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Archivo de febrero 2020

11. LOS VAHN

 

 

 ESPAÑA

La oscuridad primero se transformó en neblina, y después se fue definiendo poco a poco. Los contornos adquirieron definición, los colores nitidez… y al final, Marcus pudo por fin abrir los ojos.

No sabía dónde estaba, pero delante de él, a pocos metros, había un monstruo.

Marcus se espabiló de golpe al verlo. La imagen de aquella cosa horrible alzándose ante él como un gigante era capaz de matar a alguien que estuviera vivo, o de resucitar a alguien medio muerto.

Retrocedió por instinto, alejándose del monstruo, hasta que su espalda se topó con el insoslayable argumento de una pared. Estaba encerrado, en una sala sin salidas aparentes, solo una especie de trampilla en el techo… que ahora estaba cerrada. La cosa, el ser monstruoso, no se movía: se limitaba a estar allí parado, elevándose en toda su horrible majestad, rezumando líquidos babosos y de olor cáustico por la piel.

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Ilustración: Pedro Bel

Atenazado por el miedo, el hombre miró en todas direcciones buscando si no una salida, al menos sí una explicación. Pero lo único que encontró fue un ventanal transparente, y la sonriente cara del doctor Syngman II Kim al otro lado, mirándolo.

—¿D… dónde estoy? ¡Socorro, sáquenme de aquí! —suplicó. Él no sabía por qué, pero el olor que desprendía aquella criatura tenía la virtud de relajarle; era como una buena noticia para su organismo, aunque no era capaz de explicar por qué.

Syngman cogió un micrófono y habló. Su voz reverberó en los altavoces.

—Tranquilo, señor mío, no se precipite. Corre el riesgo de ofender a nuestra mascota, ese maravilloso Vahn al que llamamos Susu. Me temo que tendrá que perdonarle, sus habilidades sociales no están muy desarrolladas. Pero si usted le rasca detrás del tercer pseudocele anterior, seguro que le encanta y se hace amigo suyo.

—¿Quién es usted? ¡Sáqueme de aquí, por el amor de Dios! —Miraba frenético a cada esquina de la habitación, pero no parecía haber forma de escapar, salvo a través de aquella trampilla. Y, que Dios le ayudara… ¿acaso todas esas manchas rojizas del suelo y las paredes no parecían rastros de sangre seca?

—Tch, tch, tch, no me sea impaciente, Marcus. Concéntrese en lo que le transmiten sus sentidos: ¿no lo huele? ¿Su cuerpo no se siente bien y en paz con ese exquisito perfume?

Marcus lo miró con una inquieta expresión defensiva. Sí, tenía razón, aquel olor… tenía una propiedad balsámica, la de relajar su musculatura en tensión. Tras unos segundos, entendió el porqué: era olor a linfa extraterrestre pura. A raíz de trank sin refinar. En las últimas veinticuatro horas, desde que su encuentro con Marga arruinara su reposado chute de la anterior tarde, el gramito aquel que tangas ganas tenía de meterse había desaparecido, y el mono empezaba a dejar sentir su cruel firma en su organismo.

Pero estando tan cerca de aquella criatura… solo el hedor que desprendía ya equivalía a trank en estado diluido, cortado con oxígeno. Le hacía sentirse bien.

—Trank… —murmuró—. ¿¡Esta cosa es un Vahn!?

Syngman lo miró como analizando sus reacciones, y el silencio volvió a interponerse entre ellos con un impacto casi audible.

Marcus se acercó a la ventana y vio que la habitación del otro lado estaba llena de gente: estaba el ministro, un ejecutivo viejo con pinta de director de zaibatsu1, el propio Syngman… y la familia Casamara al completo, junto con su «amiga» Marga. Estos últimos estaban atados a unas sillas, incluso los niños, que aún continuaban dormidos. Pero todos los adultos se habían recuperado ya, y se les notaba el espanto en las caras. El terror por no saber lo que estaba pasando. Raquel lo miraba fijamente, a él, a Marcus, como si indirectamente tuviera la culpa de todo aquel desastre.

