Revista Axxón » «Defecto de masa», Felipe Alonso Pampín - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESPAÑA

 

 


Ilustración: Tut

Antes de ingresar por méritos propios en el catálogo de los más conspicuos terroristas del siglo XX, el doctor Vidal era un personaje infame en la Universidad de Santiago de Compostela. Prototipo del sabio despistado, personificación del genio huraño e iracundo, su figura enlutada y barbada de rabí hasídico pertenecía ya al patrimonio de la facultad de Geografía e Historia. Sus exámenes de Historiografía, auténticas masacres, le hacían tan abominable entre sus alumnos como ignominioso para sus colegas, contra quienes arremetía, ciego de furia, a la menor insinuación de una afrenta. No toleraba la oposición ni sabía sostener un debate civilizado. Como ejemplo de su intransigencia y narcisismo, baste decir que bloqueó durante dos años la lectura de una tesis doctoral porque versaba sobre el mismo tema que él estaba desarrollando en el seminario. Sólo cuando Vidal publicó la memoria de su investigación y se hubo asegurado la primicia sobre aquel tema, pudo defender su tesis el desdichado doctorando.

Jaime Vidal era colérico, desconfiado y susceptible. De haber sido un poco menos orgulloso y sólo algo más sabio, tal vez no habría matado a ochenta mil personas.

El último especialista al que consulté suscribe el dictamen unánime de los médicos que le precedieron: mis días sobre esta tierra tocan a su fin. Ya no debo nada a la cobardía y por este motivo me atrevo al fin a reconocer que el doctor Vidal y yo éramos amigos. También ha llegado el momento de asumir la parte de culpa que me corresponde en sus crímenes. Que estas páginas sean mi testamento y mi confesión.

Conocí a Jaime Vidal en el 78, en el transcurso de un seminario de filosofía de la ciencia, organizado por el Partido, que reconcilió por unos días a las sectas de Ciencias y Humanidades, divorciadas por un inexplicable y arbitrario cisma. Durante un descanso entre dos conferencias, mientras intercambiaba impresiones con un conocido, un comentario acerca de El planeta de los simios atrajo sobre mí la atención de Vidal. Sin pudor alguno, el implacable medievalista irrumpió en la conversación.

—¿Diría usted que es técnicamente posible?

—¿Disculpe?

—El viaje en el tiempo.

Me llevó un par de segundos ordenar mis pensamientos. En la novela por la que Jaime Vidal se interesaba los protagonistas experimentan un efecto de dilatación temporal al viajar en una nave a velocidades próximas a la de la luz. Ofendido por la interrupción y ansioso de regresar a mi charla, di al doctor Vidal una respuesta breve y, por consiguiente, imprecisa.

—Sí, claro que es posible.

Él asintió, satisfecho, y volvió a alejarse. Devolví la atención a mi interlocutor, ignorante de que el doctor Vidal me había concedido el raro y discutible privilegio de su amistad.

En las semanas que siguieron a aquel encuentro, Jaime me abrió un hueco creciente en su vida. Sus primeras invitaciones a tomar un café o una taza de vino en las tabernas del Franco me sorprendieron. Temía asociarme con tan excéntrico personaje y dudaba que compartiésemos algún interés común. Si accedí las primeras veces fue por simple cortesía, aunque pronto me dejé ganar por las mejores cualidades de aquel barbudo antipático y vanidoso. Bajo su disfraz de profeta maníaco y petulante latía un alma generosa, desgarrada por la temprana muerte de su esposa Noelia, en el año 51, apenas catorce meses después de la boda. Una peritonitis mal diagnosticada había privado a Jaime del amor de su vida, por quien todavía llevaba luto y a la que profesaba una fidelidad de ultratumba. Cuando me hablaba de su esposa fallecida, Vidal me descubría su corazón sensible. En los años que siguieron, sus muchas muestras de afecto y adhesión, a las que no perdí oportunidad de corresponder, forjaron entre nosotros una sólida amistad.

