Respira con cuidado

Ariel Cruz

Kadé miró brevemente hacia arriba, a través del techo de plástico transparente del espaciopuerto. Se acercaba una tormenta.

El rostro de Bárbara apareció en la pantalla.

—¿Sergi?

—Hola, cariño. —Kadé bebió un trago—. Escucha, nena, tenemos un pequeño problema. —Hizo una pausa en espera de que cesara el ruido infernal producido por el despegue de un carguero—. Me han dado una nueva asignación. Darilian. Debo partir mañana.

La joven se apartó el cabello de los ojos.

—¿Darilian? ¿Dónde queda eso?

—Bastante lejos. Quizás demore algún tiempo y haya que cambiar de planes... —El rostro de la muchacha comenzó a sufrir una leve pero perceptible transformación que Kadé notó de inmediato: —Quizás sólo sea cuestión de días, Barb. Apenas regrese tomaremos unas vacaciones y...

Se escuchó un chasquido y la pantalla se cerró, mostrando solamente la indicación de transmisión terminada.


Una brisa nocturna se había levantado súbitamente en alguna parte, trayendo mil olores de vegetación. Con los pies desnudos sobre una silla y arropada en una bata amplia y fresca, Hilda cerró los ojos y respiró profundamente. La temperatura había descendido un poco, pero aún era agradable. Cerró el libro de poesía que había estado leyendo y escuchó el canto de los grillos sobre el murmullo del arroyo cercano. Hacía mucho tiempo que no sentía esa paz interior, esa armonía generada por cosas sencillas y elementales. Colocó el libro en el piso, se puso en pie y entró al cubículo. Instantes después reapareció en el amplio portal con una taza de café.

Tenía treinta y cuatro años, aunque parecía algo mayor. No obstante, lo sabía, era una mujer atractiva, con su cabello corto color arena , sus ojos de un azul profundo y un cuerpo esbelto y bien entrenado. Una belleza que, pensaba ahora, le había traído más problemas que alegrías.

Pero algo había aprendido.

Lanzando una última mirada al cielo cuajado de estrellas terminó el café y penetró en la casa, cerrando tras de sí las amplias puertas de cristal.

En la penumbra perfumada de su habitación, extrajo de una pequeña caja fuerte empotrada en la pared un fajo de diez mil HCU en billetes de a veinte. Sorprendentemente pesado y sólido. Lo introdujo en un sobre preparado con anticipación: mañana saldría para la Tierra en el correo de primera hora.

Se desnudó y se metió en la cama de suspensión.

Durante unos instantes permaneció boca arriba con los ojos semicerrados, escuchando los ruidos de la noche. Entonces extendió un brazo y pulsó un interruptor en un panel junto a la cama.

Afuera se apagaron los grillos.


Su inusual capacidad de comunicación con otras personas era uno de los pocos valores positivos de Sergi Kadé. Habiendo visitado una docena de planetas extrasolares habitados por Confinados y Penetrantes del Límite, conocía las mejores formas de mezclarse con ellos, estudiarlos, desentrañar los mecanismos de su conducta en las nuevas y singulares condiciones, a veces extremas, impuestas por la Expansión.

Cada tres fracciones de ciclo solar, a través de la X-WYZ, surcaba el sector M-06 una nueva transmisión tridimensional de su programa Diferente.

Sin embargo, esta cualidad de su carácter no sólo le era útil en el plano profesional, sino que a diario le prestaba infinidad de pequeños servicios de tipo personal. Gracias a ella había logrado traer de Alfa de Arturo a Bárbara Devan, una antigua recedente, su actual compañera. Tal asociación había dado mucho que hablar en el mundo de las comunicaciones extrasolares y, en especial, allá en los cuarteles generales de la X-WYZ en Jamaica.

Según consenso general, la chica, de una belleza imposible de pasar por alto, había sucumbido al carisma de un Sergi Kadé que no era, con su temperamento aventurero y adicto al sysen, el mejor candidato del mundo.

Entre las voces que habían expresado dicha opinión, estaba la de Kiriil Ladd, jefe de Investigaciones de Cobertura Completa y miembro de la Junta Directiva de la estación. Su ridículo interés sexual por Bárbara era de dominio público desde el día que la chica penetró exhibiendo su cuerpo perfecto por los corredores de la Estación de Enlace. No obstante, el obeso directivo se había reservado de hacer comentario alguno ante Kadé hasta esa mañana en su oficina, cuando rodó hacia él su inexpresivo par óptico y le pidió sin preámbulos, con urgencia:

—Cédeme la chica, Sergi.

