Quién tenía la culpa de lo sucedido, Welset no lo sabía. Lo que sí sabía es que si tuviera enfrente al individuo, este no viviría mucho tiempo. Así estaba Welset, frenético, fuera de sí. ¿Se podía esperar otra cosa?
¿Quién se había encargado de supervisar el recorrido definitivo? ¿Fue Simons o su fiel colaborador Fedenlaski? En la mente de Welset todo era torbellinos y confusión.
La situación bien se podría describir así: la nave que es el coche de Welset va a máxima velocidad sobre una impecable autopista. La curva ya está próxima. Ya sobre su huella aparece allí, imperturbable, una inocente mancha de aceite. ¿Frenar, esquivarla? Imposible: ya está sobre ella.
De nada sirve darle vueltas al asunto: en el espacio no hay lugar para pequeños errores, y de haberlos, habrá que pagar un alto precio por ellos.
Quizá nadie tenía la culpa. Todo podía ser el producto de su increíble mala suerte. Sea como fuere, la cuestión estaba fuera de su alcance. El planetoide y su recarga de combustible vital quedarían atrás. Definitivamente. Sería imposible frenar y volver a casa. El resto de combustible sólo permitía frenar. Sólo frenar y donde sea que frenara tendría que haber agua para volver.
Se esforzaba por encontrar soluciones que caían alternativamente una tras otra en saco roto. No sólo el combustible era un impedimento, también lo era la resistencia y capacidades físicas de la nave y las suyas propias.
Llegó a considerar orbitar una estrella cercana que amenazaría con fundir el casco de la nave, por un lado; y por el otro hacerle sentir temperaturas extremas por un considerable tiempo. Tuvo que desechar la posibilidad. Si la nave no se fundía y él no moría, tampoco quedaría mucho de sí.
El planetoide pasó y Welset lo vio pasar. Como un caminante sediento por el desierto ve desdibujarse el ilusorio oasis por toneladas de arena. Pero el planetoide no se evaporó. Seguía tal y cual era, cerca, inalcanzable.
Ante su impotencia, furia y descontento, Welset se aproximó al cubículo sómnico, se conectó los electrodos e interfaces y activó el programa psicoanalítico. Llegó a sentir una breve correntada y el olor al gas somnífero antes de caer en un profundo sueño.
Welset salió del cubículo sómnico algo frustrado pero nada comparable a su anterior estado anímico. 'Es increíble lo que puede lograr una máquina' sentenció en referencia al programa psicoanalítico de la computadora que había estado trabajando meticulosamente su inconsciente.
En realidad Welset se subestimaba. Si estaba mejor sólo se lo debía a su carácter y, en parte, claro, a la ayuda del programa.
Quienes enviaban la gente al espacio cuidaban mucho a quién ponían. Los tripulantes debían tener la suficiente sangre fría para no inmutarse frente a situaciones anómalas y de riesgo. Sobre todo si iban solos como era el caso de Welset.
Contaba ahora con un loco plan, aunque quizá el único posible: introducir saltos hiperespaciales en busca de cuerpos con agua. No constituía la salvación, pero era mejor que sentarse a esperar que la nave se convirtiera en un sofisticado féretro celeste. Después de todo la sustancia agua no era algo tan infrecuente en el universo.
¡Pensar que con un pequeño salto hacia atrás lo resolvería todo! Simplemente estaría por delante nuevamente del planetoide con el tiempo necesario para frenar. Sólo que ese salto hacia atrás le resultaría imposible de realizar.
Sucede que el salto hiperespacial con el que contaba Welset era prácticamente unidireccional. La teoría en que se basaba aprovechaba el campo gravitatorio más cercano para saltar en referencia a este.
Así, la cantidad de movimiento de la nave relativa a la estrella del planetoide —que era el astro que mayor influencia gravitatoria ejercía donde estaba ubicada la nave— constituía una flecha que sólo podía alejarlo del planetoide y, por su puesto, de dicha estrella.
