Revista Axxón » «Muerte en la pulpería», Eduardo Poggi - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

«Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura».

Jorge Luis Borges

 

 


Ilustración: Valeria Uccelli

Sentado en el sillón del comedor, Murúa miraba las noticias de la tele. A sus casi ochenta, se descubrió ya acostumbrado a que todo fuera un resumen de robos, corrupción, drogas, violaciones y muertes. Incluso en ciudades y pueblos tranquilos del interior ocurrían: Cipolletti, Junín, Tornquist, Cañuelas. Las policiales difundidas por publicaciones amarillistas de gran tirada, cuando él apenas cumplía los siete, hoy se habían convertido en una rutina.

Hace setenta años, se dijo Murúa, se te revolvía el estómago si mirabas revistas como Así y Ahora colgadas en los quioscos. No te digo lo que sentías si llegabas a presenciar un accidente en las calles de Buenos Aires. Y peor si viste a un hombre matar a otro: te marca, te traspasa el alma para toda la vida. Lo sé por experiencia.

Enredado en esos recuerdos, una imagen y los comentarios del cronista sobre la muerte de un chico en una pulpería de José C. Paz llamaron su atención.

¿Una pulpería? ¿Ahora?

Con qué liviandad se manejan las palabras, pensó. En el periodismo oral, y hasta en los encabezados de los grandes diarios.

Cierto que había una pulpería a uno de los costados de su Josepás, la quinta donde vivió su niñez y adolescencia. ¿Pero hoy?

Él mismo lo había comprobado un año atrás: la quinta y sus queridos recuerdos habían desaparecido bajo casas de precarios bloques y chapas oxidadas. En un momento de nostalgia, había caminado hasta la estación La Paternal para tomar el San Martín hasta José C. Paz. Y se bajoneó al ver un Coto ocupando el predio de tres manzanas entre la estación y su entrañable casa. Incluso el descampado, la laguna y las zanjas donde había pescado ranas y anguilas, estaban ocupados por el estacionamiento del súper y el asfalto de las calles. Tampoco existía el ligustro que rodeaba la casa levantada por su viejo y sus tíos, sobre unos terrenos comprados por el abuelo. Ni siquiera habían sobrevivido los ciruelos, castaños, damascos, mandarinos, nogales y nísperos de los que tanta fruta habían cosechado.

Algo no funcionaba bien en la línea del tiempo: todavía le duraba la tristeza por no haber encontrado su querida quinta y lo que la había rodeado, y sin embargo, en las imágenes que acababa de ver en la tele, él reconoció la casa de ladrillos descubiertos y el ligustro y las zanjas. Y el tanque de cinc que albergaba dos mil litros de agua, y el molino mismo frente a la pulpería donde aprendió a jugar al truco de tanto mirar partidas. En aquella época de niño era cuestión de cruzar la calle, nomás: saltar una zanja, caminar unos metros por la tierra y esquivar el palenque armado a un costado de la pulpería.

Y ahora, decían, en esa Arcadia de su niñez se había cometido un asesinato.

¿El televisor funcionaba mal? ¿Cómo era posible que estuviesen transmitiendo imágenes de un pasado tan remoto? ¿Serían imágenes de archivo, acaso? Desde hacía un par de meses, tanto Teresa como los chicos le decían que estaba gagá. Él lo tomaba como chiste. Pero… ¿se lo dirían en serio, tendrían razón?

—Me voy a Josepás —dijo Murúa.

—Pero, viejo —Teresa salió de la cocina secándose las manos en el delantal—. ¿Otra vez con lo mismo? Tu Josepás ya no existe.

—Vení, Teresa —él señaló el televisor—. Miralo vos misma.

Ella se sentó a su lado, miró, y vio al conductor del noticiero sentado atrás de un escritorio.

—Recién… recién trasmitían de exteriores, Teresa.

—Viejo, te lo venimos diciendo —ella lo abrazó y le acarició la espalda—: Josepás no es más Josepás. Ahora es José C. Paz. Y en José C. Paz, matan gente. ¿No escuchaste?

