Revista Axxón » «Robot Eterno», Fernando José Cots - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

Los veo, vienen desde la costa. Es la lancha del cuartel: a bordo viene el Capitán a cargo de la guarnición, el Sargento, dos soldados… y dos hombres que no conozco. Puedo ver que son civiles, europeos, uno de ellos mayor y el otro relativamente joven.

El mayor de ellos habla con el Capitán. Éste no pierde ocasión de practicar su inglés, el inglés que aprendió durante su año en New York, hace tiempo ya. Es rudimentario y Shakespeare le daría una paliza de escucharlo, pero le alcanza para hablar con los turistas que vienen a mi isla.

Sólo que éstos no parecen turistas. Será mejor que me prepare para recibirlos. Dejo el negro absoluto de mi piel, ese negro absoluto que me permite cargar energía del sol, y adquiero el tono pardo de los nativos del continente.

Ya tengo la ropa puesta cuando llegan a mi pequeño muelle. Los miro con indiferencia. El Capitán me descubre.

—¡Pedro! ¡Traigo visitas! —me grita a modo de saludo.

—Adelante, Capitán —le respondo con mi habitual tono desganado.

Los soldados se quedan a amarrar la lancha, en tanto que el Capitán, el Sargento y los visitantes vienen hacia mí. Uno de ellos, el más joven, le habla al otro en alemán, obteniendo por toda respuesta una mirada severa. Le ha dicho: «Es un hombre hermoso». Habla con acento suizo, aunque hace tiempo que no hablo con un suizo.

—Pedro, estos señores son profesores de la Universidad de Zurich, Zurich queda en Europa… ¿Lo sabes?

—Hace ya diez años que estoy en esta isla, capitán. Y antes no he salido de donde se hable cristiano —le miento. Para él, sólo hablo el español regional. No sabe que comprendo su mal inglés así como muchos otros idiomas que traen los turistas. Es mi secreto.

—Estos profesores son «arcálogos», de esos que buscan cosas viejas bajo la tierra.

El absoluto control que tengo sobre mi cuerpo hace que no exprese la alarma que me invade de pronto. ¡Arqueólogos! ¡En mi isla! ¿Cómo pueden haberse enterado?

—¿Y qué buscan aquí? ¿El caparazón de la tortuga que comí la semana pasada?

—¡No, claro que no! —me dice sonriendo el Capitán—. Ellos dicen que hay unas ruinas dentro de la isla. Vienen a cavar.

El mismo control que tengo sobre mi cuerpo hace que pueda fingir extrañeza.

—¿Ruinas? ¿Cómo lo saben? No he visto nunca a los señores.

—Lo saben por «Golejer», un sistema que permite ver la Tierra desde los satélites. Alguien reparó por casualidad en tu isla y las descubrieron. Ahora vienen a verlas sobre el terreno.

Los satélites… no pensé en eso. Sabía que los usaban las grandes potencias para espiar a sus enemigos; pero… ¿por qué espiarían una isla solitaria a menos de una milla de la costa de un país de segunda línea?

—Sí, Capitán. Conozco esas ruinas, pero siempre me parecieron un montón de piedras sin valor.

Se acerca el más joven de los extranjeros y posa su mano en mi brazo con una delicadeza que ya conozco y con una mirada que dice lo mismo en todos los idiomas. En los diez años que llevo aquí, ha sido la actitud de más de una turista… a la que he complacido debidamente; pero no estoy dispuesto a hacerlo con este hombre.

—¿Ir con nos «ústed»? —dice en un horrible castellano. Me encojo de hombros fingiendo indiferencia.

—Si los señores quieren, puedo llevarlos allí.

—Contaba con eso, Pedro; pero saldremos mañana al amanecer.

—Sí; no hay animales salvajes, pero no es bueno cruzar la floresta de noche.

 

 

***

 

 

Mientras arman sus carpas (mi choza es demasiado pequeña para tanta gente) pesco algunos peces y los preparo a la vieja usanza, con hierbas de la isla. Están tan felices comiendo que no se preocupan por saber cómo es posible que, en tan poco tiempo, haya preparado tan abundante comida. Yo, como siempre, finjo comer.

—¡Qué maravilla de plato! —exclama el más joven—. ¡Este hombre haría carrera como chef en cualquier hotel de lujo! ¿Si lo llevamos con nosotros?

Lo dice en el alemán de Suiza. Noto algunos cambios en el idioma que voy asimilando. Los idiomas evolucionan como los hombres y las naciones. Deberé prestarles mucha atención, pues en dos meses se cumplen los diez años que estoy aquí y será hora de partir.

El Capitán no entiende, entonces el otro le traduce al inglés sólo que le ha gustado la comida. Un disimulo inútil. Los ademanes del más joven, las miradas que me dedica, no han pasado desapercibidas para los militares. Veo sus miradas irónicas, sus sonrisas de picardía, sus risas contenidas… tendrán comentario para cuando regresen al cuartel.

Mi rostro sólo revela indiferencia, rutina, hastío. Eso es lo que quiero transmitir.

 

 

***

 

 

Cuando todos se preparan para dormir, salgo disimuladamente de mi choza, como si tuviese la humana necesidad de perderme en la espesura por unos momentos. Cuando apenas estoy libre de la mirada de los otros, especialmente del más joven, tomo el color de la selva a la luz de la luna e inicio una carrera silenciosa por la espesura.

Mis ojos lo ven todo aún dentro de la mayor oscuridad. Sé exactamente dónde pisar y dónde no. En instantes llego a las ruinas y más arriba de las mismas. Me acerco a la antigua lápida.

—Perdón, amada Madaki. Cuando ellos fuera, todo igual antes —digo en la vieja lengua, la primera que he aprendido al llegar a este mundo.

Tomo un poco de tierra y cubro los viejos caracteres que esculpí hace tanto tiempo. Luego, con mis manos, desentierro algunas plantas de flores y las coloco de modo que disimulen la vieja tumba, que la lápida parezca apenas una roca que emerge. Bajo la luz de la luna me aseguro de que todo parezca natural y emprendo el regreso.

 

 

***

 

 

A mi arribo, encuentro cierto revuelo en el campamento. Todos están rodeando al más joven de los suizos, quien está sentado en una banqueta, tomando café y temblando. El Capitán me descubre y me mira con severidad.

—¡Pedro! ¿Dónde estabas?

—Echando una meadita, Capitán.

—¿No has escuchado los gritos?

—¿Gritos? ¡Debo estar volviéndome sordo! ¿Qué ha sucedido?

—El profesor entró en la selva y se perdió. ¡Por suerte hemos traído linternas, no hubo dificultad en encontrarlo!

Era evidente que me había visto partir y quiso seguirme con alguna esperanza, pero fui más rápido y no pudo encontrarme. Y yo estaba demasiado lejos para oírlo, pese a mis oídos especiales.

—Demasiado torpe meterse en la selva de noche, sobre todo si no conoce —es todo mi comentario.

El Capitán le traduce como puede mis palabras. El más joven, ya recuperado, me mira con cierto reproche. Es entonces que interviene el mayor y lo enfrenta con firmeza.

—¡Por favor, Gustav! ¿No lo comprendes? ¡Este hombre es un salvaje primitivo! ¡Aquí se burlan de la gente como tú! ¡Y se ofenden si les dices lo que quieres de ellos!

—Perdón, Helmut… sabes que desde que Werner me dejó…

—Eso fue hace dos meses. Necesitamos a este hombre para que nos lleve a las ruinas. Si se ofende, habremos perdido mucho. ¡Trata de controlarte! Al menos… al menos hasta que terminemos aquí.

—Perdón, no volverá a suceder.

Han dicho ese diálogo en correcto alemán con acento suizo. No pierdo palabra, pues es muy probable que en cierto tiempo deba volver a ser suizo. No obstante, para reforzar mi fachada de ignorancia, miro al Capitán quien está desconcertado.

—¿Qué dijeron?

—No… no sé… no parece inglés…

El mayor de los suizos nos mira con seriedad.

—Mi amigo pide disculpas —nos dice en un correcto inglés de reminiscencias británicas—. No volverá a suceder.

Nos retiramos a nuestros respectivos aposentos. Yo jamás duermo, pero aprovecho esa noche de forzado encierro en mi cabaña para recordar.

Las ruinas. ¡Si sabré de ellas! ¡Si yo mismo las construí!

 

***

 

Fue hace tanto tiempo…

Me habían dejado en una zona desértica. Mi castigo por haberme preocupado tanto por estos seres inferiores. Allí estaba, con mi nuevo cuerpo en negro absoluto, mirando una nada árida. No sabía en qué dirección ir… finalmente decidí partir hacia donde se pone el sol, un rumbo tan válido como cualquier otro.

