Revista Axxón » «La variante biológica», Ramiro Sanchiz - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

URUGUAY

 

Para Juan Manuel Candal

y Martín Fernández Buffoni

 

 

En septiembre de 2009 mi editor en Montevideo alquiló un gran apartamento con la intención de ubicar allí sus oficinas; por esos días también terminó de separarse de su mujer, así que no tardó en mudarse a lo que en principio no debía ser otra cosa que el espacio soleado alrededor de un escritorio, un par de computadoras y varias habitaciones atestadas de libros. A mí, casualmente —Rex, por supuesto, diría que las coincidencias no existen; en cualquier caso, no siempre es bueno comenzar un cuento con una apelación a la coincidencia o la sincronía— estaba pasándome lo mismo; después de volver de Punta de Piedra, cuando Jon y Rex se cansaron de hacer lo que fuera que estaban haciendo por el interior del país, en una especie de prolongación agónica de la gira de Space Glitter que yo había abandonado, me mudé al apartamento de Patricia, una chica que había conocido allá en el Este remoto. La relación duró poco más de un año y medio y a su término me vi en la calle con un colchón, una tele, un equipo de audio, un calefón y varias cajas y valijas llenas de libros y CDs, que repartí por las casas de mis amigos y mis padres. Decidí quedarme unas semanas con Jon y Rex, mientras conseguía dónde vivir, pero a la tercera noche las cucarachas espolvoreadas de merca configuraron claramente un mensaje: tenía que irme de allí. Mi amigo Adrián estaba haciendo vida de casado, igual que casi todos mis antiguos compañeros de liceo o sobrevivientes de la larga noche alcoholizada de los años noventa, así que mis opciones empezaron a converger peligrosamente en un espacio de probabilidades cada vez más acotado a las paredes de la casa de mis padres. Pero una tarde me aparecí en las nuevas oficinas de la editorial con el manuscrito de mi última novela, Ficción para un imperio, y cara de no haber dormido en varios días. «¡Pero, loquito, acá hay lugar!», me dijo mi editor, y agregó que bastaba con que llevara un par de valijas con ropa y el colchón. Fue tan persuasivo que esa misma noche ya me había acomodado en la última habitación (a la que apenas llegaba el olor a porro que envolvía a mi editor), donde se alineaban docenas de ejemplares de una colección de novela negra atestada de autores estúpidos y algún amigo intercalado. Acomodé el colchón en el piso y las valijas separándome de la pared, como si fuesen una cómoda bajita sobre la que apoyar linternas, celular, mi block de notas y los libros que estaba leyendo. A las once de la noche ya estaba dormido.

Pero antes había sucedido otra cosa: apenas entré, lo primero que me llamó la atención fue una gran pecera sostenida por una especie de banqueta o trípode, a un lado de una estantería con algunos de los libros de la editorial; el sol de la tarde le hamacaba unos reflejos verdosos, dorados y, gracias a algún fenómeno de óptica en relación a la pared que tenía detrás, de un sosegado color celeste grisáceo. Las peceras jamás me gustaron, lo suficiente al menos como para tener una, pero ésta, quizá por su tamaño, me llamó la atención. Me acerqué para mirarla: dos peces que parecían envueltos en varias capas de seda dorada se movían lentamente; otro de color oscuro —los llaman Limpiafondos, tengo entendido— rasaba los cantos rodados multicolores del suelo. Iba a preguntarle a mi editor de dónde había salido aquello cuando descubrí que lo que había descartado de mi foco de atención pensando que era una rama de coral, o un pedazo de plástico que había cumplido una función decorativa décadas atrás, era en realidad algo parecido a un sapo. Y digo algo parecido porque era al mismo tiempo un pez: flotaba en la pecera como si estuviera parado sobre sus pies con los brazos en cruz, y apenas movía las extremidades que se ramificaban en aletas o como sea que se llame el órgano impulsor de algunos renacuajos o peces.


Ilustración: Laura Paggi

Había también algo extrañamente vegetal en la criatura, pese a su color blanco óseo, como de esqueleto blanqueado y luego enmohecido en el fondo de un salón de clase de anatomía. Me quedé petrificado mirando a aquella criatura (creo que lo primero que examiné con verdadera atención fueron sus agallas arborescentes), que a todas luces podía estar muerta, dada la manera en que flotaba como una cosa inerte. En un momento, uno de los peces elegantes lo rozó, y le agitó ondas en la piel. Aquello me revolvió el estómago y sentí que me mareaba. Mi editor, que todavía tenía mi manuscrito en la mano, intervino enseguida:

—Guachín, estás pálido, ¿qué te pasa, estás bien?

