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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Guillermo Vidal

Sobre la playa pedregosa y gris se arraciman los leucóceros. Verlos arrastrarse sobre los guijarros me produce una sensación extraña, una nauseosa risotada sube a mi garganta. Parecen tan estúpidos y torpes, tan indolentes: sin ojos, sin sonido. Nada en este planeta produce sonido, nada tiene ojos para mirar. Kilómetros y kilómetros de playas rocosas azotadas por las olas, y yo soy el único ser viviente provisto de ojos. El mar parece de hierro.

Los leucóceros perciben mi desesperada carcajada, y algunos vuelven hacia mí sus pálidos mascarones ciegos. Son aterradores, parecieran nacidos del acoplamiento infame de una foca y un armadillo y un camarón. Tienen algo de bicho bolita y algo de beluga. Por sus cabezas corren surcos sembrados de cortas vibrisas doradas que reflejan la luz sombría del sol. Con esos surcos pilosos me observan, lo sé, en radar. Pero no me importa: para mí es como si fueran ciegos. Paquetes inmundos de carne, apenas sujeta por el manto del exoesqueleto.

Más allá se desploman en el océano, desde una increíble altura, los glaciares. Vienen estriados de rojo, como si las altas cordilleras sangraran. Cuando los bloques de hielo caen flotan empujados por las olas, mar adentro. El hielo se disuelve y los diminutos tallos rojos se expanden con el agua, como venas varicosas. Al cabo revientan, y las sagradas esporas se dispersan en las corrientes. Muchos años les toma germinar en el océano, generar un árbol-anémona. Yo los he visto desde el aire. Son inmensos, cientos de metros de ramas y hojas apenas por debajo de la superficie de las olas. El tronco tentaculado se hunde en la penumbra, atareado en lentas pulsaciones.

Camino por la playa, pateando cascajos, indolente. Aquí y allá bloques ovoides de obsidiana reflejan desmayadamente la luz del día que comienza. La marea trae hasta mis pies despojos coriáceos de seres alguna vez vivos. Se enredan en mis borceguíes. Los leucóceros se apelotonan unos sobre otros, se empujan, se apartan con golpes cortos de sus aletas. Esa lucha, ese conflicto mudo, opaco, me llena de un sombrío malestar visceral. Es como un disgusto gelatinoso.

Una vez, hace mucho tiempo, cuando Hubari y yo llegamos a esta estación, hubo un accidente. Un vehículo de transporte naufragó en el océano, engullido por la tormenta. La marea arrojó los despojos a la playa sombría algunas horas más tarde. Había varios cuerpos, personas ahogadas, grises y azules, horribles. Cuando llegamos, los leucóceros habían comenzado a roer algunos de los cadáveres, lentamente, raspando la carne azulenca con sus apéndices masticatorios. Tuvimos que alejarlos a pedradas para poder recuperar lo que quedaba de los cuerpos. Fue una tarea desesperante, forcejear con esas bestias por un pedazo de carne humana.

Hubari me llama por el comunicador. Vuelvo a la estación. Hubari es un imbécil. Sus ojos de un amarillo enfermizo me sondean como si trajera la peste. Gruñe una queja acerca de ahorrar energía. Lo conozco muy bien. Pretende que me despierte, me asee y me vista en la penumbra encarnada de la luz de estado. Le hice caso durante nuestras primeras semanas aquí, hace ya tanto tiempo. La luz rojiza me enfermaba, me embotaba la mente. Desnudo en la ducha, era como bañarme en sangre. Después comencé a encender otras luces, más benignas. Hubari protesta por el gasto de energía. A mí no me importa, que el Comité se enfurezca todo lo que quiera. Que me castiguen como les dé la gana. Ninguna otra estación puede ser tan inmunda como ésta.

Sé que tampoco le gustan mis paseos matinales por la playa, entre la resaca y los leucóceros. Él es feliz en la estación, entre el plastiacero en penumbras, atiborrando sus ojos con datos y cifras, vanamente. No hay manera de entender este planeta que no sea mediante la superstición. Yo soy feliz afuera, doblado por la ventisca, entre los peñascos y la nieve. Prefiero los fofos e indolentes leucóceros que el rostro agudo de Hubari y sus interminables quejas y autojustificaciones. Me escapo, y Hubari se hunde en un pozo de negra rabia. La IA escucha, infinitamente, sus quejas.