Las últimas imágenes de la noche anterior —¿o todavía seguían estando en la misma, había pasado una hora o un mes?— estallaron en su mente como palomitas de maíz: la granada de gas narcótico, los gritos, los fútiles intentos de fuga. Luego, la inconsciencia. Y el recuerdo de la voz de Marga que gritaba…

—…Noviembre Negro, nos han encontrado… ¡Nos encontraron! —le gritó a Kim—. ¡Los terroristas!

La sonrisa de Syngman tembló en la comisura de su boca. Era como si hubiese leído su mente.

—Sí, les encontraron, y les trajeron aquí. Oh, ¿tan raro le parece? En tiempos desesperados es cuando se forjan las más extrañas alianzas. Sí, Noviembre Negro trabaja para nosotros, de ahí que usemos la nomenclatura NN3 para ellos… ¿Sabe? Íbamos a dejar en paz a esta estupenda familia después de irnos. —Miró a los padres y a sus hijos como si estuviese examinando especímenes de circo—. Pero tuvieron que llegar ustedes, y meterse donde no les llamaban, y hablar con ellos y empezar a contarles cosas… Qué lástima.

Marcus se arrastró pared arriba, impulsándose con los pies, hasta ponerse en pie. No dejaba de mirar al monstruo, aunque este parecía no hacerle ni caso. Era una masa de carne asquerosa que no paraba de contraerse y expandirse y de emitir ruiditos atemorizantes, con el único propósito aparente de demostrar que estaba vivo, y que no era un efecto especial de película que aguardara allí a que sus marionetistas lo movieran.

—Es… eso… ¿es un Vahn?

—Sí, es nuestro querido huésped, Susukkekki —asintió el doctor—. Creo que sus compañeros del espacio profundo están a punto de hacernos una visita, en plan a toda la humanidad… Este que ves aquí es el culpable de haber levantado la liebre y haberlos llamado. Por qué no lo hicieron antes sus hermanos de las naves estrelladas… es lo que quiero averiguar.

—¿Y yo qué coño tengo que ver en esto?

—Mucho, señor Marcus, mucho. Y el problema es que se nos acaba el tiempo. —Syngman se apoyó indolente contra el cristal, micrófono en mano. Tenía un aire como de médico de los campos de concentración nazis, de esos de «te voy a inyectar un shock líquido de vitaminas y o lo aguantas o revientas»—. Hay que ver cómo puede cambiar el significado de una palabra solo con mover de sitio dos letras, ¿eh? Hace unos días quería escribir «micrófono» en un memorándum y en su lugar escribí «mircófono», que viene a ser lo mismo pero solo para hablar con hormigas. En fin. —Alguien que Marcus no veía debió de haberle lanzado una mirada de apremio, porque se concentró y fue al grano—: Señor, debe ayudarnos.

—¿Yo? Ni hablar, ¡sáquenme de aquí, cabrones!

—Sé que ayudar a sus secuestradores es algo que desechará con su peculiar variedad de terco pragmatismo oegug2, pero escuche, es muy importante: el enlace tecnopático entre Susukkekki y el domobot de los Casamara sigue activo, solo que a un nivel muy… cuál sería la palabra correcta… —Chasqueó los dedos—. ¡Muy onírico! Necesitamos que alguien con su… ejem, «experiencia» con la droga destilada de la linfa alienígena se conecte a ese canal telepático, y nos diga cosas sobre los Vahn: con qué intenciones vienen, qué harán con nuestro planeta una vez lleguen… nimiedades así. Puede que algo tan irrisorio como la supervivencia de la especie humana esté en juego.

Si Marcus hubiese abierto solo un poquito más los ojos del asombro, los globos oculares le habrían saltado fuera como dos pelotas blandas. ¿En serio le estaba pidiendo aquel hombre que se… se enchufara al cuelgue TK del monstruo, y que usara la droga como conector telepático? ¡Pero por Dios, ¿es que todo el puto mundo se había vuelto loco?!

—¡No! ¡Está loco! —Aporreó la cristalera—. ¡Déjeme salir ya!