Asentí con la cabeza, a la vez que trataba de apartar la mirada del sapo.

—Parece que no dormís hace meses, loquito… ¿qué te está pasando?

—¿De dónde salió esa pecera? —le pregunté.

—¿Eso? Estaba acá; el apartamento me vino con de todo un poco, fijate —señaló una guitarra criolla en muy mal estado y colgada de una pared—; de todo —repitió—, pecera incluida.

—Pero ese sapo es un asco —balbuceé.

No recuerdo ahora qué me respondió, pero sí que después de contarle mi ruptura con Patricia y mis días con los energúmenos de Jon y Rex, y después de aceptar su propuesta de que me quedara por un tiempo allí, volví, no sin impaciencia, al asunto del sapo.

Se encogió de hombros.

—Y yo lo dejo, ¿viste? Es como una cosa rara que hay ahí, nadando… flotando. Si te fumás un cohetex te lo quedás mirando, es raro… tiene su vuelta —y dejó mi manuscrito en uno de los estantes—; la semana que viene lo leo —añadió.

 

 

Esa noche dormí mal; me desperté varias veces y por momentos soñé que estaba desvelado y ansioso; desperté con un buen dolor de cabeza a las diez y pico de la mañana, cuando ya se escuchaba por todo el lugar el zumbido de las computadoras en las habitaciones de al lado y la voz de mi editor y su empleado en algún rápido diálogo telefónico. No tenía ganas de levantarme y había quedado claro que en aquella última habitación jamás sería molestado, así que tragué en seco un par de aspirinas que encontré en mi mochila y me puse a leer. Esa reticencia podía ya anotar, en la pizarra de mi inconsciente, el primer tanto ganado por el sapo; en cualquier caso, a las once y cuarto tuve que ir al baño, así que me vestí y llevé mi bolsita con peine, shampoo y cepillo de dientes, más un bóxer y una remera nueva. Los vi tan concentrados que no saludé; entré al baño, meé, me lavé los dientes, cagué mínimamente, me duché y me vestí con la misma ropa, hecha la excepción del bóxer y la remera. Todavía descalzo, entré a la habitación que hacía las veces de oficina principal.

—Voy a dar unas vueltas por ahí; creo que llego a eso de las cuatro…

—Todo bien, guachín, vos tocá timbre, nomás…

Salí con la mochila hacia la casa de Jon y Rex, donde había dejado un pequeño equipo de audio con CD. Pensé en almorzar con mis padres y preguntarles si tenían el diario del domingo anterior, para empezar a buscar apartamentos. También planeé sacar en limpio el estado de mi economía, los dos alquileres que cobraba y las notas que debía a revistas por ahí, para tener una idea de cómo moverme en cuanto a comidas y gastos reducidos pero acumulativos; después de almorzar, sin embargo, me enganché con mi padre a mirar El planeta de los simios en el cable: eran las cuatro y cuarto cuando salí a toda velocidad hacia lo de mi editor, que, si por alguna razón se había ido, me complicaba el resto del día y quizá la noche. Toqué timbre y no respondió; insistí y al rato noté que el ascensor llegaba a la planta baja. Mi editor salió y abrió la puerta.

—Tomá, te hice una copia de la llave; yo en un rato ya me tenía que ir, menos mal que llegaste a tiempo, loquito. ¿Qué vas a hacer, salís esta noche?

Sólo entonces reparé en que era viernes. Jon había dicho algo sobre un concierto, pero en su momento no pensé que se venía el fin de semana.

—No, me quedo tranqui —dije—; a ver si escribo un poco, ¿te puedo usar alguna PC?

—Tenés que comprarte una notebook, no podés andar así por la vida.

Se despidió y subí. Ya en el ascensor, pensé en el sapo. Tenía en la mochila un par de milanesas que habían sobrado del almuerzo y llevaba una bolsa con una Coca. Apenas entré al apartamento, me precipité a la cocina, como si hiciera un esfuerzo para no pasar por delante de la pecera. Dejé la bebida y el tupper con las milanesas en la heladera, y me recosté en la pared. Con la película y todo, no había hecho las cuentas; busqué sin éxito una hoja de papel y una lapicera, así que no tenía más remedio que pasar a la oficina, pero para hacerlo debía forzosamente intersectar el espacio proyectado por la pecera, su iluminación fantasmal y la presencia flotante del sapo, que me repugnaba y aterraba a la vez. No había más remedio.

