MISIÓN DIPLOMÁTICA

Néstor Darío Figueiras

Argentina

A Laura Ponce, porque desde que leí sobre su ventajoso retacer, sus fábulas no han dejado de sorprenderme.

La hipótesis de Hoyle no descarta la selección natural, simplemente la considera como uno de los mecanismos de la evolución, aunque no el más importante. El motor de la evolución sería el aporte periódico de material genético proveniente del espacio.
"El mito de la sopa primordial", Pablo Capanna

Sos buena en la cama
Y sabés guardar un secreto
Hasta quebrar tu cuerpo
Y te vas
Y te vas dividiendo.

"Ameba", Soda Stereo


La retronave reposaba sobre una altiplanicie rodeada de colinas. En sus flancos medio herrumbrados se leía Skuonk, y, a pesar de la pintura descascarada, podía apreciarse el emblema del Gabinete de Relaciones Exteriores de Madretierra. La luz lechosa que irradiaba el sol azulado de Zwendara bañaba su casco aún humeante.

En el puente de mando, Lynn Nankusai se desvestía despreocupadamente. Cuando estuvo libre del aparatoso homeotraje reglamentario se quitó la ropa interior y se dedicó a desentumecer su cuerpo desnudo con movimientos elásticos y precisos. En un acto reflejo ensayado desde la infancia, revisó las innumerables pecas que salpicaban su piel. Luego se palpó los generosos pechos que apuntaban hacia el panel de mandos y sintió cosquilleos punzantes que electrizaron sus pezones: los desagradables efectos del criosueño. A pesar de que ya habían pasado tres semanas desde que habían sido vomitados por los criocapullos, las secuelas aún persistían.

Pero lo peor al despertar es descubrir que una tiene que depilarse y que no puede hacerlo, pensó.

La mayoría de las veces el reducido espacio de las naves y el apretado cronograma de las misiones impedían darse esos lujos. Se palpó el vientre, los muslos y los glúteos. Aunque los magnetocilios internos de los capullos masajeaban permanentemente el cuerpo durante el criosueño, la pérdida de tono muscular era evidente. A pesar de la intensa ejercitación de los últimos días, aún no había logrado recuperar del todo la firmeza de sus miembros.

Sin embargo, tenía que reconocer que el criosueño también la había adelgazado. Al menos obtendría algún beneficio de esta misión.

Maldijo el ítem del reglamento que prohibía llevar espejos. A bordo de una retronave no había superficies bruñidas de ningún tipo, a causa de las singularidades forjadas por los retroimpulsores. Al atravesar el revés del continuo, todo en su interior era ensombrecido hasta lucir el negro más fuliginoso. Sólo al salir del retrovuelo cada cosa recuperaba su color original. Aunque los homeotrajes y los criocapullos seguían permaneciendo negros como el azabache.

Nankusai se soltó el pelo y se desperezó con lentitud. La deslumbrante claridad que entraba por las cubiertas acristaladas de la Skuonk la hizo lagrimear.

Con la complexión delicada de una mujer oriental, la tez blanca y pecosa de una caucásica, rasgados ojos verdes y una cabellera pelirroja, era una de esas bellezas exóticas, manufacturada a pedido de sus progenitores a partir de un cigoto 'crisol', en los laboratorios de Gen Ensemble & Co., en Neotokio.

Estaba calzándose unos jeans gastados cuando un ruido que provenía de los camarotes la sobresaltó. Giró y se cubrió el busto con el homeotraje.

—¿Quién anda ahí? ¿Ministro Jarovis? ¿Ya regresaron?

Ahora el silencio la inquietó aún más. Estuvo a punto de aislar el puente cuando se oyó una voz:

—Eh... Soy yo, Jaco —dijo el piloto de la Skuonk, Jaco Manrek, saliendo a la luz azulina que ya inundaba el recinto por completo—. Discúlpame, no quería... Sólo venía al puente para programar los sistemas de autodefensa de la nave y...

Nankusai enrojeció de furia.

—¡Mientes! ¿Cuánto hace que me estás espiando, maldito hijo de puta?

—Sólo me topé con el espectáculo. No era mi intención...

—¿Espectáculo? ¡Desgraciado!

—¿Desgraciado? ¿Desde cuándo es aconsejable andar en cueros dentro de una retronave? Como te dije, sólo quería...

—¡Habías salido con Jarovis y Löttermein a explorar!

—Fue Jarovis quien me envió de regreso para programar el sistema defensivo de la nave. Y también quería que adelantara los preparativos para la caminata hasta Awezem. Ya sabes: las mochilas, los holomapas, disponer los menús de los sintetizadores de alimentos... No es mi culpa, bonita, si tienes vocación de stripper.

—¡Eres un miserable! No me extrañaría que la propuesta de retornar a la nave haya sido tuya. Hasta podrías haber mostrado un compromiso repentino para con la misión con tal de venir a espiarme, asqueroso mirón.

—Bueno, debo admitir que más de una vez intenté verte algo más que la cara y las manos. Pero el uso obligatorio del homeotraje...

—No te basta con esas viejas revistas de papel, ¿no?

—Son valiosas piezas de museo. Soy un coleccionista.

—Eres un onanista.

—Uh, como quieras, bonita. Por cierto, no sabía que tenías tantas pecas...

—Si no te importa, quiero terminar de vestirme... a solas.

—Claro, claro. Ya me voy. Ah, no sé si deba recordarte que esos pantalones son antirreglamenta...

¡Ya vete!

Una vez que el jefe ministro del Gabinete de Relaciones Exteriores de Madretierra, Tiago Jarovis, y el tepe Markus Löttermein regresaron a la Skuonk, los cuatro miembros de la misión diplomática se dispusieron a marchar hasta Awezem. Ocho kilómetros separaban a la retronave de la ciudad. Tendrían que recorrerlos a pie, esforzándose sobre el terreno escabroso, sudando a la luz azulina del sol zwendariano.

Antes de partir, el jefe de GREMT constató que todo estuviera en orden:

—¿Están listos los sistemas automáticos de defensa, Manrek?

—Listos.

La mirada de Jarovis pasó de Manrek a Nankusai, y nuevamente al piloto.

—¿Todo en orden, Lynn?

—Así es, ministro. Todo está bien —contestó Nankusai con su armoniosa voz de contralto.

—¿Segura? —insistió Jarovis, sin despegar los ojos de Manrek. Mientras preguntaba otra vez, se quitó de la frente un mechón de pelo entrecano. En él, ese gesto impaciente era señal de desconfianza. El piloto le daba mala espina.

—Segura, ministro —Nankusai sonrió conciliadoramente.

—Ya la oyó, jefe. Todo está muy, pero muy bien... —intervino Manrek con ironía, mirando de reojo a Nankusai.

—Mejor así —reconvino Jarovis, haciendo caso omiso del sarcasmo de Manrek—. Todos comprueben sus pertrechos, que sus homeotrajes estén bien ajustados. Y recuerden usar las mascarillas: la atmósfera de Zwendara puede fatigarlos.

Luego de sellar las compuertas de la Skuonk, la delegación comenzó a caminar en dirección a Awezem. Löttermein, Nankusai y Manrek comprobaron que el jefe del GREMT estaba en lo cierto: a intervalos más o menos regulares debían aspirar largas bocanadas de oxígeno de las mascarillas. Descubrieron que un viento recio barría las serranías. Pero las ráfagas no eran lo suficientemente fuertes como para agitar las grandes plantas que se alzaban a más de veinte metros sobre el suelo. Su apariencia era una rara mezcla de champiñón y cacto.

Jarovis encabezaba el grupo. Se encargaba de recordarles a los demás los pormenores de la misión:

—Es absolutamente necesario que arribemos a Awezem a pie. Es una de las costumbres del zremdyn.

—¿"Zremdyn"? —preguntó Manrek, temiendo que Jarovis empezara a soltar uno de sus latosos discursos—. Vamos... Ya no trates de impresionarnos con tus conocimientos.

El jefe del GREMT ignoró el comentario y continuó explicando las peculiaridades del protocolo zwendariano.

—Llegar caminando es señal de paz y propicia el buen recibimiento.

Markus Löttermein, el desgarbado tepe, sacudió la cabeza lampiña con incredulidad.

—En los informes que ha redactado para el Gabinete, ministro, usted los ha definido como "seres altamente evolucionados". ¿Cómo es posible, entonces, que no hayan desarrollado tecnología? Ni siquiera han dominado el fuego.

—Es muy sencillo: su tecnología se basa en la manipulación genética. Cualquiera de los organismos que habitan este planeta puede mostrar el grado de desarrollo tecnológico que han alcanzado los zwendarianos.

Löttermein pensó en cuán alarmante resultaba esa explicación.

—A los zwendarianos les parecía igual de repugnante en los humanos la enorme dependencia de máquinas inorgánicas —remató Jarovis—. En Zwendara no hay artefactos de ningún tipo, Markus.


Cuando el GREMT determinó que los zwendarianos eran amigables, todos en el Directorio de Madretierra se entusiasmaron con Zwendara. No había sucedido lo mismo cinco AOS (Años Objetivos Standard) antes, cuando~el gobierno había admitido oficialmente la existencia de una nave de origen desconocido estrellada sobre Sinus Iridum, al noroeste de la cara visible de la luna. Los medios sensacionalistas pronto bautizaron 'iridios' a los alienígenas. Más tarde se informó que se trataba de una partida de reconocimiento que a duras penas había sobrevivido a un aterrizaje de emergencia.