Fue al tercer día de camino que oí los rugidos y los gritos. Eran gritos de hombres, gritos de combate, esos que se gritan para darse coraje. Fui de inmediato hacia el origen de los mismos, pasando una colina pedregosa. Apenas asomé vi, al otro lado, una escena aterradora.

Dos ghadan se acercaban amenazantes a dos guerreros quienes, con sus lanzas y sus escudos, trataban de contenerlos y, de ser posible, matarlos, una tarea destinada al fracaso.

Decidí en un instante qué debía hacer. Primero cambié mi piel y mi rostro para parecerme a los guerreros. Luego arranqué un trozo de roca y lo arrojé con todas mis fuerzas contra el ghadan más cercano, partiéndolo al medio.

Los guerreros me vieron con una mezcla de sorpresa y esperanza, en tanto que el ghadan sobreviviente se puso en alerta contra mí. Di un rugido con todas mis fuerzas que aturdió a los guerreros y a la fiera.

El ghadan, lejos de asustarse y huir, dejó a sus casi fáciles presas y vino hacia mí a toda velocidad. Lo esperé y, cuando estuvo al alcance, le di tal golpe de puño que destrozó su cráneo bañándome en su sangre, para quedar a mis pies hecho un despojo.

Los guerreros, repuestos de la sorpresa, venían hacia mí con toda la gratitud en sus ojos.

—¡Gracias, guerrero! ¡Gracias!

En ese momento todavía no conocía su idioma, pero no era difícil entender lo que decían. Les hice el universal saludo de la mano alzada.

Cuando estuvieron cerca de mí, me miraron perplejos. Ellos eran algo más pequeños que yo, no demasiado, y llevaban unos taparrabos además de sus armas; yo, por mi parte, no llevaba nada.

Uno de ellos tomó un cuchillo rudimentario y procedió a desollar al ghadan que tenía a mis pies. Observé al animal ahora con más detenimiento. Siglos después, leyendo una enciclopedia, supe que los estudiosos de esos tiempos les habían dado el nombre de «tigres dientes de sable», pero yo prefiero recordarlos como ghadan, el nombre que le daba ese pueblo cuyos dos primeros habitantes acababa de encontrar.

 

 

***

 

 

Estábamos en marcha los tres, los dos guerreros y yo, que poco tiempo después sabría que se llamaban Igue y Tamor, dos almas nobles, capaces de dar la vida por su tribu… que nada menos era lo que habían hecho.

Caminábamos los tres, ellos portando orgullosos la cabeza de uno de los ghadan, en tanto que yo portaba un rudimentario taparrabos hecho con la piel que Tamor había desollado. Me habían obligado a vestirme, a lo que accedí. Estaba en un nuevo mundo y debía adaptarme a él.

Comprendí que estábamos siguiendo el rastro de lo que parecía una caravana y no tardamos en encontrarla. Era, en realidad, una tribu nómade de algo más de cien personas. Sabría después que los ghadan habían comenzado a acosarlos y el Brujo, la máxima autoridad, había obligado a los más bravos guerreros a quedarse en la retaguardia para, en el mejor de los casos, matar a las fieras; y en el peor, darles tiempo de poner distancia entre ellos y sus depredadores.

Cuando nos vieron llegar, primero fue la sorpresa y luego la alegría. Por mucho esfuerzo que hago, no puedo recordar las palabras que se dijeron en ese momento, dado lo atropellado de la situación; sólo el clima de alegría y felicidad de reencontrarse con seres queridos a los cuales ya no se creía volver a ver. Ellos también se esforzaban en decir quién era yo, cómo me habían encontrado, un caos de informaciones cruzadas en medio de lágrimas de felicidad que difícilmente se entendieran unos a otros. Sólo alegría se respiraba en el lugar.

Una niña fue hasta Igue y lo abrazó llorando de alegría. Tras ella vino una mujer joven que se sumó a los abrazos. Eran su familia. Más tarde sabría que la mujer se llamaba Eseda y la niña, Madaki.

Pero la alegría duró poco. Un cuerno sonó y todos se volvieron atemorizados ante el sonido, el cual venía de un hombre gordo que acababa de soplarlo. A su lado había un viejo, casi un esqueleto, de mirada hundida pero amenazante. Dos brasas del infierno eran los ojos del viejo. Tendría tal vez cincuenta años, pero el cuerpo avejentado le hacía parecer mayor.

Su actitud mayestática y el cuerpo cubierto de amuletos atemorizaban a todos menos a mí. Dijo unas palabras que no entendí en ese momento, pero que motivaron desconcierto y miedo en todos, sobre todo en Igue y Tamor, quienes decían un universal «no» con el rostro, sin dejar de temblar de miedo y casi llorando, extraño en quienes ya habían evidenciado su valentía.

El viejo, evidentemente el Brujo, siguió hablando en forma amenazante. Madaki lloraba y fue la única que avanzó hacia el Brujo gritándole hasta que su madre la capturó y la retuvo con ella.

El Brujo señaló a Tamor e Igue, éstos de inmediato se pusieron de rodillas e inclinaron la cabeza. Luego el Brujo hizo una seña y el hombre gordo se acercó enarbolando una maza. ¡Iba a matarlos! Por un instante miré a Madaki y Eseda, que lloraban sin consuelo; luego me interpuse entre los condenados y el gordo de la maza, le arrebaté el arma y la destrocé con mis manos.

Nadie esperaba semejante prodigio. En los ojos de Tamor e Igue, así como en Madaki y Eseda volvió a surgir la esperanza. Pero el Brujo volvió a la carga agitando sus amuletos ante mí y mirando al resto, incitándolos a matarme. Algunos, con miedo, comenzaban a tocar sus armas en forma insegura.

Entendí que el Brujo consideraba a Tamor e Igue como muertos para la tribu. Que yo los hubiese salvado no podía «volverlos a la vida», por lo que debían morir de todas maneras.

Supe lo que debía hacer y lo hice.

Con mis dos manos aplasté la cabeza del Brujo, que salpicó su masa cerebral en derredor. No dejé que el cuerpo se desplomara, sino que lo desmembré en forma brutal tan rápido como pude y arrojé sus despojos más allá de una colina.

En un momento había Brujo, en otro momento no. Los miembros de la tribu no salían de su desconcierto. Si no fuese que yo estaba cubierto de sangre y restos de cerebro podría decirse que el Brujo se había esfumado.

Me acerqué a Tamor e Igue y les hice señas para que se pusieran de pie, lo que hicieron de inmediato, sonrientes. Madaki y Eseda no demoraron en abrazar llorando a Igue.

Me fui hasta el gordo, cuyo nombre era Butré, y por señas le hice entender que no mataría a nadie más. Se retiró dejando tras de sí un rastro de materia fecal.

Me llevaron a un manantial cercano y pude lavar mi cuerpo de tanto desecho entre animal y humano. Cuando terminé, ya Eseda me había preparado un taparrabos al estilo de la tribu.

Taparrabos… de alguna forma hay que llamarlo. En realidad era una pequeña trenza que se colgaba de una soga en derredor de la cintura. Era más simbólica que útil, ya que los genitales quedaban siempre expuestos a cada paso; pero esa tribu así lo sentía y lo respetaba. Sólo los niños, los que no habían alcanzado la edad de reproducirse, estaban exentos de usarlo.

 

 

***

 

 

Cabe destacar algo del gordo Butré.

Una vez que huyó de mí estuvo perdido el resto del día. Se tomó el trabajo de recoger todos y cada uno de los amuletos que habían pertenecido al Brujo, los lavó cuidadosamente y apareció caminando con todos ellos encima e imitando el paso y la actitud de su difunto amo; sólo que el resto de la tribu no lo miró con miedo sino con sorpresa primero y burla después.

 

 

***

 

 

Veintidós jornadas habían pasado desde mi encuentro con este pueblo nómade. A esa altura, ya dominaba bastante el lenguaje de esta gente, a quienes consideraba mi pueblo. Era un lenguaje sencillo, funcional a su vida diaria. Me habían dado el nombre de Potok, que significaba «rana» debido a que mi cuerpo no tenía, como ahora, ni un solo cabello. Cejas y pestañas brillaban por su ausencia.

Colaboraba con ellos llevando las cargas más pesadas, lo que me costaba poco esfuerzo y les producía una tremenda admiración. Logré que todos me quisieran… con la lógica excepción de Butré, quien había perdido su jerarquía de sicario del Brujo.