—Sí, Teresa, escuché —Murúa se levantó—. Escuché, y también vi. —Agarró el bolso de sus objetos personales, se lo colgó al hombro, se puso la boina que usaba cada vez que salía y agregó—: Justamente, me voy porque escuché y vi.

—¿Qué viste? —Teresa daba zancadas atrás de Murúa con el brazo extendido, como si pretendiera detenerlo agarrándolo de la camisa—. ¿Qué viste, viejo?

—Vi a Josepás, Teresa —él sacó de su vasta biblioteca un libro descabalado, lo guardó en el bolso, y abrió la puerta decidido—. La casa, el ligustro, la zanja. Vi todo, Teresa. Tal como lo viví de chico. Hasta la pulpería vi. Y tengo una opresión acá. —Se dio vuelta y se puso la mano en el pecho—. Una pelota de arena que no me baja ni me sube. La muerte de ese pibe me ahoga.

—Pero… ¿qué culpa tenés vos? ¿Qué hiciste?

—No hice nada, Teresa. Eso, no hice nada. Y me ahogo de solo pensarlo.

—Viejo, ¿te sentís mal?

—Claro, te dije que me siento mal —Murúa pegó un portazo, y desde afuera gritó—: Vuelvo para la cena.

 

 

Ya en el hall de la estación, sacó el boleto de ida y vuelta a José C. Paz y preguntó el horario del próximo tren. Faltaban unos veinte minutos. Se sentó, metió la mano en el bolso, tanteó y sacó el libro. Acomodó los bordes de las hojas desparejas y lo abrió.

¿Justo este libro agarré?, pensó.

Lo fatigaban los libros de Borges: eran arduos. Si hubiera podido elegir, hubiera elegido uno de Conrad: más fáciles y apropiados para él. Siempre se sintió identificado con lord Jim, Kurtz, Razumov.

Muchos, se dijo, deben sentirse identificados con esos personajes de Conrad.

Leyó «Edición especial para La Nación«, buscó el índice en la siguiente hoja, y eligió el último relato del libro, «El Sur»: le pareció de extensión justa para leerlo antes de que el tren llegara.

En los primeros párrafos se dio cuenta de que ya lo había leído… y recordó que no lo había comprendido. Pero esta vez, después de franquear los primeros párrafos, le interesó la trama. Leyó con avidez, y las complejidades no le molestaron: no eran complicadas. Promediando la lectura, Murúa vaciló: ¿Dahlmann viajaba al campo donde había pasado su niñez, o soñaba que viajaba al campo donde había pasado su niñez? Para dilucidar esa duda, solo le faltaba una página.

Mientras la leía, oyó al tren llegando a la estación. Marcó la punta de la hoja con un doblez, cerró el libro y lo guardó en el bolso que, esta vez, llevó en la mano.

Se levantó y caminó hasta los vagones que esperaban en el andén. Las puertas se abrieron. Y, al subir, chocó con una mujer que bajaba. Él le vio una expresión de sorpresa a la morocha, y un impulso lo llevó a pasarse por la frente el dorso de la mano que sostenía el bolso. La mano salió empapada en sudor. Creyó percibir que algo —¿una hoja de plátano llevada por el viento?— había volado para caer entre el vagón y el borde del andén. Se dio vuelta y buscó a la morocha para preguntarle el porqué del asombro, pero no alcanzó a divisarla: se había esfumado.

Recorrió los vagones y dio con un asiento vacío. Se acomodó y abrió el bolso. Tras alguna vacilación, sacó el libro.

No encontró el doblez que había usado como marca. Entonces, abrió el libro en la última página, y por la numeración se dio cuenta: ¡faltaba la hoja con el final del cuento!

Miró adentro del bolso, y nada. Sacudió el libro páginas abajo, y cayeron sobre sus piernas dos o tres hojas, pero ninguna de ellas era la que estaba buscando. Recordaba que había marcado esa hoja en su punta, pero a lo mejor se había descosido de la encuadernación. ¿La habría perdido al subir al tren? ¿Sería aquello que voló a su lado y cayó a las vías? Si había sido así, ya no podría encontrarla.

Ya que no puedo leer el final, se dijo, no me vendría mal leer otra vez las primeras páginas del relato. No tengo nada que hacer, y lograré entenderlo mejor.