En realidad la flecha podía moverse ligeramente un arco esférico —gracias a la influencia de gravitatoria de algún otro astro, en este caso el planetoide— y así podría alcanzar otras estrellas para explorarlas en busca de combustible.
Así pues, puso manos a la obra y con cierta vacilación hizo el primer salto. Ahora estaba en otro lugar del espacio. Su casa, sus amigos e inclusive el infame planetoide quedaban una importante distancia atrás.
Saber que si tuviese éxito en encontrar agua, le permitiría revertir el camino, era algo que no contribuía en mucho a su tranquilidad. Tal vez porque si iba a morir hubiese preferido hacerlo en el espacio cercano y conocido.
No permitió que la nostalgia lo invadiera y comenzó, sin más demora, a escudriñar cada porción de su entorno en busca del precioso material. Tardó mucho en decidir que no había o que había y no era apta, alcanzable o suficiente.
Tuvo que decidir un nuevo salto y en una nueva vacilación lo ejecutó. Entonces no sabía que no mucho más tarde lo haría sin apenas darse cuenta.
Cuántos saltos llevaba hechos y qué tan lejos se hallaba de casa era algo que Welset desconocía y sentía ajeno. La ruta estaba archivada en la computadora. ¿Cuánto tiempo llevaba viviendo en la nave? Welset no sabía nada. Sólo era un autómata que repetía siempre la misma secuencia. No se tomaba el trabajo siquiera de pensar lo que hacía. En la nave había dos computadoras, la de abordo y otra llamada Welset. Eran socios. Él mismo así se lo había organizado.
'¿Cuánto dista la próxima estrella?' Welset lo calculaba. Miraba de vuelta la lista: 'introducir el salto'. '¿Estás cerca de la estrella?' Welset miraba por el visor, sí, allí había otra estrella, igual o distinta a tantas que vio. Tal vez era distinta. En todo caso para él eran iguales o no importaba. Él no se detenía a pensarlo. Lista: '¿hay agua?'. Ni siquiera se registraron asteroides o cometas. Welset siguió la flecha que decía 'No'. '¿Cuánto dista la próxima estrella?'...
El tiempo transcurría y para nada gratuitamente. El sistema reciclador necesitaba materia prima nueva. Apenas si cambiaba las características de lo que Welset deponía de su cuerpo. Pero eso no era todo. La nave con sus saltos incluidos gastaba combustible marginalmente si se considera un espacio corto de tiempo.
Welset se permitió por una vez volver a pensar. '¿Moriré primero por falta de combustible o por enfermarme?' Lo estuvo dando vueltas y concluyó que era lo segundo: quedaría algo en los tanques cuando diera el último suspiro.
Welset estaba acabado. Apenas si se incorporaba una que otra vez con lo que consideraba lo último de sus fuerzas para ponerse en pie e introducir un salto nuevo. Cuando llegó a aquella estrella que tenía un soberbio sistema planetario, apenas si lo notó. O sí lo notó, porque registrar si había agua en cada uno de esos globos le consumía lo que él consideraba por enésima vez lo último que quedaba de sus fuerzas. Por eso maldijo a la estrella y a sus nueve ingentes pobladores.
Orientó los instrumentos a uno de ellos y nada, probó con otro y encontró agua. Se extrañó siguiendo la flecha de la lista que decía 'Sí'. Aún en medio de su embotamiento le parecía que había algo novedoso en aquello. Al término de la flecha había escrito una interjección alegre —similar a aleluya. Sólo entonces lo comprendió.
Apenas alcanzó a darle instrucciones a la nave y cayó pesadamente al piso. En el instante de caída tuvo una certeza: había ganado, sólo que no viviría para contarlo.
¿Dónde se hallaba? Una puerta conducía evidentemente hacia el exterior y estaba abierta. Sintió una necesidad imperiosa de escapar de allí donde se encontraba.
