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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de junio 2014

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Pedro Belushi

Ahora, cómodamente sentado y ya acostumbrado a aquella extraña sala, recordaba la impresión de la primera vez, cuando entró a consulta casi dos meses atrás. Se había preguntado —sin atreverse a preguntárselo al doctor— por qué precisamente en un consultorio psiquiátrico se encontraban aquellos pequeños cuadros. Esa colección representando seres inmundos, demonios repugnantes que devoraban mujeres, hombres, niños. Las víctimas apenas se vestían con simples taparrabos, harapos acaso. En los cuadros siguientes, se invertían los papeles: las perseguidas y descuartizadas eran aquellas abominaciones. Las atacaban escuadrones de guerreros cubiertos de cobre y plumas y armados de chatos garrotes revestidos en su parte más fina por navajas de obsidiana: la acción transcurriría en la América de antes de Colón. Así, las víctimas se convertían en victimarios justicieros.

Avanzaba la secuencia, y esas inmundicias mutaban: se parecían cada vez más a sus víctimas. Y el número de demonios menguaba cuadro tras cuadro. A juzgar por las nuevas imágenes, después de un largo peregrinar, las bestias habían encontrado un buen escondite en las grutas de una montaña de picos erizados en zarpas.

Él no había entendido qué sucedía ahí, en esas recónditas cavernas: los cuadros no terminaban de aclararlo. Antes del tramo final, la secuencia mostraba a unos pocos hombres y mujeres emergiendo de la misteriosa montaña, como si aquellas bestias del principio ya no se diferenciaran en apariencia con la humanidad.~Y, a lo último, hermosas doncellas tenían sexo perverso y brutal, haciendo sufrir en extremo a jóvenes bien dotados. Mientras, otros hombres —investidos en túnicas ceremoniales— se limitaban a observar, con las manos extendidas ante el pecho y las palmas abiertas hacia el torturado. Desparramados por la tierra, se veían yelmos españoles.

Sí: esa exhibición lo había encandilado con esos horrores extremos. Y el terror que provocaban se acrecentaba por la pátina de los años. ¿Qué edad tendrían aquellos cuadros cubiertos por el finísimo craquelado que dan los siglos? ¿Qué desconocido artista había desarrollado con tal maestría un sadismo pocas veces visto?

Aquella primera vez que él se había enfrentado contra las atrocidades no le importaron los sillones majestuosos, tallados con pericia y tapizados de brocado o terciopelo. Tampoco las paredes de oro y nácar con que se engalanaba la sala. ¿No era demasiada pompa para un consultorio?

Y a todo esto… ¿cuándo lo atendería el doctor? Ya no sabía cómo acomodarse en el asiento ni qué revistas leer.

Optó por permanecer recto y rígido: quería disimular su nerviosismo. Se empecinaba en mantener la vista en esa alfombra mullida que lo invitaba a enterrarse en ella, a dejarse ir. Porque la recepcionista, una hermosa rubia, le causaba vahídos, temblor de manos, aversión. Y pensar que hasta no hacía mucho era un tigre con las mujeres.

Juntando valor, se decidió. Antes de hablar con una voz de flauta, debió tragar saliva varias veces:

—¿Falta mucho, señorita?

—No, señor —la rubia levantó la vista de la pantalla y lo miró. ¿Por qué a él le jodía tanto ese tipo de mirada?—. El doctor ya terminó con el paciente anterior. En unos minutos lo hará pasar. ¿Desea que le comunique algo?

—No, por favor, no lo moleste. —Sintió una vez más esa mirada diáfana: puñales directos a su yugular—. Disculpe. —Carraspeó para evitar que la voz le saliese entrecortada—. Espero nomás, no quiero interrumpirlo.

Vio cómo la rubia sonreía descruzando las piernas. Movimiento pausado, calculado, dedicado para su sufrimiento.

Sin dejar de mirarlo, ella se levantó y fue hacia él. Y él no pudo huir de esa mirada… de esa mirada tierna. De esa suave, cristalina y enternecedoramente puta mirada tierna.

Cerró los ojos, y la cabeza le cayó sobre las rodillas.

—¿Se siente bien, señor? —le dijo la rubia, alarmada pero tratando de ser dulce.

¡Mentira! Él, a pesar de su flojedad, de su mareo, sabía que todo era mentira: esa voz dulce ocultaba el afán de hacerle sufrir vejaciones espantosas que lo acompañarían por el resto de su vida.

