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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “218”

ARGENTINA

 

Escurriéndose entre la frondosa enredadera, dos gauchos se acercaron por los fondos a la casa de la bruja. Espiaron a hurtadillas, todo parecía tranquilo.

—Te digo que la Herminda no está, ¿seguro que no tenés miedo?

—Andá, esas son cosas de vieja, mirá si va a haber un espíritu en el pozo.

—Te digo que a veces sale como un llanto.

—Que sos bolacero. Ha de ser el viento.

—El patrón de la estancia tiró a una sirvienta porque la había dejado preñada y ella quería hacerle bulla. La dejó morir en el fondo, hundida en el barro. Se cansó de gritar y por eso dicen que todavía grita y al que se acerca se lo lleva al fondo con ella.

—Estás en pedo tan temprano.

—Dale, entonces, meté la mano si sos macho.

—Metela vos.

—Ni sobrio. Yo creo que ahí duerme algo, sos vos el incrédulo.

El gaucho desafiado se inclinó sobre el borde del pozo y metió la mano por debajo de la tapa improvisada con ramas.

—¿Ves que no hay nada?

—Esperate, ¿o ya te dio el cuiqui?

A pesar del obvio rechazo, el paisano se quedó para no pasar por miedoso, tratando de aparentar indiferencia hasta que los ojos se le agrandaron como platos y la tez se le volvió blanca. Un sollozo desde el fondo rompió el silencio, los gritos de terror del paisano no se hicieron esperar mientras trataba de zafar de lo que lo arrastraba hacia abajo. Finalmente, de un tirón se soltó y corrió como si lo persiguieran mil demonios.

Gogol se asomó tras la empalizada.

—Ya se fueron —dijo, en un susurro.

—Entonces ¿para qué hablás bajito? —preguntó la bruja, levantando la tapa del pozo—. Dame una mano, che, que estoy trancada con los cuartos traseros. Y no se te ocurra hacer comentarios.

Una vez que Herminia estuvo afuera, ella y Gogol se sentaron bajo la sombra del ombú a tomar mate. Ella revisó un bollito de patacones, como le decía al dinero, que llevaba en el corpiño; satisfecha lo regresó al cálido y protector lugar.

—Las cosas que una tiene que hacer para ganarse el pan. Suerte que hay gente a la que le gusta dar sustos y paga bien.

—Creí que el gauchito iba a morirse.

—Lo hubiera hecho gratis de poder verle la cara, pero este mes ando escasa de vituallas. Igual lo sentí temblar y casi me arranca los dedos para escaparse. He quedado exhausta, no estoy para estos trotes. Si no fuera por tus amigos que me han arruinado el negocio.

—No son mis amigos.

—Da igual, son de tu vecindario.

—Próxima Centauri, le dicen ustedes.

—Yo no digo nada. ¿Qué, no tienen lugar por aquellos pagos para hacer sus desmanes?

A esos bichos feos, como Herminda los llamaba, ya los había sacado vendiendo almanaques cuando le ofrecieron sus artificios extraños para hacer eficientes sus gualichos. ¿Cómo se atrevían esos bichos a sugerir que ella era una impostora? No necesitaba refuerzos de ningún tipo para hacer su trabajo. Había sanado a muchos, curado empachos, culebrilla, mal de ojo, dolores inciertos en lugares imprecisos, había sacado críos de vientres yermos, semilla de árboles muertos, y un par de veces vio el futuro aciago y se lo guardó. Sus vecinos eran los mejores testigos.

 

Craso error el suyo haberlos corrido, a partir de aquel encuentro infausto la habían tomado de punto y se las arreglaban para arruinarle las pociones y robarle los clientes, a más de enredarle la vida en su propia casa. Estaba a punto de perder la paciencia.

—¡Esto es el colmo! Esos forajidos, lo que le han hecho a mi loro, ahora habla inglés y no me entiende, loco se pone y gritó «¡Yu espiq inglish!» toda la bendita noche. Me alteró tanto que lo dormí de un mamporro.

—¿Y cómo está?

—Mejor, ahora habla francés, pero yo lo entiendo, bon suar.

—Qué lujo.

—¿Qué te pensás? ¿Que no tengo mis recursos?

—Raro que no te has ido para el pueblo —dijo Gogol, devolviéndole el mate.

—Ni me hables. Ya ni el sulky puedo usar. El caballo se ha negado a moverse hasta que no baje de peso.

—Qué inconveniente, tener que caminar hasta el pueblo.

—Más me molesta que me haya tratado de gorda. Así que te voy a aceptar por esta vez que me lleves, pero estacionate en la arboleda, que después se arma lío si te ven dando vueltas.

A Herminda (le decían «la bruja» cariñosamente) no le gustaba nada que Gogol la sobrevolara para subirse. «Por algo tenemos pies», decía, sentenciosa. Pero como la única alternativa que le quedaba era caminar una hora con el sol pegándole en la nuca y arriesgarse a una insolación, se subió al platillo volante; el aparatejo de Gogol tenía asientos cómodos y estaba fresquito, había que reconocerlo; a más que en dos segundos llegaron a destino, justo cuando le estaba tomando el gusto.

