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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

«Vale hacer magia también»

Salvatore Valitutti. (Jugando con bloques).

 

 

«Os lo ruego: no olvidéis al portero»

William Shakespeare. Macbeth: Acto II, Escena III.

 

 


Ilustración: Pedro Belushi

Ni la caza con el halcón, ni las ejecuciones al amanecer, ni los versos del eunuco Seff habían servido para apaciguar el dolor de Sartos, primogénito del rey Riglos.

Ni los malabares de los bufones, ni las canciones de los juglares, ni las inmersiones en los mejunjes sanadores del mago de la corte habían podido con la fiebre desgarradora que castigaba el cuerpo del príncipe.

¿Qué hacer?

Ni siquiera la caza organizada en torno a Narhitorek, el más escurridizo de los brujos cofrades, había logrado suavizar los rasgos arrebatados del heredero.

Y, sin embargo, en la mañana de la ejecución decretada por el monarca, justo cuando faltaba poco para que el rojo del amanecer rayara en el horizonte y la hoja letal cayera sobre el cuello del hechicero, unos pasos rápidos atravesaron la nave central que conducía al trono y anunciaron:

—¡El condenado dice tener una cura para el pequeño, Mi Señor!

Farakkas, el mago de la corona, no pudo ocultar su disgusto.

—¡Mi Señor no prestará oídos a tan vil patraña! ¡Es sólo el intento desesperado de un hombre que se halla ante el gesto de la muerte!

Riglos acalló al mago y permitió que sus consejeros lo rodearan.

Cuando la consulta pasó, el soberano se puso de pie y, con voz firme, dijo:

—Que el hechicero llamado Narhitorek, cuyo nombre no he de pronunciar dos veces, se haga presente en estos salones y diga lo que tenga que decir. —Hizo una pausa y agregó:— ¡Pero que hable rápido y hable bien, porque de otra forma la muerte misma volteará el rostro, aterrada por lo que le haré!

No tardó mucho en presentarse el condenado. Arrastraba los pies por los grilletes, y sus manos aparecían atenazadas bajo la sotana de arpillera. Un guardia de yelmo emplumado y rojas barbas lo obligó a hincarse sobre el piso de piedra. Riglos aprobó la escena con beneplácito. Farakkas, a un paso del trono, observaba expectante los acontecimientos.

El postrado levantó el rostro.

—¡Salve, Riglos, Rey de Poo! —saludó—. ¡Mil veces con sus respectivas genuflexiones beso tus p…!

—¡Silencio! —rugió Riglos, y Farakkas ocultó una despectiva sonrisa—. ¡Aseguras tener una cura para mi hijo! —El soberano descendió la breve escalinata del trono—. ¡Habla!

El reo se puso de pie.

—Mi Señor —dijo—, no debemos perder tiempo… Necesito que me conduzcas hasta el lecho del príncipe.

—¡Protesto! —Farakkas aproximó la boca a oídos del Rey—. ¡Su Excelencia ya ha sufrido lo suficiente como para…!

Riglos negó con la cabeza. Le hizo una seña a los guardias. En breve, los grilletes yacieron en el suelo, y Narhitorek se frotaba las muñecas entumecidas.

—¡Mucho mejor! —suspiró el nigromante, y echó un vistazo a su alrededor—. ¿Dónde está mi ropa?

¿¡Su ropa!? —Farakkas tendió una mano despreciativa hacia Narhitorek—. ¿Cree que tenemos tiempo para sus excentricidades?

Pero Riglos restó importancia al comentario del mago, de manera que el nigromante recibió su acostumbrada vestimenta: botas altas, calzas y capa negra, jubón haciendo juego y, por supuesto, su infaltable sombrero de ala ancha. Una espada al cinto le otorgaba un aspecto marcial.

En camino a las dependencias reales, Narhitorek se las arregló para deslizarle a Farakkas que ahora sí estaba lo suficientemente bello e irresistible como para hacer frente a las fuerzas del Mal. El mago de la corte se topó con la burlona faz del condenado, y le recordó que todavía estaba bajo el yugo de Poo, por lo que se asegurara de cerrar la boca si no quería perder la lengua.

Los escoltas detuvieron su paso armado frente a la puerta del príncipe.

Un vaho opresivo los asaltó tan pronto penetraron en la estancia. El lecho ocupaba gran parte del cuarto. Las ricas colgaduras y los mullidos almohadones no alcanzaban a amenizar la imagen funesta que se ofrecía a los observadores: el joven Sartos, promesa del cetro de Poo, lucía pálido e indefenso, envuelto en un sudario de fiebre. Pero lo más terrible de todo eran sus ojos: abiertos de par en par, como inmensos platos, parecían suplicar desde una lánguida nada distante.

Riglos ordenó al hechicero que auscultara a su hijo.

