«Mientras dormÃs, vivo», Francisco Costantini
Agregado en 19 enero 2010 por admin in 204, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
Sé que no podés escucharme, Verónica, pero tengo la necesidad imperiosa de hablarte, de contarte por qué esta noche llegué hasta tu casa. Tal vez cuando despiertes algo recuerdes; es posible. ¿Y por qué te hablo si sé que estás dormida? Quizá porque necesito un desahogo; estas semanas finales han sido muy difÃciles para mÃ, en especial las dos últimas noches. Quizá, también, porque busco justificarme, pues me embarga un enorme sentimiento de culpa.
En realidad, a pesar de mi apariencia, no soy humano. Provengo de un universo completamente diferente a este, regido por reglas que apenas ustedes pueden llegar a imaginar. Su lenguaje, que he aprendido a utilizar durante todo este tiempo, no sirve para describir aquel lugar que a mà mismo, a esta altura, me parece lejano y extraño, cuando no confuso.
La razón por la que estoy aquÃ, en la Tierra, también es difÃcil de explicar. Además, no tiene demasiada importancia ahora, no es relevante. Puedo resumir todo diciéndote que es un castigo por algo que hice en mi universo y punto. Desde que llegué a este ha pasado casi un año, el mismo tiempo que llevo buscándote.
Mi llegada fue horrible, todos mis sentidos despertaron al unÃsono. Lo que vi apenas abrà los ojos me pareció incoherente, confuso. La misma sensación experimenté con lo que oà y olÃ. Instintivamente traté de pararme, pero tuve un mareo repentino y sentà náuseas. Caà de rodillas, las manos sobre el asfalto frÃo. Mi tórax se agitó varias veces y al fin escupà un lÃquido negro. El dolor se mostró en mi cuerpo por primera vez: una puntada aguda debajo del esternón. Desnudo, tirado en medio de una calle oscura, pensé que el castigo serÃa mucho más cruel que lo que hubiera imaginado. Maldije a quienes me habÃan sentenciado. Me maldije a mà mismo por las torpezas cometidas.
Entonces escuché ruidos que se sobreponÃan al resto, cada vez más notorios. Aunque aún no pudiera comprenderlo, eran los pasos de alguien aproximándose. Busqué el origen del monótono golpeteo y pronto vislumbré la figura de un sujeto, recortada sobre la luz amarilla de los faros, que se detuvo frente a mÃ. Nos observamos por densos segundos, hasta que el extraño habló:
Bienvenido a la Tierra, amigo y sonrió.
No entendà lo que aquellos sonidos toscos significaban, ni el gesto de la sonrisa. Pero, de inmediato, sentà una voz en mi cabeza que hablaba el lenguaje de mi mundo: Asà se comunican los humanos, y deberás aprender a hacerlo cuanto antes si quieres sobrevivir aquÃ.
Me tomé un tiempo para acomodar las ideas. Entonces, no sin esfuerzo, interrogué:
¿Quién eres?
El sujeto extendió un brazo y me ayudó a incorporarme. Esta vez no hubo mareo.
La telepatÃa en estos cuerpos también tiene sus lÃmites de expresión contestó, y además consume mucha energÃa. Comenzó a sacar ropa de una mochila que descolgó de su espalda. Digamos que soy el embajador de los nuestros en este mundo. Ahora cubre tu cuerpo con esto. Los humanos no suelen andar desnudos por entre la gente.
No comprendà mucho el sentido de la última frase, pero con su ayuda me vestÃ.
Juan dijo el sujeto.
Lo miré impávido, sin entender qué habÃa sido aquello.
Ese es mi nombre aquà explicó, y luego agregó: Tendremos que buscarte uno, también.
Me tomó del brazo y, muy lentamente, salimos caminando de esa calle oscura hacia una avenida más iluminada.
A cada paso tomaba mayor confianza, no parecÃa complicado controlar las extremidades inferiores. Mientras, Juan me explicaba algunas cosas elementales del universo al que habÃa llegado.
