Diciembre y Enero son meses caóticos para las aves raras que anidamos en Axxón. Las fiestas (con el agregado de empezar a vivir el mítico año 2000) y el comienzo del período de vacaciones, ralean la formación de la bandada y a veces la reducen a su mínima expresión.
Meses caóticos también para el taller literario de los viernes. En Diciembre se fueron de vacaciones Eduardo J. Carletti y su esposa Gladys. Y si bien extrañamos a Eduardo, como corresponde extrañar a quién consideramos líder indiscutido de la bandada, más extrañamos a Gladys, nuestro ángel tutelar. (Van ya unas cuantas sesiones en las que nuestra comida de los viernes se reduce a la ingesta de chizitos, maníes, papas fritas, gaseosas y cerveza, con el ocasional agregado de algún salamín sobreviviente de alguna picada anterior o un pedazo de queso rancio.)
Así las cosas, uno de aquellos viernes de Diciembre, tras desmenuzar concienzudamente un buen cuento de Alejandro Alonso sin escatimo alguno de críticas y sugerencias (nos ponemos muy en guachos cuando llenamos el estómago con ese tipo de alimentos), la reunión cayó en un pozo donde el boludeo empezaba a transitar caminos trillados.
En un intento de salvar la reunión, se destacaron exploradores a una caótica región del departamento de Aníbal, por él llamada cocina, a la busca de alguna pócima energizante. Dos horas más tarde, cuando cundía la preocupación y ya se hablaba de enviar un segundo lote de exploradores en busca del primero, los vimos regresar trayendo en triunfo una botella conteniendo un cuarto del exquisito y casero —y demoledor además— licor de limón destilado por la sabiduría y buena mano de Gladys. Con acuerdo unánime de los reunidos, decidimos beberlo en aras de la nostalgia que sentíamos en ese momento por su hacedora
El "lemoncello" permitió que el taller se encendiera por un momento con nuevos bríos; pero a la larga, libadas que fueron las últimas gotas del elixir, la conversación comenzó otra vez a languidecer. Buen momento —decidí— para grabar un nuevo capítulo de la sección.
—Aníbal —anuncié con voz que me hubiera gustado sonara más recia y menos pastosa—. Hoy el aves raras te toca a vos.
—No quiero —dijo el director de Axxón cruzando los brazos sobre el pecho en actitud que él suponía de irreductible firmeza.
Traté de armarme de paciencia y le pregunté con dulzura:
—¿Por qué no querés, Anibalito?
—Ya di mis razones en la editorial del número anterior.
—Permitíme cuestionar esas razones; ya vas a ver cómo hablando nos vamos a entender.
—Lo mismo no voy a querer —dijo, empacándose como un niño que se niega a tomar la sopa. Suspiré; la situación amenazaba con desembocar en un punto muerto. Apelé a aguijonear su orgullo.
—No seas infantil; qué van a decir los lectores de vos. Otros ya lo hicieron...
—Y así les fue.
—¿Cómo les fue?
—Mirá —dijo encarándome y enumerando con los dedos:— a Waquero lo rajó la señora cuando se enteró por tu reportaje que los tatuajes de mujeres desnudas en su cuerpo no eran ni los retratos de sus cinco hermanas, ni se los había hecho unos meses antes de que ingresaran como internas a un convento de carmelitas descalzas.
—Bueno... pero en eso yo que...
—Dos —dijo Aníbal inflexible—. Andrés Urtubey tuvo quilombo con la novia cuando la piba encontró abajo de la cama la muñeca inflable de la Mujer Maravilla.
—Pero es que...
—Tres. La semana pasada, el Club de Admiradores de Edgar Allan Poe secuestró a Martín Brunás. Parece que lo engrillaron a un nicho en la pared de un sótano y lo emparedaron. Lo van a soltar cuando se retracte de lo que afirmó sobre el género de terror en tu nota.
—A Contín no le fue tan mal; después del reportaje lo contrataron en la NASA —alegué en mi defensa.
—¿Te parece? Le hicieron firmar un contrato trucho y lo mandaron a Alfa Centauro en una nave sin computadora. Le dieron un cuaderno y un par de lápices para que programe el vuelo a mano. Si no pifia ningún algoritmo, Rodolfo va a estar de vuelta por aquí recién dentro de trescientos setenta y dos años, cinco meses y doce días.