Las cejas salpicadas de blanco del doctor se fruncieron lentamente mientras chasqueaba los dedos y alguien le pasaba una pistola.

—Me temo que sus deseos, ahora mismo, no son algo a tener en cuenta —dijo con auténtica tristeza, y apuntó a la cabeza de la pequeña Sofé, que seguía dormida. Marcus oyó, también por el micrófono, cómo sus padres chillaban de pánico al fondo—. No me considero a mí mismo un monstruo, pero entiéndalo: hay demasiado en juego. Los Vahn se acercan con una tecnología que está a años luz de la nuestra e intenciones desconocidas. Las Naciones Unidas están que trinan y, por si acaso, están redactando un plan de defensa global. Solo para el caso de que sean hostiles. Pero hay un modo de saberlo por anticipado y no tener que esperar al último minuto, cuando ya podría ser tarde. —Syngman apuntó con el micro a la asquerosa secreción sobre la cual estaba sentado el monstruo, el residuo de sus glándulas linfáticas. Era un líquido plateado, grumoso, capaz de hacer vomitar a una cabra… pero de ahí provenía el hedor a trank puro, no cabía la menor duda. Marcus lo miró con pavor—. Es el destino de la humanidad lo que nos estamos jugando a un solo chute, señor. Y no me diga que se va a poner ahora con remilgos, usted, todo un especialista fisiológico en materia de Trank… Si no obedece, me temo que voy a tener que pasar a mayores. —Cargó el percutor del arma. Más chillidos desesperados, súplicas y llantos se oyeron de fondo. Los padres de la niña estaban al borde mismo del infarto. Syngman acercó un milímetro más el cañón a la cabeza de la chiquilla y lo apoyó contra la piel. Sofé simplemente hizo un gesto gracioso con la boca, como si alguien le estuviese ofreciendo en un sueño un helado de un sabor que no le gustaba.

—¡No, no, alto! —gritó—. ¡Está bien, maldito loco, lo haré! ¿Quiere que me trague esa asquerosidad? ¡Estupendo, fije gratis! ¿Y luego, qué?

—¡Bien! No sabe cómo se lo agradecemos, todos los que estamos en esta habitación. —Apuntó hacia otra parte, al techo, pero no soltó la pistola—. No sabemos qué pasará, nadie lo sabe. Si sobrevive a la «conexión», lo único que le pedimos es que tenga el viaje lisérgico de su vida, y que, si ve a los Vahn, les diga que no queremos hacerles daño. Que somos amigos.

A Marcus todo aquello le daba ganas de reír, pero con una risa histérica, como la de un Moisés mirando con cara de estar en las últimas una montaña de tablas de la ley que Dios no ha conseguido resumir por debajo del millón de palabras, y que le pide que baje él solo de la puta montaña. «Joder, Yahveh, cabronazo, ¿no podrías hacerme la versión reader’s digest de esto y esquematizármelo en diez líneas?».

Miró los rostros de los prisioneros a través del cristal: el de los pobres padres, que solo querían acabar con aquella pesadilla. El de los niños inocentes, dormidos, sin saber que estaban en un cubil de monstruos —y en ese momento no se estaba refiriendo a Susu—. Y el de Marga, la científica que en el fondo tenía la culpa de que él estuviese metido en aquel lío, que lo miraba, suplicante. Por favor, decían sus ojos: sé que esto ni te va ni te viene, pero la mayoría de los héroes de la historia nacieron así. Estando en el peor momento en el peor lugar imaginable, y haciendo cosas que ni les iban ni les venían.

Marcus apretó los puños, y recogió del suelo, con la mano formando un cuenco, un poco de linfa.

Esto acaba de salir del culo de ese bicho. Y está sin cortar, tembló. Dios, voy a morir de la mayor sobredosis de la historia.

Entonces se acordó de la pequeña Sofé, y todo fue más fácil. Si alguien debía morir allí, mejor un gordo cabrón desactivador de metáforas sin futuro que una pobre niña inocente.