Es difÃcil adaptarse al principio, pero esto es asÃ; sólo tres dimensiones: altura, anchura y profundidad. Y el tiempo, claro, que es unidireccional, siempre hacia delante.
Analicé la realidad descrita.
Simple, pero nada práctica concluÃ.
Él se limitó a encogerse de hombros, gesto cuyo sentido, en ese momento, no supe apreciar.
Llevábamos ya varias cuadras caminadas cuando fui testigo de un espectáculo único, que me pasmó por su belleza. Un haz de luz cayó sobre mis ojos y me obligó a voltear la cara. Cuando me compuse levanté la vista y vi que los rayos del sol acariciaban la cima de los edificios más altos. En el espacio existente entre dos de estas torres, conseguà vislumbrar la esfera de fuego responsable de tan hermoso espectáculo, y que le daba otra tonalidad a este mundo que, de entrada, me habÃa parecido oscuro y desabrido.
Está «amaneciendo» comentó Juan, que se habÃa percatado de mi asombro.
Giré para verlo, sin comprender. Iba a contestarle, pero entonces mis piernas flaquearon y mi compañero tuvo que sujetarme para que no terminara en el suelo. Otra vez sentà un mareo y poco a poco fui perdiendo la percepción de la realidad. En mi cabeza resonaba la voz de Juan, pero yo no podÃa entenderlo. Finalmente, mis ojos se cerraron.
Desperté en otro lugar, con un profundo dolor de cabeza, y con esa realidad ininteligible bombardeando mis sentidos, de nuevo provocándome ganas de vomitar. Aunque esta vez, pausadamente, las cosas fueron acomodándose en su lugar y comenzaron a tener sentido. No estaba tirado en el suelo, como al llegar, sino sobre ahora lo sé una cama dentro de una habitación bastante estrecha. En ese momento no era capaz de diferenciar entre la pulcritud y la suciedad, asà que no me llamaron la atención ni las botellas, ni la ropa, ni los restos de comida desparramados sobre el parqué. Aparte de la cama, dos objetos, distintos entre sÃ, rompÃan la monotonÃa del lugar: un espejo y una puerta. No sabÃa para qué podÃan servir.
Me acerqué a examinar el primero y, pese al sobresalto inicial, comprendà que esa imagen era la mÃa. Encontré armonÃa en las facciones de mi rostro, aunque de entrada no lo vi tan diferente al de Juan. De repente, como un estallido y quizás motivado por esta situación, pasó por mi mente una figura, los contornos de una cara… Entonces, recordé.
HabÃa experimentado una situación extraña doblemente extraña en ese momento mientras permanecÃa inconciente. Estuve en otro cuerpo, pero sin percibir las cosas como en la vigilia; todo parecÃa borroso, laxo, incongruente… El recuerdo más preciso que conservaba era el de un rostro que yo, por supuesto, no conocÃa. Se trataba de tu rostro, Verónica, que comenzaba a emerger en mi conciencia.
Pensaba en esto cuando un ruido me llamó la atención. Giré sobre mis talones y vi que la puerta se abrÃa. Juan entró a la habitación, con esa sonrisa ancha partiéndole la cara en dos.
Veo que «despertaste». Caminó directo hacia una botella semivacÃa que estaba en el piso y la recogió. Tomó un trago y me la ofreció: Es «whisky», tal vez llegue a gustarte si pasas mucho tiempo en este mundo.
No acepté. Aún no confiaba en él.
¿Dónde estoy? interrogué.
Bebió otro trago. Con el antebrazo se secó la boca.
Aquà es donde vivo, mi «casa». Miró en rededor. No es un lugar muy acogedor, pero me basta.
Emità un leve quejido.
¡Bien! expresó En cualquier momento comienzas a hablar.
No dije nada, habÃa otras cosas que entonces me preocupaban más.
¿Qué fue lo que me pasó? ¿Por qué perdà la conciencia?