Qué lo impulsaba, no lo sabía. Se incorporó bruscamente del suelo y franqueó la escotilla precipitadamente sin apenas notar los intensos dolores corporales y la fantasmal imagen rendida a sus pies.
Sin embargo no pudo avanzar mucho más allá del fin de la rampa. No sentía mareos pero, aún así sentía que iba a caer de un momento a otro e instintivamente no dejó de aferrar la baranda en ningún momento.
Welset alzó la vista al tiempo que sintió su alma congelarse en un suspiro. El cuadro que tenía enfrente no podía ser más irreal. Se creyó por unos momentos dentro de una pintura impresionista donde los rasgos finos se dejan de lado para conformar sugerentes imágenes.
Sólo tenía la vaga sensación de que su situación tenía algo que ver con la estructura familiar de la cual seguía aferrado. Welset intentaba destrabar ese conocimiento, pero el paisaje lo hipnotizaba en forma creciente.
El firmamento tenía un extraño color celeste que perdía su fuerza con el paso del tiempo. El suelo donde pisaba tenía rasgos amarronados que daban paso a un claro dominado por una pátina aceitosa. La fabulesca imagen quedaba rematada por delante con extraños y pintorescos mástiles que soportaban un difuminado pastel verdiamarillento sobre sus cabezas.
Mientras caía una espesa y húmeda oscuridad, por primera vez escuchó Welset la insistente frase que se repetía una vez más detrás de él con una voz metálica y desprovista de vida: 'Para salir al exterior, favor de ponerse traje de seguridad'.
Welset necesitaba pensar y aquella voz en nada contribuía. Sin dejar de sostenerse rodeó la estructura escapando a su arco de acción, ubicándose por detrás de ella. Cerró los párpados intentando está vez que las imágenes hipnóticas no lo narcoticen. Quizá lo hubiera ayudado mirar el cielo tachonado de estrellas para recordarle su verdadero origen, pero él sólo estaba concentrado en el intento de ordenar el desparramado rompecabezas que tenía en mente.
Cuando abrió los ojos vio esfumarse la bruma ante sí para dar paso a la claridad de un día. Su mente actuó de igual manera y pudo contestarle el intríngulis esencial del asunto: 'Soy un cosmonauta', le explicó.
La cordura se iba aposentando de a poco en Welset dando soluciones a más y más preguntas. 'Me estaba muriendo', recordó y esto ordenó el resto.
Todo cobraba sentido ahora: había sido tal su convencimiento de que moría que no pudo afrontar la realidad al despertar. No se hallaba en el lugar que había vislumbrado para descender. Recordaba que se trataba de un satélite de un gigante gaseoso que tenía una corteza de hielo firme desprovista de atmósfera. Era lo mejor que se podía encontrar. Sin embargo la nave lo desobedeció, porque se hallaba allí, envuelto en ese lugar de sueños.
Evidentemente su enfermedad era debida a la atmósfera venenosa dentro de la nave y ese lugar ¾sea lo que sea¾ tenía atmósfera respirable. La nave ¾o sea la computadora de abordo¾ lo supo y allí descendió. Por este motivo la esclusa estaba abierta de par en par y por ello él retenía aún su vida.
Sufaia fue la primera en despertarse; era costumbre para ella dado que el clan le había asignado implícitamente ese papel de líder que daba privilegios, pero también obligaciones, y ella por su parte se había adaptado bien a ello.
Pero había otra razón y era el hambre. Desde hace tiempo no daban con alguna manada de mamuts o de algún otro animal para cazar. Estaban sobreviviendo con escasos frutos, granos, tallos e insectos que podían recolectar por los alrededores de la pequeña caverna donde se encontraban. La Sequía estaba causando estragos.