Hacer esto me encanta: tomar el aerodeslizador y salir a vagar por sobre los glaciares y la costa erizada de rocas. Sentir el zumbido poderoso de las turbinas de gas a mi alrededor. El viento cortante y salino en la cara, a pesar del termotraje. Cada tanto me detengo y me quito solamente la parte de arriba de la máscara. El viento es tan fuerte y tan helado que los ojos se me llenan de lágrimas y las pestañas se me cubren de escarcha.

Voy mapeando la costa, de a poco. Mapeo los glaciares, en infrarrojo y en ultravioleta, y grabo comentarios e impresiones. Después, Hubari y yo los analizamos juntos. Es el único momento en que nos llevamos bien. Podemos hasta reír y darnos suaves codazos. Hasta que no puede resistir la tentación de quejarse, de hacer un reproche, echarme algo en cara. Salgo mucho, pierdo tiempo vagando, recolectando datos innecesarios. No le contesto. Hubari sabe bien cómo son las cosas: no sale porque es un cobarde. En mis salidas he recuperado veinticuatro artefactos de la Federación, desde sondas atmosféricas averiadas hasta droides de carga extraviados. Hubari no ha recuperado ninguno.

Ante el morro cubierto de raspones y manchas del deslizador se despliegan las brumas de la tormenta. Aquí y allá veo cimas de increíble blancura, cebadas de nieve. Debajo de mí los glaciares se derraman hacia el océano. Las venas púrpura hacen dibujos ramificados, son como relámpagos de sangre inmovilizados por el hielo. Sigo a lo largo de la costa: busco algo y no sé qué. Muchas veces me sucede esto. A veces tengo una pequeña recompensa. Una vez encontré dos leucóceros apareándose sobre una lóbrega piedra que emergía del agua, como un tálamo negro para dos enormes embriones quitinosos. De sus vientres acerados salían unas estructuras blandas y pectinadas de un color naranja brillante. Eran como dos manos que se acariciaran mutuamente, como dos flores que se besaran con pétalos como tentáculos, como devorándose mutua pero cariñosamente. Estuvieron un rato largo así, y luego replegaron sus genitales y permanecieron inmóviles todavía un instante, antes de arrojarse juntos al mar.

Cada tanto el planeta me regala esos pequeños portentos, como guiñándome un ojo. Pareciera que adivinara mi desazón, mi malestar. Como si se diera cuenta de mi soledad y de mi angustia y me ofreciera un momento de hechizo y maravilla como paliativo. Como cuando al sol se le ocurrió sufrir un espasmo coronal, desencadenando tormentas aurorales de todos colores. Hubari protestó por la interrupción en las comunicaciones, pero yo salí a la playa y me sentí feliz como un niño.

Bajo la vista hacia la playa renegrida, atestada de leucóceros. En el horizonte, sobre el océano, nubes de un sombrío color cobalto se saludan con refucilos. Entonces noto algo inusual. En un segmento de la playa, delante de mí, los leucóceros huyen. Eso no es demasiado notable. Muchas veces los he visto huir, corcoveando, de mí y del aerodeslizador. Ahora huyen hacia la playa. Aminoro la velocidad y me poso cerca de los peñascos. Las criaturas no me hacen el más mínimo caso. Huyen del mar, se dirigen apresuradamente tierra adentro, temblando espasmódicamente por el esfuerzo. Van despejando un enorme semicírculo de playa delante de las olas. Los leucóceros más distantes también están inquietos, alzan sus cabezas hacia el mar encabritado y se alejan con más lentitud. Todo es muy extraño. Toda esa inquietud, ese temor expectante, en el más absoluto silencio. Uno estaría seguro de escuchar una algarabía de lastimeros chillidos, pero sólo se oye el raspar blando de las aletas y los vientres sobre la gruesa arena, el viento que muge, el tronar de la rompiente.

Me apeo del aerodeslizador. Camino por la playa entre los leucóceros que huyen del agua. Me detengo al borde del semicírculo, un temor mítico/temor pagano me impide hollar ese suelo prohibido. En vano observo todo a mi alrededor, no descubro el motivo del temor de las blandas bestias. Mi vista se detiene sobre ese mar, fuente de todo horror y toda maravilla. Entre las olas que avanzan para reventar y morir en espuma hay una que es diferente. Ancha y combada, distante, simétrica. Viene de frente, sin vacilar, siniestra. Los leucóceros están cada vez más agitados, y yo también. La negra ola se hiende en su dorso conforme se aproxima, dando a luz el lomo de algo enorme y sombrío. Una bestia titánica, un leviatán, que nada hacia la playa a una velocidad de vértigo. Jamás he visto nada tan grande en este planeta. Mi mente azorada conjetura que este monstruo va a salir del mar delante de mí, arrojándose sobre la arena. Confusamente, trastabillando, echo a correr tierra adentro junto con los leucóceros.