Y, entonces, ella le puso la mano en el hombro. Un fuego perverso esparciéndose por el espinazo, una electricidad malsana transportándolo a aquella noche: eso fue aquella mano en el hombro. Le sucedía siempre que una muchacha así lo tocaba: una catarata de hormigas venenosas destruyéndolo, quitándole lo poco que quedaba de él.

Oyó que se abría la puerta del consultorio.

—Pase —dijo el doctor.

Autómata, él se levantó y entró.

—Adelante —el doctor cerró la puerta—. ¿Hoy prefiere la silla o el diván?

Él se secó la transpiración. Balbuceó la palabra «diván». El doctor lo tomó del codo, un contacto tranquilizador, y lo ayudó a acomodarse.

Por el rabillo del ojo vio cómo acercaba una silla, justo detrás de la cabecera del sofá.

—No me diga nada —dijo por fin el doctor, sentándose. Si bien su voz era calma… ¿había reproche en sus palabras?—: No estamos avanzando. Lo sé. —Élno le contestó nada. Sólo se reacomodó en el diván—. Hoy vamos a comenzar desde el principio. Pero diferente.

—¿Desde el principio, doctor? ¿Diferente, doctor? ¿Cómo que desde el principio y diferente?

—Sí —enfatizó el doctor—. Desde el principio y diferente. —Mientras el doctor hablaba, él oyó que arrastraba la silla. Después lo vio pasar por delante, rumbo al escritorio, de donde agarró una libreta y volvió para ubicarse a la cabecera, fuera de su visión esta vez—. Usted me contó, parcialmente, tres veces la historia de esa noche…

—¿Historia?

—Los hechos, disculpe. —Las hojas de la libreta producían un sonido metálico. Allí estaba encerrado él, aplastado entre esas hojas amarillentas, entre esas hojas sobadas por el dedo constante del doctor—. Esta vez cambiaremos. Me va a contar los hechos desde el principio, pero sin refrenarse. Yo no le preguntaré nada.

—¡No! —El grito se le escapó solo, incapaz de retenerlo. Se aferró de los costados del sofá, como si el mueble quisiese decolar.

—¿No? —dijo el doctor—. ¿Por qué no?

—Es que recordar todo de nuevo… es ir para atrás, doctor. No… no me animo.

—Esta vez será diferente —el doctor golpeaba la libreta, acaso con el dorso de la mano—. Debe serlo. Aquí tengo varias cosas anotadas. Entre ellas su tono dudoso, su relato entrecortado, cuando me relató por primera, segunda y tercera vez lo que le había sucedido. Y jamás me completó el relato.

—Pero… —Un poco más relajado soltó las manos, que sujetaban el diván, y se las cruzó sobre el regazo—. ¿Y cómo quiere que…? Usted es un psiquiatra reconocido. Un profesor de renombre. No sé cómo decírselo, qué palabras usar.

—Mire —lo interrumpió el doctor—: debe soltarse. Mejor aún: debe descargarse. Eso, descargarse. Huir no le sirve de nada. —Hubo un pequeño intervalo, seguido del característico rumor de la ropa rozándose: el doctor se cruzaba de piernas, seguro—. Ya sé, usted estará pensando: «Este me lo dice repantigado en el sillón de su consultorio». Pero debo aclararle algo…

—Sí, dígame.

—Hasta ahora, usted solamente se mantuvo a la defensiva. Hoy será un hombre nuevo. Se lo aseguro. No quiero abrumarlo contándole mis casos resueltos. Confíe y relájese.

Las luces bajaron de intensidad. Esas palabras del doctor lo renovaban. Cerró los ojos.

—Bueno —dijo—, esa noche yo fui a…

—No. Espere. Desde el principio, por favor.

—Y… esa noche fue el principio.

—No es mi intención contradecirlo, ni mucho menos interrumpirlo. —Otra vez el roce de telas: el psiquiatra se estaba descruzando—. Pero desde el principio. —Sí, seguro que se descruzó y se inclinó hacia él: la voz le resultaba más cercana—. Significa que debe contarme cómo era usted. O, por lo menos, cómo se veía a sí mismo. Antes de aquella noche.

Entonces, él se llevó una mano a la cara, y masajeándose se dijo: ¿Así que con palabras propias, eh? ¿Y debo decir cómo era yo?

