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¡ME GUSTA
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Ficción Breve (setenta y tres)

El milenario juego del Go, a pesar de mantener siempre las mismas reglas, es a mi entender muy distinto según el tamaño del tablero en el que se juegue. Así como en una partida desarrollada en un tablero de diecinueve posiciones por lado quizás haya espacio y tiempo para variar de estrategia y recuperarse de una derrota parcial, en el tablero de nueve por nueve la ubicación de cada piedra tiene un alto valor estratégico.

 

 

Pienso que algo similar pasa en el juego literario. Como ya se ha dicho muchas veces, el formato breve es un buen canal de experimentación y expresión para el género fantástico. No por cortas, estas ficciones son menos efectivas, y en su rápido sprint tienen un encanto propio que es difícil de hallar en obras escritas a más largo aliento.

 

 

Todas y cada una de las piezas que podrán leer a continuación tienen puntos en común con las restantes: en el tema elegido, en el sentido del humor, en lo que atañe al poder o incluso en el absurdo. Pero cada una de ellas tiene su propia impronta, sus características particulares, y tal vez en ese particular aroma esté el secreto de su encanto.

 

 

Disfrutemos estas variaciones y mientras, si tenemos ganas, busquemos esos nexos. Es probable que verlos en conjunto sea más rico que leerlos por separado, ya que, como sabemos, el todo es más que la suma de sus partes.

 

 

 

Dany Vázquez

 

 

LA NUEVA COMPRA – Jack H. Vaughanf
ARGENTINA

 

Cuando sonó el timbre, se asomó por la ventana y vio estacionado el camión de entregas enfrente de la enorme puerta de su casa. Hacía tan solo quince minutos que había realizado la compra por Internet, y ya estaban allí, más pronto de lo que esperaba.

Bajó las escaleras lo más rápido que pudo, temiendo que sonara el timbre de nuevo y despertara a toda su familia. Abrió la puerta y el sol de la mañana lo deslumbró hasta enceguecerlo. Entonces vio la figura de un hombre de gorra oscura que sostenía una planilla, y que tras sonreírle, alzó la palma de su mano y asestó un suave golpe a la caja que descansaba a un costado sobre un carro mecánico, haciendo que cruzara el umbral de la puerta con la marcha lenta de sus pequeñas pero firmes ruedas.

—Le trajimos el paquete que nos pidió. Solo tiene que firmar aquí —extendió la planilla junto con una pluma.

—¿Está seguro de que funcionan? —preguntó mientras firmaba con sus iniciales.

—Señor, hoy en día pocas cosas pueden garantizarle la seguridad de su familia, y creo que usted ha tomado la decisión correcta.

Le devolvió la planilla, mientras el carro soltaba la caja con instintivo cuidado, y luego de girar sobre sus ruedas emprendía el camino de regreso. El hombre de gorra le siguió a un lado, marchando hacia el camión de transporte.

Cerró la puerta y contempló la caja antes de apoyar ambas manos sobre la tapa y abrirla. Allí estaba su pedido envuelto con sumo cuidado. Contempló su nueva adquisición hasta que la voz de su hijo interrumpió su deleite, y el reflejo le obligó a cerrarla de golpe.

—¿Papá, qué es eso?

—Nada… —Se enderezó— ¿Qué quieres desayunar?

El niño se acercó a la caja y tras refregarse los ojos amodorrados, se puso a contemplarla con creciente curiosidad.

—¿Qué hay dentro? —insistió.

—Nada del otro mundo —dijo,y su rostro se pobló de un aire solemne. Apoyó su mano sobre la cabeza del pequeño y le revolvió su cabello con gracia—. Aunque creo que ya tienes edad para saberlo.

El niño lo miró con ojos ilusionados, mientras su padre elevaba la tapa de la caja.

—¡Vaya! Son muchas…

—Tienes que saber que las ojivas nucleares no son juguetes —explicó con tono sombrío.

El niño asintió asimilando las palabras de su padre, sin apartar la vista de las alargadas figuras que estaban apiladas en hileras y que ocupaban todo el contenido de la caja.

—Son compactas, tienen 20 megatones de potencia cada una —continuó, mientras cerraba la caja con cuidado—. Serán suficientes para mantenernos seguros.

 

 

 

 

TRAVESÍA – Rolando Revagliatti
ARGENTINA

 

El intrepidísimo navegante solitario, boca abajo sobre una tabla que en absoluto es más que la tabla de una mesa, con brazos y piernas abiertos y extendidos y, sin rigor, usando estos miembros a modo de remos, surca la inmensidad del océano. Se divierte, hace ruidos con la boca, farfulla. Luce tres prendas: gorro para ducha, calzoncillo anatómico con elástico tipo faja y medias de lana.

—¡Una roca!… ¡Cuidad el palo menor! ¡Que no se abolle la eslora!… ¡Aplicaos a una labor intensa y desmesurada!… ¡Subordinación y subordinación!… ¡Nada de tejer ahora!… ¡Proteged la nave! ¡Cuidad de que no encallemos!… ¡No escupáis como gesto de irrefrenable enojo! ¡Os vi, os vi, corbetero de segunda!…

Abandona ese juego. Se moja la cabeza en el agua. Mira a lo lejos.

—Uia… Esa nube no estaba… Si tuviera un arco te tiraba una flecha, te hacía bajar la frente. ¿Qué, no es tu manera de reír, llover?… Vení, llovéme…, que acá hay un pecho…

Es una mañana luminosa. Los tiburones duermen: sueñan con deliciosos navegantes solitarios.