Con un estallido cataclísmico de espuma el engendro alcanza la playa. Su vasta inmensidad horada la arena abriendo un profundo surco por el que avanzan las olas. Los leucóceros se retuercen en un éxtasis de pavor y yo caigo sentado sobre los guijarros, jadeando de asombro. Al cabo se detiene, pero no queda inmóvil. Es gigantesco, de un color rojo tan oscuro que resulta negro. Intuyo que apenas un tercio de su cuerpo asoma del agua. Se agita levemente, con pequeñas sacudidas, como en una larga y brumosa agonía. Tiene una cabeza muy pequeña al final de un cuello largo y grueso o una cabeza enorme casi sin cuello. No lo sé. Su piel es un mosaico de arrugas, parásitos enquistados y viejas cicatrices, un mosaico superpuesto al otro formado por los bordes de las placas tegumentarias.

Me pongo de pie con cuidado, manteniendo una prudente distancia. Camino lentamente, arriba y abajo por la playa, examinando al monstruo. Por detrás de lo que yo podría describir como un cefalotórax se prolongan a cada lado dos ciclópeas aletas negras de las que apenas se distingue el borde anterior, fuera del agua. A lo largo de las aletas se abren hendiduras branquiales por las que asoman cerdas o tentáculos de un rojo pálido. Son como enormes bocas negras con lenguas desflecadas. Deben seguir todo a lo largo del cuerpo, y la mayoría han quedado bajo el mar: la bestia tardará en morir, tal vez incluso días enteros.

Hubari me llama por el comunicador y me maldice por la tardanza. A punto estoy de insultarlo, pero el reloj del termotraje me demuestra que tiene razón. Mientras vuelo de regreso casi voy cantando de júbilo. El planeta me ha guiñado el ojo otra vez, me hace partícipe selecto de sus portentos y sus horrores.

Hubari me escucha en silencio. No puedo evitarlo, y en la voz y en los ademanes se me hace evidente el entusiasmo. Eso fastidia a Hubari. Si hubiera demostrado una opaca indiferencia, todo habría ido mejor. Pero mi regocijo surte el efecto opuesto, lo sé. Al final accede a acompañarme, ya rayando el atardecer, con la promesa de volver inmediatamente a la estación. Es la primera vez en dos años que Hubari se aventura en la playa.

Los leucóceros se han tranquilizado, pero ninguno se acerca a menos de doscientos metros del monstruo. Eso agrada a Hubari. Nos apeamos del aerodeslizador entre los peñascos ribeteados de nieve y caminamos por los guijarros hasta la bestia. Nos detenemos a una distancia más que prudente. La brutal cabeza se alza por encima nuestro como la proa de una nave, aunque está enterrada a medias en el surco que tan profundamente aró al encallar. Aún palpitan sus agallas.

El silencio de Hubari me incomoda. Al final, masculla:

—Interesante.

Me dan ganas de zamarrearlo hasta matarlo. ¿Interesante? Es lo más extraordinario que ha sucedido jamás en nuestros hastiados dominios.

—Debe ser un primo lejano de los leucóceros —dictamina.

Tiene razón, es justo reconocerlo. Las similitudes son evidentes para su ojo experto.

—¿Por qué habrá encallado? —inmediatamente me arrepiento de la estupidez de mi pregunta.

—Vaya uno a saber —murmura Hubari.

Su voz suena ausente. Camina acercándose al monstruo con cuidado, y su voz se apaga. Sé que está entrando en su cuerpo la fascinación de lo mítico. Observo sus pies. Sin saber por qué, se detiene al borde del círculo sagrado. En la penumbra creciente de la noche victoriosa me sonrío. El miedo ha entrado en él.

Por encima del hombro me observa.

—Está vivo aún.

—Lo sé.

—Tiene un número tatuado.

—¿Qué?

—No, dos números. Ven a ver.

Es cierto. A cada lado de la frente gibosa y feral, entre la maraña de arrugas y cicatrices, hay dos que son más profundas. Un 0 en la sien derecha y un 4 en la izquierda. Sus bordes son demasiado nítidos y precisos para ser producto de la superposición de arrugas y escoriaciones. Han sido tallados como sobre madera.

—Voy a tomar una holofoto.

