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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 


CHILE

«La Historia es nuestra y la hacen los pueblos.»

Una mañana de septiembre.

 

5:19 AM. Mis ojos se abren de un golpe, como saliendo de un coma. Sacudo la cabeza. La pantalla enclavada en la sucia pared a los pies de mi cama ya está encendida, como siempre. Mis sentidos se recuperan tristemente rápido de ese dulce y confuso momento cuando no sabes si aún duermes o ya estás despierto; el momento en que no hay realidad ni vacío. Lanzo un suspiro pensando que así debe sentirse nacer. O morir. La voz aguda de la mujer en la pantalla hiere mis oídos. Quizás sea por esa confusión mañanera que inconscientemente busco el control remoto para apagar ese infernal sonido. Me sonrío. «Qué ingenuo», me recrimino recordando lo obvio. No hay control. ¿Para qué iba a necesitarse si sólo existe un canal? No necesitas preocuparte por las opciones cuando no las tienes. Me quedo mirando embobado a la mujer del canal del Consortium por unos segundos y siento la necesidad enferma de salir de esa habitación. Tal vez aún algo dormido, algo turulato, corro hacia el baño con la esperanza de dejar esa voz cantada y cínica atrás. Me vuelvo a sonreír. Había olvidado que aquí también hay una pantalla. Y en la cocina. Y en el pasillo. Y en todas partes. No necesitas preocuparte por las opciones cuando no las tienes.

 

Me cepillo los dientes como cada mañana, no por necesidad sino por costumbre. No he comido nada en días, pero es lo que hay que hacer, ¿no? Levantarse a las 5:19 AM. Escuchar el reporte del Consortium, donde la mujer de la voz cantada te mentirá diciendo que todo está bien o todo está mal según convenga. Lavarse los dientes. Mientras enjuago mi boca siento como si pudiese escuchar a millones de personas haciéndolo al unísono, como un gigantesco y escalofriante coro de seres humanos, una manga de atolondrados actores perfectamente sincronizados e inconscientes de su participación en esta obra. Y cada mañana, a las 5:19 AM. los oigo separar sus párpados con exacta precisión, cada par de ojos en un instante abiertos por la fuerza incorruptible de la costumbre. Y saben que no importa cuánto deseen sus ojos permanecer cerrados, a las 5:19 AM. de cada día, desde que nacieron hasta el fin de sus vidas, sus párpados se unirán a ese grotesco coro, saliendo del vacío de cada noche con un chasquido de músculos y el sutil sonido de las secreciones nocturnas sacudiéndose de sus pestañas.

Y siempre es así.

Me pongo mi gabardina y mi sombrero sin mirar por la ventana. No necesito hacerlo; sé que un viento gélido corre por la calle el día de hoy. Hace muchos años que el sol no toca este lado de la ciudad. Dejo mi sucio departamento y salgo al sucio pasillo del sucio tercer piso de aquel sucio edificio enclavado en este sucio suburbio. Hay cuchicheos. Los vecinos murmuran y se reúnen en los rincones. Me volteo y por fin veo la razón de tanto barullo: cintas policíacas sobre la puerta del 306. El Consortium estuvo aquí. Los síntomas son inconfundibles: una gran mancha de sangre sobre la vieja alfombra, y la pared y los casquillos de las balas aún humeantes sobre el piso. Estuvieron aquí, anoche. Me acerco a la puerta. Como es costumbre, hay un comunicado pegado sobre ella; me salto las formalidades y la rimbombancia hasta llegar al texto subrayado:

(…) Por esta razón, y amparados bajo la obligación adquirida por la Universal Commonwealth Act, se ha determinado procesar al sujeto #681.523.424 bajo el cargo de:

«ACTIVIDAD ONÍRICA NO AUTORIZADA»

 

Han matado a Braulio. Por sobre mi hombro escucho los comentarios de las vecinas.

—Tan bueno que parecía —dice una.

—Nunca pensé que fuera un drogo… qué vergüenza —sentencia otra. Me hundo de hombros. Braulio nunca tomó nada fuerte, Novril, «varas» o nada parecido. Sólo le gustaban los vuelos. Lo sé porque yo se los vendía. Las miro a los ojos, balbuciendo, suponiendo en las sombras del pasillo. No hicieron nada. Lo ejecutaron en plena noche a una pared de distancia y nadie hizo nada. Pero guardo silencio. Yo no hice nada. Esta noche nadie abrió los ojos por Braulio. ¿Cómo es posible que la costumbre suene más fuerte que las balas? Antes de darme media vuelta observo la gran leyenda con letras rojas y amenazantes que cierra el escueto comunicado colgado sobre la pared:

«POR LA RAZÓN O LA FUERZA.»

Adiós, viejo amigo. Lo siento.

