Revista Axxón » «Sueños de ciudad», Leonardo Espinoza Benavides - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

 CHILE

La pantalla le volvió a indicar los cincuenta y ocho documentos que debía tener listos durante la mañana. La cifra la había recibido minutos antes, camino hacia el trabajo, y le había parecido un número razonable para comenzar el día.

Se acomodó en su silla y se colocó los anteojos. Reacomodó la imagen al ángulo que le agradaba y abrió la lista de archivos.

—Veamos… Qué cosas tenemos para hoy —dijo inclinándose hacia la pantalla.

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Ilustración: Pedro Bel

—Aquí tiene, señor Loy.

—Muchas gracias, Berto.

Terrig Loy desvió la vista unos segundos para recibir la taza de café. Le dio un sorbo delicado para evitar hervirse los labios y la dejó luego sobre el escritorio. Uno de los cristales de sus anteojos se había nublado con el vapor que florecía del tazón.

—Bien… Partamos contigo —dijo Terrig aguzando la mirada.

Antes de comenzar con su lectura, recibió el saludo de un colega que acababa de llegar a su despacho.

—Hola, Enrio —le dijo sin mirarlo, mientras el hombre tomaba puesto a un metro y medio de distancia—. Bien —continuó en un susurro—, ahora sí…

El documento por el cual comenzó se titulaba Los efectos de la luz solar en intervalos de cinco minutos al utilizar el transporte automovilizado por la avenida Marcel Aristos entre las seis y siete horas de los días martes al compararlos con intervalos de seis minutos en dos grupos aleatorizados con quíntuple ciego durante los mismos horarios del día. Terrig leyó las partes claves del documento tal como su oficio le enseñaba y emitió la aprobación que corroboraba la evidencia presentada.

Llevaba cinco años trabajando en el Departamento de Evidencia, clasificando y examinando las publicaciones de diversas áreas de investigación. Era uno de los últimos eslabones en la lectura crítica de los documentos, lo cual le significaba un buen pasar monetario y un decente estatus social.

—Hmm… No, tú no —dijo en voz baja al terminar otro de los artículos: no se habían respetado los protocolos mínimos.

Terrig levantó los brazos y luego restregó sus ojos. Le agradeció a Berto por la siguiente taza de café y se dispuso a corroborar la última evidencia matutina, El aporte nutricional del pasto en la dieta homeostática en un grupo de individuos entre veinte y treinta años con tendencia a la intolerancia a la carne de soya. Las ciencias biológicas las dejaba siempre para el final.

Al mediodía, luego de cinco horas de trabajo y setecientos mililitros de café, llegó el descanso del almuerzo. Cuatro minutos.

—Aquí tiene, señor Loy.

—Muchas gracias, Berto.

Tomó su sándwich con agua y disfrutó los cuatro minutos asignados. Él mismo había leído parte de la evidencia que comprobaba que aquel era el tiempo ideal para la merienda de las doce.

En la esquina de la pantalla un nuevo número apareció. Ciento cuatro. Las tardes solían resultar un poco más duras…

A las nueve cuarenta y cinco de la noche concluyó con su rutina.

—Adiós, Enrio —dijo Terrig, plegando la pantalla del escritorio y guardándosela en su bolsillo. Se alejó del espacio de trabajo, se despidió de Berto y se encaminó hacia las afueras del edificio.

Se vio caminando junto a una mujer. Terrig sabía que ella trabajaba en la otra ala de ese piso.

—Hola, Frann —dijo Terrig con soltura, al tiempo que revisaba la hora en la esquina de la pantalla que asomaba de su pantalón.

—Ehm…, hola…, ¿don…?

—¡Terrig! Disculpa… Me tengo que haber confundido.

—No importa. Siempre pasa.

—Lo siento.

No se generó un momento incómodo porque no había tiempo para un momento incómodo. Esos errores solían ocurrir. Terrig había hablado antes con ella, solo que probablemente en sus sueños y no durante la jornada laboral. Qué importaba; a todos les pasaba. Terrig volvió a mirar la pantalla plástica de su bolsillo y vio que iba tres minutos atrasado. Su colega hizo lo mismo y seguramente llegó a la misma conclusión.

En el vestíbulo se dirigieron hacia salidas distintas.

Terrig caminó hacia las afueras de la edificación. A las diez en punto pasaba un automovilizado público que lo acercaba hacia su casa. Pasados los dos minutos que faltaban, apareció el vehículo. No requería conductor.

Se subió, acercó su pantalla personal a una consola, esperó el bip confirmatorio y se ubicó en uno de los cubículos individuales. Si bien ya era de noche, ninguna estrella se asomaba por el cielo. La intensidad con que la ciudad se iluminaba no hallaba rival en ninguna otra fuente luminosa. Mientras tomaba asiento, Terrig miró por la ventana buscando alguna nube de tintes azules o celestes que contrastara con el ocre de la noche. Detrás de esa, pensaba, debía estar la Luna.

Quedaban treinta segundos para que diera inicio a su clase. En la comodidad de su cubículo, envió la señal de su pantalla al cristal que estaba enfrente de él, delimitando este su lugar con el del otro pasajero.

—Buenas noches —comenzó Terrig—. ¿Empezamos?

Era tan solo una expresión. Nunca partían atrasados. Aunque Terrig, o incluso la locomoción, se atrasara, todos tenían a mano su pantalla personal para comunicarse donde fuera.

