Revista Axxón » «Nieve», Guillermo Echeverría - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

Apenas un rayo de sol toca su cara, se despierta.

Lo primero que hace es agarrar su mate, abrir la puerta con cuidado y asomarse al exterior.

Su mano derecha toma un puñado de nieve del suelo, sus dedos lo frotan buscando ablandarlo, lo introduce en una abertura del mate y cierra la tapa. Un leve pitido le dice que esa nieve se está calentando y derritiendo; antes de que llegue a la temperatura justa le quedan pocos minutos para introducir la yerba. Una vez que la yerba ya está dentro del proceso, deja el mate en la mesa y va a asearse como todas las mañanas.

El desayuno como siempre es afuera, y como siempre, el viento helado de la mañana termina de despertarlo.

Tomando mate mira en derredor y nada lo sorprende, siempre el mismo paisaje blanco, los mismos árboles, las mismas montañas, la misma nieve caída durante la noche anterior, el mismo cielo celeste que se despeja. La sensación de transparencia que da tanta cantidad de hielo y nieve, la soledad, el mismo silencio que ayuda a calar los huesos.

Pero ese día el cielo no es el mismo.

Un trueno lo sobresalta y mira hacia arriba. Algo rojo, apenas perceptible, está cayendo.

Se queda sin aire.

Le empiezan a temblar las manos.


Ilustración: Tut

Se aferra al mate con fuerza y toma largos sorbos: eso lo ayuda a serenarse. Después de observar durante varios minutos sin distinguir qué es lo que cae, entra en su refugio, desesperado, y sale con los anteojos mágicos.

Otro trueno. Apenas alcanza a ver la distorsión atmosférica, pues el hoyo espaciotemporal se había cerrado.

Después de unos minutos de observación, los anteojos se enfocan, y finalmente ve lo que está cayendo: un abanico de paracaídas rojos sosteniendo algo blanco. Tomando mate sigue el descenso del objeto para determinar su trayectoria; cuando ve que va hacia el bosque del sudeste, resopla con disgusto, no es un buen lugar.

Media hora más tarde está cerrando su refugio, un viejo fuselaje reciclado cubierto por una loma de tierra y escombros. En la puerta todavía se lee ROLCON 97 en letras gastadas de color verde, con tipografía militar muy antigua. Con movimientos rápidos y eficaces oculta puerta y ventanas con ramas y nieve.

No sabe qué es un ROLCON 97, si en los últimos ocho años se lo había preguntado ya no le interesa; tampoco le interesa cómo ese fuselaje fue a parar allí, si alguien lo habitó antes que él y para qué. Toda su atención está en que nada falte en su mochila, que el cuchillo esté bien enfundado en su vaina, que el carcaj este lleno, que la cuerda de su arco no esté floja, y en especial, que el mate esté contra su pecho, bien sostenido por el abrigo y con la bombilla flexible al alcance de su boca.

Los anteojos mágicos fueron un gran hallazgo en el ROLCON 97. Se polarizan apenas perciben los reflejos de la nieve tomando un color azul oscuro; cuando mira algo en concreto se enfocan y hacen zoom sobre ello; y apenas uno se pone a caminar, le muestran un mapa. Tampoco se pregunta cómo los anteojos pueden hacer todo eso con sólo tenerlos puestos, simplemente los usa.

Únicamente se concentra en caminar sin hacer ruido y sin dejar de mirar en todas direcciones. La fauna y la flora no son muy amigables.

El calor del mate contra su pecho lo acompaña y lo tranquiliza.

El camino es duro, tanto puede hundir su pierna hasta la mitad de la pantorrilla en la nieve, o pisar hielo duro y resbalar, con el consiguiente peligro de romperse un hueso.

Después de varias horas acompañado de su fiel mate, llega a la cima de una loma de puro hielo y nieve, que es un muy buen mirador. Desde allí arriba confirma que, lo que sea que haya caído, terminó en el bosque del sudeste; muy a lo lejos se ve una pequeña mancha roja.

Suspira. Es un día más de viaje, de modo que emprende el camino en ese mismo instante; tiene que saber quién o qué es lo que bajó.