De manera que comenzó a releer el cuento, para comprender si Juan Dahlmann viajaba o soñaba que viajaba. Al cabo de unos minutos leyó una frase que antes no le había llamado la atención: «A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos». Y él, Sergio Murúa, era una muestra de esa certeza escrita por Borges: al igual que Dahlmann, él leía un libro en el tren; al igual que Dahlmann, él viajaba a reencontrarse con los lugares y recuerdos de su niñez.

Unas campanadas lo distrajeron. ¿En aquel tiempo hubo una iglesia cerca? Levantó su mirada. Y vio poca gente caminando por el andén, y unos frondosos eucaliptos apareciendo atrás y sobre el tejado rojo de la estación Devoto. No los había visto en su último viaje. Detalles que la memoria va perdiendo, quiso creer.

Y cuando oyó que el guarda anunciaba «¡Rápido a Caseros!», el comentario de Teresa cobró peso propio. Aquel «Estás gagá, che» pasó a tomar categoría de verosímil, porque Murúa bien lo sabía: los guardas ya no avisaban que el tren no pararía en las estaciones intermedias. Ni eso ni nada avisaban: el paso del tiempo los había eliminado; apenas si existían controles a la salida de los andenes.

La mujer sentada frente a él —extraña mujer de vestido largo y zapatos negros y una antigua capelina, también negra, y tul cubriéndole la cara— levantó la cabeza, lo miró y le sonrió.

A Murúa le daba mala espina: esa sonrisita maliciosa y todo su aspecto bastaba para que uno creyera en las apariciones. Raro que no la hubiera visto antes. ¿Sería cierta la cuestión de los anacronismos que mencionaba Borges?

Y cuando vio que él y esa mujer eran los únicos pasajeros, se asombró aún más.

La lectura me distrajo, se dijo, y no noté cuando los otros bajaron.

Volvió a la lectura del libro que mantenía en sus rodillas. Figuras borrosas se desplazaban rápido del otro lado de la ventanilla, pero en dirección contraria.

Se quedaba pensativo, absorto frente a ciertos párrafos del cuento. A algunos no los comprendía del todo: el color punzó, pongamos por caso… ¿estaría relacionado con Rosas? Podía ser, por lo de «color violento». Otros párrafos le daban la impresión de haber sido escritos para él: también Dahlmann se había cruzado con una mujer, también Dahlmann se había pasado la mano por la frente.

Supo que faltaban siete paradas cuando oyó que el guarda avisaba «¡Hasta José C. Paz parando en todas las estaciones!».

Y se ahogó. Se ahogó en una extraña metamorfosis que lo obligó a agarrarse la garganta. No se había convertido en un monstruoso insecto, pero se sentía enredado en un sueño intranquilo. ¿El sueño de Dahlmann o un sueño propio? ¿El avance de una profunda senilidad, tal como le venía presagiando Teresa? O peor aún: el mal de Alzheimer al galope, la demencia senil. Porque… oír al guarda una vez, bueno. Pero… ¡esa segunda lo preocupó!

¿Qué me pasa? ¿Estoy perdiendo lucidez?

Sacudió la cabeza: la mujer de negro había desaparecido, no la había visto levantarse… y mucho menos bajarse del tren. Miró adelante y atrás. Y los asientos vacíos le aseguraron que en ese vagón viajaba solo.

Estación tras estación, el paisaje urbano devenía rural. Kilómetro tras kilómetro, los eucaliptos disminuían de tamaño. Murúa se masajeó las sienes: ¿el dolor de cabeza —el Alzheimer, claro está— convertía a su memoria en presente?

Una fragancia a malta fermentada lo obligó a levantar la cabeza, a mirar a través del vidrio. Y otra vez Dahlmann.

Y todas las cosas volvían a Murúa: el destilado aroma de la Hiram Walker, las aguas limpias del Reconquista, las casas cúbicas de ladrillos de barro cocido con su gallinero en el fondo, los eucaliptos recién plantados, los legendarios paraísos con sus racimos de frutos amarillos, un jinete arreando la hacienda, la estación de José C. Paz: apenas un tinglado en medio de la llanura pampeana.