No sucedió aquella conmoción global que al holocine le gustaba mostrar en sus invasiones extraterrestres más taquilleras. No hubo sorpresa ni pánico. Tan sólo algún desconcierto que duró algunas semanas gracias a los medios de comunicación. No se congregaron multitudes en el desierto a observar la luna con telescopios de aficionado; ni hordas de alarmados consumidores atestaron los supermercados para abastecer búnkeres improvisados en los sótanos. Tampoco los líderes religiosos aprovecharon la ocasión para revitalizar sus mensajes apocalípticos.

Hacía varias décadas que el espacio había perdido su terrorífico encanto. Los habitantes del mundo habían dejado de contemplar las estrellas y se habían sumergido en los vastos y profundos mares del ciberespacio. Bajo ellos, jugaban a ser caricaturas binarias que se rehogaban en drogas químicas y virtuales. Las personas eran máscaras que se mostraban felices con sólo elegir la opción adecuada en el menú de preferencias del software de moda.

A decir verdad, hasta ese momento no había sido difícil para el Directorio de Madretierra gobernar a un hatajo de naciones llenas de indolentes ciudadanos. Pero tanta desidia y apatía habían multiplicado la capacidad autodestructiva de las personas. Los suicidios eran cosa de todos los días. Se imponía la necesidad de una meta común que pudiera acabar con el letargo en el que se había sumido la civilización.

Y la nave de los iridios era la clave para despertar al hombre. El Directorio decidió echar mano a un recurso siempre latente y efectivo: la guerra. Para ello puso en marcha un plan meticulosamente elaborado. Poco importaba si la patrulla de reconocimiento alienígena había venido en son de paz.

El primer paso fue fundar el Gabinete de Relaciones Exteriores de Madretierra. Aunque sólo se esperaba que sirviera como decorado, una pantalla que ocultara el verdadero objetivo que perseguía el gobierno.

Luego, a dos AOS del aterrizaje de emergencia de los iridios, los portavoces gubernamentales dijeron que había "buenos motivos" para creer que la inmensa fuerza expedicionaria alienígena que había enviado la partida de reconocimiento atacaría a Madretierra. Los buenos motivos eran las torturas que, bajo tinglados secretos, los científicos humanos habían infligido a los alienígenas capturados en la Luna, hasta matarlos. Un detalle que fue ocultado por el gobierno de Madretierra, pero que resultó imposible de ignorar por una especie en la cual todos los individuos vivían entrelazados en una comunión simbiótica casi indisoluble.

Con la misma obstinación absolutista de siempre, el Directorio decretó que los iridios eran "los primeros enemigos de la humanidad toda". Y la guerra se declaró, deseada secretamente por la mayoría, gracias a la constante y cuidadosa labranza mediática de los temores xenófobos. El conflicto se prolongó interminablemente, al compás de las necesidades del comercio y la industria. La civilización estaba de pie otra vez.

Ahora el interés del Directorio por los alentadores informes de Jarovis acerca de los zwendarianos radicaba en la esperanza de lograr una alianza con ellos. El objetivo no era zanjar definitivamente el enfrentamiento contra los iridios, sino contar con una as bajo la manga para cuando la situación se tornara incontrolable.


—Nuestra misión es de altísima prioridad —dijo Jarovis, mientras se afanaba sobre el suelo rocoso y empinado—. El Directorio espera que los zwendarianos nos den la clave para destruir a los iridios.

Hizo un breve silencio para permitir que todos captaran el enfático recordatorio de su objetivo, y continuó:

—A primera vista, Awezem les parecerá un macizo vegetal, un bosque. Sin embargo es una ciudad, una ciudad funcional, vasta y compleja. Los zwendarianos son un ejemplo de coexistencia en armonía con la ecología del planeta que habitan.

Jarovis no podía evitar entusiasmarse cuando hablaba de ellos. Había sido miembro de la primera expedición a Zwendara, y a partir de entonces se había abocado a la tarea de descubrir los misterios de esa especie. Quería conocer los dispositivos psicológicos y sociales que la hacían funcionar con tan sorprendente precisión, los factores que ponían en marcha procesos tan complicados como el 'zremdyn'. Creía que la alianza con los zwendarianos otorgaría a la humanidad no sólo la victoria sobre los iridios, sino también otros numerosos beneficios. Agradecía al Cielo el que las sondas exploradoras hubieran descubierto a Zwendara durante su gestión como jefe del GREMT. No cualquier exobiólogo se encontraba en su carrera con una oportunidad de oro como ésta.

Él sabía que era probable que la guerra no terminara nunca. Pero si la Skuonk regresara a Madretierra llevando el secreto para vencer a los iridios, todos estarían tan agradecidos como él de que las sondas hubieran hallado a los zwendarianos. Y ellos se convertirían en héroes.

Mientras Jarovis meditaba, Löttermein y Nankusai miraban con recelo las plantas que ascendían rígidas hacia el cielo.

—¿Los zwendarianos son como estos enormes hongos pinchudos?

El hermoso timbre de contralto de Nankusai atrajo la atención de Manrek. El piloto contempló el vaivén de las caderas de la joven y recordó la esbelta figura proyectada a contraluz que lo había encandilado en el puente. Aunque echó de menos sus ajustados jeans, vio que ella conservaba todo su atractivo aún enfundada en el negro homeotraje.

Jarovis percibió la mirada lasciva de Manrek clavada en el cuerpo de la mujer y una rabia filosa se encendió en su interior. Respondió la pregunta de Nankusai, tratando de disimular la irritación que le provocaba el piloto.

—¿Te refieres a los wazdris, Lynn? No, los zwendarianos no son tan altos, ni tienen tantos pinchos. Cuesta un poco acostumbrarse a su apariencia. Es posible que al principio les resulte un poco repelente... —Mientras hablaba, seguía vigilando de reojo a Manrek, que no despegaba su mirada de la joven.

Más te vale que no la toques, pensó. Y volvió a preguntarse qué habría sucedido esa mañana en el puente de la Skuonk.

Debido a las características inusuales de la misión, Jarovis había insistido en que no se sometiera a la tripulación a los condicionamientos inhibidores del deseo sexual, gracias a los cuales se evitaban muchos problemas en las retronaves. Sobre todo cuando se trataba de viajes largos, como el que habían tenido que hacer hasta Zwendara. Ningún retrovuelo de esa magnitud se hacía sin condicionar a los tripulantes, ya que, por alguna razón, la ominosa soledad del espacio parecía agudizar en la mayoría de los individuos las frustraciones de origen sexual. Por lo tanto, cuando no se usaban los condicionamientos era frecuente observar en los retronavegantes el surgimiento de conductas promiscuas y psicopatías sexuales.

Pero Jarovis afirmó que el éxito de la misión a Zwendara dependía de que todos conservaran intacta su libido. Los condicionamientos inhibidores hubieran alterado la producción hormonal de la tripulación y eso era justamente lo que no debía pasar.

—La herramienta más importante de la diplomacia es el diálogo, y los zwendarianos se comunican a través de las secreciones y las hormonas.

Ésa había sido la escueta e inquietante explicación que Jarovis había brindado a los dos miembros de la delegación diplomática y al piloto, cuando habían sido escogidos para la misión.

—El éxito de nuestro cometido, que es decisivo, tal vez requiera de sacrificios individuales.

Las dudas acerca de la verdadera importancia del retrovuelo a Zwendara quedaron completamente disipadas cuando se supo que sería comandada por el mismísimo Tiago Jarovis.

Luego de haber volado en el revés del continuo durante medio AOS, fueron expelidos por los criocapullos para afrontar la dura convivencia durante los veintiún días de frenado que la Skuonk necesitaba al atravesar el espacio normal. El encierro y el fastidio atentaron contra la cordura de todos. Habían tenido que sublimar de un modo u otro la creciente tensión sexual hasta descender en Zwendara. Entonces Jarovis creyó que las masturbaciones, las pesadillas eróticas, las constantes peleas y esa irritación ácida que había impregnado el trato entre todos ellos habrían de cesar.

Pero al ver ahora la forma en que Manrek miraba a Nankusai, y al descubrir su propia reacción frente a esa mirada, supo que no sería así.

El piloto se dio cuenta de que Jarovis lo estaba observando. Se sonrojó y apartó de mala gana sus ojos de las caderas de la joven, no sin antes ofrecerle una torcida sonrisa de complicidad al jefe del Gabinete.

Jarovis era consciente de lo que sentía por Nankusai. Un amor que había crecido a través de los años, silencioso y henchido de ensueños. Un deseo acorde a sus cincuenta años: tenue pero persistente, sosegado pero cálido; un anhelo que intentaba abrirse camino entre las fantasías de la joven a través de la caballerosidad, prescindiendo de las feromonas. Una dulce agitación que a veces se manifestaba en él a través de un exiguo dolor en las ingles. Que se evidenciaba en la esmerada solicitud con la que atendía a todos los pedidos de ella.

Lo malo de ese amor secreto, que lo hacía sentirse joven nuevamente, era que a la vez lo atormentaba con una culpa incisiva que no resultaba fácil de espantar. Aún estaba divorciándose de su esposa, Stella, y sabía que la separación afectaba a sus dos hijos. Se excusaba a sí mismo repitiéndose una y otra vez que esos sentimientos tan íntimos, desatados por la bella diplomática que alguna vez había sido su alumna, no eran deseos lascivos, sino una especie de cuidado paternal. Pero en el fondo sabía que no podía engañarse: estaba enamorado de Nankusai. Y los celos lo estaban carcomiendo. Creía que si ella tuviera que elegir, sin dudarlo se quedaría con el insolente piloto. Eso lo enfurecía.