No le gusta estar expuesto, destacar entre lo blanco, así que baja la loma lo más rápido que puede, tratando de mantener el equilibrio. Se siente más cómodo entre los árboles, donde puede ocultarse con relativa facilidad; pero siempre y cuando no pase cerca de un tarskider. Si alguien comete el error de apoyarse en uno, el tarskider ese día comerá muy bien. Y este horrible lugar está lleno de ellos.

La noche llega y ya está acompañado por los árboles. Se acurruca junto a un tronco cuyas raíces forman un leve hueco, arma su pequeña carpa térmica y se dispone a dormir. Todavía el cielo está despejado, las dos lunas están llenas, y sobre la nieve danza un doble juego de sombras.

Su mano derecha toma un puñado de nieve del suelo, sus dedos lo frotan buscando ablandarlo, lo introduce en una abertura del mate y cierra su tapa; eso le dará calor y lo alimentará.

El problema no es que se duerme rápido, sino que sueña…

Sueña con la soledad, la desesperación, la angustia, el llanto, la incertidumbre. Sueña con sonidos, golpes, sollozos, tiros, gritos. Cuando aparecen las caras, ya es demasiado.

Despierta sin aire.

Le tiemblan las manos.

Toma mate una y otra vez hasta que se calma; pero no puede volver a dormir…

La guerra había sido larga y sangrienta. Ciudades destruidas, campos arrasados.

Sólo muertos, millones de muertos. Nadie tomó enemigos prisioneros, y no dejaron heridos. No respetaron a nadie: ni a viejos, ni a mujeres, ni a niños.

Hubo valientes de ambos lados, y cobardes también.

El planeta fue arrasado, pero de los agresores quedaron tan pocos como de los agredidos.

Esas imágenes lo acompañan toda la jornada. Son como sombras que no se alejan.

El nuevo día de camino es penoso, la nieve y el viento dificultan su andar, unas veces tiene que detenerse y refugiarse hasta que la tormenta amaine, otras resbala y rueda por pendientes heladas. Pisa hielo quebradizo y está a punto de caer en abismales fosas; por suerte no se rompe ningún hueso y su equipo de mate queda intacto.

Finalmente llega al bosque del sudeste. Una inmensa extensión de hielo recubierto de nieve. Y, por todos lados y a la misma distancia unas de otras, gruesas y altas columnas cuyas partes superiores, siempre cubiertas de nieve, se doblan unánimemente hacia el mismo lado. Son muy extrañas, no parecen naturales. La primera vez que se acercó a una de ellas, hubo una leve vibración, parecía que hubiese detectado su presencia.

No sabe qué son y nunca le interesó, el bosque no se mete con él, él no se mete con el bosque; regla número uno de la supervivencia.

Las columnas están muy separadas y él no quiere acercarse a ellas, así que es difícil avanzar escondiéndose; además, como todas las columnas son iguales y la ventisca permanente borra las pisadas, si no se tiene una brújula, uno puede terminar perdiéndose. Es imposible guiarse por el ambiente. Y el sistema de guía de los anteojos no sirve aquí.

Después de un par de horas de avance ve, a lo lejos, el objeto de su búsqueda.

Se agita.

Las manos le tiemblan.

El mate lo tranquiliza una vez más.

Se pone los anteojos mágicos y mira: los paracaídas rojos están atados a una esfera de metal blanca, y a unos metros de ella hay una carpa de supervivencia.

Entra en pánico, casi no puede sorber el mate. Él había robado una de esas esferas de sus enemigos, los korck, y con ella había llegado allí.

Así que lo han encontrado. Tal vez la esfera en la que llegó hacía años tuviese un rastreador.

No puede parar de temblar.

Él no había tenido tanta suerte, sus paracaídas no se abrieron en su totalidad y se estrelló, la esfera quedó destruida pero él no sufrió ni un rasguño; toda rota fue fácil enterrarla. Pero, obviamente, el rastreador debió seguir funcionando.

El mate lo calma; después de tomar, tomar y tomar, ya casi no le queda nada.

Lo buscarían y lo matarían, pero no se los haría fácil, él era un combatiente y ellos apenas milicianos.

Una voz lo sobresaltó.

—¡Padre!

—¡Quietos, korcks, no se muevan!

—Padre, ¿qué te sucede? Soy Kartsin. Vinimos a buscarte, ¡por fin te encontramos!

—Yo no soy tu padre. Te han transformado bien, pero no vas a engañarme, korck.