 


Ilustración: Laura Paggi

—Cualquier urgencia, buscame en el consultorio —dijo Herminda y se bajó casi a los tumbos, olvidando que el plato volador estaba flotando a medio metro del suelo. Cayó sentada sobre el pasto. Miró para arriba para decirle un improperio a Gogol, pero el aparato estaba invisible.

—Suerte que tengo relleno de sobra, menos mal que no le hice caso a ese bruto, si estuviera a dieta me habría quebrado la cadera —exclamó la bruja, levantándose con esfuerzo.

—¿La ayudo, abuela? —le gritó un sinvergüenza, riéndose mientras ella se abría paso entre los árboles. El pícaro la conocía bien.

—Del cogote tendría que haberte sacado del vientre de tu madre, insolente —le espetó Herminda y siguió adelante, sin darle importancia a las risas.

Llegó al consultorio, como llamaba a la pieza detrás del almacén donde atendía a los «clientes». Por fortuna, ya había una cola de tres esperando.

—Que pase el primero —dijo, sin darse resuello.

La primera era la novia eterna plantada tres veces. ¿Quién quería casarse todavía? Podía ser de otro planeta la no tan joven Nereida, con sus cuitas de amor repetidas, quejándose de que no había conjuro que la empatara con un varón decente.

—M’hija —dijo la bruja, perdiendo un tanto la paciencia— no es culpa de los brebajes, a lo mejor es tu carácter el que no ayuda y desanima a los postulantes.

—¿Qué quiere decir? —preguntó, a la defensiva, la solterona.

—Que son inútiles las pociones para la eterna juventud si no hay belleza —escupió Herminda, dando por perdido el caso—. Si te esmerás un poco en tu modos y un poco más en tu aspecto, vas a ver milagros.

Nereida se levantó bufando y salió dando un portazo.

—Adiós al licor —se lamentó Herminda.

El siguiente que entró era un encapuchado, en la penumbra no le podía ver la cara, pero cuando le extendió el billete notó las manos descarnadas y la piel oscura. Se cuidó bien de tocar tanto la mano como el billete, se lo devolvió al dueño con un gesto.

—¿Qué buscás?

—Morir —dijo el entenado.

«Otro más», pensó la bruja, enfurecida. Estos bichos de los cielos ya la sacaban de las casillas. Andaban resucitando muertos por diversión. Si este hasta le pareció un viejo conocido pero ni quiso averiguar. Por suerte, ya sabía lo que tenía que hacer.

—Anda nomás, descansá, es sólo un sueño, rescostate, toma un té con estas yerbas y vas a estar como nuevo, quiero decir, como muerto de nuevo. ¿No es lo que andás queriendo? Llevate nomás la plata, la primera vez es gratis.

Atendió al resto con desgano y se fue masticando el tabaco que le quedaba hasta la arboleda donde todavía estaba estacionado el platillo de Gogol. No lo halló hasta que se lo dio de narices y lanzó una parrafada que el alien quiso que le tradujera. Se había quedado dormido y no la había visto venir.

Para calmar los ánimos se largaron hasta la Luna a tomar mate y bizcochos fritos con azúcar. A Gogol nada le hacía mal, en cambio a Herminda los bizcochos le caían como piedras, pero no podía resistirse.

—Que había sido fea, tan linda que parece de lejos —comentó Herminda sobre el satélite con su paisaje polvoriento y gris.

—Lo lindo es mirar la Tierra, si te fijás allá abajo, adonde apunto, está tu casa.

—Ay, sí, sin los anteojos no te veo ni los tentáculos de la barba.

Pasaban largos ratos jugando, una pasión que Gogol había descubierto durante su estadía. Prefería las cartas, aunque no le hacía asco a los dados, el tute o las bochas. Herminda era hábil y zorra para las primeras y en el chinchón era imbatible. Y parecía que Gogol se encaminaba a perder sin remedio.

—Tengo algo que decirte, es muy difícil, es mejor que te sientes —dijo Gogol, poniéndose serio como nunca y intentado distraer a Herminda, muy concentrada en sus cartas.

—Estoy sentada, sotreta —respondió ella, sin levantar los ojos de las cartas.

—Tengo que decirte que soy tu padre.

—Si serás mala entraña —dijo Herminda, riéndose—. Ya usaste ese truco, me vas a cambiar las cartas apenas me distraiga. ¡Chinchón! —gritó y tiró su juego sobre la mesa.

—¿Otra ronda de mate y torta frita? —preguntó Gogol, juntando los naipes—. Estoy cansado.

—Sí, de que te gane.

—Sos muy buena para el escolaso.

—Mirá que ya hablás con más fruición que un nativo y usás palabras que ni me acuerdo cuándo las he aprendido.

—Ha sido una buena estancia.

—¿Así que te vas?

—Así es.

—Pena, lo lamento pero, como dicen, la sangre tira. ¿Será que no te podés llevar a esos maleantes de baja estofa que pululan por nuestros pagos? Después de todo, son de tu estirpe.