Narhitorek apartó a Farakkas con un guiño mordaz, y se allegó hasta el enfermo. Inclinó su pálido rostro sobre las aún más pálidas facciones del pequeño.

Notó algo en la zona del cuello… una muy particular laceración. La recorrió con el dedo.

—Parece… —comenzó a decir.

—¡La picadura de una alimaña! —se interpuso Farakkas—. ¡Las manchas amarillas en torno a la escoriación atestiguan los estragos del veneno!

—Estoy de acuerdo —dictaminó el nigromante—. ¡Una alimaña pestilente y sin alma! —Se volvió, y buscó los ojos del mago.

Farakkas desvió la vista, exasperado, y se aproximó al regente.

—Como le adelanté a Vuestra Excelencia —dijo—, la picadura de una alimaña del Pantano de Thulthos. Aunque intrínsecamente inofensivas, la mayoría de ellas resultan receptoras de contaminantes exógenos, como los efluvios de los cenagales… ¡Lo que este hombre intenta —continuó, señalando a Narhitorek— es burlarse de todo el reino eludiendo la pena que reclama su cabeza!

Riglos apretaba la boca mientras sopesaba los comentarios.

—¿Por qué tiene los ojos abiertos? —preguntó.

Narhitorek pasó una mano delante del paciente, y los ojos siguieron el movimiento.

—Efectos del veneno —dictaminó—: se distienden los músculos oculares.

El rostro del Rey de Poo era una máscara cuando preguntó:

—¿Es consciente de lo que ve?

—¡No! —sentenció Farakkas.

—Sí… —dijo, lacónicamente, Narhitorek.

Riglos le dio la espalda a los presentes y se alejó unos pasos. Cuando se volvió, lo hizo clavando los ojos en el nigromante.

—¡El precio de su cabeza es la salvación de mi hijo! —espetó—. ¡Si mi descendencia desaparece en esa cama, usted morirá horriblemente!

—De acuerdo —sentenció Narhitorek.

Farakkas lucía fulminado.

—¡Pero, Su Majestad! —dijo—. ¿Acaso ya ha olvidado que se trata de uno de los brujos ajusticiados? ¿Cómo sabemos qué le hará a su hijo? ¡Tal vez se sacrifica en pos de intereses beligerantes!

—¡Basta de palabras! —rugió el rey. Y dirigiéndose al nigromante:— ¡Sálvelo!

—No es tan simple, Su Majestad —arguyó el hechicero—. El tratamiento requiere preparación previa, un estado receptivo particular, para lo cual debo retirarme a un lugar apartado.

Farakkas explotó en medio de insidiosos aspavientos.

—¡Tal vez el prisionero desea retirarse a su morada! —ironizó.

—¡Suficiente! —Riglos se dirigió a los guardias—. ¡El prisionero permanecerá en el calabozo hasta que amanezca!

El mago de la corte recibió la noticia con el semblante descompuesto.

 

 

***

 

 

Faltaba poco para que rayara el alba.

El fuego de las antorchas adosadas a los muros se avivó cuando la pesada puerta con herrajes giró sobre sus goznes, y la figura alta y ligeramente inclinada de Farakkas se recortó en el pétreo umbral.

El hechicero recorrió el breve pasillo hasta detenerse ante las rejas de los cadalsos. En la penumbra, divisó a Narhitorek; permanecía en un rincón, envuelto en su capa negra, como un gran cuervo de bituminoso plumaje.

El mago de la corte reconoció en su cuerpo la serena respiración que induce al trance.

—¿Qué diablos crees que haces? —rugió.

Narhitorek no reaccionó.

Farakkas buscó a su alrededor y encontró una barrena de hierro. La repasó furiosamente sobre los barrotes.

—¡Despierta! —insistió.

Narhitorek abrió un ojo y sonrió.

—Hola…, Farakkas… ¿Qué me trajiste para el desayuno?

—¡Muy gracioso! Te pregunté que qué diablos estás haciendo.

Narhitorek se distendió y se limitó a decir:

—Respiro.

Farakkas se abalanzó sobre los barrotes.

—¡Quiero saber qué planeas hacer!

—Salvar al hijo del Rey, y luego salvar mi vida.

—¡No puedes salvarlo! ¡No puedes porque…! —Farakkas se interrumpió.

—¡Oh, lo sé todo! ¿La picadura de una alimaña? ¿Del pantano de Thulthos? —Narhitorek esbozó una sonrisa siniestra bajo el ala del sombrero—. ¿Con quién crees que hablas, amigo? ¿Qué te han prometido?

Farakkas no contestó.

—¿Y bien? —insistió Narhitorek.

—¡Poder! —escupió finalmente el mago—. De todas formas, es inevitable. ¡Tú harías lo mismo!

