Revista Axxón » «Los Juguetes de Gaumont», Ariel S. Tenorio - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

Odiamos a Padre.

Padre tiene un instrumento de tortura medieval escondido en el sótano de nuestra casa. Se trata de un viejo artilugio de madera que se parece bastante a un asiento de dentista, pero que además está lleno de poleas, ganchos y abrazaderas de hierro. De los extremos del aparato cuelgan unas cintas de cuero que sirven para sujetar un cuerpo por las muñecas y tobillos y forzarlo a las posiciones más increíbles que se te puedan ocurrir.

Mis hermanos y yo lo apodamos «El Predicador» y, por supuesto, le tenemos el suficiente respeto como para no acercarnos demasiado. Cuando uno se detiene a contemplar al Predicador es fácil imaginarlo en su época de mayor esplendor, haciendo el trabajo sucio. Trasformando a sus víctimas en sanguinolentos despojos, con la carne amoratada, la piel sucia y atravesada por ríos de sudor y los rostros desfigurados por la agonía.

Además, El Predicador está embrujado. A ciertas horas de la noche, si uno afina el oído, se pueden escuchar las voces. A veces, sólo son susurros disfrazados entre los ruidos del bosque, pero en ocasiones son gritos atronadores. Aullidos de tormento, clamando a Dios o a Satanás, mientras el verdugo redobla la fuerza de su faena con torniquetes y palancas. Es algo que te crispa los nervios.

 

Conocemos bien a Padre y sabemos que el Predicador es su juguete secreto. Padre fue quien embrujó al Predicador y el Predicador fue quien embrujó a Padre.

Al principio, como con muchos otros objetos antiguos, se trató sólo de un capricho, una pequeña excentricidad de coleccionista, pero con el tiempo se convirtió en una obsesión. Como una criatura en cuarentena, comenzó a pasar cada vez más tiempo en el sótano, lo escuchábamos a través de la trampa de madera, rezando en voz alta una jerga absurda que nadie podía descifrar y que casi siempre era preludio de alguna crueldad nueva. Poco a poco el Predicador se fue erigiendo como la verdadera voz de la conciencia de Padre, y su locura fue creciendo hasta que fue demasiado tarde para todos.

La verdad es que no sólo odiamos a padre, lo aborrecemos.

Pero él nos ha enseñado que el miedo es más fuerte que el odio. Él nos ha enseñado eso de muchas maneras distintas. Nos ha causado tanto daño, tanto dolor, que parece reservarnos con vida sólo para algún misterioso plan de dominación y tortura. Un verdugo cruel esperando el momento oportuno para mostrarnos la verdadera medida del dolor.

 


Ilustración: Valeria Uccelli

Estamos enfermos. Mis hermanos y yo. Padecemos una rara peste que nos afecta la piel y estamos pudriéndonos día a día.

Estamos tristes, desesperados, con miedo. Ayer fue un día espantoso; Clara fue castigada por quejarse de noche, entonces Padre perdió los estribos y la llevó al sótano. Luego la sujetó en El Predicador y tiró y tiró hasta que le arrancó una pata. El jirón de piel que la sostenía se estiró como si fuese un elástico. Clara gritó de dolor, luego lloró un poco, pero se compuso enseguida, después juró que nunca más volvería a llorar. ¡Jamás!

 

A mí lo que más me preocupa son estas costras, por las noches me pican como el diablo, pero Padre dijo que debía controlar el impulso de rascarme o me colgaría del techo. Yo sé que lo haría. Obedezco todo lo que puedo. Eso es fácil de día, pero por las noches cuando lo único que se puede hacer es pensar, yo tiemblo como una hoja tratando de no sentir la picazón. Casi siempre termino cediendo, acariciando los bordes de mis lastimaduras, mordiéndome los labios. Se siente un ardor desagradable pero después el alivio es tan intenso que vale la pena. Me rasco hasta sacarme los pedazos, sin importar lo que sobrevendrá. Rascarme significa liberarme, me hace olvidar de los malos episodios de la tarde, de la dura disciplina, de las duchas frías, de los golpes. Me pasa que cuando empiezo a rascarme no puedo detenerme, levanto los cascarones de sangre seca, los despego de mi cuerpo y los observo a contraluz, no sé si me siento feliz pero debe ser lo más cercano que se puede estar de serlo. Sé que a Padre no le va a gustar nada. Me llevo una cáscara a la boca y la mastico satisfecho, paladeo mi propia sangre seca y sonrío. Antes de dormirme puedo sentir las telas húmedas pegoteándose a mi cuerpo, la sangre nueva que mañana volverá a ser costra y renovará el ciclo de castigos y así.

