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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESPAÑA

 

La ventaja de las personas que sienten que su vida es una pesadilla es que están más preparadas cuando llega la pesadilla de verdad.

Ésa podría ser a grandes rasgos mi historia, sin ánimo de engrandecerme en mi propia desgracia. No es una historia fácil de contar, ni tampoco fácilmente creíble. A veces a mí misma me cuesta creerla, y pienso que todo fue producto de mi imaginación. Pero sé que no es así, aunque muchas veces haya deseado convencerme de lo contrario y haya estado a punto de lograrlo.

No voy a decir mi nombre. Es mejor para todos. Sólo diré que mi primera inicial es J, ya que en el fondo muchas veces ése era mi nombre en realidad, el que usaban para referirse a mí en tono amistoso. No importa mucho si J viene de Julia, Juana o Julieta. Bastará con eso para lo que voy a contar.

Hace tiempo me gustaba un chico de mi Facultad. Su nombre era Jorge, y era un chaval muy simpático y, por qué no decirlo, bastante guapo. Supongo que precisamente el hecho de que fuera atractivo era lo que me impedía decirle lo que sentía por él, o al menos intentar que se diera cuenta de ello. Nunca he sido precisamente la confianza personificada, y eso era algo que actuaba en mi contra.

Nunca le dije nada a nadie, por supuesto. Tampoco es que tuviera una confianza especial con nadie para confesar un secreto así. Eso no fue bueno, ya que al no poder desahogarme nunca lograba quitármelo de la cabeza, y de ese modo me pasaba todo el día desconcentrada en las clases y obsesionada en casa, ya estuviera estudiando o pasando el tiempo libre. No hacía más que fantasear sobre lo que podría ser el futuro, a largo o a corto plazo, y no vivía en el presente, en el que tenía una oportunidad de convertir esas expectativas en realidad. Parece que ahora, cuando lo cuento, lo digo con mucho aplomo, pero no era así antes. Los asuntos del corazón están muy claros cuando no le conciernen a uno o cuando los ve desde la serenidad que otorga la distancia.

Tampoco se trataba de que fuera una completa marginada que no hablaba nunca con nadie, él mismo incluido. Apenas acababa de llegar a la Facultad de Matemáticas de la Complutense de Madrid, el mismo año que hice la selectividad, y todo el entorno universitario era aún demasiado abrumador para mí. No tardé mucho en conocer a Jorge, el primer día de clase, de hecho, que resultó ser una asignatura llamada Laboratorio de Matemáticas, un curso puente entre los estudios medios y los superiores. Se nos destinó el mismo grupo de prácticas, lo que propició un acercamiento inicial, pero luego, cuando comenzaron las demás asignaturas, ya en octubre, se creó un pequeño abismo invisible que nos acabó separando. Él se fue con un grupo de gente, y yo con otro, y cuando me quise dar cuenta no había muchos hilos que me ataran a él.

Es curioso, pero es justo a partir de ese momento cuando empecé a pensar en él de otra manera, justo cuando empezaba a desvanecerse mi posibilidad de acercarme más a él. Recuerdo que, cuando me llamaba J, como la mayoría de la gente hacía, yo también lo llamaba así a él. Una tontería, sólo una broma. J y J. La clase de anécdotas absurdas que con el paso del tiempo acabamos recordando con mayor claridad.

Un buen día, sin embargo, decidí dar un paso adelante, aunque en mi caso, debido a mi timidez, ese paso fue ciertamente cobarde. Me pidió prestados unos apuntes, y cuando se los llevé apunté mi número de teléfono en una nota que dejé justo en la parte que quería copiar, al lado de mi nombre completo. Sé que es una tontería, algo absurdo e inútil, pero sólo quería dejarlo ahí como un indicador, como una señal. Pensé que razonaría, ¿para qué va a poner una nota con su número de teléfono móvil en sus propios apuntes?, que se daría cuenta de todo y entonces, basándome en su reacción, tomaría la decisión de seguir insistiendo más en serio u olvidarme de todo si me daba largas. La intriga me carcomía por dentro, y estaba ansiosa porque llegara el día en que me los devolviera, que por otro lado no podría ser muy tarde puesto que no tardaría mucho en necesitar los apuntes.

Lo que ocurrió, sin embargo, fue distinto. Terriblemente distinto.