Juan se sentó en la cama y desde allà me escrutó por un instante. Luego preguntó:
Mientras permanecÃas inconciente… ¿experimentaste algo?
Me sorprendió que lo supiera. Sentà cansada su mirada. Ahora entiendo que en ella se depositaba el desencanto de tantos años de permanencia aquÃ, la pena de un ser en completa soledad. Pero ya tendrÃa tiempo para saber de él. Me concentré en su pregunta, respondà afirmativamente y le conté lo que recordaba. No tardé demasiado.
Cuando terminé, él seguÃa sentado en la cama, aferrando con sus manos la botella vacÃa. Después de unos segundos de introspección me devolvió una sonrisa más moderada que lo habitual, y por ello mismo más sincera. Me iba acostumbrando fácilmente a sus expresiones, no parecÃa complicado. Al fin, contempló el recipiente vacÃo y lo dejó caer.
La «gravedad» es la fuerza que nos mantiene unidos al suelo. Lo mismo que atrajo a ese objeto cuando lo solté señaló la botella.
¿Qué tiene que ver eso con lo que acabo de contarte? inquirÃ, perplejo.
Tu existencia, en este planeta, está unida a la existencia de otra persona. La que inexorablemente te arrastrá a sus necesidades.
¿Qué?
Los humanos necesitan «dormir» para reponer energÃas. De hecho, yo, con este cuerpo, también lo necesito.
¿»Dormir»?
Exacto. Luego, abrió la boca y articuló: Dor-mir y de nuevo en mi cabeza: Es lo que hiciste mientras estabas inconciente.
AsentÃ, aunque no conseguÃa asimilar muy bien el concepto.
Cuando esa persona a la que estás unido «duerme», tú permaneces conciente, «despierto»; cuando esa persona «despierta», tú «duermes». Es ese alguien al que me describiste. Aunque él no lo sepa, eres su esclavo.
No supe qué decir. En cambio, sentà que los vellos de mi cuerpo se erizaban y que el aire abandonaba mis pulmones. Sin pensarlo me senté en el piso, apoyando la espalda contra la pared.
¿Quienes te condenaron te dieron algún plazo? preguntó.
Lo miré, confundido. Él de inmediato agregó:
Este castigo particular siempre cuenta con un plazo. Un «año», dos, tres…
¡Un «año!» respondÃ, sobresaltado Eso es lo que dijeron, aunque no sé qué significa…
Juan se levantó y comenzó a caminar por el cuarto, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Su expresión habÃa cambiado notablemente: tenÃa el ceño fruncido y los labios contraÃdos.
Es poco tiempo soltó. Luego detuvo la marcha y clavó en mà su mirada. En un «año» tu condena terminará, siempre y cuando hayas logrado romper el vÃnculo con esa persona. De lo contrario, si bien ya no dependerás de ella y serás tú quien escoja cuándo «dormir», permanecerás en este mundo, en ese cuerpo y, como todo humano, tarde o temprano dejarás de existir.
Lo escruté, en silencio. En mi universo no existe nada como la muerte; sà los castigos, que incluso pueden ser perpetuos. La sola idea de la expiración, en ese momento, me parecÃa aterradoramente absurda. Aunque, para ser franco, todavÃa no logro comprender por qué vivir para luego morir, no entiendo qué sentido posee una existencia asÃ.
¿Y cómo puedo romper el vÃnculo con esa persona? pregunté.
Él dio unos pasos y se dejó caer sobre la cama. Entrelazó sus manos detrás de su cabeza y, sin dejar de mirar al cielorraso gris, me contestó:
Tendrás que matarla.