Salgo a la calle y mi predicción resulta cierta. La bruma negra es tan densa hoy que apenas puedo ver a más de una cuadra de distancia, y el sol no es más que una tenue lámpara incandescente que se asoma tan tímida que puedo verla con mis ojos desnudos sin la más mínima molestia. La gente ya ha comenzado a dejar sus hogares. Muchos ya llevan su uniforme de trabajo puesto; otros visten ropas de calle igual de insípidas mientras sus ropas laborales aguardan en sus bolsos de mano. Todos caminan en un tranco constante y silencioso, inadvertidos de la presencia de los centenares de seres que transitan su misma ruta a milímetros de ellos, quizás todos los días a la misma hora. Su andar es interrumpido sólo por la presencia de alguna de las decenas de cientos de miles de pantallas que iluminan con su fulgor cada esquina de la ciudad. Las personas se detienen frente a ellas como polillas atraídas por el fuego. Me mezclo entre ellos. El reporte matutino del Consortium aún no termina y ahí, frente a la muchedumbre, la mujer de la voz cantada reporta con gravedad alguna nonada sobre un personaje sin importancia sumido en un igualmente desaborido problema. La gente escucha atenta, como en presencia de una información esencial, como si sus vidas dependieran de saber y asimilar lo que atestiguan por la pantalla en este momento. Vociferan. Vitorean algún nombre. Luego el tono de la mujer se torna aún más serio. Reporta, con fanático entusiasmo, cómo un disturbio producido por «cholos» delincuentes y pérfidos fue controlado con rápida eficacia por las fuerzas de seguridad. El atento público vuelve a lanzar vítores y gritos patriotas cuando la mujer, siempre con su tono cantado, les recomienda a todos «continuar denunciando cualquier actividad migratoria ilegal». Usa frases como «la contienda es desigual», cita a añejos y trasnochados héroes y les recuerda a sus espectadores «la importancia de la Guerra y de lo Nuestro». Mientras el reporte vuelve a asuntos más ligeros pero no menos «importantes» (el tórrido romance de algún individuo cuyo nombre no me suena), me alejo. Los observo por un minuto alimentándose de la pantalla, encumbrada en lo alto de la esquina, como un erguido profesor que instruye a su hambrienta clase. ¿Y por qué habría de ser distinto? Después de todo, esa pantalla los ha criado. Ha sido un padre y una madre. Una instructora. Una teta. Así ha sido desde que existe la Ley de Deuda. Así ha sido desde siempre. Visto y pensado con detención, hasta termina resultando lógico. Si naces para hacer un solo trabajo, ¿para qué aprender los demás? ¿Para qué colegios o universidades? ¿De qué sirve la Historia o la Filosofía, para pagar una deuda? Lógico. Práctico. Hoy, después de todo, cada ciudadano nace con una deuda de por vida, adquirida por su padre, o quizás por el padre de éste. Una deuda ineludible. Pagos pactados hace décadas, o tal vez más que eso, un préstamo de esclavitud que generaciones no pudieron saldar con sus vidas completas. Y cuando las deudas crecen no hay tiempo para romanticismos. Ellos lo sabían. Cuando sus deudas crecieron, cuando se tornaron invaluables y el poder de los entes colectores creció hasta el borde de lo legal, sólo una solución se vio lógica. Práctica. Alianzas. Fusiones. Acuerdos. La unión. ¿Cómo detener a quienes finalmente son tus dueños? ¿Cómo frenar a quienes, en su suma, controlaban todo? Cuando las empresas firmaron el Acuerdo de Consortium para la Unión Económica nadie pudo decir nada. Senadores, políticos, Estado, jueces, todos les debían algo. Callaron. Ellos eran todo: un solo ente con el que cada ciudadano de este país tenía un crédito impago. Desde medicamentos hasta armas. Alimentos y ropa. Minerales y entretenimiento. Todo venía de ellos. Todo lo que la Universal Commonwealth Act permitiera producir y manufacturar, estaba bajo su control. No pasó mucho hasta que el mismo Estado tuvo un precio. No pasó mucho hasta que la Ley de Deuda, aquella absoluta locura, aquel descabellado decreto, fuera pedido a gritos por un pueblo sumiso, corroído por antidepresivos y enfermedades, ahogado por su propia mano. Cada hombre y mujer de este país nacería entonces con un contrato ineludible, imperecedero e inapelable («asegurado y constante» fueron los términos usados) con el Consortium y así realizaría para él una tarea asignada al azar, «recibiendo la preparación específica para ello y asegurando así la satisfacción de sus necesidades esenciales, sirviendo al mismo tiempo a su País». Y el Pueblo aplaudió. Y el Pueblo dijo «No necesitas preocuparte por las opciones cuando no las tienes». Para asegurar su lealtad, el Consortium los aglutinó bajo conceptos nuevos de Patria y Nación, bajo lemas de amor propio e identidad. De odio. Nada como el odio a otros para unir a los pueblos. La pantalla les sugiere que odien al distinto y los hace responsables de cosas que están mal en otras partes. Los duermen con banalidad y los despiertan con odio. Los hombres y mujeres de la voz cantada entran a sus hogares día tras día. Están en las calles y plazas. Siempre. Y un día sencillamente son tan familiares que comienzas a creerles todo lo que dicen. Y un día dejas de cuestionarte las cosas. Dejas de pensar que las fronteras llevan décadas cerradas, que nunca has visto a un «cholo» en tu vida, pero ellos dicen que siguen ahí afuera, amenazándote. Quitándote el trabajo. Repugnándote. No te dicen que son ellos los que compran lo que tú produces. No necesitas saber eso. ¿Para qué? Tampoco te ayuda a pagar tu deuda. Romanticismos. Sólo la ignorancia te ayuda.

