Parafraseando el viejo dicho se podría decir, a la luz de este reportaje, que ‘los pueblos que olvidan su Prehistoria están condenados a repetirla’. Este es el mensaje que parece gritarnos la Tierra desde uno de sus últimos confines, allá en el norte, bajo hielos milenarios, en ese frente olvidado que no deja de escupir señales de aquello que no queremos recordar
La causa ya la sabemos: el descongelamiento de los glaciares a causa del evidente cambio climático.
La noticia saltó el año pasado: «Científicos reviven un virus congelado durante 30.000 años». El mensaje contenido en este puñado de palabras es brutal. Digno de la más inquietante película de ciencia ficción. Virus prehistóricos que acabaron con nuestros últimos ancestros neandertales, que convivieron con los mamuts y que siguen activos eternamente, se han encontrado en Siberia y en el Ártico. Tres hasta ahora.
Sus nombres son complejos: «Mollivirus«, «Pandoravirus» y «Phitovirus sibericum«. A este último le llaman «virus gigante» porque tiene el tamaño de una pequeña bacteria: 1,5 micrómetros de largo. Es el más grande jamás encontrado y tiene forma de óvalo con una pared gruesa abierta en un extremo Y su material genético multiplica por 50, por ejemplo, al del virus del VIH. Los científicos de un equipo multidisciplinar de la Universidad de Aux Marseille dieron con este virus gigante en el año 2000 en Chukotka, al noreste de Rusia. Lo encontraron a 30 metros de profundidad entre las capas heladas de la tundra siberiana, conocidas como ‘permafrost‘, alejados de la luz y del oxígeno. Y en 2014, tras mantenerlo una década a buen recaudo, probaron a revivirlo.
Lo hicieron con amebas —un organismo unicelular— para comprobar si todavía podía comportarse con normalidad. Y vaya si lo hizo. «Durante las 12 horas siguientes a su reactivación, el virus se introdujo en la ameba y se multiplicó cientos de veces. La ameba murió por rotura [denominado ciclo lítico] y apareció una nueva generación de virus», aseguró Chantal Abergel, la investigadora francesa de la Universidad de Marsella y coautora del estudio que se publicó el pasado año en la revista Procedings of the National Academy of Sciences y que supuso la «puesta de largo» oficial del descubrimiento.
A pesar de la alarma que para los profanos supone este tipo de noticias —los medios más sensacionalistas bautizaron a este virus como «frankevirus»—, los expertos se han apresurado a explicar que no afectan a los humanos, sino a las amebas. Sin embargo, con el descubrimiento queda claro que una enfermedad que hoy creemos desaparecida podría no estar ausente del todo en nuestro mundo. Ningún científico se ha atrevido a afirmar categóricamente lo contrario. Siempre cabe la posibilidad de que un cuerpo humano congelado traiga un virus helado contra el que nuestra sociedad carezca de defensas.
Sobre todo si los hielos se derriten. «Basta con una simple descongelación y unas condiciones climáticas favorables, para que este tipo de virus vuelva a la vida. Si los viriones (virus aislados que no se encuentran infectando ningún organismo) permanecen en esas capas y se activan, se podría producir un cóctel para el desastre», asegura Abergel.
El cambio climático en el Ártico ruso es más evidente que en muchas otras regiones del mundo. Mientras que la temperatura mundial ha aumentado 0,7°C en el último siglo, allí ha subido 3°C. En el siglo XX, el permafrost del hemisferio norte ha disminuido en un 7%. Esto sin duda implica una gran liberación de microorganismos de los suelos previamente congelados. Los ricos recursos minerales y las reservas de petróleo de las regiones árticas están bajo una creciente presión para su explotación industrial, lo que implica minería y perforaciones a gran profundidad.
