Me miro al espejo y tras recibir su cotidiano round de insultos salgo a la calle. La abigarrada monotonía del infierno de asfalto y megaholopósters se me mete por los ojos y me acaricia las neuronas. Adoro esta ciudad de mierda, sobre todo por las noches. Especialmente por las noches. Sólo por las noches. Soy una rata nocturna y mi oficio es intrascender.
Ahora ando con el Bicéfalo. Su verdadero nombre es Johnny Kisser y su tatarabuelo fue una estrella de rock brasileña. Es de lo mejor que hay; un verdadero tipo duro. El número uno en las riñas y en las chicas. No es como esos imbéciles del barrio Esmeralda; Loco Azul, Oriflama, Disgustado Sumiso y compañía. El es diferente. Es el rey. Somos diferentes. Somos los reyes del barrio Noviembre. Y somos amigos. Más que amigos; hermanos. Somos uña y carne.
Me escabullo por los rincones, ocultándome modestamente de los Gigantes de Humo; unos acorazados callejeros a quienes debo unos cientos de neoyens, y alcanzo las puertas del Arcturus vs Vaselina. Me siento a la mesa de costumbre, junto a la ventana, y pido un Cero Absoluto con dos gotas de menta. Degusto el ácido paisaje de la calle a través del plexiglás. Espero. Es temprano. La vida recién empieza.
El Bicéfalo se me acerca al fin, sorteando a los que bailan y a los que viajan. Me da un abrazo de hermano y me llena las manos con un racimo de dermos. El es así; obsequioso, franco. Es mi amigo.
—Mira —me suelta, indicándome a dos chicas que cruzan la calle. Me siento enamorado. Visten como estudiantes de Corporación Consumo, trajes de la última colección Joya Astral IV. Ambas son rubias.
—La de la izquierda es mía, la otra es tuya —planifica veloz Bicéfalo—. ¿Nos movemos con ellas?
—Cuenta conmigo. —Me cargo de anfetas y salimos del bar. Vamos de caza, y este barrio es nuestro coto privado.
—Hola, extrañas.
Ellas retroceden un par de pasos, sorprendidas. Hemos salido de la nada. Nos examinan; nuestras fachas de clásicos gladiadores urbanos, nuestros tatuajes tribales, nuestros ojos divertidos.
—Somos jóvenes sanos y alegres, inocentes damiselas, y sólo buscamos un rato de mutua compañía—, aseveran nuestras poses.
"¿Valdrá la pena?", inquieren sus muecas. "¡Pruébennos y verán!"
Y nos ponen a prueba. Torres, el portero del club Utopía X, es amigo mío de la infancia y nos deja entrar sin reparos.
Pedimos tragos, Bailamos. Somos los reyes de la noche. Los Dioses de Pueblo Bajo. El juego empieza.
Mi chica es estupenda. Sabe moverse bien, y mover lo que tiene. Me regodeo en sus movimientos de reptil y pruebo sus labios. Lenguas. Música. Baile. Dermos. Sudor.
Salimos al aire fresco. El apartamento de Bicéfalo queda cerca. Es nuestro barrio, nuestro coto de caza real. Disfrutamos las envidiosas miradas de los chiquillos que llevan colgadas a sus escuálidas princesas de clase B. Nosotros tenemos a las reinas, y las reinas aceptan el juego.
A sólo dos puertas del apartamento emergen cinco acorazados; Gigantes de Humo. El líder se adelanta:
—Hey, Johnny Kisser, ésa es mi chica. —La rubia mira a Bicéfalo con pestañas culpables y se hace a un lado. Bicéfalo sonríe.
—Vamos, hermano, no llevaba tu nombre en el traje. No hay daño, ¿cierto?
—Pero lo va a haber.
Somos rápidos. Antes de que el líder desenfunde su artillería, Bicéfalo cae sobre él y le mete un vibropuñal en la garganta. Yo ruedo por el piso, esquivando dos sablazos, y hago retumbar mi revólver. Uno cae, con la rodilla destrozada.
