Nos sentimos especialmente atraídos por los faltantes en la información, lo que se conoce como la teoría «brecha de información» de la curiosidad. Prestamos más atención cuando nos faltan datos
Un fascinante y nuevo documento de Psychological Science explora una paradoja aparente en el hecho de escuchar subrepticiamente: es más difícil dejar de escuchar una conversación cuando alguien está hablando por teléfono (y oímos solamente una parte del diálogo) que cuando dos personas, físicamente presentes, hablan entre sí. Si bien la conversación telefónica contiene mucha menos información, sentimos más curiosidad por lo que se dice. Lo llamaremos «El efecto del tipo fastidioso en el tren». Es el último hombre en la Tierra que queremos escuchar; sin embargo, es imposible ignorarlo.
¿Cómo se explica este «efecto del tipo fastidioso»? La respuesta nos lleva a la naturaleza del procesamiento de información, y la manera perversa en que asigna nuestra atención el cerebro. Nos sentimos especialmente atraídos por los faltantes en la información (esto se conoce la teoría «brecha de información» de la curiosidad, y fue desarollada originalmente por George Loewenstein a principio de los 90). En este nuevo estudio, los psicólogos de Cornell se basan en el modelo de la brecha de información. Han demostrado, por ejemplo, que los sujetos que escuchan una sola parte de una conversación —lo que ellos llaman en inglés “halfalogue», o medio diálogo— mostraron una disminución de su rendimiento en una variedad de tareas cognitivas que requieren toda la atención. En un segundo experimento, los investigadores confirmaron es «impredecible naturaleza» del medio díalogo lo que lo hace tan atractivo. Como no sabemos de qué trata la conversación, ni a dónde apunta, no podemos ayudar sino escuchar. Nuestra atención es atrapada por la incertidumbre de las palabras.
Este efecto no sólo se aplica a una odiosa conversación en un teléfono celular. En el libro Proust Was A Neuroscientist (Proust y la Neurociencia, Editorial Paidós, Madrid, marzo de 2010) se discute cómo este mismo concepto puede explicar, también, el atractivo de la música:
«Antes de que un patrón musical sea deseado por el cerebro, debe hacer algo difícil. La música nos excita cuando puede hacer que nuestra corteza auditiva descubra su orden. Si la música es demasiado obvia, si sus patrones siempre están presentes, es molesta y aburrida (piense en un reloj de alarma, que es una tonadilla perfectamente predecible tocada en un tempo perfecto. No es tan agradable). Esta es la razón por la que los compositores introducen una nota tónica al comienzo de la canción y luego, estudiadamente, la evitan hasta el final. Cuanto más tiempo se nos niega el patrón que esperamos, mayor es la liberación emocional cuando regresa ese patrón, sano y salvo. Nuestra corteza auditiva se alegra. Ha encontrado el orden que estaba buscando.
Para demostrar este principio psicológico, el musicólogo Leonard Meyer, en su clásico libro Emotion and Meaning in Music (1956) (Emoción y significado en la música, Alianza Editorial, Madrid, 2001), analizó el quinto movimiento del cuarteto de cuerdas op. 131 en do sostenido menor, de Beethoven. Meyer quería mostrar cómo se define la música por su coqueteo con —pero no sumisión a— nuestras expectativas de orden. Hizo una disección de cincuenta compases de la obra maestra de Beethoven, mostrando cómo Beethoven comienza con una clara declaración de un patrón rítmico y armónico y, después, en una intrincada danza tonal, evita cuidadosamente repetirlo. Lo que hace Beethoven en cambio es sugerir variaciones del patrón. Es su evasiva sombra. Si la tónica es Mi mayor, Beethoven interpretará versiones incompletas del acorde Mi mayor, siempre atento a evitar su expresión directa. Él quiere preservar un elemento de incertidumbre en su música, haciendo que nuestro cerebro ruegue por un acorde que se niega a darnos. Beethoven guarda ese acorde para el final.
Según Meyer, la fuente del sentimiento musical es esta tensión en suspenso de la música (que surge de nuestras expectativas no cumplidas). Mientras que las teorías anteriores de la música se centraban en la forma en que un sonido se refiere al mundo real de las experiencias y las imágenes (su significado «connotativo»), Meyer argumenta que las emociones que encontramos en la música vienen del despliegue de los sucesos en la propia música. Este «significado consagrado» surge de los patrones que la sinfonía invoca y luego ignora, de la ambigüedad que esto crea dentro de su propia forma. «Para la mente humana», escribe Meyer, «estos estados de duda y confusión son detestables. Cuando nos enfrentamos a ellos, la mente intenta resolverlos en claridad y certeza». Y así esperamos, expectantes, por la resolución en Mi mayor, por que se complete el patrón establecido por Beethoven. Esta expectación nerviosa, señala Meyer, «es la razón de ser de todo el pasaje; su propósito es, precisamente, retrasar la cadencia de la tónica». La incertidumbre crea el sentimiento. La música es una forma cuyo significado depende de su violación.»
En otras palabras, escuchar a Beethoven es la forma artística del «medio diálogo», es un estímulo sensorial que nos atrae, precisamente, por lo que no nos dice. La información es incompleta —no sabemos cuándo, exactamente, volverá la tónica, por lo que esperamos con entusiasmo su conclusión. Meyer aplicará luego este principio a todas las narraciones. Señaló, por ejemplo, que el momento de más suspenso de una película es también el momento del pico de imprevisibilidad. Estamos firmemente atentos porque no tenemos ni idea de lo que va a suceder después.
Fuente: Wired. Aportado por Eduardo J. Carletti
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