 

Esta mañana las cosas tomaron un rumbo diferente, apenas había despertado cuando escuché un fuerte portazo dentro de la casa, luego la voz de Padre se elevó en un rugido que me hizo temer lo peor. Había otras personas con él, dos voces desconocidas que discutían entre ellas. Miré a mis hermanos y los vi a todos ellos acurrucados en un rincón del cuarto, cada uno con sus ocho ojos negros abiertos de par en par.

—¡Viene por nosotros, Caín! ¡Viene por nosotros y nos va a matar a todos!

—¡Ssssshhhh!… eso no va a pasar —dije.

—¿Qué te hace pensar que no? El tipo de la feria le dijo a Padre que no podía presentarnos en público, que éramos una aberración. ¡No quiso saber nada con nosotros! Y ayer vi cómo Padre cargaba la escopeta y la escondía en el armario.

Frustrado, miré a los demás, la Tarántula estaba aterrada, el olor que manaba de ella era nauseabundo, trepó por la pared y trató de arrancar algunas tablas flojas del techo, sus patas delanteras se movían frenéticamente.

El Pardo trepó y se acercó a la Tarántula con ese lento andar que lo caracterizaba, su cefalotórax temblaba y se agitaba en pequeños espasmos.

—No podemos escapar por ahí, hermana. La única salida es por la puerta. Si no lo enfrentamos ahora, va a ser nuestro fin.

—Tiene razón, Caín. ¡Tenemos que pensar rápido! —Clara se refregó la cabeza con dos patas peludas.

Las voces de los intrusos sonaban en el corredor, pero Padre aún estaba en la sala, lo oíamos revolviendo los muebles y dando portazos mientras murmuraba juramentos y maldiciones. Se oyeron ruidos de vidrios rotos contra el piso de madera.

Viuda me miró con su media cara humana.

—¿Qué podemos hacer?

No llegué a contestarle, los dos desconocidos estaban frente a la puerta de nuestra madriguera. Sus palabras se oían nerviosas y entrecortadas, como pistoletazos.

—¿Será cierto lo que dicen en el pueblo? ¿Qué se parecen más a insectos que a personas? Mi abuela me contaba esas historias cuando era chico. Para que obedeciera. Me decía: «Tené mucho cuidado, Tavito, porque te van a agarrar las arañas del viejo Gaumont y te van a chupar la savia como si fueras un grillo».

—¿Y cómo carajo voy a saberlo? Jamás los vi. Ahora, dejá de hablar pavadas y cubrime la espalda que voy a echar un vistazo. ¡Sacale el seguro te digo, pedazo de idiota!

El picaporte giró y cuando se abrió la puerta vimos que una cabeza se asomaba con cautela. El desconocido se quedó un segundo entornando los ojos para escrutar en la penumbra, y por suerte eso fue todo lo que necesitó Clara para decidirse. Repentinamente, saltó encima del ángulo de la puerta, se sujetó con las patas traseras y colgó cabeza abajo hasta que su rostro quedó justo enfrente del rostro del extraño. No le dio tiempo a gritar, sus colmillos inyectaron el veneno suficiente como para aniquilar a un potrillo. El hombre largó una especie de queja y se desplomó con los ojos desorbitados.

 

Nos precipitamos al pasillo sin pensarlo dos veces, la Tarántula y Clara arrastrándose por el techo, el Pardo y Viuda por las paredes, yo por el suelo. El segundo hombre nos vio y permaneció con la espalda pegada al empapelado como si quisiera fundirse con la casa. Tenía un arma en sus manos pero apuntaba hacia abajo, su mirada estaba desenfocada y un hilo de saliva le caía desde la boca. Cuando pasamos frente a él nos dimos cuenta de que se había meado en los pantalones.