—Yo era un ganador nato, doctor. Con las mujeres, digo. Conocía los boliches de onda. En algunos, hasta me aplaudían cuando entraba. Tengo un Fiat 1500 cupé, con caja de quinta. Lo mantengo un chiche. Yo salgo del paso diciendo que me gusta lo vintage. Pero ya no uso la cupé. Antes de conocer a esa hija de puta podía mentir que mi auto era un importado de Italia, que me lo había hecho traer. Y las flacas se lo tragaban. Entonces, esa noche…

—No tan rápido. Acaba de mencionar a… a una «hija de puta». ¿Cómo era usted con las mujeres? Porque decirse «un ganador nato» no me aporta nada. ¿Cómo se comportaba en la intimidad, cuando sólo eran ella y usted? Cuando el público, la claque, ya no estaba. Piénselo. Esto es importante. Lo va a ayudar a descargarse. Y hoy es imperativo que se des-car-gue.

Él se reacomodó en el diván. Estaban hablando de algo de lo que sabía mucho. El doctor era un fenómeno: lo hacía sentir bien. Una nueva oleada de fuerza, de energía, le llegó de golpe. Hacía tiempo que no se sentía así. Sí, tenía que des-car-gar-se. Sacar todo de adentro.

—Yo conocí chabones —dijo— que se las daban de grandes. Después, uno se enteraba que dejaban a sus parejas con ganas. Yo no era así. Para mí, la mina de turno era una princesa, y yo la trataba como tal. El famoso tres por uno, ¿vio?

—¿Tres por uno? —Era evidente que el doctor no tenía calle: titubeaba—. No, no sé a qué se refiere.

Por primera vez en mucho tiempo, él se permitió una risa. Una risita débil, contenida, pero risa al fin.

—Bueno —dijo, de todos modos respetuoso—, esto es un poco… ¿Cómo decirlo? Un tanto…

El doctor bufó.

—Le pedí que se soltara —dijo—. No tema escandalizarme si me cuenta sobre sexo. Por favor, adelante. No se detenga.

—El tres por uno es que, por cada vez que uno termina, su pareja tiene que tener mínimo tres orgasmos. Yo era así, a mí me importaba que la pasaran bien. Me importaban ellas. Hasta casi le podría asegurar que me importaban más de lo que me importaba yo mismo.

—Lo que quiero saber es si se comportaba así por convicción o por el qué dirán. Usted tenía una imagen que le resultaba cara a sus sentimientos. Piense antes de responderme.

Silencio.

¿Y por qué había actuado así con las minitas? Y… siempre pensó que porque era correcto, que así debería ser un macho que se precie de tal. Pero ahora las palabras del doctor le daban qué pensar. Recordó la época de los aplausos, de los tragos gratis, del continuo cortejo que lo seguía a todas partes. Sí, él tenía una imagen de sí mismo que le seducía retener, agrandar. Pero también era cierto que cuando estaban a solas, a él realmente le gustaba que ellas disfrutasen. Y jamás quiso ir con más de una, aunque se lo habían propuesto.

—Mitad y mitad, doctor —dijo por fin, y no se sorprendió de su sinceridad.

—Voy comprendiendo. Usted, antes de aquella noche, sufría de una especie de manía aceptatoria. Necesitaba que luego de una noche de sexo, se hablara de su «performance», de lo bien que se comportaba, de cómo había cuidado de que su pareja disfrutase.

—Y… sí, qué quiere que le diga.

—Usted, además, nunca quiso saber nada con continuar una relación.

—¡No, jamás!

—Nunca pensó en el daño que pudo haber producido.

—¿Daño? Si yo las trataba mejor que a una estrella de cine.

—Una vez —la voz del doctor le sonaba a reconversión—. Luego se alejaba y se desentendía de los sentimientos de aquellas jovencitas.

—Nunca lo pensé de esa manera.

—Y por otro lado, su perfil paternal bregaba por proteger a esas niñas, por brindarles un amparo a través del trato deferencial. Porque, según me contó antes, eran bastante menores que usted.

Él quedó duro en el diván. Frunció la boca mientras se hacía una idea de lo que le acababan de decir. ¿Sería posible? ¿Él como un padre? ¿Justo él, un padre? ¿Con esas barbaridades en la cama? Pero si… si… Sí: una iluminación le cayó de golpe, igual que si un rayo le hubiese partido la cabeza. Ella fue la única que desencajaba en el ambiente de los boliches. Todas las mujeres se resumieron en una: la que lo recontramilcagó. La más bonita, la más frágil, la más inocente. La síntesis de lo que él siempre buscó.

—Y yo… —dijo afligido—. Yo creí que había sido mi mejor levante.

Silencio.

¿Se habría dormido el doctor? Tosió, incómodo.

Oyó una fuerte inspiración.