Jaime tardó casi un año en volver sobre el tema que despertó su interés en mí y que, como pronto descubrí, constituía su obsesión.

—¿Cómo lo haría usted?

—¿El qué?

—Construir la máquina del tiempo.

Tiene sentido que un historiador se interese por el viaje en el tiempo. Más de una vez oí a Jaime quejarse de la insuficiencia de los materiales legados a la posteridad. La investigación histórica afronta terribles desafíos allí donde las pruebas fueron destruidas, adulteradas o no existieron jamás. Incluso los investigadores contemporáneos lidian con documentos incompletos, testimonios contradictorios y pruebas viciadas por un sesgo del técnico o un peritaje inconcluyente.

—La Historia no estudia los hechos del pasado. Eso es imposible. Estudia los vestigios. Las reliquias. Estamos tan lejos de poder ofrecer un relato veraz de los hechos históricos como un cartógrafo de dibujar el litoral de una playa a partir de un puñado de granos de arena.

Una máquina del tiempo iluminaría todos los capítulos oscuros de los libros de Historia. El investigador podría trasladarse al momento temporal objeto de su estudio y presenciar el suceso concreto, registrarlo, tomar muestras y realizar las pruebas científicas que una contaminación o extravío de las evidencias imposibilitaba en la actualidad.

Desde el punto de vista de un profesor de Física, el viaje en el tiempo es un reto fascinante. Aunque estaba muy alejada de mi especialidad, la hipótesis del viaje temporal implica principios generales al alcance de cualquier estudiante de primer año.

—Ya viajamos en el tiempo —dije—, aunque siempre hacia el futuro.

—Soy muy consciente de ello, pero mi interés se centra en el pasado.

—Lo daba por supuesto —sonreí—. ¿Cómo fabricaría yo una máquina del tiempo? No lo haría. Eso es trabajo para un ingeniero. Yo sólo podría intentar desarrollar las matemáticas implicadas en el proyecto, pero ¿cuál es su interés en todo esto?

Jaime enrojeció. Después palideció. Bajó la mirada y confesó, a media voz:

—Estoy escribiendo un libro.

Una novela. Ésa fue su excusa, que luego se revelaría falaz. El doctor Vidal era un aficionado a la Ciencia-ficción decidido a romper la barrera que separa al lector del escritor. Llevaba años trabajando en una historia que implicaba una máquina del tiempo y estaba empeñado en que la parte científica fuese congruente.

—La publicaría bajo pseudónimo, por supuesto. No puedo comprometer mi prestigio académico por un capricho de juventud. Sería el hazmerreír de mis colegas. Pero volvamos al viaje en el tiempo. ¿Lo haría usted? ¿Escribiría las ecuaciones necesarias? Naturalmente, le pagaría unos honorarios por su asesoramiento.

Era en momentos como aquel cuando lamentaba no fumar en pipa. Eso me habría dado unos segundos de tregua mientras impostaba cargar la cazoleta o resucitar una brasa agónica y, quizá, no me habría sentido presionado por la exigente mirada de Jaime Vidal a aventurar una respuesta rápida:

—Podría ser divertido.

Por primera vez en mi vida le vi sonreír.

Desarrollar la teoría del viaje en el tiempo no fue divertido, aunque sí excitante. Empecé dedicándole al problema los tiempos muertos. Mis titubeos, la lentitud de mis progresos, me decidieron a empeñar en el encargo del doctor Vidal mis horas de descanso, fines de semana y, absorbido por el proyecto, también algunas gélidas noches de insomnio y ventanas emplumadas por la escarcha. Entre clase y clase yo me quedaba en un aula, llenando de ecuaciones una pizarra. Mis compañeros de la facultad hicieron escarnio de mí. Un colega de departamento me preguntó con sorna si intentaba crear el móvil perpetuo.