Si no me había perdonado eso, mucho menos me perdonó que de allí en más debiese cargar sus pertenencias y no repartirlas entre las cargas de otros miembros.

—¡Potok matar Padre! —gritaba de vez en cuando—. ¡Potok malo! ¡Potok malo para todos!

Nadie le hacía caso, me había ganado el corazón de todos, sobre todo de la pequeña Madaki quien había recuperado a su padre gracias a mí.

 

 

***

 

 

Una noche que acampamos cerca de un arroyo, me senté sobre una colina cercana y contemplé las estrellas con nostalgia. Estaba perdido en mis pensamientos cuando percibí a la pequeña Madaki.

—¿Madaki al lado Potok?

—Sí, Madaki, al lado Potok —respondí sonriendo.

Se sentó a mi lado.

—Potok comer poco.

El tremendo poder de observación de los niños. Mi control sobre mi cuerpo hizo que siguiese aparentando indiferencia. ¿Cómo explicarle que no necesitaba comer, que lo hacía por disimular? ¿Que, aún con mi piel adaptada y no en negro absoluto, cargaba energía del sol?

Podría haber comido mucho, acorde a mi corpulencia; pero en ese pueblo amable la comida no abundaba; y había que reservarla para quienes verdaderamente la necesitaban, como esa bella pequeñita que me estaba poniendo en apuros con su interrogatorio.

—Potok comer —respondí—. Madaki ve comer Potok.

—Potok comer, comer menos que Madaki. Madaki pequeña, Potok grande. Madaki «chema».

Decía «chema» (atardecer) como una forma de decir «estoy confundida», palabra relativa a las últimas luces del día, que no dejaban ver con claridad las cosas.

—Potok comer lo que querer. Cuando Potok no querer, no comer.

Me miró con sospecha, una mirada encantadora en ese rostro inocente.

—Potok no cagar.

Un detalle que se me había escapado. Todos en la tribu, cuando debían evacuar vejiga o intestinos, lo hacían a la vista de todos. Era algo que debería hacer antes que un adulto observase lo mismo que ella había observado.

—Potok comer poco, cagar poco —le respondí.

Pasado un instante, se aproximó y apoyó su cabeza en mi brazo.

—Potok no tomar mujer.

El tono decía más que las palabras. Yo había tenido mis compañeras antes de… antes de llegar a este mundo, pero no había hecho un vínculo sólido con ninguna. Y cuando caí en desgracia… la transformación a la que fui sometido hizo que no necesitase más hembras. Podía funcionar como macho de este pueblo, pero no porque me impulsase instinto alguno.

—Todas mujeres tener hombre —respondí.

No era del todo cierto; la población femenina era algo superior a la masculina, al punto de que algunos hombres tenían dos o tres mujeres, pero salvo Butré, no había hombres solos. Igue no tenía a nadie más que Eseda, la madre de Madaki; pero sabía de una segunda mujer que murió en forma accidental antes de mi llegada.

—Butré no tener mujer, Butré tomar mujeres de otros —insistió Madaki con cierto desafío.

—Butré no tomar mujeres de otros. Butré malo. Mujer ir con Butré por miedo. No más miedo, no más mujer con Butré.

Era cierto, el gordo se había visto obligado a recurrir al placer solitario cuando las mujeres de la tribu lo despreciaron en vez de someterse al ex protegido del Brujo. Otro motivo para que me odiase con toda su alma. Siempre lo veía acechando, esperando que me durmiera —algo que jamás hago— hasta que el sueño lo vencía a él y el sol lo encontraba frustrado en sus planes homicidas.

—Madaki mujer de Potok —insistió la pequeñita.

—Madaki pequeña, Madaki no «apsha», Madaki no mujer

«Apsha» era el nombre que se le daba al taparrabos simbólico que sólo le autorizarían a usar tras su primer flujo. Me miró con rabia, pero la seriedad de mi mirada hizo que no se sintiese burlada.

—Madaki lunas mujer —me dijo con resentimiento al tiempo que extendía sus dos manos con los diez dedos abiertos.

—Estas lunas, Madaki mujer.

—Madaki mujer, Potok hombre de Madaki.

Una respuesta de compromiso; se necesitarían más de diez ciclos lunares para que ese cuerpo comenzase a tomar formas adultas.

Sonrió esperanzada y volvió a apoyar su cabeza en mi brazo. En ese momento en el horizonte vi una nave que sobrevolaba el cielo nocturno y se detenía sospechosamente sobre nosotros. Madaki la miró con atención.

—Estrella gorda, estrella loca.

Evidentemente ese pueblo estaba acostumbrado a ver las naves cruzar el cielo, a veces en vuelos de reconocimiento. Por estar en el cielo y brillar las llamaban «estrellas»; por su tamaño aparentemente mayor, eran «gordas»; y por moverse sin sentido y a veces de día, eran «locas».

Pero yo sabía lo que era eso, sabía quiénes la tripulaban. Me vigilaban, sin duda, verificando que yo no intentase llegar a una de las bases ocultas en el planeta. Tarea inútil. Las medidas de seguridad no me habrían permitido acercarme demasiado.

Por otra parte ya estaba… no resignado, sino decidido a integrarme a este planeta y a su gente, a la cual cada día apreciaba más. Yo viviría aquí para siempre y les daría una sorpresa mayúscula.

 

 

***

 

 

Unos días después íbamos con la tribu por una llanura pedregosa. Todos se admiraban porque iba descalzo y mis pies no sangraban, al contrario de ellos que iban calzados con unas sandalias de corteza. ¿Cómo podría explicarles que no sólo la planta de mis pies, sino mi cuerpo entero tiene la resistencia del metal más duro?

Íbamos rodeando una elevación cuando escuché un ruido extraño, voces que venían del otro lado. Los miembros de la tribu no habían escuchado nada.

Y de pronto, por toda la elevación, asomaron guerreros, unos quinientos guerreros. Aullaban salvajes y sacudían sus armas en amenaza.

Hubo miedo, no pánico. Nos superaban en número, si se incluía a las mujeres y los niños; pero Tamor dio una serie de órdenes y los hombres y las mujeres jóvenes tomaron sus armas y formaron un frente a la horda, en tanto que los más viejos y los niños fueron atrás.

No podían ganar, pero venderían cara sus vidas. El único que no estuvo a la altura de las circunstancias fue Butré, quien lloraba y gemía al tiempo que me maldecía.

—¡Potok matar padre! ¡Potok traer mal de Sol! —para decir que su dios máximo, el sol, los había maldecido por recibirme.

Vi las piedras y no lo pensé dos veces. A una velocidad increíble para esta gente fui arrojando las piedras hacia la horda con todas mis fuerzas. Al principio no se percataron que algunos caían con el pecho atravesado; sólo cuando algunas cabezas estallaron por los impactos se detuvieron apenas habían recorrido dos tercios de la distancia hacia nosotros.

No dejé de arrojar piedras en ningún momento, ni siquiera cuando retrocedieron gritando aterrorizados. Sólo un puñado regresó al otro lado de la colina; el resto fue pasto de los carroñeros.

Yo no sabía cuántos podría haber del otro lado, así que tomé dos piedras, una en cada mano y corrí cuesta arriba. Los demás me siguieron enardecidos. Tal vez en vano. Los sobrevivientes ya habían dado información a los que quedaban, de modo que antes que presentarnos batalla alzaban sus cosas para escapar a toda prisa.

Vi uno con insignias de Jefe que daba órdenes. Unos guerreros se prepararon para hacernos frente y permitir que los importantes huyeran; pero dos de ellos se dirigieron a un grupo de infelices que formaban una fila, atados unos con otros y con desesperación en la mirada. Se preparaban para matar a sus prisioneros, pero no les di tiempo; hacia ellos fueron las piedras que había llevado.

Los guerreros de mi tribu podrían haber hecho frente y vencido a los pocos resistentes; pero cuando éstos vieron que las cabezas de sus colegas estallaban, salieron gritando, olvidándose de toda jerarquía.

Di la voz de alto, no tenía sentido perseguir a unos fugitivos que, para huir más rápido, habían abandonado armas y pertenencias. Entre estas últimas estaba un palo colorido que había sostenido el Jefe. Lo alcé con actitud de triunfo y mi tribu respondió con una gritería de entusiasmo. Se lo entregué a Tamor, quien me miró con agradecimiento.