 

Enciendo un cigarro y le hecho un vistazo a mi calle por última vez. El reporte terminó y la pantalla que nunca se apaga ha pasado ya a otra cosa. La gente reanuda su fofa marcha. Se quedarían ahí frente a ella todo el día, pero deben llegar a las fábricas. No les importa; allí también hay pantallas. Cruzo la avenida que hoy se ve más gris que nunca bajo el filtro de la bruma negra. No hay colores. Sólo el blanco, azul y rojo de los carteles y los rayados que ensucian las paredes con sus mensajes. La gran leyenda con letras rojas y amenazantes se repite en los anuncios una y otra vez. Me espera un largo camino.

Me toma toda la mañana, pero por fin llego a Las Ferias. Nadie se atreve a llegar hasta aquí sin una mascarilla. Al adentrarme en los gigantescos galpones, puedo reconocer inmediatamente a los forasteros por sus rostros cubiertos. Pero no los oriundos. No… Ellos respiran bruma negra. La exudan por cada poro. Aquí, en la periferia, me siento finalmente en casa. Lejos de todo. Me pierdo en los estrechos pasillos atiborrados de gente y ruido interminables. En Las Ferias hay pantallas también, pero los gritos de los comensales ofreciendo sus servicios y las risas socarronas de los ancianos ahogan su sonido y merman su fulgor. Ya es mediodía y las cocinas comienzan a expeler los vapores de sus manjares. El olor a frituras y especias me llena, me satura y me excita. Éste es el lugar donde el tiempo se detuvo, donde el Consortium aún no lo es todo, donde los parias son amos y la miseria es un extraño orgullo. Éste es el lugar donde nada importa. Es donde las familias huyeron cuando las fronteras y el borde costero se cerraron por la guerra y las regiones fueron repactadas y extinguidas. Éste es el lugar donde la gente deja su uniforme de trabajo dentro del bolso. Aquí el miedo se respira con menos putridez, perdido entre el azafrán y el merquén. Veo un gato sentado, remolón, sobre una pila de verduras frescas y por un momento, incluso me parece oír los acordes torpes de una desafinada guitarra. Música para mis oídos que viene y va. Los misteriosos intérpretes hacen lo suyo y se desvanecen; tienen miedo de los micrófonos. Los agentes encubiertos. Los rumores. Esa vigilancia que se hace sin vigilar. Pero a quienes realmente les temen, es a los Místicos. Las Ferias es su territorio. Hombres de terno y corbata baratos, armados con pequeños libros negros que vociferan en las esquinas. Fanáticos extáticos que reúnen a su rebaño con promesas de una vida mejor después de ésta, los engatusan con milagros de sanación fácil y juicios horrendos para los indóciles. En un mundo donde prolifera la ignorancia ellos son reyes, violentos sostenedores de un conveniente oscurantismo de falsa rectitud. Cínicos. Producen y promueven toda clase de drogas y sustancias letárgicas para el cuerpo, la mente y el espíritu. Reparten las «varas» que funden el cerebro de su plebe, derribando las barreras de la incredulidad y el sentido común, abriéndole paso a sus cánticos mesiánicos que guían a las masas hacia el conformismo. Hacia las fábricas. «Ora et Labora». El Consortium los ampara y les permite existir; se necesitan mutuamente. Los unos los hacen miembros importantes de sus congregaciones, los otros construyen para ellos grandes templos de paredes de cristal barato y sillas plásticas con sus fondos. A cambio, hacen lo que ellos no pueden hacer, le prometen a la gente lo que ellos no pueden prometerles. Dos caras de la misma moneda. Me producen repulsión. Sigo caminando y unos metros más allá los encuentro. Sus trajes baratos. Están apaleando a una chica joven. Le escupen y gritan citas amenazadoras sobre fuerzas imposibles que se dejarán caer con ira vengativa y asesina sobre los criminales. Azotes de manos y lenguas. A su lado yace la vieja guitarra cubierta con sangre. Algunos los alientan y alzan los brazos al cielo. Otros simplemente les abren paso y se apartan, corriendo sus ojos sin decir nada. Yo no hago nada tampoco. No soy mejor que ellos. En Las Ferias nadie se mete con los Místicos.