Cerró los ojos y se tragó aquel líquido, que resbaló por su garganta como algo no clasificable dentro de ninguno de los Reinos naturales que él conocía: ni el animal, ni el vegetal ni el mineral. No era nada de eso, sino una alocada y esquizoide mezcla de los tres, con una cuarta clasificación innombrable esperando al fondo.

Pasó un minuto entero. Todos lo miraban expectantes. Nada ocurrió.

—¿Nota algo, señor Marcus? —preguntó el doctor, ansioso.

—Pues… la verdad es que, aparte de una profunda sensación de estar haciendo el gilipollas, ahora mismo no hay nada que…

Unos flashes de luz le descerrajaron una andanada de fogonazos a quemarropa que lo hicieron trastabillar. Alguien volcó un cubo de cristales rotos de colores en su cabeza, llenando de aristas y bordes cortantes cada sinapsis. La realidad se alejó confundiéndose en un guiso ininteligible de voces humanas. Marcus se clavó los dedos en el cráneo y cayó de rodillas, soltando un alarido.

Pasaron unos minutos en los que cualquier cosa ocurrida dentro de aquella habitación pareció suceder en una trastienda, en la tramoya de los cerebros conectados de Marcus y del alienígena. Syngman los veía a los dos atacados por una especie de calambre, sus cuerpos tensos, como si las cuerdas que tiraban de ellos se hubieran tensado hasta el punto de ruptura. Syngman y sus jefes se mordían las uñas de la tensión.

¿Qué estaría pasando? ¿Qué maravillas —u horrores— estaría viendo aquel hombre que se había convertido, sin quererlo, en embajador lisérgico de toda la humanidad?

De repente, el cuerpo de Marcus se desplomó, inerte. Todos pensaron que había muerto, y, en cierto modo, así fue. Susu emitió un nuevo chorro de neutrinos-TK hacia el cielo, y también se desplomó.

Los Vahn habían enviado solamente una nave, no una flota. ¡Pero qué nave! Era un objeto monstruoso del tamaño de una de las grandes ciudades de la Tierra, que entró en la atmósfera con la tranquilidad del cetáceo que se aproxima a mares tranquilos sabiendo que no entrañan ningún peligro para él. Si cogiésemos un enorme bidón de gasolina, lo achatásemos por los extremos y en la parte plana delantera colocásemos un par de edificios —en plan Torres Gemelas— y los añadiéramos al conjunto, tendríamos una ligera idea de a qué se parecía la colosal nave de los extraterrestres. Todo ello pintado de un verde suave y blanco y puntuado con una miríada de diminutas ventanitas brillantes.

Cuando semejante artefacto entró en la atmósfera terrestre, se fueron oyendo una serie de Oooooohhh masivos que provenían de los países cuya sombra iba sobrevolando. En Brasilia se oyó un ooohhh carioco, en Nueva York un oooohhhh compungido, en Sevilla un ooooohhhhh trivial, en Novosibirsk un oooooohhhhhh muy frío. Cada población que la vio pasar creyó que ellos eran los amenazados, o los elegidos, los que disfrutarían o sufrirían el contacto con aquel artefacto. Pero no, todos se equivocaron. La nave fue a detenerse sobre la Micronesia.

Los científicos del ATI, igual que los de la ESA y la NASA y el resto de las agencias aeroespaciales del mundo, estaban como locos. No cesaban de mandar mensajes en la frecuencia de vibración de la energía TK suplicándoles una respuesta: por qué estaban aquí, para qué habían venido. El «agente infiltrado» Marcus nunca regresó de tu tripi final al universo alienígena, por lo que tanto Syngman como sus jefes se quedaron con un palmo de narices, sin poder interrogarlo. Peor fue la cosa cuando su valioso extraterrestre en cautividad, Susukkekki, se desintegró ante sus atónitos ojos, nunca supieron si por un proceso autodestructivo o por algún escape de última hora vía teleportación. Ese era un truco de los antiguos seriales de ciencia ficción que nunca les habían visto usar a los Vahn, por lo que aquella sería la primera noticia de que disponían de esa tecnología.