—¡Yo soy bueno!… ¡Soy un buen pibe!… ¡Un buen soldado, capitán! ¡Un buen náufrago, doctor! ¡Un buen ányelus! ¡Un buen orquestador del atardecer!… ¡Un buen marrano que se cagó en su propia boca, se puso en penitencia, se dejó peinar, se arremangó las piernas y está acá!…

Brisa fresca. Es martes.

—¡Refrescando, caracho!

Meduloso. Es noviembre.

—Pensemos en un puerto. Y en un fondín. En un viejo poseído por el vino declarándome su corrupción transparente. Me quiere regalar su camisa y jura que me parezco a él, a las rodajas de sus hijos, jura, él jura, dentro de los sándwiches de todos los fondines del puerto.

Se exalta. Ya van a ver: signos de admiración.

—¡Me quiere convertir en una oreja, en una cama! ¡Me quiere abrazar con su aliento! ¡Qué solidario!… ¡Yo apenas puedo conmigo, caballero! ¡Apenas me puedo dejar zarandear y golpear por alguna adversidad que yo elija! ¡¿O se cree que no me conduelo de mí?! ¡Ni una boya, ni una! ¿Usted me entiende? ¡Ni una! ¡Ni una!…

Se pone de pie. Tormenta.

—¡Yo quería ir hacia allá!…

Trata de señalar, pero la tabla se mueve. Chaparrón.

—¡¿Vas a amainar de una vez?! ¿Vas?… ¿Eh?… ¿Sí?… ¡Soberbios! ¡Cenagosos! ¡Una vez barrí mi casa grande con una escoba nueva! ¡Y maté a una hormiga con una cucharita! ¡Y sepulté un juguete de mi amigo! ¡Y le apreté la clavija al guitarrón pero rompí la cuerda! ¡El vino no! ¡Mámese usted, si quiere! ¡Usted es un empedernido condenado!…

Cede la tormenta. El osado navegante solitario se calma, cede. Hace flexiones. Después:

—Confidencialmente, yo pienso en mi saltimbanqui interior. Irrespetuoso, forajido… Soy un escrutador feroz.

Anochece. La luna desciende sobre él: queda a unos cincuenta centímetros. Media luna. El todavía no se da cuenta.

—Un escrutador como me gustaría que hubiera otro. Uno siempre busca equipararse, aunque no haya una intención aviesa. Son las ganas de uno de resultar imprescindible. ¡Qué capítulo, señor, escribiríamos todos si no tuviéramos que remar!… Es que uno, se obstina en no ser un buen pez. Pero, ya se sabe, pulmones no son branquias, branquias no son pulmones.

Sin mirar directamente a la media luna:

—¿Y a vos quién te conoce? ¿Te mandaron a espiarme? ¿Traés algún mensaje? ¿O querés que te diga un versito?… Sos una desamorada. Te sacaste las plumas pero es inútil. Me pongo veleidoso cuando me persiguen. Supe renunciar a vos, también. ¡Me soy tan obediente ahora! Vos no lo creerías ni en cien siglos, que ya sé, para vos es nada. ¡Ay, luna, yo te conozco, no me pude olvidar de vos! ¡Entré a tu dormitorio tantas veces! «Sos un seductor…» ¿Yo, un seductor?… Te regué mis vocablos más irreproducibles. Te extorsioné con un fervor diletante. Autorizaste mi impulsividad y toleraste que instalara mi corte deprimida.

Mira a la media luna.

—Pero yo prefiero que te vayas, ahora. Te quiero mucho, sí, te quiero mucho. Estoy demasiado inmerso en mis propios pozos. Y sucuchos. Un chico se cayó por una de mis grietas. Todavía podría decirte cosas que nunca te dije. Atorarme con tu luz. Pero yo prefiero que te vayas, ahora.

La media luna asciende con lentitud. Al rato, amanece. El navegante solitario observa el horizonte con un prismático que simula con sus manos. Playa a la vista. Hacia allí navega. Sin proponérselo. Sin verdaderamente proponérselo. Mujer desnuda en la playa a la vista (con anteojos oscuros y pulseras), que habla, discierne y se unta con protector solar:

—Todas mis tías muy febriles, muy bienhechoras, un nudo al lado de otro nudo. Pero mamita, no es la primera vez. Pero mamita, no es la segunda vez. ¡Pero mamita, no es la última vez, esa vez!… ¡Todos los mil ojos, las mil empastadas rodillas de mis primas, las mil putas absortas trompas de Eustaquio oyéndome desangrar, y nada! ¡Quienquiera puede levantarse la camiseta; yo, no! ¡Burras, burras! ¡Mujeres rellenas de algodón!… La docilidad para esto: una escarapela. Para aquello otro: firmes, escrupulosas, inexpugnables: otra escarapela. ¡Pervertidas! Mamá pervertida, pobre. Tías con el camisón triste. Esponjosas comedoras de chocolate. Bofe suculento, sí, para el gato que se comió al ratón, que se había comido a la araña, la que se había comido a la mosca. A ver, querida: plisá tus labios menores, que yo lo haré con los míos. Por favor, reprime tu virulenta condición, tus ansias de conocimiento desmesurado. No juguetees, no me alarmes, querida. No me juguetees a mí. No me estimules, no me hagas aparecer. Eso. ¡Eso es un nudo al lado de otro! Que nada se desate. Todas atadas, apenas entornadas, como para no morirse definidamente. ¡Puaaajj!…

El navegante deja de observar con el prismático.

—Encallé…, encallé…

Camina unos pasos por la orilla, perplejo.