Esa noche debía impartir la clase de Análisis Integrado de la Evidencia a estudiantes de sociología.

—En el caso de ustedes —les decía Terrig—, se pone más difícil el tema de hacer buenos estudios, por el tipo de variables subjetivas que deben intentar objetivar, a diferencia de un bioquímico, por ejemplo…

—Profesor —interrumpió una voz etérea.

—¿Sí?

—En el caso de los estudios cualitativos, ¿cómo hacen el análisis de esa evidencia?

Eran estudiantes jóvenes; Terrig lo sabía. Aún tenían que formarse.

—Es complicado —respondió—. Muchas veces lo que hacemos es simplemente descartarlos, cuando tenemos otros que son más bien cuantitativos. Si supieran la cantidad de información que recibimos, se darían cuenta de que lo último que alcanzaríamos a hacer es clasificar algún dato subjetivo. No son considerados evidencia; o si no hay nada más sobre el tema, queda como evidencia clase F. Bien… Sigamos. Quedaron cincuenta y ocho segundos para tiempo de preguntas, para que lo tengan en cuenta…

Terrig Loy terminó su cátedra a las once treinta de la noche y un minuto más tarde se bajó en un paradero.

Había una fila con automovilizados personales que cualquiera podía utilizar; estaba incluido en los impuestos. Caminó junto a un abundante grupo de personas que descendían también en la parada; encontró uno libre y se subió. Programó su dirección y comenzó el último trayecto hacia su casa. Treinta minutos debía demorar.

Comunicó nuevamente su pantalla, esta vez con el panel de vidrio del auto, reemplazando las visiones nocturnas del camino por la lectura a la que tenía que acudir. El Departamento le asignó un curso de «Variables numéricas en estudios ecológicos de suelos ricos en silicato». Todo ciudadano que fuera respetable no cesaba nunca sus estudios, ni tampoco la impartición de clases. Era parte del gran proyecto de educación continua: todos estudiantes, todos profesores.

—Los suelos de silicato son tremendamente apasionantes. Ya tenemos la evidencia para clasificarlos en veinticinco grupos distintos sobre la base de…


Terrig Loy entró a su casa faltando tres minutos para medianoche; su mujer había llegado tan solo unos segundos antes. No se distinguía ninguna luz encendida en el interior de la morada.

A través del pasillo principal llegó un mensaje:

—¡Ya acosté a la niña!

—¡Ya! ¡Gracias!

—¡Cómo te fue en el trabajo!

—¡Bien, y a ti!

—¡Bien, también! ¡Ya te vienes a dormir!

—¡Sí, ya voy!

Terrig encendió la luz de la cocina, sacó un trocito de sándwich del refrigerador, lo tragó con un sorbo de agua de la llave y se dirigió a su habitación.

Ahí lo esperaba. El mejor momento del día. La razón por la que todos trabajaban sin parar; lo que otorgaba sentido a la más pequeña nimiedad de la existencia.

Su almohada.

No siempre le llamaron simplemente almohada. Hubo un tiempo en que ostentara un nombre siútico ahora ya olvidado, ideal en sus primeros momentos de comercialización; pero hoy en día bastaba con referírsele de esa forma. Almohada.

No era ese antiguo cojín oblongo sobre el que ponían la cabeza cuando era tiempo de dormir. También se le llamaba almohada, pero ya no se identificaba con ella tal palabra. La almohada era un dispositivo surgido de la tecnología y la ciencia del sueño, del principio de Voss y la estimulación de ondas gamma. Una especie de casco amoldable con una serie de electrodos que se posicionaban en sitios estratégicos del cráneo y de la cara. Ventosas pegadas en la cara. El mejor momento del día, pensó Terrig.

—¿Cuánto te vas a poner? —preguntó su esposa.

—Hmm… Sesenta por ciento de sueño profundo y cuarenta por ciento de sueño REM. —Sesenta por ciento de descanso físico y cuarenta para soñar. Aquello equivalía a unas ocho horas de una buena dosis onírica.

—Parece que tuviste un buen día…

—Nada especial, la verdad.

—Bueno, que descanses. ¡Buenas noches!

Su mujer ya estaba dormitando. Terrig programó su almohada, se la colocó en la cabeza y se tendió en su cama. Encendió el aparato que transmitiría sutiles corrientes eléctricas a través de su red neuronal de tal modo que pudiera tener horas y horas de sueño lúcido y consciente.

Por fin comenzaba su día…


—¡Frann! ¡Frann! ¡Por acá!

—¡Terrig! ¡Voy!

Terrig Loy se retiró los auriculares y detuvo el helicóptero. Se bajó de la máquina y puso pie sobre la arena. Llevaba una camisa blanca entreabierta que dejaba ver su perfecta anatomía. Frann corría hacía él utilizando un diminuto traje de baño.

—Discúlpame por no reconocerte hoy día en el trabajo.

—Ah, no importa. Siempre pasa.

—Lo siento, Terrig. Tenía demasiado trabajo que hacer y nunca hay tiempo para nada más que eso en el Departamento.

—Ni me lo digas… Ni te imaginas las cosas que tuve que leer… ¡Pero no es tiempo para hablar de eso! —La tomó entre sus brazos mientras Frann emitía una risita.

—¡Suéltame, Terrig! Ni se te ocurra tirarme al agua… ¡No!, ¡no! ¡Yo me tiro sola!

Terrig la soltó y Frann corrió directo hacia el océano. Justo antes de tomar contacto con la espuma de la marea, Frann tiró lejos la parte de arriba de su atuendo.