—Aquí estoy —la voz le sonó cavernosa, distante—. Tratando de redefinir «levante». Porque esa palabra representa muchas cosas a la vez. En su caso, lo más probable haya significado necesidad. Usted necesitaba de la constante confirmación de su maestría. Fíjese que, en su afán de servir, de ser caballeroso, elegía mujeres jóvenes que aparentaban carecer de experiencia. Y luego las apartaba, las ignoraba, no le importaba el posible sufrimiento posterior de ellas ¿Se da cuenta de que quizá fue elegido para esa noche? Mejor explicado: quizá usted fue seleccionado previamente para pasar por lo que pasó.

A pesar de que el doctor hablaba extraño, arrastrando las vocales, la noción de lo que acababa de decir lo golpeó. ¿Elegido? ¿Elegido como si él hubiese sido una presa? Entonces él no había resultado una víctima al azar. Entonces esa noche no fue algo que le podría haber tocado a otro. Entonces… entonces estaba perdido. A menos que…

Una corriente. Como tocado por una corriente eléctrica, se tensó presintiendo una descarga brutal. ¿No era lo que quería el doctor? ¿Eh?

Sí, le daría el gusto: se descargaría en forma.

—Esa noche parecía una noche como cualquier otra —dijo—. Llegué a la hora que acostumbraba caer por los boliches. Por Libertador, el Monumental se recortaba sobre un cielo no del todo negro. Más que una cancha parecía una sandía calada en varios lugares. Cuando entré, el Club 77 ardía. Las pendejas, recalentadas por la música y el chupi, se me tiraron encima. O sea: lo mismo de siempre.

»Acodado en la barra y con el eterno whisky en mi derecha, estudié la pista. Cada tanto alguna revoloteaba, pero yo sentía más fastidio que placer. Me di cuenta de que en la pista no había nada potable. Entonces me mandé para los reservados… y allí la vi. Sentada sola, con dos vasos. El viejo truco de los dos vasos, pensé, como para que los chabones piensen que no estaba sola. No me equivocaba.

»»Documentos», le dije serio mientras me paraba a su lado. Ella levantó la vista y enrojeció. «Ya los presenté a la entrada», me dijo, medio tartamudeando, revolviendo su cartera. Me sentí un estúpido doctorado: ¿tanta experiencia, para iniciar un levante como si yo fuese un infradotado? Me senté frente a ella y le sonreí. «Sorry, flaca», le dije. En estos casos lo mejor es decir la verdad y que ella después decida: «Me gustás mucho, te quise hacer una broma para romper el hielo. Me siento recontrapelotudo». Ella volvió a enrojecerse. «¿Estás con alguien?», le pregunté. Sin levantar la vista, me dijo no con la cabeza. Me senté a su lado y ella me miró. Los ojos me mandaban una mezcla de susto, deseo y vergüenza. Me estaba calentando. Y mucho.

»»¿De dónde sos?». «De Palermo —me dijo—, ¿y vos?». «Belgrano», mentí. Se dio vuelta en el asiento, hasta enfrentarme. «Vivimos cerca», me dijo y sonrió. Una rápida mirada me bastó para tasarle las piernas: flacas pero a la vez torneadas. La minifalda le tapaba lo necesario para no parecer que se regalaba. Tal como me gustaba a mí.

—Disculpe —dijo el doctor. Seguía arrastrando las vocales, pero él estaba lanzado en eso de contar, de descargarse, y le restó importancia—. Hay algo que no me quedó claro: ¿cómo hizo ella para darse vuelta en el asiento?

—Bueno, no «se dio vuelta», simplemente giró sobre las nalgas y chocó sus rodillas con las mías. Los reservados del boliche son amplios.

—Bien, siga.

—La flaquita me estaba gustando cada vez más. Negrísimo pelo corto, menuda, bien formada, sonrisa franca, acento levemente concheto. Mi tipo por donde se la mire. «Hace calor acá, ¿no?», le dije. Ella sólo me miró. Yo le puse una mano a la pierna. La piel me volvió loco. Parecía… parecía… Entonces ella me agarró la mano y medio me obligó a tocarla. «Conozco un telo que no hace preguntas», le dije. «Papá y mamá se fueron a Europa, yo tuve que quedarme para rendir unas materias», y se sonrojó de nuevo. Me miró como diciendo yo no puedo estar diciendo estas cosas. «¿Entonces?», le dije. «Y… podemos ir a casa». «¿Estás con auto?», le dije. Ella meneó la cabeza. «Vamos a tu casa, yo te llevo». Agarró la cartera… bué, mejor dicho el bolso. Le quedaba grande para una joven tan menudita. Cuero negro con un intrincado aplique blanco. Ahora sé que a ese tipo de dibujo se le llama Mandala.