Alza la cámara delante de sí, y otra vez vuelvo a notar que no rompe el círculo. Sería mucho más cómodo para él acercarse un poco más en vez de sostener la pesada cámara con los brazos extendidos y renegar con el macroenfoque, pero no lo hace. Eso me divierte. Entonces sucede. Hubari me mira un instante con ojos turbios, da un paso al frente y holla el suelo inmaculado. Se acerca todo lo que su temor a las cosas vivientes se lo permite. Levanta de nuevo la cámara ante sí. Un zumbido seco y breve. Hubari toma dos holofotos más, en distinto ángulo. Algo se agita en mi cerebro, algo me impele a mirar en derredor. Los distantes leucóceros nos observan. Todos. Inmóviles, miles de céfalos pálidos enfocados hacia nosotros. Una vez, siendo niño, dije una grosería en el Instituto de Niñez. Todos se callaron y se dieron vuelta para mirarme. La sensación es idéntica: hemos escupido en un templo. Hubari no percibe nada. Es un imbécil.

Volvemos a la estación.

Hubari está intrigado. Conecta la cámara al holotablero. Un segmento cuadrangular de la piel de la bestia cobra un atroz realismo, flotando en la penumbra ante nuestros ojos. Hacemos algunos análisis. Los bordes de los tatuajes son demasiados precisos, demasiados nítidos. No hay nada que hacer: debemos volver por la mañana y examinar mejor a la bestia, propongo. Podemos montar el colimador en el aerodeslizador para aumentar la potencia del sonar magnético y hacer un paneo del monstruo. Hubari está de acuerdo.

En mi sueño estoy de pie en la playa ante el morro de la bestia. Es de noche, no hay nubes, y una catarata de estrellas se derrama sobre nosotros. Yo y la bestia. Su frente se alza ante mí, sobre mí, como la proa de un inmenso navío negro. Late. Siento su pulsar, es como una marea que avanza y retrocede. En mi sueño sé que está menguando ese latir, y saberlo me llena de horror y de congoja.

Durante el desayuno la IA nos notifica que las antenas más cercanas a la playa han detectado una transmisión. Toda la noche una señal de radio ha estado pulsando. Hubari pide a la IA que triangule y localice la fuente. En el holotablero proyecta un mapa de un sector de playa ubicado treinta kilómetros al sur. No existe posibilidad de duda: la fuente es el monstruo marino. Solicitamos analizar la señal. La IA proyecta la onda. Es un ciclo que se repite y que dura tres segundos. Es como un latido o una baliza. La señal es bastante más compleja de lo que parece en primera instancia. Tiene más de diez canales superpuestos. No hay un solo canal que tenga ruido blanco o rosa, lo cual es sumamente extraño.

—No puedo imaginar cómo puede depurarse una señal de diez canales hasta quitarle el ruido blanco por completo —masculla Hubari.

Nos miramos con el ceño fruncido. No conocemos tecnología que pueda hacer eso sin cargas de procesamiento de miles de sinobites por segundo. Y no hablemos ya de seres vivos.

Montar el colimador sobre el plexo del sonar del aerodeslizador es un engorro. Usamos fajas de piroespuma y después, autograpas.

Volamos hasta la playa. Los leucóceros nos observan en una inmovilidad casi total. Parece que hubieran abandonado todos sus quehaceres cotidianos para poder estar pendientes de cada uno de nuestros movimientos. Eso pone fastidioso a Hubari. La playa no le gusta. Teme a los leucóceros como a espectros de la tormenta.

El leviatán tiene una leve costra de escarcha que el viento corroe y descascara, como piel vieja. Sigue vivo, respirando pesadamente con sus centenares de agallas batidas por el oleaje.

Encendemos el sonar y barremos al monstruo. Capa por capa, modulando la potencia de la fuente a medida que el registro se asienta y son ecualizadas las interferencias. La burda IA del aerodeslizador no permite visualizar los datos, así que no nos queda otra opción que esperar pacientemente el final del barrido para regresar a la estación.

Al volver, siento una extraña opresión. La testa de la bestia, ligeramente inclinada, parece como si mirara hacia nosotros.

La imagen que se forma sobre el holotablero es tan compleja y abigarrada que la IA nos propone mostrar cada canal de frecuencia modulada por separado, para que podamos entender algo. Hubari accede a cambio de ciertos pequeños ajustes. Yo no entiendo nada de lo que dice.