 

Al final del galpón más húmedo y oxidado de Las Ferias se encuentra mi destino. El Club Orochi. Mi segundo hogar. Abro la gastada puerta de latón y entro al salón principal. Mesas vacías y una barra plagada de vasos sucios. Aire viciado, y en cada pared una pantalla que permanece milagrosamente oscura y callada. No sé cómo lo hacen, pero en el Orochi las pantallas siempre están apagadas. Y al fondo, junto al rincón, ella. Esperándome. Crucé toda la ciudad por verla hoy. Antes de que note mi llegada me detengo a observarla un segundo. Evelyn. Su pelo es largo y rojo como la sangre misma. Sus labios acarician un cigarro con asfixiante ternura. Me acerco y su sonrisa me recibe. Ya me conoce algo mejor: a pesar de ser apenas mediodía, ya hay un par de tragos servidos sobre la mesa. No me conoce lo suficiente: no sabe que los necesito para mirarla a los ojos. Esos ojos color miel. Me siento al otro extremo de la mesa para dos, que apenas tiene un metro y algo más de largo, pero que mi cuerpo siente infinita entre nosotros. Evelyn es mi proveedora. Vengo hasta Las Ferias por los vuelos que vendo y que me pagan el pan que me niego a recibir del Consortium. Ella es un misterio para mí y yo para ella. En este mundo es mejor así. Sólo sé que cada semana ella estará aquí, en la misma mesa del viejo Orochi, con su cabello de sangre y sus ojos de miel. Es la primera persona con la que cruzo palabras en días.

—Tengo algo para ti hoy —me dice con su voz suave, casi susurrando. Aprieto mis labios, deleitándome en secreto con cada sonido. Reclino mi cabeza un momento interrumpiéndola y extraigo de mi gabardina el viejo revólver. Lo dejo descansar sobre la mesa, junto al vaso que me apresuro en vaciar. Saco un cigarro. Ella lo enciende con gracia. Inhalo profundo. Dejar mi pistola a un lado es el máximo gesto de confianza que puedo darle. Quisiera darle mucho más. Mucho más. Era un regalo de mi padre, el revólver. «La vida es como una bala, hijo. No para hasta que para», solía decirme el viejo. Era un tipo sabio. Mi mente divaga. Estoy nervioso.

—Pero tienes que prometerme algo… —continúa Evelyn.

—Claro, sólo dilo —respondo, muy seguro. Grandísimo hipócrita. Ella extrae con sus largos dedos un pequeño estuche de cuero negro de su abrigo. Es curioso, pero veo real preocupación en sus ojos. Como si se tratara de una bomba, desliza con delicadeza el misterioso paquete hasta mis manos. Nuestros dedos se rozan una fracción de segundo.

—Prométeme que tendrás cuidado —me dice. Abro el cierre con lentitud. En el interior acolchado del estuche de cuero negro descansan tres pequeños tubos de cristal que resplandecen con un líquido fulgurante de un rojo tan furioso que hiere mis ojos un momento. Tomo un contenedor y lo levanto a la altura de mis ojos para inspeccionarlo.

—¿Qué son éstas? ¿Acaso son «varas»? Yo no vendo esta porquería —exclamo, algo molesto. Evelyn sonríe.

—Qué conservador, viniendo de un hombre que vende vuelos ilegales para vivir —me responde, incisiva.

—Los vuelos no alteran tu cerebro artificialmente, sino todo lo contrario. Lo regresan a su estado natural. Esta mierda sólo fríe tus sesos. Y ni siquiera se siente bien. Créeme —sentencio. Pero sé de antemano que no será suficiente para ella. A pesar de proveerme, estoy seguro de que nunca ha probado el Novril, ni siquiera los vuelos. No captaría la diferencia, porque ambos le aterran. La entiendo. Un «mal vuelo» es una de las peores experiencias que existen.

—No son «varas» —termina. La observo curioso.

—Pues… no parece un vuelo… —dilucido en voz alta. Vienen siempre en cápsulas o pastillas.

—No es un vuelo tampoco —su voz tiembla un poco—. Le llaman Manzana Roja.

Manzana Roja… —repito, como su eco. Hay algo en ese fulgor carmesí que no puedo dejar de ver—. ¿De dónde lo sacaste? ¿Los Místicos? —pregunto finalmente. Niega con la cabeza.