Me acostumbré a llevar siempre encima cuaderno y lápiz. Hacía cálculos en los trayectos en autobús, la sala de espera del dentista, las solitarias horas de tutoría. Enseñaba este cuaderno a Vidal cuando nos reuníamos y le traducía su contenido a un lenguaje profano. Esto dio lugar a algunos momentos embarazosos.

—¡Pues claro que lo entiendo! ¡Soy doctor en Historia, no un botarate!

El orgullo de mi amigo no le consentía admitir obstáculos a su inteligencia, por más que el latín y la paleografía exijan destrezas muy diferentes a la gravitación y la termodinámica. Más de una vez entreví en su mirada una sombra de perplejidad cuando profundizaba en mis explicaciones. Suponía yo entonces que Jaime no había comprendido parte de mi razonamiento, o que no lo había entendido en absoluto, pero no volví a cometer el error de señalar su ignorancia y exponerme a un desplante.

Esto me convierte en cómplice de su pecado.

Mientras desarrollaba la teoría del cronoviaje, una y otra vez me tropecé con el mismo dilema: el principio de causalidad permitía a la máquina del tiempo viajar al futuro, pero le imposibilitaba retroceder a un momento anterior a su construcción. No revelaré cómo resolví el problema porque no quiero que nadie replique el experimento. Sólo diré, y perdón por la inmodestia, que en otoño de 1981 alcancé una solución elegante e incluso hermosa. Repasé una y otra vez las matemáticas y eran inatacables. Acaso ningún ingeniero podría construir un dispositivo capaz de producir el efecto descrito en mis ecuaciones, pero cualquier físico del mundo habría validado los fundamentos teóricos.

Presenté mis conclusiones al doctor Vidal y le entregué el cuaderno de notas. Jaime estaba entusiasmado.

Catorce meses después había muerto, junto a toda la población del área metropolitana de Santiago de Compostela, y cargado mis hombros con esta terrible culpa.

La investigación posterior nunca descubrió la verdad. Presionada para alcanzar un dictamen, la comisión se sacó de la manga el impacto de un cometa que ningún observatorio detectó a tiempo de dar la alarma. El cráter radiactivo que hoy se extiende de San Marcos al parque de Victoria Míguez fue declarado cicatriz de un bólido estelar. Que el epicentro de la destrucción estuviese en Quiroga Palacios, donde Jaime Vidal tenía su apartamento, no llamó la atención de los investigadores. Se les exigía ofrecer una explicación a lo sucedido y llegaron a una respuesta plausible. La hipótesis del cometa, que a raíz del calor desprendido en la colisión se habría transformado en agua y materia orgánica no específica, explicaba por sí misma la ausencia de restos en el lugar del incidente.

Pero no fue eso lo que sucedió.

Sólo yo sé que la devastación de mi ciudad natal fue consecuencia de un viaje al pasado. El doctor Vidal logró construir su máquina del tiempo. Y la hizo funcionar. La única razón por la que estoy en condiciones de contarlo es que me hallaba en Milán, donde era ponente de un congreso de astrofísicos. Allí me llegaron las primeras noticias de la tragedia y comencé a penar mi participación en el nefando crimen de mi amigo.

El testimonio de Andrés Segorve, ingeniero eléctrico de la Complutense de Madrid, ante el comité parlamentario, invita a pensar que el doctor Vidal requirió la colaboración de otros técnicos y especialistas en diversos campos de la ciencia, además del autor de estas líneas. Apenas puedo asimilar que Jaime construyese su artefacto. El dinero no habría sido impedimento. A la muerte de Noelia, única heredera de una de las más acaudaladas familias de España, Vidal había quedado en posesión de una fortuna que no tuvo ocasión de malbaratar. Vivía como un asceta, sólo gastaba en libros y sus hábitos en la mesa y el vestido no admitían alardes. Habría podido invertir un Potosí en su proyecto, y al parecer lo hizo.