—Retirada, hermano —me grita Bicéfalo. Despegamos sin un rasguño, dejando a tres sangrando y uno en pleno proceso de agonía. Recuperamos el aliento a diez bloques. Nos reímos.
—¡Somos lo mejor que hay, hermano!
—Tu madriguera está quemada —le digo a Johnny—. Pero la tuya no —me sonríe, exhibiendo la cartera de su rubia—. Veamos qué hay aquí.
La abrimos y nos reímos de nuevo. Varios neurotrans. Pequeño Dragón; muy solicitado en el mercado. Unos cincuenta mil neoyens el lote.
—Saldremos de ellos en un par de noches —me asevera Bicéfalo—, voy a consultar a mis contactos.
Se larga. Me llevo el botín para mi casa, a ocho niveles bajo el asfalto. Oculto la cartera en un hueco tras el closet. Me tomo una cerveza barata y me acuesto a dormir. Bicéfalo llegará por la mañana y entonces haremos planes.
Me despiertan al alba, con un golpe en el estómago. Me revuelvo. Me sostienen tres de ellos, mientras los otros seis ponen mi apartamento patas arriba.
—¿Dónde está, maldición?
Yo Balbuceo: —Los neuro...
—¡Eso es mierda! —Uno de ellos se me encima—. Escucha bien, mocoso. Los neurotrans nos importan tanto como una escupida de rata. Queremos la cartera. Unas manos se meten en el closet.
—¡La tiene Bicéfalo! —vomito.
—¿Y dónde está él?
Las manos se alejan del closet. Rebusco en mi memoria. Bicéfalo; sus contactos, un par de códigos de videófono, unas cinco direcciones. Escupo lo que sé.
—Bien, eso basta. Da gracias a Dios que tu padre y el mío fueron como hermanos. Piérdete del barrio. Esto es por tu silencio. —El tipo me introduce mil neoyens en el chip—. Vamos.
Y se van.
Me lavo la cara; tengo una cortada en el labio. Registro la cartera. Corto el forro. Un picocircuito; muy hi-tec, peligrosamente hi-tec. Lo tiro al inodoro y descargo. Me encojo de hombros con alivio. Oculto de nuevo los neurotrans y salgo a la calle.
Logré reconocer una de las voces tras los yelmos de los acorazados. Busco a un golpeador barato que conozco.
—¿Quién? —me pregunta, luego de recibir su anticipo de doscientos.
—Torres, el portero del...
—Lo conozco. Es amigo mío.
—Quinientos cuando termines, entonces.
—Está bien.
—Que sea rápido.
A las dos horas regresa: —Ya está; veinte gramos de plomo en el cráneo.
Le pago el resto y lo veo dudar.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
—Han liquidado a tu socio, el Bicéfalo. Gigantes de Humo. No se sabe por qué, aunque se rumora que buscaban algo que él no tenía. Lo dejaron hecho un...
—Ahórrate detalles —lo corto.
Vuelvo a casa. Lástima de Torres; mi amigo de la infancia. Pero odio a los traidores. La amistad es lo único que importa en este mundo. Me miro al espejo. El muy canalla, atrevida e impunemente, copia mis facciones y me insulta. Lo rompo de un puñetazo. Mierda. Me he cortado una mano. Estoy de prisas. Tengo varios Pequeño Dragón que vender y unos horas para mudarme de barrio. La vida es dura.
Ahora ando con Oriflama. Es un tipo duro de verdad; no como esos inútiles del Barrio Noviembre; Espada Roja, Ronco, el difunto y olvidado Bicéfalo y compañía. Él es diferente. Estamos sentados sobre un contenedor abandonado y disfrutamos de la noche. Por la calle pasa un tipo.
—Ese me debe una. ¿Vienes? —me anima Oriflama.
—Cuenta conmigo —le respondo. Me cargo de anfetas y lo sigo. Somos diferentes. Uña y carne. Y somos los reyes del barrio Esmeralda; él y yo. La amistad verdadera es la cosa más grande de este mundo.
© 1999 Michel Encinosa Fú