Los meses pasaron. Juan habÃa conseguido otra cama que instalamos en la misma habitación. El departamento era muy pequeño; aparte del cuarto, habÃa una cocina-comedor y el baño. Sin embargo, nos las arreglábamos muy bien para convivir. Él era mi maestro; me enseñó a hablar, a leer, a vestirme… En fin: todo lo que un humano necesita saber. Incluso me ayudó a escoger un nombre: Ignacio. PodrÃa haber sido cualquier otro, pero de inmediato me gustó su sonoridad, asà que me lo apropié. Juan me habÃa anunciado que aprenderÃa pronto lo indispensable para sobrevivir en este mundo, que para lo nuestros, pese a los sinsabores iniciales, la realidad es bastante simple de asimilar. Y no se equivocó.
Nunca conocà su trabajo, con qué ganaba el dinero que luego derrochaba en mujeres, alcohol, drogas y otros excesos. IntuÃa que, desde la moral humana, no serÃa nada del todo aceptable, pero nunca le pregunté: él me daba techo y comida, y no me parecÃa atinado andar indagando en su privacidad. La mayorÃa de las noches Juan se iba y me quedaba solo, devorando los libros de historia que él me traÃa de la biblioteca. Disfrutaba de la soledad, seguramente debido a mi condición. Una sola vez fui a una de las fiestas de mi compañero y no lo soporté.
Hace tres siglos y medio que él está entre ustedes y a veces parece más un humano que uno de los mÃos. Cuando me enteré de que aún le restan ciento cincuenta años aquÃ, me dio escalofrÃos… No estoy seguro de si yo podrÃa soportarlo. Y Juan, aparte de sobrellevar su condena, cada tanto debe hacerse cargo de alguno como yo que ha venido a pagar sus culpas. El pacto implÃcito que siempre hubo entre nosotros fue que ninguno preguntarÃa jamás por la falta que el otro habÃa cometido. No tenÃa sentido hacer las cosas más difÃciles de lo que ya eran de por sÃ.
Mi situación no habÃa cambiado demasiado desde que llegara. Lo único que sabÃa era que la persona a la que me unÃa ese vÃnculo perverso tenÃa que vivir en la misma franja horaria que yo, pues, salvo contadas excepciones, me veÃa obligado a dormir de dÃa, entre las seis de la mañana y las diez de la noche, y a permanecer despierto el resto de la jornada. A veces esto se alteraba y entonces me despertaba a las dos de la tarde o dormÃa hasta las cinco de la madrugada, pero, como dije, esto era excepcional. En un par de ocasiones en las que yo esperaba no tener problemas y habÃa salido a caminar bajo el amparo nocturno, me vi sorprendido por el sueño y permanecà tirado en medio de la calle, hasta que el dueño de mi voluntad de qué otra manera llamarte decidiera, o pudiera, volver a dormir.
Y mientras tanto seguÃa viéndote en sueños. Cada noche, mientras cerraba los ojos en un plano de la realidad y los abrÃa en el otro, vivÃa tu vida, veÃa y sentÃa todo desde tu cuerpo, de alguna manera los dos éramos una sola persona. RecorrÃamos lugares, hablábamos con otra gente, pasábamos horas enteras frente a los lienzos sobre los que imprimÃas tu arte. Pero al despertar, esas experiencias se desvanecÃan casi por completo, como si el sutil mundo interior en el que me sumergÃa al estar con vos, se astillara al colisionar con la realidad áspera y cortante de cada dÃa. Yo, desesperadamente, trataba de armar tu vida con los fragmentos que permanecÃan incrustados en mi memoria. Me apresuraba a escribir o dibujar en un cuaderno todo lo que recordaba, sabiendo que, como arena, como agua, te escapabas de mis manos.
Asà supe que eras mujer. Descubrà tu afición por la pintura, lo que me condujo a investigar sobre arte tan sutil. Respiré tu perfume, degusté los sabores de las comidas que elaborabas, encontré motivos para admirar este mundo. También conocà tu nombre, Verónica, y alcancé a percibir una soledad, distinta a la mÃa, pero soledad al fin. Sin embargo, muchas cosas seguÃan ocultas para mà y no conseguÃa la información que más necesitaba: tu paradero.
