Ficción Breve (cincuenta y siete), varios autores
Agregado el 21 mayo 2010 por admin en 207, Ficciones, tags: CuentosAlgunos críticos y académicos consideran que la ciencia-ficción es el último emergente de una corriente literaria que arrancó con Luciano de Samosata en el siglo II de nuestra era, o incluso antes, se popularizó a fines del siglo XVII con los «viajes imaginarios» (vehículos de sátira social y política), se volcó decididamente hacia la ciencia y la especulación en el siglo XIX, y fue recogida por editores pioneros como Hugo Gernsback y John W. Campbell, quienes la modelaron y la convirtieron en el género que conocemos hoy. Así, el complejo campo de la ciencia-ficción actual con todas sus variantes, es el resultado de una tradición literaria que evolucionó a través de los siglos.
Como dice Donald A. Wollheim en The Universe Makers: Science Fiction Today, «La ciencia-ficción se construye sobre la ciencia-ficción».
Cuánto de ciencia y cuánto de ficción deben tener las obras del género es un tema que todavía se está discutiendo.
Silvia Angiola.
ARGENTINA
Suspiró y comenzó a escribir: «Cerca de la costa había una isla; sobre la isla, un bosque; en medio del bosque, un claro, en el claro, una cabaña; dentro de la cabaña, un hogar lleno de calor y una mesa; sobre la mesa, una hilera de chips…»
Borró todo de un manotazo.
—¡Maldición! Siempre lo mismo. ¿Acaso las musas ya no existen?
En su interior, un módulo 4N1M bajó su potencial y se sintió muy deprimido.
Graciela Lorenzo Tillard, nacida en Córdoba, Argentina, ha colaborado con fanzines tanto electrónicos como de papel, y en un par de antologías. Uno de sus relatos es La peste amarilla en la Buenos Aires, que apareció en MENHIR 2 (papel) y en ALFA ERIDIANI 4 (digital). Fue finalista del concurso Ficciones Breves 2009 de Axxón con el relato VERGÜENZA. Ha publicado prosa, crítica, infantil y poesía, además de traducciones. La lista detallada puede ser consultada en su sitio web
ESPAÑA
—¿Tendré una muerte terrible o, por el contrario, será dulce? —se preguntaba el hombre del espacio al mismo tiempo que se preparaba para el despegue.
Un minuto antes del instante fatal, el cohete abandonaba la atmósfera terrestre. Sesenta segundos después, el planeta Tierra se desintegraba.
Él fue el único superviviente.
Baldomero Dugo Navarro nació el 6 de octubre de 1970, en la población barcelonesa de Montcada i Reixac. Es licenciado en Psicología y diplomado en Relaciones Laborales por la Universitat Autònoma de Barcelona. Aficionado a la literatura desde los 11 años, se ha decantado desde muy joven por el género fantástico y la ciencia-ficción. Aunque ha hecho sus pinitos tanto en poesía como en ensayo, ha cultivado sobre todo el relato breve. Ha publicado en diferentes revistas catalanas, como Cap-pont (revista cultural de Lleida) o Gran Sant Cugat. En 1988 ganó el Premio Cervantes de narrativa organizado por «La Caixa», gracias a un relato de ciencia-ficción titulado «La Genética de la Salvación». Recientemente, ha publicado un libro de relatos titulado «Actualización de Sentimientos».
ESPAÑA
El experimento fracasó miserablemente. Había conseguido modificar su estructura molecular para transformarse en agua, pero era incapaz de revertir el efecto. Se quedó esparcido, entre la mesa del laboratorio y el suelo, mientras sentía que poco a poco, lenta y lastimosamente, partes de su cuerpo se evaporaban.
Javier Mancera Fernández nació en Sevilla, el día de San José de un azaroso año 1981, en el pabellón de San José del antiguo Hospital de la Cruz Roja, pero sus padres decidieron ponerle de nombre Javier. Intrépido lector, retrasó el conseguir su carnet de conducir para poder leer plácidamente en el autobús. Consiguió terminar Ingeniería Informática en un tiempo record para él. Actualmente considera que escribir es lo más divertido que puede hacer sin pagar (y sin que sea considerado pecado por varias religiones).
ARGENTINA
Esmirriada, con destellos de mercurio y gestos de oropel, ingresa Mktlove.
El joven Noja queda azorado; nada de lo que sus ojos registran guarda relación con la promesa publicitaria del ceñovisor.
Mktlove garrapatea sin emitir sonido y se detiene a sus pies. Noja está en su cota cardíaca. Mktlove despega una punta del piso y dibuja una elipse antes de ponerse como una vara. Están frente a frente y la decepción de Noja licua dentro de un destello turquesa, que, mansamente, se va difuminando y deja flotando cientos de hilos turquesas desmadejados en el espacio de la casa cubo. Los hilitos luminosos unen su cuerpo al de Mktlove y por fin puede verla como la vendía su ceñovisor.