Terrig pareció flotar hasta las olas…

—Sí, mamá, todo bien en el trabajo —decía Terrig. Ya había tenido suficiente en el paraíso tropical.

—¡Ay, qué bien!

—¿Todo bien con ese tal Enrio?

—Sí, papá, todo bien… No, gracias, mamá; ya estoy lleno. No me cabe nada más en el estómago.

—¿Lograste vender alguna pinturita?

—Tuve, de hecho, toda una exposición… No, gracias, mamá; te dije que no me cabe nada más… En el salón Mariatriz que a ti te gusta.

—¡Ay!

—¡Esposa mía! —dijo Terrig, en su propio francés con una voz de barítono. Lo había aprendido hacía varios sueños atrás.

—Querido…

—He tenido que ocupar mi arma…

—¡Oh!

—Eran todos criminales, estafadores, lo peor de lo peor. —Se sentó en una reposadera al lado de su mujer, escuchando los filtros de las aguas cristalinas que adornaban su piscina.

—¡Oh, Terrig!

—Necesito una buena siesta.

—Descansa…

Y descansó.

—¡Bien, bien, Enrio! ¡Bien! ¡Estás mejorando muchísimo!

—Gracias, Terrig.

Terrig se retiraba los esquís y disfrutaba de la visión panorámica de la cordillera nevada. Caminó junto a Enrio al interior de una cabaña donde los esperaba una mesa con dos cafés servidos. Berto se los había preparado, humeantes como siempre.

—Si me disculpas, Enrio, debo darle un tiempo a mi pequeña.

—Por supuesto… Anda… ¡Nos vemos en el Departamento!

—Mi pequeña… —decía Terrig frente a su hija. Le acomodó bien su almohada y la besó en la frente. Se dirigió luego a su propia habitación y se tendió sobre su catre. Sabía que quedaba poco tiempo de su sueño, lo podía sentir. Cerró los ojos y simplemente esperó la transición…


Cincuenta y nueve. Ese fue el número que apareció por su pantalla mientras se dirigía hacia el trabajo. El auto al que se había subido la noche anterior lo transportaba hacia el mismo paradero en donde lo había tomado prestado y en donde embarcaría para completar el recorrido.

—Qué clima… —dijo Terrig a Enrio mientras se sacaba la chaqueta empapada. Su colega había llegado unos minutos antes que él y, a juzgar por su pelo, también se había mojado con la lluvia.

—Intenso —dijo Enrio, sin desviar la mirada de su pantalla. Tomaba con ambas manos su taza de café mientras la sorbía de manera sonora.

—Aquí tiene, señor Loy.

—Muchas gracias, Berto.

Qué alivio dormir bien, pensó Terrig. Se sentía repuesto, con el cuerpo descansado y la mente ágil y despierta. ¡Qué sería de ellos de no ser por las almohadas! Eso le recordaba la importancia de la evidencia y de los avances tecnológicos. La calidad de vida estaba mejor que nunca; se podía trabajar con un tiempo de descanso asegurado. Nadie podía privarlo de sus sueños. Nadie.

Seleccionó uno de los documentos: Proporciones de sueño profundo y sueño REM en los cambios de jornadas de descanso de seis horas a cuatro horas en un grupo aleatorizado de trabajadores subterráneos entre cuarenta y cincuenta años con consumo de licor al seis por ciento en intervalos de ochenta y siete minutos. ¡Todo aportaba su granito a la evidencia! Sin la evidencia no se sabía nada en lo absoluto, todo resultaba incierto e intangible, inseguro y peligroso. Negligente. Terrig sabía la importancia de aquello y, por ende, de su trabajo. Qué suerte tenía de haber nacido en estos tiempos, donde había espacio tanto para la satisfacción como para el trabajo; y todo respaldado por números y estadísticas ultracorroboradas.

La lluvia martillaba las ventanas del edificio y aportaba con sus notas musicales. Aún no había evidencia suficiente de que fueran efectivamente notas musicales, o si era mejor bloquear o permitirle su sonido en las jornadas de trabajo. Terrig había leído solamente quince documentos al respecto.

Tres cafés en la mañana, cuatro minutos de almuerzo, cuatro tazas y media por la tarde. Se despidió de Enrio y luego de Berto. No distinguió por los pasillos a Frann, pero poco le importaba.

—¡Terrig! —dijo alguien.

—Ehm…, ¿hola?

—¡Oh, oh! Lo siento…

Terrig sonrió:

—Siempre pasa…

El automovilizado público llegó a las diez en punto. Buscó la Luna entre las nubes, dio su clase en su cubículo, encontró más tarde un auto personal, acudió a su curso de suelos con silicato y llegó a las doce de la noche a la puerta de su casa.

Por un momento pensó que había dormido demasiado bien la noche anterior. Aún se sentía repuesto, por lo que configuró su almohada a sesenta por ciento de REM y cuarenta por ciento de sueño profundo. Le pareció una buena idea continuar algunos sueños.

Pulsó la perilla que encendía su almohada…


—¡Terrig!

—¡Abran paso!

Terrig Loy aterrizó sobre la arena vistiendo una pequeña zunga azul. Se deshizo del paracaídas que venía sujetando con sus manos y corrió al encuentro de Frann.

—¿Quiénes son estas? —preguntó Terrig.

—Son unas amigas… No te importa, ¿cierto?