Pero por sobre todas las emociones estaba el hecho de que Nankusai era indispensable para la misión: la necesitaban limpia. Limpia de Manrek y limpia de él mismo.

Löttermein no era una preocupación: se acostaba con genodroides. Lo llamaban 'tecnopigmalionismo' -'TP' era la sigla que se usaba en el hablar cotidiano-, o 'ciberfilia'. Todos sabían que la máxima aspiración de los cibérfilos o 'tepes' era emular a sus parejas, transformarse en genodroides por medio de implantes quirúrgicos costosísimos, aunque tal cosa fuera imposible. Un genodroide era un organismo montado, un híbrido estéril: mucho más que un robot, poco menos que un hombre.

Löttermein había llegado a empotrar dentro de su desgarbada anatomía tres circuitos de empatía neuronal, cuatro placas holomnemónicas y diez chips sincroerógenos. La idea de incluirlo en la delegación diplomática se debía a su gran capacidad de registrar información, gracias a su memoria eidética y a sus amplificados sentidos, hipertrofiados a causa de los implantes. Era un archivo viviente. Y eso parecía ser suficiente para que todos se obligaran a desterrar sus prejuicios y aceptarlo como un miembro más de la delegación. Se habían acostumbrado a su figura escuálida, sus amaneramientos, su piel coloreada con tintes plateados y sus ojos saltones que destellaban en la oscuridad.

Él era el único miembro de la tripulación que no sufría por la abstinencia de sexo. Sus placas holomnemónicas guardaban decenas de encuentros amorosos con su pareja genodroide. No se trataba de fantasías o recuerdos, sino de la experiencia multisensorial directa que él había vivenciado. Los chips no sólo le permitían a Löttermein lograr una empatía plena y total con su pareja durante el coito, sino que también le daban la posibilidad de revivir el placer obtenido en cada ocasión cuantas veces quisiera.

Lo que nadie sabía a ciencia cierta era cuánto más podía hacer el tepe con sus implantes; ésa era una de las causas principales del recelo que los tripulantes mostraban ante él. Se tejían muchos mitos acerca de los 'poderes de los tepes'.

Pero lo que no se discutía a bordo de la Skuonk era la efectividad de los chips como un sucedáneo del sexo, a juzgar por la satisfacción que se veía en la cara de Löttermein luego de cada 'sesión'. Por lo visto, eran capaces de producir un goce más real e intenso que las anticuadas revistas de papel que Manrek atesoraba como si fueran su misma vida.


—Maldición, Jarovis. Puedo comprender toda esa cháchara del zremdyn, pero ¿por qué tuvimos que aterrizar tan lejos de la ciudad? ¡Ocho kilómetros!

—Ya lo he explicado, Manrek. Debemos llegar polvorientos y cansados, como se supone que sería nuestro estado luego de marchar entre estas sierras barridas por el viento. Esto también es parte del protocolo.

Las respuestas de Jarovis a las continuas quejas del piloto eran pausadas y enfáticas, y dejaban traslucir una paciencia forzada que siempre parecía a punto de agotarse.

—¡Buen Dios! ¿Y no podíamos aterrizar en las inmediaciones, empolvarnos un poco antes de entrar y simular cansancio?

—No, no podíamos, Manrek. Nos habríamos perdido esto... —Jarovis hizo un amplio ademán, aludiendo a la fina llovizna que había empezado a flotar en el aire circundante—. El Rocío.

—¿Rocío? ¡Mierda! ¡Parece saliva! Y es pegajoso...

Manrek asomó a su nariz los dedos embadurnados con la humedad que estaba empapando las cabezas de todos. Arrugó la cara en una mueca de asco. Inmediatamente sacó de su mochila el casco del homeotraje.

—No, Manrek. Es necesario que nos moje.

—¿Necesario? ¡Ah, por supuesto! El zremdyn... ¿Cómo no lo adiviné?

—Ajá. El zremdyn.

—¡Lo emiten los wazdris!

—Así es, Lynn. El Rocío es el jugo proteínico que acompaña a la emisión de las esporas de los wazdris. Es una ofrenda de bienvenida para el caminante.

¿Esporas? —Löttermein abrió los ojos desmesuradamente. Parecía a punto de perder el control.

Los tepes demostraban una gran aversión por los fluidos corporales intercambiados en la relación sexual. Detestaban la "humedad de la carne". Y especialmente reprobaban la fecundación natural. Era frecuente que se esterilizaran quirúrgicamente para equipararse con su compañero genodroide. Si la pareja quería un hijo —algo que ocurría excepcionalmente— sólo podía conseguirlo mediante el montaje de un cigoto genodroide. Löttermein y su compañero aún no habían acordado nada el respecto. Pero él se había sometido sin dudar a una vasectomía como prueba de amor. Los genodroides emparejados solían ser posesivos y manipuladores. Bajo la sombra amenazante del abandono, sus parejas tepes terminaban por satisfacer sus caprichos sin objeciones.

—No temas, Markus. El Rocío sólo te quitará la fatiga y te dará un poquito de placer... casi como una borrachera. No se asusten si sienten mareos. Sus sentidos se verán excitados, pero los efectos son pasajeros.

—¡Nos están drogando! Linda bienvenida... —exclamó Nankusai, que ya estaba mostrando los síntomas de la embriaguez: sonreía con la mirada perdida, y caminaba balanceándose.

—Esta etapa del zremdyn tiene un significado similar al de una costumbre que practicaban algunas antiguas civilizaciones de Madretierra. Cuando un viajero del desierto arribaba a una casa, debía ofrecérsele agua limpia para lavar sus pies. Era la primera muestra de hospitalidad...

Pero ya nadie escuchaba el discurso de Jarovis. Los demás estaban ebrios, deambulando erráticamente y murmurando incoherencias. Así era la primera vez bajo el Rocío. Él podía tolerarlo sin exaltarse demasiado porque muchas veces había sido narcotizado durante la primera misión a Zwendara.

Notó que Löttermein jadeaba recostado sobre las raíces de un wazdri. Parecía haber activado una de sus holomemorias y estar disfrutando de los placeres combinados de la embriaguez del Rocío y del sexo envasado en sus chips.

Nankusai se había extasiado de tal modo que se quitó el homeotraje con arrebato y dejó que la llovizna almibarada bañara su cuerpo. Daba saltos de alegría, y sus senos se agitaban bajo la camiseta mojada. Reía sin cesar, totalmente alienada.

Es muy sensible; será un recipiente perfecto, pensó Jarovis con satisfacción. Entonces vio que Manrek, enardecido, se estaba desvistiendo frenéticamente mientras se abalanzaba sobre ella. Sin dudar, se lanzó a los pies del piloto justo a tiempo y lo derribó sobre el suelo polvoriento. Lo golpeó en la cabeza. Había sido muy afortunado en mantenerse más o menos sobrio. Rebuscó en el bolsillo secreto de su homeotraje. Apretando los dientes, apuntó una pistola láser a la nuca del piloto desmayado, los nudillos blancos en torno del metal frío y pulido. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no matarlo. Con gusto le hubiera disparado, pero lo necesitaban para que les llevara de regreso con la clave para destruir a los iridios.

Aún después de haber guardado el arma, seguía temblando de rabia. Tomó el homeotraje de Nankusai y comenzó a vestirla. La joven, aturdida, lo dejó hacer. Al acercarse a sus muslos invitantes, al apreciar la vastedad del vientre chato donde el perfecto ombligo destacaba como una diana, la fatal idea lo golpeó seductoramente, como un filo de pedernal hendiendo su carne urgida por el deseo. Su cuerpo drenó un torrente de hormonas que le congestionaron los sentidos, y a los cincuenta años, cuando creía dormida para siempre la premura de los instintos del sexo, experimentó un despertar que envaró todas las fibras de su ser.

Sus manos se estremecieron al intentar recubrir esos pechos: los pezones parecían querer rasgar la tela humedecida de la camiseta. Casi hubiera jurado que el aroma de la piel de Nankusai lo embriagaba más fuertemente que la garúa de los wazdris. Su mirada encendida paseó una y otra vez por el cuerpo inmóvil de Manrek y el extasiado Löttermein. Ninguno de ellos podría detenerlo. La tentación lo acunó en un péndulo de emociones vivas y penetrantes, espoleadas por el odio que sentía hacia Manrek y por el perturbador erotismo que emanaba de Löttermein, abstraído en su holomemoria. Aunque las contorsiones del tepe le provocaban cierta repulsión, no pudo evitar excitarse aún más al contemplarlas. Y el Rocío también hacía lo suyo en él, a pesar de su tolerancia. Lo rodeaba una atmósfera orgiástica que lo empujaba con violencia hacia el cuerpo de Nankusai.

Ella nunca recordaría con exactitud lo que sucediera.

No. Ella tiene que permanecer limpia para poder alojar el secreto que nos permitirá derrotar a los iridios.

Pero los muslos torneados, el cáliz del ombligo...

No. No soy un animal asqueroso como Manrek. Maldito viejo verde. ¡Detente, detente! Es tan sólo una jovencita. Podría ser tu hija...

...los pezones prominentes, su aroma hipnótico...

No. No. El secreto para aniquilar a los iridios...