Estaba visto que con Aníbal no iban a valer razones, pero el caso es que yo tenía que preparar la sección. Aproveché y, mientras hablaba, me le acerqué por detrás. Antes de que pudiera reaccionar, lo amarré contra el respaldo de la silla utilizando un rollito de cinta scotch que encontré por allí. Alcanzó para dos vueltas, pero como mi víctima está hecho un lamentable estropajo debido a su dieta de soltero (hamburguesas y cerveza) estaba seguro de que no se iba a soltar. De cualquier manera, como se resistía, le pedí ayuda a Alejandro Alonso, que en el interín sacudía sobre la mesa una bolsa de celofán para hacerse de un chizito que había sobrevivido de milagro entre los pliegues.
—No contés con que te ayude —dijo el muy turro masticando con la parsimonia del que sabe que después de ese bocado ya no hay más—. Y si me permitís, quisiera agregar que me parece de muy mal gusto que obligues a alguien a una nota en contra de sus expresos deseos. Además, Aníbal es mi amigo del alma y no puedo menos que oponerme categóricamente a que avasalles de esa manera su inalienable derecho a mantener reserva en asuntos que sólo a él conciernen.
—Tenés mucha razón —dije mientras sentía lágrimas de vergüenza y arrepentimiento rodar por mis mejillas—, lo voy a soltar y te hago la nota a vos.
—Ahora que, pensándolo bien —dio marcha atrás Alejandro, chupando la sal pegada al marcianito de plástico que venía de regalo con las papas fritas—, y observando los hechos desde una óptica imparcial, que deje de lado por el momento mi incondicional amistad con la víctima, opino que Aníbal no es quién para negarse a la nota. Es más, como director de la revista no es siquiera ética su posición negativa. Tomá esta cadena y atale las piernas para que no patalee. ¿Dónde dijiste que guardás la picana?
Bueno, pichón que te reencuentras conmigo en lo que ya me atrevo a afirmar que es nuestra sección. Es necesario que te diga que en lo antedicho cometí un pecadillo de exageración. Un poco, nada más, ya que es verdad que en las aves restantes estoy encontrando una especie de recalcitrante disposición a no prestarse voluntaria y alegremente a esta serie de notas que retratan a los integrantes de una bandada que —debe ser tu caso también y da por seguro que es el nuestro— encontró el complemento que le faltaba a su existencia en la compañía de sus iguales.
Y de eso trata la explicación que esta vez intenta la nota: que no necesariamente un amante de la ciencia ficción debe ser un solitario con problemas de integración para buscar cobijo en la bandada. No es el caso de Aníbal, por lo pronto. Tampoco es el caso de muchos de nosotros, ya que en el grupo integrante del staff de la revista hay de todo, como en botica.
¿Qué cómo es el retrato físico del director de Axxón? Habrá que describirlo, por si se niega —como ya se han negado otros— a incluir una fotografía suya en la presente nota.
Aníbal Gómez de la Fuente (impresionante y prosápico apelativo ¿verdad?) se acerca a su tercera década de vida. Medirá tal vez 1,75 metros de estatura y es dueño de un físico bien cuidado, aunque por épocas deje asomar algún esbozo de pancita. Rubio y poseedor de un par de ojos celestes de mirar tierno, luce cabellos y barba cuidadosamente descuidados, elementos todos que le confieren un aire de muchachito bueno y desvalido que fatalmente despierta adormecidos instintos maternales en la fauna femenina; al menos, en la parte de aquella desconocedora de sus hábitos depredatorios.
O sea, que Aníbal no podría ser nunca un ser atormentado y solitario aunque se lo propusiera, dicho esto con la envidia debida.
El entrevistado posee estudios de Ingeniería Electrónica, aunque no llegó a recibirse. Por algunos años, Aníbal fue un exitoso comerciante en el rubro computación hasta que descubrió que el ritmo de trabajo desenfrenado en que vivía inmerso (bueno, no sólo en el trabajo se desenfrenaba) lo llevaba indefectiblemente a una crisis de salud. Decidió, con un buen tino que no es fácil de encontrar en un empresario joven, aminorar el ritmo y dedicarse un poco menos al trabajo y un poco más a una pasión que ocultaba cuidadosamente, ya que habría sido desastroso en el frío mundo de los negocios que se filtrara la noticia de que Aníbal Gómez de la Fuente no sólo era un voraz consumidor de literatura de ciencia ficción, sino que en los escasos momentos libres de su frenética vida se atrevía a trasladar al papel (o a la pantalla) extrapolaciones futuristas dictadas por su imaginación.
—Hubo un momento —nos cuenta bajo tormento— en que me moría por hablar de ciencia ficción con alguien. Entonces fue que me decidí a explorar Internet buscando interlocutores. Era mi segundo intento, ya que en una oportunidad me acerqué al bar de San José 05 donde se reunía el fenecido CACyF. Fue en un mal momento, un momento de peleas internas y el ambiente no me gustó, así que no volví por mucho tiempo al bar.