Curiosamente, fui de las últimas personas de la clase en enterarme, al fin y al cabo, ¿quién podía saber que me importaba? Ocurrió un par de días después, un viernes. Teníamos horario de tarde, y cuando ya eran las ocho, antes de ir a casa, Jorge decidió subir al despacho del profesor de Álgebra Lineal, en la última planta, a preguntarle una duda. A partir de aquí sólo se pudo especular lo que pasó. Se corroboró que el profesor no estaba a esas horas en su despacho ya que se había marchado pronto a casa aquel día, debido a que se encontraba enfermo. Casualidades. Fatalidades que nos pueden salvar la vida o pueden condenarla. Es lógico suponer que Jorge llamó a la puerta y nadie le abrió. Tal vez se quedó unos minutos esperando, pensando que no tardaría en llegar.

Lo que no está claro es cómo acabó cayéndose por el hueco hacia la planta inferior, abriéndose la cabeza en el camino.

Teniendo en cuenta la posición en la que le encontraron, es posible que caminara de espaldas y tropezara, cayendo incapaz de agarrarse a nada en el descenso. De todos modos eso no importaba demasiado. Lo peor fue que, debido a otra desdichada casualidad, tardaron más de cuarenta y cinco minutos en encontrarle, y para cuando le trasladaron a urgencias ya nada pudieron hacer por él.

De ese modo, mientras yo estaba en casa pensando qué ocurriría el lunes cuando recibiera los apuntes, o tal vez el martes, el chico del que me había enamorado yacía tirado en el suelo, sobre un charco de sangre, solo y rodeado de sus efectos personales, desperdigados a causa de la caída.

Me invadió una tremenda tristeza por dentro y me pasé meses sin apenas comer ni dormir. Creo que tuve una depresión o algo parecido, porque había veces, incluso rodeada de gente, en que tenía la imperiosa necesidad de echarme a llorar, aunque siempre me acababa conteniendo.

Lo peor de todo fue, sin lugar a dudas, la soledad de tener que sobrellevar la carga del dolor, porque en realidad me repetía una y otra vez que no tenía derecho a sentirme así, que yo no era un familiar suyo, ni su novia, ni siquiera su amiga. Sólo una compañera de curso que le había prestado ocasionalmente unos apuntes y con la que había intercambiado unas cuantas frases de corte neutro y formal.

Empecé a obsesionarme con los estudios, y ese año obtuve una nota de matrícula en todas las asignaturas. Al año siguiente volvió a suceder lo mismo, y poco a poco fui ganándome la fama de bicho raro, ya no por las notas, sino por mi actitud taciturna, quedándome hasta tarde todos los días en la hemeroteca, no saliendo nunca con los compañeros, ni siquiera en fiestas especiales.

Cuando estaba más o menos en tercer curso, fue cuando empezaron las llamadas.

Podían ser a cualquier hora, pero siempre eran desde un número desconocido y cuando estaba en la Facultad. Cuando descolgaba no escuchaba nada al otro lado, apenas un murmullo que no lograba identificar y que me ponía los pelos de punta. Llegado un momento resolví no responder más cada vez que me llamara un número no identificado, pero la tensión fue tal que me cambié de teléfono y número. Aun así fue inútil, puesto que las llamadas seguían produciéndose.

Aquellos sucesos fueron la mecha que encendió la bomba. La explosión fue varios meses más tarde, un día de lluvia. Viernes. 20:17 de la tarde. Ahora mismo sabría hasta decir los segundos si alguien me los preguntara. Veintisiete.

Como todas las tardes de viernes estaba en la hemeroteca, estudiando hasta que cerrara y tuviera que regresar a casa. Lo hacía así como acto de homenaje a Jorge, que murió precisamente un viernes. Dado que estábamos apenas a mitad del cuatrimestre y aún quedaba mucho para los exámenes de febrero, no había nadie más que yo en la sala, aunque era algo a lo que ya estaba acostumbrada desde hacía tiempo. Estaba enfrascada en un libro de investigación operativa cuando las luces de la hemeroteca disminuyeron su intensidad. No como si se apagaran, sino más bien como si estuvieran faltas de electricidad. Miré la hora, 20:17. Aún faltaba un rato para que me echaran. Me levanté para acercarme al puesto de control de la sala y así comprobar si me hacían señas para que fuera recogiendo. Tal vez, pensé, quieren irse y disfrutar del fin de semana. Que tú no tengas vida propia no quiere decir que a los demás les ocurra igual.

El puesto, sin embargo, estaba vacío.

No era muy habitual, pero podía suceder. Esperé un buen rato, pero nadie regresó por allí. Volví a mirar el reloj, y marcaba la misma hora de antes. Se había quedado parado.