—¿Dónde estaba esta costa, esta arena suave?… ¿Qué hago yo conmigo ahora? ¡¿Qué hago yo conmigo ahora?!…

La mujer se saca los anteojos y mira al navegante. Este, intentando quitarse las medias, pierde el equilibrio.

 

 

 

 

EL FANTASMA – Andrea Coronel
ARGENTINA

 

Casi se había dormido, cuando de pronto escuchó un ruido que la sobresaltó. Instintivamente, abriendo de par en par sus enormes ojos grises en la oscuridad, retuvo el aliento.

El corazón le latía con fuerza, como si tratara de salirse de su pequeño pecho. Ya eran varias las noches en que se venía repitiendo el mismo evento. Por lo general tan sólo atinaba a esconderse bajo las cobijas, rogando que fuera suficiente protección ante aquello que la atemorizaba; pero esta vez haría algo diferente.

En varias ocasiones le había comentado a su madre acerca de los ruidos que escuchaba por las noches; no importaba cuantas veces le dijera las mismas cosas y enfatizara lo mucho que la asustaban, ella sólo respondía con un grave tono de desaprobación, recalcando que ya no era una niña pequeña y que por su bien debía controlar su fértil imaginación y dejar de creer en fantasmas.

Finalmente, pensando en eso, se había decidido a ponerle fin a dicha situación y juntando todo el valor que pudo, se levantó de su cama dejando caer al suelo las cobijas, sin siquiera intentar ponerse el calzado; aun con temor, abrió lentamente la puerta de su cuarto y escuchó que los ruidos provenían del hall central, como si alguien se aproximara a la escalera con la intención de subir al primer piso.

Su cuarto era el primero del pasillo, por lo que tan sólo le tomaría unos segundos llegar hasta el descanso. Desde allí podría ver exactamente qué ocurría abajo. Pero aunque por todos los medios posibles procuró no hacer ruido al caminar, no pudo evitarlo. Algunas de las maderas del suelo no se hallaban bien clavadas; razón por la cual, sometidas al peso de su cuerpo, se quejaron un par de veces crujiendo bajo sus pequeños pies desnudos, delatando así su presencia.

En cuanto llegó, se paró junto a la boca de la escalera, que se abría oscura y profunda.

Estaba a punto de asomarse a la baranda, cuando de repente los ruidos se detuvieron por completo.

La niña permaneció inmóvil durante unos segundos, de pie en la oscuridad; el blanco camisón que su abuela le había bordado con dedicación durante el verano, reflectaba delicadamente el pálido espectro de luna, que apenas se filtraba por las ventanas.

Una vez más sostuvo la respiración por un momento esperando escuchar alguna otra cosa, pero no pudo oír nada.

Así que dando por terminado el asunto respiró profundamente aliviada. Al parecer su madre tenía razón, todo era cosa de su imaginación, tan sólo era cuestión de enfrentar la situación para darse cuenta de que los fantasmas no existían. Pensó que lo primero que haría al llegar la mañana sería hablar con su madre para contarle su gran hazaña y de esa forma la haría sentir orgullosa de lo madura que era.

Se disponía a dar la vuelta para regresar a la cama cuando volvió a escuchar ruidos. Pero esta vez provenían del pasillo, justo detrás de ella.

Con temor volteó lentamente la cabeza y, para su desgracia, vio aparecer ante sus ojos la figura de una anciana que la observaba fijamente con una grotesca mueca de terror que desfiguraba su rostro, mientras gritaba con un sonido mudo casi imperceptible, que heló la sangre de la niña.

Al mismo tiempo, movilizada por el miedo, la pequeña lanzó un agudo alarido que desgarró su garganta y sin pensar, en su intento por alejarse de aquella espantosa aparición, dando un paso atrás cayó inevitablemente por la escalera, y como si fuera devorada por su profunda boca desapareció en la oscuridad.

Inmediatamente, al oír los gritos, el encargado del hotel hizo encender las luces y comenzó a calmar a la anciana; mientras algunos de los huéspedes murmuraban, él la invitó a acompañarlo al comedor a tomar algo, diciéndole que allí le contaría una de las viejas historias de fantasmas que tenía la residencia; una sobre una niña que, al parecer, había vivido allí hacía ya muchos años.

 

 

 

 

DUEÑO VENDE – Enrique Decarli
ARGENTINA

Estábamos en la tranquera. El campo se fundía lejos, en el horizonte.

—Ésta fue mi vida —dijo papá—. Muchos sueños sembré. Algunos florecieron. Los otros, necesitan otras manos.

Lo miré.

—Las tuyas —dijo con una dureza que desconocí—. En vos dejo mi esperanza. No me falles.

Me alzó por última vez. Por última vez me abrazó, rústico y cariñoso. Para despedirlo, me acomodé un poco el pelo, la camisa adentro del pantalón. Tal cual me había enseñado, quise demostrarle que había aprendido.

—Te dejo mi vida —balbuceó.

En la voz resonó una vibración extraña, tristeza o miedo; tal vez, derrota.

—Ahora tengo que irme. Pero en los momentos más difíciles. Cuando más dudes. Voy a estar al lado tuyo.

Subió al tractor. Qué grande era, un gigante, un león. El motor se puso en marcha. Me quedé junto a la tranquera viendo cómo se alejaba, dejando profundos surcos en el campo.