Noja quiere tocarla, no puede activar los brazos y las yemas contienen el residuo de sus latidos.
Mkltove mueve los labios: «Soy tus necesidades», y a Noja le afloran cosas que antes no se hubiera imaginado: una Mktwash, una Mktcook, una Mktclean, una Mktbody y el ceñovisor implanta la barra de compra y Noja pestañea un «OK». «Seremos una gran familia. Me haces tan feliz», dice Mktlove y Noja ensopa las córneas y al segundo le entran ganas de una Mkthouse y un Mktcar. Es mucho, mucho para él, encendido por la pasión e imprevistamente, puede liberar sus brazos.
Una centella naranja corta al medio los hilos turquesas y las yemas de los dedos de Noja son diez estallidos cuando toca a Mktlove.
A la media hora, la misión de Mkt Corp encuentra las paredes tiznadas: ilustran los crespones del paso de las llamas. A los pies yace una aleación desconocida. Los Misioneros extrañados se rascan el copete de su cofia y abandonan la casa cubo. Mientras, en Mkt Corp, la réplica está lista y un ceñovisor ha creado otro cliente.
ARGENTINA
Dentro del saco, Itam recibió de la pantalla las radiaciones embrionarias; en total, fueron nueve por treinta. Los bracitos buscan la luz y rompe en un llanto. Sale del saco bañado en un líquido pringoso y, reptando, llega a la pantalla. Se prende rápido a una cánula Mc Combo, licua el llanto entre succiones. No tiene párpados y la pantalla es la luz de sus ojos. Itam pierde un jugo marrón por la comisura carnosa del labio y el moflete derecho lo absorbe. Itam nunca se manchará. La cánula sale de la boca a la que volverá cuatro por trescientos sesenta y cinco por treinta, será su dosificador de pasta de hamburguesas. Itam jamás tendrá dientes. Afloja el esfínter y los poros de las nalguitas responden con un colchón de gotas, envuelven las heces y ascienden en burbujas con perfumes de jazmín. Itam nunca usará pañales.
La pantalla muestra un comercial de refrescos, Itam dibuja una sonrisa, estira el dedito de su mano derecha, dice «Coca». Una cánula roja penetra entre sus labios y volverá allí diez por trescientos sesenta y cinco por treinta. Mientras chupa, sus palmas rosadas recorren la epidermis bruñida de la pantalla y un cosquilleo familiar lo arrulla, una fuerte micción derrama calor entre las piernitas. Los poros prenden gotas de jazmín que envuelven orines y, luego, sueltan al aire en nuevas burbujas perfumadas. Itam nunca olerá mal.
La punta de los dedos sobre la pantalla busca altura. Itam consigue su primera vertical, luego desprende la yema de los dedos y cae de espaldas, dentro de una butaquita retráctil que seguirá al centímetro su crecimiento. Itam, hundido en la butaca, mira la pantalla. A los costados, el piso eleva cuatro paredes. Quedan dentro Itam y la pantalla. Arriba los cubre una malla por si los mosquitos. Itam está listo para trescientos sesenta y cinco por treinta.
Los papis no pueden creerlo, liban palabras frente a la canasta feliz de Creador Corp y en el seno de la pareja ha obrado el milagro de la vida.
ARGENTINA
Mi viaje duró cinco sueños recurrentes. Los Cooperantes lo identificaron en mi anaquel filogenético: subía a una nave Delta de atmósfera nimbada, sentía un gozo infinito y justo antes de partir, estaba fuera del sueño, dentro de mi mundo y encandilado por el tridente de soles. Drono decía: «Dos sueños recurrentes y conocerás el infinito; sólo conéctame al tuyo para ayudarte». Drono era mi guía, un manipulador sináptico (llevaba y traía a su antojo), un ladrón de sueños recurrentes y, de haber atendido esa sugerencia, estaría en la orla de la anti-materia. Dresi, por el contrario, era un Cooperante. Dresi, el de la piel lúbrica, apoltronado, reflector de estímulos, es como si lo viera allí, a la sombra de mi plataforma: «La vida dura treinta y tres sueños recurrentes, busca el tuyo, para hacer tu viaje». Me lo decía siempre. Lo extraño. Dresi me insistió en buscar mi sueño recurrente para llegar a un nuevo planeta y, al final, cayó con un grupo de Cooperantes antes de la puesta de los soles, mientras Drono estaba en el nido gemelo. Me rodearon, entraron en mi anaquel filogenético y oí a Dresi: «El de la nave Delta, ése es tu sueño recurrente». Luego fueron donde Drono, le hicieron inestables sus plataformas y el tirano que tanto me horrorizaba brotó en miles de burbujas y mutó a gelatina de superficie. Dresi se desconectó de mi mirada oblicua, había llegado el momento e hice el camino inverso: encandilé mi ojo con el tridente de soles, volví a la atmósfera nimbada de una nave Delta, sentí un gozo infinito, estaba en mi sueño recurrente, lo repetí cinco veces y quedé fuera de él cuando un sol, si era uno solo, encandiló mi ojo. Roté y a tres sombras de mí había un ser, de dos ojos, dos orificios y un agujero en una parte chica y en la otra más grande (unida a la anterior por un tracto blando) colgaban dos látigos de cinco puntitas móviles en cada uno y, hacia abajo, se apoyaba en dos listones apostados en la tierra (allí donde nosotros tenemos la plataforma). Conecté mi ojo a los suyos (era difícil la alternancia visual), achicó las sombras de distancia, aproximó las cinco puntas de uno de sus látigos a mi crisma, me las hundió y llegó hasta mi plataforma. Las quitó a toda velocidad, redondeó los ojos y cayó hacia un costado. Quedó como una capa de piso, amalgamado con su sombra. Dos seres similares me miraban desde dentro de algo cúbico como nido unicista. Roté, el sol me ardió dentro del ojo. Mi plataforma respondió al mando, elaboré un recuerdo por Dresi, y me lancé a explorar este planeta.