Kadé enarcó una ceja sin dejar de manipular su grabador de pulsera.

—Tengo mis propios planes con ella. —Hizo una pausa y alzó la vista—. Pero puedes presentar una oferta. A Bárbara directamente, quiero decir.

—Sabes que lo hice, y no está interesada. La pobre cree que firmarás con ella un contrato de matrimonio clase A.

—Quizás lo haga, Cy. El jefe de investigaciones se permitió una sonrisa estereotipada.

—No lo harás. Un lazo de ese tipo es difícil de romper, aún con una exrecedente.

Ladd analizó la docena de dulces minuciosamente organizados ante él y escogió uno. Con gesto afectado se lo introdujo en la boca y cerró los ojos. Su extrema obesidad lo había condenado a la inmovilidad desde hacía varios años.

—Sin embargo —continuó—, no todo está perdido, Sergi. Quisiera pensar que Bárbara no es inmune a ciertos encantos que poseo. Entre los tres podemos llegar a un acuerdo. Un acuerdo financiero.

—Bárbara espera que te mueras pronto. Es muy optimista, y yo también.

—Veremos— dijo Ladd, encogiéndose de hombros y entrecerrando su par óptico.

Entonces le habló por primera vez de la misión Darilian. Le pedían que realizara una investigación acerca de las causas que produjeron el estallido de un carguero terrestre, el ahora famoso Vienna, en su rampa de lanzamiento, una mañana de diciembre cuatro meses atrás.

Kadé recordaba el incidente; por aquella época estaba en la Luna. La noticia apareció en todas las cadenas de cobertura completa y local, en especial las del sector M-06. Veinticuatro muertos y pérdidas astronómicas.

Durante todo aquel tiempo se había investigado el aspecto técnico sin llegar a una conclusión razonable. Ahora, explicaba Ladd, ciertas sutilezas diplomáticas relativas a los Extraños hacían pensar en un sabotaje.

Investigadores enviados desde la Tierra habían regresado desconcertados ante un grupo social (los habitantes de Delta II de Darilián son básicamente Confinados y Penetrantes de la vieja guardia, ignorantes voluntarios del fin de la guerra) al cual no eran aplicables ni los esquemas ni las ecuaciones conductuales utilizadas en este lado de la galaxia.

Así las cosas, la junta directiva de comunicaciones de la estación, en reunión holográfica extraordinaria, había pensado en Sergi Kadé como en la única persona con la capacitación necesaria para cumplir satisfactoriamente la misión; si es que había alguna.

La asignación era irrevocable. Ladd se reclinó en su asiento y su boca se torció en una mueca, casi una sonrisa.


—Maldita sea.

El copioso aguacero lo obligó a mirar a ambos lados en busca de un lugar donde guarecerse. En momentos como éste recordaba con nostalgia la vida en la Luna. Kadé no podía menos que renegar de su suerte por encontrarse en la Tierra, sin medio de transporte ni unidad de sysen. Había tenido que empeñar ambos, y no estaba acostumbrado a caminar por la ciudad. Tratando de acortar el camino a su casa, se había internado en la zona comercial del Barrio Chino, donde lo había sorprendido la tormenta. "Las desgracias nunca vienen solas", pensó, calándose el sombrero e introduciendo las manos con fuerza en los bolsillos de su chaqueta. La calle se había cubierto de una brillante y continua lámina de agua.

Entonces divisó a través de la lluvia y el smog, en la acera oeste, un establecimiento con un anuncio lumínico cuyo significado no pudo desentrañar. Pero al acercarse sus ojos dieron con un microscópico Abierto colgado en la puerta de cristal, de modo que, sin pensarlo dos veces, la empujó.

Un fuerte olor a incienso lo hizo estornudar. El lugar tenía cierto ambiente familiar, con asientos de suspensión y discretas lámparas cromáticas, pero era aparentemente algo entre una tienda de antigüedades y una consulta astrológica. Por encima del golpear de la lluvia Kadé creyó escuchar una música distante.

Al sonido apagado del sensor de la puerta acudió una muchacha.