—Esto viene de alguien nuevo. Alguien a quien llaman El Jefe —explica, más nerviosa que nunca.

—El Jefe… —vuelvo a repetir.

—Escúchame. Este tipo no es un cualquiera. Ni los Místicos se atreven a tocarlo. Y se dice que tiene la devoción de los más altos ejecutivos del Consortium. Esto no es un juego. El Jefe es un verdadero hijo de puta. Es el hijo de puta. —El cigarro tirita entre sus labios. Sus labios…

—Así que me dices que venda esta cosa que conseguiste de este tipo al que llaman El Jefe. ¿Y qué me dices que hacen estas Manzanas Rojas? Todo esto suena algo suicida —le respondo con una mueca torcida. No parece impresionada.

—No —responde tan seria que me asusta—. No quiero que lo vendas. Quiero que lo regales.

Lanzo una carcajada tan estrepitosa que Evelyn reclina su cabeza un poco.

—Oye, escúchame… No soy un filántropo. Tengo que poner pan en mi boca. Además si es tan especial como dices… —le miento. Por ella lo haría. Hay tanto que quiero poner en mi boca aparte del pan. Por ella lo haría.

—No estás entendiendo… tienes que pasar esto a la mayor cantidad de personas posibles en el menor tiempo que puedas imaginar. Si te atrapan con esto, te matarán. Te matarán sin pensarlo ni la más ínfima milésima de un segundo. —Por primera vez desde que la conozco me habla a mí, directamente a mí. Está diciendo la verdad. Pongo el contenedor de vidrio de vuelta en el estuche de cuero. No entiendo absolutamente una palabra de lo que me dice. Pero sé que está diciendo la verdad. Esto es importante. No sé si es ella o el resplandor carmesí del paquete que acabo de cerrar, pero algo me hace asentir con la cabeza aunque cada centímetro de mi cuerpo me grite lo contrario. Me mira a los ojos una vez más. Qué daría por otro trago. Suspira y sonríe.

—Me lo prometiste. Te cuidarás —me susurra pasando su boca a centímetros de mi oreja. Siento la vibración de cada una de sus palabras. Se pone de pie y al fin la veo completa, ya no más oculta tras la infinita mesa para dos. Es hermosa. Comienza a caminar. «Voltéate», digo en mi cabeza. Lo hace. Su sonrisa es sempiterna.

—Adiós, princesa —le digo con la misma mueca torcida. Qué torpe. ¿Princesa…? ¿En qué estaba pensando? Cuando menos lo esperas, una retahíla de frases estúpidas puede convertirse en tu epitafio. Evelyn deja el lugar y es como si las luces se hubiesen apagado. Estoy solo de nuevo. Dirijo mis ojos al estuche de cuero y siento que me devuelve una mirada acusadora. Me lo guardo en la gabardina junto a mi pistola. Ya habrá tiempo para eso. No es hora de Manzanas Rojas. Estoy en el Orochi. Y eso sólo significa una cosa: es hora de volar.

 