 

 

***

 

 

Igue volvió con los que habían quedado atrás y pronto se nos sumaron. Contemplaban el botín de armas y provisiones, mejores que las que teníamos nosotros. Yo, por mi parte, fui a la fila de los infelices atados que no se habían movido. Me miraban con una mezcla de miedo y esperanza. Sólo dos eran hombres jóvenes, los demás, mujeres jóvenes y niños.

Tomé el cuchillo de uno de los verdugos y corté sus cuerdas; se arrodillaron ante mí pero los obligué a levantarse.

—Potok amigo. Todos amigos.

Me miraron sonriendo, pero evidentemente no entendían. Me hablaron en una lengua incomprensible.

—¡Tamor! —llamé en voz alta. El buen guerrero, de mi total confianza y ahora nuestro Jefe, se acercó.

—Mujer hablar, no entender.

Tamor hizo un gesto de impotencia.

—Todos venir otras lunas, Padre hablar con esta gente. Padre no dejar todos hablar.

Volví a maldecir al Brujo, que había cortado toda comunicación de su pueblo con otros pueblos. Pensé en llamar a Butré, por si él podía ser nuestro intérprete, pero desistí de inmediato; no quería dar a ese miserable ni la menor fracción de poder. Por otro lado, él había quedado entre los rezagados y había defecado, como en nuestro primer encuentro.

Por medio de señas intenté hacerles entender que estaban libres, que podían volver a su casa; pero la tristeza volvió a abatirlos, al tiempo que miraban en una dirección diferente de nuestro rumbo de arribo, diferente del rumbo de huida de sus captores.

Decidí seguir ese rumbo. Pregunté a Tamor y él estuvo de acuerdo; así que, la tribu entera, con nuestros nuevos socios, iniciamos el camino.

 

 

***

 

 

Desde lejos vimos revolotear las aves de presa que todavía encontraban alimento. Ya los incendios se habían apagado, pero quedaba tizne en las paredes que habían sobrevivido.

Nada quedaba de la aldea que la horda había arrasado.

Nuestros cautivos rescatados no se contuvieron, corrieron hacia las ruinas y aturdieron con sus gritos de desesperación. Nosotros nos quedamos fuera, acostumbrados ya a la intemperie, porque no nos atrevíamos a entrar a un lugar donde la muerte y la crueldad habían prevalecido.

Hablé con Tamor y nos quedamos todos, dando tiempo para que los antiguos cautivos llorasen a gusto. Podíamos hacerlo, ya que agua y provisiones sobraban y las armas nuevas daban más confianza a nuestros guerreros.

Mientras, yo comenzaba a reflexionar sobre nuestra situación.

 

 

***

 

 

Detestaba a quienes me habían quitado mi condición de ser biológico, pero debía reconocerles que ellos jamás llegarían a este grado de monstruosidad. Algunos de los muertos tenían más lanzazos de los necesarios para provocarles la muerte, lo que me decía que la horda que yo acababa de exterminar había lanceado un cadáver más de una vez.

Vi el cuerpo de una muchacha clavada en el piso en cuatro estacas. No se habían tomado la molestia de atarla, sólo la habían clavado por sus brazos y sus piernas para luego violarla a mansalva. Me pregunto cuántos de ellos habrían descargado sus instintos con ella ya muerta… y si les habría importado.

Reparé en mi gente, quienes miraban con tristeza pero no con horror el espantoso cuadro. Comprendí que para ellos, sin ser cotidiana, tal situación no era novedad. Nuestros guerreros no dejaban de mirar en derredor, preocupados por la aparición de otra horda… o tal vez la misma, que recuperaría fuerzas y volvería al ataque.

Mientras, algunos de los ex-cautivos, sin dejar de llorar, estaban preparando una gran fosa común para poner allí los cadáveres que otros estaban trayendo. Algunos de los nuestros los ayudaban en lo que podían.

Algo debía hacer. Miré en derredor y descubrí, a lo lejos, una montaña enorme. Llegar allí con toda la tribu habría requerido varias jornadas de marcha y, por la altura que le calculé, me pregunté si valdría la pena. Su cumbre tenía trazos de nieve, lo que haría de sus laderas un lugar inhóspito para mi pueblo.

Fui hacia Tamor.

—Mala gente matar. Mala gente matar todos —dije, refiriéndome a mí y a la tribu.

—Todas lunas mala gente —me respondió con cierta resignación—. Todos no miedo. Potok con todos.

Demasiada confianza tenía en mí. La horda nos había sorprendido en un pedregal, por eso tuve «municiones» para causar el estrago; si nos hubiesen sorprendido en un prado, habría debido resolver la situación de otra manera, pero poniendo en evidencia ante la tribu mi verdadera naturaleza… lo que habría roto el vínculo de confianza que me tenían.

—Potok ir —le dije. Y antes que el espanto lo desesperase le agregué: —Potok con gente con sol —para garantizarle que volvería.

Sin mucha confianza comenzó a dar las órdenes para acampar y establecer guardias. Yo me retiré y, cuando desaparecí de su vista tras una colina, usé mi mayor velocidad para llegar a la montaña.

 

 

***

 

 

Poco demoré en llegar, menos aún en subir a la cumbre, un lugar helado y falto de aire, imposible para mi gente. Descubrí, a lo lejos, a mi tribu junto a la aldea arrasada. Más allá, alejándose, los restos de la horda que había quedado reducida a un número inofensivo. Más lejos aún, otra tribu errante que, por el rumbo que tomaba, no llegaría jamás con los míos. Pero era una tribu numerosa, tal vez otra horda… otro peligro.

Miré en otra dirección y descubrí el mar, un litoral despoblado de personas, al menos de grupos grandes, lo que yo alcanzaba a ver. Pero algo me llamó la atención.

Era una península, casi una isla grande unida a tierra por una estrecha y larga lengua de tierra. Gran parte de la misma estaba cubierta por selva, pero el centro era un monte pedregoso que sobresalía.

Tal vez pudiese ser el refugio para mi gente. Tal vez.

 

 

***

 

 


Ilustración: Tut

Con la misma velocidad fui hasta la península y la analicé. Había buena tierra para cultivos, la zona del monte daría piedra para construir casas. Abundaban los manantiales de agua dulce, el mar era generoso en peces y, lo más importante, entre ese paraíso y el continente sólo había un acceso fácilmente defendible.

Aquí podría yo formar a mi pueblo elegido, convertirlo en un pueblo superior a todos; no desde el punto de vista militar, sino superior en todo, en espíritu, en igualdad…

Eso no podían impedírmelo quienes me vigilaban. Les demostraría que estos seres podían ser buenos, podían ser como nosotros, podían llegar a ser nuestros pares y no simples bestias algo más complejas.

Me esperaba una dura tarea, pero tenía todo el tiempo que necesitase.

 

 

***

 

 

No se había puesto el sol cuando estaba de nuevo con los míos. Me sonrieron con alivio al verme llegar.

—Potok ver casa.

—¿Casa? ¿Casa otra gente?

—Casa todos —dije señalándolos y señalándome a mí mismo.

Me miraron con pena, como si alguien muy querido comenzase a desvariar. La mirada de Tamor fue hacia los pobres ex cautivos que se habían quedado con nosotros, luego señaló las ruinas de la aldea.

—Casa esta gente. Luego venir mala gente. Casa esta gente, fuego. Mucha muerte. Casa buena no más. Todos no casa. Todos camino.

—Todos casa buena, como sol —una forma de decir que estaba seguro—. Potok ir con Tamor y gente. Tamor ver. Tamor sí, casa todos. Tamor no, todos camino.

Aún en su mente simple la duda estaba. Él sabía que los había defendido y los defendería. Sabía también que quedarse en un sitio, echar raíces, era invitar a las hordas al saqueo y la destrucción, aunque los mismos males los afectarían como nómades. Miró a su gente, quien tenía las mismas dudas que él.

Fue Madaki quien decidió.

—Potok decir otro camino… todo camino camino.

Era una forma de decir que no importaba dónde se iba, como pueblo errante estaban acostumbrados. Nos pusimos en marcha al día siguiente, incluyendo los nuevos miembros de nuestra tribu. Ellos ya no tenían hogar, les daba igual venir con nosotros.

 

 

***

 

 

Les pedí que me esperaran en la costa, justo en el extremo del istmo. Corrí a velocidad normal hasta estar seguro que no me verían. De inmediato di a mi piel un color verde oscuro y recorrí la península a toda velocidad.

Pude comprobar que no estaba habitada, ni siquiera por animales depredadores. Sólo pájaros, algunas tortugas y vegetales por todas partes.

Cuando volví a ellos no necesité explicarles nada. Habían comprendido que ese lugar tenía un solo punto débil que podía ser fácilmente defendido.