—¿Usted puede comprenderme? —preguntó Kadé. Los rasgos faciales de la joven eran orientales, su ropa no.

—Por supuesto. Está mojando el piso, párese sobre la alfombra.

—Lo siento —dijo él aliviado. Dio un paso hacia la alfombra de polímeros. El dibujo a base de formas geométricas producía una desconcertante impresión de vacío cuando se le miraba de golpe.

—Si se quita ese sobretodo húmedo puede sentarse —dijo ella por lo bajo, y Kadé no pudo determinar si sonreía a causa de su involuntaria reacción o porque lo había reconocido—. Le traeré un té.

La muchacha tenía un rostro común, según los patrones orientales, pero había algo en sus movimientos que denotaba cierta lentitud, o cansancio. Sus ojos, sin embargo, tenían una inusitada vitalidad. Volvió con un té humeante al cabo de unos instantes.

—¿Usted no bebe? —preguntó él.

—Yo lo conozco —fue su respuesta—. De la televisión.

Kadé hizo el gesto que tenía preparado para esos casos:

—¿Le gusta mi programa?

—Supongo... Todos se parecen.

El té tenía un horrible sabor reciclado, pero estaba caliente.

—Pues no me verá por un tiempo. Ha habido algunos cambios y tengo una nueva asignación. —Hizo un gesto vago en dirección a la penumbra que les rodeaba, llena de objetos fantásticos que se asomaban con suaves destellos a la luz de las lámparas cromáticas—. Curioso establecimiento tiene aquí. Los he visto similares en otros planetas, pero nunca había encontrado uno en la Tierra. —Bebió otro sorbo de té—. ¿Cuál es su especialidad?

La muchacha se encogió de hombros:

—Problemas. Mi especialidad es solucionar problemas, o al menos ayudar a solucionarlos. —Lo miró de frente—: Tal vez le interese una sesión.

Kadé denegó con la cabeza.

—Gracias —se escuchó decir a sí mismo—. Yo no tengo problemas.

—Oh, todo el mundo tiene problemas.

Una gota comenzó a caer del techo, golpeando sonoramente el piso de metal.

—¿Ve? —sonrió ella. Se puso de pie y colocó un recipiente bajo la gotera—. En la Luna no suceden esta clase de cosas, ¿no es cierto?

Kadé frunció el ceño ante aquella referencia al pensamiento que acababa de cruzar por su mente. Denegó con la cabeza y estudió a la joven por unos momentos, curioso: a ella no parecía importarle. Colocó la taza sobre una mesita de suspensión.

—Supongamos que creyera lo que dice —aventuró lentamente—, ¿podría ayudarme a resolver un crimen?

—Por supuesto —la chica se arrellanó en su sillón y se acomodó el cabello negro tras las orejas—. Me fascinan los enigmas. Claro que no trabajo precisamente con una vara mágica, tendría usted de cualquier manera que ir allí, investigar, ubicarse lo más cerca posible de la verdad. Pero hallaríamos la solución muchísimo antes de lo que imagina, eso es seguro. El resto quedaría por usted.

—¿Qué quiere decir con eso?

La joven sonrió como si la obligaran a explicar algo elemental.

—Quiero decir que los enigmas son un negocio resbaladizo. Mi experiencia me dice que la mayor parte de las veces es más fácil aceptar un enigma que su explicación.

Kadé denegó con la cabeza.

—No para mí. Soy periodista, ¿recuerda? No ando en busca del Santo Grial, sino de algo que pueda vender como noticia. Si diera con los asesinos, media hora más tarde toda la galaxia sabría de ellos. Quienes quiera que sean.

La joven lo observó con una sonrisa burlona.

—Parece muy seguro.

—Es lo único que cabe hacer en este negocio. Ayúdeme a encontrarlos y se convencerá por sí misma.

Ella rió suavemente y acercó su rostro al de Kadé. Sus negros ojos brillaban intensamente.

—No suelo hacer mi trabajo para convencerme de nada. Si te ayudo, ¿qué me ofreces a cambio?

Kadé se echó hacia atrás en su asiento.

—Suponiendo que gracias a sus... Suponiendo que mediante tu influencia yo resuelva el caso, volveré, y habrá algo para ti. Te aseguro que no te olvidaré.

La muchacha se pasó la lengua por los labios.