Confundido, se colgó al hombro el bolso, se sacó la boina, le fue tensando el borde con los dedos, y se la calzó mejor. Bajó del tren. Y el panorama que se estiraba frente a sus ojos lo impresionó: la desolada ruta 197 de su Josepás.

Ya no sospechaba que viajaba al pasado. Lo sabía.

 

 

Cruzó la ruta, acarició los ladrillos del almacén de don Semín.

Y se sintió tan niño como cuando era un niño, una mezcla de azoramiento y felicidad.

Siguió caminando por el sendero de carbonilla y oyó el crujido de los guijarros negros desgarrándose bajo sus alpargatas. Unos metros adelante vio la casa blanca de Capurro: las abejas remontaban vuelo desde el cerco de ligustrina, la fragancia dulce de sus flores lo rozó, y el jardinero le obsequió una rosa para su mamá. Más allá, la fábrica de dulces con sus dos chimeneas, el obrador ferroviario, el gran descampado con la laguna en el medio, el perfume anisado de los hinojos.

Y, por fin —Murúa flotaba fuera del tiempo, en el infinito—, Josepás: los ciruelos rodeados de colmenas blancas con los pesados frenos sobre sus techos rojos —frenos de hierro que él recolectaba de las vías cuando se caían de los trenes—, los dos castaños y los tres perales, el generoso tanque australiano, las magnolias y lavandas, las legumbres y hortalizas de la quinta de tío Osvaldo, el galponcito de chapas para guardar las herramientas, el arrullo de las torcazas, las calles de tierra y los gorriones bañándose en el polvo.

Y dando vuelta a la esquina —después de bordear el cerco de ligustro que podaba tío Mario y la zanja con infinidad de huevos de ranas pegados a las plantas emergentes—, llegó a ver el tanque que albergaba los dos mil litros de agua para la casa, y el molino que lo llenaba.

Y cruzando, la pulpería.

Caminaba la media cuadra que lo separaba de ella, y lo desoló la vergüenza del día en que vio a aquel hombre matar a otro. Ahí, en esa misma pulpería. El espíritu de aquel hombre muerto lo había herido. Una herida que cicatrizó, pero que seguía raspando. A nadie se lo había contado. Nadie lo sabía. Pero él sí. Murúa no se lo podía borrar: acaso si hubiese intentado algo… Sí: debía haber hecho algo…

…y no lo hizo.

Es que él en aquel tiempo era un chico.

Pero la excusa fracasaba: chico y todo, podría haber avisado. El miedo lo paralizó y un hombre había muerto por su culpa. Aquella frase de Facundo Cabral lo persiguió para siempre: «El tiempo arruga la piel, el miedo arruga el alma».

Murúa se sentía una estatua de arcilla erigida en la puerta de esa pulpería. Odiaba confesarse a sí mismo que había sido débil y cobarde.

Respiró hondo. Y entró, nomás.

La eternidad de ese instante lo conmovió. Creyó reconocer al hombre sentado al mostrador, de espaldas, al lado de una lámpara de kerosén: el Ambrosio, le decían.

En una mesa jugaban al truco. A uno lo reconoció. ¿Cómo se llamaba ese de pelo y bigotes colorados? Ah, sí… Eugenio el Colorao, le decían. A los otros los había visto solamente una vez.

Aquella vez.

Parado atrás del mostrador, el patrón lo miró perplejo.

—Qué hacés vos por acá, marmota.

—Hola, patrón —dijo Murúa desde la puerta. Y le llamó la atención su propia voz de niño.

—Ya te dije, pendejo, que este no es lugar para vos.

—Le juro, patrón —Murúa se besó los dedos en cruz—. La última vez, y no vengo más.

Murúa miró al Colorao, y le mandó un guiño. La cara del Colorao reflejó sorpresa.

El Ambrosio tomaba ginebra. Como aquella vez.

Y también usaba aquel sombrero negro. Como gaucho bien armado, llevaba chiripá de colores vivos por la guarda de flores, chaleco, pañuelo en la cabeza como vincha confundida con el pelo largo, rebenque corto, bota blanca con los dedos afuera, espuela grande, el poncho bien doblado sobre el brazo. Y un puñal con cabo de guampa y virolas. Un gaucho sin caballo, mate, boleadoras, lazo o poncho, vaya y pase. Pero es imposible imaginarlo sin su cuchillo.