Juan Guinot nació en Mercedes (Provincia de Buenos Aires, Argentina) tres meses y once días antes de que el hombre pise la Luna (05-04-1969). Allí fue columnista de diario, locutor y guionista.
Se licenció en Administración (UBA), Psicología Social (Pichón Rivière) y Master en Dirección de Empresas (IAE).
A partir de 1990 trabajó cinco años en el Estado para recaudar dinero y entre 1995 y 2001, lo hizo en una empresa para que la gente lo gaste en golosinas.
Es profesor de marketing y creatividad.
Estudió clown, locución y desde el 2003 es discípulo del escritor Alberto Laiseca.
Escribió cuatro novelas y una nouvelle (no editadas) y más de cincuenta relatos.
Publicó en Revista Axxón (Argentina), Portal de Ciencia Ficción (España), revista miNiatura (España-Argentina) y revista No Retornable (Argentina). Relatos suyos forman parte de las antologías «Cuentos por Deportes 2» Editorial Homo Sapiens, y Novacoletanea 2009 (Mina Gerais, Brasil).
Participó en lecturas en público donde alterna la lectura con la actuación.
Amante de la ciencia ficción y el género fantástico, espera por un mundo más sanito, que se deje crecer a cada uno según sus motivaciones, que se le aparezca un OVNI o un alienígena y que, finalmente, los ingleses devuelvan las Malvinas y el Peñón de Gibraltar.
ESPAÑA
La torre Agbar seccionaba en dos la luna trasera rumbo a Sarrià. La afabilidad del taxista me reconfortó. Su discurso sobre lo que él llamaba la modernidad, para referirse a las nuevas construcciones de estética radical, lo hilvanaba con las peripecias vividas por su familia en una casa de Nou Barris, construida en la posguerra. Aquello era como vivir a la intemperie, decía. Su único sistema de calefacción eran unos platitos de alpaca en los que quemaban alcohol, repartidos por las habitaciones. Pero, eso sí, se podían recorrer los pasillos en bicicleta, añadió riendo. Citaba como referencia de su ubicación Torre Baró, un viejo chalé abandonado en el 36, y las vistas, lo mejor, engrandecidas día a día, el panorama de toda Barcelona: el cementerio de Montjuïc, las torres de la central térmica de Sant Adrià, El Poble Nou, la Villa Olímpica y el rascacielos donde me había recogido.
Pronto se me disipó el frío portuario que me había calado en aquella isla de la avenida Diagonal. Mientras me hablaba vi el Bar Balmoral: sus azulejos azul cobalto, la barra de mármol, los sifones expuestos en las estanterías. Después, ante nosotros, aparecía como una garganta que exhalaba humo el túnel de Vallvidrera. El taxista hablaba de cuando estaba en obras, de la fábrica de hormigón a la que llegaban incesantemente camiones de cemento, arena y piedra, y que ahora estaba abandonada. En apenas catorce años el deterioro era irreversible, sus naves yacían envueltas en hiedra y herrumbre.
Elogiaba los túneles, le maravillaban aquellos ingenios tubulares que escindían montañas. Cada vez entendía al taxista con más dificultad. Lo atribuí al ruido de los ventiladores. Delante de mí, ajustado con remaches al asiento de escay, un aviso sobre un cartel oxidado: «No smoking». Fuera del túnel esperaba la misma niebla, una nube opaca dentro de la que sólo resaltaba un indicador bilingüe de color naranja: English Channel / La Manche. El anuncio de un canal de televisión de documentales, tal vez.