Ilustración: Ferrán Clavero

Lo que hace del Orochi mi segundo hogar no es su decadente decoración ni el hecho de que sus pantallas estén siempre apagadas. Lo que hace del Orochi mi segundo hogar se esconde detrás de su fachada, debajo del piso y de las viejas mesas. Ahí, oculto de los visitantes casuales pero bien sabido por su clientela habitual, se encuentra el verdadero giro y rubro de este antro. El Orochi es lo que en la calle se conoce como un «Bar REM». Es en estos lugares donde los que saben vienen por sus vuelos. No esa porquería automedicada que le vendo a los adictos y a los rebeldes de nombre que buscan probarse algo a sí mismos. Con sólo una pastilla antes de cada noche y sin supervisión ni guía, un vuelo puede convertirse en una tortura para una mente sin costumbre ni entrenamiento. No, ésta es la crema de la torta. Sólo calidad. Golpeo la puerta de servicio pobremente camuflada y uno de los encargados me abre, sin hacer preguntas. Es un hombre mayor y algo desaliñado que ya había visto antes. La gente los llama Areneros; siempre uno por cada habitación. Mi Arenero de turno me conduce por una serie de largas y profundas escaleras de cemento mohoso hasta aterrizar en el pasillo del sótano. Ahí, me indica el cuarto asignado de este día. Camino junto a él por el estrecho corredor plagado de puertas cerradas. Una luz roja encendida junto al umbral de cada una indica que una sesión está en progreso. El lugar parece especialmente atiborrado hoy y las ampolletas rojas tiñen el luctuoso pasillo. Finalmente, entro a la habitación: un gran cuarto vacío con un rotoso sillón reclinable plagado de cables y conectado a un rústico y claramente improvisado panel de control. Junto a ellos yace una pequeña mesa de noche y un igualmente discreto taburete de madera. Lanzo mi sombrero a un rincón mientras el Arenero cierra la pieza por dentro. Me dejo caer en el sillón que lentamente cede a mi peso hasta dejar su respaldo totalmente horizontal. Respiro profundo mientras el Arenero, cual veterano alfarero dispuesto a iniciar su labor diaria, se sienta junto a mí en su pequeño piso junto al artesanal panel rebosante de cableados pelados y chispeantes. De la mesa de noche toma un vaso de agua y una minúscula pastilla. Me arrimo y me las echo al cuerpo sin chistar. Estoy ansioso por comenzar, pero el Arenero me recrimina con la mirada. Tengo que calmarme para que esto funcione. Inhalo y exhalo. He hecho esto tantas veces que ya he perdido la cuenta; debería saberlo mejor. Observo de reojo al improvisado artesano obrando sobre los controles. A continuación, mi parte favorita del proceso: el anciano operador me apunta el panel donde, en un pequeño compartimiento, me revela su más preciado tesoro: cientos de diminutas tarjetas de información rotuladas a mano. Música. Bendita música. Me sonrío solo, pensando en lo que pasaría si un correcto oficial del Consortium, un amante apasionado de la Universal Commonwealth Act presenciara este sagrado ritual. Me acelero elucubrando sobre el origen del Arenero y su prohibido botín. Sin titubear elijo mi habitual: George Harrison. «Within you, Without you». Cinco minutos de gloria. Mi corazón se acelera una vez más. Vuelvo a respirar profundo. El operador me da una señal para indicarme que pronto comenzará. Asiento, pensando en la sacra confianza que se oculta en la casual relación entre un Arenero y su cliente. Él se quedará junto a mí vigilando cada segundo del proceso. Ante la más mínima señal en sus precarios instrumentos, frente al más insignificante asomo de un «mal vuelo» en sus mediciones, interrumpirá todo. Me siento seguro. Volteo mi cabeza un segundo para verlo insertar la tarjeta de información elegida en la ranura de su panel. Vuelvo mis ojos hacia adelante. Hacia el techo. Hacia el cielo.

Y entonces, comienza.

Mis ojos se entrecierran mientras el vacío del lugar comienza a llenarse con el ligero sonido de la sitar. El tamborín retumba al ritmo de la sangre de mi cuerpo y poco a poco puedo sentirla. Toda. Una sola vibración por cada centímetro de mi ser. Es un ritmo calmo y perfecto. Mis párpados se deslizan al son de una voz suave que me susurra, mientras siento cómo todo mi exterior comienza a desvanecerse lenta, lentamente. Comienza a irse. Un paso a la vez. Y de pronto siento que el mundo se dobla y se separa, que está más allá, un paso más lejos de mí. Y de pronto ya no hay Arenero. Estoy solo en ese cuarto, y las paredes comienzan a alejarse suavemente. La luz me elude y siento que mi piel se desactiva, que es incapaz de percibir ya nada, que el sillón de aquella tenue habitación se ha despegado de mí y apenas me roza. Siento que no siento. Todo está a un paso de mí. Y entonces la veo. Es una pequeña chispa frente a mi cuerpo, danzando. En su senda parece romper el espacio mismo, dejando una estela de un color que no puedo describir. No es un color. Son todos los colores. Y siento que puedo tocarla, como un trozo de luz suspendido frente a mí, saludándome. Seduciéndome. Y siento que alzo mi mano, pero no sé si lo hago de verdad. Y la toco. Es cálida. La veo separarse ante mí en cientos de líneas: una de cada color de lo que existe. Y no hay blanco. Ni azul. Ni rojo. Me abrazan como largos brazos y estoy a metros sobre mi silla. Floto. Vibro. Los colores me sujetan como hilos de seda acariciando el aire y mi piel con etérea delicadeza. Los veo rellenar cada centímetro del espacio que ven mis ojos. Y de pronto son todo. Una luz infinita. Y no hay cuarto. Me pierdo. No hay arriba ni abajo. No hay suelo. Me pierdo. Y parezco verme a mí mismo; volando. El cielo es de un celeste intenso, eterno. Y debajo de mí desfilan infinitos bosques de un verde que no conozco. Y el mar que nunca he visto se despliega inagotable bajo mis pies. Y mi padre flota conmigo, comiendo una naranja. Me sonríe. «La vida es como una bala, hijo», me susurra al oído a millones de kilómetros de distancia. Braulio vuela con él. Y veo un gato recostado remolón sobre el Sol. Y volamos, por siempre volamos. Volamos hacia el antes. Antes de que los colegios cerraran y los teatros se derrumbaran. Antes del Consortium. Antes de la Ley. Antes. Sin Razón; sin Fuerza. Un país con Sur y Norte. Y mientras vuelo los escucho, los escucho acusando y jurando. Los escucho controlando la noche por miedo a sus sucios secretos. Los escucho diciendo «No necesitas preocuparte por las opciones cuando no las tienes». Los escucho aplaudir. Vitorear, los escucho. Matar, los escucho. Odiar, los escucho. Irse, los escucho. Y veo a todo el mundo en un solo, gran parpadeo. Un mundo sin neblina negra en las almas de los míos. Y veo a Evelyn. Dulce, dulce Evelyn. Desnuda me espera recostada en sábanas blancas hechas de nubes. Una cama sin bordes, infinita hasta donde la vista se pierde, donde me dejo caer. Su cabello rojo como la sangre me baña, se enreda su piel dorada en mi carne sin revestidura como un manojo de dedos incontables. Y nuestros cuerpos se rozan, se tocan y se confunden como nuestros labios. Y puedo sentir cada centímetro de su cuerpo, y cada segundo de su existencia ahí me pertenece, y su respiración es la mía, sus latidos los míos, su aliento el mío. Y me meto en su boca, tibia, dulce, húmeda, viva. Y mi mente se pierde en su entrepierna. Y susurro «Gloria. Infinita, infinita gloria».