—Prefiero garantizar eso desde ahora —dijo, besándolo con suavidad.

Sorprendido, Kadé se sumió en el jugoso beso de la muchacha. Trató de pensar en Bárbara y se encontró con que su rostro se desvanecía en la irrealidad. Empujó levemente a su anfitriona.

—¿Me ayudarás? —preguntó.

La risa de ella tenía una nota divertida, aunque no dejaba de mirarlo a los ojos, lujuriosamente.

—¡Por supuesto que te ayudaré, tonto! ¿Qué esperabas, firmar con sangre?

Se puso de pie con las manos extendidas hacia él. Su figura se recortaba contra el fondo de la lluvia interminable a través de los cristales.

—Ven —le dijo.


El crucero llegó a Darilian en dos semanas y, ciertamente, durante ese tiempo todo pareció tomar un giro inesperadamente positivo para Kadé.

En primer lugar la estación le suministró antes de partir casi mil HCU en efectivo, cantidad desacostumbradamente grande para una asignación, aún fuera del sistema.

En segundo lugar, gracias a un sorpresivo sistema de estimulación de la línea espacial, había recibido un pasaje de primera sin costo adicional para el crucero Ferdinand Lee, en cuyos salones se permitió algo de juego con la plata de la estación.

Por último, ya en Delta II, la administración del sistema le había proporcionado una lujosa casa en la costa, seguramente ex-propiedad de algún jefe militar de la frontera. Apenas había tomado posesión de la misma, cuando Bárbara lo llamó disculpándose por su acritud y le propuso meditar sobre el contrato matrimonial tomándose ambos unas vacaciones en Montego Bay en cuanto regresara.

"Nada mal", pensó él una vez concluida la comunicación, mirando aprobatoriamente a su alrededor.

Sin embargo, se negaba a creer que la chica oriental tuviera algo que ver en ello. Efecto de la luz del día. Sus recuerdos de aquella tarde, cada vez más lejana, eran fugaces y confusos. La lluvia, el incienso y una mala situación temporal habían conspirado para que se dejase embaucar por una charlatana. Hasta el momento su buena estrella lo había ayudado a salir de toda clase de enredos, sin necesidad de acudir a astrólogos de ninguna especie, orientales o no.

Entonces decidió concentrarse en el trabajo y organizar una estrategia de investigación: todo había marchado bien hasta el momento, pero su objetivo aquí era resolver el asunto del Vienna. Si no lo hacía, el futuro de su carrera era incierto, al menos dentro de la X-WYZ. Una ola de pánico lo invadió cuando se dio cuenta de que no sabía por dónde empezar. Buscó por toda la casa algo de beber para inspirarse, pero no halló nada.

Salió. La extensa playa arenosa y el mar rojo estaban desiertos; a los confinados no les gustan los espacios abiertos, y los Limítrofes y Recedentes los consideran filosóficamente irrelevantes. Tras meditar un rato, Kadé decidió ponerse en contacto al día siguiente con los representantes del gobierno solar y comenzar por las estadísticas: esquemas profesionales, prácticas sexuales de grupo, cultos religiosos, fiestas folclóricas autóctonas, etc. El principal problema con esta gente es su hermetismo. Una persona experimentada puede conversar durante horas con ellos antes de vislumbrar sus verdaderas identidades. El diablo se los lleve a todos.

Durmió el resto de la tarde. Cuando despertó las dos lunas gemelas de Delta II brillaban fríamente en el cielo nocturno. Se vistió y salió de la casa con el propósito de recorrer los alrededores. Se dirigía al garaje en busca del sigma cuando reparó en un caminito lateral de lozas hexagonales que no había visto antes.

Vaciló unos instantes. Aparentemente el derrotero se perdía en un recodo del acantilado, pero a alguna parte debía conducir, de otro modo no estaría allí. Kadé dio unos pasos. Más allá del precipicio el camino descendía lentamente, bordeando la estación de comunicaciones, con su silencioso e iluminado plato dirigido a las estrellas. Hacia frío; pero Kadé avanzó decididamente, curioso. En ocasiones, el mosaico de losas se acercaba peligrosamente al borde rocoso, desde el cual se escuchaba el bramido de las olas.