Las chimeneas aguijoneaban el cielo acolchado. Entre la guata gris, sus franjas con letras estampadas formaban los nombres de marcas muy poderosas. Se imbricaban el humo y la niebla. Hollín y azufre. «Smog» dijo el taxista. En la radio sonaba In London de B.B. King. No reconocí las luces a la salida del túnel y me costaba concentrarme en la conversación: el taxista había cambiado el tono, su dicción era distinta. Me aturdí. Nada sé del resto del itinerario hasta que noté que frenaba. La ventanilla enmarcaba la base del enorme obelisco de vidrio y cemento, donde me había recogido. No entendí por qué estaba en el mismo lugar que al principio. A pesar de eso, decidí bajar, necesitaba desentumecerme. Chasqueó la lengua cuando vio los euros. Tal vez le recordarían sus titánicos esfuerzos para acondicionar la casa de su familia en Nou Barris. Dejándome llevar por mi suposición le felicité por aquel logro. Sonrió aunque no sé si llegó a entenderme.
Miré hacia arriba, hacia la cúspide imponente donde terminaba la piel art nouveau, la elegancia gótica de aquel edificio. Nunca había visto su reverso, la luz recortaba otra perspectiva distinta.
Traspasé las escamas tornasoladas pero tampoco reconocí el vestíbulo. De repente, comencé a girar sobre mis pies: un cúmulo de datos agolpados a una velocidad vertiginosa, palabras escuchadas alrededor y escritas sobre las paredes, unas destacaban sobre todas las demás: Swiss Re, una compañía de seguros, el edificio era la sede de sus oficinas centrales.
Cogí con fuerza el maletín, el foso del último bastión que podía resguardarme de lo inexplicable y tracé aquellas líneas: la Diagonal, Sarrià, los túneles de Vallvidrera, el Canal de la Mancha y una evidencia escalofriante: estaba en Londres. La modernidad también construye bosques donde extraviarse.
Una teoría decimonónica, la de los agujeros de gusano, reencarnada ahora en mí. En mi mente la misma silueta de dos edificios prácticamente idénticos, los dos extremos de un bucle. Clavados dentro del cráter de subterráneos infinitos comunicados a través de excavaciones que habían socavado la cáscara de manzana del globo terráqueo. Sentí vértigo. Me dejé caer en una de las lujosas butacas doradas de la selva de ficus que poblaba el hall. Me abaniqué con un folleto de la aseguradora. El descubrimiento de esta vía de comunicación era incomunicable aunque se tratara de un acontecimiento extraordinario, no estaba dispuesto a someterme a la incomprensión ajena e incluso al estupor ante mi locura.
Pero cuento con una coartada, un atajo, el que ahora utilizo, que me permite hacer pública esta escalofriante experiencia y salir indemne: la literatura, el territorio de lo imposible posible.
La Estatua de la Libertad también está duplicada. Verla en París produce una sensación de extravío, de descontextualización. En la lejanía mira de frente a su imagen aumentada en Nueva York. Tal vez sus túnicas oculten otras galerías y los taxistas lo sepan.
Rosario Raro (Segorbe, 1971) estudió Filología en la Universidad de Valencia y cursos de doctorado en Comunicación Audiovisual en la Universitat Jaume I (UJI) de Castellón. También estudió en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la PUCP de Lima, ciudad donde vivió durante casi una década. Entre otros, ha ganado los premios literarios Ciudad de Huelva, el Cruzando Culturas de Mérida, el Premio Max Aub y el Magda Portal del Ministerio de la Mujer de Perú, así como el Premio Conacine del Ministerio de Cultura de Perú por el guión del cortometraje La cuerda floja.
Desde 2004, dirige un Taller de Escritura en la Universitat Jaume I de Castellón, actividad que realiza en forma simultánea con su trabajo en proyectos de expansión de las nuevas tecnologías dentro del programa Connectem y On Xarxa y la investigación de su tesis doctoral sobre la blogosfera.
ARGENTINA
Todos los indicadores estaban en rojo, menos uno. Otro sacudón informó a Ernesto, el piloto, que el Pampero había recibido un tercer impacto. Miró por el plexiglás de la cabina y vio el reflejo cristalino de la Salina Grande. Todavía faltaban ciento noventa kilómetros hasta San Salvador y resultaba obvio que sus perseguidores le impedirían llegar a la ciudad.
—Grillo Diecinueve a Corral, confirmo estado de emergencia. Pierdo combustible. ¿Ya salió ayuda?
—Resista, Grillo Diecinueve. Cambiamos a emergencia en pista. Corral fuera.
—Recibido Corral, Grillo Diecinueve fuera.