Sufaia había sobrevivido muchas veces a la experiencia del agotamiento de la comida y otras tantas a los ataques de tigres. Sabía que si movilizaba al clan agotaría las últimas fuerzas, incluso corriendo el riesgo de que la dejaran en el camino. Sufaia había estado cavilando todo el día anterior, pero esa mañana tomó una decisión repentina. Dirigiría la tribu allá donde los hombres habían dicho que una noche de luna apareció el Gran Trueno. Lo haría a pesar de saber que aquella era la dirección donde la sequía era más intensa. Por eso habría menos posibilidades de encontrar una manada. Pero, y esto era fundamental, ella también había escuchado el Ruido.
Fue un ruido extraño y fuerte. También había arrojado luz y, por ello, lo compararon con un trueno. Y aunque Sufaia no tenía especiales conocimientos en meteorología, sabía por propia experiencia que si había truenos, debía haber lluvia o, cuando menos, un cielo cubierto y no una noche de luna y estrellas. Que no había habido una sola nube en ese pedazo del firmamento aquel día era un dato que a Sufaia no se le escapaba. Hacía días que venía contemplándolo esperando una respuesta de los Cielos a la Sequía.
Muchos de los hombres habían reaccionado con miedo instintivo aquella noche y Sufaia, que era demasiado vieja para tener miedo a nada, interpretó el Gran Trueno, si no como la respuesta de los Cielos que estaba esperando, sí como una señal.
Por eso despertó a los hombres fuertes e hizo los gestos necesarios para empezar a movilizarlos y cuando se aseguró la atención de un grupo importante, agregó verbalmente sólo una vez:
—Al Gran Trueno.
Su regreso a casa dependía de encontrar agua, pero eso no lo inquietó en lo más mínimo. Si podía respirar la atmósfera autóctona quería decir que había oxígeno en ella. Y si había oxígeno tendría que haber agua en el planeta de una forma u otra, salvo que la química del lugar fuera muy excepcional.
Lo que creyó ser un mareo inicialmente no era más que extraños movimientos atmosféricos que lo empujaban sin cesar en uno u otro sentido. Generalmente el movimiento empujaba de un costado y Welset podía inclinarse levemente para compensar el efecto de empuje, pero eso resultaba peligroso porque el movimiento podía virar repentinamente y empujarlo en sentido contrario. Así estuvo a punto de derrumbarse más de una vez, si no fuera que estaba aferrado firmemente.
A la por demás extraña situación se le sumaba las enloquecedoras revoluciones del planeta en torno a su sol. Este salía por el este y se escondía en el oeste en lo que a Welset se le antojaba como un chasquear de dedos.
Welset llegó a la conclusión de que era la suma de estos factores lo que le proporcionaban la extrañeza al lugar. El frenetismo atmosférico daba a todo un movimiento que lo transformaba en borroso, por un lado, mientras que el veloz movimiento del planeta en torno a su estrella le daba un cambio de luz continuo a las cosas.
Ahora que entendía le encontraba sentido a lo que veía. Por ejemplo esas columnas que tenían un marrón-amarillo difuminado en la cima. Se trataba de árboles, cuyas copas se movían al ritmo marcado en el ambiente.
Una expresión de felicidad se dibujó en el semblante de Welset. Había oxígeno y había vegetación. La excepción química quedó descartada: allí había agua.
Ahora caía en la cuenta de que no tenía idea de cuantos días de aquel lugar llevaba allí fuera de la nave en el relativo poco tiempo que duraron sus vacilaciones.
No sabía cuál era el paso a seguir, pero se convenció repentinamente que debía ponerse el traje. Si bien el traje protector de vacío sería un estorbo para sus movimientos, contaba con algo inapreciable. Un visor fotográfico que le permitiría ver imágenes fijas y así poder entender las cosas que con el frenético movimiento se le escapaban.
Comenzó a rodear nuevamente el vehículo espacial en busca de la rampa de subida...
Si alguien le hubiese preguntado a Sufaia qué era lo máximo que esperaba de la señal del Gran Trueno, sin duda ella hubiese contestado que un lago rodeado de árboles y con alguna manada retozando en el agua.