Una noche le contaba a Juan lo que habÃa experimentado mientras dormÃa. Él me prestaba atención y no emitÃa comentarios, lo que era inusual, pues siempre me señalaba el empleo inadecuado de algún vocablo o, simplemente, si no lo pronunciaba en forma correcta. En cambio, esa vez me observaba con una expresión extraña en su rostro, como si estuviera buscando algo más allá de mis palabras. La manera en que me miraba comenzó a molestarme, sobre todo porque no hacÃa explÃcito su pensamiento. Entonces interrumpà la narración.
¿Qué pasa? pregunté.
Esbozó una ancha sonrisa; habÃa un brillo especial en sus ojos.
¿No te das cuenta de lo que te está pasando, Ignacio?
Me encogà de hombros, no entendÃa muy bien a qué se referÃa.
¿Pronuncié mal alguna palabra o…?
No, nada de eso. Al contrario: me sorprende cómo hablás y el vocabulario que adquiriste; debe ser por los libros esos que leés.
¿Entonces?
Él se levantó y fue hasta la heladera por una cerveza y dos vasos. La sonrisa persistÃa en sus labios.
¿Y? insistÃ, algo fastidiado.
Se sentó en la mesa, frente a mÃ, y llenó los vasos. La cerveza era una de las bebidas que más me habÃan gustado. Él bebió un trago largo, y al fin dijo lo que pensaba.
Me parece que esa chica… ¿Cómo es que se llama?
Verónica.
Eso, Verónica. Hizo una pausa que me exasperó, pero pronto culminó: Me parece que esa chica te gusta, amigo.
Yo no supe qué decir, pues me habÃa tomado por sorpresa. Experimenté una sensación inaudita que recorrió todo mi cuerpo y se alojó en mi estómago, una pequeña presión que parecÃa confirmar las palabras de Juan. También sentà calor, sobre todo en mi rostro.
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¡Ja! Juan me señaló, divertido ¡Te pusiste colorado!
No contesté. Lo único que atiné a hacer fue vaciar el vaso de cerveza. Eso me relajó bastante. Miré a mi compañero de cuarto y advertà que su sonrisa se desvanecÃa dando paso a una expresión seria. Nos estuvimos contemplando por varios segundos donde sólo se escuchaban los sonidos ininterrumpidos del televisor.
Te das cuenta de que esto complica las cosas, ¿no? soltó.
AsentÃ, y de inmediato, agregué:
De todos modos, ¿qué importancia tiene? En un par de meses se vence mi plazo y aún no sé cómo localizarla. Ni siquiera sé su apellido ni dónde vive. Paseé mis ojos por todo el lugar: Me parece que estoy condenado a este mundo.
Juan se limitó a llenar nuevamente los vasos. Comprendà que mis palabras habÃan afectado su sensibilidad. Iba a pedirle disculpas, pero no tuve chance.
Y si llegaras a dar con ella inquirió, ¿qué harÃas?
Pensé la respuesta mientras llevaba el vaso a mi boca, pero no me atrevà a contestar, ni siquiera para mÃ.
Cierta noche, una semana atrás, obtuve los datos que tanto ansiaba y que creÃa que jamás conseguirÃa. Desperté con una imagen exacta grabada en mi mente que de inmediato me apresuré a volcar al papel. Escribà tres palabras; una ya lo conocÃa, «Verónica», pero las otras no: «LucÃa» y «Romano».
Verónica LucÃa Romano susurré, mientras analizaba los nombres.
Estaba convencido de que se trataba de tus nombres y apellido. Los habÃa visto trazados en el ángulo inferior derecho de uno de tus cuadros.
¿Por qué tanto sobresalto, amigo? escuché.
Era Juan, por supuesto. No lo habÃa visto, se hallaba recostado sobre su cama.
Tengo su nombre completo, Juan expliqué, eufórico, y le alcancé el papel . Mirá.
Lo leyó sin inmutarse, y de inmediato me lo devolvió.
Es un gran dato, Ignacio, pero ahora nos falta averiguar dónde vive. Sin eso no… ¿Qué te pasa?