»Nos subimos a la cupé, y ella me indicó que agarrásemos por Libertador. La casa quedaba en Palermo Viejo. Un caserón antiguo de dos pisos. Se bajó para abrir la reja y yo estacioné en la huella de baldosones, antes del garaje. «Esta es mi casa», me dijo. Pensé que era una imbécil. Eso de llevar a un hombre desconocido hasta tu propia casa me pareció una locura. Aunque tuve un leve temor: ¿y si me estaba haciendo el entre? Luego me reí. Yo era un seco que no tenía un peso partido al medio. ¿Qué me iban a sacar?

»Adentro de la casa, los muebles se cubrían de sábanas. Me quedé parado en medio del living. Parecía como que hacía mucho tiempo que nadie vivía allí. Ella me vio indeciso. «Mi mamá es una maniática de la limpieza, y a mí me rompe limpiar». Me dijo, bien chetonga, y se mandó para arriba moviéndose como una cualquiera. ¿Yo qué iba a hacer? Antes de que la escalera terminara la perseguí. Ella se rió y salió corriendo por un pasillo. Justo cuando estaba por alcanzarla abrió una puerta, entró a una habitación y se zambulló en la cama. No estaba nada mal la pieza. Amplia, cama enorme, cuarto de baño incorporado. Sólo que me pareció algo raro. La piba era bien piba, ¿y no tenía nada pegado en las paredes? Entonces ella se levantó, se colgó de mi cuello y me dio un flor de beso. Allí me aflojé.

»Nos separamos. Ella se sonrió y, sin darme tiempo a nada, me encajó dos piñas en la panza. La puta que pegaba duro. Me agarró de los pelos y me hizo levantar. No, mejor dicho, no me hizo levantar, ¡me levantó con su propia fuerza! ¡No lo podía creer! Yo todavía boqueaba por las piñas anteriores. ¿De dónde sacaba tanta fuerza? Me midió por un momento y me surtió al mentón. Caí hecho un estúpido contra la puerta del baño.

»Con esfuerzo pude ver que ella apoyaba en el piso el amplio respaldo de la cama, y retiraba el colchón y el resorte. Fue hasta el bolso y sacó unas cosas metálicas. Me volvió a agarrar del pelo y me colocó parado dentro del rectángulo de la cama. Las cosas metálicas resultaron ser grilletes, con los que me encadenó a la catrera. Y ahí me encontré yo, mareado y a merced de ese demonio disfrazado de minita cheta.

»Te voy a comentar algo porque me caíste bien», me dijo, «al principio te va a doler, pero al final… al final va a ser insoportable, papito». Se le había ido el tono cheto. Revolvió dentro del bolso y sacó una jeringa. «No queremos que te desmayes mientra todo sucede, ¿no es cierto?». Traté de evitar que me inyectara, pero dos nuevos golpes en el estómago acabaron con mi resistencia. Me mandó la aguja a la altura del corazón. Sentí calor en el pecho.

Otra sonrisita tierna, y me arrancó la ropa. Me desnudó.

Sin que pudiera evitarlo, me la agarró con maestría. «Estamos bien armados para el combate, papi». Me dijo y empezó a besarla y acariciarla. Bueno, uno no es de fierro, así que, mareado y todo, se me paró. Ella se rió a carcajadas. «Después de todo tenés ganas de coger», me dijo, «te vamos a dar el gusto». Se levantó y se desnudó a su vez. Era linda la guacha. Qué lo parió, hasta dónde puede llegar la mente cuando es sonsa: en ese momento creí que ella era un loca que le gustaba jugar a lo sado, y que lo que me había inyectado en el pecho era algo nuevo como para no quedar embarazada. Cada vez que me acuerdo de esos pensamientos tengo ganas de matarme, por reverendo boludo nomás.

»De nuevo fue al bolso y sacó una bola negra. Parecía una de esas con que se juega al bowling, pero con un solo agujero. Si bien el bolso era amplio, ¿cómo había hecho para que todo lo que llevara adentro no abultase? Aún hoy me resulta imposible darme cuenta. Si hasta busqué ese dibujo, ese mandala que decoraba el bolso. Por todas partes lo busqué con tal de llegar a ella. Quiero tener su cuello entre mis manos y apretar… y apretar. Pero es inútil, jamás la voy a encontrar, lo sé.

Suspiró. Se puso las manos detrás de la cabeza y entrecruzó las piernas. Era verdad, se sentía mejor. Eso de descargarse le estaba sentando bien.