—Por supuesto que no, Frann —dijo con naturalidad.

Terrig vestía un terno negro mientras terminaba su solo de violonchelo. Era una gran audiencia la que se alzaba y aplaudía. Del mismo modo lo hacía el resto de la orquesta.

—Gracias, muchas gracias —decía Terrig, alzando su mano en agradecimiento y dirigiéndola hacia el director de la orquesta para que este fuera parte también de los elogios—. Han sido meses de práctica tras práctica —decía, opacado por los vítores. Estaba sudando por el esfuerzo de su última interpretación y le costaba encontrar el aire para seguir con su discurso—. Un… un… ¡aplauso para el resto de la orquesta! ¡A cada uno…!

Le faltaba el aire.

Se fue a un lugar sin luz. Estaba completamente oscuro. Pasó una mano por la frente para limpiarse el sudor acumulado, acompañado tan solo por la cadencia de su respiración. Se sentía muy extraño, un poco ligero, y con un leve hormigueo que viajaba hacia sus dedos meñiques.

¿Había despertado? No podía ser… Se impuso el miedo en un instante, pero sin mayor intensidad. Era demasiado raro que hubiese despertado.

Había despertado.

Y no veía absolutamente nada. Esperó hasta que los grises adoptaran alguna forma y alargó después el brazo hacia el interruptor de la almohada. No estaba funcionando. Eso sí le dio miedo. ¡Cuándo encontraría el tiempo para reparar su almohada! Jamás había escuchado que a alguien le pasara esto. Miró al costado y vio que su mujer estaba en sueño profundo. De ninguna forma la despertaría.

Qué desastre, concluyó… No hubo forma de encender la almohada. Estaba al tanto de que con cada minuto que pasara, más cansado estaría al otro día. Optó finalmente por intentar dormirse por sí solo. Ya pensaría en el momento de llamar a la compañía para solicitar una reparación.

Quedarse dormido no fue la peor parte. Las ventosas en su rostro contribuyeron a la costumbre, y el hábito se encargó del resto. Lo terrible fue ver pasar sus sueños en cosa de segundos, sin siquiera ser capaz de recordar al menos una parte con suficiente claridad.

Había sido todo tan rápido, tan abstracto, tan inútil.


Fue un día miserable. Noventa y siete archivos para comenzar la mañana.

—Aquí tiene, señor Loy.

—¿Hum?, ¡oh!, gracias, Berto. —Bostezó.

—Le hizo falta más sueño profundo, señor Loy. —El hombre sonrió—. Espero que haya valido la pena el exceso de REM. —Guiñó su ojo y se marchó.

Terrig tomó la taza entre sus manos, bebió de su café y maldijo al sentir que le iba ardiendo la lengua y la garganta.

—¡Vaya, buenos días, Terrig!

—¿Ah?, ¡sí!… Sí… Buenos días, Enrio…

Andar cansado sin tener un buen sueño como explicación resultaba bastante deprimente.

Ese día no buscó la Luna ni puso atención al silicato. Los viajes se le hicieron mucho más largos de lo habitual. Llegó a su casa a medianoche y llamó a la compañía.

Esperó a que alguien contestara…

—REMember, buenas noches, mi nombre es Magdalia, ¿cuál es su nombre?

—Terrig Loy. Necesito…

—Buenas noches, señor Loy, ¿en qué puedo ayudarle?

—Ehm, buenas noches… Creo que se me echó a perder la almohada…

—¿Disculpe?

—Creo que se me echó a perder la almohada. Necesito que me la cambien o que…

—¿Disculpe? Señor Loy, no lo escucho bien, ¿qué me dijo?

—Se me echó a perder la almohada.

La mujer guardó silencio unos instantes y Terrig pudo escuchar el torbellino de voces de los otros operadores que trabajan al costado de Magdalia.

—Señor Loy, ¿me dice que se le echó a perder la almohada?

—Sí…, eso…, no funciona, ya intenté volver a prenderla y…

—No existe ese error, señor Loy.

—¿Ah? ¿Cómo no va a existir?

—Es que no me aparece en la pantalla.

—Bueno, ¡pero se me echó a perder la almohada!

—Deme un segundo.

Terrig frotó su rostro con las manos. Estaba perdiendo tiempo en el que podría estar descansando… A medias, porque su almohada seguía mala.

Su mujer le gritó desde el pasillo:

—¡Te respondieron algo!

—¡No! ¡Aún no! ¡Puedes dormirte si quieres!

—REMember, buenas noches, mi nombre es Jovelio…

—¡Me contestaron de nuevo!

—¡Suerte! ¡Buenas noches!

—¿Señor Loy?

—¡Sí, sí! Buenas noches… Se me echó a perder la almohada.

—¿Se le echó a perder o no funciona?

—¿Ah? No funciona…

—Hmm… Deme un segundo.

Arribó la hora una de la madrugada y Terrig conversaba a estas alturas con el gerente de la compañía…, según le habían informado.

—Está bien… Le enviaremos un reparador.

—¡Oh, gracias! ¡Muchas gracias! ¡Gracias, de verdad! —¡Tanto les costaba decirme eso hace una hora…, imbéciles!, pensó Terrig.

—La hora más próxima es…, hummm…, en dos días más a las…, hmm…, siete de la tarde. Se le enviará la notificación a su empresa para que pueda ir a su casa a esa hora. No se preocupe.

—¡Dos días más!

—Ehm… Sí.