—Ni de lejos. Ojalá pudiera ayudar, pero no les conozco el lado flaco, en nuestro mundo tienen la visita prohibida.

—¿No hay a quién hacerle reclamos?

—Ya lo hice, tres veces, pero te toman la declaración, te dan un número de legajo y si te he visto no me acuerdo. No van a venirse a la periferia de la Galaxia a perseguir pillos sin ningún lustre.

—Es igual en todos lados, por lo visto.

—Ni que decir. De lo único que estoy al tanto es de la comida que les gusta, pero no creo que ayude.

—Quién sabe, desembuchá que yo voy a ponderar los datos.

—Se pierden por el chocolate caliente y los churros con dulce de leche. Son capaces de sentir el olor a kilómetros.

—Mirá vos de dónde el viento nos ayuda.

Juntaron todos los petates y se volvieron con mejor humor de la Luna. Sin dilación, Herminda se encerró en la cocina mientras Gogol tomaba fresco bajo la sombra del ombú. A poco de estar lo despertó de la somnolencia que le había dado el solcito un olor intenso y arrollador se filtraba por los resquicios y alborotaba el aire con sus efluvios.

Herminda salió de la cocina y trajo una fuente recién lustrada de plata, puso un mantel de lino bordado en la mesa del patio, una jarra de porcelana llena hasta el tope de chocolate humeante y los churros rebosando de dulce de leche.

—Vamos adentro —dijo.

Se escondieron en la casa y espiaron por las rendijas de la celosía. No tardaron en aparecer los bichos feos, con sus seis extremidades y sus cáscaras brillantes. Se movieron sigilosos, oliendo una trampa además del chocolate.

—No van a poder resistir —dijo Gogol en un susurro.

—Es lo que pensé, las pasiones son iguales en cualquier Galaxia, me imagino.

—Amén —respondió Gogol, del todo de acuerdo.

Los visitantes consumieron la merienda sin dejar ni las migas, lamieron la jarra y, como si estuvieran borrachos, rompieron lo que se les puso a tiro. Moviéndose con lentitud se subieron a su platillo, recién ahí Herminda y Gogol salieron al patio.


Ilustración: Guillermo Vidal

La nave empezó a girar errática, chocando con los árboles. Salían de su interior sonidos explosivos que la hacían cambiar de rumbo.

—Esos sí que son retorcijones. Juraría que por un tiempo no van a andar por estos pagos.

—¿Qué hiciste? —preguntó, maravillado, Gogol.

—Es una receta familiar. La usaba para desanimar pretendientes, hasta que quedó el que me gustaba, otros tiempos —dijo Herminda, espantando los recuerdos—. ¿Unos mates antes de irte?

—Pero sin la fórmula.

—Prometido.

 

 

Como acostumbraba todos los lunes cuando la fresca, Herminda visitó a Leticia, su comadre, sola como ella. Charlaban largo ratos, y ahora que Gogol había partido, no tenía apuro. Los clientes volverían de a poco, sin moros en la costa que alterasen el caserío. Cierto que todavía quedaban las vacas zafadas que perseguían a los toros y tenían lunares y pestañas como damas antiguas, y otras historias que se corrían, pero ya pasaría el bullicio y terminarían convirtiéndose en cuentos de viejas.

—Tuviste de huésped un extraterrestre y yo no tengo nada.

—Tenés unos bichos escondidos en esos catres que hasta a los alien más feroces les daría miedo acostarse.

—Hermi, ¿no te suena raro tanto, tanto extraterrestre yendo y viniendo? Peores que cuises cavando bajo las casas.

—Raro, ¿decís más raro que Remigio, que no se habla con Clorinda desde que se casaron hace veinte años y tienen doce hijos juntos, o Rosaura, que duerme en la tumba de su familia, o el gringo que come con los gatos en la mesa? ¿Y qué me decís de Luciano, de dos metros treinta, noviando feliz con Sarita que no asoma del piso más allá del metro veinte?

—Visto de ese modo… ¿Un licorcito?

—Creí que nunca me lo ibas a ofrecer.

—Pero después me tirás las cartas y me decís la verdad, no como la última vez.

—Ya veremos —dijo Herminda, espantando los malos recuerdos como a las moscas.

 

 

Guillermo Vidal nació el 7 de marzo de 1955. Ha publicado cuentos breves y mini cuentos en los blogs Químicamente Impuro, Breves no tan breves y Ráfagas, parpadeos. Es fundamentalmente ilustrador; pueden ver sus obras en las portadas de Axxón y en muchos cuentos de la revista. En breve, Ediciones Andrómeda publicará «Los sublimadores», su primera novela de ciencia ficción.

En Axxón ya hemos publicado su cuento AUTOCLONACIÓN REVERSA.


Este cuento se vincula temáticamente con PARÁBOLA DE LA YARARÁ de Ricardo Giorno, EL DÍA QUE ÑORQUINCO DESAPARECIÓ DEL MAPA de Laura Núñez y SUPERVIVENCIA de Jorge Pradella.


Axxón 218 – mayo de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Contacto con extraterrestres : Gauchesco : Argentina : Argentino).