Pero aquello... Aquello excedía su capacidad de asombro. A medida que se fueron acercando vislumbraron lo que parecía una roca de forma muy extraña. Cuando lo tuvieron cerca no daban crédito a sus ojos. Se trataba de una especie de monumento, gigante, descomunal, como Sufaia nunca había visto en toda su larga vida. Toda la tribu miraba desconcertada a Sufaia como diciéndole '¿Con qué se come?'.
Acabados y desconcertados colocaron tiendas a prudente distancia del monumento. Durante el resto del día no hubo mucho que hacer y, a pesar de que no hacían otra cosa que mirar aquello, sólo al fin del día notaron que una parte del monumento se escindía por detrás y tomaba una forma independiente. Pero no pudieron prestar mucha más atención porque aquella noche comenzó a caer una leve pero firme llovizna.
La tribu trabajó concienzudamente en la recolección de agua. Seguidamente por la mañana pasó una manada que podía ser de ciervos (Sufaia no estaba segura ya que comió ávidamente, prácticamente sin degustar, los escasos trozos que le llevaron) de la que se alzaron algunas presas flacas. Si bien esto no acabó con el hambre, arrojó algo de fuerzas y esperanza.
Cuando el jolgorio posterior se apaciguó, cundió el pánico. Aquella parte que definitivamente se escindió del monumento era algo parecido a un animal enorme que nunca habían visto.
Que se trataba de un animal era indudable porque, aunque nunca antes habían visto uno de su tipo, tenía ojos y musculatura. Y se acercaba muy lentamente recordando el avance de un tigre en ataque. Por eso los hombres, asustados, querían marcharse cuanto antes.
Pero Sufaia no quería hacerlo. En primer lugar porque la señal había demostrado su buena fortuna. Y en segundo lugar porque conocía el ataque de un tigre.
Estos avanzan sigilosamente, es cierto, pero hasta que uno los descubre. Cuando eso ocurre el tigre se lanza de lleno corriendo a toda velocidad tras su presa. Si una vez descubierto el tigre éste permanece estático o avanza tan lentamente como antes, es porque está indeciso.
Eso ocurría a menudo cuando un tigre enfrentaba solo a un grupo numeroso o a todo una tribu. Entonces sus posibilidades de éxito eran inferiores, especialmente cuando se trataba de hombres, quienes se armaban de piedras, palos, garrotes y huesos afilados con los cuales defenderse.
Entonces empezaba el verdadero combate con el tigre. Invariablemente gruñía, mostrando los dientes y arañando al aire. A veces avanzaba rápidamente dando algún zarpazo certero que dejaba a alguno fuera de combate.
La mejor suerte para el tigre podía ser que algún joven inexperto se echara a correr del miedo, como ocurría muchas veces y entonces el tigre dejaba de dudar y se lanzaba tras su presa fácil. Si no, terminaba ocurriendo que en uno de sus acercamientos recibiera un piedrazo o algún garrotazo que lo dañara. Entonces el tigre se quedaba amenazando un rato, sin verdaderas intenciones, mirando a aquel ridículo grupo que lo había vencido, y finalmente se alejaba.
Por eso Sufaia se mostró firme. Si retrocedían tendría que ser a algún refugio y se encontraban en medio de un descampado.
Así que se quedaron contemplando aquella extraña criatura sin saber que esta vez el tigre eran ellos.
No llegó a dar más que algunos pasos, cuando se vio sorprendido por una espesa cortina de agua. No duro mucho pero sirvió para evacuar las dudas que aún llevaba respecto del agua.
Empezó, entonces, a maquinar ingeniosas formas de aprovechar el importante caudal que sin duda volvería a caer desde el cielo. Ya frente a la rampa de acceso notó algo en el claro que antes no había visto.
No dejaba de llamarle la atención el singular paisaje, pero no fue esto lo que lo detuvo esta vez. En la imagen que tenía grabada a fuego no figuraba aquello.