—¡Oh! ¡Oh! Está bien…, está bien. Déjeme anotado.

—Listo… Muy bien, señor Loy. Solucionaremos su problema a la brevedad. REMember, ¡nunca deje de soñar! ¡Buenas noches, señor Loy!

Esa noche las ventosas no fueron suficientes.


—Aquí tiene, señor Loy.

—Gracias…

—¿Se encuentra bien?

—Sí…, estoy bien. Tuve unos problemas con la almohada…, pero ya lo arreglarán.

—Le voy a traer un café más cargado.

Berto recuperó la taza que había entregado a Terrig. Se retiró y volvió en unos instantes con un tazón de intenso aroma. Humeaba como nunca.

—Con esto va a andar mejor, señor Loy. Cuidado con quemarse…

Terrig sopló el contenido de su taza y tomó un sorbo. A la tercera succión le pareció sentir que las fuerzas volvían a su cuerpo; la mente se le despejaba y parecía lista para funcionar. Se estiró en su asiento, se colocó los anteojos y posicionó la pantalla en el ángulo preciso. Se terminó la bebida marrón y comenzó a ver los archivos. Sesentaicinco.

Agitó las manos, soltó una bocanada de aire y se puso a trabajar.

El ánimo le duró menos de veinte minutos.

Sentía cómo la espalda se le iba encorvando al tiempo que se le sumaba una picazón vidriosa en ambos ojos. Tenía sueño y estaba cansado, pero lo que le afectaba era no haber podido… soñar.

—Berto… ¿Me traes otro café?

—Ehm… Señor Loy, creo que ha tomado mucho…

—¿Ah?

—Ya se ha tomado cinco tazas, señor Loy.

—Berto, lo necesito para mi trabajo… Lo necesito…

Antes del almuerzo comenzó a sentir unos temblores en las manos. Colocó su dedo índice al interior de un orificio en la pared frontal de su escritorio y sintió a continuación un pequeño pinchazo. El resultado de la máquina indicó un nivel sanguíneo de cafeína un veinte por ciento por sobre el nivel óptimo para las jornadas de trabajo, según la evidencia comprobada.

Terrig Loy se detuvo un segundo. Se calmó.

Pronto arreglarían su almohada y todo habría terminado. No había razón para estar desesperado.

La tarde se le hizo eterna. Se subió al automovilizado público y dio su clase sin ninguna inflexión en su voz, monótona y rápida, sin recibir ningún reclamo a cambio. Apenas si pudo poner atención al silicato mientras viajaba en un auto personal.

—Ya, Terrig… Concéntrate —se dijo a sí mismo frente a su cama, su mujer durmiendo en un costado—. Este es tu momento de descanso. Es todo tuyo. Nadie te lo quita. Solo tienes que intentar mantenerte consciente y disfrutar de tu sueño. —Se mantenía de pie, respirando a un ritmo pausado y alzando y bajando sus manos en una especie de ritual—. Mantenerte consciente y disfrutar de tu sueño…

Se colocó su almohada y cerró los ojos. Repitió las palabras en forma de mantra para invocar la ensoñación… Era todo lo que necesitaba, soñar un poco, y estaría renovado para el día siguiente. Todo saldría bien, tendría energías para trabajar, estaría contento de haber descansado, se sentiría realizado… Debía estar consciente, eso era todo, nada más…


—Aquí tiene, señor Loy.

—¡Muchas, muchas, muchas, muchas gracias, Berto! —dijo Terrig, con los ojos más abiertos de lo socialmente aceptado. Berto retrocedió—. Disculpa… No he dormido nada.

En realidad, sí había dormido, pero no había soñado. O simplemente no recordaba lo que había soñado, que para este caso le era lo mismo que no haber soñado absolutamente nada. ¿Qué sacaba con soñar si luego lo olvidaba? La contractura de su espalda era lo de menos.

—¿No le han ido a reparar su almohada, señor Loy? —dijo Berto, con voz trémula.

—Aún no… Tal vez hoy día…

Terrig no podía creer lo demacrado que se hallaba con tan solo dos días sin soñar. Era el único instante en que sentía que era él, el verdadero Terrig Loy. Tenía ganas de ir a esquiar con Enrio…, o mejor aún, salir al espacio, visitar Marte; eso tenía ganas de soñar. Y Frann…

A las seis de la tarde, con una cafeinemia al ciento diez por ciento, se preparó para llegar a tiempo a su cita con el reparador de almohadas. Se sacó los anteojos y estuvo cerca de plegar su pantalla cuando un mensaje apareció en la esquina de esta: «Estimado señor Loy»… Leyó rápido, con los ojos rebotando en cada extremo de la cara… «Lamentamos informarle que el reparador no podrá asistir hasta en dos días más…».


Berto estaba quieto en el pasillo, sosteniendo la bandeja en la que llevaba la taza de café. No se decidía entre acercarse o no. Incluso desde aquella distancia era posible divisar el rostro ausente del señor Loy. Parecía ido. Tenía los ojos fijos en un punto imaginario y no parecía parpadear a un ritmo regular; sus párpados luchaban por hallar coordinación. Estaba mal afeitado y despeinado.

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Ilustración: Pedro Bel

Berto se acercó. Tomó la taza y la dejó en el escritorio, sin decir una palabra, y se marchó. El supervisor le había dado la instrucción de seguir llevando tazas de café al señor Loy mientras durase la reparación de su almohada. Debían estar atentos a lo que ocurriera. Era un caso poco común, por lo que ya se había dado inicio a un estudio dirigido por un equipo de psicólogos que deseaban publicar su situación. Podía resultar muy útil conocer las implicancias de la falla en una almohada, si se tomaba en cuenta la exigente rutina social que ocupaban.