—Tal vez —concedió el nigromante—. ¿Quién es? ¿Ranthoff del Sur, Siranno del Norte o Marco del Oeste?

—Ninguno de ellos —contestó Farakkas—, sino los propios generales del entristecido Riglos, que prometen instaurar un nuevo orden, una vez que haya caído el mayor de Los Cuatro Reinos.

—Y en ese nuevo orden del que tú formarás parte —coligió Narhitorek— no hay lugar para competidores, ¿no es así, Señor de las Artes Oscuras?

Por toda respuesta, Farakkas descubrió una línea de dientes rapaces.

—Convenciste a Riglos de que la Cofradía representaba una amenaza para el reino —continuó Narhitorek—, así que mientras los Hermanos moríamos en la cruzada que ocupaba al Rey, tú te dedicabas a allanar el camino de la insurrección armada.

—¿Insurrección armada? —rió Farakkas, con desprecio—. ¿Crees que me interesan las ambiciones de estos corazones de barro?

El nigromante se incorporó y se acercó a los barrotes.

—Claro que no —dijo—. Cuando la magia de Los Cuatro Reinos se resumiera en tu nombre, ya no hallarías motivos para hincarte ante Riglos, o ante cualquiera de sus detractores…

—¡O ante cualquiera de sus hijos! ~—siseó Farakkas, y una expresión lobuna cruzó su rostro.

—O ante cualquiera de sus hijos… —repitió Narhitorek, ensimismado—. A propósito de este punto, me quedan algunas dudas sobre el instrumento empleado. No me refiero al instrumento en sí: sé que fue una cerbatana; pero me pregunto qué clase de veneno contenían los proyectiles. —Estudió a su interlocutor con aire socarrón—. Veamos… ¿El loto negro, tal vez? No… El loto negro puede producir la parálisis, pero no la locura… ¿Y su primo lejano, el loto de plata? ¡Ah!, una delicia solo para entendidos. Durante las noches de luna llena, sus esporas sufren un…

Farakkas estalló.

—¡Qué tal si lo experimentas en carne propia y lo averiguas tú mismo! —El hechicero hurgó en lo hondo de su manga…, ¡pero para su consternación no halló nada!

—¿Buscabas esto?

Farakkas levantó la cabeza y clavó los ojos desorbitados en el instrumento que le enseñaba el prisionero.

—Te la saqué mientras estábamos en las habitaciones del príncipe —dijo el nigromante, al tiempo que manipulaba la cerbatana—. No te molesta, ¿no es así, amigo?

Farakkas abrió la boca, o más bien la dejó caer hasta formar un hoyo de oscura incertidumbre. Antes de poder reaccionar, arrojándose a un lado o cubriéndose con la capa, su contraparte se le había adelantado: Narhitorek se llevó la vara a la boca y sopló sobre ella con demoledora pericia. Como un íncubo hambriento, el proyectil se clavó en el cuello de Farakkas, justo bajo la barbilla. El mago de la corte cerró la mano trémula en torno a la minúscula herida, aun sabiendo que todo intento de inmunización resultaría inútil.

—M-Me has matado…

—¡Una perspectiva harto deliciosa! —suspiró el nigromante, tomando distancia de los barrotes—. Pero no, no todavía… ¡Te necesito, Farakkas!

El mago real se desplomó, presionando la herida en el cuello.

—¡Pagarás por esto! P-Pagarás… —Pero comprendió que el veneno comenzaba a hacer efecto.

—¡Lo sabía, el loto de plata! —Narhitorek pegaba saltitos en su lugar, como un niño al que le han prometido un juguete nuevo—. Bien, Farakkas, como sabes perderás el conocimiento en breve, así que préstame atención…

La perorata del nigromante llenó la cabeza de Farakkas, hasta que la confusión y la maravilla se fundieron en la imagen de un desierto albo.

 

 

***

 

 

… y cuando despiertes, estarás en tu cuarto, dispuesto a servir a tu Rey.

Las últimas palabras de Narhitorek permanecían como las gotas del rocío sobre la conciencia de Farakkas.

Aun cuando se levantó, todo parecía revestir la enrarecida sensación de la pesadilla; sin embargo, la comezón a la altura del cuello, justo bajo la barbilla, terminó de despabilar al mago y remontarlo a la negra realidad.

Las trompetas habían anunciado la salida del sol, y el ajetreo y los ruidos habituales atosigaron los corredores del castillo. Y Farakkas obedeció a las órdenes susurradas a su subconsciente: se levantó, acudió ante el Rey, y ambos, escoltados por empenachados guardias, se dirigieron a los hondos calabozos.

Hallaron a Narhitorek en su celda, en un estado de trance profundo.