Ella nunca recordaría...

¡El secreto!

Con gran esfuerzo logró cerrar la cremallera del homeotraje de Nankusai hasta el tope, y se alejó de ella. Se sentó sobre una roca, a esperar que se extinguiera el ardor pulsante de su entrepierna. La pistola mal enfundada le oprimía el costado.


El calor del sol azulino evaporó con rapidez las miríadas de gotas viscosas. El vaho púrpura que ascendió hacia el cielo zwendariano dejó tras de sí millones de corpúsculos microscópicos, depositados sobre el suelo gris. Esos orgánulos, los contenedores de información que dormían en los wazdris, fueron repentinamente expulsados del sueño que los hacía flotar en un letargo amniótico. Se activaron y comenzaron a moverse con frenesí, ávidos de acoplarse unos a otros. La aspereza del polvo los irritó, y en respuesta su membrana exterior se endureció, encerrando en un caparazón translúcido un dato sensorio.

El viento los levantó en enormes remolinos colmados de vida y se alborotaron en el aire recalentado, buscando combinar la partícula de información que albergaban. Esa era la única razón de su trajinada y fugaz existencia. Mientras eran arrastrados por la brisa, muchos lograron entrelazarse en largas cadenas de aminoácidos complejos. Entonces su individualidad se perdió y fundió en una intricada nube polipeptídica.

Acoplamiento. Reconocimiento. Decodificación. Despersonalización. Fusión. Codificación.

La mayoría de los orgánulos que no lograron unirse a la nube se disgregaron, salvo unos pocos que fueron reabsorbidos por los wazdris. Aún menos fueron los que sobrevivieron a la orfandad completa, sin poder alcanzar la nube ni regresar al cálido y húmedo reposo del wazdri. Los más tenaces y mejor nutridos. Quizá alguno de ellos pudo transformarse en una espora libre, un microcosmos centrípeto y recluido en su latencia somnolienta, ampliando así sus posibilidades de cruzar el espacio hasta alcanzar un sustrato favorable. Allí podría mutar hasta convertirse en un protozoo.

Bajo la nube opalina, dos aturdidos caminantes se reponían de la embriaguez, sumidos en el abatimiento, agotados por el intenso placer. Un tercer caminante recuperaba el conocimiento luego de haber sufrido un prolongado desmayo. Los tres estaban inermes y eran permeables a los orgánulos flagelados que ya se agitaban en su interior, tanteando sus genes con curiosidad.

Jarovis permanecía sentado, absorto en sus pensamientos. Recordó a su esposa y a sus hijos, y se permitió llorar. Nadie le prestaría atención hasta que pasaran los efectos narcóticos del Rocío. Sólo entonces los demás recuperarían el sentido.

Comprendió que esta vez no era lo mismo: haber vuelto a Zwendara estaba resultando decepcionante. Ahora no sentía el entusiasmo que lo había embargado durante la primera expedición, cuando había sido enviado al mando de un grupo selecto de dignatarios del GREMT, planetólogos y exobiólogos de renombre. Ese retrovuelo había conseguido que, por primera vez en mucho tiempo, se olvidara de los maliciosos e provocadores comentarios que Stella esgrimía contra él en forma continua; que pudiera escapar de la omnipresente sombra de la contienda, la cual se había vuelto una forma habitual de trato entre ellos. En Zwendara había podido dedicarse de lleno a la tarea que lo apasionaba, lejos de todas las presiones emocionales y de las exigencias que imponía la rutina de su insatisfactoria vida matrimonial.

Pero ahora veía que nunca había podido deshacerse de la añoranza de un enamoramiento adolescente, del anhelo de sentirse otra vez deseado. Ahora veía que el desamor era capaz de seguirlo a través del revés del continuo.

Fue al regresar de la primera expedición a Madretierra cuando se fijó en Nankusai, una de sus estudiantes más promisorias.

Mientras recordaba, observó a la joven, que aún se tambaleaba y reía tontamente. Se preguntó por qué la había traído hasta Zwendara, por qué la había elegido como recipiente, exponiéndola a peligros inconcebibles.

¿Creías que sería una aventura romántica? ¡Viejo estúpido!, pensó.

Luego se dijo que la lógica razón de su elección era la mixtura de información hereditaria que había en las células de Lynn. Ella se formado a partir de un cigoto crisol: su surtido de genes beneficiaría el intercambio de información que tendría lugar entre ella y su Interlocutor.

Pero en realidad, Jarovis no podía discernir con claridad cuáles habían sido sus motivos al escogerla.

Los orgánulos eludieron los genes de Jarovis instintivamente: la repelencia que sintieron sus flagelos sólo podía significar que él ya había sido explorado en alguna ocasión. Sólo bastaba comprobar si en esa oportunidad se había inscrito correctamente la finalidad que esperaba a ser activada. Verificaron que el mensaje neuroquímico estaba bien eslabonado: el palimpsesto de emociones que asaltaban a Jarovis sería blanqueado capa a capa, hasta descubrir el propósito último. Se develaría así una voluntad compulsiva que ni él mismo reconocía con claridad, manifestándose en el momento exacto.

Los miembros de la delegación diplomática exhalaron y transpiraron. Entonces los corpúsculos que habían hurgado dentro de ellos, saturados de información novedosa, fueron estimulados por la salinidad irritante del sudor y la acritud del aliento. Escapando de los cuerpos con su dato precioso, fueron remontados por el viento para reunirse con la nube que aglomeraba a millones de sus hermanos. Fueron apresados en el ciclo vital: acoplamiento, reconocimiento, decodificación, despersonalización, fusión, codificación.

La nube polipeptídica se extendía por el cielo como un tapiz vivo de cientos de metros cuadrados. Ella distinguió a los orgánulos recién acoplados: eran los elegidos, los que portaban lo ajeno. Su cúmulo de datos era extrañamente sabroso, por lo cual los acogió en su centro nuclear, poniendo a buen recaudo la valiosa y exótica información. La mayoría de los corpúsculos que no penetraron a los caminantes albergaban información redundante, y fueron desplazados hacia los contornos de la vaporosa nube para ser sacrificados y convertidos en un tegumento que protegiera el corazón de datos preciosos.

Jarovis se puso en pie. Secó sus lágrimas con el dorso de la mano y decidió que era hora de olvidar los remordimientos y las culpas. Mientras vigilaba el vagabundeo de los aturdidos miembros de la delegación, sintió que el objetivo de la misión se imponía en su mente, logrando aquietar el torbellino de vacilaciones que lo habían confundido.

Muy por encima de su cabeza, la nube cobró un aspecto más sólido. Ahora era una entidad, un Manto que flotaba y se estremecía, y en cada contracción clasificaba y ordenaba las hebras del entramado de complejos polipéptidos que conformaban su corazón, dando coherencia y cohesión a las largas cadenas de datos. Allí se cifraron descripciones químicas completas de cada uno de los tres caminantes.

Habiendo alcanzado la cima de su madurez, el Manto fue empujado por el viento hasta la ciudad, situada con precisión en el mayor centro ciclónico de ese continente.

Mientras reanudaba la marcha, el ministro revisó furtivamente la carga de su pistola láser. Luego guardó el arma dentro del bolsillo oculto de su homeotraje. Su corazón comenzó a latir con fuerza.

El núcleo del Manto también palpitaba intensamente, delineando una y otra vez los tres íconos genéticos, un pulso intermitente que fue captado por la apretada cobertura de Centinelas que cobijaba a Awezem. Cuando el Manto sobrevoló la ciudad, la embestida de los cúmulos de aire desató un chaparrón, un violento y breve aguacero, que ocultó el sol detrás de un velo plomizo con la misma prisa con que lo descubrió finalmente.

El Manto murió destilando su esperma cuando el tegumento exterior fue desgarrado por el viento tempestuoso. Los pétalos nervudos de los Centinelas se abrieron por completo para que el flujo codiciado empapara sus verdirrojos gineceos.

La efímera tormenta terminó de espabilar a los caminantes. Jarovis sintió que la lluvia arrastró consigo los últimos retazos de incertidumbre, lavándolo, descubriendo una firme determinación. El jefe del GREMT supo que ya no había vuelta atrás: intuyó que el designio que lo guiaba era inexorable. Camino con apremio y desoyó las quejas de los miembros de la delegación diplomática, instándolos a avanzar con rapidez.

En los niveles inferiores de la ciudad, muy por debajo de la cubierta de las carnosidades verdes y rojas, los Transeúntes se alegraron al percibir los estremecimientos de los tallos rectilíneos que se alzaban a más de cien metros sobre suelo. Pronto las Matrices rebosarían de vida y llegarían visitas. La ciudad, que había permanecido adormecida bajo la perenne sombra de los Centinelas, despertó a una febril actividad.

En las profundidades del suelo de Awezem, tres sacos inflamados que pendían, a modo de tubérculos, se agitaban sin interrupción entre las raíces enterradas. Eran placentas repletas de jugos espesos. Lo que contenían evolucionaba asombrosamente rápido. Cuando el acelerado crecimiento que las convulsionaba llegó a su culminación, los sacos ascendieron a través de miles de pegajosos zarcillos que se adhirieron a las raíces.