Murúa sabía que el Ambrosio era un traidor. Un mequetrefe de esos que matan por la espalda. Sabía que el infeliz se levantaría y le hundiría el puñal al Colorao Eugenio: por la espalda y aunque el otro estuviese sentado, se lo enterraría hasta el Arbolito.

Desde aquella vez lo sabía él.

Pero, si ese hombre se embarraba de traición, el pendejo Murúa se había embarrado de cobardía.

Y ahora le llegaba el momento de cumplir, de saldar, de hacer lo que no había hecho. Se enfrentaba a la posibilidad de redimirse ante sí mismo. Y no vacilaría.

Murúa se le acerca al pelirrojo, bien de frente. Apoya una mano en las cartas esparcidas sobre la mesa con olor a vino. Un poroto cae. Él se inclina y le dice en el oído al Colorao:

—Corrasé, hombre, que van a matarlo.

Y el Colorao esta vez se corrió. Y el ataque del Ambrosio, que había largado el puntazo a la espalda del hombre sentado, entró por el ojo de Murúa.

En sus últimos instantes, él recordó aquella certeza de Borges sobre los gustos de la realidad por la simetría y los leves anacronismos. Pero sonrió con el recuerdo de lord Jim: una voluntad que gobierna los designios de los hombres había actuado.

Y, en pocos minutos, el niño murió desangrado en el piso de barro de la pulpería.

 

 

Teresa aguardaba la llegada de Murúa. Sentada en una silla, al lado de la mesa tendida, miraba el noticiero de la noche.

El cronista pedía disculpas por haberse referido, en la mañana, a una pulpería. Que se trataba de un simple almacén de pueblo, aseguraba. Y que llamaban la atención dos cosas: que el pibe de siete años muerto usara una boina y que guardara en su bolso un desvencijado ejemplar de Ficciones. Pero un hecho inesperado dejó perplejos a los médicos, dijo el periodista: que, después de darlo por muerto, el pibe apareciera caminando por los pasillos del hospital.

¿Con qué monstruos se encuentra el hombre —diría Conrad— cuando llega al corazón de sus propias tinieblas?

Con una presencia ajena a las fuerzas humanas. Con un arbitrio hermético, indescifrable.

 

 

Sonó el timbre.

Teresa se levantó, caminó hasta la puerta y abrió.

—¡Viejo! —dijo—. Es tarde: ¿qué te pasó? ¿Por qué tenés ese parche en el ojo?

—Vení, Teresa —dijo Murúa—. Por fin podré contártelo todo.

 

 

Eduardo Poggi (Buenos Aires, 1945) integra el círculo de escritores de horror y fantasía “La abadía de Carfax”. Escribe sobre plástica y literatura en el periódico cultural FINy en la Revista Axolotl. Los cibersitios Axxón, BNTB, El aleph, NM, QI, Revista Axolotl, Literarea y el suplemento cultura del diario Perfil han publicado algunos de sus cuentos y cuadros. Alterna su pasión por las letras con la pintura y la composición musical. Su novela inédita Razones de un homicidio fue publicada por capítulos en su blog “Letras, colores y sonidos”. El libro de cuentos “Terminar con todo” aún permanece inédito.

Hemos publicado en Axxón AL ACECHO y EL VIEJO DE LA PUERTA.


Este cuento se vincula temáticamente con SIEMPRE CONTIGO, de Ismael Rodríguez Laguna; CUATRO LETRAS AL BOTÓN, de Alfredo Martin; SUPERVIVENCIA, de Jorge Pradella y VEINTE BREVES VIAJES POR EL TIEMPO, de Varios Autores.


Axxón 245 – agosto de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Metaliteratura : Gauchesco : Viajes en el tiempo : Argentina : Argentino).

19 Respuestas a “«Muerte en la pulpería», Eduardo Poggi”
  1. Muy buen cuento, Eduardo. Me encantó de principio a fin. La borgeana reivindicación de Murúa al final, es un vaso de agua fresca. Cuentazo

    • Eduardo Poggi dice:

      Gracias, Sergio. Cualquier reconocimiento es poco para tanto que nos han dado los grandes como Borges o Conrad, ¿no?. Un abrazo.