Trabajé la tierra durante años. Igual que papá, sembré muchos sueños. Algunos florecieron. Los otros —me preguntaba—, ¿necesitarían también otras manos? No. Los otros, en realidad, necesitaban otros campos, más fértiles. Mis manos podían remover la tierra, pero la tierra —ese era el secreto—, tenía que ser otra.

En la tranquera colgué un cartel de venta. Al darme vuelta, me llamó la atención, una mancha en el horizonte. Avanzaba, crecía, se teñía de anaranjado, de ruido a motor.

Un hombre iba al mando de un tractor. Al lado había un nene. Se detuvieron junto a la tranquera. Quedamos unos minutos en silencio.

—Estoy interesado en el predio —dijo el hombre. Señaló el cartel.

—Acabo de colgarlo.

—Por eso vine.

Se paró en el tractor. El nene lo miró desde abajo, como a un gigante. No necesité darme vuelta. Me alcanzó presentir que todo el campo había ensombrecido, amedrentado ante esa figura fantasmal.

—Quién sos —le pregunté.

—Ya le dije… Un interesado en el predio.

Había un reproche en el fondo de las palabras. Arranqué el cartel.

—El campo no se vende.

—Bien… —contestó. El nene rió—. Si veo el cartel otra vez, voy a volver. En verdad el predio me interesa.

Se sentó, puso en marcha el motor. Me quedé junto a la tranquera viendo cómo se alejaban, dejando profundos surcos en el campo.

 

 

 

 

LECHE DE CABRA – Fernando José Cots
ARGENTINA

 

—Ma, ¿qué quiere decir «tomar leche de cabra»?

—¿Dónde has escuchado eso?

—Hoy, al salir de la escuela fuimos al viejo Robins…

—¡Douglas! ¿Cuántas veces debo decirte sobre cómo referirte a las personas mayores?

—Perdón, Ma. El… señor Robins estaba gritándole a la señora Patterson.

—¿Quién?

—¡La señora Claire Patterson, Ma! ¡Tú la conoces! ¡Te ayudó a preparar la fiesta del Día de Gracias!

—Ah, la negra Claire. ¿Y el señor Robins la acusó de tomar leche de cabra?

—No, ése fue el señor Carter. Y se lo dijo al señor Robins, que le parecía que él había tomado leche de cabra.

—El viejo Carter… ¿Por qué estabas con él? Ya te he dicho que…

—Ma, estaba en el drugstore del señor Robins, como todos. Y el señor Robins se enojó con él y lo echó.

—El señor Robins hizo bien, aunque creo que tardó demasiado.

—Pero no me has respondido. ¿Qué significa tomar leche de cabra?

—Pues, es una leyenda. Tú sabes que nuestra nación tiene muchos enemigos.

—Sí, la maestra nos habla de eso.

—Para defendernos de ellos inventamos armas. Pues bien, esto sucedió cuando yo era pequeña, más pequeña que tú, antes de que mi tío Spencer fuese a vivir a la colonia de Marte. Una de las armas que inventaron fue una bomba virósica o algo así. La arrojaron en un lugar desértico, donde había un rebaño de cabras. Cuentan que los que tomaron leche de esas cabras se volvieron locos, peleaban, gritaban, atacaban a todos. Por eso se dice, cuando una persona grita mucho o se vuelve violenta, que «ha tomado leche de cabra».

—Por eso lo dijo. El señor Robins estaba gritando mucho. Nunca lo había oído gritar así.

—Esa Claire debe haberle dado motivos.

—Pero hay algo que no entiendo.

—¿Qué no entiendes, Doug?

—El lugar donde tiraron la bomba… ¿Había gente?

—¡Cómo se te ocurre! ¡Nosotros no hacemos eso!

—¿Entonces quién ordeñó las cabras? ¿Y quién tomó la leche?

—Douglas… ¿No te dieron tarea en la escuela?

 

 

 

 

CRIATURAS EXTRAÑAS – Héctor López
EL SALVADOR

 

Ángela abrió los ojos y observó que todo lo ocurrido la semana anterior no había sido una pesadilla. Aun podía sentir el calor de la radiación en su piel y sus ojos todavía recordaban las extrañas luces y explosiones que se expandían y arrastraban como criaturas vivientes, devorando todo a su paso.

Un gruñido de su estómago le hizo recordar que llevaba varios días en aquella cueva y que era necesario que saliera de allí a buscar comida. Desde que había llegado no había probado más que agua filtrada de las paredes.

La cueva era oscura, solo unos pocos hilillos de luz se lograban colar entre algunos recovecos de la roca.

Tuvo que cavar para salir. La arena había cubierto la salida. Cuando lo logró vio a lo lejos los escombros de la ciudad: los edificios partidos por la mitad, el humo saliendo por doquier y el insoportable olor a muerte.

El insoportable olor a muerte.

El viento soplaba fuerte y levantaba los pequeños granos de arena que lastimaban sus ojos. A pesar de eso ella debía avanzar. Tenía que llegar a las ruinas de la Gran Ciudad.

Llegó al caer la noche. Ingresó al primer edificio que encontró, subió a la segunda planta y halló comida y después se recostó en una esquina a dormir.

Ya bien entrada la noche escuchó ruidos provenientes de afuera del edificio. Se asomó a una ventana y pudo ver a un puñado de criaturas extrañas. Al verlas con detenimiento constató que eran seres humanos, pero deformes, anormales, mutantes. Algunas de esas criaturas tenían tres brazos. Otras solo uno. Otras tenían dos narices o cinco ojos. Al verlos Ángela se asustó y se escondió para que no la vieran.

Al amanecer las criaturas se habían marchado y Ángela decidió salir a buscar más comida para poder esconderse de las criaturas por la noche.