Dentro de la ciudad, una multitud curiosa de Transeúntes se amontonó con ansias en torno de las Matrices rosadas, que ya asomaban a la superficie del suelo. En medio de la muchedumbre se destacó una figura de unos cuatro metros de altura. Tenía un cabeza diminuta, llena de pámpanos que se erguían a modo de antenas. Bajo ésta, se hinchaba un cuerpo bulboso y segmentado, de un color gris verdoso, erizado de numerosas púas negras. En él se insertaban varios miembros aguzados llenos de articulaciones y nudos, que funcionaban como brazos y piernas a la vez, y le daban una apariencia arácnida. En la parte posterior del cuerpo colgaba una chorreante raíz, a modo de aguijón, que vibraba sin cesar, como deseando hundirse en el suelo y crecer hasta honduras más fértiles.

La figura examinó con sus pámpanos sensoriales a las Matrices palpitantes. Satisfecha, las arrastró con infinito cuidado entre la jubilosa multitud de Transeúntes.

Por último, un estolón hueco de más de tres metros de diámetro se abrió paso a través del muro de tallos protectores, reptando hacia el exterior.

Ya todo estaba listo. Awezem esperaba.


Los caminantes se detuvieron al llegar a la cresta de la última sierra. Estaban extenuados y sucios, y el repentino aguacero los había calado por completo.

—Awezem —jadeó Jarovis.

La ciudad zwendariana era una gran fortificación vegetal. Emplazada en un valle, se veía como un recinto amurallado, de un verde intenso y forma más o menos rectangular, construido con troncos apretados y rectos que parecían tener cientos de metros de altura. Estos árboles estaban coronados por unos carnosos pétalos que se disponían lado a lado formando una techumbre que parecía impenetrable.

—¡Sólo es un cerco de plantas! ¡Más malditas plantas! —Mientras se quejaba, el piloto se frotaba la adolorida cabeza. Jarovis le había dicho que había resbalado y se había golpeado mientras sufría los efectos del Rocío.

—Son Centinelas, Manrek.

—¿Centinelas? —Nankusai frunció el entrecejo—. ¿Otra borrachera?

—No lo creo —respondió Löttermein—. Los Centinelas crean una cobertura que protege a la ciudad.

—Exacto —Jarovis sabía que el tepe podía recordar palabra por palabra los informes que él había presentado ante Directorio.

—Es lo que dicen sus informes. Pero allí también se menciona que los Centinelas no sólo se dedican a la protección, sino que "también desempeñan otras funciones vitales". Aunque por alguna razón, no se describen cuáles son esas funciones...

Mientras lo escuchaba, el jefe del GREMT supo que iba a ser difícil engañar por mucho tiempo a Löttermein.

El tepe no es estúpido. Intuye lo que sucede ahí dentro, se dijo.

Preguntó a su vez:

—¿Qué te sugieren los datos que has almacenado hasta ahora, Markus?

—Que esas flores gigantes tienen que servir para algo más que su finalidad aparente. Lo mismo pienso acerca de los wazdris. Y del Rocío.

—¿Y entonces...?

—Creo que sabe algo que nosotros desconocemos.

—¡Mierda! —intervino Manrek—. ¡No juegues a las adivinanzas con nosotros, Jarovis! ¿Qué es lo que hacen los Centinelas? ¡Responde!

Jarovis habló con aplomo.

—Podríamos decir que los Centinelas recaban la información necesaria para que las Matrices sinteticen las respuestas a los estímulos externos.

Sabía que podía perder el control por completo si no escogía bien las palabras. Había que dar respuestas ciertas pero ambiguas, la verdad diluida, licuada. Eso calmaba los ánimos. Era algo que no había aprendido en el aula dictando clases, sino tras el escritorio en su despacho, al tratar con ineludibles burócratas y políticos corruptos.

Tengo que evitar cualquier intento de motín. Por lo menos hasta que logre meterlos en Awezem, pensó.

—Pero nosotros somos estímulos externos... —murmuró el tepe, analizando la información que había en sus chips.

—¡Muy bien, Löttermein! Somos estímulos... —Jarovis animaba al tepe a continuar con sus razonamientos.

—Información... recaban información para las Matrices...

La mente de Löttermein ensambló todas las piezas. Cuando entrevió el esquema enmudeció. Una profunda sensación de asco lo revolvió por dentro. Reprimió las náuseas.

Jarovis vio el destello de comprensión en los ojos saltones del tepe. Siguió dosificando la verdad para los desconcertados Nankusai y Manrek.

—Ahora mismo las Matrices están... ¿Cómo decirlo? Están procesando esa información... Están gestando las reacciones a estos estímulos que somos nosotros.

—Entonces, ¿los Centinelas ya obtuvieron información acerca de nosotros? ¿Cómo la consigui...? —había empezado a preguntar Nankusai.

—¡El Rocío! —estalló Manrek—. ¡Lo hacen a través del Rocío! Por eso teníamos que dejar que nos empapara.

—El Rocío —asintió Jarovis.

—"Ofrenda de bienvenida"... ¡Hijo de puta! —gritó el piloto airadamente—. Nos han sondeado.

—Todo es parte del zremdyn —se excusó Jarovis. Su mano derecha estaba cada vez más cerca de la pistola que se apretaba contra su cintura.

—¿Qué se está "gestando" ahí dentro, Jarovis? Hemos sido polinizados de alguna forma, ¿no es cierto? —interrogó el tepe, mientras miraba con recelo los enormes muros verdes. Parecía estar a punto de huir espantado.

Manrek echaba fuego por los ojos. A Nankusai se le hacía cada vez más difícil disimular el miedo que empezaba a sentir.

—Algo parecido a la polinización anemófila, Markus. Aunque para ser exactos, el objetivo no es fecundarlos a ustedes, sino replicar su genoma —respondió Jarovis, mientras hacía aparecer súbitamente la pistola en su mano—. Las microesporas de los wazdris que pasaron a través de sus cuerpos llegaron a la ciudad antes que nosotros, y ahora las Matrices están dando a luz a sus Interlocutores. Ellos dialogarán con ustedes. ¡Es sólo el primer paso en esta relación xenógama! Todos vamos a entrar a Awezem sin chistar. ¿Recuerdan que les dije que el éxito de esta misión demandaría sacrificios individuales? Caminen hacia los tallos.

Manrek tuvo que refrenar sus músculos tensos: había decidido abalanzarse sobre el jefe del GREMT un instante antes de que asomara el cañón resplandeciente apuntándole al pecho.

Cuando ya no sirven los engaños hay que tener a mano este cachivache, se dijo Jarovis, mientras encañonaba alternadamente a los tripulantes de la Skuonk.


La curva pared del tallo hueco estaba embadurnada por una sustancia pegajosa. Era como caminar a través de un túnel oscuro y encerado. A lo lejos, un círculo de luz verdosa indicaba la salida. Manrek encabezaba la fila, llevando de la mano a Nankusai, procurando tranquilizarla con suaves caricias. Los seguía Löttermein, que susurraba balbuceos incomprensibles, como si estuviera hablando con alguien.

¿Habrá activado alguna holomemoria? ¿En qué recuerdo se habrá refugiado? El tepe es peligroso, recordó Jarovis.

Él cerraba la fila. Sentía la fría culata de la pistola resbalar de su mano transpirada. ¡Cómo deseaba poder matar al piloto! Tan sólo apretaría el gatillo... y a la mierda con Manrek.

Maldito onanista. De todos modos, te quedarás aquí para siempre, se dijo el ministro.

Cuando traspasaron la abertura circular del estolón, se hallaron dentro de un domo vegetal, bajo el cual crecía una especie de bosque organizado. La elevada cubierta que cobijaba a Awezem era sostenida por los troncos rectos de los Centinelas, que se erguían a modo de columnas. Una densa neblina de polvillo saturaba la atmósfera calurosa y húmeda del lugar. Manrek, Nankusai y Löttermein estornudaron repetidas veces. Cuando por fin dejaron de lagrimear, pudieron observar que el suelo estaba atestado de repollos: una marea verde y viscosa de alimañas que comenzaron a chillar. Los disonantes gritos les erizaron la piel.

—Transeúntes —sentenció Jarovis. Había empezado a temblar, pero seguía empuñando amenazadoramente la pistola mientras les explicaba.

Y sólo cuando alzaron la mirada, vieron horrorizados a la enorme criatura arácnida, que se acercó a ellos con el andar quebrado de sus miembros retorcidos. Traía a la rastra tres nervudos bultos de aspecto desagradable, que se estremecían convulsivamente. Los arrojó a los pies del jefe del GREMT, y con uno de sus miembros llenos de púas rasgó los rosados pellejos. En medio de una explosión de líquidos placentarios surgieron los Interlocutores. Eran tres figuras bípedas, chorreantes y casi amorfas, que giraron unos rostros sin rasgos, aplanados, hacia los rehenes. Extendieron sus brazos con desesperación. Un angustioso jadeo surgía de algún punto de sus cabezas lisas y viscosas, desprovistas de boca.

Moviendo uno de sus angulosos brazos, el Regente posó unos pámpanos sensoriales sobre el cráneo de Jarovis. Entonces el ministro tartamudeó:

—El reci-cipiente es... el eje-jemplar fe-fem-mmenino, Regent-tte—. Ahora sus miembros se sacudían sin control.