Primero aparece una imagen tridimensional del monstruo. Mide aproximadamente un metro de largo y es de color gris opaco. La mitad posterior está sumergida en una agitada niebla: interferencia provocada por las olas. Hubari intercambia frases cortas con la IA y la interferencia desaparece. Luego el segundo canal de frecuencia. Extrañas estructuras de color azul suave se perfilan en el interior del monstruo. Hubari y yo discutimos el emplazamiento de los bolsillos branquiales y de los surcos masticatorios. En la base del cefalotórax hay dos corazones pulsátiles con grandes aortas ramificadas. Las gónadas no están desarrolladas. Ahora el tercer canal. En un rojo encarnado aparecen gráciles piezas curvas dentro del leviatán. Están por todo el cuerpo, delgadas como alas. Parecen rodear un espacio ovoide en la testa de la bestia. Asombrado por la forma y arreglo de estas estructuras, no presto atención a los valores de reflectancia que flotan al lado. Hubari sí lo hace, y su mano me toma del codo. Me fijo, y no lo creo: son valores propios de un polímero sintético.

El siguiente canal grafica en naranja brillante una pequeña armazón de forma ovalada. Está en el centro cabal de las piezas de polímero. Los valores de reflectancia indican polímero sembrado de titanio, oro y fosfato de estroncio. Hubari discute un instante con la IA, pero los valores muestreados no cambian. Se debe creer en la evidencia, o reventar.

Cuando se dibujan líneas y semicírculos de blancuzco y brillante amarillo Hubari salta hacia atrás como si la imagen lo hubiera mordido. Su voz es inusualmente baja cuando increpa a la IA. Pero no hay error posible. Son lecturas nítidas de ferromembraninas sintéticas. Núcleos y toroplastidios de nanodroides. Centenares de miles de nanodroides. Estacionados en espacios tisulares muy bien definidos, prolijamente, a la espera. Si tuviéramos una antena lo suficientemente fina, podríamos ver su aureola cuántica.

Con voz ronca, Hubari pide ecualizar los límites de banda como en el principio, pero yendo por el ancho de banda de forma progresiva. La imagen pasa del gris al azul y del azul al rojo y del rojo al naranja para terminar en un amarillo refulgente y solar. No hay solución de continuidad entre estructuras orgánicas y sintéticas. No hay combinación que se nos ocurra donde el tejido vivo, el polímero metálico y los nanodroides no se imbriquen y se fundan unos con otros en múltiples configuraciones alrededor de ese núcleo oval.

Hablamos al mismo tiempo, interrumpiéndonos mutuamente y haciendo muecas y ademanes estúpidos. Creo que decimos lo mismo, pero el asombro y el miedo nos avasallan de tal modo que parecemos niños que descubren un cadáver.

Voy a la cocina y traigo vasos y café. Hubari estudia en silencio la imagen. El espacio oval está lleno de estructuras y formas de todo tipo, mezcla de tejido vivo y piezas sintéticas. Lo discutimos durante un rato largo. Hubari cree que no es un órgano natural del monstruo, sino un injerto de otro organismo.

Esa noche elucubramos docenas de hipótesis. La presencia de los números indica factura humana, pero no existe aún la tecnología necesaria para lograr lo que agoniza encallado en la playa. Ni siquiera en los próximos cien años. Lo que más preocupa a Hubari son los nanodroides. Los dos sabemos que no es posible administrar una población de más de cuatro mil novecientos noventa y ocho nanodroides a un tiempo sin que la dinámica se vuelva caótica. El leviatán aloja una cantidad estimada de más de dos millones.

Hubari está asustado. Murmurando, sugiere que el monstruo parece venir del futuro, y yo me río de él mientras se me pone la piel de gallina.

En mi sueño estoy de pie en la playa, ante la testa del monstruo, bajo el manto de la noche. El latido de su alma viscosa es como un sismo que sacude mis sienes. Decrece. Mengua a cada instante. Detrás de ese pulsar hay otro, imbricado con el primero, más delicado y más veloz. Fuerza mi mente hacia el interior del monstruo. Me urge, me apremia sin palabras. Es como si tironeara de mi cerebro mediante tendones invisibles. Siento terror, y una pena abrumadora, porque comprendo que cuando el latir del monstruo se detenga, el otro latir también lo hará, hundiéndose en la tiniebla. No puedo, no debo permitir que esa alma pulsante y maravillosa se desvanezca. Mi deber es salvarla.

Hubari me observa con ojos desorbitados cuando lo despierto. Me escucha un instante con el ceño fruncido antes de llamarme demente y pedirme que lo deje seguir durmiendo. Salgo de su celda y me dirijo al baño, aún confuso y estremecido por el sueño. Bajo la luz roja, el sudor de mi frente es como sangre, y la sangre de mi nariz es negra.

Jamás he volado de noche: los leucóceros se han refugiado en el mar del frío nocturno y los glaciares brillan con fulgor fantasmal, al igual que la espuma de la rompiente.