Lo que poca gente supo, salvo yo y en última instancia los Casamara —pero a largo plazo, no inmediatamente—, es que el viaje de Marcus por el trankiverso no fue en vano. Desde luego, no lo fue para él, que enlazó para siempre su conciencia con la mente miriapódica de los Vahn y se convirtió en uno de ellos. Así, Marcus trascendió su condición de ser humano y se convirtió en un ascua de luz, en una entidad pensante en continuo viaje por ese cosmos que no tenía límites, un turista accidental de los maravillosos espacios siderales… Qué cursi suena decirlo así, con estas palabras, pero es que es la verdad. Y la verdad hay que decirla con todas las letras, pues es mejor que nos llegue desnuda que disfrazada de otra cosa. Aunque nos duela.

¿Y yo? Bueno, como entidad antiguamente conocida como Chao Li, un amable mayordomo programado para hacer las delicias de la familia que me comprase, disfruté de una vida larga y feliz. Mis amos fueron liberados por los malvados secuaces de Syngman y se fueron a vivir a Europa, pues la ciudad de Seúl ya no era segura para ellos. Yo no les dije que una parte de la mente de Marcus y del Vahn que conoció al otro lado se había quedado grabada en mi memoria, pues ambos me habían usado sin saberlo como caché de seguridad en lo que duró su viaje místico. Esa fusión de mentes provocó una reacción con mi cerebro electrónico de la que no fui consciente de inmediato, pero que a la larga me convirtió en la primera IA con noción de sí misma de la historia. Y aquí estoy, diez años después, contando esta historia para la posteridad. Sí, todavía me sigo enchufando de más a las tomas de corriente. Pero procuro hacerlo cuando nadie me ve.

La experiencia en Seúl acabó siendo muy mala para los Casamara, pero se recuperaron. No hay como cambiar de aires para que los malos recuerdos se ventilen y la luz del sol vuelva a calentar las zonas frías de nuestra memoria. Así lo entendieron ellos y, tras pasar varios años viviendo en la Costa del Sol, se dieron cuenta con felicidad de que a los niños no les habían quedado secuelas de aquellos nefastos hechos —en el fondo habían estado dormidos casi todo el tiempo, así que no podían recordar nada—, y los adultos aprendieron a relegar los recuerdos que les hacían despertarse con un sudor frío a medianoche a la trastienda de la mente. Allá donde seguían matizando sus vidas, pero ya no hacían daño.

Con el tiempo, los reuní en el salón de la casa y les confesé mi evolución a un estado más avanzado de la existencia del que tenía antes, con capacidad para contar historias y hacerlas interesantes. Supongo que esa es la principal facultad que distingue a los seres evolucionados, y no la de resolver más ecuaciones matemáticas en menos tiempo. A partir de ese momento me aceptaron como uno más en la familia, aunque no descuidé en ningún instante mis obligaciones. Al fin y al cabo, todos tenemos un papel que cumplir en este mundo, y el mío era el de mayordomo. Por supuesto que trascendí esa condición e hice más cosas a lo largo de mi vida útil —de mi faceta como escultor de éxito hablaremos otro día—, pero siempre me alegré de ser fiel y servir a mi nueva familia.

¿Y qué pasó con los Vahn? Bueno, ese asunto merece un epílogo aparte, solo para él… pero trataré de resumirlo en pocas líneas.

Como dije antes, su nave de contacto se había quedado inmóvil sobre la Micronesia, que era donde estaban posadas las naves del anterior primer contacto. Con alguna especie de rayo tractor o de tecnología indescriptible, fueron recogiéndolas una a una y metiéndolas dentro de su colosal panza. Al final no quedó ni rastro de que una vez hubo presencia alienígena en esos paradisíacos archipiélagos. De hecho, nos hicieron un favor a los habitantes de la Tierra y limpiaron de paso toda la mugre y la suciedad y los residuos radiactivos con los que habíamos ensuciado sistemáticamente esa parte del mundo, y la devolvieron a una versión de sí misma de diez o veinte mil años atrás. Limpia y pura, sin contaminación. ¡Cuánto desearon los líderes de nuestro planeta que, antes de irse, hubiesen hecho lo mismo con todo lo demás!