El caso de la ‘gripe española’
En 1918, coincidiendo con el fin de la Primera Guerra Mundial, la mayor pandemia de la historia de la Humanidad, conocida como gripe española, causó casi más muertos en todo el planeta —50 millones— que la propia contienda. Un ejemplo de lo que supuso la propagación de ese virus lo tenemos en un pequeño pueblo de Alaska, Brevig Mission, junto al Círculo Polar Ártico. En invierno la temperatura desciende a -30º. En aquel año, la localidad tenía 80 habitantes de la etnia Inuit, los esquimales. Cinco días después de la llegada del virus sólo quedaban ocho.
En 1950, un médico sueco de 25 años, Johan Hultin, estaba buscando un tema para su doctorado cuando oyó decir a un virólogo que la única forma de resolver el misterio de la pandemia de 1918 era recuperar el virus de una víctima que hubiese quedado sepultada en el permafrost. El joven médico vio el cielo abierto y se fue a Brevig Mission donde encontró lo que buscaba en el pequeño cementerio comunal, debajo de una gran cruz que destacaba sobre todas las demás: la que contenía los restos de los 72 esquimales a los que la gripe mató en apenas unas horas.
En junio de 1951, Hultin exhumó cuatro cadáveres con signos evidentes de muerte por hemorragia pulmonar. De regreso a Iowa, usó extractos de las muestras para infectar a cobayas de laboratorio. Pero el virus no despertó y los animales salieron indemnes del experimento. Por lo menos, el sueco consiguió su doctorado.
Tuvieron que pasar 46 años para el Hultin se encontrase otra vez con su pasado. En 1997, la revista Science publicó un artículo sobre un experimento realizado por científicos del Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas en Washington, que consiguió recuperar el ADN del virus extraído de los pulmones de dos soldados muertos en septiembre de 1918. El artículo acababa con los lamentos del director del experimento, el doctor Jeffrey K. Taubenberger, por haber agotado todo el material disponible. Si no encontraba más muestras que conservaran al patógeno vivo, la investigación había terminado.
La alianza era inevitable porque Hultin sí sabía dónde encontrar más muestas. Tras entrar en contacto con el patólogo, a sus 73 años voló de nuevo a Brevig Mission donde volvió a remover la lápida bajo aquella enorme cruz del cementerio comunal. Esta vez encontró los restos congelados de una mujer obesa, extrajo entre la grasa algunas muestras y voló directamente a Washington para entregárselas a Taubenberger que consiguió, esta vez sí, revivirlas. Siete años más tarde, Nature y Science publicaron conjuntamente el gran hito científico del año: la reconstrucción completa del virus de la gripe española. Gracias a los descendientes de esa mujer, hoy en día se tiene toda la secuencia genética del H1N1 y, lo más importante, se sabe que el virus procede de las aves y que había mutado para infectar a los humanos.
Viruela ‘momificada’
En el verano de 2004, otra expedición de arqueólogos franceses y rusos que trabajaba en los yacimientos de Churapcha, una región del noreste de Siberia, a unos cientos de kilómetros del Círculo Polar Ärtico, encontró varias tumbas de madera llenas de cadáveres congelados. Llevaban muertos más de 200 años. De aquella fosa se llevaron cinco momias: dos mujeres, un hombre y dos niños.
La autopsia reveló que una de las mujeres, de unos 23 años, había sufrido dolores de cabeza y fiebre de hasta 40 grados durante tres días. Tenía la lengua, la boca y todo el cuerpo lleno de llagas y pústulas. Y los pulmones encharcados. Los síntomas eran evidentes. Había muerto a causa del virus culpable de la única enfermedad erradicada de la faz de la Tierra gracias a una campaña de vacunación de dos siglos: la Viruela, y que sólo en el siglo XX acabó con la vida de 300 millones personas.
Hace tres años, un equipo de científicos dirigidos por el virólogo Philippe Biagini anunció en la revista The New England Journal of Medicine que en el tejido pulmonar de la momia hay fragmentos del ADN del virus mortal. Son inofensivos, pero advierten de un riesgo improbable pero teóricamente posible: que el virus reaparezca con capacidad infecciosa en una momia congelada y provoque una plaga. Una advertencia que llega casi medio siglo después del último caso de viruela en el mundo, el del somalí Ali Maow Maalin.