Dudo un instante antes de trepar al dorso de la bestia. Sólo es un instante. Arrastrando el morral con herramientas me aferro a las arrugas y subo. Enciendo los reflectores de la máscara del termotraje y busco, mientras me desplazo por la cúspide de la testa, la hendidura que vimos a la tarde con Hubari. Aquí está. Es como una boca cerrada, como un opérculo. Pero es también una puerta híbrida, una enorme y paquidérmica vulva de carne y polímero. Trabajo sobre los labios cerrados firmemente y sellados con el residuo costroso de años y años de océano. Al final, se abren ante la insistencia de mi escariador neumático devenido en fórceps improvisado. Debajo hay otra poterna similar, más suave y fibrosa, sobre la que me abalanzo decidido. Hay un rebullir y un temblor cuando separo los labios, y después aparto membranas argénteas con mis propias manos. Fluidos espesos veteados de sangre se derraman.

La luz lechosa del amanecer me encuentra acuclillado dentro de este cérvix biomecánico. Cubierto de sangre y moco, sigo escarbando, abriéndome paso hasta ese latido que zumba en mi cráneo y que me impulsa hacia adelante.

Al cabo dejo al descubierto un objeto cubierto de membranas superpuestas. Es una gran crisálida, un capullo tierno. El latido me rodea y me envuelve, me apremia, lleno de cariño. Un forcejeo más, y extraigo la crisálida de su trono de metal y de carne estremecida. Agotado, abrazando este enorme capullo tibio, me arrastro fuera del cuerpo del monstruo.

Entiendo el temor y la reacción de Hubari. Se ha despertado en la noche, sobresaltado, y me ha echado en falta, junto con el vehículo. Me observa volver con la luz del día, macilento y sucio, trayendo un bulto sanguinolento cubierto con una loneta. Es comprensible que Hubari se ponga el termotraje y la máscara biosellada y lleve el rifle de riel. En silencio, me apunta cuidadosamente desde la entrada.

Levanto las manos hacia él mientras me apeo lentamente.

—Déjame llevarla hasta la enfermería —suplico.

No hace nada ni dice nada, sólo me apunta.

—Por favor. Confía en mí.

Desvía la boca del rifle hacia la crisálida.

—¿Qué has hecho? —dice, con voz estrangulada.

—Por favor. Déjame llevarla a la enfermería. Hasta el tomógrafo.

Hubari duda, vacila infinitamente mientras mantiene el arma en alto. Por fin baja la boca de fuego y se cuelga el rifle del hombro.

Entre los dos llevamos la crisálida hasta la enfermería. Mide como dos metros de largo y pesa sus buenos sesenta kilogramos. Hubari me ayuda sin protestar a meterla en el tomógrafo, pero en ningún momento se quita la máscara ni abandona el rifle de riel.

Encendemos el tomógrafo. Los ocho minutos que tarda el sistema en iniciarse y en realizar el escaneo se trocan en horas en mi corazón precipitado.

Al fin aparece una imagen. Flota en el aire, tridimensional y multicolor, llena de estructuras y perfiles orgánicos. No hay duda alguna de que esa figura envuelta en membranas es un ser humano. Un ser humano vivo, sepultado en este capullo que es ataúd y útero a un tiempo.

Hubari me ayuda a limpiarme y me sugiere que me deje puesta la máscara. Ante mi negativa, estalla. Sus gritos acusándome de irresponsable y demente me golpean el pecho como un martillazo. Cuando me acusa de ser el causante de la contaminación de casi toda la estación me enfurezco, a pesar de que sé que tiene toda la razón. Lo empujo contra la pared y le grito en la cara, tan cerca que mi aliento empaña su máscara, que si logramos salvar la vida al ser humano que duerme en la crisálida será gracias a mi iniciativa y no a sus sempiternas dudas y temores. Hubari me aparta y me arrastra hasta la enfermería de nuevo. Con un dedo trémulo señala la imagen llena de colores y formas que se agitan.

—¿Sabes lo que es eso? —ruge.

Lo sé y no digo nada, tanta es mi rabia.

—Son nanodroides, estúpido. Miles de nanodroides. Por todos lados. En el torrente sanguíneo, en el cerebro y la médula espinal, en los músculos y en los ojos. ¿Sabes acaso qué mierda es esta cosa? Yo no lo sé. Parece un ser humano, pero yo no estoy seguro.

—Yo sí estoy seguro. Un ser humano vivo sepultado en un monstruo marino agonizando. ¿Cómo podríamos no ir en su ayuda?

Se marcha sacudiendo la cabeza y musitando «estúpido e insensato». Me quedo en la enfermería, solo con la crisálida y su contenido.