Mientras luchaba por mantener recto el rumbo del Pampero, Ernesto vio a su navegante, Carlos, toquetear su consola con el sudor pegoteándole la camisa a la butaca.
—¡La puta que lo parió! ¿Podés hacer algo con el estabilizador inercial? Se me van a partir los brazos.
—No hay caso, lo alcanzaron, igual que al sistema de posicionamiento.
—¿Cómo? ¿El de posicionamiento también?
—Sí, volamos a ciegas.
—Pedazo de pelotudo, ¿no pensabas decirme nada?
Carlos abrió la boca pero la aparición de otros dos puntos azules en la pantalla del radar interrumpió su respuesta. Venían rápido hacia el Pampero, siguiendo una trayectoria oblicua desde un punto intermedio entre San Salvador y la Salina Grande. Carlos chifló señalando el radar y Ernesto echó una mirada fugaz; necesitaba toda su atención en los mandos. Al ver los nuevos contactos comprendió la inutilidad del esfuerzo: dos cuatreros adelante, cuatro atrás.
—Carlos…
—¿Qué?
—Prendé las balizas que entregamos la carga.
—Ernesto, escuchame, no podemos perderla, la necesitan en Salvador, no me aflojés ahora.
—¡Las balizas, te dije!
Carlos dudó, al final tocó su consola y una gran luz anaranjada comenzó a titilar en medio del tablero. Siguió un incómodo silencio mientras el Pampero reducía la velocidad.
Disminuyeron los sacudones y el trasbordador perdió altitud hasta que golpeó la superficie brillante de la salina; rebotó cuatro veces antes de patinar sobre su vientre dejando un surco de doscientos metros. El motor se apagó y la nave quedó inmóvil. Entonces Ernesto descargó su furia sobre los mandos.
—¡Hijos de puta! Me enganchan justo en mi último viaje.
Carlos apoyó una mano sobre el hombro de su amigo, había estado tan cerca de jubilarse con un palmarés de carga impecable. No pudo mirarlo a los ojos en esa hora de derrota.
Ernesto lloraba apretándose la nuca con ambas manos. Carlos susurró:
—Parece que así termina todo…
Los puntos azules se acercaban rápidamente, pero el radar sólo mostraba los del sector frontal; los otros, que los habían perseguido sobre la zona andina, habían desaparecido. Carlos fue el primero en notarlo.
—Che, mirá el radar.
—¿Qué pasa?
—No están.
Ernesto lo miró sorprendido. Tenía los ojos enrojecidos.
—¿Cómo qué no están? ¿Me estás jodiendo?
El comunicador volvió a la vida con una voz familiar.
—¿Cómo anda, Celman? ¡Lindo porrazo se pegaron! Le habla el comisario Benítez, despreocúpese, que yo me encargo de estos roñosos.
Carlos se emocionó; Ernesto se enderezó y se puso a aplaudir. Después, se abrazaron. Más tranquilos, volvieron a los controles para intentar revivir al Pampero. Ernesto dio encendido cinco veces pero no hubo reacción en las toberas.
—Carlos, el Pampero se quedó sin viento.
—Puta madre, ¿y ahora qué hacemos?
—¿Tenés la tarjeta del auxilio?
—Creo que está en la guantera.
Ernesto la abrió, sacó un paquete de tarjetas plásticas sujetas con una bandita elástica, encontró la que buscaba y empezó a marcar en el comunicador el número que iba leyendo. Antes de que atendiese el operador miró a Carlos de reojo:
—Negro, ¿no te armás una mateada? Y de paso prendete el aire, que vamos a estar un rato esperando el remolque.
Martín Darío Panizza tiene treinta y dos años y escribe desde los trece pero recién hace dos le puso ganas a la literatura, más o menos en la época en la que abandonó su carrera en Sistemas para pasarse al profesorado de Historia. Se crió en Buenos Aires, barrio de la Boca, más precisamente en Catalinas Sur, por lo que declara estar enamorado de la pelota y del azul y amarillo, qué se le va a hacer, nadie es perfecto. Le gusta mucho la ciencia ficción, especialmente Dick, Sturgeon y Lem, además de otros autores que no tienen mucho que ver con el género, como Soriano y Fontanarrosa. Considera que su gusto por la ciencia ficción ha nacido de su pasión por la historia.
ESPAÑA
En un par de minutos la matrona examinó al recién nacido, revisando todos sus aspectos básicos, como hidratación, movilidad, reflejos, etc…., tras lo cual comprobó que la memoria implantada no había sufrido desperfectos durante el parto. Poco después, el bebé ya notaba las primeras caricias de su madre.
En las siguientes semanas, la madre del niño visitó varias veces al pediatra. Este chequeó el adecuado funcionamiento de la memoria, comprobando que atesoraba el contenido íntegro: 100 Maxibytes. El médico le explicó el funcionamiento básico de la unidad, y los procedimientos para ir perdiendo la memoria.