—¡Despiértenlo! —ordenó Riglos, y los guardias entraron a la celda y sacudieron al prisionero. Mucho tardaron en despabilarlo, tan profunda era su postración. Cuando lo lograron, el Soberano de Poo demandó—: ¡Condúzcanlo a las habitaciones de mi hijo!

Y allí estaban. Todos. En torno al lecho.

Los cirios a los costados de la cama reverberaron cuando las pesadas puertas se abrieron y las llamas arrojaron lumbre sobre las escenas orgullosas de los muros. No obstante, ni los ungüentos aromáticos de la soñada Zyrrya, ni el hálito invisible de los encantamientos insuflados por el mago real, lograban llevar color a las mejillas de Sartos… Sólo quedaba una posibilidad: el loco nigromante de la torre ladeada.

Farakkas estudió el desenvolvimiento de su colega en las Artes Oscuras. Narhitorek parecía mantener intacta su acostumbrada altanería. Pero, ¿qué era lo que tramaba? Estaba claro que conocía los planes para derrocar a Riglos, y que el mago de la corte formaba parte de la conspiración. ¿Lo denunciaría? Era poco probable; no tenía tiempo: un desgaste tal redundaría en la muerte del príncipe, y eso lo condenaría. Farakkas se llevó la mano a la imperceptible herida del cuello. El loto de plata estaba actuando en su organismo: al desmayo inicial, seguirían la parálisis y la locura. ¿Antídoto? No, no lo había… hasta donde llegaban sus conocimientos. El plan de eliminar al primogénito del Rey lo había llevado a buscar un móvil implacable. ¿Entonces? Su única esperanza residía en el nigromante: si lograba salvar al niño, tendría una posibilidad… «Pero si lo salva», pensó Farakkas, «¿se ganará la confianza de Riglos?». Una angustiante posibilidad…, aunque remota: no dejaría de ser la palabra de un fugitivo contra la del hombre más cercano al Rey. Por otra parte, los ejércitos sublevados no actuarían hasta que él diera la orden, de manera que resultaría fácil eliminar toda sospecha relacionada con su persona.

Farakkas se esforzó por desechar los pensamientos que lo agobiaban, y se concentró en la situación más urgente: el estado de salud del heredero.

Los guardias habían despojado a Narhitorek de sus grilletes, y éste se había inclinado sobre su paciente; la savia de unas raíces, junto al jugo de unos frutos (que Farakkas halló peligrosamente parecidos a los del árbol de upas), sirvieron para comenzar con el tratamiento. «Esto es para el cuerpo», le transmitió el nigromante al Rey. «Pero la mente será lo más importante».

Entonces Narhitorek acercó su boca a oídos del príncipe…

—¿Qué hace? —preguntó, receloso, Riglos.

Farakkas lo sabía, aunque dudaba de que el procedimiento tuviera éxito.

—Lo prepara —se limitó a decir. Apretó los labios, impotente. El nigromante llevaba a cabo una de sus intrusiones hipnóticas, el mismo procedimiento que había obrado sobre él, momentos después de clavarle el dardo envenenado.

Farakkas se aproximó al prisionero.

—Necesito hablarte —le deslizó.

—Más tarde —pidió Narhitorek.

—No. —El mago de la corte apartó al nigromante del lecho del príncipe y, ante el asombro del Rey, conferenciaron en secreto.

—¿Qué intentas hacer? ¿Se trata de tu tonta teoría del Portero? ¡Pues no funcionará!

—¿Tienes algo mejor?

—¡No hay cura para la ponzoña del loto de plata!

—Entonces estás condenado, amigo…

—¡Te mataré antes de que yo muera!

—¿Como intentaste hacerlo con el ataque a la Cofradía? ¡Buena jugada, Farakkas, tengo que reconocerlo!

—¡Tu cabeza rodará! ¡Tratas de posponer lo inevitable!

—Aunque haré todo lo posible porque eso que tú dices no ocurra —arguyó el nigromante—, he tomado algunos recaudos…

Farakkas levantó la guardia.

—¿A qué te refieres…?

—¡Qué diablos es esto! ¡Cómo se atreven a parlamentar a mis espaldas! —Riglos parecía una antorcha humana flanqueado por sus guardias.

—Creo que el copetudo está molesto —alcanzó a susurrarle Narhitorek al mago de la corte, al tiempo que le guiñaba un ojo.

Farakkas se apartó del hechicero y salió presuroso al encuentro del Rey.

Mientras se calmaban los ánimos reales, el nigromante se abocó a penetrar en la mente del pequeño.