Un estruendo.

Abro los ojos. Estoy en la vieja y sucia habitación vacía. El taburete está desocupado. El Arenero no está a mi lado. Algo sucede. Otro estruendo. Disparos. Están aquí. El Consortium está aquí. Me pongo de pie pero mis piernas ceden a mi peso y se desploman. ¿Cuánto tiempo estuve dormido? Todo da vueltas. Mis extremidades no responden, como si siguieran aún lejos de aquí. Me despego con todas mis fuerzas del suelo frío y apenas logro incorporarme. Escucho el retumbar de las botas y los gritos, las ráfagas y las puertas abriéndose de par en par, acercándose una a una hasta mí. No pienso. Mi mano entra en mi gabardina en el segundo exacto en que la vieja puerta de madera frente a mí sale expulsada de sus bisagras por negros botines de cuero. Alzo el revólver. Mi dedo actúa por mí. Un golpe del percutor. Un soldado sin rostro vuela varios metros hacia atrás. Otro golpe y el culatazo me empuja con fuerza. El segundo soldado se desploma hacia un costado; la mitad de su cara deformada, su sangre mezclada con pintura de camuflaje. Tengo que salir de aquí. Cruzo el umbral y el angosto pasillo es caos. Las luces rojas parpadean y las ampolletas explotan en el fuego cruzado. No veo hacia atrás, sólo disparo. Escucho un cuerpo caer. Puedo ver las esquirlas resplandecientes de cemento volar en mi camino. Corro. Veo la puerta al final del pasillo, una salida de emergencia que noté con religiosa rigurosidad en cada una de mis visitas a este lugar, jamás imaginando hacia dónde iría, jamás pensando que tendría que usarla alguna vez. Mis piernas apenas dan, apenas responden, pero nada me importa. Sólo corro. Atravieso la puerta y la cierro tras de mí. La madera se astilla junto a mi espalda, disparo a disparo. Estoy en un callejón, detrás de los galpones. Es de noche ya. ¿Cuántas horas han pasado? Y entonces, lo siento. Un piquete ardiente, un cálido mordisco que destroza mi carne y hurga en mis entrañas. El dolor es indescriptible por solamente un segundo, un instante de inenarrable ardor que luego no es más que un tibio baño, cálido y suave. Me desplomo. Arrastro mi cuerpo unos centímetros, cuando la veo: una figura alta, erguida a la entrada del oscuro callejón, vestida entera de un negro impecable, desde los zapatos hasta la punta de su afilado sombrero. Una gabardina flameante que se sacude con el viento nocturno como la capa de una Parca acechadora. En su mano derecha un revólver humeante me apunta decidoramente. En la izquierda, un cigarro incandescente. Es un sicario. Baja su arma y camina hacia mí, un paso eterno a la vez. Por cada metro que se acerca a mí siento con más intensidad un aire gélido a su alrededor, un aura fría como la noche misma. El asesino se detiene frente a mí un segundo, contemplando su obra. Arroja su cigarro y lo aplasta con la suela de su zapato reluciente sin cuidado. Lentamente se agacha y estira su mano libre hasta mi abrigo. Tiemblo. Extrae el estuche de cuero negro, sin siquiera pensar en retirar el arma que se sacude en mi mano. Ambos sabemos que no quedan balas en la recámara. Su rostro es angulado y duro como la piedra. Esboza una tendida sonrisa.

—¿Sabes qué es esto? —me pregunta con una voz carraspeada y profunda, sosteniendo el paquete frente a mi cara.