Haya comprendido o no los fundamentos matemáticos de su experimento y fabricado él mismo la máquina, con unas habilidades que le desconocía y no me atrevo a atribuirle, o tan sólo ensamblado los componentes confeccionados por otras personas, el doctor Vidal cometió un homicidio en masa. Si la carencia de una sólida formación científica y el monstruoso orgullo que le impedía admitir su desconocimiento son agravantes o eximentes de su conducta deberán solventarlo las generaciones venideras.

¿Qué sucedió cuando Jaime Vidal encendió su máquina del tiempo? Que su cuerpo desapareció de un punto del continuo espacio-tiempo y reapareció en otro, acompañado del artefacto que lo hizo posible. Ahora bien, la ley de Lomonósov-Lavoisier nos advierte que la materia no se crea ni se destruye, de modo que el universo compensó el defecto de masa causado en el presente por la fuga temporal de mi amigo. Y así, el equivalente en radiación ultravioleta a noventa kilos de medievalista viudo, más lo que pesase su máquina, restablecieron el equilibrio comprometido, reduciendo Compostela a un boquete estéril e incinerando a sus habitantes.

Cualquier alumno de primero de Física habría podido prevenir a Jaime de lo que iba a suceder, aunque, conociendo su cabezonería, me lo imagino rechazando esa afirmación que entraba en conflicto con su experiencia. Conviene recordar que mi amigo era historiador. Trabajaba con reliquias deterioradas, incompletas, dispersas, que habían llegado a sus manos a través de una inquebrantable cadena de tiempo. La idea de que extraer un sólo eslabón de dicha cadena supusiese interrumpir la existencia material de un objeto a lo largo de la historia, cuando su propio trabajo con los vestigios del pasado sugería lo contrario, no habría encontrado acomodo en su entendimiento.

Ya fuese por su impericia científica, su monstruosa arrogancia o su testarudez, el último acto de mi insensato amigo incendió mi mundo. Compostela, capital espiritual de Europa, ha dejado de existir. La Carballeira de Santa Susana es hoy un barranco. La catedral, depositaria de incontables tesoros, y sus tejados siempre cubiertos de nieve, han desaparecido. El panteón de gallegos ilustres en Santo Domingo de Bonaval, la plaza de abastos, San Martín Pinario, el Salón Teatro, la librería González, el cine Capitol, el Yago, el Valle Inclán, donde en las tardes de otoño buscaba refugio de la helada… Todos esos paisajes de mi infancia se han convertido en humo, junto con la mayoría de mis colegas de la facultad, todos mis pupilos y mi tranquilidad de espíritu.

La persona que encuentre estas páginas tal vez se pregunte a qué época decidió viajar el doctor Vidal. ¿Acaso es necesario señalarlo? Una negligencia médica le privó del amor de su vida, la única persona a la que Jaime amó más que a su propia soberbia. No me cabe duda de que condujo la máquina del tiempo al año 1951, resuelto a impedir que la enfermedad de su idolatrada Noelia la condujese a un prematuro y amargo final.