—Debemos ser rápidas al buscar comida —dijo Ángela— pues en la noche pueden venir de nuevo.

—¿Según tú van a regresar esas horribles criaturas?

—No lo sé, pero debemos pensar en nuestro propio bienestar.

Ángela, caminaba descalza por la blanca arena que cubría la calle. El viento le movía el cabello al compás milenario y ella balanceaba sus dos cabezas mientras hablaban entre sí.

 

 

 

 

MICRONOVELA ZOMBI – Enrique Ángel González Cuevas
MÉXICO

 

Capítulo I

 

Borracho, el sacerdote aplicó el exorcismo sobre el gemelo que no estaba poseído.

 

Capítulo II

 

La confusa naturaleza de los primeros reportes llevó a las autoridades a desestimar la información.

Los debates entre teólogos y epidemiólogos eran acalorados e improductivos.

 

Capítulo III

 

Los extraterrestres, fascinados, observaban lo que al principio pensaron era un nuevo método de reproducción en la Tierra: cada vez que un humano infectado moría, su cuerpo se erguía vuelto zombi y su espíritu echaba a andar convertido en fantasma.

 

Capítulo IV

 

Los fantasmas gozaban viendo cómo sus zombis devoraban a los humanos de las grandes ciudades.

 

Capítulo V

 

El Vaticano ordenó a todos los fantasmas católicos intentar poseer nuevamente sus cuerpos.

Ningún fantasma se consideraba a sí mismo católico.

 

Capítulo VI

 

El gemelo poseído jugaba al disparejo con el fantasma y el zombi de su hermano. El zombi siempre perdía.

 

Capítulo VII

 

Para acabar con todas sus municiones, los fantasmas imitaban a los zombis y acosaban durante días a pequeñas y fortificadas comunidades antes de que llegaran las verdaderas hordas.

 

Capítulo VIII

 

Alarmados, los extraterrestres comprendieron que la humanidad se estaba extinguiendo.

 

Capítulo IX

 

Los fantasmas guiaban a sus zombis a las poblaciones más apartadas y a los últimos refugios de los humanos.

 

Capítulo X

El gemelo poseído jugaba a las escondidillas con el fantasma y el zombi de su hermano. El fantasma siempre ganaba.

 

Capítulo XI

 

Cuando ya no había personas vivas en una zona, los fantasmas continuaban con las actividades que tuvieron en vida mientras sus zombis vagaban por todas partes sin ningún propósito.

 

Capítulo XII

 

En misión de rescate, los extraterrestres lograron sacar del planeta a unos cuantos humanos con vida. Dentro de la nave, el gemelo poseído, con una sonrisa traviesa, se los agradeció.

 

 

 

 

LAS DOCE EN PUNTO – Jack H. Vaughanf
ARGENTINA

 

En mi casa hay un solo reloj y es el único que gobierna los horarios de mi vida. No tengo necesidad de consultarlo debido a que todas sus flechas apuntan hacia el norte; los únicos horarios que percibo son las doce del mediodía y las doce de la noche.

En algún lado habré leído que los relojes detenidos coinciden en dos instantes con la hora correcta. Solo sé que cuando afuera hay luz, es el mediodía, y cuando la oscuridad cae, las flechas señalan la mitad de la noche. Lo demás no me interesa, es un relleno que no merece mi atención.

El reloj vino con la casa cuando la compré. Un día se detuvo en aquella hora terminal y no me interesó volver a darle cuerda para que siguiera funcionando. Me parecía de una perfección siniestra, su figura alta, congelada y detenida en la hora del misterio, que la sola idea de modificarla me resultaba un pecado contra la santidad.

Hoy me llamó por teléfono el editor de la revista en donde me han publicado varias veces. Comenzó preguntando sobre mi estado de salud; le dije que estaba bien, y luego supuse que se estaba refiriendo a mi estado mental. Fue al grano enseguida, pidiéndome que le llevase los poemas que había estado escribiendo durante los últimos medios días, y las últimas medias noches. Colgué y me dirigí al desastre de hojas que poblaban la mesa de mi escritorio. Revolví y no pude distinguirlos claramente; la noche y el día no eran tan diferentes después de todo. Tomé un puñado de poemas de la pila que había. De los que iba juntando, salían varios detrás y debajo. La cantidad que agarré no pareció reducir en apariencia la montaña de papeles que había sobre la mesa. Al fin los puse dentro de una maleta, la cerré y me dispuse a salir.

Titubeé frente a la puerta. Salí afuera y era de día: Las doce del mediodía. Es probable que todo lo que tocara la luz del sol se volviera diferente, puede que toda la gente fuese una variante de los girasoles con las caras siempre siguiéndolo detrás.

Tomé el tranvía, que estaba repleto de pasajeros. Me abrí paso entre ellos tanto como me lo permitió el espacio que separa los cuerpos, intentando mirarlos lo menos posible, hasta que sin poder evitarlo frente a mis ojos se presentó una figura ovalada y brillante: un reloj de bolsillo. El hombre que lo sostenía en su mano lo estaba consultando y parecía escrutarlo como si a fuerza de voluntad hiciera que las agujas se movieran, o quizá estuviera ansioso por que el tranvía aumentase su velocidad para llegar puntual a su lugar de destino. Como fuere, mi primer gran error fue haber visto que ese reloj marcaba las once y media. Pero si algo comprendí ese día fue que dos errores iguales pueden acontecer en simultáneo, porque al voltear la mirada intentando olvidar lo anterior, me encontré con un brazo coronado en la muñeca por un reloj de pulsera que señalaba las once y cuarto.