Manzana Roja —respondo. Las palabras emergen de mi boca temblorosa con dificultad. Toso sangre. Mis ojos se desvanecen y apenas puedo mantener la vista en el estuche de cuero.

—¿Y sabes de quién es esto? —vuelve a preguntar el sicario con la misma sonrisa.

—El Jefe —alcanzo a escupir antes de expulsar una explosión de sangre de mis pulmones. El hombre de sombrero afilado me sonríe una vez más.

—¿Y sabes lo que le pasa a los que prueban lo que no está hecho para sus lenguas, ven lo que no está hecho para sus ojos, oyen lo que no está hecho para sus oídos? ¿Sabes lo que le pasa a los que toman lo que le pertenece al Jefe?

No respondo. Mi mente se desconecta. En mi cabeza no hay una respuesta, sólo una pregunta. La pregunta que me ha cazado desde que abrí los ojos esta mañana. La pregunta que me he hecho en silencio desde el día que nací.

—¿Por qué? —musito. La sonrisa se borra del rostro angulado del sicario vestido de negro. Sus ojos se encienden y me atraviesan como sus balas.

¿Por qué? Porque no debe haber un por qué.

El asesino se alza recto una vez más. Levanta su arma. Abro mi boca, quiero decir algo, no detenerlo, no rogar, sólo decir algo. Algo que valga. Sólo sangre emana de mis labios. El sicario vestido de negro vacía su cartucho en mi cuerpo. No siento el dolor de las balas. No siento nada. Sólo las veo entrar a mi carne una y otra vez. Las veo parar en mí. «La vida es como una bala, hijo». Mi vida para. Mis pupilas se dilatan mientras veo al hombre de gabardina y sombrero alejarse por el callejón, llevándose consigo el frío de la noche. La sangre ha comenzado a llenar mi cabeza, porque juro ver un par de gloriosas alas blancas emerger de su negra espalda abiertas de par en par, alzándolo hasta perderse en la oscuridad. «El Jefe es un verdadero hijo de puta», dijo ella. Me pregunto cuál habrá sido su suerte. Mis últimos segundos de lucidez son para Evelyn. Me extingo, no pensando en el por qué, ni el cómo. Me apago pensando en el cuándo. ¿Cuándo dejamos de importarnos? ¿Cuándo dejamos nuestra existencia en manos de otros? ¿Cuándo renunciamos a pensar? ¿A saber? ¿Cuándo abrazamos la ignorancia, los estandartes, los odios, los Jefes, consorcios y misticismos?

Y es entonces que me golpea. Un pensamiento. Una luz fugaz que ilumina mi cerebro en una fracción de segundo. Sonrío. En el piso de aquel callejón sonrío. Sonrío porque me doy cuenta de que hoy, mientras mis ojos se oscurecen y mi corazón se detiene, por primera vez en mi vida soy dueño de una verdad. Hoy, por primera vez, tengo una certeza propia, mía, sólo mía y de nadie más.

Esta noche sé que sin importar qué suceda, sin importar ningún mandato, designio o fuerza alguna, mañana a las 5:19 A.M. mis ojos estarán cerrados.

Esta noche soy libre.

 

 

Inti Carrizo-Ortiz es un joven director, guionista, profesor y comentarista de cine chileno. Fue el creador del cortometraje de ficción Sci-Fi «Renacimiento«, inspirado en el universo de George Lucas y premiado en el Star Wars Movie Challenge organizado por Lucasfilm, además de tener exitosos pasos por el Festival Internacional CINEFANTASY (Sao Paulo, Brasil), Festival CINE//B 2009 y el Festival Internacional de Cine Fantástico, de Ciencia Ficción y Terror de Santiago FIXION-SARS (donde este año el autor ofició como jurado). Actualmente se encuentra próximo a comenzar el rodaje de su primer largometraje de ciencia ficción, “Belenus”, y tiene otros proyectos en el campo de la literatura fantástica.

Esta es su primera participación en la revista.


Este cuento se vincula temáticamente con DIOS DEL ÁCIDO, de Alfredo Álamo; FAMILIA DEL VEINTIUNO, de Moisés Cabello Alemán, DUENDES, de Ramiro F. Sanchiz y HERMANO MENOR, de Cory Doctorow.

Axxón 214 – enero de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Fantástico : Ciencia Ficción : Distopía : Sociedad : Chile : Chileno)


2 Respuestas a “«Manzana Roja», Inti Carrizo-Ortiz”
  1. camila dice:

    hola queria saber algun club de libros o de debate, espero su respuesta muchas gracias

  2. Manzana Roja – TauZero dice:

    […] original: Axxon #214 Ilustración: Ferrán Clavero relato reproducido con autorización del […]

  3.  
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