Sin soltar a Jarovis, la araña orientó algunos pámpanos sensoriales de su cabeza hacia Nankusai. Su raíz-aguijón dejó de palpitar, endureciéndose. Con un movimiento rápido de su nudoso miembro hizo girar bruscamente la cabeza de Jarovis en dirección a la joven, partiéndole el cuello con un chasquido seco. La pistola se escurrió de la mano del ministro, cayendo sobre los alborotadores repollos, quienes la fagocitaron en segundos. Por un instante el cuerpo colgó laxo de la garra del Regente. Pero entonces una reanimación espasmódica lo envaró, a pesar de la fractura mortal. Abrió los ojos, ahora vidriosos, colmados por las dilatadas pupilas, y comenzó a hablar con un timbre monótono, casi sin mover los labios:

—Lynn. Ven. Aquí. Lynn. Ven. Aquí. Lynn. Ven. Aquí.

El estridente graznido de los Transeúntes aumentó hasta hacerse intolerable. Manrek se interpuso entre la araña y Nankusai. Löttermein se volvió, sólo para descubrir que el tallo hueco por donde habían entrado se había cerrado como un esfínter. Intentaron correr, pero los repollos los rodearon y les mordieron los pies y las piernas, corroyendo sus homeotrajes.

—Lynn. Ven. Aquí. Lynn. Ven. Aquí. Lynn. Ven. Aquí.

Con repulsión, patearon a las verdes bestezuelas hasta cansarse. Pero éstas seguían acechándoles en oleadas interminables, tironeando de ellos, carcomiendo sus pertrechos. Finalmente fueron derribados al suelo y un pesado estupor los paralizó, mientras el omnipresente y pastoso polvillo seguía metiéndose en sus narices y los repollos vocingleros reptaban sobre sus cuerpos tendidos, lamiéndolos, disolviendo sus ropas.


Lynn. Ven. Aquí. Lynn. Ven. Aquí. Lynn. Ven. Aquí.

Lynn. Ven. Aquí. Lynn. Ven. Aquí. Lynn. Ven. Aquí.

Lynn. Ven. Aquí. Lynn. Ven. Aquí. Lynn. Ven. Aquí.


Manrek podía oír al cadáver de Jarovis, ahora vocero del Regente. El show macabro de un monstruoso ventrílocuo y su monigote. Su monocorde voz le llegaba desde muy lejos, como si debiera atravesar espesos muros de gelatina hasta alcanzar sus oídos. Los repollos por fin se aquietaron y él trató de enfocar los ojos. Arriba se extendía la inmensa bóveda vegetal. Una trampa. Jarovis los había llevado a una maldita trampa. Giró la cabeza a duras penas, buscando a Nankusai y a Löttermein. Entonces vió que algo se movía a ras del piso: un bulto informe, unas formas agitadas y borrosas que se arqueaban a su lado.

Cuando adivinó lo que sus ojos le mostraban desdibujadamente gritó, pero su voz también había sido apresada por las invisibles paredes. El sonido le llegó después de haber articulado las palabras. Eso aumentó su desolación, pues sintió que ni siquiera se tenía a sí mismo.


¡No! ¡No! ¡Por Dios, suéltenla...! ¡Lynn! ¡Lynn!

¡No! ¡No! ¡Por Dios, suéltenla...! ¡Lynn! ¡Lynn!

¡No! ¡No! ¡Por Dios, suéltenla...! ¡Lynn! ¡Lynn!


Un Interlocutor se afanaba sobre el cuerpo desnudo de Nankusai, babeando sobre su piel, empujando con frenesí, sujetándola con los pegajosos miembros. Ella permanecía quieta. Ella era el envase perfecto.


Nos. Comunicamos. A. Través. De. Secreciones. Y. Hormonas.

Nos. Comunicamos. A. Través. De. Secreciones. Y. Hormonas.

Nos. Comunicamos. A. Través. De. Secreciones. Y. Hormonas.


El cadáver seguía hablando. Manrek lloró por Nankusai, pero no sintió las lágrimas mojando sus mejillas: una de las sabandijas verdes estaba parada sobre su pecho, y le lamía la cara.


Despertó y se halló prisionero de una apretada red de tallos. Descubrió que su cabeza apenas asomaba en medio de ese follaje. El polvillo tóxico le ofuscaba los sentidos. Cuando se recobró por completo descubrió que a su lado estaba Löttermein, aún inconsciente, también amortajado por la maraña.

—La hipertrofia de sus sentidos hace que su letargo sea más profundo.

Asustado, giró la cabeza hacia la voz rota que provenía de algún punto a su derecha. Al principio le costó reconocer el rostro desfigurado y ceniciento que emergía de la enredadera.

—¡Jarovis! ¡Hijo de puta! ¿No estabas muerto? ¡No importa! En cuanto pueda zafarme de estas jodidas plantas te mat...

—No he sido yo quien los trajo aquí... Fue mi Interlocutor, Manrek. Ése es tu nombre, ¿no? Jaco Manrek. Sí. Tú eres piloto. A Löttermein lo recuerdo bien. ¿Cómo olvidar al tepe?

—¿Cómo que tú no nos trajiste, hijo de una gran puta?

—Mi Interlocutor...

—¡Mierda, Jarovis! ¡Esos asquerosos engendros... violaron a Lynn!

—Y a ti. Y a Löttermein. Y a mí también, mucho tiempo atrás.

Dolorosas arcadas hicieron vomitar a Manrek.

—Ahora no recuerdas nada de lo que ha sucedido —dijo Jarovis—. Pero tu cuerpo lo sabe: has dialogado con tu Interlocutor. Has intercambiado información con él. Tú le has dicho todo cuanto le faltaba saber para transformarse en una perfecta imitación de tu persona.

»Sólo Dios sabe lo que él ha cifrado dentro de ti. Tu Interlocutor es ahora una acabada copia de Jaco Manrek, el piloto. Han sido una sola carne, como reza el viejo pasaje del Génesis. Él ha tomado algo de ti, y tú has tomado algo de él. Lo mismo ha pasado con Löttermein y con Lynn. Lynn... —los ojos de esa cabeza lívida se humedecieron.

—¿Qué dices? ¿Una de esas cosas repugnantes escribió los informes y nos trajo hasta aquí?

—Sí. Un clon. Una réplica fiel, capaz de sentir y pensar exactamente como uno. Los Interlocutores no sólo copian tu rostro y tu cuerpo. Luego de haberse apareado contigo reproducen tus circuitos neurales. Son capaces de inventariar todas tus impresiones, aún las que has olvidado. Plagian sin escrúpulos tus miedos y anhelos. Odian aquello que odias y de aman lo que amas. Y a quien amas.

—¡Lynn!

—Lynn. Por supuesto. He estado enamorado de ella por mucho tiempo. ¿Qué ha pasado con mi familia?

—Antes de que despegara la Skuonk, en los pasillos se cuchicheaba que tu esposa te había pedido el divorcio.

Jarovis bajó la voz:

—Finalmente pasó. Nunca reuní el valor necesario para decirle que sentía que nuestro matrimonio se había secado. Nuestros hijos...

Los ojos hundidos de Jarovis se humedecieron. Continuó:

—El amor puede mellarse, ¿sabes? Si no lo cuidas se muere. La primera misión a Zwendara fue una bendición. Pude ocupar mi mente y mi tiempo con algo excitante de veras. Pero cuando regresé descubrí que el amor que había sentido por ella estaba acabado.

—Jarovis...

—Sí, el amor se muere si se descuida. Solemos descuidar a quienes queremos. Eso es precisamente lo que he hecho con mis hijos. Los extraño tanto...

—Al carajo, Jarovis. No me interesan tus problemas familiares.

—Ellos han intentado clonarlos un par de veces, extrayendo su apariencia de mis recuerdos y de mis genes. Pero no pasan de ser unas caricaturas monstruosas, aunque también cariñosas. Como sea, los zwendarianos se preocupan por mí. Me han mantenido vivo desde que llegué aquí en la primera expedición.

—¿Qué quieren de nosotros?

—Darles la información que ustedes han venido a buscar, por supuesto. Quieren que destruyan a los iridios.

—¿Eh? ¿Cómo sabes de la misión?

—Hace mucho tiempo que estoy aquí, Manrek. Siguen comunicándose conmigo. Me han puesto al tanto de los planes de mi Interlocutor y del zremdyn.

—¡El zremdyn! Tu sustituto nos embaucó con toda esa mierda del protocolo para traernos aquí...

—No se trata de un engaño. Ellos llaman "zremdyn" al procedimiento mediante el cual reestructuran sus estados filogenéticos. Un rediseño de la arquitectura biológico-social. Es como un gran juego de naipes. Los wazdris, los Mantos, los Transeúntes, los Centinelas, los Regentes, los Interlocutores... y aún estas hiedras que nos sujetan son etapas evolutivas de la misma especie. Los zwendarianos han sido capaces de recapitular cada uno de sus ciclos filogenéticos, aprovechando al máximo las ventajas de cada uno de ellos.

»¿No son fantásticos, Manrek? En este planeta todas las mutaciones y divergencias evolutivas son compendiadas completamente en la vida de cada individuo. En Madretierra, una bacteria está separada de un chimpancé por insondables abismos evolutivos. Ambas criaturas pertenecen a reinos completamente distintos. En cambio, en Zwendara nunca ha ocurrido especiación alguna: todo ser vivo pertenece a una única especie, o paraespecie compilada, como he bautizado a este género. Un individuo puede metamorfosearse en cualquiera de los grados filogenéticos de la paraespecie (la bacteria o el chimpancé) a lo largo de su existir, dependiendo de la necesidad. Aquí la vida no descartó los esquemas obsoletos por los más evolucionados. Aquí se han acumulado todos los bocetos, aún los más torpes, con la nostalgia del artista que guarda...