Esa noche preparé un banquete, mi primer banquete, con los peces del generoso mar, frutas y el sabor de las hierbas de la floresta. Por primera vez en su vida ninguno de ellos se acostó con hambre, aunque tuvieron sueños inquietos propios de quienes se han excedido en la ingesta.

Pero se veía que todos estaban felices.

Bueno, no todos. Butré seguía odiándome y cometí el error de no darle importancia… pero no quiero adelantarme.

 

 

***

 

 

No quería alimentarlos siempre, así que les enseñé a pescar, a cultivar, a preparar los alimentos, así como a hacer cestería y alfarería. Me sorprendieron haciendo objetos hermosos y a la vez útiles para llevar agua y alimentos. Aprendían rápido y pronto fuimos un pueblo próspero… salvo que no podía enriquecer su lenguaje.

Trabajé las piedras y construí casas, que en un principio sólo habitaron los niños; ya que los adultos estaban demasiado acostumbrados a tener sólo a las estrellas por techo y, cuando mucho, un cuero seco que los protegiese de la lluvia. Hice lo que hoy se llama un diseño urbano con canaletas para la lluvia y las aguas servidas. Debía acostumbrarlos desde pequeños a una higiene mayor.

Fue costoso, eso sí, que los mayores se acostumbrasen a bañarse. Por suerte mi percepción de los aromas estaba unida a un sistema de análisis, que si los hubiese olido con mi anterior cuerpo no habría soportado el asco.

También hice una especie de torre de vigilancia a la entrada del istmo, una forma adicional de protección. El viejo cuerno del Brujo quedó en ese lugar, de modo que el vigilante pudiese alertarnos a todos si veía acercarse a extraños. Nunca dejamos las armas, por más que no estuviésemos dispuestos a usarlas; siempre hacíamos ejercicios de defensa con armas arrojadizas, todo para defender nuestra casa.

Comprendí que esta generación no podría sofisticar su lenguaje, tal vez tampoco la siguiente. Pero una tercera, venida de niños mejor alimentados, tal vez sí.

Inventé un alfabeto literal basado en la fonética de su lengua, pero no pude hacer que ninguno lo aprendiera. Fui, entonces, el único que escribió en ese idioma ya perdido. En la pared de una cueva hice una crónica de este paraíso que acababa de fundar, contando todo desde mi primer encuentro con Tamor e Igue hasta nuestra llegada. En otra pared hice una nómina de nuestros habitantes, la que en un año se incrementó en cinco nacimientos… e hice una marca por Fodat, el más anciano de nosotros, la primera muerte natural de mi pueblo. Las otras muertes habían sido anteriores a nuestra llegada, por ataques, enfermedades, partos mal cuidados, etc.

 

 

***

 

 

Pasaron años. Hasta los más reacios se hicieron a dormir en las casas. Ya había dado los primeros pasos. Ahora sólo debía esperar una generación o más para empezar a perfeccionarlos.

Y un día ante mí apareció una belleza sonriente. Era Madaki, quien no sólo se había desarrollado sino que venía con su «apsha» en la mano y luciendo orgullosa rastros de sangre entre las piernas.

—Madaki ahora mujer. Potok hombre de Madaki.

¿Qué podía hacer, si los mismos Igue y Eseda me miraban sonrientes y ansiosos?

Lamenté que este cuerpo que tengo careciese de sensibilidad, pero fui delicado con ella. Tras hacer que se lavase en un manantial, nos fuimos a la casa que yo habitaba y en la que ella habitaría de allí en más.

 

 

***

 

 

Madaki dormía a mi lado. Yo, como ya he dicho, no duermo. Contemplaba su hermoso cuerpo, aún en formación, y recordaba que con mi anterior cuerpo, en esa etapa del desarrollo, había disfrutado del encuentro con una hembra de mi raza, de mi misma edad. Un amor que creí sería para siempre… hasta que las circunstancias nos separaron y nunca supe más de ella.

Volví a mirar a Madaki y pensé que jamás podría embarazarla, así que debía ingeniar alguna manera de que fuese madre; tal vez promoviendo un encuentro con otro joven…

Lo descarté. No fueron los celos los que me obligaron, sino la imposibilidad de que cualquiera de los varones se atreviese a tocar a «la mujer de Potok». Habría sido para ellos un sacrilegio.

El único que se atrevería sería Butré, pero entre el paso de los años, su forzado ayuno y su despreciable pasado, tenía suerte de tener algo para llevarse a la boca. Ni siquiera las niñas que se hicieron mujeres junto con Madaki querían saber nada con él.

Intentó forzar a una de ellas, pero sus gritos nos alertaron y yo cometí el error de sólo darle una paliza. Aturdido y avergonzado, tomó las pocas pertenencias que le habían quedado y se fue sin que nadie lo extrañara.

Debí haberlo matado. Pero en ese momento decidí no seguir pensando en él sino en el futuro de esta tribu, a la cual me proponía convertir en un pueblo espiritualmente elevado, algo para refregarles en la cara a los que me habían privado hasta de mi condición biológica.

Quería demostrarles que, con cuidado y orientación, podían ser iguales o casi iguales a nosotros.

 

 

***

 

 

Casi tres lunas después, Butré volvió para alegría de nadie y fastidio de todos. Venía más flaco y demacrado, pero no más dinámico. La soledad lo había golpeado pero no lo había matado.

Llegó como pidiendo permiso, nadie hizo nada por detenerlo; había sido uno de los nuestros, aunque no querido. Y como la comida sobraba, no hubo objeción en que siguiese comiendo las sobras, como había hecho desde que maté al Brujo.

 

 

***

 

 

—¡Potok! ¡Potok!

Tamor susurraba mi nombre desde el exterior de mi casa. Como nunca duermo, no tardé en salir. Madaki dormía plácidamente.

—Potok con Tamor.

Seguí al silencioso Tamor hasta llegar a la costa de la península opuesta al continente, de allí nos movimos hasta una zona alejada de la aldea. Entonces se detuvo y me señaló hacia el horizonte del mar.

Señalaba hacia un islote que ya había visto, incluso había nadado hasta allí y lo había explorado. Era apenas un promontorio rocoso con vegetación rala, tan lejos de la costa, tan lejos de nosotros, que sólo la curiosidad ameritaba visitarlo.

Pero esa noche había algo no habitual: la luz de una hoguera. Mirando como sólo yo puedo ver, observé un grupo de tres figuras humanas sentadas en derredor del fuego. Tamor, estaba seguro, sólo podría ver la luz de las llamas.

—Fuego —fue todo lo que dijo Tamor. Le hice un gesto de tranquilidad.

—Tamor ir casa. Potok mirar.

Se fue no muy convencido, pero también consciente de que, quien quiera que estuviese allí, no podría llegar a nosotros tan fácilmente.

Para mis adentros pensé que los que allí estaban no eran de los nuestros. Habían llegado por mar desde la costa, o tal vez de más allá del mar; no podía descartarlo.

Se imponía que averiguase, así que no sólo mi piel tomó el color del mar bajo la luz de la luna, sino que modifiqué mi cuerpo hasta darle forma de una embarcación. Impulsándome con mis brazos llegué en instantes al islote, pero debí aminorar mi marcha poco antes del arribo para que el chapoteo acelerado de mis brazos no alertase a los intrusos.

Desde la orilla a donde había llegado no podía ver el fuego, así que tomé el color de las rocas y me fui desplazando hasta que llegué a pocos pasos de distancia.

Y la sorpresa fue total.

La hoguera, más que hoguera, era una pira. Algo hecho para durar y con troncos que no podían ser de la isla. A su vez, los presuntos seres eran sólo tres muñecos hechos con ramas, hojas y barro. Rudimentarios, pero que podían engañar a la distancia.

Me moví con rapidez por el islote y sólo descubrí unas huellas de pies descalzos en la arena de la orilla, de no más de dos personas. Era evidente que habían llegado en una embarcación, habían preparado todo y se habían retirado tras prender el fuego. Pero ¿por qué?

Pese a la complejidad de mi cerebro artificial, todavía conservaba las limitaciones del ser biológico que había sido. No podía entender qué estaba pasando, hasta que la verdad estalló en mi conciencia.

Miré hacia donde estaba mi aldea, que a una visión normal sólo sería una masa oscura de tierra indistinguible del continente; pero mis ojos podían cambiar a percibir rayos infrarrojos, por lo que noté un incremento no natural de los mismos.