El virólogo español Antonio Alcami, es uno de los dos miembros españoles del Comité Asesor de la OMS en Investigaciones sobre el Virus de la Viruela. Además, Alcami es uno de los pocos científicos del CSIC que han tenido en las manos fragmentos de ADN del virus de la viruela. Ante la pregunta de si es posible que un virus tan mortífero como el de la viruela reaparezca espontáneamente, Alcami se muestra cauteloso: «Creo que es prácticamente imposible que un virus se estabilice en un cadáver, porque acabaría degradándose también». El científico español asegura que, desde que se comenzó a estudiar los efectos del deshielo, se han encontrado tantos virus de todo tipo «que no nos ha dado tiempo ni a ponerles nombre».
El peligro de un ‘bioerror’
Los Centros de Prevención de Enfermedades (CDC) en Atlanta (EEUU) son lo más parecido a una «caja de Pandora» de nuestra civilización. En la mitología griega, la curiosidad llevó a esta mujer, cuñada de Prometeo, a abrir un recipiente que albergaba todos los males del mundo. Y se escaparon sin remedio. En los CDC esos males se llaman ébola, botulismo, viruela… Los laboratorios forman parte de un programa secreto llamado Bioshield («Bioescudo»). Su objetivo es estudiar estos virus y crear antídotos para proteger al mundo de una posible pandemia. O de un ataque bioterrorista. Pero, ¿qué pasaría si se produjese un «bioerror», es decir, que esas muestras se escapasen sin control?
En el CDC de Atlanta se guardan la mitad de las muestras de viruela que quedan en el mundo. La otra mitad están en el Centro Estatal de Investigaciones en Virología y Biotecnología (Vector), un asentamiento de bloques de hormigón de unos 10.000 habitantes levantado en Siberia para los científicos. Los rusos afirman haber destruido por su cuenta unas 200 muestras, pero ningún observador independiente lo ha verificado. También se sospecha que puede haber stocks no declarados en laboratorios de China. Los dos centros son los únicos autorizados por la Organización Mundial de la Salud, OMS, para guardarlas. Y el máximo organismo internacional de salud volvió a posponer, el año pasado y por enésima vez, la decisión de destruirlas a pesar de declararla como oficialmente erradicada en 1980.
Las muestras de los virus permanecen en las cámaras frigoríficas, a 80 grados bajo cero o en nitrógeno líquido, inmersas en un suero protector y vigiladas como si se tratara de nitroglicerina. Nada que ver con las condiciones de un cadáver humano enterrado desde hace tres siglos en el permafrost.
«Las muestras no están tan descontroladas como se cree. Hay un listado específico sometido a revisiones continuas», asegura Antonio Alcami. El problema añadido, según el científico español, es el bioterrorismo: «Ha aparecido otro factor en escena: la biología sintética que presenta la posibilidad de reconstruir un virus en laboratorio. Los terroristas podrían hacerlo. No hace falta irse a un cementerio siberiano para obtenerlas. No es imposible como se ha demostrado con el de la gripe española. De todas formas, aunque el genoma del virus se pueda sintetizar en un laboratorio, su ADN por sí solo no es infeccioso porque necesita de las proteínas para desarrollarse», explica.
Desde su erradicación ya no se vacuna a nadie por lo que la inmunidad de la mayoría de la población contra la viruela es casi nula. Los expertos no se ponen de acuerdo. Unos piensan que, bien guardadas, las cepas pueden servir para estudiar posibles mutaciones y antídotos ante una casual reaparición de la enfermedad. Otros opinan que las dos superpotencias las guardan con el mismo objetivo que sus bombas nucleares. Por pura intimidación.
Fuente: El Mundo. Aportado por Eduardo J. Carletti
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