En Internet encontré a Axxón y, obvio, los datos de su director, Eduardo J. Carletti. Cacé el teléfono, lo llamé, y supe que esa llamada me cambiaría la vida. Hablamos largo y tendido con Eduardo esa primera vez. Tanto, que cuando corté me parecía conocer a Eduardo de toda la vida. Habíamos hablado por espacio de más de dos horas. De libros, de autores, de planes... volví al bar porque tenía un nuevo motivo para hacerlo. Volví por Axxón y no me fui nunca más.
—¿Cómo es que llegaste a la dirección de la revista?
—Debido al "cansancio" de Carletti, Daniel Vázquez fue el director por algunos números. Cuando Vázquez tampoco pudo seguir en la dirección, me ofrecí. Era y soy consciente de mi falta de experiencia como director de una revista, pero no podía permitir que Axxón se nos muriera entre las manos sin hacer un último intento por salvarla. Y bueno... aquí estoy y aquí estaré hasta que Eduardo recupere las fuerzas o las ganas. O hasta que me canse yo, allá por el número 200.
—¿Por qué subrayás lo del cansancio de Carletti?
—No jodás. Todos sabemos que a Eduardo lo pudrió la mala leche de algunos integrantes del CACyF. Pero no vale la pena hablar de eso, ya pasó y hay que mirar para adelante.
—Integrar Axxón es integrar, tarde o temprano, el taller en tu casa.
—El taller es un subproducto de Axxón. Surgió de la necesidad de discutir nuestros trabajos, buscando esencialmente en la opinión de otros escritores los errores de estilo y de construcción en que podemos incurrir cuando trabajamos en soledad. No es verdad que seamos duros con nosotros mismos en el taller, sólo que debemos tener la valentía de reconocer los vicios de nuestra escritura y también el valor para puntualizarlos en el trabajo del otro, aunque ese otro sea un amigo al que no quisiéramos lastimar con nuestra crítica.
—¿Algunos se ofenden con la crítica?
—No creo que alguien se ofenda por la crítica. Podés quedar un poco dolorido si por allí presentás un trabajo que a vos te parece interesante y a cambio recibís el rechazo a veces unánime del resto. Tal vez te retirés del taller dudando de la capacidad de los otros para descubrir la buena idea implícita en tu presentación. Pero el dolor comienza a amainar cuándo, un par de días más tarde, releés tu cuento y los comentarios que anotaste al margen referidas a las objeciones recibidas. Allí comenzás a pensar que quizás tu trabajo no es la joyita que creías que era, que la mayoría de las objeciones que te hicieron tienen un asidero consistente y que, pensándolo bien, los demás tal vez sean un poquito menos obtusos de cómo los calificaste el viernes. Y para el siguiente viernes, seguro que el dolor se ha transformado en el entusiasmo de la reescritura, del comprender que para hacer algo bien, es necesario deshacer y volver a hacer.
—Deberías hacer referencia a que en el taller no sólo se leen los cuentos de los integrantes.
—Es verdad. Y a veces vemos vídeos documentales o alguna película y después se discute lo visto. Otras veces se proponen temas de ciencia ficción con problemas a resolver y podemos pasar varios viernes inmersos en el problema y sus eventuales soluciones. Esto anduvo muy bien mientras Alejandro Alonso fue el coordinador del taller.
—¿Por qué dejó de serlo?
—Alejandro es un tipo que se toma las cosas muy en serio. Y la mayoría somos bastante indisciplinados... por no usar una definición más explícita.
—¿Qué requisitos hay que cumplir para ser invitado al taller?
—Venir, tan solo. Con buena onda, por supuesto. El cupo se completa cuando la capacidad del departamento diga basta, el bulín no es muy grande que digamos.
—¿Por qué no publicás tus cuentos en Axxón?
—Publiqué uno en el Nº 100 de la revista. Estoy trabajando duro e interviniendo en concursos. La vez que un cuento mío gane aunque sea la última mención, lo voy a publicar en Axxón.
—¿Un mensaje para mi pichón de ave rara?
—Que si le gusta la ciencia ficción y no tiene con quién compartir sus experiencias, que sepa buscar y no se quede con las ganas. En la revista hay una dirección, hay un correo donde se contestan todas las cartas (aunque a veces nos atrasemos) y siempre, en el grupo va a encontrar gente dispuesta a compartir.
No voy a ahondar mucho más en Aníbal. En realidad, en esta nota me he limitado a ilustrar, con fragmentos de diversas charlas mantenidas con una de las más excelentes personas que he tratado en mis muchos años de aficionado, el pensamiento y la forma de actuar de un buen tipo. Porque si me piden que extracte a Aníbal en un único concepto que defina su mejor virtud y su peor defecto, todo ello cabe en una sola frase: un buen tipo (demasiado, a veces) al que vale la pena conocer y tratar.