No pasó mucho antes de que el proceso absorbiera por completo la atención de Riglos, a tal punto de olvidar la presencia de Farakkas. Éste sabía lo que estaba pasando: el nigromante de la torre ladeada hablaba en un hilo de voz a los oídos del príncipe. Lo llevaba de la mano a través de una ilusión de la mente: un cuarto, una puerta, un pasillo ensombrecido…

—Tú estás dentro del cuarto, pequeño, pero la puerta está abierta —susurraba Narhitorek, inclinándose sobre los ojos desmesuradamente abiertos—. ¿Puedes ver el pasillo al otro lado de la puerta?

La puerta abierta era un símbolo de peligro: la enfermedad que corría por las venas de Sartos tomaría forma y avanzaría por el pasillo en dirección al cuarto. Si la puerta permanecía abierta…

Para asombro de su padre, el pequeño comenzó a sollozar.

En efecto, el príncipe respiraba fatigosamente cuando la voz de Narhitorek daba forma humana a la enfermedad del loto de plata.

—¿La ves? ¿La ves avanzar por el pasillo, pequeño? Es horrible, ¿no es cierto?

Las lágrimas bañaban las mejillas del príncipe, mientras su pecho saltaba al compás de una frenética respiración.

—¡Qué es lo que está pasando! —se alarmó Riglos—. ¡Por qué todo este sufrimiento!

Farakkas no quería, no podía admitirlo; pero Narhitorek lo estaba logrando. A pesar de los temores del padre, el mago de la corte sabía que la agitación general que conmovía el cuerpo del heredero era un claro signo de mejoría: la Vida estaba dando batalla, ¡se abría paso a través del Valle de las Sombras!

—¿La ves, pequeño? ¿Está cerca? ¿Se acerca por el pasillo? Sus túnicas son esbeltas, pero esconden un cuerpo descarnado. ¿Puedes ver sus manos, pequeño? ¿Ves como extiende sus manos de largos dedos terminados en largas uñas? Pero, ¡cuidado!, porque está a punto de alcanzar la puerta…

Farakkas tuvo que detener al Rey, interponiéndose en su camino. No podía permitir que un estúpido ignorante acabara con su única posibilidad de supervivencia: si el trance hipnótico se interrumpía en ese punto acabaría con la vida del príncipe, condenando a Narhitorek… y con él se iría su única chance de salvación. Farakkas apretó los puños. ¡Qué impotencia! ¡Pensar que su vida dependía de la suerte que corriera su principal oponente! Se deshizo de tales pensamientos y volvió la atención a la escena. ¿Y ahora? ¿Qué seguía? ¡El Portero, por supuesto!

—Bien, ahora escúchame con atención, pequeño —dijo Narhitorek, y se inclinó un poco más sobre el inquieto paciente—. Tú tienes una defensa contra la enfermedad, ¿entiendes? ¡No estás solo, ni estás desprotegido! ¿Te ves en el cuarto? ¿Te ves en el cuarto, trajeado con tu uniforme de portero? A continuación, quiero que revises en tu cintura…

«¡La llave!», pensó Farakkas. «¡Toma la maldita ilusión de llave, mocoso del Infierno!».

—Quiero que cierres la mano sobre la llave de tu cinto —moduló Narhitorek, con una voz que se hubiera podido confundir con la caída de las hojas del otoño—. Tómala, cierra la puerta, introduce la llave en la cerradura y dale vueltas. ¡Pero rápido, rápido!

«¡Rápido!», pensó Riglos.

«¡Rápido, rápido!», pensó Farakkas.

Pero en ese momento, ocurrió lo impensado…

Las puertas de los aposentos del príncipe se abrieron con tal ímpetu, que poco faltó para que el mago de la corte y el propio Rey murieran de la impresión, concentrados como estaban en la situación del heredero.

Al mismo tiempo, el centinela del Farallón Este hizo su aparición y, apartando su pesado armamento, anunció:

—¡Su Alteza sabrá disculpar esta intromisión! ¡Pero el bosque en torno al castillo se mueve!

Riglos enfrentó desencajado al centinela.

—¿Que el bosque… qué? —carraspeó.

«¡El maldito ataque!», pensó Farakkas. «¡Ese infeliz se adelantó!».

—¡Yo me haré cargo! —Como un huracán, el mago de la corte se abalanzó sobre el centinela y ambos abandonaron el cuarto. Antes de desaparecer por la puerta, alcanzó a decir—: ¡Es imprescindible que Su Majestad permanezca junto a su hijo!

Dejaron atrás los sucesivos puestos de mando y atravesaron las galerías almenadas rumbo a la atalaya de inspección. Farakkas jadeaba, no tanto por el esfuerzo, sino porque el loto de plata comenzaba a hacer estragos en su organismo. Sin embargo, la indignación que sobrecogía a su espíritu era más grande que el veneno que afectaba a su cuerpo. «¡Cómo pudieron!», pensó. «¡Se suponía que debían esperar a mi señal!».

Se toparon con el capitán de la ronda.