Decidí regresar a guardar mis cosas aunque nadie me hubiera obligado a ello. Sin embargo, cuando regresé a la mesa de estudio, junto a mis cosas había un par de objetos que no eran míos. Se trataba de una llave y un trozo de papel ensangrentado.


Ilustración: Valeria Uccelli

Miré a mi alrededor, asustada. Eché un vistazo por los pasillos de la hemeroteca, entre los estantes de libros, pero allí no había nadie. O si lo había, se escondía bastante bien. Recogí mis cosas y cuando estaba a punto de marcharme volví a mirar la llave y el papel. La sangre era reciente. ¿Qué demonios es esto?, me pregunté. Decidí coger los dos objetos, a pesar de que me manché las manos con la sangre, con el objetivo de salir a hablar con alguna persona cuanto antes, y en el peor de los casos dejarlos en la conserjería o algún otro sitio donde pudieran atenderme, y contar lo que había pasado. Al levantarlos de la mesa noté que debajo de ellos había un símbolo grabado en sangre. Se trataba de una flecha con dos puntas consecutivas, apenas moldeada con dos líneas rojizas. Cuando la quise mirar con calma, comprendí que no estaba escrita en sangre, sino que estaba tallada sobre la mesa con un compás o algo parecido y la sangre de la nota había rellenado las hendiduras formadas.

Decidida a quitarme de encima la paranoia, cogí la mochila y salí de la hemeroteca sólo para darme cuenta de que la luz había disminuido también en los pasillos exteriores. Debía haber un fallo de suministro general. Eso, unido al hecho de que llevaba todo el día lloviendo, hacía que la Facultad tuviera un aspecto de lo más lúgubre.

Me dirigí a la biblioteca principal, al lado de la hemeroteca, y cuando entré noté que tampoco había nadie en los puestos. Ya esperaba, por otro lado, que no hubiera alumnos un viernes.

Sin embargo, sí que había apuntes sobre las largas mesas. Bajé los escalones de entrada y me acerqué a ellas. Hojeé los apuntes que estaban más cerca de mi posición. Eran de Geometría de Variedades Diferenciables, una asignatura que no me sonaba de nada. Junto a ellos había un libro de la misma asignatura, abierto por una página del medio. No tardé en darme cuenta de que los apuntes eran iguales a la página, pero no como si la copiara, sino más bien como si la transcribiera. Las mismas líneas, los mismos dibujos, en la misma posición, y con los mismos comentarios al pie. Hasta el número de la página estaba presente en el folio, en la misma posición que en el libro.

Me acerqué a otros apuntes, esa vez de Métodos Estadísticos, una asignatura que sí conocía, y la misma situación se repitió, habiendo un folio que duplicaba el contenido del libro que estaba abierto a su lado.

No tardé en comprobar que todos los apuntes respondían a ese mismo patrón, como si estuviera en una biblioteca de mentira, como si aquello fuera una burla maligna al estudio y al conocimiento.

Lo que más me asustó, no obstante, fue la nota que encontré suelta, en mitad de una mesa. Estaba escrita a mano, deprisa, como si su autor acabara de dejarla ahí y hubiera salido corriendo para no ser descubierto.

 

El Zurdo nunca fue humano del todo, pero ya no lo es en absoluto. Ahora es un agente de Zestrun el Destructor, y anda tras tus pasos. Antes de que llegue a ti debes abrir la taquilla y usar el número de la Bestia.

 

Aquellas extrañas palabras empezaron a asustarme de verdad. Por ese motivo salí de la biblioteca, andando a paso rápido, sin detenerme, con la intención de llegar a la conserjería cuanto antes. Subí por la rampa hasta el piso superior, y cuando estaba dispuesta a realizar el quiebro para subir los escalones de salida, fue cuando me paré en seco. Miré a los lados, donde cientos de taquillas se alzaban a lo largo de los dos pasillos laterales.

Metí la mano en el bolsillo exterior de la mochila y noté que la sangre del papel lo había manchado por dentro. Venciendo la repulsión, logré al fin sacar lo que estaba buscando. La llave.

Nunca había tenido una taquilla, y por tanto no me había fijado en cómo era la llave de una, pero al mirarla con calma concluí que podía ser que ejerciera tal función. Pero eso no ayudaba mucho, la verdad. Había gran cantidad de taquillas donde probarla, además del hecho de que seguramente encajaría en más de una, ya que estaba segura de que no se habrían tomado la molestia de comprar tantas cerraduras distintas.