  2. Mariláu dice:

    ¡¡¡Cuentazo!!! Me encantó la trama, llevada con la ya reconocida pluma magistral de Eduardo. Y ese final impresionante…¡Buenísimo!
    Vayan mis felicitaciones al autor, y un abrazo para Axxón por haberlo publicado.

    • Eduardo Poggi dice:

      Bueno, querida Mariláu: me pongo colorado con eso de «reconocida pluma magistral». Un beso, y gracias por tus palabras.

  3. Noelia dice:

    ¡Qué cuentazo, Eduardo! Una nostalgia tan palpable, un final sorprendente. ¡Una maravilla!

    • Eduardo Poggi dice:

      Me alegra que te haya gustado tanto, Noelia. Y que hayas notado la nostalgia que traté de imprimirle a este cuento, es un halago. ¡Gracias, por tu lectura!

  4. Ricardo Gioirno dice:

    Un flor de cuentazo. Maravilloso cómo trata ese viaje en el tiempo que el lector lo lee como algo lógico. Es más, el lector ni da cuenta de que el autor lo va llevando gozosamente de la nariz para desembocar en un grandísimo final. «Muerte en la pulpería» forma parte de los cuentos que me hubiera gustado escribir yo.

    Abrazo.

    • Eduardo Poggi dice:

      ¡Gracias, Ricardo! Sentí mucho placer escribiendo este cuento, rodeado de recuerdos y grandes escritores.

      Un abrazo grande.

  5. Eduardo Poggi dice:

    Vaya mi agradecimiento a Axxón por publicarlo, y a Valeria Uccelli por la ilustración. Gracias.

  6. Juan Diego Soto dice:

    No te das cuenta y ahí vas, de la mano del autor. Me ha parecido excelente.

  7. Pablo Vigliano dice:

    ¡Muy bueno, Eduardo! Me gustó el desarrollo del cuento, partiendo básicamente de la simple idea de viajar en tren con un libro. Ya de entrada me atrapó como lector, porque parece un viaje inquietante, un viaje extraño ¿un viejo gagá rumbo a Josepás?.. Me gustó al inicio el motivo del viaje conectado con el final, la nostalgia intermedia, la extrañeza, el misterio, y el valor agregado del cuento que son seguramente las alusiones literarias y el modo, el «cómo» de la escritura, el estilo del relato a lo Borges. Esos diálogos bien campechanos, bien gauchos del final, me parecieron muy bien puestos, me ayudaron a formar imágenes muy claras de los acontecimientos. Abrazo.

    • Eduardo Poggi dice:

      Hey, amigo de las primeras horas velsianas. Gracias por la lectura y por tus palabras: un halago. Te mando un abrazo grande.

  8. Antonieta Castro Madero dice:

    Muy bueno! No quité ni un momento los ojos del papel. felicito al autor. Un beso

    • Eduardo Poggi dice:

      ¡Que alegría, Antonieta! Si la lectura del cuento te atrapó, seguro que lo has disfrutado. Y eso es impagable. ¡Gracias por tu comentarlo!

  9. Fernando Cots dice:

    Me tocó analizarlo y amenacé con una rotura anal si no lo publicaban. Se ve que me hicieron caso.-

    • Eduardo Poggi dice:

      ¡Gracias, Fernando! Alguien se salvó de la rotura, entonces. Bien visceral tu opinión. Me gustó mucho. Va un abrazo grande.

  10. Ruben Pepe dice:

    Querido Edu Poggi muy bueno tu cuento, parsimonioso en tu proa, COMO UNA MOROSA FILIGRANA. Hace tiempo que no me comunicaba contigo por el facebook del Taller de C. y C. Muy madura tu prosa mis más sinceras felicitaciones. Abrazo fraterno desde Montevideo Uruguay Ruben Pepe.

    • Eduardo Poggi dice:

      Querido Rubén Pepe: un alegrón que te haya gustado este cuento de los pagos rioplatenses. ¡Gracias por la lectura y el comentario! Un gran abrazo.

  11.  
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