—¿Qué demonios has hecho, maldito insensato? —rugió el hombre, y la sorpresa tomó por asalto al centinela.

—¡Comunico una situación tan extraña como sospechosa, señor!

El capitán echó un vistazo al mago de la corte, y luego le dedicó una mirada desdeñosa a su subalterno.

—¡Este hombre está borracho! —declaró, frío e implacable, y dio órdenes de que arrestaran al vigía—. ¡Por la mañana, su pellejo decorará los muros que no supo custodiar!

De nada sirvieron los airados reclamos del centinela, que fue retirado a la rastra por corpulentos guardias. Pasado el momento de tensión, en la atalaya sólo quedaron Farakkas y el capitán de la ronda, quienes conferenciaron en secreto.

—¡No podemos arriesgar el reino por borrachos que dicen que el bosque cobra vida! —ironizó cruelmente el capitán. Apoyó el peso de una mano guarnecida sobre el hombro de Farakkas y agregó—: ¿No le parece, mi amigo?

Farakkas observó la mano sobre su hombro, y luego el rostro del hombre que le dirigía la palabra.

—¿Con quién crees que hablas, estúpido fantoche? —bramó.

El capitán cerró la boca y miró con creciente horror al mago de la corte, tan terribles eran las historias que se tejían y destejían en torno a su sesgada persona.

—Discúlpeme, se lo suplico…, Mi Señor —barbotó, y retiró la mano.

Farakkas apretaba la boca. Las ideas que atravesaban su mente eran tan espantosamente frías como los vientos que castigaban la atalaya. La revuelta armada era inevitable, pero se hacía imprescindible posponerla…, si es que quería conservar la vida.

El capitán de la ronda abrió la boca y lo apartó de sus pensamientos.

—¡Le dije a ese general de pacotilla que retuviera a sus huestes hasta que usted confirmara la orden —se defendió—; pero, a no ser que un bosque verdaderamente se mueva, ha conducido a sus filas al abrigo de la foresta, ignorando el plan original!

Farakkas levantó un dedo para silenciar al hombre.

—¡Envía la señal de retirada! —ordenó.

El capitán torció el gesto, como si la orden no fuera de su agrado, aunque en su fuero interno festejaba el haber esquivado la ira negra del mago.

Encaró ceñudo el horizonte, donde la últimas luces diurnas se fundían sobre una foresta expectante. Retiró una flecha de su carcaj, la apuntaló en su arco y, con secreta precisión, la arrojó al inmenso vacío.

—¡Está hecho…, Mi Señor! —dijo, pero Farakkas ya se había marchado.

 

 

***

 

 

Farakkas no necesitó abrir la puerta que conducía al cuarto del príncipe para constatar que el pequeño se encontraba sano y salvo y fuera de peligro; tampoco le sorprendió la algarabía que se respiraba en los corredores del castillo por la noticia de la mejora: que aquel demonio sin sombra hubiese tenido éxito en su empresa sanadora, en vistas de lo que le había tocado presenciar, le parecía un hecho tan esperable como lógico. Sólo le preocupaba un detalle: ¿Qué había querido decir el nigromante con lo de «tomar algunos recaudos»? ¿Qué le había hecho a su mente? ¿La hipnosis a la que lo había sometido escondía algún secreto? La cabeza del mago de la corte era un hervidero de preguntas mientras se dirigía a los aposentos del heredero.

Tan pronto entró al cuarto, constató dos cosas: que el niño dormía apaciblemente en su cama (sus ojos estaban cerrados, sus mejillas sonrosadas y su respiración alegre) y que el nigromante yacía repantigado en una alta silla, como si hubiese trajinado el arduo campo de la batalla.

Se aproximó a él en el preciso instante en que abría la boca.

—Quiero a mi mamá… —lloriqueó.

—¡Cállate! —Farakkas echó un vistazo a su alrededor: los guardias flanqueaban la cabecera del príncipe, silenciosos y competentes; Riglos permanecía sentado en el lecho, velando a su hijo—. ¡Necesito hablarte! ¡Vamos!

Abandonaron los suntuosos aposentos. Se dirigieron a las galerías de los claustros que dominaban el patio principal del castillo.

Farakkas fue directo al grano.

—¿Qué pasará conmigo? ¿Moriré?

—Tal vez —contestó el nigromante. Y agregó—: A no ser…

Farakkas se detuvo en seco.

—¿Qué es lo que quieres? —demandó.

El nigromante miró socarronamente a su interlocutor.

—Quiero la absolución real. Sellada y firmada por Riglos.

—¿Qué pasa si no te la doy?

—La enfermedad del loto de plata te comerá los sesos.