Durante los primeros años sus padres se encargaron de que el crío comenzara a olvidar. Por ejemplo, fueron borrando de la memoria los idiomas que jamás iba a necesitar —como los de las tribus bantúes o el de los esquimales—, ocupando un espacio inútil que enlentecía el desarrollo de las funciones cognitivas.
Cuando comenzó la escuela, fue aprendiendo el laborioso método de olvidar. Poco a poco, gigabyte a gigabyte, le fueron enseñando a borrar contenidos. El crío era aplicado, gracias a lo cual fue cogiendo destreza en el olvido, por ejemplo de las técnicas agrícolas de la patata o el folklore de Birmania.
Al llegar a bachiller, el ya adolescente decidió que quería ser médico, orientando por tanto sus olvidos hacia materias como la filosofía, el arte o la literatura, dejando sólo los establecidos por la ley como de «cultura general». El joven comprobó que el esfuerzo no era baldío, puesto que iba logrando, con cada vez mayor facilidad, olvidar contenidos de su mente, obteniendo por ello excelentes calificaciones en sus estudios.
Luego llegó la universidad, donde, con tesón y confianza, consiguió licenciarse con sobresaliente cum laude, por su adecuado borrado de contenidos no útiles para su profesión. Y ya ejerciendo como médico, no cejó en su esfuerzo para olvidar, logrando la máxima eficiencia laboral.
Décadas después se jubiló. En los años posteriores jamás abandonó el ejercicio intelectual, procurando todos los días borrar algo de su memoria.
Falleció feliz, habiendo olvidado casi todo.
Ricardo Manzanaro Arana nació en San Sebastián, España, en 1966. Es médico y se ha dedicado a la estética. Es asistente habitual —desde su fundación hace trece años— de la Tertulia de Ciencia Ficción de Bilbao. Mantiene un blog de noticias sobre ciencia ficción y hasta ahora ha publicado varios relatos, algunos impresos y otros en webs. Este año 2008 lleva la administración de los Premios Ignotus. Hemos publicado en Axxón: INVOCACIÓN, MUTACIÓN, DEBATE ELECTORAL, RECUPERACIÓN, ORGANIZACIÓN, SEMINARIO DE ERGONOMÍA, TIEMPO, NOTICIA, CUOTA DE AVERÍAS, INTERCAMBIO.
CHILE
Tuvo la certeza del por qué sentía que infinitas y multidimensionales distancias los separaban, cuando lo descubrió mirándola con su tercer ojo.
Mireya Torres nació en Valparaíso y es bibliotecóloga egresada de la Universidad de Playa Ancha de Ciencias de la Educación. Entre sus antecedentes literarios cita:
Segundo lugar en el concurso de Microcuentos del Portal Literario Escritores.cl con el microcuento «Él». Este texto ha sido mencionado en blogs tanto de Chile como de España, y es leído en universidades chilenas junto con otros microcuentos.
Antologada con poemas en: Voces on Line. Cuarta Antología de Escritores.cl
Escritora invitada en el portal web Escritores.cl. Año 11 nº 8, Edición Otoño 2008
Seleccionada con el poema La Alfarera en el blog Abracadabra…libro…estás…?
Finalista y antologada en el libro Piso 10 con siete poemas en el Segundo Concurso de Poesía y Cuentos de Mago Editores.
Finalista en el Concurso de Poesía del portal Mis Escritos con el poema «De Cacería».
Seleccionada con los poemas «Centauros en la Llanura» y «La encontrada» en dos antologías para el Centro Poético.com
Congreso Fomento de la Lectura realizado en Valparaíso, año 1999.
Taller Formulación de Proyectos Culturales realizado en Valparaíso del 14 al 16 de enero, 1999.
Seminario de Animación a la Lectura realizado por el Instituto Hispánico de Cultura, año 2000.
Curso de Literatura Fantástica, dictado por el poeta Oscar Hahn, en la Corporación Cultural de Las Condes, mayo de 2006.
Seleccionada con el micropoema «La Caza» en Escritores.cl, invierno 2008.
Microcuento «Dulzura» seleccionado en el programa Cuentos y otras Letras, de Radio Agricultura, Valparaíso, Chile.
CUBA
Ciudadanos:
Encaminar el proyecto Esperanza demandó ingentes esfuerzos. Eso hay que reconocerlo. Sus precursores enfrentaron incomprensiones de la burocracia, maliciosos recortes de presupuesto y, por ende, una escasez lamentable de personal. Pero debía hacerse: era cuestión de vida o muerte.