Me sentía como un prisionero arrinconado en lo más hondo de la mazmorra en una torre de orcos, pero junté fuerzas y salí de la cocina. Sobre una estantería con adornos hipillos y algunos libros de la editorial, había un block y un par de lapiceras. Las tomé y allí mismo, en el aire, anoté las primeras cifras que vinieron a mi memoria: los euros que me aguardaban por una columna para España y la cifra considerablemente menor en pesos uruguayos por un par de reseñas. Iba a anotar los dos alquileres cuando un mal movimiento del brazo que sostenía el block me reveló al sapo, rodeado por un halo verdoso demasiado parecido al de las espadas en la Excalibur de John Boorman. Dejé el papel y la lapicera sobre el estante y me paré ante la pecera. El sapo se había movido en relación al día anterior; uno de sus brazos estaba retraído y el otro se estiraba hacia arriba, hacia la superficie. No pude decidir si se trataba del movimiento del agua (sacudida por los peces, supuse) que movía al sapo o si era éste por su propia voluntad el que parecía mover el bracito levantado, casi como si fuera un mago en un juego de rol y estuviera amasando una bola de fuego en las mareas del éter, o como si revolviera los hilillos intangibles de lo que sería la teoría definitiva sobre el espacio y el tiempo. Entonces reparé en sus manos. Tenía cuatro dedos, tan blancos como los de un feto deforme en un gran frasco de vidrio lleno de formol, y cada uno terminaba en una uña minúscula, un poco más blanca o gris que el resto del cuerpo. Traté de mirarle los ojos: eran dos pequeñas excrecencias oscuras, como dos cápsulas llenas de un líquido negro. No sé cuánto tiempo estuve mirándolo; los movimientos de los otros peces a veces lo sacudían o incluso empujaban, pero él (o ella) mantenía siempre el bracito levantado en ese movimiento incesante.

Debió ser un cambio en la luz, el sol que se ponía detrás de un edificio por ejemplo, lo que me arrancó del trance. Sentí que el tiempo había pasado por el apartamento como una caravana de gitanos; incluso me pareció percibir un descenso en la temperatura y una suerte de aumento de la distancia entre las cosas, como si todo aquel universo (el apartamento, las cosas que contenía, el sapo y yo) nos hubiéramos expandido y vuelto menos densos, a la vez que los átomos de nuestras mentes o consciencias se mantenían en su tamaño original y constataban la inflación de un universo ahora más tenue. Me sentí asqueado y salí de la sala; corrí, de hecho, hacia la última habitación y me senté en el suelo abrazando mis propias rodillas, sudando.

 

 

Esa noche mi editor no apareció y, después de comerme las milanesas y leer un buen rato con algo de música, me dormí otra vez mucho más temprano que lo que acostumbraba. Pero esa vez sí soñé. Caminaba por una versión de Montevideo en la que todos los edificios tenían el mismo color óseo y polvoriento de la piel del sapo; estaba solo en aquellas calles desiertas y recorría 18 de Julio asombrado y a la vez triste por el reconocimiento, como si en un pasado no tan remoto yo hubiese partido de la ciudad tras augurar a sus habitantes que tarde o temprano desaparecerían y que sus calles, casas y edificios terminarían convertidos en lo que yo contemplaba ahora. A la altura de Yaguarón o Yi, más o menos, bajaba hacia la rambla y me detenía a contemplar la parte de atrás de uno de los edificios, en la que descubría un intrincado sistema de venas o nervaduras. Aquel pequeño horror —que en el sueño me era indiferente— catapultó el sueño hacia su final.

 

 

Al otro día pensé en contarle a Rex lo que estaba pasándome. Sabía que iba a arrojarme cuatro o cinco teorías disparatadas y mutuamente excluyentes, pero por alguna razón creía que era eso, justo eso, lo que necesitaba. Lo llamé al celular y arreglamos encontrarnos en un bar de San José y Paraguay.

Dos horas después comíamos unos pedazos de fainá y tomábamos la segunda cerveza. Para anticiparme a lo que pudiera decirme, yo ya había esbozado algunas hipótesis.

—Todo comenzó con el sapo —dije—, y luego voy y sueño con la textura de la piel del bicho de mierda; me parece que tendrías que verlo, es algo… hipnótico. Eso es lo raro; al principio no pasa nada, pero si estás un rato mirándolo perdés la noción del tiempo, y cuando cortás la conexión es como si… como si te estallara una bomba de asco en los bronquios.