Apenas podÃa prestar atención a lo que mi compañero decÃa, pues me habÃa quedado anclado a las imágenes que mostraba el televisor. Se veÃa una playa ancha y un mar azul, luego, en otra toma, un edificio de lÃneas majestuosas y, finalmente, un par de soberbios lobos marinos de piedra, a los lados de una escalinata que conducÃa a la arena.
¡Ese es el lugar! exclamé, poniéndome de pie en un salto y señalando la pantalla ¡Ella siempre recorre esas playas!
¿Estás seguro? preguntó Juan, mientras abandonaba la cama.
Miré con atención las imágenes y no me quedaron dudas.
SÃ, segurÃsimo.
Juan se acercó y posó una mano sobre mi hombro.
Ignacio, no puedo creer la suerte que tenés. Eso es Mar del Plata, está como a quinientos kilómetros de acá.
¿En serio?
En serio. Se quedó pensando algo. Luego dio un par de pasos largos hasta el perchero y descolgó su campera de cuero. Esperame un segundo, que en seguida vuelvo dijo, y se encaminó hasta la puerta.
¿Adónde vas?
Ya vengo y se marchó.
Mientras lo esperaba no dejé de caminar por todo el departamento. Me quedaban apenas dos semanas antes de que se cumpliera el plazo, y ahora parecÃa que la solución estaba cerca, muy cerca. Pero ¿qué harÃa al enfrentarte , al estar cara a cara? No podÃa negar el afecto (extraño, difuso) que sentÃa por vos… ¿SerÃa tan fácil todo?
Mientras especulaba con estas cosas, Juan regresó. TraÃa un trozo de papel en la mano. Lo puso sobre la mesa.
¡Mirá! dijo, posando el dedo Ãndice sobre la hoja.
Me acerqué y leà en el sitio señalado: «Romano, Verónica LucÃa. Jujuy 3470.» Levanté los ojos para clavarlos en Juan, que sonreÃa caracterÃsticamente. Yo no podÃa creerlo.
Tiene que ser ella, amigo, tiene que ser sentenció.
No supe qué decir, las ideas bombardearon mi mente en una inagotable profusión de imágenes, palabras y sensaciones. Me limité a tomar asiento. DebÃa decidir, cuanto antes, y no era tan fácil como en principio habÃa imaginado.
Al otro dÃa Juan y yo estábamos aquÃ, en Mar del Plata. A pesar de que le habÃa explicado que no necesitaba que me acompañara, insistió. DecÃa conocer la ciudad casi tan bien como la palma de su mano y, además, argumentaba que no podÃa dejarme solo pues podÃa caer dormido en cualquier sitio y a cualquier hora. TenÃa razón. Lo bueno fue que viajamos de noche y pude permanecer despierto durante el viaje en colectivo; me dormà una hora después de haber llegado al hotel que Juan pagó por dos noches.
La primera jornada en Mar del Plata mi compañero se encargó de vigilar tu casa. Ciertamente no sé como lo hizo, Verónica, pero cuando llegó a eso de la una de la mañana poseÃa toda la información que necesitábamos. Me dijo que la única persona que habÃa visto entrar y salir habÃas sido vos, con lo que confirmó lo que yo intuÃa a partir de los sueños, que vivÃas sola. También me explicó que serÃa muy fácil entrar acá sin que nadie, ni vos misma, lo notaras.
¿Estás seguro, Juan? pregunté.
En serio, quedate tranquilo. Tantos años en este mundo de porquerÃa me han servido para aprender cómo sobrevivir en él dijo, contundente. Yo te voy a meter y te voy a sacar de esa casa, pero de Verónica tenés que encargarte vos, ella es tu responsabilidad.
Permanecà en silencio, escrutando su mirada. Pensé en lo que tendrÃa que hacer, matarte para conseguir mi libertad… ¿Era justo? ¿Qué culpa tenÃas vos de mis errores? Pero la sola idea de permanecer en este universo chato me horrorizaba. Respiré profundo y, a pesar de que las piernas me flaqueaban, respondà a Juan, que esperaba que yo dijera algo.