No perdí tiempo. Di a mi cuerpo la forma de un ave gigante y me lancé volando hacia mi tribu. Ya no me importaba que me viesen. Al no haber viento esa noche, bastó que me impulsase con los pies cada vez que me acercaba al mar y volvía a impulsarme recto. Hice el camino de regreso en la mitad del tiempo usado para llegar al islote.

Pero fue inútil.

Aterricé en medio de la aldea para encontrarme los cadáveres de la mayoría de mi gente, atravesados con lanzas, destruidos sus cráneos con mazas, incluso Tamor, que al estar despierto pudo presentar batalla y dos de los invasores yacían cerca de él como triste trofeo a su valor de guerrero.

Sólo vi alguien que se movía apenas y me miraba con espanto. Era Igue, quien yacía herido y pronto a abandonar este mundo.

Retomé mi figura, la figura que él conocía y me acerqué.

—¡Igue! ¿Qué pasó? ¿Quién hizo esto?

Su rostro desconcertado, pese a su dolor, me hizo ver que le había hablado en mi lengua natal. Volví al idioma de la tribu.

—¿Quién?

—Butré… mala gente…

Fue lo último que dijo.

Ahora entendía. El maldito Butré había diseñado un plan y, para ejecutarlo, había buscado una horda, la misma que nos había atacado en el pedregal, para que lo ayudasen. Como sólo él y el Brujo habían tratado con extraños a la Tribu, él conocía otros dialectos y podía comunicarse.

Sabía que no podía matarme y que conmigo en la aldea cualquier ataque fracasaría, por lo que necesitaba alejarme. El fuego en el islote con los muñecos había sido lo suficiente. Él me había visto nadar hasta el lugar así que hizo un cálculo del tiempo que tendría disponible. Nunca me había visto con otro aspecto que el que conocía, no sabía de mis facultades de metamorfosis.

Apenas vio el fuego encendido por sus cómplices, fue a matar al centinela de la torre, quien no esperaba un ataque interno. Luego hizo una señal y la horda entró silenciosa a nuestra aldea, quizá encontrando despierto sólo a Tamor, quien no pudo dar la alarma.

Después, estaba yo demasiado lejos para oír cualquier grito de auxilio que pudiese proferirse.

Revisé a gran velocidad uno por uno los cadáveres y comprobé que faltaban todas las mujeres jóvenes… incluso Madaki.

Los muertos tendrían que esperar.

 

 

***

 

 

Volví a cambiar mi cuerpo tomando aspecto de ave y me lancé a volar hacia el continente. Mis ojos podían ver el rastro que habían intentado tapar. Otros se habrían perdido, yo no. Yo, agudizando mis oídos, podía escuchar los gritos de nuestras mujeres. Ellas me orientaron.

Los encontré en un claro, disfrutando de las mujeres que habían clavado en la tierra con lanzas. Algunas de ellas ya estaban muertas, pero eso no los detenía.

Eran, en verdad, los sobrevivientes de aquellos que nos habían atacado en el pedregal. Se habían vengado de mi ataque y habían recuperado los tesoros que nosotros habíamos conquistado.

Y en uno de los lugares en derredor de la hoguera estaba Madaki, también clavada en la tierra y con Butré encima. Ella aún vivía.

No lo pensé. Desde el aire cambié de forma hasta ser una figura humanoide, salvo por mis dedos que afiné como navajas, al tiempo que mi piel volvía al negro absoluto. Caí sobre la hoguera desparramando los troncos ardientes.

Se aterrorizaron, pero algunos alcanzaron inútilmente sus armas y me hicieron frente. Fueron los primeros en morir. Perdí esa noche todo control y los cuerpos de los asesinos fueron desmembrados por mis dedos. Butré, espantado, había intentado huir, pero lo capturé de inmediato tras haber dejado sólo cadáveres de sus cómplices.

Pero no lo maté, sólo corté los tendones de sus piernas. Aullaba y suplicaba, pero ya no podría huir.

Acabados los enemigos, procuré curar a las pobres sobrevivientes, algunas niñas que apenas acababan de echar formas. Pero estaban más allá de toda mi ciencia, que no era poca. La sangre que habían perdido era demasiada, sólo pude, con algunas hierbas, mitigar el dolor que sufrían.

Al amanecer ninguna de ellas vivía ya, incluso Madaki. Sólo quedábamos dos con vida: Yo, que estoy prohibido para la muerte por la decisión de los que fueron mi gente… y Butré, que con los pies inútiles trataba de alejarse arrastrándose con esos brazos fofos que apenas podían mover su volumen.

Tras atar a Butré, tarea inútil porque no se alejaría demasiado, tomé los cuerpos de nuestras mujeres y, de a dos, uno bajo cada brazo, los llevé a toda velocidad hasta la aldea. Madaki fue la primera.

Cuando terminé, fue el turno de Butré al que llevé conmigo sin que hiciera resistencia alguna, paralizado por el terror.

 

 

***

 

 

Lo que siguió fue triste y largo de hacer. Sepulté a todos, a cada uno le hice un ataúd de piedra y una lápida donde escribí su nombre con mis dedos. Reservé la sepultura más alta, la que está sobre el monte, para mi amada Madaki. Luego grabé en la cueva las fechas de muerte de todos, para que quedase testimonio de un sueño que pudo ser y no fue.

Y esa noche, cuando ya todo había terminado me enfrenté con Butré, quien podía morir de terror en cualquier momento.

 

 

***

 

 

Pero en ese momento algo iluminó la aldea vacía. Era una sonda que bajaba desde el cielo. Pude ver que Butré la miraba con esperanza, pero yo no estaba dispuesto a que me arrebataran mi presa. Enfrenté al intruso.

—¿Quién eres? —le pregunté con sequedad.

—Sabes quién soy —respondió con su natural tono sereno—. ¿Qué quieres hacer con este infame?

Miré de reojo a Butré, luego nuevamente a la sonda.

—Lo sabes de sobra. Has dicho bien, es un infame. Nos traicionó. Destruyó a mi pueblo, que era también el suyo. Destruyó mi obra… deberé comenzar nuevamente y… y no sé si encontraré otra tribu así. Pero lo consiga o no, él pagará. Y le haré desear la muerte.

—¿Por qué no lo matas como a los otros? No revivirán los muertos con su dolor y su desesperación.

—Lo sé, pero no puedo dejar sin castigo la infamia.

Hubo un molesto silencio de la sonda, luego continuó.

—Debo confesarte algo. ¿Sabes por qué te exiliamos? ¿Sabes por qué te quitamos la condición biológica y pusimos tu ser en esa máquina?

—Quizás porque son tan infames como este monstruo.

—Te equivocas, lo hicimos porque iniciarías algo que sería desastroso.

—No entiendo…

—Tenías razón en algo: ellos son capaces de llegar a nuestro estado de evolución, pero no tan pronto como quieres. Sólo será posible tras millones de generaciones… de las nuestras.

—Sigo sin entender.

—Tomemos como medida el año de este planeta. Nuestro promedio de vida es de novecientos años. El promedio de ellos podría ser cien… y con mucho esfuerzo; pero ya has visto, viven en un mundo peligroso, no sólo por los depredadores, sino por sus semejantes que pueden ser los peores depredadores. Si a eso le agregas enfermedades, accidentes, su promedio de vida es de cuarenta años.

—¡Eso es… nada!

—No obstante, hay algo que comparten con nosotros. La transmigración de las almas.

—Yo apenas recuerdo mi vida anterior… a la que tuve. Ésta que me han impuesto no la cuento.

—Yo puedo recordar hasta veinte vidas anteriores. Algunos regresan más atrás. Y como te hemos puesto en ese cuerpo, ya no transmigrarás tu alma sino hasta varios millones de años.

—¿Tanto?

—Tal vez más. Ese cuerpo en el que estás fue hecho con los mejores materiales. Y a tu conciencia le hemos agregado un banco de datos completo sobre este planeta y memorias suficientes para que cargues los datos que necesites. No te preocupes. Lo que nosotros hacemos de vida en vida tú lo podrás hacer en forma consciente, creciendo, comprendiendo, viendo cómo estos seres crecen, evolucionan, hasta que lleguen a un estado similar al nuestro pasando de vida en vida. Pero, para eso, es necesario que esa vida sea Vida, no la que planeabas darles.

—¿Qué querías que hiciera? ¿Dejar que los ghadan devorasen a esos dos hombres? ¿Qué masacraran a la tribu en el pedregal y que hiciesen esclavos a los sobrevivientes? ¿Dejarles seguir errantes con la ansiedad de ser atacados en cualquier momento? ¿Dejarles comer lo que encuentren… cuando lo encuentren?