Cerré los ojos e intenté mantener la calma. Supe que debía tomar una decisión o me perdería para siempre. Me bajé del tranvía, respiré profundo y miré al cielo. Caminar por la noche nunca me había resultado agradable, pero aun así decidí abrirme paso entre la oscuridad. Conseguí llegar a salvo a mi casa. No tenía necesidad de consultar el reloj pues estaba seguro de qué hora era. Abrí la maleta y devolví los poemas al montículo de papeles sobre el escritorio. Los mezclé para que se perdieran; con un poco de suerte no los encontraría nunca más.

 

 

 

 

EL NIÑO DE CENIZA – Alexander Cruz-Aponasenko
UCRANIA

 

El niño subió corriendo la escalera. Sus pasos eran lo único que el sonido regalaba al colosal edificio. Una infinidad de departamentos vacios eran su auditorio. La noche era cerrada, con pocas estrellas; muchas habían dejado de existir.

El silencio era tal que cuando se quedaba quieto podía escuchar los latidos de su corazón, de sus intestinos, mezclándose con su respiración. El edificio era gobernado por un mutismo absoluto. Ni siquiera el susurro del viento conversaba con su respiración y con sus pasos. La escasa luz de una luna minúscula iluminaba los interiores añejos. A veces se quedaba quieto e imaginaba que escuchaba un sonido distinto, o que uno de los ecos se devolvía extraño, nuevo. Pero eso nunca pasaba. El silencio era tal que afirmaba que ni siquiera fantasmas habitaban el viejo edificio. No era el silencio que invita al pensamiento o al sosiego; era un silencio que oprimía el corazón, que aplastaba y sugería que el niño era el único ser restante en el universo. Pero él estaba acostumbrado, había sido así siempre.

Cuando terminaba sus deberes le era permitido jugar un rato en el edificio. Solía subir varios pisos hasta que ya no veía ninguna luz del suyo ni podía escuchar ningún otro sonido que el del silencio. Con frecuencia miraba al piso y veía sus huellas marcadas en el polvo. Antes, cuando veía las huellas más chicas pensaba que quizás habría otro niño en alguna parte al que nunca había podido ver jugando por ahí. Después entendió que eran sus propias huellas de años anteriores, sus antiguos pasos solitarios.

En ocasiones entraba en los departamentos. Esas exploraciones le parecían fascinantes. Ya no tocaba los objetos pero lo había hecho antes. Una vez encontró una especie de caja rectangular que reposaba sobre una mesa. Un cable la unía a la pared. Este objeto le llamaba profundamente la atención, pues parecía ocupar un lugar central en la mayoría de los departamentos. Tocó la caja y esta se deshizo en un perfecto polvo parduzco, como el que estaba sobre el piso, por todas partes. No se deshizo en pedazos, no cayeron sus partes, simplemente se esfumó mezclándose con todo lo demás hasta hacerse irreconocible. Por eso ahora evitaba tocar los objetos.

Presionó el pequeño control que llevaba en el brazo y el otro niño corrió por una de las habitaciones. Saltaba sobre las cosas. Daba volteretas por el aire y se instalaba sobre los objetos. Ese niño si podía tocar las cosas sin que se convirtieran el polvo. Caminaba por las paredes. Se sentaba encima de las cajas rectangulares y podía manipularlas. Sus pasos no quedaban registrados en el piso.

Solía pensar que el otro niño era el real, que el mundo que él no podía tocar le correspondía al otro niño. Siempre imaginaba como seria poder tocar las cosas sin que se desvanecieran. Sentía que aquel mundo de polvo no era suyo sino del otro niño. Corrían y se perseguían por los departamentos vacios sin fin por horas, hasta que la batería empezaba a perder carga. Entonces tenía que volver a casa; solo.

En ocasiones encontraba montones de ceniza. Y pensaba que la materia original de todas las cosas era el polvo y que la materia original de todas las personas era la ceniza. Su padre le había dicho que en el libro único decía: ashestoashes, dusttodust.

Cada vez estaba más convencido de que en otra parte debía haber otro niño, colosal y eterno, que jugaba con él y se maravillaba al verlo jugar y gritar y dejar sus huellas grabadas en el polvo. El otro niño no podía tocar el mundo pues no era el mundo que le correspondía. Ese otro niño jugaba con él hasta que se cansara y tuviera sueño y debiera dormir para recargar su batería.

 

 

 

 

BORRAR UN PAÍS – Andrea Coronel
ARGENTINA

 

—Este es un día trágico que marcará un antes y un después en la historia de la humanidad —fue lo primero que le escuchó decir al cronista mientras observaba absorta y casi sin respirar, con el rostro prácticamente pegado a la pantalla de televisión, apretándose en un gesto inconsciente las manos contra el pecho.

—Sin duda, este hecho dará principio a una nueva era de paz y hermandad entre las naciones del mundo —mientras ella miraba fijamente y sin pestañear como los tanques, a paso constante, se dirigían por las rutas mojadas hacia la frontera para impedir la salida del país a los ciudadanos de Caín, la voz fría y programada añadía sin ninguna alteración: —Hoy el mundo se viste de luto, pero es sabido que hay que hacer grandes sacrificios para obtener grandes beneficios. La cuenta regresiva ha comenzado y literalmente los borrarán del mapa.

 

Tres horas antes las naciones del mundo firmaron un tratado de paz que incluía una última medida drástica, la cual —según decían— pondría fin a las guerras y la lucha contra el terrorismo. Una decisión que aunque se había dilatado desde hacía mucho tiempo, estimaban necesario no debía esperar más.