Demos atrás al calendario y recordemos que todo comenzó cuando un militante de Greenpeace algo cabreado vistió su escafandra, salió de la Cúpula de Supervivencia y plantó una solitaria postura de eucalipto en el Megabasurero Norte. Alguien lo vio y se le sumó. Así, poco a poco, el empeño alcanzó nivel planetario.
Han transcurrido largos siglos desde aquel día glorioso mas, como ustedes mismos pueden apreciar, la magna tarea ha dado sus frutos: la atmósfera se ha suavizado, la temperatura se estabiliza, las primeras cucarachas asoman ya sus antenas… Es incuestionable que la cosa marcha. Y por eso hoy recabo vuestro voto.
Les prometo… Es más, les juro, sí, les juro que durante mi mandato daré el empujón decisivo a la terraformación de la Tierra.
Muchas gracias.
(APLAUSOS).
Claudio Guillermo del Castillo Pérez nació el 13 de septiembre de 1976 en la ciudad de Santa Clara, Cuba. Es ingeniero en Telecomunicaciones y Electrónica, graduado en la Universidad Central de Las Villas. Actualmente trabaja en el aeropuerto internacional «Abel Santamaría» como Técnico en Servicios de Radionavegación y Comunicaciones Aeronáuticas.
Antecedentes como escritor:
Ganador del I Premio BCN de Relato para Escritores Noveles (junio/09), convocado por el Taller de Escritores de Barcelona (España), con el cuento Error de juicio.
Alumno del curso online de Relato breve, que impartió el Taller de Escritores de Barcelona (España), en el período junio/agosto de 2009, con una duración de 45 horas.
Finalista del Certamen Mensual de Relatos (septiembre/09), convocado por la Editorial Fergutson (España), con el relato ¡Hmmm!, publicado en la antología Las vacaciones del Detective de dicha editorial.
Mención en la categoría Ciencia Ficción de la I Edición del Concurso de Fantasía y Ciencia Ficción Oscar Hurtado 2009 (Cuba), con el relato Patrones de conducta (diciembre/09).
Publicaciones en la revista Axxón (Argentina) de los relatos TERCO (#198), PUDO SER (#199), ALIEN (#203), y MÍNIMA EPOPEYA (#204).
ARGENTINA
Polvo. Ceniza que recubre todo, calles, autos, edificios, como la nieve gris de un crematorio. Imposible tocar nada. No hay paso que no deje huella. Y no parece haber ninguna a la vista.
Pero ahí está otra vez.
Para un ojo inexperto (el suyo, doce años antes), una marca más en el polvo. Rastro de rata, perro quizá.
Yaco sabe. Ni perro ni rata. No hay perros en la ciudad. Ni ratas grandes. Las cazaron todas.
Es el otro. Pasó por ahí. Dos días atrás. O menos. Puede olerlo aún.
La adrenalina invade su cuerpo. Miedo y furia asesina. La mano aprieta el palo.
Yaco olisquea, lanza miradas alrededor. Detrás sobre todo. Las marcas pueden ser un señuelo. Para distraerlo. El otro puede estar acechando. Una trampa que a Yaco ya se le ocurrió.
Pero no. No hay nadie más que Yaco en ese lugar. Yaco diría que no hay nadie más en toda la ciudad. En el mundo quizá.
Si no supiera del otro.
Permanece alerta. Silencia su respiración. Escucha. Viento. Sólo eso. Yaco recuerda. Antes había otro sonido. Follaje. Árboles.
Vuelve sobre las marcas. El otro borró sus huellas con algo. Un plumero quizá.
Pero entró al edificio.
¿Salió? Yaco no sabe. Es un negocio. La vidriera intacta. La pátina gris no deja ver el interior.
Duda.
Entra.
Una sombra amenazante. Yaco revolea su palo. Rebota y vibra. El palo cae de su mano. Yaco se encoge y espera el golpe.
No llega.
Alza la mirada. Un maniquí. Traje y sombrero. Otro. Una mujer. Medias de red y pollera corta. Ropa de Tango. Un negocio para turistas. Gente que viajaba de un país a otro. Para visitar museos. Ahora toda la ciudad es un museo, piensa Yaco.
Entre el desorden de cajas y cosas tiradas hay huellas. El otro no disimuló su rastro allí adentro. Sigue hasta el fondo del negocio. Una puerta cerrada.
El pecho oprime. Las piernas pesan. Quiere caminar. No puede.
¿Hace cuanto sigue al otro?
¿Hace cuanto el otro lo sigue?
No sabe. No recuerda.
Son perros en la misma jaula. La ciudad. Giran. Uno y otro. Un círculo sin fin. Se buscan. Se evitan. Encontrar primero es peligroso. Ser encontrado es peligroso.
¿Y si está ahí? ¿Ahora?
El miedo le dice que huya. La adrenalina, que entre.
Olisquea. No hay nadie.