Huelga decir que los humanos no les atacaron con sus misiles nucleares. Creo que tuvieron miedo de la respuesta. La nave Vahn pudo haber sido solo un contenedor, una especie de camión vacío que necesitaba ser así de inmenso para llevarse el resto de la flota en su interior… pero al verlo por primera vez, con esa pinta tan masiva y tan amenazadora… ningún presidente ordenó abrir fuego. Ningún general aterrorizado apretó el botón rojo. Mejor. Creo que la respuesta de los visitantes podría haber sido realmente nefasta.

Todo este proceso de recogida de los suyos y de limpieza del terreno lo realizaron en un completo silencio de radio. No se molestaron en responder a ninguno de los mensajes de paz que les enviaron, ni dieron muestras de estar mínimamente interesados en establecer un diálogo con la especie humana. ¿Todo quedaría en eso, al final, en una triste recogida silenciosa de su gente y un marcharse de regreso al espacio profundo sin decir ni siquiera «hola»? Bueno, habría sido una auténtica decepción, de eso no cabe duda. Sobre todo porque la humanidad llevaba esperando algo como aquello desde hacía milenios. El final de tan preconizada aventura no podía consistir en semejante anticlímax.

Pero sí que hubo un contacto. Justo al final, antes de desaparecer con un estallido de luz cuántica vete a saber a dónde. Desesperados, los líderes terráqueos, que ya no sabían qué más hacer, suplicaron una última vez que les respondiesen a sus llamadas. E incluso los insultaron un poquito, a ver si así conseguían una reacción, diciéndoles que, después de haberles dejado probar los placeres de la linfa alienígena, no tenían derecho a marcharse así, sin más, y dejar a los adictos de medio mundo sin su chute reglamentario y sus vuelos por paraísos oníricos.

Eso, curiosamente, sí que provocó una reacción en los Vahn. Justo antes de irse, abrieron un canal y dijeron en todas las lenguas del planeta:

«Estimados habitantes de Sol 3, lamentamos profundamente los inconvenientes que hayan podido causarles nuestros fugitivos. Se escaparon hace muchas traslaciones de su planeta del centro donde los habíamos ingresado para su cura, y encontraron su mundo por casualidad. Lo usaron como escondite para evitar que los descubriésemos, hasta que uno recuperó momentáneamente la cordura ayudado por uno de los suyos, un tal Marcus, y nos llamó. Esos dos especímenes, el tal Marcus y aquel al que vosotros llamasteis Susukkekki, serán generosamente recompensados por ello. Lamentamos muchísimo que nuestros locos, después de haberse escapado de lo que vosotros llamaríais «manicomio», aterrizaran entre vosotros y os hicieran daño. La energía TK no fue diseñada para ser libada por ningún organismo vivo, no tiene esa función, y nos extraña que no les haya producido una fuerte reacción alérgica. Las partículas elementales son amalgamas del peso de la luz; esta energía, aparentemente infinita, se reparte usando las ecuaciones diferenciales como canales de masa, y aunque puede adoptar forma química, su objetivo final no es elevar vuestros cerebros hasta estados excitados de la percepción. Por fortuna, todo está arreglado. La linfa ya no causará más daños mentales. Los locos han vuelto al manicomio.

»Ahora nos marchamos, y nos tememos que ya nunca más volveremos a esta región de la galaxia, donde están ustedes. No nos guarden rencor; simplemente, preferimos evitar ulteriores contactos con una raza capaz de esnifar la energía que impulsa nuestras máquinas y encontrar agradable la experiencia. Tenemos miedo de lo que podría salir de ahí, de las consecuencias a largo plazo (para nosotros) de semejante contacto. De la mezcla de nuestras civilizaciones. No deseamos ser amigos de una raza de adictos.

»Por lo tanto, adiós. Esto es una despedida. Vivid tranquilos en vuestra parcela del universo, y si algún día desarrolláis una tecnología para el viaje más rápido que la luz, puede que volvamos a encontrarnos. Aunque, sinceramente, esperamos que eso jamás suceda. Lo evitaremos con todos los medios a nuestro alcance. Salud».