Kadé se internaba cada vez más en la oscuridad, lejos de los reflectores de la estación, y comenzaba a preguntarse si valía la pena continuar cuando se encontró frente a un local de techo bajo, muy diferente de cuanto había visto en Darilian en materia de construcciones.

Nada en su exterior permitía adivinar de qué se trataba.

Entonces se abrió la puerta y salió una pareja de Recedentes tomados de brazos, sus largos cabellos flotando al viento. Una música agresivamente rítmica llenó el aire frío de la noche por unos instantes para extinguirse súbitamente apenas la puerta volvió a cerrarse.

Un bar, se dijo Kadé, y sonrió para sus adentros satisfecho. ¿Qué otra cosa?


En dos zancadas se metió en el local, cuya puerta de cristal era lo suficientemente pequeña como para obligarlo a bajar la cabeza. Permaneció de pie en espera de que sus ojos se acomodaran a la oscuridad. El violento ritmo de la música golpeaba sus oídos, aniquilando cualquier otro sonido. Poco a poco los contornos del sitio se fueron revelando ante él, destacándose lentamente sobre el fondo de imágenes tridimensionales igualmente oscuras. Había una barra de plástico apagadamente luminoso y tras ella toda una pared cubierta de botellas en altos estantes de auténtica madera. En el resto del salón, hasta donde su vista alcanzaba, se distribuían mesas pequeñas con cómodas sillas de suspensión. La única luz provenía de una serie de lumininsectos que se movían dispersa y caprichosamente siguiendo las variaciones de presión. En varios puntos había pantallas de televisión 3D.

En algún lugar del salón, sin que Kadé pudiera precisar exactamente dónde, se elevó un murmullo de voces y un peculiar grupo salió de la oscuridad en dirección a la puerta. Mientras pasaban ante él abandonando el local, lo contemplaban con una sorpresa que derivó en un apagado e ininteligible comentario. Los seres representaban, a no dudarlo, una facción particularmente avanzada de Penetrantes del Límite. Eran todos atrozmente obesos, de sexo indefinible y dedos cubiertos de anillos. Estaban desnudos de la cin/ tura hacia arriba. Habían salido ya alrededor de una docena, pero continuaban apareciendo más. Kadé calculó que el local debía ser mucho mayor de lo que le había parecido desde el exterior. En unos instantes todo parecía haberse llenado de formas redondeadas y blanquecinas. Quedó arrinconado de espaldas a un tapiz grueso y maloliente, del cual no pudo apartarse hasta que todo el grupo abandonó el local, un minuto después.

—Diga usted —preguntó el barman, un tipo alto e impecable, una vez que se hubo sentados a la barra.

—Una cerveza —respondió Kadé, respirando profundo. El hombre dejó traslucir cierta sorpresa en una imperceptible vacilación a la hora de ponerse en movimiento, pero su rostro permaneció inalterable. Buen cantinero. Kadé recordó que nadie aquí lo conocía; Diferente no llegaba a Delta II de Darilian. No era rentable.

Involuntariamente miró hacia el televisor en una esquina de la barra.

Transmitían un estúpido programa local de participación. Le costaba cierto esfuerzo, a pesar de su experiencia, captar el significado de ciertas frases idiomáticas propias de esta zona de la galaxia.

El camarero trajo la cerveza.

—Los han engañado a todos —se escuchó una voz.

La mujer sentada junto a Kadé señalaba a la pantalla. En la estación habían hecho una pausa para transmitir comerciales de cobertura completa y en ese instante se veían personas sonrientes bajando de un crucero espacial.

—Beta Maffei de Sirio no es el paraíso que pintan —agregó la mujer, aún señalando con una mano en la que sostenía un trago—. Apenas un pedazo de roca con un poco de agua. Por eso insisten en su fauna inofensiva y en sus tres lunas rojas. Los han engañado a todos.

Se volvió hacia Kadé, que no esperaba encontrar un rostro tan delicioso en aquel lugar. Su cabello rubio bien cortado y sus ojos azules formaban una atractiva combinación. No era ninguna jovencita, pero a juzgar por su cara se había mantenido alejada de la práctica filosófica activa. Llevaba ropas holgadas, juveniles, y estaba algo pasada de tragos.

—Mi nombre es Hilda Strauss.

—Sergi Kadé.

—He visto las sondas holográficas de Sirio —dijo ella a modo de explicación. Sacó un cigarrillo y observó al hombre por unos instantes—. ¿Carne fresca? —preguntó.

