psicólogo.
—López, Claudia. Sí, claro... Le mando el transporte, Claudia —dijo el profesional—. Se lo mando ahora, así la tenemos bajo....
Claudia cortó. Evaluó la idea de llamarlo a Fernando, pero algo el ella se mantenía firme y le decía que él estaba tan lejos como su madre. Aunque en otro sentido. Lo peor es que ella todavía lo amaba.
Sacó la tapa posterior de su padisueño, reseteó una vez más el aparato e inhibió todas las alarmas. Uno de los ingenieros de la Sudamed le había enseñado finalmente el truco.
—Negri, ¡sueño ahora!
Una habitación vacía.
Un escritorio que no es escritorio, sino cama.
Ropa desparramada, que no es ropa. Son carpetas. Carpetas llenas de responsabilidades.
Siete empleados hablando del último proyecto de la compañía. Dos de ellos se esfuman —¡Indigo fuera! ¡Blue fuera!— Otro la echa a patadas de la oficina.
Porque ella los traicionó, dice. Y ahora está fuera del círculo.
Carpetas de material confidencial en todas las bandejas: no puede abrir ninguno de los documentos, así que los guarda, uno tras otro, hasta que el cajón del mueble revienta ese estado de gravidez. La cama está deshecha.
Afuera la esperan los enfermeros, que no son enfermeros sino outsiders. La aferran por los costados, la tocan, la manosean como nunca nadie lo había hecho en el plano onírico. "Es por tu bien", dicen, y es la voz del psicólogo multiplicada en cada uno de ellos. "¡Sáquenle el cerebro!"
Una persecución. El camino tiene nombre, se llama culpa.
"Si me duermo un poco, ellos me querrán más. Pero es absurdo: si me duermo no existo. Me van a eliminar."
El baño ya no es el baño. Es la oficina de su jefe.
Las alarmas molestan: hay que suprimirlas. "¡Sueño libre!"
"El castigo por decepcionar a Basáltico son dos semanas de observación. Si me muero sin decirles, me van a querer menos."
—Negri, ¡sueño ahora!
Negri no contesta. No hay salida.
"Fernando, te quiero, pero sos un idiota. Tenés cerebro de mosca."
"Mamá, volvé pronto."
"Jefe, lo respeto, no volverá a suceder."
"Doctor, ¡váyase al carajo!"
"Papá, abrime pronto. Que ya vienen a buscarme. Por favor."
—Negri, ¡sueño ahora!
"¡Qué tonta! Si Negri no funciona... ¿Y quién necesita un padisueño? Es al revés: la respuesta es una negación."
—Dios, ¡vida fuera!
Y en algún lugar del Barrio Sudamed, Claudia López cayó de un quinto piso.
—¿Qué busca?
—Probablemente el Norte, como todos los locos. A veces desgrabamos la subvocalización y entre sueños dice que su papá está al Norte. Y dice que noventa pasos al Sur es el correo. Lo comprobamos: la puerta de su casa está a noventa metros de un Conver-Delivery.
—Fue una concusión muy fea en la cabeza. Hubo rotura de la duramadre, pérdida de masa encefálica. Pero va a vivir, eso es seguro.
—Estaba loca. Digo: ya estaba un poco loca de antes, pero ahora más: con los remedios y el agregado de todos esos circuitos neuronales nuevos... Para mí, que no tiene remedio. Por algo se tiró.
—¿Su madre?
—La están buscando. Es cientista, y vos sabés como son: desaparecen durante semanas...
—Sí, ya sé. Ya sé. ¿Y el de esta mañana? ¿Quién era?
—¿El cura...? Creo que un amigo. Le dio la bendición curricular y se quedó mirándola por un rato largo. Después dijo algo sobre echarle la culpa a Dios, pero no sé.
—¿Hablaron sobre la donación...?
—No preguntó. Los papeles están ahí. Habrá que ver qué dicen en la compañía.
—¡Pobre piba! No era tan fea...
Este relato forma parte de un interesante grupo de cuentos de Alonso ambientados en el universo Oniris, de su invención, que ya trasciende la pluma de su creador, pues hay otros autores del taller de Axxón y de España que están trabajando en relatos basados en las reglas de ese mundo.
Este cuento fue finalista en el Premio Domingo Santos del año 1999.