Miré a las escaleras de salida, a sólo un paso de la libertad. La oscuridad era más notable allí, donde se suponía que la luz tenía que filtrarse del exterior. La lluvia sonaba sin descanso, emitiendo un ruido seco y ahogado.

Podía haber subido a la conserjería, podía haber intentado abrir la puerta exterior. Pero de repente estuve segura de cuál hubiera sido el resultado de haberlo intentado.

En vez de eso, caminé a lo largo de los pasillos, mirando a las taquillas que se desplegaban a mi alrededor. En el pasillo izquierdo no vi nada que me pareciera extraño o llamativo, ni que me motivara a elegir alguna de ellas en detrimento de las otras.

En el pasillo derecho la cosa cambió, y no tardé en darme cuenta de ello. Concretamente, a partir del momento en que vi la taquilla que había sido pintada de rojo. La pintada era un número 666, y no fui capaz de discernir si se trataba o no de sangre.

De repente me di cuenta de que aquella taquilla era la 72A, la de Jorge, una taquilla que en realidad no usó más que unas pocas semanas. Me eché hacia atrás, preguntándome qué era lo que estaba pasando, quién me estaba haciendo aquello. Pero sólo el ruido de las goteras, silenciado por unos cubos puestos en el suelo para acumularlas, fue lo que respondió a mis pensamientos.

Me acerqué de nuevo a la taquilla, que quedaba más o menos a la altura de mis ojos, levanté la llave con un ligero temblor y la introduje en la cerradura. Encajaba a la perfección.

El interior de la taquilla estaba vacío salvo por un móvil roto y aparentemente inoperativo. Lo cogí y lo examiné. Acto seguido, por un acto reflejo, cerré de nuevo con llave y la guardé en el bolsillo de la mochila. Al tiempo de hacerlo, busqué mi propio móvil. Estaba apagado. Lo intenté encender pero no respondía, como si no tuviera batería.

Miré el móvil roto que acababa de conseguir y lo intenté encender. Sin necesidad alguna de código pin, se quedó estático y mostrando la misma hora de mi reloj. Traté de llamar a mi casa pero nadie lo cogía. Traté de llamar a la policía pero nadie lo cogía. Traté de llamar a un número al azar pero nadie lo cogía.

De repente, el teléfono comenzó a sonar.

Descolgué, sintiéndome extraña por responder a con un móvil que no era el mío propio, y me encontré con otra de aquellas llamadas extrañas, de nuevo sonando un susurro apenas audible. Aquella vez, a diferencia de las anteriores, no pude colgar. Ese número desconocido era mi única conexión entre yo y el exterior.

Pero no tardaron mucho en colgarme y volví a quedarme con el móvil en la mano, aún operativo a pesar de los desperfectos que sufría, e incluso tener parte de la pantalla de cristal hundida, como si la hubieran golpeado con fuerza.

¿Qué podía marcar, acaso? ¿Qué podía usar?

Y entonces recordé la nota. El número de la Bestia. 666 es el número de la Bestia, sí, pero también podía ser el comienzo de un teléfono móvil.

Marqué 666 y me quedé paralizada de repente. ¿Y qué más marco?, pensé.

Me arrodillé, temblorosa, y cada vez sintiendo más frío por dentro. Esto es una pesadilla, pensé, es una pesadilla, algo raro está sucediendo, y debo saber qué es. Debo jugar a este juego, sea cual sea su objetivo.

Traté de serenarme. De pensar con claridad. Tenía una llave, que había usado para abrir la taquilla. Tenía un móvil, pero no sabía qué hacer con él.

También tenía un papel ensangrentado.

La sangre, de hecho, estaba cada vez más reseca, y tal vez podía ceder si lo lavaba antes. Era algo lógico que, por otra parte, ni me había planteado, por el sencillo motivo de que lo único que había querido hacer con ese papel inquietante era mostrárselo a alguien para que me ayudara a entender de dónde podía haber salido.

Me acerqué a los lavabos de chicas, junto a las escaleras de salida, pero estaban cerrados con llave. A los de chicos les ocurría igual. Bajé de nuevo a la planta inferior, y comprobé que los lavabos estaban también cerrados. En el trayecto, sin embargo, pasé por delante de la sala de ordenadores, y pensé que tal vez aún estaban funcionando.

Entré corriendo y, como esperaba, encontré el cubículo vacío. Pero para mi sorpresa, uno de los ordenadores aún seguía encendido, y mostraba una página web.

El nombre de la página, como pude leer en la barra de direcciones, era sessenkrad.com, y estaba abierta en una de sus múltiples secciones.