Antes de llegar a la sala, la figura de Padre se atravesó en mitad del pasillo y nos cortó el paso. Nos encañonaba con una escopeta de grueso calibre y tenía un fuego de odio en los ojos que no le habíamos visto nunca antes. Nos detuvimos en seco, sin saber qué hacer ni para dónde escapar. Padre siseó un insulto a través de los dientes y, seguidamente, disparó contra nosotros. El Pardo chilló y se desprendió de la pared, cayó al piso con un golpe sordo, con el cuerpo humeando. Una sustancia blancuzca empezó a manar de la herida, se acurrucó a mi lado y agitó dos o tres veces sus largas y peludas patas en rápidas convulsiones. Su muerte fue piadosa.

 

Ante la muerte de nuestro hermano enloquecimos todos. Sin pensar en lo que estábamos haciendo, nos abalanzamos contra Padre aullando como monstruos. En realidad, fue bastante fácil derribarlo, Viuda fue la primera en caer sobre él y la primera en picarlo, no una dosis fatal, sólo lo necesario para dejarlo fuera de combate. La ponzoña de una viuda negra es la cosa más terrible que puede existir, cuando el veneno entra en el cuerpo provoca espantosos dolores, y luego el infectado pierde la conciencia, penetra en un oscuro sopor nublado de pesadillas que lo atormentan sin tregua. La supervivencia dependerá de la cantidad de toxina inoculada y de la fortaleza de la víctima.

 

Cuando salimos de la casa nos azotó la claridad. Debíamos encontrar un refugio de aquella inconcebible fuente de luz que colgaba del cielo.

Siempre fuimos seres lucífugos.

No fue fácil arrastrar el pesado cuerpo de Padre a lo largo del pueblo, en medio de tanta luz y personas extrañas que gritaban y corrían en todas direcciones.

 

Cerca del mediodía la Tarántula encontró lo que estábamos buscando, un viejo puente abandonado en medio de una zona boscosa. Un lugar hermoso y tranquilo. Decidimos quedarnos un tiempo debajo del puente hasta que las cosas en el pueblo se tranquilicen.

Por primera vez en toda nuestra miserable existencia tenemos una esperanza, y vamos a defenderla hasta las últimas consecuencias.

Por el momento no nos preocupamos por conseguir alimentos. Padre cuelga como un péndulo de las vigas del puente. Se ve algo estropeado y reseco pero todavía le queda algo de jugo.

Ya veremos qué hacer cuando comencemos a sentir hambre.

 

 

Ariel S. Tenorio, argentino, nació el 2 de agosto de 1975. Se ha dedicado a la creación de relatos cortos de ficción y poesía. Actualmente vive en Gral. Pacheco, provincia de Buenos Aires, Argentina. Es miembro fundador del grupo literario pro-horror “The Wax”. Ha recibido una Mención de Honor en el 16° certamen de poesía y narrativa 2007 de la Editorial Zona. Es lector desde hace años de la revista Axxón y como tanto ingreso de datos al final debe generar alguna salida, aquí tenemos el interesante trabajo que nos ha presentado.

Hemos publicado en Axxón: SUNNY ROSE Y EL VENDEDOR DE ESPEJOS, CARROÑA, LA JUNGLA MÁS ALLÁ DE LAS ESTRELLAS, ¡ZOMBIE, RESPONDE!, ORDENÓ EL PLASMATRÓN, EL NANABOUSH, LA RAZÓN DE LAS ESTATUAS y EL RECIPIENTE.


Este cuento se vincula temáticamente con SEXAJE EN LA CIUDAD, de Juan Ignacio Muñoz Zapata; LUCY EN EL PAIS DE LOS MONSTRUOS, de Ricardo Bernal y LETRA POR LETRA, de Liza Porcelli Piussi.


Axxón 221 – agosto de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Mutantes : Tortura : Argentina : Argentino).

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