Enrio no pudo descifrar qué pasaba por la cabeza de su colega. Sabía que llevaba unos cuantos días privado de sus sueños, pero era la primera vez que veía un caso así. No pudo, ni tampoco quiso, imaginar lo que eso significaba. Su almohada siempre funcionaba, por lo que se sentía realizado con su vida. Nadie le había privado de sus sueños. Le parecía extraño haber estado caminando junto a Terrig la noche anterior y ahora verlo así. Debe ser terrible, pensó.

Terrig Loy meditaba. Pensaba lo extenuante que resultaba ser un ciudadano productivo cuando le habían quitado su descanso. Buscaba en los rincones de su mente alguna motivación para lidiar con los archivos. No encontraba mucho, así que no quedaba otra alternativa más que el café.

Terrig Loy estaba desconcentrado.

—Enrio… —dijo Terrig susurrando—. Enrio…, oye…

—¿Ah? ¿Qué pasa?

—¿Cómo vas con tu trabajo?

—Ehm…, supongo que bien.

—Deberíamos ir a esquiar de nuevo.

—¡Ah!, no te preocupes. Te estas confundiendo. Siempre…

—Siempre pasa… Sí sé. Pero deberíamos ir a esquiar. El otro día estuvo perfecto.

—Terrig, no hemos ido a esquiar juntos…

—¡Sí sé, Enrio! ¡Sí sé! ¿Has ido a esquiar alguna vez?

—Por supuesto…

—¿Despierto?

—Por supuesto que no, Terrig. Pero he ido en mis sueños. Soy muy bueno, de hecho.

—Sí, yo también soy bueno… ¡No, Enrio! ¡No has esquiado nunca! Deberíamos ir uno de estos…

—¡Sí he ido a esquiar, Terrig! ¡No hay ninguna diferencia con que lo haga mientras duermo!

—Tranquilo… Baja un poco la voz… Nos pueden sancionar.

—Y encima haces que me atrase. ¿Sabes, Terrig?, eres mucho más simpático en mis sueños.

—Y tú en los míos… No es el punto. Deberíamos ir a esquiar de verdad.

—¿Para qué? No tengo el más mínimo problema de hacerlo mientras duermo. No hay ninguna diferencia. A lo mejor tu almohada no funciona bien, pero en la mía es exactamente igual que estando despierto, mejor incluso. ¿Para qué querría hacerlo?

—Bueno…, no sé, para hacerlo despierto simplemente. Es distinto; vale más a lo mejor…

—¿Has ganado un campeonato?

—Sí…, unos cuantos.

—¿Tú crees que los ganarías si se te ocurriera esquiar despierto? ¿Crees que sería igual de entretenido?

Parecían dos viejos camaradas discutiendo. Sin embargo, era la primera vez que hablaban más allá del saludo matutino. A Enrio le pareció agradable…, pero se estaba atrasando con el trabajo. En el caso de Terrig, resultaba la única forma de escapar del tedio que lo consumía.

—Tal vez sí los ganaría… ¿Quién sabe?

—Déjame trabajar, Terrig. Ya te van a arreglar tu almohada; aguanta un poco.

Terrig se volvió hacia su pantalla. Miró los archivos: cuarentaiocho por leer.

Dejó caer los brazos en la mesa, apoyó el cuello en el respaldo de la silla y comenzó a mirar el techo. Pidió a Berto otro café. Menos mal que ahora traen protectores gástricos, pensó Terrig.

Había esperado con ansias los cuatro minutos de almuerzo.

—Enrio…, oye… Enrio…

—¿Ah? Terrig…, qué pasa.

—Estuve pensando y tienes…

—¿No hiciste tu trabajo?, ¿en qué momento…?

—Sí lo hice; da lo mismo. Estuve pensando y tienes razón. Ir a la nieve es demasiado complicado. Pero podríamos hacer alguna otra cosa.

—Para, Terrig.

—Soy bueno pintando. Podríamos ir a alguna galería.

—¿Eres bueno pintando? Terrig, espera a que te arreglen la almohada, mejor. Además, creo que ya no hacen galerías…

—¿Qué? ¿En serio?

—Quizá haga alguna mientras duerma. Voy a seguir trabajando, Terrig.

Enrio se inclinó hacia su pantalla y desapareció del espacio visible para su colega.

Cuando dieron las nueve con cuarentaicinco, Terrig partió directo hacia el pasillo para tomar el ascensor. Por ahí avanzaba Frann.

—Hola, Frann —dijo mirando la hora. Le dirigió luego la mirada.

—Hola…, ¿don…?

—Terrig Loy. Nos vimos el otro día. ¿Me recuerdas?

—¡Ah!, debe estar confundido. Siempre…

—No, no… Nos vimos aquí hace un par de días.

—¿Sí?

—Sí, hace tan solo un par de días. ¿No…, no recuerdas?… —Un silencio por respuesta—. Bueno, no la retraso más. Que tenga un buen día.

Había repasado el diálogo toda la tarde, recitándolo cada diez publicaciones observadas. Se sentía muy conforme con su desempeño, pero había anticipado de manera equivocada las respuestas de Frann. La escena había resultado más corta de lo esperado.