 

De las dos entidades que viven en el mundo que está dentro del mundo, Zestrun el Destructor es una de las más notables. No desea acabar con sus enemigos, sino pervertirlos y convertirlos en soldados a sus órdenes, y por eso sus intereses chocan con los de Warreh el Guerrero, que sólo desea la destrucción de todo y todos, y por lo que ambos son enemigos encarnizados.

Los agentes de Zestrun cumplen con su mandato, pero no se dejan ver fácilmente, aunque pueden resultar muy persuasivos. Algunos son entidades de orden menor, como Larama, pero otros estuvieron vivos en otro tiempo, como el Zurdo y Reset. Estos dos últimos, como cualquier otra entidad, poseen símbolos, al mismo tiempo fuentes de su poder e indicadores de su rango.

 

De toda aquella extraña cantinela de nombres, todo lo que pude asimilar era el del Zurdo, ya que recordaba que había sido mencionado también en la nota de la biblioteca. No obstante, por si acaso, en vez de cerrar la página abrí una ventana nueva con el objetivo de acceder a mi correo electrónico y mandar un mensaje. Pero no tardé en darme cuenta de que no tenía acceso a ninguna otra página, y no fui capaz de cambiar la configuración por mucho que lo intenté. Ningún otro ordenador funcionaba, y tras colarme en el cubículo con bastante dificultad, apoyando una silla junto al ventanuco para meterme a través suyo, corroboré que esos ordenadores también estaban muertos.

Salí de nuevo al pasillo central y me paré a reflexionar. Decidí volver a la idea anterior y buscar unos lavabos donde quitar la sangre del trozo de papel. Me dirigí al ascensor y llamé. El ascensor bajó sin problemas y traté de abrir la puerta sin siquiera esperar a que descendiera del todo. Cuando ya estaba dentro del mismo, comencé a escuchar un ruido extraño proveniente de las tuberías del pasillo.

Marqué el primer piso pero no respondió, y entonces, frustrada, marqué el segundo, que tampoco lo hizo. El ascensor sí me hizo caso a la tercera ocasión y comencé a subir pausadamente. Durante el trayecto descolgué el teléfono de emergencia pero, como era de suponer, no había línea.

Cuando salí del ascensor noté que la tercera planta no era como la recordaba.

Las escaleras de bajada estaban bloqueadas por una especie de valla, y lo mismo ocurría con la zona derecha. Al parecer sólo la ruta de la izquierda era practicable. Además de eso, una flecha señalaba en esa dirección. Una flecha de dos puntas, como la que encontré grabada en la mesa de la hemeroteca.

Los lavabos que estaban junto a mí estaban, por supuesto, cerrados.

Comencé a avanzar por el pasillo, y a medida que caminaba por él las luces disminuyeron aún más su intensidad, tanto que aunque tenía ventanas a mi izquierda no podía distinguir más que vagas siluetas a través de ellas. Cuando quise darme cuenta, apenas podía ver más allá de unos pocos metros por delante de mis narices.

Sin embargo, noté que a lo largo de mi caminata había una letra grabada en las paredes. Era una J. Igual que mi propia inicial.

Finalmente llegué a la altura de los lavabos de esa zona. Intenté abrir el de la derecha, pero estaba cerrado como los anteriores.

Cuando me disponía a abrir el de la izquierda, me detuve.

Algo me llamó la atención en la puerta. Algo que al principio no sabía discernir, pero que no tardé en encontrar. El picaporte estaba en el lado contrario al que debería estar.

De repente el picaporte descendió, como si alguien lo moviera desde dentro, y la puerta comenzó a girar con parsimonia, en sentido contrario del que debería haber hecho. La oscuridad al otro lado era tan espesa que no podía ver nada dentro de ella. Era, de hecho, tan cerrada que parecía como si fuera una niebla negra que estuviera chocando contra un muro invisible que le impidiera propagarse en mi dirección.

Me acerqué un par de pasos que resonaron a lo largo del pasillo. Cuando estaba a otros dos pasos de franquear la niebla, dos manos surgieron de la oscuridad, intentando agarrarme.

Eran dos manos humanas, sin duda. Su color era más oscuro que el de la carne, y su textura parecía más desagradable que el suave tacto de la piel, pero tenían cinco dedos cada una y surgían de unos brazos en los que apenas pude fijarme puesto que desaparecían bajo el manto de oscuridad impenetrable.

Lo que me heló la sangre, sin embargo, fue comprobar que eran dos manos izquierdas, lo que hizo que me echara hacia atrás en un movimiento instintivo, más aún que el hecho de que estuvieran intentando asirme.