Kadé le extendió el encendedor. La luz blanca proveniente de la barra le daba a la mujer un irresistible halo de misterio. Él asintió con la cabeza.

—No me quedaré por mucho tiempo. Misión clase 5A.

Miró por encima del hombro al resto del salón. Sus ojos se habían habituado ahora del todo a la oscuridad. En la mesa más cercana dos mujeres Confinadas conversaban en un murmullo, cigarrillos en mano, con sugerente intimidad. A unos pasos de ellas, pegados a una ventana, cinco jóvenes apiñados alrededor de una botella seguían convulsivamente con brazos y piernas el compás de la música. Se divertían de lo lindo.

—¿Funcionario de aduanas? Dios, espero que no —dijo ella—. Son los únicos que vienen por poco tiempo.

—No —sonrió Kadé para ganar tiempo. Aún no había decidido cuál sería su fachada—. Estudios antropo-sociológicos... Interrelación cultural y esas cosas.

—No pierdas tu tiempo —la mujer alzó su copa y bebió—. No hay nada aquí que valga la pena estudiar. Sólo insectos y millones de kilómetros cuadrados de selva negra y hedionda.

—Creo que sí lo hay —dijo él observándola de arriba a abajo.

Unas formas de color se movieron a lo largo de la barra, cubriéndolos. La mujer no pareció inmutarse ante la insinuación. Ordenó otro trago.

—No fue eso lo que quisiste decir —dijo.

Una nueva pareja había aparecido en el salón, ocasionando un desenfrenado movimiento por parte de los insectos luminosos. Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, de evidente filiación Confinada. Llevaba una colorida camisa de palmeras y su cabeza completamente calva lanzaba destellos iridiscentes. Los ojos de Kadé se desplazaron involuntariamente hacia la joven de apenas veinte años que lo acompañaba. El rostro de la muchacha, fuertemente maquillado y enmarcado en un brillante y rizado cabello negro, contrastaba dramáticamente con la intensa palidez del hombre, que le lanzó a Kadé una mirada furibunda.

—Es obvio que te interesas en las interrelaciones culturales a todos los niveles —apuntó la mujer, divertida—. ¿De veras quisieras acostarte conmigo? Por supuesto que puedo mostrarte cosas con las que esa chiquilla ni siquiera sueña. —Vació el trago de golpe y pidió otro. Kadé también ordenó otra cerveza—. Viví durante dos años con un Confinado —agregó ella.

Oh. Kadé se llamó a precaución.

—¿Marcas? —preguntó.

—Poca cosa, para lo que se ve hoy en día.

Bebió del nuevo vaso y se echó hacia atrás el cabello revelando la oreja izquierda, cuyo borde estaba cuajado de pequeños agujeros artísticamente dispuestos en forma de caracol. Se abrió la blusa. En el pecho izquierdo había tres rayas horizontales cortadas en la piel y surcabas por un círculo rojo.

—¿Qué significa? —preguntó Kadé en lo que la mujer se cerraba la blusa.

—Te tomaría meses comprenderlo. No tenemos tanto tiempo.

—¿Quieres marcharte ya? —se sentía invadido por un urgente deseo.

La mujer tomó un sorbo de la cerveza de Kadé y echó la cabeza hacia atrás jugando con ella.

—Aún no —dijo al cabo, y lo besó levemente. Sus labios estaban helados.

En el salón, los clientes comenzaban a animarse de manera visible, o así le parecía a Kadé, que sentía doblemente los efectos de la bebida por empatía con su interlocutora. Los jóvenes se habían puesto de pie y bailaban desarticuladamente en un extremo formando un denso grupo que servía de espectáculo a aquellos que bebían solos.

A las dos Confinadas se había sumado una tercera y todas discutían entre sí acaloradamente, fumando con redoblada furia. El tipo calvo hablaba a gritos con un amigo que se encontraba en el otro extremo del salón, mientras la chica del cabello rizado permanecía sentada con expresión de tedio. Sus ojos se encontraron con los de Kadé y, apenas por una fracción de segundo, sonrió. Hilda charlaba acerca de trivialidades, y ocasionalmente cerraba los ojos tarareando una canción, riendo a intervalos. Constantemente, como siguiendo un reflejo condicionado, se pasaba las manos tras las orejas, acomodando el cabello lacio que insistía en caerle sobre el rostro. Kadé extendió una mano y pasó la yema de los dedos por el complicado trabajo de la oreja izquierda.