Caminó hacia el automovilizado público observando la noche por sobre su cabeza. Se veía de un color morado, con café, y sin ninguna estrella. Quiso imaginarlas por un instante, pero aquello casi le cuesta quedarse sin transporte.

Una vez en su cubículo, buscó la Luna con más dedicación de lo habitual. Había una nube particularmente azulada por la cual apostaría que sería la acertada.

Su pantalla comenzó a vibrar.

Las clases, recordó… Debía ser más cuidadoso con sus desvaríos; si bien no había forma de empezar las lecciones atrasado. Eran demasiadas personas esperando su discurso.

Dijo lo de siempre.

Una vez adentro del auto personal, se dio cuenta de que podía concentrarse en mirar a través de la clase de los silicatos, escuchando de todos modos, pero viendo el camino que lo llevaba hacia su casa. No vio casi nada. Estaba, de alguna forma, demasiado oscuro.

Tendido en la cama, con la almohada puesta como símbolo, tomó consciencia de su charla con Enrio. Se preguntó si él estaría también pensativo por lo mismo.


—Aquí tiene…

—Muchas gracias, Berto. ¿Has visto a Enrio?

Berto vio su cara aún bastante demacrada, pero al menos ahora no tenía los ojos tan expuestos como antes. Eso le había asustado, y agradecía que ya no ocurriera.

—Sí, ya viene entrando, señor Loy.

Terrig se asomó para mirar por el pasillo. Divisó a Enrio caminando y devolvió su cabeza al escritorio. Lo esperaría.

—Hola, Terrig. ¡Vaya que eres bueno para esquiar! —dijo Enrio.

—Enrio, ya se me ocurrió… ¿Qué? No fuiste a esquiar conmigo.

—Ah, es lo mismo.

—¿Cómo va a ser lo mismo si yo no estaba?

—En la noche, en mi sueño, me vas a decir otra cosa. De veras necesitas esa almohada.

Terrig frunció el ceño.

—Te decía que ya se me ocurrió qué podríamos hacer…

—¡Terrig, para!… ¡Para! ¡Para! ¡Para!

Terrig se detuvo… No había previsto esa respuesta.

Esa tarde no fue capaz de mantenerse sentado. Tuvo que pararse, caminar por el pasillo y apoyarse en uno de los ventanales del edificio. Miró un instante a la ciudad. Miró de vuelta a su oficina y unas cuantas miradas lo esquivaron. Se devolvió a su puesto. No era su intención desconcentrar a los demás.

Acomodó la pantalla y siguió leyendo sus archivos. Una sombra se posó sobre la imagen que leía…

—Señor Loy —dijo una de las supervisoras—, por favor no pierda el tiempo. —Debía ser sutil pero certera. Estaba al tanto del averío de su almohada—. Entiendo su situación y espero que pronto se solucione, pero le solicito que no desconcentre a los otros empleados. ¡Concéntrese, señor Loy! Si consigue un mejor puesto, tendrá que acostumbrarse a tres horas de sueño profundo y solo cinco minutos de REM.

¿Quién le dijo a esta señora que él quería un mejor puesto? En esta empresa todos asumían que uno quería ser el jefe.

—Sí… Disculpe.

Hizo el intento de concentrarse. Abrió un archivo y leyó su título: Repercusiones psicológicos individuales y familiares en grupos de poblaciones adyacentes a depósitos de heces animales y humanas de intensidad de olor por sobre el umbral odorífero aceptable. Supuso que faltaba evidencia para tomar medidas al respecto… Lo miró de todos modos, con desgano y con otra sensación que no supo definir. Evidencia clase F, terminó por ser. Qué estupidez, fue su pensamiento.

Se encontró mirando el techo nuevamente, pensando, imaginando lo que fuese, tal vez Frann… Y un retrato vino a su cabeza acompañado de una idea:

¡La supervisora!


—Enrio…, oye… Enrio…

—Qué…

—Toma… Te dije que soy bueno pintando.

Terrig le pasó un papel con el borde rasgado. Sobre él, una serie de palos mal trazados que intentaban miserablemente remembrar una figura femenina. Dos óvalos mejoraban el intento. Todo esto coronado con el nombre de la supervisora.

—¿Qué tal, eh? —Terrig lo miró reluciendo una enorme sonrisa, expectante.

Le tomó un par de segundos comprender, pero la respuesta de Enrio fue contundente.

Un ataque de risa… ¡Una explosión de hilaridad!

¡Se estaban riendo! ¡Los dos!… Resultaba difícil contenerse.

—¡Vaya, Terrig, qué talento! —apenas pudo concluir sin tener que llevar un puño hacia su boca para disimular de algún modo las carcajadas que no lograba controlar.

—Berto…, oye… Berto —susurró Terrig con los ojos empapados de tanto reír.

Berto se acercó, escuchó la historia, vio el dibujo, y se unió a la sinfonía.

—¡Tendré mi propia galería, ya verán! —exclamaba Terrig—. ¡Si pintara todo el tiempo que trabajo…! —Y calló de súbito al ver que el resto volvía a sus quehaceres.

Era la supervisora.

—Señor Terrig, es suficiente —le quitó el dibujo—; le dije que debía comportarse. —Miró el dibujo y su rostro se desfiguró. Terrig acercaba la barbilla hacia su cuerpo mientras dirigía la mirada a la supervisora de pie junto a él. Le pareció verla sonreír—. Concéntrese, señor Loy —culminó.