Hubari vuelve más tarde. Se ha puesto un termotraje limpio y parece más calmado, aunque el miedo en su sangre puede olerse. Durante varias horas hacemos análisis y tomamos muestras. Hubari se pronuncia finalmente. El ser humano dentro del capullo es una hembra y no parece correr riesgos inmediatos. Es importante disimular: yo lo sé desde mucho antes, porque el latido se ha sosegado y envuelve mi conciencia con una tibia marea de gratitud y amor. Hubari continúa. Las variables organométricas son consistentes y estables, aunque algunas parecen estar un tanto fuera de escala. En particular, es extraña la escasez de elementos pertenecientes al sistema inmune y la presencia de estructuras orgánicas nuevas en el hipotálamo y en el bulbo raquídeo. Pero lo más inquietante es la continuidad que existe entre los tejidos y estructuras de la crisálida y el cuerpo que late dentro de ella.

La noche se ha hecho larga. Hubari se refugia en su celda y utiliza la bomba portátil para darse una ducha de peróxido por encima del traje para limpiarlo. A mí la posible contaminación no me interesa. Me voy a la sala de datos y converso con la IA. Si bien el protocolo avala mi decisión, la IA expresa su preocupación ante la eventualidad de que mi organismo sufra de una nanoinfiltración parcial.

En mi sueño estoy en la playa y el leviatán ha desaparecido. La rompiente muge y brama y vomita refulgente espuma. Una figura viene a mí desde el océano. Envuelta en un manto brillante y oscuro, sólo su rostro está al descubierto. Su belleza me abruma conforme se aproxima. Bajo la mirada, aturdido ante tanta hermosura. Se yergue sobre mí, llena de fulgor divino, y sus ojos son discos de luz iridiscente, pozos de auroras polares. Sonríe con labios finos y dientes de nácar. Su manto se abre como vastas alas plateadas, llenas de nervaduras y lenguas. Su cuerpo espléndido y alado está cubierto de glifos consagrados que brillan silenciosamente. Son símbolos vivientes que se agitan. Con sus alas de polilla me rodea mientras la luz de sus ojos me alza y me sostiene en el filo mismo de la tiniebla.

El día se derrama por encima del océano. La criatura sigue estable en su crisálida, y Hubari redacta un informe para el Comité con ayuda de la IA. No se quita la máscara ni abandona el rifle de riel.

El leviatán ha desaparecido. Sólo queda en la arena la titánica huella de su cuerpo, como una pequeña bahía que los leucóceros continúan evitando. El cielo sobre el océano fragua una tormenta: arracima nubes sombrías y gibosas y relámpagos al rojo blanco punzan las olas distantes. El viento trae nieve.

Hubari me observa desde su máscara. Sus ojillos de ese amarillo desvaído brillan con una luz de pánico cuando me acerco a la crisálida. Quizás no sea tan imbécil como yo lo creo y afirmo, y tal vez una duda, una sospecha, anide en su cráneo de burócrata. A lo largo del día me ha hablado tres o cuatro veces de la nanoinfiltración, sugiriéndome entrar en el tomógrafo para auscultarme. Me niego a carcajadas.

La noche acomete negra como el abismo, henchida de titánicas nubes rugosas. Vomita nevisca y olas rugientes. Todo se ha vuelto extraño. Hubari monta guardia en la sala de control, con el rifle de riel a su lado. Me observa y no habla. Yo intuyo lo que trama mientras espera la respuesta a su informe. Armo un catre en la enfermería, junto a la crisálida, y me tiendo para soñar.

En mi sueño caminamos por la playa entre fragmentos de hielo. Ella me abraza y me envuelve con sus alas, y al contacto con su piel me pongo a temblar. Ella ríe con su risa de mariposa y me mira con sus ojos llenos de aurora, terribles. Me besa con su boca de plata y amatista, y mi corazón salta y se estremece. Entonces abre sus alas larguísimas, y en su rostro hay pena y preocupación pero también hay confianza y amor. Yo soy feliz, y tengo miedo. Estoy mortalmente asustado.

Me mojo la cara, y el agua bajo la luz roja es como una hemorragia que se derrama por mi rostro.

Cuando entro en la sala, Hubari me espera de pie. La IA está proyectando gráficos a su alrededor, gráficos que no entiendo y no tengo tiempo de entender. Aún no ha amanecido y las olas de tormenta castigan la playa sin tregua, como azotes negros y espumosos. A través de su máscara veo el pavor y veo también la satisfacción, la venganza. Hubari alza un dedo acusador:

—Estás lleno de nanodroides. Lleno.