Borrar a un país del mapa no era cosa de todos los días. Llegada la hora cero cerraron sus fronteras impidiendo la salida a sus habitantes, los cuales también serían neutralizados; aquellos que por diversas razones se encontraban físicamente en otros países estarían obligados a adoptar otra nacionalidad y serían absorbidos por otras culturas. Ya hacía una tiempo que a aquel país no se lo llamaba por su nombre, bajo directivas políticas los medios habían acordado tan sólo recordarlo como Caín, y de esta forma procurar borrar su identidad de la memoria colectiva.

 

Mientras tanto los noticieros y periódicos bajo los titulares «El mundo se viste de luto» muestran las imágenes de miles de fieles alrededor del globo, que solidariamente asisten a misas organizadas de último momento, para clamar por los hijos de Caín, los miles de ciudadanos que en pocos minutos sucumbirán bajo la fuerza implacable de una bomba nuclear. Claman por sus almas, pide un milagro, pero la decisión está tomada y es inapelable.

 

La opinión pública ha sido convencida de que es una acción necesaria, unos pocos grupos se han revelado, pero son minorías que nada pueden hacer contra la decisión de los gobiernos. La cuenta regresiva va llegando a su fin, mientras un horrendo silencio de muerte se transmite por debajo de la voz del cronista a la mente de los televidentes. La muchacha grita y llora desesperadamente frente al televisor: —No saben lo que hacen, es el principio del fin, no saben lo que hacen…

 

Mientras observa los tanques sabe lo que ocurrirá. Hoy serán ellos. Luego, cuando otro piense diferente, se irán complotando para eliminarlo, otro país más será llamado Caín, así ocurrirá sucesivamente con quien se les oponga, hasta que no quede nadie. Habrán pasado sobre la soberanía de todas las naciones del mundo, sus manos estarán cubiertas de sangre, habrán matado a un hermano. Cada país es en su conjunto de miembros, como un ser humano, todos los países en su conjunto son la humanidad. Con el rostro bañado en lagrimas y el corazón a punto de estallar, grita: —¡Basta! Este es un acto aberrante, un hombre que se despedaza a sí mismo. ¿Quién es Caín ahora?

Pero no importa con cuanta fuerza grite, su voz es absorbida por el silencio.

La cuenta regresiva a llegado a su fin, ya no tiene caso gritar.

 

Despierta atormentada de aquella pesadilla mientras abre los ojos y ve entre nebulosas el techo de su cuarto. Pasa una mano por su cara secándose las lágrimas. Su corazón aún esta exaltado y una profunda sensación de angustia oprime su pecho.

— Ya pasó, fue tan sólo un mal sueño —piensa la muchacha mientras se levanta a prepararse un café y alistarse para ir a trabajar. De camino a la cocina, con un gesto mecánico y casi sin pensarlo, toma el control remoto y enciende el televisor.

—… Tras años de deliberaciones las Naciones Unidas han tomado una medida decisiva para poner fin al terrorismo y literalmente los borrarán del mapa. La cuenta regresiva ha comenzado… —continuaba relatando con voz fría y calculada el cronista. Pero ella ya no oía nada más, sólo silencio.

 

 


AUTORES:
 

Jack H. Vaughanf nació en Buenos Aires en 1993. Es estudiante de Psicología en la Universidad de Buenos Aires. Desde muy joven le gusta escribir, principalmente poesía, cuentos cortos y guiones.

Ha publicado en Axxón LA MÁQUINA DE SANGRE y EL TRANSFERENCIADOR.

 


 

Rolando Revagliatti nació el 14 de abril de 1945 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, la Argentina.

Libros publicados en soporte papel (entre 1988 y 2009): Obras completas en verso hasta acá, De mi mayor estigma (si mal no me equivoco):, Trompifai, Fundido encadenado, Picado contrapicado, Tomavistas, Propaga, Ardua, Pictórica, Desecho e izquierdo, Sopita, Leo y escribo, Del franelero popular, Ripio, Corona de calor (poesía); Las piezas de un teatro (dramaturgia); Historietas del amor, Muestra en prosa (cuentos y relatos); El Revagliastés (antología poética personal), Revagliatti – Antología Poética (con selección y prólogo de Eduardo Dalter). Sus libros cuentan con ediciones electrónicas, así como también sus cuatro poemarios inéditos en soporte papel: “Ojalá que te pise un tranvía llamado Deseo”, “Infamélica”, “Viene junto con” y “Habría de abrir”, disponibles gratuitamente para su lectura o impresión en www.revagliatti.net.

También podemos visitar su blog o ver sus producciones en video.

Hemos publicado en Axxón: MADRE BAÑANDO A SU HIJO, CIRCO, INFANTIL, FAMILIA, COMIDA y DE INCÓGNITO.

 


 

Andrea Coronel (conocida también como Mahtob Arella) es una autora, ilustradora y artista digital nacida en Septiembre de 1979 en el Partido de General San Martín, provincia de Buenos Aires, Argentina. Es miembro de MENSA, asociación sin fines de lucro que agrupa a personas con alto coeficiente intelectual a nivel mundial.