Las manos retorcieron sus dedos de forma asimétrica y trataron de cogerme del cuello, pero no lo lograron y giraron en el vacío, con un gesto que parecía una mezcla entre un zarpazo y una tenaza. Caída en el suelo, me arrastré hacia detrás al mismo tiempo que las manos exploraban el aire, decepcionadas, como si hubieran perdido algo extremadamente valioso.

Acto seguido, regresaron a la oscuridad y la puerta se movió de nuevo con calma. Cuando se cerró del todo, el picaporte volvía a estar de nuevo en su sitio.

Me levanté apoyándome en la pared y me llevé la mano al corazón, tratando de buscar una explicación lógica a lo que había sucedido. Sin embargo mi mirada estaba fija en la puerta, nuevamente cerrada. Sabía lo que quería hacer, pero todos mis sentidos me gritaban para que me quedara quieta y no cometiera el terrible error de abrirla de nuevo.

Sin pensar, porque sabía que si pensaba me quedaría en el suelo, sola, aterrorizada, me acerqué al picaporte y traté de moverlo de un fuerte tirón.

Al otro lado ya no había oscuridad. Sólo estaba uno más de los baños de la Facultad, tal y como siempre los había recordado.

Me acerqué al grifo del lavabo y comencé a frotar el papel, con mucho cuidado de no usar demasiada agua de una vez o podría deshacerlo. Tras mucho frotar, sólo conseguí limpiar parte de un lado y la mitad del otro. Sin embargo, el lado limpio estaba sin escribir y en el lado despejado en parte sólo se distinguía una letra. Una letra, por otro lado, significativa, pues se trataba de una J.

Me arrodillé con el grifo abierto y me llevé las manos a la cara. Acto seguido, al levantarme, me mojé el rostro repetidas veces, intentando desesperadamente despertar. Quería llorar. Un llanto amargo, sentido, que naciera de mis mismas entrañas. Pero no pude hacerlo. Si me rendía, no podría seguir adelante. Y tenía que seguir adelante. Empecé a convencerme de que tenía que hacerlo por él. Por Jorge. Aunque yo nunca hubiera llegado a ser nada importante en su vida.

Regresé de nuevo junto al ascensor, intentando alejarme de las puertas lo máximo posible en el trayecto, y apreté el botón, pero por mucho que esperé, no vino. De modo que eso sólo me dejaba una opción: seguir subiendo.

Las plantas superiores, aparte de ser estructuralmente muy similares a la que había dejado abajo, estaban bloqueadas por barricadas de metal en ambos lados, de modo que no tuve más elección que seguir subiendo, hasta que llegué a la última planta. Por fortuna, una vez arriba del todo, ambos pasillos estaban abiertos. Tras pensarlo fríamente, decidí tomar el camino de la derecha. La decisión no estaba exenta de cierto miedo irracional a todo lo que pudiera representar la izquierda.

Al final del pasillo de la última planta estaba la puerta del ático, una puerta que, pensé mientras me acercaba a ella, estaría seguramente cerrada. Sin embargo, un cartel que estaba colgado junto a ella no tardó en llamar mi atención en cuanto estuve lo suficientemente cerca como para leerlo.

 

El Zurdo siempre ataca dos veces. El Zurdo te ha atrapado en el tiempo. Pero esa puede ser la llave de tu liberación.

 

Me quedé un instante sin aliento, y de repente lo comprendí. La respuesta había estado conmigo desde el primer momento, desde que comenzó el descenso al infierno.

Miré el reloj. 20:17 de la tarde. Ahora mismo sabría hasta decir los segundos si alguien me los preguntara. Veintisiete.

Cogí el teléfono móvil, marqué el 666201727 y esperé. Esperé rezando mentalmente a Dios por primera vez en toda mi vida.

El teléfono comunicaba. Pero ya era algo. Ya era más que lo que había conseguido hasta entonces.

Sin embargo, cuando me disponía a guardar el móvil roto, mi propio teléfono empezó a sonar en el interior de la mochila. Lo saqué del bolsillo y lo miré con calma. Me estaban llamando desde el mismo número que acababa de marcar.

Cuando descolgué, de nuevo me encontré con aquel susurro casi inaudible. Pero poco a poco, a medida que pasaban los segundos, se hacía más perceptible que aquel leve sonido era, de hecho, una persona que hablaba, cada vez más alto, hasta llegar a un momento en el que, aunque no sonaba a un volumen normal en una conversación, fui capaz de entender lo que estaba diciendo.