Sólo entonces reparo en los aparatos desparramados por la sala. Reconozco la antena desmontada del sonar magnético. Hubari me ha examinado mientras duermo.

Una rabia fulminante me sube por la garganta. No atino a decir nada, sólo a avanzar con los puños crispados. Hubari sonríe desmayadamente.

—El Comité te quiere en cuarentena hasta que llegue su equipo. No te resistas. Te llevarán con ellos y a esa cosa también, si aún duerme.

El rifle de riel está a su lado, a un paso.

—Su actividad celular y alfaneural se ha incrementado exponencialmente desde anoche. Si despierta, le dispararé. Es lo mejor para todos.

La sangre se me sube a las sienes. Mis ojos arden. Los gráficos parpadean y ondulan. Avanzo otro paso más y los ojos de Hubari se llenan de terror.

—Maldito seas. Estás lleno de nanodroides.

Algunos de los gráficos se vuelven rojos. Suena el gemido de una alarma. Hubari palidece profundamente.

—Se está despertando —dice, con voz quebrada.

Me lanzo sobre él. Lo arrojo contra el holoescritorio, pero Hubari está preparado y el miedo se le troca en fuerza. Forcejeamos y me golpea en el rostro. Lo tengo agarrado por el cuello. Entonces me atiza en la cabeza con la culata del rifle. El dolor es tan intenso que los ojos se me llenan de lágrimas. Mis manos se aflojan y caigo de bruces. Hubari no se demora. Me golpea nuevamente: una patada en el rostro y luego dos más, rápidas como relámpagos, en el abdomen. Me desplomo tosiendo y sangrando. En la periferia de mi campo visual ensombrecido, veo a Hubari tomar el rifle de riel y dirigirse hacia la enfermería.

Me levanto trabajosamente. Mi mente es un tifón agitado de ira y desesperación. Corro tras él, renqueando y tosiendo. Me apoyo en las paredes mientras mi visión se oscurece como el mar bajo la tormenta.

Cuando entro en la enfermería mis manos empuñan un objeto largo y pesado que mi ojos reconocen como el hacha que colgaba junto al extintor. La crisálida se abre con rápidas sacudidas, y una placenta estriada de sangre se derrama por la junturas hasta el suelo. Hubari alza el rifle, y me ve llegar con el rabillo del ojo. Da media vuelta para apuntarme, pero el golpe lo alcanza en el costado del cráneo. Hay un estallido de sangre y fragmentos de máscara y de carne. Su cabeza se bambolea violentamente mientras Hubari se derrumba.

El hacha se desliza de mis manos. Estoy cubierto de sangre y sin aliento, trémulo. Horrorizado, siento como la marea de nanodroides rebulle en mis heridas, construyendo carne nueva.

La crisálida se agita, se abre, se repliega y desenvuelve como enormes alas sanguinolentas que llenan la habitación de sombra, vastísimas. Con las manos se despoja de las últimas membranas viscosas que cubren su cuerpo húmedo y ensangrentado. Avanza hacia mí, sin ruido, y me estremezco como agitado por un sismo. Sus ojos son pozos de luz iridiscente, y mientras me abraza y me envuelve con sus alas, su sonrisa nacarada aleja todo temor y tiniebla.

 

 

Néstor Toledo nació en 1980 y vive en Sarandí, en la zona sur del Gran Buenos Aires. Trabaja como paleontólogo en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata y es becario del CONICET. Sus conocimientos científicos y su capacidad para extrapolarlos, unidos a las cualidades literarias de sus obras, lo posicionan como una de las voces más interesantes de la ciencia ficción hard actual de su país.

Algunos de sus textos, incluido este mismo cuento, han sido publicados en la revista PROXIMA.

Esta es su primera aparición en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con NANOBOTS EN EL CÉSPED, de Louis B. Shalako; LA CAZA DE LA BALLENA, de E. Verónica Figueirido y ENTORNOS, de Javier Fernández Bilbao.


Axxón 245 – agosto de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Exobiología : Nanotecnología : Argentina : Argentino).

3 Respuestas a “«Encallado», Néstor Toledo”
  1. Ricardo Gioirno dice:

    Hermoso cuento. Lo disfruté mucho. Quiero decirle al autor que la historia da para una novela.

    Abrazo y felicitaciones
    Ric

  2. Comparto tu impresión, Ric.

  3. Augusto Marti dice:

    Muy buen cuento, hermoso para acompañar una fría y blanca tarde Santacruceña. Nestor….. Realmente admirable como siempre!

  4.  
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