Semejante mensaje dejó no solo fríos, sino congelados, a los dirigentes de la Tierra. Y también a todos los científicos, y a los líderes religiosos, y a los filósofos y entretenedores y artistas, y a todos aquellos con un mínimo de sensibilidad para apreciar lo que estaba ocurriendo. Más de un cínico soltó una larga y sincera carcajada, pero en general la gente no tenía ganas de reír. El famoso primer contacto entre la humanidad y una especie inteligente foránea había tenido lugar, tras siglos y siglos de espera… y el resultado fue que no nos habían encontrado dignos, sino más bien peligrosos. Los Vahn acababan de decirnos que éramos una raza débil de yonquis de mierda —ese era el mensaje de fondo, convenientemente suavizado—, incapaces de distinguir entre un Vahn cuerdo y uno loco, y que preferían no venirse a vivir a nuestro barrio.

Pues vaya, qué bien.

Curiosamente, uno de los hombres más desesperados que tenían el micro en la mano cuando los alienígenas se marcharon fue Syngman II Kim. Tiempo después, me enteré de que se había vuelto loco y que habían tenido que ingresarlo en una institución mental de por vida. ¿Por qué? No es difícil de imaginar, si uno piensa como un científico. Las últimas palabras que balbuceó Syngman, cuando la nave ya había saltado y se había perdido para siempre entre las estrellas, fueron unos gemidos lastimeros. La súplica de un niño indefenso que acaba de ser abandonado por sus padres, y que pudieron ser algo parecido a esto:

—¡No podéis iros, no nos dejéis aquí! Por favor, nosotros no sabíamos, fuimos incapaces de comprender que… que… No lo hicimos con mala intención, pensábamos que la linfa era vuestra manera de comunicaros con nosotros. Engancharnos a ella fue un terrible error. No queremos estar solos de nuevos, durante milenios… Volved, os lo suplicamos, no nos abandonéis en el silencio… No nos dejéis otra vez solos… en el silencio…

»Solos… en el silencio…


[1] Conglomerado comercial japonés.
[2] Extranjero, en coreano. Pero en su acepción despectiva.

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Víctor Conde nació en Santa Cruz de Tenerife (Islas Canarias, España), en 1973. Sus referentes clave dentro del género han sido los grandes escritores norteamericanos, modernos y clásicos. Destaca a Arthur Clarke, Dan Simmons y Greg Egan, pero no se alimenta solo de ciencia ficción. La poesía de William Blake o los mundos de geometría oculta de los surrealistas también le fascinan. Se ha inspirado además en autores españoles como Ángel Torres Quesada o Arturo Pérez Reverte Tras ganar el premio Minotauro 2010, ha seguido publicando ciencia ficción y fantasía, alternándola con el género del terror. Con Minotauro publicó en 2011 “Hija de lobos”, un relato de horror gótico emplazado en el siglo XIX, y la trilogía juvenil de los “Heraldos” con la editorial Hidra, con gran éxito de crítica. Su novela “Ecos” es Finalista al Premio Celsius de Ciencia Ficción y Fantasía.

Ha publicado en Axxón; en Ficciones: LA ASOMBROSA HISTORIA DE ENRIQUE Y EL HORROR TENTACULAR DE VENUS (nº 107), EL ARCHIVISTA (nº 109), EFECTO CAMPO (nº 118), EMPALME EN LA CINTA DE MOEBIUS (nº 160), YSOBELT Y LOS VISIONAUTAS (nº 161), EL ÁGUILA TATUADA (nº 172), LA HABITACIÓN OSCURA (NOVELA CORTA) (nº 201), LA ESCRITORA (nº 228), AVENIDA AMONÍACO (nº 260), EL BAOBAB DE LAS PALABRAS (nº 261), ONIROMANTE (nº 274), PAUSA PARA EL CAFÉ (nº 285); en Urbys: LA ÓPERA DE TODOS LOS FANTASMAS, LA FÁBRICA DE COMPRIMIDOS, LA FINCA ENTROPÍA, EL BAR DE SAN JOSÉ 5