Se trataba de unas estructuras pequeñas triangulares que se proyectaban algunos metros, tal como si uno doblara una tela por la mitad en un cierto ángulo y la mantuviese así apoyada contra el suelo. No tardó mucho en darse cuenta de que bien podía cumplir la función de techo a algún animal que sin duda sería muy inteligente.
Pero Welset no alcanzaba a distinguir ningún rastro de estos. Se acuclilló para observar al ras del suelo y notó algo extraño allí en torno a aquellas estructuras. Algo así como un remolino color marrón, que aparentemente había estado allí todo el tiempo pero que él recién ahora divisaba por el contraste con el cielo celeste. Mientras se levantaba divisó por un instante una figura en medio de aquel remolino que luego se esfumó. Decidió subir la rampa lo más rápido posible para ponerse su traje protector, como si hubiese adivinado lo que estaba por ocurrir.
Luego todo sucedió muy rápido. No había alcanzado a darse vuelta y sintió los primeros dolores y al instante se encontró derrumbado en el piso sin posibilidad de hacer nada. Su última sensación fue el recuerdo de aquella figura fugaz en medio del remolino casi imperceptible que lo había observado como condenándolo.
Pasó poco más de un día y la criatura se movía lentamente, de forma muy torpe. Aunque la tribu había pasado el día contemplando aquella bestia, nadie le podía sostener la mirada. Movía muy lentamente los ojos (como también el resto de su cuerpo) y cuando miraba a alguien, éste se apresuraba a correrse seguro de que tardaría en seguirlo con la mirada.
Sólo mientras la criatura se levantaba miró hacia donde se hallaba Sufaia y ella no se corrió. Era lo que ella estaba esperando; se quedó sentada allí mirando por un tiempo considerable directamente a los ojos de la criatura y se identificó con ella. Es decir, la criatura no era humana, pero podía tratarse de algo así como su especie hermana. Sufaia lo sentía así aunque, claro, no pudiese expresarlo en esos términos.
Entonces Sufaia decidió encarar a aquellos hombres que habían pasado del pánico inicial, luego a la curiosidad, y por último a la sed de cazar lo que parecía ser una presa muy fácil dado sus movimientos anormalmente toscos y lo demostraban agitando en el aire sus garrotes y huesos afilados. Entonces ya era demasiado tarde. El hambre generalizado y la presa fácil delante de ellos pudo más que su autoridad.
La criatura fue atacada y se mostró tan lenta como antes, ni siquiera hizo un gesto de defensa y calló en poco tiempo aniquilada por los despiadados garrotazos. Sufaia recordó entonces desagradablemente aquellos cruces con esas tribus antropófagas que comían por igual a los caídos de la tribu rival como a sus propios compañeros muertos.
Tal fue la sensación que no pudo probar de aquella carne que de cualquier forma, según lo que veía en los rostros, sabía a mil demonios. Luego, a pesar del gusto de la carne, la tribu pareció dispuesta a retirarse con las renovadas fuerzas que proporcionó la suculenta comilona.
Sufaia sintió que la fuerte impresión potenciaba la desnutrición y el hambre que arrastraba desde hace tiempo. Incluso se sentía más vieja que nunca.
La tribu, por su parte, se retiró por el mismo camino por donde dos días atrás habían venido, como si el único sentido de la visita al desolado lugar fuera terminar con la criatura del monumento.
Pasaron pocas horas antes de que llegaran los primeros animales carroñeros y aves de rapiña para empezar con el festín del inmenso cuerpo caído, a cuya carne se le venía a sumar la de la propia Sufaia, quien ya sentía en sus oídos aquel suave rumor del pesado sueño que es la muerte.
Un cuervo se alejó del cuerpo del gigante y se acercó a la mujer recostada en el suelo. Notó el frío que envolvía a aquel cuerpo y probó su primer picotazo cuyo sabor, sí, le resultaba agradable y más familiar.