La palabra que repetía una y otra vez era ‘ayuda’. Y podía reconocer a la perfección la voz que la decía, aunque nunca la hubiera escuchado antes por teléfono.

Colgaron, y las manos me empezaron a temblar. Porque se acababa de abrir una puertecita en mi cabeza, una palanca había hecho clic y se habían encendido los rincones más oscuros de mi propio interior.

Las llamadas no empezaron recientemente. Ya sucedieron una vez, tres años atrás. Un viernes, sobre la ocho de la tarde, aunque estoy casi segura de que fue a las 20:17, o quizá ésa fue la hora de su muerte. Una llamada desde un número que no me sonaba de nada. Lo cogí, y sólo escuché un susurro. Colgué, sin siquiera recordar el incidente tiempo después.

Pero al fin lo había recordado. Y no sólo eso, lo había comprendido. Era él. Era él pidiendo ayuda.

Gravemente herido, agonizando. Su vida, tal vez cuestión de una rápida reacción, cuestión de minutos. Y yo le había colgado, le había dejado morir en silencio. Era incluso posible que yo hubiera sido a quien dirigió sus últimas palabras.

Comencé a vagar sin rumbo, desandando el camino que acababa de hacer, con la mente en punto muerto. Yo le había matado. Había matado a la persona que amaba más que nada en el mundo.

Era un monstruo.

Cuando llegué de nuevo a las escaleras, me senté en los peldaños a reflexionar. Dejé la mochila a mi lado y al guardar el móvil, aún en mi mano, noté el tacto húmedo del papel, aún mojado tras el intento de limpiarlo en el lavabo. Lo saqué y lo miré con calma. A la luz de lo que acababa de saber, no tardé en reconocer su origen. Al fin y al cabo, al mirar de nuevo la J, reconocí en ella mi propia letra, ya que yo misma lo había escrito, tanto tiempo atrás, junto a mi número de teléfono, para esconderlo dentro de unos apuntes.

Por la parte de atrás, sin embargo, había algo escrito. Algo que, estaba segura, no estaba ahí antes.

 

Él no desea matarte. Él desea convertirte en uno de los suyos.

 

Una nueva indicación. Una nueva pista. Pero a mí ya todo me daba igual. Me miré la mano izquierda, manchada de sangre —la sangre de él— y entendí cuál era la verdad. Yo era un monstruo. Un monstruo no mucho mejor que aquel que había tratado de atraparme.

Me levanté, dejando mis cosas en la escalera, y comencé a caminar hacia la izquierda. Mi destino estaba claro. Despacho del profesor de Álgebra Lineal, última planta. Donde todo acabó para Jorge.

Mientras caminaba hacia mi destino, noté cómo descendía la oscuridad una vez más. Él iba a atacar. Pero ya no me importaba.

Cuando estuve frente a la puerta del despacho, noté que el picaporte estaba en el mismo lado de la bisagra. La puerta, sin embargo, no se abrió.

Me acerqué e invoqué yo misma a los demonios.

No había, sin embargo, oscuridad al otro lado. Sólo un despacho, como muchos otros que había visitado a lo largo de la carrera.

Al fondo, sin embargo, había dos símbolos. Uno, colgado con una chincheta sobre la pared, era una flecha de doble punta que empezaba a conocer bastante bien.

El otro era una J grabada en la misma pared. Y este hecho, que estuviera marcada de una manera tan definitiva, me convenció más que ninguna otra cosa de cuál era mi destino.

De repente la puerta se cerró. Con violencia. Y acto seguido, empezó de nuevo a abrirse poco a poco. La niebla espesa estaba al otro lado, y las dos manos izquierdas se deslizaron con un rapidísimo movimiento, buscando al aire, apartando con furia todo lo que encontraban a su paso por las paredes, techo y suelo, ya fuera una silla, un montón de libros apilados o una pizarra.

De repente las manos se detuvieron. Por un momento quedaron inmóviles, como si estuvieran suspendidas en el aire, y acto seguido se coordinaron para apuntar con los dedos hacia mí. Acto seguido se abrieron con cordialidad, las palmas repugnantes hacia arriba, invitándome a que las agarrara.

Y entonces el pánico, que no la histeria, invadió finalmente mi interior. Porque al fin entendí que mi destino era mucho peor que la muerte, que lo que ese ser quería era destruirme, pero no por fuera sino por dentro, y luego llevarme a su mundo de tinieblas, tal vez convertirme en otro como él.