—¿Qué pasó con... con el que hizo eso? —preguntó.

—Está muerto —dijo ella—. Yo lo maté.

Si se trataba de una broma, la mujer sabía como gastarla. En su rostro no había la menor señal de que no hablara en serio. Kadé la observó brevemente con el ceño fruncido.

Obedeciendo a un entrenamiento que formaba parte indisoluble de su ser, se puso en pie: —Discúlpame un segundo —dijo.

Se dirigió al baño por el pasillo que corría junto a una de las paredes de piedra. Estaba vacío. Entró en uno de los cubículos y buscó en sus muchos bolsillos. Siempre tenía problemas con aquellas malditas agujas, tan pequeñas. Sólo esperaba que le quedara una; con eso era suficiente. De pronto recordó que había registrado infructuosamente la chaqueta que llevaba puesta antes de salir de la Tierra; era poco probable que hubiera quedado alguna atrapada.

"La mujer está borracha", se dijo. "Seguramente el tipo la abandonó e inventará una truculenta historia pasional. No es capaz de matar ni un insecto." De pronto sus dedos dieron con un objeto duro y alargado en el fondo de uno de los bolsillos de su pantalón. Introdujo la aguja en la unidad que llevaba en la muñeca a guisa de reloj. Contenía una de sus discusiones con Bárbara, nada importante. Hizo una prueba para asegurarse de que el sistema funcionaba correctamente. Tal vez no hubiese una historia allí; tal vez sí. Orinó, se lavó las manos y regresó a la barra.

Hilda estaba enfrascada en una discusión con el cantinero, que se negaba a servirle de nuevo.

—Sírvale uno más —dijo Kadé—. Yo me hago cargo. El hombre se inclinó de mala gana y sirvió un vodka, mirando a Kadé con desconfianza. Los ojos de Hilda estaban perdidos. Miraba estúpidamente a sus manos y al espejo frente a sí. El volumen de la música había aumentado de forma atronadora. De pronto el líquido en los vasos comenzó a oscilar, y un ruido ensordecedor se apoderó del local, que parecía vibrar hasta sus cimientos. Kadé miró a su alrededor sin saber qué pensar, hasta que recordó la cercanía de las rampas de despegue; seguramente se trataba del lanzamiento de un carguero.

Súbitamente se dio cuenta de que la mujer sollozaba con la barbilla pegada al pecho.

—¿Qué sucede? —le preguntó, sorprendido. Sin embargo, de inmediato lo supo. La mujer alzó el rostro desolado, mirándolo fijamente como si estuviera muy lejos. Kadé conocía aquella mirada. Presionó suavemente un interruptor en su muñeca.

—¿Quién era? —preguntó.

Ella sacó un pañuelo, se secó el rostro y pareció tranquilizarse ligeramente.

—¿Quién era? —insistió Kadé con suavidad, mirando a ambos lados.

—Su nombre era Ulises Kapinski. Vine hasta aquí siguiéndolo. Iba a abandonarme cuando terminara su último vuelo. No sé si había otra, pero no quería enterarme. Por eso lo maté. Era el ingeniero principal del crucero Vienna.

Imposible, imposible, imposible. La negativa luchó por imponerse a Kadé: la mujer estaba más borracha de lo que aparentaba, o loca, o ambas cosas. Sentía irracionalmente que aquella desagradable luz blanca no lo dejaba pensar correctamente. Bajó la voz todo lo que pudo:

—¿Qué dices, mujer? ¡El Vienna estalló, fue un accidente!

—Perfecto —sentenció ella alzando un dedo. Se llevó el trago a los labios, mas no llegó a beber—. Pero yo te iba a dar otra versión. La verdadera.

—Bien, veamos —dijo Kadé sin creer demasiado lo que estaba sucediendo.

Hilda lanzó una carcajada desagradable.

—No tan rápido, capullo. Si te lo cuento todo, ¿prometes llevarme a la cama aunque esté borracha y no pensar que estoy loca? —Hipó—. ¿Lo prometes?

El cantinero los miró. Lo había hecho con cierta frecuencia después de servirles el último trago. Kadé temía que estuviera escuchando la conversación.