La supervisora se alejó por el pasillo y Terrig pudo ver que la esperaba otra mujer. Esta última pareció decirle algo al oído; alguna orden con respecto a él, supuso, porque la musa retratada se encaminaba de vuelta a su escritorio.

—Señor Loy, le informo que la compañía se ha comunicado con nosotros para que le permitiésemos acudir a la cita con el reparador. Lo están esperando en su casa. Puede retirarse.

Terrig se quitó los anteojos. Estuvo un momento detenido, sin saber cómo reaccionar. Había pasado días completos cansado, sin dormir ni soñar, buscando formas de distraerse, de motivarse. No había sido todo un éxito, estaba bastante deprimido, pero recordó lo feliz que había estado hace un instante, riéndose con Enrio y con Berto…

¡Al fin le arreglarían su bendita almohada! ¡Por fin!

Alzó ambos brazos, estirados; dobló su pantalla y la guardó en el bolsillo; salió por el pasillo directo al ascensor…, y se devolvió, pero por el otro pasillo.

Entró en la otra ala de su piso, el piso de ella; caminó por entre los escritorios, miró a sus ocupantes…, y se detuvo. Retomó el camino original y apretó el botón del ascensor.

Había estado pensando en Frann y en sus últimas conversaciones en el Departamento. Esa no era Frann. Y no tenía la intención de que lo fuera, en lo absoluto.

Caminó hacia el paradero y esperó por su transporte. No tenía idea a qué hora exacta pasaría, pero asumió que sería pronto. Era la primera vez que se subía antes del anochecer. Se quedó mirando hacia el ocaso antes de posicionarse en un cubículo.

No era tiempo de dar clases ni tampoco de escuchar de silicatos. Había sido un transcurso silencioso. Terrig Loy tuvo tiempo de pensar. Luego tuvo tiempo para dejar de pensar…, y descansar. Era distinto a estar soñando.


—¿Usted es Terrig Loy?

—Sí, soy yo. ¿Usted es el reparador?

El hombre asintió y Terrig abrió la puerta de su casa. Lo hizo pasar y lo dirigió a su habitación. Le señaló la almohada disfuncional.

—De verdad está mala —dijo el reparador. Terrig no dijo nada. Miraba desde la puerta de su pieza, con una incertidumbre que le tenía preocupado—. ¡Sí! Hay que cambiarla.

Terrig quiso decir algo, pero no se convenció de hacerlo. Desviaba la comisura de la boca y asentía a las palabras de aquel hombre.

El reparador salió hacia al exterior y después volvió a la pieza con una almohada nueva.

—Firme aquí. No tiene que pagar nada extra.

Terrig titubeó…

Firmó.

Se encontró solo allí en su casa. Eran las nueve de la noche. Su hija y su mujer llegarían en al menos unas tres horas más. Pensó en esperarlas…, pero el cansancio acumulado…, los días sin soñar…, la almohada nueva enfrente de él… Y si programaba ochenta por ciento de sueño REM, serían…, serían casi veinte horas…


—Aquí tiene, señor Loy.

—Muchas gracias, Berto.

—Me alegra verlo descansado. ¿Algún nuevo retrato para hoy? Cambiaron a Enrio de lugar, pero… —bajó el volumen de la voz— yo puedo ser el mensajero —sonrió.

—¿Ah? —dijo Terrig, mirando el número de la pantalla—. Sí…, cierto… Anoche expuse toda mi colección. —Sin desviar la vista tomó un sorbo de café—. Gracias, Berto —dijo sin mirarlo—; muchas gracias.

Qué alivio era comenzar de esta forma la jornada.


Leonardo Espinoza Benavides (San Fernando, Chile, 1991)

Médico cirujano, escritor y cinéfilo. Autor de la novela fix-up de ciencia ficción Más espacio del que soñamos (Puerto de Escape, 2018) y editor general de la antología COVID-19-CFCh (Sietch Ediciones, 2020). Miembro del Directorio de la Asociación de Literatura de Ciencia Ficción y Fantástica Chilena (ALCiFF) y antiguo miembro de la Washington Science Fiction Association (WSFA). Expositor de la primera participación chilena en la convención Capclave de Estados Unidos (2015). Ha publicado ficción y no ficción en Editorial Puerto de Escape, Sietch Ediciones, El Sitio de Ciencia Ficción, The WSFA Journal, Revista literaria Letralia, Portal del Instituto Cubano del Libro – Cubaliteraria, Revista Crítica.cl, Dos Disparos Magazine, Publicaciones Universidad Andrés Bello, Fantástica Sin Fronteras, entre otros.

Actualmente reside en Santiago de Chile junto a su esposa, Daniele Nakasawa, y su perrito, Hulky (también conocido como Chulito). Su sitio web es https://leoespinoza.cl.

Una Respuesta a “«Sueños de ciudad», Leonardo Espinoza Benavides”
  1. José Movzka dice:

    Me encantó.
    Por muy avanzado y aparentemente perfecto que sea el futuro, la obra humana, como el humano mismo, tendrá sus fallas. Eso nos hace interesantes, inestables, locos. Así somos. Negar nuestra naturaleza o intentar controlarla es inútil, pues siempre saldrá a la superficie, rompiendo el sistema, o al menos, agrietándolo.
    De eso se trata este cuento, y me fascina el tema. Muestra cuán vulnerables -y en muchos casos absurdos- son los futuros ideales, a pesar del final.

  2.  
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