—¡Basta! Cuando hablas de estos monstruos, te entusiasmas tanto como el mal nacido que nos metió aquí dentro a punta de pistola. ¿Qué mierda tiene que ver toda esta cháchara con la guerra?

—¿La guerra? ¡La guerra es parte del zremdyn! ¿Aún no lo entiendes, Manrek? ¡Se están barajando las cartas...! Los iridios son hijos no deseados, una estirpe sin futuro evolutivo. Ah, esas esporas viajeras e irresponsables. ¡Quién sabe dónde pueden terminar prosperando! ¡Alégrense! ¡Han sido elegidos como agentes de exterminio! ¿Quién es el recipiente? No el tepe, a causa de los implantes... Y creo que tú tampoco: eres demasiado violento y reacio, ideal para que te conviertan en sujeto de experimentación. ¡Lynn! Desde luego, mi hermosa Lynn. Seguramente su clon porta una mutación.

»La copia de Lynn que regresará a Madretierra será levemente distinta a la original. Es probable que sea muy prolífica, y si es así, querrá tener hijos prontamente. Serás testigo de algo único, Manrek: la especie humana será transformada. Pasará un par de generaciones antes que ustedes, los humanos, sean biológicamente más resistentes que los iridios. La guerra siempre ha sido la herramienta más efectiva para seleccionar genes más competentes...

—¿Ustedes los humanos...?

—Ya no soy lo que era, Manrek. Tiago Jarovis es sólo un recuerdo. Me mantienen con vida porque les soy útil. Aún con cierta frecuencia me sacan de aquí para aparearme con alguno de sus engendros y así conocer más acerca de la especie humana. A cambio he adquirido un vasto conocimiento en exobiología. ¡No tienes una idea de todo lo que me han revelado! ¡Si supieras lo que yo sé acerca de los demonios del sistema Xamelash...! ¿Y si te dijera lo que me enseñaron acerca de los nuvartehenses? ¿Y si te relatara el origen de la humanidad? ¡Los zwendarianos son poco menos que dioses, Manrek!

—¡Estás loco de remate!

Con las pocas fuerzas que tenía, el piloto escupió sobre la cabeza de Jarovis, que asomaba como un mohoso busto entre las enredaderas.

Sólo entonces advirtió el rugido de la retronave. Observó que la techumbre de Centinelas era desgarrada por llamaradas amarillentas. Los discordantes chillidos de los Transeúntes volvieron a llenar al aire recalentado, y la maraña de lianas comenzó a sacudirse. Giró el cuello, intentando zafarse, y vio que Löttermein ya estaba despierto.

—Manrek, he intentado establecer contacto con la Skuonk desde que Jarovis nos metió en Awezem. Mis chips lograron guiarla hasta aquí. Logré activar una de las rutinas de defensa automática que programaste...

—¡Bravo, Markus! No se cómo, pero te juro que saldremos de aquí.

Las llamas devoraban los pétalos de los Centinelas, que se retorcían y estallaban desparramando chorros de caldo aceitoso. Un tallo ardiente cayó sobre la cabeza de Jarovis, pegándole fuego a la enredadera. Cuando el calor hizo que reventaran los sarmientos que lo sujetaban a modo de grilletes, Manrek consiguió desasirse, resbalando sobre la supuración que se esparcía por todos lados. Pudo liberar a Löttermein y cargarlo sobre sus espaldas antes de que la llamarada los alcanzara. Las hordas de repollos estaban demasiado ocupadas evitando ser incineradas como para prestar atención a los fugitivos. Corrió con esfuerzo, esquivando los restos encendidos que caían desde el inflamado cielo, hasta que llegó en una zona donde los Centinelas aún no habían sido bombardeados por el napalm de la Skuonk. Se detuvo, desorientado. Tenía que encontrara una salida.

Entonces apareció delante de él la figura arácnida. El Regente se estremecía y alzaba sus miembros nudosos con ferocidad. Una especie de balido brotó de su cabeza y se lanzó sobre Manrek. El piloto se arrojó al suelo con el tepe a cuestas, justo a tiempo para evitar la estocada del aguijón del Regente. Ambos resbalaron sobre la baba que habían diseminado los Transeúntes en su atolondrada huída. Manrek se puso de pie con rapidez y atrajo la atención de la bestia agitando los brazos.

—¡Aquí, monstruo!

El Regente dirigió todos sus pámpanos sensorios hacia el piloto. Blandió una de sus extremidades, llena de púas cortantes. Éste logró evadir el golpe, pero a la finta le faltó rapidez: una de las agujas negras le abrió una profunda herida en el hombro derecho. El intenso dolor le arrancó un grito. Instintivamente se llevó la mano izquierda hacia la herida sangrante. Al descubrir que sus reflejos aún estaban medio embotados, supo que el enfrentamiento se definiría sin demora.

¡Tengo que conseguir un arma!, se dijo con desesperación. Miró a un lado y a otro, sin dejar de vigilar los veloces movimientos de la araña gigante. Sobre todo, observaba la erecta raíz-aguijón. Ésta se revolvía sin cesar y avanzaba como si tuviera propia, gracias a las inusitadas contorsiones que hacía el vientre del cuerpo segmentado y verdoso. De la extremidad de la púa manaba una mucosidad que a Manrek se le antojó ponzoñosa.

Miró de reojo a Löttermein: el tepe continuaba recostado en el suelo, a unos seis o siete metros a su derecha. Parecía estar recitando alguna oración, o algo por el estilo. Entonces a su izquierda cayó una rama encendida: la Skuonk ya estaba sobre ellos. Sin perder tiempo, Manrek tomó el tronco por la extremidad que aún no ardía y con él golpeó la cabeza del Regente. La araña maulló y se sacudió fieramente, la cabeza envuelta en llamas. Sus movimientos, antes fulminantes y certeros, ahora se volvieron dislocados.

El tepe gritó:

—¡Apártate, Manrek! ¡Hacia atrás!

El piloto dio media vuelta y se tiró sobre unas enredaderas que aún permanecían intactas, justo a tiempo para eludir la ráfaga de metralla que había lanzado la retronave. Cuando asomó la cabeza, vio el ennegrecido cuerpo del Regente despatarrado sobre un charco de sus humores, sus zancudos miembros desarticulados e inertes.

—¡Markus, eres un genio!

Volvió a cargarlo y buscó la pared externa, con la esperanza de hallar alguna brecha abierta por el fuego. La agitación de las llamas lo guió hacia un boquete a través del cual soplaba el aire que avivaba la hoguera. Apuró la marcha y entonces divisó la curvilínea silueta de Nankusai recortada contra el resplandor de las llamas. Desconcertado, apenas logró escucharla:

—¡Jaco! ¡Por aquí! ¡Vamos!

Y vio que ella se escabullía por el agujero.

El descubrimiento de que Nankusai estaba viva le dio fuerzas para seguir. Boqueando y tosiendo logró salir del infierno. La alcanzó al pie de una sierra y depositó a Löttermein en el polvoriento suelo.

—¡Jaco! Estás vivo... —Se acercó a él y lo abrazó tímidamente. Manrek la besó, mientras trataba de ahuyentar de su cabeza las dudas que lo asaltaban.

Recordó la sentencia de Jarovis: "La copia de Lynn que regresará a Madretierra será levemente distinta a la original". Decidió que no le importarían esas palabras. No quería que le importaran. Ella tenía que ser Lynn Nankusai.

Awezem se desmoronaba, amontonando tocones calcinados. Ahora era una pira gigantesca en la cual agonizaban miles de seres, como si se tratara de un enorme holocausto cuyo incienso debiera subir hasta la Skuonk. La retronave siguió volando en círculos y atacando aún cuando sólo quedaron humeantes rescoldos que eran avivados por el viento.

Lo último que pudo hacer Löttermein fue instruir a la Skuonk para que abortara el ataque y tomara tierra. Murió silenciosamente a causa de una sobrecarga mnemónica que derritió su cerebro: se había sometido a un esfuerzo extremo para controlar a distancia los mandos de la retronave, y eso había disparado simultáneamente todas las holomemorias que almacenaban sus amados chips. Fue colapsado por una intolerable avalancha de recuerdos placenteros.


Manrek y Nankusai congelaron el cuerpo de Löttermein dentro de un criocapullo.

Mas tarde, mientras el piloto verificaba el trazado de la ruta de regreso en el cerebro de la Skuonk, ella vino a él luciendo sólo sus pantalones de jean.

Antes de despegar hicieron el amor, una y otra vez, hasta que él se abismó observando la espalda de ella y se mareó ante sus innumerables lunares, hasta que la perfección de sus senos lo hastió.

Cuando sus cuerpos se separaron, el frenesí que Nankusai había mostrado se desvaneció por completo. Un silencio incómodo se instaló entre ellos antes de que se enfundaran en sus fuliginosos homeotrajes. Y Manrek sintió que ella sólo había querido tomar algo de él.

Las sombras bañaron el interior de la Skuonk. El puente y los camarotes se oscurecieron, como si una capa de fino hollín se hubiera posado sobre la superficie de cada cosa. Ya todo estaba preparado para ingresar en el revés del continuo, y cada uno de ellos se tendió en su criocapullo.

Antes de que las curvas líneas del capullo se estrecharan para ajustarse a la forma de su cuerpo delgado, Manrek sintió que ya estaba sumido en un extraño sopor, como si la intensa actividad sexual lo hubiera hundido en un estado de conciencia alterno. Se abandonó al sueño, vencido por los magnetocilios que ya empezaban a acariciarlo con suavidad.