Ya sé. No te preocupes por eso.
Él asintió y de inmediato se perdió tras la puerta del baño. Yo caminé hasta la ventana, con mi alma hecha un manojo de contradicciones. Observé las luces de la ciudad y, más arriba, el titilar de algunas estrellas visibles. Pensé que, después de todo, este universo tenÃa cierto encanto. Pensé que no sabÃa exactamente lo que querÃa.
Hoy, a las dos de la madrugada, dejamos el hotel. Nos tomamos un taxi hasta el cruce de la avenida Independencia y Peña, a dos cuadras de acá. Siendo martes y por esta zona, según Juan, no era extraño que las calles se vieran vacÃas. Algún que otro vehÃculo, cada tanto, y nada más.
Me sorprendió la celeridad con la que abrió la puerta, utilizando diversos elementos que extraÃa de su mochila. Adentro reinaba un silencio absoluto. Ante nosotros se mostraba un living pequeño, acogedor, pulcro; tan distinto al lugar donde vivà durante estos largos meses, y bastante parecido a lo que yo recordaba de mis sueños. Entramos con sigilo. Hacia delante habÃa una abertura que adivinamos conducÃa a la cocina. A la derecha vimos una escalera que me resultó familiar.
Por ahà se llega a la habitación de Verónica susurré, y subimos.
Desembocamos en un corredor con tres puertas. Supe que en la primera estaba tu taller, en la de medio el baño, y que vos te encontrabas tras la última. Mis manos sudaban y sentÃa un enorme vacÃo en el estómago. No me decidÃa a avanzar, pero Juan presionó mi espalda con sus dedos. Entonces, me dije que ya habÃa llegado hasta tu casa: no podÃa dar marcha atrás. Cuando quise caminar, un mareo repentino me embargó y supe lo que pasarÃa. Mi cuerpo se aflojó completamente, caÃ, y todo se puso negro.
Cuando desperté no recordaba haber soñado nada. Me encontraba en el corredor; seguramente no habÃa transcurrido mucho tiempo desde mi desmayo. Miré en todas direcciones y no vi a Juan por ningún lado. Con esfuerzo me incorporé. La cabeza me dolÃa mucho, la frente me latÃa. La toqué y noté una leve hinchazón.
No sé por qué, lo que más me llamó la atención fue la primera puerta, donde sabÃa que estaba tu taller. Me acerqué hasta ella y la abrÃ. Con la luz que provenÃa del pasillo apenas se distinguÃan las formas. Pronto hallé el interruptor de la luz y un mundo fascinante se descubrió para mÃ, el mundo de tus cuadros. Con paciencia los fui observando a todos, algunos estaban cubiertos por telas. A la mayorÃa de ellos no los conocÃa, pero a algunos pocos sÃ, o al menos en parte; recordaba momentos, fragmentos dispersos en mi memoria, en que te habÃa visto, sentido, hacerlos. Pero de todos me llamó la atención uno que estaba en el centro y que, a la distancia, se adivinaba aún inconcluso. Me aproximé hasta a él y me asombré al encontrarme con una copia bastante fiel de mi propio rostro; era yo. Es imposible describir con palabras la emoción de la que fui presa en ese instante. Fue para mà una revelación: sabÃas de mÃ, tal como yo conocÃa de vos, algo que nunca habÃa ni siquiera sospechado. ¿Y si sentÃas por mi persona algo parecido a lo que yo por la tuya? No pude contener las lágrimas que asomaron a mis ojos.
En ese momento escuché un ruido a mi espalda; giré y vi a Juan, que sonreÃa.
Acá estás, amigo. Levantó la mano y me mostró una botella. Cuando vi que te desmayabas corrà hasta su habitación y ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Menos mal que prevà semejante situación y traje cloroformo; con un poco se volvió a dormir. Asà que no hay nada de qué preocuparse. Ya podés hacer lo tuyo.