—Tampoco es bueno llenarlos de alimentos y mantenerlos en un falso útero. La Vida se nutre de Vida. Y tú les ofrecías un permanecer sin otro horizonte que aprender algo para lo cual no estaban en condiciones.

—¡Ellos tal vez no, pero las siguientes generaciones…!

—Las siguientes generaciones tampoco habrían podido comprender.

—¿Por qué lo dices?

—En su estado actual, tienen suerte estos seres de encontrarse con tres generaciones propias con vida. Cuando tú les prolongases la existencia, llegarían a cinco, tal vez seis generaciones vivas. ¿De dónde vendrían las almas para animar esas nuevas generaciones? De los pueblos de otros lugares, que viven de la recolección y el saqueo. Vendrían a un estado de cosas para el cual no están preparados.

—¿Me dices que ellos no pueden ser mejores de lo que son?

—Sí pueden serlo. Sólo si pueden hacer el camino por sí mismos, no como regalo de un ser más evolucionado. Te confieso que tampoco me gusta, pero no crecerán de otra forma. La Codicia y la Soberbia los atacarán siempre, vivirán sufriendo y haciendo sufrir; pero esas almas transmigradas llevarán en sí las ideas que son semillas de un mundo mejor. En el futuro esas ideas madurarán en hechos, imperfectos pero perfectibles. Y llegará el momento en que podamos verlos cara a cara.

—Pareces muy seguro.

—Lo estoy. Te dije que algunos de los nuestros han podido regresar a sus primeras vidas. Fuimos como ellos son ahora, pero estamos hablando de tiempos pasados que superan todo cálculo, cuando este planeta era una masa de lava imposible para la vida. Fue necesario que creciésemos de vida en vida para llegar a donde estamos ahora… y todavía nos quedará camino para hacer, hasta que miremos nuestro actual estado con sorpresa y desagrado.

—Entonces mi labor es inútil… tal vez perjudicial…

—No digamos tanto. Tuviste buena intención, pero equivocaste el método. Por eso te dimos ese cuerpo; no como castigo, sino como un medio para que puedas ver cómo crecen.

—Con mi anterior cuerpo no habría podido seguir esa evolución…

—Así es, habrías muerto antes. Y espero que encuentres la sabiduría necesaria para ayudarlos como debe ser. Si los llevas en brazos, cuando llegues sus piernas no podrán sostenerlos. Si los llevas de la mano, sus pies no guardarán memoria del camino. Así, donde lleguen, siempre serán intrusos y no legítimos ocupantes.

Hubo una pausa, debía digerir lo que acababa de escuchar.

—¿Qué se supone que debo hacer ahora? —pregunté.

—Por el momento, observa y aprende. Vive con ellos, aparenta ser uno más. Si te consideras sabio, pronto tu misma sabiduría te indicará cómo ayudarlos sin violentar las Leyes de la Creación. Y sobre este infame… piensa bien lo que harás con él. Seguro debe morir, pero su alma transmigrará y, según el estado en que llegue a su nuevo cuerpo, así será su vida futura. Por no mencionar lo que hará en tu alma el llevarlo a la muerte por el camino del dolor. Que la Suprema Sabiduría te ilumine.

La sonda calló y se elevó hasta parecer otra estrella más, que partió a toda velocidad hacia el horizonte. Quedó la plaza de la aldea sólo iluminada por la luz de la luna. Miré a Butré, quien había recuperado su expresión de terror. Yo tenía el aspecto que él conocía de siempre, así que lo enfrenté con el lenguaje de la aldea.

—Butré… hacer cosa mala. Butré castigo.

—¡No matar! ¡Potok no matar Butré! —lloraba aterrorizado.

Las transformaciones que me permite mi cuerpo son muchas, puedo tomar el aspecto de cualquier raza, tanto en piel como en rostro, incluyendo el color de los ojos. Puedo deformarme para flotar sobre el agua o expandirme para planear por los aires… pero no puedo disimular mi corpulencia. Y si algo tenía mi antiguo cuerpo biológico era una ausencia casi completa de corpulencia… como todos los de mi raza; no obstante, procuré parecerme lo más posible a lo que había sido.

Butré, dentro de su terror, se admiró al ver cómo mi piel se volvía clara y casi luminosa, mis ojos se agrandaban al máximo y mis dedos se estiraban hasta ser lo más delgados que podían.

Los dedos de mi mano derecha se posaron sobre su cráneo y le induje un sueño profundo. Una vez que estuvo inconsciente, quebré su cuello con un movimiento rápido y pude comprobar que su alma lo había abandonado. Volví a adoptar el aspecto humano.

—Madaki… perdón. Tal vez habría merecido morir lento, con dolor… como fue tu muerte. Pero temo por cómo habría podido regresar al mundo… temo por cómo regresarás tú. Por lo que sé, todavía no están en condiciones de recordar vidas pasadas. No sé si algún día nos encontraremos nuevamente… trata de encontrar la paz.

 

 

***

 

 

Sepulté a Butré bajo la torre de vigilancia, escenario último de su traición. Encaré entonces la última tarea en el lugar, antes de partir.

Convertí mis manos en palas y, en el término de cuarenta años de trabajo sin descanso, destruí el istmo que unía la península con el continente. Quedó convertida definitivamente en una isla, incluso destruí la torre y coloqué sus piedras en la orilla que mira hacia el continente, para darle aspecto más inhóspito. Hasta cavé más en la orilla continental de modo que la distancia se incrementase… pero comprendí que nunca lo conseguiría del todo. Consideré que ya estaba lo suficientemente lejos y, tras dar mi despedida al primer amor que tuve en este planeta, partí hacia el continente.

 

 

***

 

 

Desde entonces, he errado por todo el planeta, buscando la Sabiduría que ellos me dijeron que debía buscar. Hasta donde pude, usé el nombre de Potok. Cuando las circunstancias me obligaron, lo convertí en apellido o me nombré a mí mismo Pedro, Patricio, Pablo y otros con sus variantes en los diferentes idiomas, siempre con el sonido «P» precediendo el nombre.

Conviví con estos seres, tomando el aspecto físico de cada pueblo, modificando mi piel en arrugas y mi cuerpo en flacidez cuando quería fingir envejecimiento. Pasado un tiempo prudencial, unos cuarenta años con ellos, me iba o fingía morir; en otro sitio recuperaba el aspecto joven, cambiaba de rostro y me integraba a otro grupo humano.

Así conocí corazones nobles como los de Madaki y Tamor, pero también soberbios despiadados como el Brujo o perversos sin redención como Butré. Viví con gente buena que sólo quería una vida en paz e hice la guerra a su lado contra aquellos que sólo viven del saqueo.

Más de una vez di la muerte a quien, como Butré, había perdido todo sentimiento humano y sólo veía a los otros como instrumentos de sus propósitos u objeto de sus perversidades. No lo lamentaba, pero veía que estos personajes se multiplicaban a medida que la presencia humana crecía sobre el planeta, que sus mentes se iban haciendo más complejas. Por suerte siempre había gente noble.

 

 

***

 

 

Entre la gente noble había algunos que percibían, en forma confusa, un soplo de la Creación y descubrían que podían ser mejores. Eran profetas o místicos que predicaban. Algunas personas se les unían como discípulos, también hambrientos de verdades que les faltaban; pero no podían entender lo que estos profetas hablaban… o los profetas no sabían expresarse. Cuando la muerte llegaba al profeta, estos discípulos trataban de seguir como podían, lo que no siempre les llevaba por el camino correcto.

El error que yo cometía.

Si algo debo reconocer a mis antiguos hermanos de raza, es que saben que los caminos de la Trascendencia se recorren con los propios medios… o no se recorren jamás.

De hecho, tras fingir mi muerte y regresar al tiempo con otro aspecto, los había encontrado convertidos en factores de poder y con un desarrollo espiritual en retroceso, lo que me causaba mucha pena.

Así vi elevarse reinos e imperios, los que cayeron a su tiempo pese a su afán de eternidad. La Soberbia llevaba a muchos hombres a creerse superiores al resto, exigiendo para sí mismos el tratamiento de dioses, pero sin poder evitar por eso la muerte. Mientras tanto, su Codicia había llevado a la miseria, al hambre y la desesperación a los pueblos de los cuales se autotitulaban «padres protectores».

Francamente, de no ver que cada tanto resurgían almas con embriones de luz que los inspiraban hacia un destino mejor, habría pensado que mis antiguos hermanos de raza habían sido generosos con la esperanza en el crecimiento espiritual de los humanos.