Ahora que el cuervo negro de la muerte roe mis maltrechas carnes quisiera hacer alguna ofrenda al romanticismo e imaginar la reacción de Jaime al encontrarse con una versión más joven de sí mismo, pero la terca ciencia, a quien he dedicado mi vida, no admite consuelo alguno. No vivo en una línea temporal donde Noelia Vidal esté viva, y, por otra parte, su supervivencia nunca habría despertado en mi amigo el deseo de fabricar un mecanismo que le permitiese reescribir la historia. Además, dudo que Jaime tuviese la perspicacia de compensar, al determinar el destino de su viaje, la rotación de la tierra, que podría haberle hecho aparecer en cualquier parte del globo. Quizá en mitad del Pacífico, donde habría encontrado la muerte. Así pues, sólo cabe concluir que la misión del doctor Vidal fue un fracaso. Deduzco que la propia arquitectura del cosmos excluye la posibilidad de las paradojas a que daría lugar un viaje al pasado. Esta triste evidencia, al alcance de cualquier lego en Física, es aún más tangible bajo la luz de un estricto razonamiento científico. Las mismas leyes universales que me permiten describir las fuerzas implicadas en la destrucción de Compostela condenan el fantástico viaje de Jaime Vidal a un desenlace tan trágico como inexorable. Llegado al año 51, procedente del futuro, el crononauta y su equipo desencadenarían un repentino exceso de masa en ese momento de la línea temporal, al igual que su partida había provocado un déficit en el futuro del cual procedía. La necesidad de restablecer el equilibro comprometido por la materia importada del año 1981 se tradujo en una instantánea inversión local de la entropía que tomó la forma de una gigantesca burbuja en torno al viajero del tiempo donde la temperatura descendió hasta ser indistinguible del cero absoluto. El peso de la atmósfera terrestre acabó aplastando ese globo de vacío helado, provocando una devastadora implosión supersónica, pero para entonces mi amigo Vidal estaba más que muerto a causa de la congelación y, con un poco de suerte, su dispositivo había quedado inservible.

Así debió suceder, por fortuna para nosotros. Las probabilidades de que la máquina del tiempo cayese en poder de un demente, un criminal o un tirano deberían preocuparnos a todos. ¿Qué habría hecho Calígula con el artefacto del doctor Vidal? ¿Y Atila el Huno? ¿E Iván el terrible? En sus manos se convertiría en el arma definitiva, permitiéndoles pervertir la historia a su capricho. Y lo peor de todo es que no nos daríamos cuenta. Viviríamos en una línea temporal corrupta, aislados de cualquier otra versión del pasado diferente a la que habría llegado hasta nosotros mancillada, encanallada, desfigurada. Seríamos, sin saberlo, prisioneros de la fantasía de un megalómano. Demos gracias porque el único precio que pagamos por la insensatez de Jaime hayan sido ochenta mil cadáveres y esta pequeña edad de hielo que blanquea Europa desde hace medio siglo, prueba de que el viaje al pasado existió y, también, de que era inevitable.

Pero ya nada de esto me perturba. Pronto rubricaré el último capítulo de mi propia historia. No esperaré a que el cáncer me reduzca a una sombra gemebunda. Conservo mi vieja pistola y la determinación de usarla. Que estas páginas hablen en mi defensa o denuncien mi colaboración en la locura de Jaime Vidal. Si tengo alguna responsabilidad en sus crímenes, vivir con la comezón de los remordimientos ha sido mi condena, la enfermedad mi castigo y mi inminente suicidio mi expiación. Pido perdón a todos y termino esta carta con el sincero deseo de que las familias de los fallecidos en el Incidente de Compostela encuentren, al fin, la paz que tanto merecen.

Pedrafita do Cebreiro, Provincia de Lugo, abril de 1983.

71º Cumpleaños del Gran Líder Kim il-Sung, 35º Jubileo del Imperio Universal de la Gran Corea Popular y Democrática.

¡Mansei Chosun!

 

 


Nos cuenta Felipe Alonso Pampín: “En cuanto a la pequeña reseña biográfica, baste decir que soy licenciado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y biblioadicto desde que tengo uso de razón. He colaborado en el pasado con pequeños fanzines de más bien escasa notoriedad y desempeñado diversas actividades profesionales mientras dedico, en mis horas muertas, a perpetrar relatos como el que les ofrezco y novelas que reciben casi tantos elogios como rechazos editoriales (a menudo, y valga la paradoja, de las mismas fuentes)”.

En Axxón ya ha publicado CLUB PRIVADO, LA MANO DE LUCIFER y RUIDO BLANCO.


Este cuento se vincula temáticamente con DEMASIADO TIEMPO, de Alejandro Alonso.


Axxón 278

Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Viaje en el tiempo : España : Español).

Deja una Respuesta