—Ella puso la bola negra en el suelo —siguió hablando—, se agachó encima y la meó. Una larga, larga meada. Al principio no me di cuenta, pero pronto fue evidente: la bola absorbía la orina al instante. Ella se irguió, vino hacia mí y me pasó la lengua por el cuello. ¡Que mierda! Yo estaba caliente. Se puso detrás de mí, se apretó contra mi espalda. «Ya llega tu amorcito». Me dijo. No entendí a qué se estaba refiriendo, sólo quería que se me monte encima para partirla al medio. Vislumbré que algo se movía: la bola negra crecía y crecía. Pero no aumentaba con forma de bola. Más bien como si fuese un torpedo, una columna, algo redondo y largo.

»Ella dio la vuelta. Se agachó y volvió a besarme. Pero yo sólo tenía ojos para la transformación. Pronto comprendí en qué se estaba convirtiendo. Dos palos como piernas sostuvieron un tronco del que crecía un globo, ¡Una cabeza! Y a los costados, otros dos palos en lugar de los brazos. Mientras ella seguía con lo suyo, la figura por fin evolucionó en un negro que parecía recién venido del África. Ahí me di cuenta de que estaba en presencia de algo diferente, como… como sobrenatural, si puede decirse. Cuando el negro estuvo completo en todos sus detalles, sólo silbó. Ella fue hasta el negro y sin decir palabra lo agarró directo de ahí. Asustaba, realmente.

»La hija de puta se dio vuelta y me miró, siempre con esa sonrisa dulce. «Te presento a tu nuevo amor», me dijo. Las piernas me temblaron. Ella vino por delante y el negro, ante mi temor confirmado, se colocó atrás. ¿Qué hacer en ese momento? La desesperación me llevó a forcejear con los grilletes. Pero fue inútil. Entonces grité. Desesperado, grité. Ella cerró los ojos y se meneó, agarrándose las caderas. Cuando ya no pude gritar más, abrió los ojos y movió la boca como si estuviese saboreando alguna golosina. «Qué energía, papi, cómo me alimenta. Qué rico». Me dijo. No entendí lo que me quería decir, ni por qué actuaba así.

»Sin mediar palabra, ella me clavó las uñas en las pelotas. El dolor arremetió salvaje, inundándome la panza hasta que se volvió un calambre insoportable. Como si esto hubiese sido una señal, el negro comenzó a metérmela. ¡Dios, a metérmela! Un negro de mierda me estaba cogiendo justo a mí. ¡A ! ¡Al Rey de la Noche! ¿Se da cuenta, doctor?

Silencio.

Él se repasó el pelo, nervioso. Esa sensación… La indescriptible sensación de dolor e impotencia aún lo perseguía. No podía sacarse de la cabeza esa imagen de sí mismo.

—Disculpe, doctor. Es que… es que esto es muy fuerte. Para mí es muy fuerte.

Otra vez la inspiración. Luego leves chasquidos de lengua en rápida sucesión. La silla que se corría y el doctor pasando hasta el escritorio: levantó la jarra de agua y llenó un vaso hasta la mitad.

—Beba un poco —le dijo, alcanzándole el agua. Hablaba cada vez más extraño, acompañándose de movimientos pausados— Sí, es difícil, pero venía bien. Se estaba descargando. ¿No se siente mejor?

Él pensó un poco. Era verdad, se sentía cada vez más liviano. Hasta podía aceptar algunas cosas, transmutándolas en algo accidental, inevitable. Algo que le hubiera sido imposible manejarlo antes, hiciese lo que hiciera.

—Bien —dijo el doctor—, sigamos. Y trate, dentro de sus posibilidades, de decir todo, absolutamente todo. Descargarse, esa es la consigna.

Sí, tenía razón el doctor. Debía continuar. Sacarse el peso que le apretaba el pecho. Hoy continuaría hasta el final.

—No podía respirar. Grité… no, rogué que me matara, que yo ya no soportaba más. Ella dejó de clavarme las uñas y me pasó la lengua por los sobacos y el pecho. «¿Tan rápido te querés ir, papi?», me dijo. «Tenés tanta energía que hasta te brota por los poros. Qué rico, papi, la nena sigue con hambre». Mientras, el negro me tenía sujeto firmemente de la cintura y seguía con mi martirio. Ya no sabía si ponerme duro o blando. El dolor se esparcía y me dejaba las piernas rígidas, hasta que no pudieron soportarme más. Entonces el negro me levantó en vilo. Apenas notaba un líquido bajando por mis piernas. ¿Cómo no me desmayaba? Vi mi propia sangre goteando sobre el suelo.