 

 

***

 

 

Cada cien años volvía a mi isla, al principio convirtiendo mi cuerpo en una nave; pero cuando el continente comenzó a poblarse, cuando hubo aldeas cerca, iba nadando como un humano o me fabricaba una embarcación.

Pude comprobar que la isla se fue empobreciendo. Los manantiales en su mayoría se secaron, la tierra fértil se fue volviendo árida y, si al momento en que llegamos con mi tribu podía ser una tierra de promisión, las centurias la habían convertido en casi un páramo. Hubo asentamientos posteriores, pero la mezquindad del entorno hizo que no durasen y que, en la actualidad, sólo sea lugar de arribo para algunos turistas… y mi hogar por diez años hasta la nueva partida, una pausa de cien años y luego el regreso.

Al principio, a mi regreso, adquiría el aspecto con que me había conocido mi tribu; pero al ser visto con desconfianza por otros humanos por la forma animalesca de la cara, mantuve el color de piel pero suavicé mis rasgos.

Y así, fingiendo ser un ermitaño, conversaba con mi amada Madaki cuando estaba seguro de ser el único habitante, tomado como un loco inofensivo por los habitantes del continente… y como un cicerone todo servicio por los turistas que a veces llegaban.

 

 

***

 

 

Las estrellas van apagando su brillo y el cielo aclara. Lento viene el día y los soldados, por costumbre, son los primeros que se levantan. Salgo fuera de mi choza y comienzo a ayudarlos a preparar el desayuno. A punto de salir el sol se levantan los suizos, todos preparados para aprovechar el día. Una caminata hacia el lugar donde están las ruinas de la aldea.

Como llevo sólo un pantalón, el suizo Gustav no puede dejar de mirarme y las sonrisas de los militares preanuncian los comentarios que harán cuando vuelvan al cuartel. Pero, profesionales al fin, tras el desayuno estamos listos para la partida.

 

 

***

 

 

Creo que he subestimado a los arqueólogos. En medio de las ruinas son capaces de comprender lo que están viendo, los restos de una aldea pequeña pero con una planificación urbana demasiado contemporánea.

De inmediato instalan una antena satelital y entran en conferencia con Zurich. Envían fotos, intercambian, descubren la necrópolis que armé y la primera tumba que profanan es la de Eseda, la madre de Madaki.

Confío en que no descubran la tumba de mi amada niña, pero tarde. Uno de los soldados se da cuenta de la disposición artificial de las plantas sobre la lápida y llama la atención de los extranjeros. No puedo evitar acercarme y ver los huesos de mi Madaki, demasiado bien conservados pese a los milenios transcurridos. ¡Cómo extraño mi capacidad de llorar!

Los suizos están asombrados, desconcertados, saben lo que están viendo pero no quieren entenderlo. Tampoco aquellos que en línea desde tan lejos observan las imágenes enviadas.

Para mis adentros me río, pero sigo haciéndome el tonto con expresión indiferente.

 

 

***

 

 

Esa noche se arma el campamento a orillas de las ruinas. También, haciéndome el tonto, me quedo cerca y agudizo el oído para escuchar la conversación que ambos suizos tienen con un tal Dietrich desde el otro lado del mundo. Confían en que nadie más que ellos habla alemán, así que no se cuidan de mi presencia próxima.

—Son Neanderthal, sin duda alguna —sostiene firme Helmut.

—¿Neanderthal, en este tipo de sepultura? —Es el tono de Dietrich un tono académico que la pausa del satélite no merma un ápice. Tono de quien ve tambalear todo su mundo de conocimientos e intenta mantenerlo con ridículo equilibrio.

—Los huesos no mienten. Puedes ver las fotografías.

—Espero las pruebas. Con respecto a la escritura de las lápidas, las están analizando.

—¿Han adelantado alguna conclusión?

—Nada, salvo que no es ideográfica ni silábica.

—¿Literal? ¡Imposible!

Todavía no han descubierto la cueva con las inscripciones. Cuando lo hagan deberán tener gran presencia de ánimo para no perder la razón.

—Los textos son demasiado largos —continúa Dietrich—. Pero, salvo una de las lápidas, todas terminan en un mismo grupo de caracteres, caracteres que no se repiten en los distintos textos, por lo que suponemos que no son letras.

La lápida que mencionan como excepción es la de Fodat, el viejo, el primero que murió de viejo, el único que no tuvo tiempo de morir en la masacre.

—¿Una oración?

—O una fecha…

—¡Es absurdo! Tal vez tuvieron calendario, pero eso indicaría que todos murieron el mismo día. ¿Y quién los sepultó? Esas tumbas de piedra no se fabrican en horas, tampoco se escriben lápidas con tanta velocidad.

En un día completo hice todo, pero me callo y sigo escuchando.

—Los huesos que hemos visto están fragmentados, algunos cráneos partidos. Cualquier forense sabría que han sido asesinados.

—Sabes que toda sepultura de hombres primitivos tienen objetos para que los acompañen a la otra vida, como armas, utensilios y alimentos; pero aquí parecen haber enterrado desnudos a todos.

No a todos. Respeté el «apsha» que tenían los adultos. Que después de tanto tiempo no hayan quedado rastros, no es culpa mía.

—Creo que nos hemos encontrado un auténtico misterio. He analizado la disposición de la aldea. Diría que hay un principio de planificación urbana. Sólo en los diseños de Leonardo da Vinci he encontrado algo parecido.

—Tú lo has dicho. Un verdadero misterio. En poco tiempo irá un equipo hacia allí, para profundizar los estudios.

Cortan la comunicación. Helmut queda preocupado.

—¿Qué sucede? —pregunta Gustav sonriendo—. ¡Hemos hecho un descubrimiento revolucionario!

—Ése es mi temor. Si se confirma lo que pienso, que en algún momento de la prehistoria una rama Neanderthal alcanzó un grado avanzado de civilización, muchos estudios académicos quedarán invalidados. Muchos tratados quedarán obsoletos.

—¿Entonces?

—Entonces temo que sepulten estos descubrimientos y nosotros pasemos a custodiar archivos.

—¡Helmut, por favor! ¡Son científicos!

—Son académicos… y también son humanos. Y el humano teme lo que no comprende. Un verdadero científico tiene la actitud humilde de reconocer su ignorancia y de asomarse al nuevo conocimiento. Un académico… a veces títulos y soberbia van de la mano.

Helmut hace una pausa y sonríe cansado.

—No nos adelantemos. Puede que me equivoque y realmente sea un descubrimiento revolucionario, como tú dices. Mientras tanto, vamos a descansar, que mañana deberemos seguir. Y Gustav… deja en paz a ese nativo. Lo que menos necesitamos ahora es un incidente.

Me retiro sin ver, aunque supongo, la mueca de disgusto de Gustav.

Pensaba partir al cumplirse los diez años… pero ahora postergaré mi partida. No ocuparán tanto tiempo en los estudios… y quiero saber a dónde llevarán los restos de Madaki.

Donde vayan, los seguiré y ya no regresaré jamás a esta isla.

 

 


Fernando José Cots Liébanes, escritor, guionista de teatro y cine, cineasta, docente nacido en Córdoba, Argentina, el 1º de Junio de 1950. Es Licenciado en Cinematografía, 1989, recibido en el Departamento de Cine y TV, Escuela de Artes, Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba.

De sus ficciones, hemos publicado en Axxón: QUILINO, CARACOLES, LA NOCHE DE LA RATA, RECHAZO, OBERTURA PARA DIOSES LOCOS, PROCÓNSUL, LA TRAMPA, SI MARTE FALLA, LOS INVASORES DEL SÁBADO, MADUREZ, RADIO MALDITA, LOS APESTADOS DE TANIT, DONACIANO, CONVOY, CLOTILDE, FACTOR ‘T’ / FACTOR ‘R’ y EL HISTORIADOR.

También publicamos sus ensayos y artículos LAS MALAS COPIAS, ECOS Y SILENCIOS, EL GRAN HERMANO Y SUS MODELOS REALES, EL TRISTE OFICIO DE WINSTON SMITH, LAS GRANDES DUDAS DEL PLANETA ROJO y ADIÓS A LA TIERRA.


Este cuento se vincula temáticamente con CAPITÁN SOLOZA, de Carlos Pérez Jara; ESENCIA Y NATURALEZA, de Graciela Lorenzo Tillard y Fabio Ferreras; y EL ÚLTIMO, de Sergio Sangiao Filgueira.


Axxón 252 – marzo de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Robots, ciborgs : Argentina : Argentino).

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