Entre los títulos que ha publicado se encuentran: «Qué es el hombre» y «Acuarelas» (2008); «Pacto interestelar de derechos cósmicos» (2009); «El hermano mayor», «Los sueños de Seby» y «El caso de los clones» (2010). También participó en antologías como “Juntacuentos” (2006) y «Cuentos como pájaros» (2009). Publicó “El brindis” y “The Toast” en co-autoría con T. Hally en la Revista Telicom, Volumen XXVI número 3, The Journal of the International society for Philosophical Enquiry. Fundadora y editora de la revista La Pirata Pedagógica hasta el 2011. Actualmente pública y edita RedSapiens revista cultural abierta e independiente, incluye la participación de autores internacionales, miembros de Mensa, y otros. Temas principales: Alto coeficiente intelectual, ciencia, tecnología, literatura, artes y juegos.

Su interés pedagógico y literario la llevaron a crear dos canales en Youtube: “La pedagógica” portal educativo y “Litteratus” donde publica material relacionado a su producción literaria y audio visual.

Págína web de la autora: www.litteratus.webs.com.

Esta es su primera aparición en Axxón.

 


 

Enrique Decarli nació en Buenos Aires en 1973. Es abogado y músico. Vive en Rafael Calzada.

Su último libro de relatos, Jauría, publicado por la editorial Eloísa Cartonera, fue uno de los ganadores del Concurso “Sudaca Border” 2013. Su primer libro de cuentos, Desde la habitación del sur (Libresa, 2009), fue finalista del Concurso Internacional de Literatura Juvenil Libresa, de Ecuador, y lectura recomendada para la Escuela Media en el marco del Plan de Lectura Nacional 2010 por el Ministerio de Educación y Cultura de la Nación Argentina, y Big Bang, su segundo volumen de relatos, fue publicado recientemente por La editorial Textos Intrusos. Finalista de la tercera edición del Concurso Literario “Eugenio Cambaceres, 2013” que organiza la Biblioteca Nacional junto al Museo de la Lengua por su colección de cuentos Vía Láctea, en la actualidad se desempeña como coordinador de talleres literarios.

Algunos de sus textos fueron publicados en Escrituras Indie, Revista Axxón y La Balandra (otra narrativa); también en Uruguay, en la revista Literatosis, y en España: El Coloquio de los Perros, Babab.com y Narrativas.

En Axxón, además de numerosas ficciones breves, hemos publicado: LOS DESPOJADOS, PALOMAR, LAS OPORTUNIDADES PERDIDAS, DESDE LA HABITACIÓN DEL SUR, REENCUENTRO y ASTERIÓN.

 


 

Fernando José Cots Liébanes, escritor, guionista de teatro y cine, cineasta, docente nacido en Córdoba, Argentina, el 1º de Junio de 1950. Es Licenciado en Cinematografía, 1989, recibido en el Departamento de Cine y TV, Escuela de Artes, Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba.

De sus ficciones, hemos publicado en Axxón: QUILINO, CARACOLES, LA NOCHE DE LA RATA, RECHAZO, OBERTURA PARA DIOSES LOCOS, PROCÓNSUL, LA TRAMPA, SI MARTE FALLA, LOS INVASORES DEL SÁBADO, MADUREZ, RADIO MALDITA, LOS APESTADOS DE TANIT, DONACIANO, CONVOY, CLOTILDE, FACTOR ‘T’ / FACTOR ‘R’, EL HISTORIADOR y ROBOT ETERNO.

También publicamos sus ensayos y artículos LAS MALAS COPIAS, ECOS Y SILENCIOS, EL GRAN HERMANO Y SUS MODELOS REALES, EL TRISTE OFICIO DE WINSTON SMITH, LAS GRANDES DUDAS DEL PLANETA ROJO, ADIÓS A LA TIERRA, PINTURA DE MUNDOS y EL RESCATE DE LOS DONES.

 


 

Héctor Dennis López es abogado, cuentista y poeta. Nació el 02 de junio de 1981, en Tonacatepeque, Departamento de San Salvador, El Salvador.

Con esta ficción breve aparece en Axxón por primera vez.

 


 

Enrique Angel González Cuevas (México, 1986). Maestro en Filosofía por la UNAM. Ha publicado cuentos y minificciones en las revistas Bonsái, Penumbria, La hoja de arena, Asfáltica, Salvo el crepúsculo, Punto en línea (UNAM), Axxón y en la Antología virtual de minificción mexicana (con el nombre de Angel Cuevas). Colaborador en la revista F.I.L.M.E. Magazine. Ha sido incluido en los libros “Y si todo cambiara…”: antología de ciencia ficción y fantasía (Brigada para Leer en Libertad, 2011), Alebrije de palabras: Escritores mexicanos en breve (Fondo Editorial de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2013), Texturas Linguales: Antología de Minificción (Editorial mini libros de Sonora, 2013) y en Ensayos de minificción (UNAM, 2013).

Ya ha publicado en Axxón en cuento CHARLAS EN EL PURGATORIO.

 


 

Alexander Cruz-Aponasenko nació en Ucrania, pero a los cinco años de edad se mudó con sus padres a Colombia. Luego, en 2007, se radicó en la Argentina.

Psicoanalista, trabaja en diversos lugares públicos y privados, y la mayor parte de su escritura ha estado dedicada a esa especialidad, coordinando incluso talleres de ensayo orientados al psicoanálisis.
Es un apasionado de la ciencia ficción, gran amante de las obras de Phillip K. Dick, Jorge Luis Borges y H. P. Lovecraft, y hace un par de años comenzó a escribir cuentos de ciencia ficción y fantasía de manera regular.

Este es su debut en las páginas de Axxón.

 

 

 

Axxón 257 – agosto de 2014
Cuentos de autores varios (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Fantasía : Temas diversos : Internacional).