Yo no era un monstruo. Había hecho cosas malas a lo largo de mi vida, como mucha gente, si no toda, pero eso no me convertía en un monstruo. No por culpa de lo que le pasó a Jorge. Yo le quería más que a nada en el mundo, y si hubiera tan sólo sospechado que necesitaba mi ayuda, le hubiera ofrecido mi propia vida en caso necesario.

Me quedé en el sitio, quieta, y las manos cambiaron de actitud. De nuevo actuaron con violencia, y cerraron los puños golpeando con fuerza en las paredes. Me alejé todo lo que pude de ellas y mi mirada se detuvo en el dibujo de la flecha colgado de la pared. Como un acto instintivo, lo giré, de modo que la flecha pasó a señalar hacia la derecha.

Al mismo tiempo, las manos se convulsionaron y se replegaron hacia atrás hasta desaparecer de nuevo en la niebla. La puerta se cerró y el picaporte volvió a su posición original.

Salí del despacho para tomar aire y caí al suelo, desmayada.

 

Cuando desperté estaba en una cama de un hospital. Me dijeron que había pasado todo el fin de semana encerrada en la Facultad y me habían encontrado en la planta superior el lunes siguiente. Cuando me preguntaron cómo no había pedido ayuda por teléfono móvil no supe qué responder, y no dije nada a nadie de lo que me había pasado. Al parecer no había huella alguna de lo que había vivido. Ni la pintada de la taquilla, ni las barricadas, ni el ordenador encendido, ni los apuntes escabrosos. Nada.

Pasé unos cuantos días en el hospital, recuperándome de la experiencia, aunque los demás la consideraron distinta. Aquello no ayudó a mejorar mi vida social, pero al menos me sirvió para reconciliarme conmigo misma. Sin embargo, aún tenía algo pendiente que hacer.

Nada más obtener el alta averigüé el domicilio de los padres de Jorge y me dirigí allí con la intención de decirles que recibí una llamada suya pidiendo ayuda pero no supe reconocerla. Como era de esperar no recibieron la noticia de buen grado, y me llegaron a culpar de lo sucedido en ese momento. Pero un día, semanas después, me llamó su madre —les dejé mi número de móvil— y se disculpó por haberme tratado de esa manera, ya que la noticia les había cogido por sorpresa. Luego me hicieron la inevitable pregunta.

—¿Eras su novia?

—No. Tenía mi teléfono porque yo se lo di con la esperanza de que me llamara.

Aún no sé por qué dije eso. Por qué de repente, por primera vez en toda mi vida, me sinceré sin tapujos con alguien al respecto de mis sentimientos, y no alguien cualquiera, sino la madre de la persona que me había gustado.

Tras un breve silencio, contestaron al otro lado.

—Hubieras sido una buena chica para él —dijo justo antes de colgar, incapaz de contener la emoción.

 

 

Magnus Dagon es un seudónimo de Miguel Ángel López Muñoz. Nacido en Madrid en 1981. En el año 2006 ganó el Premio UPC de novela corta, publicada después bajo el sello de Ediciones B. Ese año fue finalista también del Premio Andrómeda, al año siguiente del Premio Pablo Rido y en el 2009 ganador del IX Certamen de Narrativa Corta Villa de Torrecampo. Ha publicado relatos en numerosas publicaciones digitales y de papel. Es miembro de la asociación Nocte de escritores de terror. En abril de 2010 salió a la venta su primer libro, “Los Siete Secretos del Mundo Olvidado”, con la editorial Grupo Ajec. Es cantante y letrista del grupo musical Balamb Garden, que se puede escuchar AQUÍ.

Su cuento “Donde usted quiera llegar” obtuvo el primer lugar en el IX Certamen de Narrativa Corta Villa de Torrecampo.

Hemos publicado en Axxón: EL LÁNTURA, EL BRILLO DEL MAL, EL IMPERIO CAOS, NUEVO COMIENZO, COCHES AZULES, LOS NUEVOS DESCUBRIMIENTOS PERDIDOS: LOS HOLOGRAMAS, EL JUGADOR, BEYOND, SELOALV, RESET, DONDE USTED QUIERA LLEGAR, REWIND y DIE HÄNDE VOM ZESTRUN.


Este cuento se vincula temáticamente con SELOALV, REWIND y DIE HÄNDE VOM ZESTRUN.


Axxón 223 – octubre de 2011

Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Terror : Tecnología : Ser fantástico : España : Español).

Una Respuesta a “«J», Magnus Dagon”
  1. ¡Muy bueno! Lo había leído ya, pero me tenté ;)

    Saludos,
    Daniel

  2.  
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