»La malparida había ido otra vez al bolso. No sé lo que sacó, pero vino a mí y me clavó unos fierros arriba y abajo de las tetillas. También arriba y abajo del ombligo. Tenían como una colita de malla metálica, flexible. Me los clavó despacio, gozando. Sangré como un cerdo. ¡Qué hija de puta! Entonces me mostró una pelotita. Parecía de goma. «Hola, papi, alimentá a la nena», me dijo, y apretó la pelota. Los fierros me mandaron una descarga que lo del negro me pareció una caricia. Dios, cómo dolió. Balbuceando empecé a putearla, le dije de todo. Lo más suave fue chancro sifilítico. Ella se rió y me mostró la pelotita de nuevo, chasqueando la lengua como si saborease algo. Entonces comencé a suplicar. No quería sufrir de nuevo ese dolor. Todavía me persigue la imagen: yo suplicándole a esa malparida y el negro sosteniéndome en el aire y ella apretando esa pelota de mierda mientras me decía que la alimente. ¿Alimentarla cómo? ¿Alimentarla con qué? Me despierto por las noches entre gritos de terror. Pero nada la detenía. No sé cuántas veces apretó la pelota.

»Por fin perdí la noción de lo que me rodeaba. Sólo después pude reconstruir lo que sucedió, rompiéndome la cabeza tratando de recordar. La hija de puta se habrá dado cuenta de que ya no aguantaba más, así que de golpe dejó de torturarme. Sacó del bolso cuatro bolas celestes. Mucho más chicas que la negra. Fue hasta el baño y vino con un vaso lleno de agua. Les echó un vaso de agua a cada una de las bolas celestes. Los ojos se me cerraron.

Cuando volví a abrir los ojos, estaba en la misma habitación, acostado en la cama. Cuatro viejas, vestidas de uniforme celeste, revoloteaban a mí alrededor. Vi que me habían puesto suero. Una de ellas me pasaba crema y a medida que la crema se esparcía, los dolores se calmaban como por milagro. Otra me inyectó en el brazo, con delicadeza. De nuevo me quedé dormido.

»Desperté de golpe. Todavía estaba en la cama, pero completamente vestido. No era mi ropa. Aunque hecho puré de la cabeza, me sentía fantástico físicamente. Fui hasta el baño y me levanté la chomba: descubrí pequeñas marcas rosadas como únicas testigos del horror. La turra se había tomado demasiadas molestias como para no dejar marcas visibles. ¿Tendría miedo de que la denuncie? No sé, aún me supera pensar en eso.

Como en shock, salí a la calle: la cupé me aguardaba en el mismo lugar en que la había dejado. Me subí y antes de enfilar para casa, me acordé de las últimas palabras de ella: «Aunque no lo creas, siempre te voy a querer». Eso acabó con lo poco que quedaba de mí.

»Cuando llegué me enteré de que era lunes por la tarde. ¡Lunes a la tarde, doctor!

Silencio.

Él tosió, incómodo. Pero esta vez el doctor no le contestó ni hubo ruidos de movimiento. ¿Qué hacer?

Se sentó en el diván. Vio que el doctor a su vez permanecía sentado. Tenía las muñecas apoyadas en las piernas y las palmas levantadas, apuntándole. Qué posición incómoda. Le hizo recordar a los cuadros de la sala de espera. Esos demonios en piel de humanos también anteponían las palmas ante el que sufría. Pero era una locura pensar en eso justo frente a una eminencia como el doctor. Y antes de que él se levantara del diván, el doctor abrió los ojos y movió la boca al tiempo que hacía pequeños chasquidos con la lengua. ¿Estaría comiendo un caramelo?

—¿Se siente bien, doctor?

—Perfectamente. Aquí lo importante es usted. ¿Cómo está?

—Mucho mejor —respiró hondo y se palpó el cuerpo, como constatando un nuevo estado de energía. Hasta parecía eufórico. Y ya no sentía esa opresión en el pecho, esa congoja constante— Sí, mucho mejor.

—Me alegro. ¿Nos vemos en quince días?

Antes de que él pudiese contestar, se escucharon tres golpes suaves sobre la puerta. Entró la rubia bonita.

—Mi secretaria lo acompañará. Buenas tardes.

Se dieron un apretón de manos y él miró tímidamente a la rubia. ¡Por fin! Aliviado constató que por fin podía mirar a una joven hermosa sin que le vinieran vahídos. El doctor era un genio, sí señor. A lo mejor, de tanto decirle que se descargara, logró que él se descargara. ¿Estaría curado?

No bien salieron los dos, el doctor se sentó al escritorio y escribió unas líneas.