—Sí —murmuró con premura.

Ella extrajo del bolsillo de su camisa un papel garabateado y lo agitó ante él, que la observaba sin comprender.

—Esto —dijo—es una dirección, una dirección en la Tierra. Una muchacha china o japonesa. La encontré en un museo cuando estuve allá por última vez hace unos meses. Por entonces ya yo estaba decidida: Ulises me había hecho mucho daño; lo quería muerto. Ella prometió encargarse del asunto, y lo hizo con puntualidad y limpieza; sin la más mínima huella. Porque nunca estuvo aquí. El precio fue elevado, pero hasta el último centavo valió la pena. Estás en el derecho de no creerlo. Me da igual.

Se llevó el vaso a los labios para encontrarse con que estaba vacío. Primero hubo sorpresa en su rostro y entonces rió ruidosamente al advertir su distracción.

—Nadie ha sospechado jamás de mí —dijo mirando a Kadé—, lo cual no deja de ser frustrante. A fin de cuentas conviví dos años con él, dos años maravillosos. Pero nadie creería que yo lo maté aunque se lo dijera en su cara... ¡Oye, tú! —le gritó al camarero—¡Sírvenos otro trago! —arrojó el vaso vacío al piso—. ¡Se impone un brindis por la impunidad!

El camarero se acercó a Kadé.

—Basta —dijo—. Sáquela de aquí ahora mismo o lo haremos nosotros.

Una atmósfera densa invadía el bar. La mujer se puso en pie, componiéndose el cabello tras las orejas.

—Yo los maté... a todos —agregó, dirigiéndose con mirada perdida a los ocupantes del salón. La música ahogaba sus palabras. El único que le prestaba atención era el barman.

—Señora —dijo—, no puede permanecer aquí en ese estado.

—Muy bien —respondió ella con voz ronca—. Ya me voy, tengo mejores cosas que hacer —le lanzó una mirada significativa a Kadé y señaló el local recorrido por luces de colores—. Pero seguiré viniendo a este lugar, y será mejor que en un futuro no provoquen mi ira. ¿Recuerdan la vieja canción...? "Respira con cuidado, amigo mío, que te puedes morir..." —cantó desafinadamente con los ojos semicerrados.

El camarero dio un paso hacia adelante, pero ella le lanzó a la cara un billete de veinte HCU.

—Quédate el vuelto —dijo—. Iré al baño un minuto..., si no le importa a los presentes.

Y con esto se alejó por el corredor de piedra con paso inseguro. Su risa entrecortada se perdió en la oscuridad.


Kadé la vio desaparecer y desconectó con gesto automático el grabador. La música atronaba ahora a un nivel insufriblemente alto, o al menos así se le antojaba. Sin embargo nadie parecía reparar en ello excepto él. Los clientes charlaban animadamente, sus bocas moviéndose como en una fantasmal pantomima: los jóvenes, el hombre calvo, las tres Confinadas, la muchacha de la cara pintada: rojo, azul, verde. Las formas de color continuaban su recorrido por las paredes. Sintió que perdía el contacto con la realidad.

Pagó y salió al aire frío de la noche, sin esperar a la mujer. Una ligera brisa soplaba desde el mar.

Podía permanecer algún tiempo más en el planeta, pensó remotamente mientras buscaba el camino de losas hexagonales; pero de nada serviría. Su intuición no se engañaba en ese punto. Y por otra parte hacerlo implicaba exponerse a un nuevo encuentro con el rostro hermoso y a la vez grotesco de aquella mujer.

No, se dijo, sacudiendo la cabeza. No estaba dispuesto a arriesgar su cordura perpetuando lo que había visto y escuchado esa noche.

Alzó por un momento la vista hacia las dos lunas de Darilian, que iluminaban el océano con un sugerente tinte rojo, y emprendió el ascenso bordeando el acantilado, siguiendo el derrotero de losas hexagonales.

En un recodo del camino arrojó al mar la aguja de su grabador.


1999 © Ariel Cruz


Ariel Cruz Vega nació en La Habana, Cuba, en 1969. Realizó estudios de diseño y pintura y es graduado en Geografía. Vive en las márgenes de Ciudad de la Habana con su esposa, su hija y sus libros, y se jacta de pasar años sin visitar un cine.