Pero esta nota me ha dado pie, pichón de ave rara, para advertirte de un peligro cierto que amenaza tu vuelo, una emboscada falaz que puede llegar a herirte en lo más profundo de tu alma de escritor todavía no hecho a los golpes arteros.
Si vuelves la página (perdón, la pantalla) te encontrarás con Aníbal comentando que volverá a publicar en la revista de la cual es director sólo en el caso de recibir su trabajo algún premio en un concurso.
Debo aclararte que los concursos a los que se refiere Aníbal son exclusivamente aquellos avalados por un organismo o institución de reconocida seriedad.
Es que, lamentablemente, el universo aéreo de las aves raras es surcado también por el equivalente a los buitres que vuelan en el espacio del común de las aves. Esos buitres se alimentan de las ilusiones del escritor novel, atrayéndolos a tramperas cebadas con la atractiva semilla de llamados a concursos (de poesía y cuento corto, generalmente), cuyo premio es la publicación de los trabajos que hayan sido elegidos por un jurado generalmente ignoto.
¿Me permitís ilustrar con un ejemplo lo que te quiero contar?... Vos sabés que me siento más cómodo con la anécdota que con el artículo.
Para desenmascarar a estos buitres, un conocido escritor del CACyF mandó un par de cuentos cortos (de buena factura) a cierto llamado a concurso organizado por una editorial marca langosta. Cumplido el plazo en que se expidiera el jurado, mi amigo recibió la noticia de que había ganado una mención y con ella la participación en una antología con los demás trabajos premiados. Por supuesto, también se lo invitaba a recibir el galardón y a firmar el correspondiente permiso de edición.
El lugar de la cita era una minúscula oficina en un anónimo edificio. Recibió de manos de una secretaria un bonito diploma hecho en computadora, adornado con una cinta de color y tres firmas ilegibles asegurando que Fulano de Tal se había hecho acreedor a una mención. La secretaria le pidió que firmara la autorización para poder publicar el cuento... y una suma de trescientos pesos, los que le serían devueltos en forma de 150 ejemplares de la antología. Muy suelta de cuerpo, la secretaria le hizo notar el pingüe negocio que el premiado haría vendiendo cada ejemplar en la módica suma de $ 5. Cuatrocientos cincuenta pesos de ganancia sólo con que ciento cincuenta personas (amigos, familiares y compañeros de trabajo) compraran cada uno un ejemplar de la antología.
Mi amigo le contestó que no contaba con la suma requerida, pero que gustoso firmaría la cesión de derechos sin reclamar ganancia alguna, sólo por el placer de ver publicado su cuento. No hace falta que te diga que la "antología" se publicó sin el cuento ganador de la primera mención.
Mas aguarda, que no termina aquí la anécdota. Seis meses más tarde, la misma editorial llama a otro concurso de poesía y cuento corto. Nuestro escritor vuelve a concursar, pero esta vez con un mamarracho indigesto y plagado de faltas de ortografía.
¿Qué crees que pasó?
¡Adivinaste! Ganó una mención y con ella la posibilidad de...
No quiero con esto decir que todos los concursos para escritores noveles sean truchos, pichón. Además, hasta éstos sirven para que practiques y pulas tu escritura. Pero si recibes un premio y te piden después algún dinerillo para la publicación del libro... asperje al engendro con agua bendita y retrocede de espaldas mostrándole la empuñadura de tu facón (también sirven los dedos índices cruzados).
Aunque si la editorial es sincera y te aclara desde un principio que la edición del libro se solventará con la contribución de los escritores... la decisión de pagar por verte publicado corre a cargo de tu ego. Personalmente, en un par de ocasiones recibí la invitación para intervenir en una edición, pagando mi parte de la misma. Nunca me tomé siquiera la molestia de contestar. Por principios, escribo gratis aunque me encantaría cobrar por lo que hago. Pagar, jamás.
... Y basta por hoy. Para el próximo número me pongo serio: tengo enganchado en la trampera nada menos que a Alejandro Alonso, de quién me atrevo a asegurar que va a dar que hablar en el mundo de la ciencia ficción nacional e internacional (ya lo está haciendo, con un par de menciones logradas en el difícil ámbito de los concursos españoles). Además, es un tipo bastante jodido, tanto, que me ha exigido acceso a la nota antes de ser entregada para su publicación.
Exigencia a la que no le daré cinco de bola, por supuesto.
...Y ni estoy seguro de si voy a ponerme serio, que carajo.
¡Y no me hagás calentar más, Alejandro!