Con lágrimas en los ojos, la korck le dijo:

—Padre, ya no quedan humanos, los hemos matado a todos, ¡venimos a llevarte a casa!

Mientras su compañero la consuela se queda mirándolos.

Luego de un rato, él le dice:

—¡Hija!

Ambos se abrazan llorando.

Durante el regreso a su refugio está muy tenso y siempre alerta.

En el camino, Kartsin le habla de la «familia», de lo contenta que estará su «madre» de volver a verlo, de que por fin ella podrá «casarse» con el korck que la acompaña —un héroe de guerra—, y también le confía, entre sollozos, que por fin está superando las violaciones que padeció durante la invasión de los humanos.

Ya en el ROLCON 97, los korck se asean y se sientan a cenar con su anfitrión. Es una cena sencillamente preparada, pero sabrosa y abundante. Después de tres horas de charla, y ya cansados, todos se van a dormir.

Dos horas después de haberse acostado, se levanta, toma su cuchillo de debajo de la almohada y degüella al korck macho. La joven no se ha despertado y él se queda un rato mirándola: al parecer le habían quitado todo el pelaje corporal, dejándole solo el de la cabeza, pero su piel no había quedado suficientemente lisa. Incluso por momentos juraría que casi podía ver su característica pelambre.

Humana… Korck… la imagen cambia frente a sus ojos.

Con un rápido movimiento la toma del pelo y la saca de la cama.

A los gritos, ella trata de resistirse: «¡Padre!, ¿qué haces?, ¡padre!», pero no consigue nada.

La ata a los barrotes de la ventana del ROLCON 97 y le golpea la espalda con su cinturón por varios días para que le diga si hay más korcks buscándolo, y cómo es que lo han encontrado. Ella trata de convencerlo de que es su hija, pero él no la escucha.

El mate lo ayuda a estar sereno y a mantenerse con la cabeza fría.

Aparentemente ha logrado que el sistema de camuflaje de la korck falle y la espalda de ella está, por momentos, llena de sangre gris chorreada pegándole el pelo a las heridas abiertas, y por otros manando sangre roja sobre una superficie lampiña.

La korck, ya muy débil, sólo puede decirle: «Padre, tú eres un korck».

Viendo que por su estado ya no podría seguir intentando sacarle información, decide que lleva mucho tiempo sin estar con una hembra, y que una korck le vendría tan bien como cualquier otra cosa. Después de todo, aquello era lo que los humanos como él habían hecho al invadir el planeta de los korcks.

La debilidad de la hembra le permite manejarla como un títere, así que le apoya el torso sobre la mesa, la toma del pelo y la sodomiza.

Hace con ella lo que quiere durante días. Ya no le importa que le diga nada, solo humillarla.

Finalmente es tan violento que termina rompiéndole el cuello.

La arroja al piso.

Arrastrándola hacia afuera, deja su cadáver junto a los huesos de su devorado amigo. Las alimañas del planeta los comerán a los dos por completo, y no lo molestarán a él por un tiempo.

Viendo los huesos del macho, reconoce la anatomía korck. Y sonríe.

Su peluda mano derecha toma un puñado de nieve del suelo, sus siete dedos cubiertos de pelo lo frotan buscando ablandarlo, lo introduce en una abertura del mate y cierra la tapa. Un leve pitido le dice que esa nieve se está calentando y derritiendo, antes de que llegue a la temperatura justa le quedan pocos minutos para introducir la yerba.

 

 

Guillermo Echeverría nació en Buenos Aires, en 1967, en el seno de una familia de ascendencia vasca. Trabaja en la hemeroteca de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA. Junto a su esposa, Teresa Pilar Mira, fundó el Centro de Ciencia Ficción y Filosofía, y forma parte del taller literario “Los clanes de la luna Dickeana”. La revista NM ha publicado dos cuentos suyos, uno escrito en solitario y el otro en colaboración con su esposa. Su último cuento fue publicado en PROXIMA 14.


Este cuento se vincula temáticamente con EL DIOS-ARENA, de Raelana Dsagan y Ana Morán Infiesta; AL ACECHO, de Eduardo L. Poggi; y ESTE ES TU CUERPO, de Claudio Amodeo.


Axxón 243 – junio de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Contacto con extraterrestres, Guerra: Argentina: Argentino).

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