Momias.

La palabra lo asaltó mientras el entumecimiento lo invadía gradualmente, en ese instante en el cual la conciencia lucha con todas sus fuerzas por sobrevivir, cuando la mente está peligrosamente lúcida.

Los criocapullos nos transforman en momias. Como Jarovis. Él era una momia amortajada por la enredadera. Y su Interlocutor, que era un fantoche en manos de la araña. La enorme araña tenía un hermoso par de senos pecosos, y le apuntaba con una pistola que escupía fuego, mientras unas verdes coliflores entonaban sin cesar una canción tan dulce, tan dulce que tuvo miedo... El fantoche susurraba: "Manrek. Ven. Aquí. Manrek. Ven. Aquí. Manrek. Ven. Aquí". Y la canción de las coles salmodiaba: "Nada puede ser tan sublime sin ser aterrador".


Medio AOS después fue expelido por su criocapullo. Despertó con la certeza de haber tenido una horrible pesadilla. Cuando se repuso totalmente de la hibernación criogénica, notó aterrado que el capullo de Nankusai no se había abierto. Observándolo con atención, distinguió que se habían abultado los contornos de la zona ventral. Las palabras de Jarovis parecieron llegarle desde otra vida: "La copia de Lynn que regresará a Madretierra será levemente distinta a la original. Es probable que sea muy prolífica, y si es así, querrá tener hijos prontamente".

Nankusai estaba embarazada. La lectura de sus signos vitales lo demostraba. Pero ella no estaba en peligro: la programación del criocapullo se había adecuado a su gravidez, ralentizando aún más su metabolismo, para poder cubrir también las necesidades del embrión. La insólita preñez no la dejaba despertar. El sueño de Nankusai era un pozo lleno de aguas oscuras, y subir a través de él con un bebé en el vientre iba a ser trabajoso.

Manrek decidió que no podía hacer otra cosa que dejar el cuidado de la madre y su criatura al capullo. Después de todo él no era más que un piloto. Pero la inesperada maternidad de Nankusai lo perturbó profundamente. Aunque una y otra vez imploraba ser el padre de ese bebé, y no esa cosa inmunda que la había violado en Zwendara, sabía que esa cuestión no podría esclarecerse a bordo de la Skuonk. Tendría que esperar a llegar a Madretierra.

A menos que recuerde qué soñé, se dijo. Estaba convencido de que si lograba rememorar la pesadilla que había tenido dentro del capullo, encontraría alguna clave que le ayudaría a disipar la terrible duda.

Durante las semanas de frenado la atmósfera del mal sueño lo acompañó, resistiendo a desvanecerse. No podía sacudirse de encima la sensación siniestra que le había dejado la pesadilla. Eso lo animó a tratar de recordarla, a ocupar su tiempo en describir las vagas impresiones que había logrado retener, retazos de algo inquietante e impreciso que se negaba a revelarse con claridad. Desenterrar ese sueño se transformó en una obsesión.

Faltando algunos días para arribar a Madretierra tuvo una idea: los criocapullos monitoreaban la actividad cerebral de los durmientes. Sin tan sólo pudiera acceder al registro del suyo...

—¡El tepe! ¿Cómo no lo pensé antes? —gritó desaforadamente en la enloquecedora soledad del puente de mando.

Decidió descongelar a Löttermein. El capullo empezó a dividirse desde la parte inferior, como una vaina, dejando que los pies y las piernas larguiruchas se asomaran primeramente. Notó que la piel plateada había perdido algo de brillo. Cuando asomaron los muslos, el capullo expelió con fuerza el demacrado cuerpo del tepe.

Manrek gritó aterrado al ver la brillante luz púrpura que hacía destellar los ojos saltones del cadáver. Le llevó unos segundos recordar: en ocasiones, los chips podían seguir funcionando aún luego de que hubiera muerto el cuerpo en que habían sido implantados.

A pesar de que lo espoleaba el acuciante deseo de evocar su pesadilla, le costó reunir el valor necesario para seguir adelante con su plan. Por fin tomó una de las sierras de filo variable del compartimento de herramientas. Con cinco movimientos precisos aserró el cráneo de Löttermein limpiamente.

—Perdón, Markus —susurró, mientras se dejaba salpicar por los espesos humores meníngeos y los coágulos de sangre.

Dominado por una frenética ansiedad, logró extraer un chip del lóbulo frontal del tepe. Conectó sus terminales al criocapullo en el cual él había dormido. Entonces visualizó su propia actividad onírica, a través de las pantallas del puente de mando, como si estuviera mirando una película. Y su sueño fue proyectado: una secuencia de borroneadas imágenes surrealistas, entrelazadas en una cadencia atemporal. El Regente y Nankusai se mixturaban en una monstruosa figura simbiótica que lo hizo estremecerse. Y rememoró: "Serás testigo de algo único, Manrek: la especie humana será transformada."

Supo que tendría que matar a Nankusai antes de que la Skuonk aterrizara. Y también supo que no podría hacerlo.

El Gabinete de Relaciones Exteriores de Madretierra comprendería el peligro que encarnaba el alumbramiento de esa criatura. Ellos sabrían qué hacer cuando él les relatara los hechos. No podían dejar que los hijos de puta de los zwendarianos los usaran como ratas de sus experimentos abominables. Los iridios tendrían que ser derrotados de otro modo. Vigiló con temor el grueso criocapullo de Nankusai hasta que la retronave ingresó en la atmósfera de Madretierra.

Una vez que la Skuonk descendió en el espaciopuerto, los jerarcas del GREMT, embutidos en sus homeotrajes, se introdujeron con celeridad dentro de la retronave y retiraron el criocapullo de Nankusai. Hicieron caso omiso de los delirantes balbuceos de Manrek, sobre todo al ver su aspecto harapiento y su rostro descompuesto, en el cual los ojos eran dos hendijas inflamadas. No dudaron en arrestarlo cuando descubrieron el cuerpo mutilado de Löttermein. Y al comprobar que el jefe ministro del Gabinete no había retornado, supieron que la misión había sido un rotundo éxito, éxito que había requerido sacrificios individuales. Alabaron la abnegación de Tiago Jarovis, su entrañable compañero que, durante la primera expedición, había ingresado junto a ellos a las ciudades zwendarianas para dialogar con los Interlocutores.

Luego se ocuparon con esmero de Nankusai, el valioso recipiente que portaba el secreto de la victoria. Y cuando nació el niño, un mesías híbrido, todo estuvo listo para crear un ejército de supersoldados, los invencibles guerreros metamórficos que definieron la guerra a favor de Madretierra paulatinamente. Agradecidos al Directorio y fanatizados por su patriotera propaganda bélica, los humanos se rendían de a millones ante el nuevo culto oficial, postrándose ante la renovada imagen de la Madre y el Niño.

Por decisión unánime de los jerarcas del GREMT, se solicitó que una corte marcial juzgara a Jaco Manrek. Acusado del sacrílego crimen de sugerir la muerte de la Madre Diosa, el Directorio lo declaró "enemigo público".

El piloto fue sentenciado a muerte. Mientras aguardaba la hora de su ejecución en una infecta celda, imaginaba cómo sería el supersoldado que debería interrumpir su sangrienta jornada para ajusticiarlo. Se preguntaba una y otra vez si tendría ojos verdes y rasgados, y si luciría un rostro como el suyo.

O si su verdugo portaría la faz de un monstruo arácnido.

Cuando lo interrogaron acerca de su última voluntad, mencionó algo sobre unos gastados pantalones de jean.

Aunque el Directorio niega enfáticamente su veracidad, los Hololibros Apócrifos relatan que la Madre Diosa abandonó en una ocasión su sagrado capullo para conceder un último deseo a un condenado a muerte.


Una espora abandonada fue arrastrada por un torbellino, hasta que la atmósfera zwendariana la despidió. Resistió la desesperante soledad del espacio y logró aislarse del entorno hostil. Cruzó parsecs, flotando a la deriva, hasta que fue arrancada de la latencia somnolienta que la había arrullado durante eones: aguas agitadas la despertaron. En ese mar bullente y primigenio todo estaba a punto, y la espora estimulada comenzó a montar en su interior la primera célula viva de ese mundo fronterizo.



Néstor Darío Figueiras nació en 1973 y es músico, aunque sueña con conectar el universo de la ciencia ficción con el de las melodías y sonidos, hasta el punto que ha afirmado que algunas de las creaciones del Hacedor de estrellas de Stapledon son universos musicales. Ya veremos qué razones lo asisten para afirmar tal cosa. Pero estamos seguros de sus progresos como narrador, prueba palpable de que el taller de Creación de Universos de Carletti y Alonso, al que Néstor asistió, era cosa seria.

Hemos publicado en Axxón: RUMORES (151), TRAICIÓN (163), FUGITIVO (168), ABUSO DE LOS FX EN EL CINE EXTRANJERO (180), HASTÍO (180), DREAMTHEATRE (185), REALITY (187)


Este cuento se vincula temáticamente con LA JUNGLA MÁS ALLÁ DE LAS ESTRELLAS, de Ariel S. Tenorio (181), ELEGÍA, de Ugo Malaguti (166) y HÉROE, LA PELÍCULA, de Bruce McAllister (177)


Axxón 192 - diciembre de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Cuento: Fantástico: Ciencia ficción : Extraterrestres : Primer contacto : Traición : Argentina : Argentino).