¿Y si descubrió cómo ocultar su hedor?
No. Imposible.
¿Y si está escondido, agazapado, esperando para saltar y acuchillarlo?
No. Más sencillo es imaginarlo acurrucado. Dormido. Borracho. Así son las noches de Yaco. Así deben ser las noches del otro.
Y Yaco ya está adentro. Si el otro está allí, si lo espera, no puede huir. Si no lo espera, puede sorprenderlo. Atarlo. Hacer las preguntas primero. Decidir si son verdad. Decidir si estar solo es mejor.
Yaco fuerza sus pies a moverse. Esquiva zapatos retorcidos, sombreros llenos de polvo. No quiere hacer más ruido. No quiere caerse. Avanza.
El cartel de la puerta. Yaco tarda en reconocer las letras. «Privado». Un lugar prohibido.
El miedo vuelve al pecho. Lo ignora.
El picaporte rechina al bajar. La puerta cruje al empujarla. Yaco ya no imagina al otro dormido. No después de tanto ruido. El corazón retumba.
Empuña su palo y entra de un salto.
Es un cuarto oscuro, pequeño. Sombras que no se mueven. La luz no funciona, claro. Con la punta del palo empuja el vidrio de una ventana opaca. El sol lo ciega un instante y Yaco maldice su estupidez. Espera la llegada de la muerte.
Aún espera cuando logra abrir los ojos.
No hay nadie ahí. Una heladera oxidada, un anafe lleno de telarañas, alacenas en las paredes. Nada más.
Pero Yaco está asfixiado por el miedo. Sale de la cocina y vuelve a respirar. Se apoya en el palo. El corazón se calma.
El otro estuvo ahí pero se fue. Como hará Yaco ahora. No puede permanecer en el mismo lugar. Nunca. Una madriguera es un lugar que puede ser encontrado.
Antes, vuelve a entrar. Revisa el cuarto. Es muy pequeño. La cocina de un negocio. No hay nada. Todo vacío. El otro la saqueó. Debió estar desesperado. Saquear es dejar huellas. Un rastro para seguir.
Yaco no toca nada. Acomoda la mochila en su espalda. Todo lo que tiene. Todo lo que necesita.
Sale de la cocina rumbo a la puerta. En el camino, una mirada fugaz al maniquí, la mujer. La pollera corta. Las bragas que se adivinan. Yaco ignora el llamado tenue. Ya no se masturba como antes. Ya no hay deseo.
Sale del edificio y camina hacia el sur. Descubre las huellas del otro. Aquí la tentación es más grande. Seguirlo, sorprenderlo…
No. Sorprender es tan probable como ser sorprendido. Un rastro es algo que puede ser vigilado en dos direcciones. Yaco lo hace. Vigila su propio rastro en busca de una sombra. Ojos en la espalda. Parte de la supervivencia.
Así que Yaco no sigue las huellas. Yaco se aleja de las huellas. Se aleja del otro. El otro es peligro. Yaco solo es seguro.
Hernán Domínguez Nimo nació en Buenos Aires en 1969. Es redactor publicitario por la simple razón de que donde se siente a gusto es frente a un teclado o un papel. Como nunca consideró lo literario como una profesión (ya conocemos la situación de la Argentina, donde la ciencia ficción tiene miles de seguidores pero la industria editorial no lo aprovecha), es de los que escribe y escribe sin pensar que el objetivo del cuento no sea el hecho mismo de ser escrito. Tiene decenas de cuentos «cajoneados» que nunca se preocupó por publicar. Hace algunos años empezó a enviarlos a concursos de ciencia ficción del exterior. En 2002, Gérmine fue finalista en el Terra Ignota de México y posteriormente publicado en la revista 2001, de España. En 2003, Moneda común fue ganador del Concurso Fobos, Chile. Y desde entonces nadie ha podido detenerlo, por fortuna. Pasó por NECRONOMICÓN de Venezuela, PÚLSARES de Chile, ALFA ERIDIANI de España, etc., etc., etc.. Pueden ver el detalle en la Enciclopedia.
Hemos publicado en Axxón: NO, GRACIAS (141), CAMBIO (148), HASTA LA SIGUIENTE (150), VIAJE AL PASADO (154), EL MORADOR (155), EL GUASÓN (156), FINAL INCIERTO (157), MOTORHOME (160), MALOS PENSAMIENTOS (163), EL NÚMERO UNO (165), CAMINATA LUNAR (167), LA PRIMERA VEZ (167), EL DUEÑO DEL BARRIO (168), CON UN PIE EN LA TRAMPA (171), MORIR DE TRISTEZA (178), RAÚL (180)
Axxón 207 – mayo de 2010
Cuentos de autores varios (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Fantasía : Temas diversos : Internacional).
Ilustraciones por SBA