—Por lo tanto, si logro que te perdonen la vida, tú me condicionarás con la ilusión del Portero y…

—¡Oh, eso ya lo hice, Farakkas! —afirmó sorpresivamente el nigromante—. Luego de recibir tu cuerpo el impacto del dardo envenenado, yo cultivé en tu mente el germen del Portero.

Farakkas observó con recelo a su impredecible interlocutor.

—No puede ser tan fácil —dijo—. Si estoy en vías de recuperarme, ¿por qué crees que estás en posición de formular peticiones? Bastaría un gesto de mi mano para que te encerraran. —Farakkas trataba de aparecer despreocupado, pero una aciaga corazonada lo obligó a preguntar—: ¿Qué más esconde tu mente retorcida?

Narhitorek retiró una pipa de hueso de los pliegues de su capa y comenzó a llenarla. Se la llevó a la boca con una dilación exasperante, al tiempo que desde la comisura articulaba:

—Dime, amigo, ¿qué es lo que necesita un portero para hacer bien su trabajo?

Farakkas sopesó las palabras que acababa de oír. ¿Que qué necesita un portero para…?

¡Y entonces sintió que el peso de un alud caía sobre sus hombros!

De pronto, se vio a sí mismo en el interior de un cuarto aguardando la embestida de la muerte; se vio a sí mismo enfrentado a la forma descarnada que avanzaba por el pasillo en dirección al cuarto; se vio a sí mismo confiado y seguro: todo lo que tenía que hacer era sacar la llave del interior de su manga, colocarla en la cerradura de la puerta y comenzar a darle vueltas… Pero, entonces, se vio a sí mismo ante la sorpresa de…

«¡La llave!», concluyó para sus adentros.

Abrió los desfallecidos ojos y descubrió la expresión burlona del nigromante.

—Me temo que olvidé insuflarle a tu mente una ilusión de llave, amigo. —Narhitorek imprimió ansiosas pitadas a su boquilla—. El asunto es muy simple: sé que cuando la convalecencia de Sartos termine, el temor de su padre por los brujos cobrará nuevos bríos, de manera que no dudará en cazarme como a un perro. —Se retiró la boquilla de la boca y expelió una recia humareda—. Es por esto que me reservé el detalle de la llave para el final: sólo la tendrás si me das lo que quiero…

Farakkas no era mal perdedor. Conocía la naturaleza de las raíces y frutos que había utilizado el nigromante para fortalecer las defensas del cuerpo, pero desconocía la clave para ingresar a su propia mente y salvarse…

—¡Ánimo, Farakkas, estás en las mejores manos! —sonrió Narhitorek—. ¡Yo nunca me olvido del Portero!

 

 

***

 

 

Esta historia ha llegado a su fin, caminante. La venganza de Farakkas tendrá que esperar a la crónica intitulada «El Manuscrito de Mür». Sin embargo, el germen de esa venganza puede apreciarse en la escena que, a continuación, te detallo. Yo me despido hasta nuestra próxima lectura…

 

 

Farakkas esperaba tras las almenas de la atalaya.

Se había cumplido el plazo para entregar la absolución real a Narhitorek. Éste se había marchado durante la mañana de la convalecencia, con una displicente venia de Riglos: un apretón de manos demasiado poco convincente como para satisfacer los deseos de libertad del nigromante.

El capitán de la ronda encaró al mago de la corte, adelantando un rostro oscuro como un interrogante.

—¡Encuentro muy irregular la presencia de Mi Señor en este puesto! —señaló—. ¿No me va a decir qué se le ofrece…, Mi Señor?

Farakkas repasaba la profundidad de la foresta que cubría las inmediaciones del castillo. Las añosas y centenarias copas permanecían tranquilas. «Esta vez», pensó el mago, «el bosque no se moverá».

Como si le hubiera leído la mente, el capitán de la ronda observó:

—El pequeño Sartos se recupera, y Riglos ocupa sin contratiempos el trono de Poo. ¡Su ceño infunde miedo, y su puño suena como el martillo de la fragua! No es momento para andar pensando en revueltas armadas, ¿no lo cree?

Farakkas permaneció inmutable en su puesto.

—¿Y bien? —insistió el capitán, colocándose al lado del mago—. ¿Me va a decir qué se le ofrece…, Mi Señor?

Farakkas se limitó a retirar un pliego de papel de sus mangas, lo enrolló y le pidió al capitán que lo dirigiera al punto acordado.

—¿Nuevas directrices? —El hombre extrajo una flecha de su carcaj, sujetó el pliego de papel en el asta y encaró el espacio de la foresta. Apuntó con secreta precisión y efectuó el disparo. La flecha se perdió en la niebla matinal, que ascendía desde el valle ensombrecido.

Cuando el capitán apartó el arco y se volvió hacia el mago, sonrió con autosuficiencia y habló con un dejo de mofa en la voz.