Carraspeé antes de hablar.
Juan… ¿Qué pasarÃa si yo decido no matar a Verónica?
Quedó boquiabierto, y creo que se percató de que habÃa estado llorando. Luego frunció el ceño y avanzó unos pasos.
¿Qué decÃs?
Lo que oÃs. ¿Qué pasarÃa?
Eso ya lo sabés, al cumplirse el año quedarÃas confinado para siempre a este mundo, y vivirÃas como un simple mortal.
Pero vos no vivÃs como un simple mortal, llevás siglos aquà y…
Nuestras condenas son distintas, Ignacio me interrumpió. No puedo creer que quieras quedarte en este universo. Te la pasaste todo el tiempo encerrado en el departamento, leyendo tus libros y mirando televisión… No sabés lo que es este planeta, lo que son los humanos.
Un profundo silencio se interpuso entre nosotros. Juan sacudió la cabeza y, dándome la espalda, dijo:
Pensá bien lo que vas a hacer. En la mesa de luz del cuarto de Verónica está la jeringa con la droga. Te voy a estar esperando abajo.
Y desapareció de mi vista. Yo me quedé unos minutos más, observando tu cuadro inconcluso, reflexionando.
Finalmente entré aquÃ, a tu habitación. Vi la jeringa pero decidà ignorarla. Me senté en el borde de la cama y contemplé tu rostro. Sos más hermosa de lo que habÃa imaginado, más hermosa de lo que soñé. Me puse a pensar por qué no me habÃa tocado este vÃnculo con otra persona, un asesino, un violador, o alguien con quien me hubiera sido imposible hacer empatÃa. Las palabras de Juan se me hicieron presentes: «Me parece que esa chica te gusta, amigo». A esta altura no tenÃa sentido ocultar la verdad.
Tenerte asÃ, tan cerca, Verónica, a pesar de que estés dormida, me hace sentir pleno. Tu vida es hermosa, y no tengo derecho a quitártela, vos no tenés la culpa de los errores que yo pueda haber cometido en una existencia que ni siquiera sos capaz de imaginar. Quien tiene que pagar por esos errores soy yo.
Ahora debo marcharme, Juan me está llamando, siento su voz en mi cabeza. Pero me marcho con una duda enorme: saber qué sentÃs por mÃ. Ese cuadro me sugiere muchas cosas, pero no quiero especular en vano. Sin embargo, quiero prometerte algo, aunque también es una promesa a mà mismo: cuando se cumpla el plazo de un año y ya no dependa de vos, voy a venir a buscarte. Voy a golpear a tu puerta y, entonces, no vas a necesitar concluir ese cuadro. Me vas a tener en persona.
No sé qué vas a hacer cuando me reconozcas, pero te juro que vendré.
Francisco Costantini nació el 11 de mayo de 1983 en Mar del Plata, pero desde los ocho meses de vida ha residido en Batán (a diez kilómetros de «La Feliz»). Está terminando el Profesorado en Letras en la Universidad Nacional de Mar del Plata y se desempeña como docente de Lengua y Literatura en un colegio de su localidad. Participa en talleres literarios desde el 2005.
Hemos publicado en Axxón: ESA PROFUNDA SOLEDAD (175), UN BREVE DESCANSO (179), LA DESGRACIA (180), JULIETA (186), SUSTANTIVOS (187)
Hemos publicado en Axxón sus artículos: VEINTICINCO AÑOS DE CUÁSAR: ENTREVISTA A LUIS PESTARINI (194)
Este cuento se vincula temáticamente con LA VIDA ES UN SUEÑO RECURRENTE, de Mario D. MartÃn, SOÑADORES DEL SUEÑO AMARILLO, de Germán Amatto, AVE, de Ricardo Acevedo Esplugas
Axxón 204 – enero de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Visitantes ET : Sueños : Argentina : Argentino).