 

 

—¿Y? —dijo la secretaria volviendo a entrar— ¿Está satisfecho, doctor?

—No le queda más congoja de la que me pueda alimentar. Ya le saqué todo. Y no fue poco.

—Sí, cuando lo llevé a la casona de Palermo me di cuenta de su potencial. Su sufrimiento me alimentó al toque. Entonces, ¿vamos por otro?

—Ya lo seleccioné de entre el ganado disponible.

—¡No veo el momento! —dijo la rubia acariciándose los pechos—. Estoy muerta de hambre. Al menos, vos tenés las sesiones: podés alimentarte por etapas. Yo tengo que aguantarme hasta el próximo bocado.

—Tomá —dijo el doctor alcanzándole el papel que acababa de escribir—. Es la dirección de una casona de San Isidro. Hace tiempo que está desocupada —se reclinó en el sillón del escritorio y lanzó un suspiro satisfecho—. La vas a poder usar sin problemas, tal como usaste la casa de Palermo.

—Cambiando de tema: ¿quién es el afortunado al que tengo que atender?

—Un joven profesor de Educación Física. Enseña en un colegio privado muy exclusivo, en Beccar. Las pendejas están recalientes con él —le dedicó una sonrisa siniestra a la rubia—. Y él se aprovecha. Un hijo de puta de clase alta, literalmente.

—Y después de que yo lo atienda como atendí al que se acaba de ir, ¿cómo hacemos para que caiga por acá?

—Como siempre. Me hice conocer por su madre. Como psiquiatra consumado me conoce. Y sabe que, llegado el caso, mis honorarios serán accesibles para alguien que ella me recomiende. Y qué mejor recomendación que un hijo, ¿no te parece? Él vendrá a mí, y yo podré alimentarme. Torturámelo en forma.

—Como siempre —dijo ella remedando el tono del doctor, y un tanto airada.

Se desnudó.

Caminó hasta el diván y se recostó en el diván. Cerró los ojos. La piel le onduló, se le volvió más blanca, con pecas. El pelo rubio se le tornó rojizo. Cuando los abrió, los ojos refulgían en violeta. Representaba una hermosa pelirroja de unos dieciséis años.

—Bueno —dijo—. Sólo me falta el uniforme escolar —y se llevó un dedo a la boca, en una pose entre inocente y provocativa.

 

 


Ricardo Germán Giorno nació en 1952 en Núñez, ciudad de Buenos Aires. Es casado con dos hijos. Empezó a escribir a los 48 años, pero recién a los 52 decidió dedicarse a la literatura. Gracias a un trabajo continuo y tenaz, Ricardo Germán Giorno se supera día a día.

Es miembro activo de varios talleres literarios. Ha publicado cuentos de ciencia ficción en AXXÓN, ALFA ERIDIANI, NGC 3660, LA IDEA FIJA, NM, y un libro propio de relatos Subyacente Inesperado y otros cuentos (Alumni, Buenos Aires, 2004).

Su cuento Pulsante apareció en la antología Desde el Taller y Parábola de la Yarará en Cuentos de la Abadía de Carfax 2. Puede conocer más de este autor en la Enciclopedia.

Hemos publicado en Axxón sus cuentos JINETES, SEOL (bajo el seudónimo colectivo “Américo C. España” con Erath Juárez Hernández, David Moniño y Eduardo M. Laens Aguiar), TANGOSPACIO, ROBOPSIQUIATRA 10.203.911, PAN-RAKIB, CERRADA, EL EFECTO TORTUGA, EL G, DEVENIR, LA INMUTABILIDAD DE LOS CICLOS, EL REGRESO DE MANÉ, PARÁBOLA DE LA YARARÁ, LA GARRA DEL JAGUAR, EL LÁPIZ (con Andrea Giorno), QUEMAR A MADRE y SARGENTO IGNACIO CÁRDENAS.

También ha entrevistado, para Axxón, a MARCELO DI MARCO, YOSS, EDUARDO CARLETTI, VÍCTOR CONDE, PABLO DOBRININ, M. C. CARPER, ANTONIO MORA VÉLEZ, FRAGA, LAURA PONCE, LUIS PESTARINI y TERESA PILAR MIRA DE ECHEVERRÍA.


Este cuento se vincula temáticamente con CLUB PRIVADO, de Felipe Alonso Pampín; CUESTIÓN DE PERSPECTIVA, de Julio Ángel Escajedo y DETRÁS DE LA PUERTA, de Sergio Bonomo.


Axxón 255 – junio de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Seres infernales, demonios, súcubos : Argentina : Argentino).