—¿Sabe? Usted no es tan terrible como cuenta la leyenda, ¿no es cierto…, mi amigo? —Apoyó una mano guarnecida en el hombro del mago—. Dicen que ese tal Narhitorek lo ha dejado bastante mal parado frente a la corte, ¿eh? —Presionó el hombro con desusada desfachatez—. ¿Qué me dice? ¿No es cierto que usted no es tan terrible…, MI AMIGO?

Farakkas echó un vistazo a la mano apoyada en su hombro, y luego miró al hombre que le sonreía pendencieramente desde su dentadura enferma.

—Cuidado con la respuesta —le espetó.

El capitán frunció el ceño.

—¿Cuidado con la r…?

La punta de una flecha se clavó ferozmente en el pecho del hombre. Éste cerró la mano sobre el asta, espantosamente demudado, sin dejar de mirar al mago de la corte, que abrió la boca y dijo:

—Salúdeme al Oscuro cuando lo vea —Se limitó entonces a retirar el pliego enrollado que estaba en la flecha.

Lo desplegó, lo revisó, y, mientras el hombre a su lado terminaba de desplomarse, lo leyó en exquisito y horroroso silencio.

«¡Muchas gracias, Farakkas! ¡Hey! ¿Creíste que no cumpliría con mi parte del trato? ¡Claro que lo creíste! Pero, ¿qué más podías hacer? Bien, cuando el sueño te venza, ve a la cama y duérmete. (No olvides ingerir antes el compuesto de raíces y frutos del que te hablé). En sueños, te verás en el cuarto; te verás con tu uniforme de portero, y verás como la Muerte se aproxima por el corredor; la puerta estará abierta y tú no tendrás la llave… así que búscala bajo la alfombra: bajo la ilusoria alfombra sobre la que estarás de pie (¡siempre hay que buscar bajo la alfombra!). No tengo que explicarte el resto. La enfermedad será un distante rumor en tu mente, y tal vez, cuando duermas, escuches el opacado rasgar de unas uñas sobre una puerta. ¡Pero la vida es sueño, Farakkas, y todo es ilusión!

Bien, me despido. No me sigas los pasos, ni te atrevas a llamar a mi puerta.

Narhitorek».

PD: «Si cumplo con mi parte del trato entregándote la llave de tu miserable vida, es sólo porque he decidido matarte con mis propias manos, ¡así que no te pierdas, amigo mío!».

La misiva llegaba a su fin. Farakkas la dobló por la mitad y la hizo pedazos. Luego levantó los ojos inyectados en sangre y se juró, por todos los demonios que reptaban sobre la tierra y por todos los que trajinaban los espacios etéreos, que Narhitorek sufriría mil veces el beso de la Muerte.

Se volvió y desanduvo el camino hacia los aposentos reales, y mientras lo hacía, sus pensamientos eran tan negros como la noche que se abatía sobre la foresta henchida de rumores.

 

 


Juan Manuel Valitutti (1971) es docente y escritor. Ha publicado cuentos en los principales medios digitales y de papel de ciencia ficción y fantasía. Finalista en el concurso «Mundos en tinieblas» en sus ediciones 2009 y 2010, también ha sido seleccionado durante 2012 en los contextos de la primera Convocatoria de Relatos de Horror y Ciencia Ficción Exégesis/Nocte, y del Premio Ictineu, a las mejores obras traducidas al catalán. «En las mejores manos» es la décima entrega de las aventuras de su personaje Narhitorek, el docto exégeta del Mal.

Hemos publicado en Axxón: EL SALUDO, EL HOLOCAUSTO DEL BÁRBARO, AL FINAL DE LA TARDE, NARHITOREK, EL NIGROMANTE, LOS ENVIADOS DE NARHITOREK, PARA VERLOS VOLAR, DEMONIO BLANCO, EL FINAL DE LA HISTORIA, LOS TRABAJOS DE UN LADRÓN, EL DESEO DEL DISCÍPULO, LA ÚLTIMA GRAN BATALLA, EL TIPO QUE VIO A MOBY y ¡URGHOOOOO!.


Este cuento se vincula temáticamente con VENENO, de Bruce McAllister; CUENTAN LOS SOLDADOS, de Yoss; y TRABAJO NOCTURNO, de Salvador Horla.


Axxón 252 – marzo de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Magia : Intriga palaciega : Argentina : Argentino).

4 Respuestas a “«En las mejores manos», Juan Manuel Valitutti”
  1. Hola Axxón: quedó muy bien presentado el cuento, muy linda la ilustración. Gracias a todos.

  2. Ricardo Giorno dice:

    Bien, ahí, Juan Manuel.

  3. Marcos dice:

    «Lo que se lee sin dificultad ha sido escrito con mucho esfuerzo». Muy Bueno!

  4.  
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