—Puede ser un mutante —dijo Rex—; éste es el tipo de cosas que le interesan a mi designer. A lo mejor su mutación le permite irradiar ondas psíquicas y vos estás empezando a procesarlas. En la literatura sobre el tema esto se llama efecto ajolote; en sueños, te trasladás a un mundo en el que todo es el sapo… ¡excelente!

Tomé otro pedazo de fainá.

—Una opción diferente —recomenzó Rex, con los ojos fijos en la superficie de su cerveza— podría ser que haya alguna conexión entre el sapo y algo que te obsesiona, o que vos proyectás o algo así, algo del inconsciente.

—Me gusta más la otra hipótesis; más sólida.

—¿Y puedo ver al sapo?

—Vamos ahora, si querés…

Apenas entramos al apartamento encontré, pegado en la puerta, un post-it de mi editor, que me avisaba sus planes de pasar la noche del sábado en la casa de una amiga en Atlántida.

—Mirá vos —le dije a Rex—, qué rápido consiguió dónde ponerla.

—Es que vos tenés que salir más. Más calle, menos paja.

Le señalé la pecera.

—Ah, tenés razón —dijo—, es repugnante… me encanta. ¿Prendemos uno?

El porro siempre me dio ganas de tomar Sprite; me fijé en la heladera; había comprado una esa mañana. Volví a la sala con la botella y dos vasos; Rex ya había prendido su marihuana transgénica. Tenía los ojos anclados a la pecera.

Me senté en el piso igual que él; pité un par de veces y me serví un vaso de Sprite. El sapo estaba en otra posición, ahora con los brazos hacia abajo. Parecía un levantador de pesas; me pareció que tenía otra expresión en la boca.

—¿Te das cuenta —comencé, sin apartar los ojos de la criatura—, de que todos los vertebrados son variaciones de la misma cara? Un extraterrestre podría confundirnos con un oso grizzly. Y acá es lo mismo… los ojos, la boca. Pero la expresión… ¿a qué se parece?

No me respondió. Exhaló una buena cantidad de humo y me pasó el porro. La marihuana transgénica de Rex (de su designer, en realidad) tenía la ventaja de ser extremadamente suave en la garganta y varias veces más intensa en el sistema nervioso. Tomé otro trago de Sprite.

El sapo movía las manos igual que el día anterior, pero ahora parecía que agitaba el líquido del fondo de la pecera a la vez que levantaba la cabeza hacia la superficie.

Estuvimos mirándolo un rato; el porro se consumió y seguimos; la oscuridad llenó la sala y no apartamos la mirada ni un milímetro. Sentí que nuestros ojos irradiaban su propia luz y la piel blanquecina del sapo la reflejaba; en algún momento imaginé esa conexión como un camino entre las montañas, por el que pasaban hombres a caballo y carretas que llevaban cadáveres de animales deformes hacia un castillo.

Rex fue el primero en hablar.

—Boludo… ¿hace cuánto que estamos mirando el sapo? Ya es de noche…

Me saqué el celular del bolsillo.

—Son las ocho.

—No puede ser… más de tres horas…

Iba a decirle que lo único que recordaba de todo ese tiempo era la imagen de la carreta, pero me contuve.

—Prendé la luz —me pidió.

La habitación se convirtió en algo más tibio y familiar; podía ser la sala de estar en una foto de la infancia, o el espacio bajo la cama donde se ha dormido por más de una década. O un diorama de la vida en una década no tan remota.

—Definitivamente hay algún tipo de emisión psíquica… ¡esto se lo tengo que contar a mi designer!

Me pidió el celular y lo llamó.

—Después te voy a borrar el número —dijo, mientras esperaba—; no es nada personal, pero hay que mantenerlo se… ¡Hola! ¡Aquí Rex!

Me acerqué una vez más al sapo mientras Rex recorría la sala hablando con su designer. La luz artificial lo molestaba, supuse. El movimiento de las manos se había acelerado y, creo, le había cambiado la expresión. Me fijé una vez más en los ojos, inescrutables, y pensé en buscar una lupa.

—Listo —dijo Rex. Me tendió el celular—; voy ya mismo a verlo. Le conté más o menos por arriba, vos habrás oído, y le interesó. ¿Vos también tuviste una imagen fija? Yo siento que las horas se convirtieron en espacio, que dejaron de ser tiempo, y lo único que veía era un lago con una especie de masa formada por amebas fosforescentes, que se movía en la orilla. Ahora me acuerdo y me da asco, pero… es raro; siento que en vez de tiempo tengo esa imagen, pero, a la vez, esa imagen tiene movimiento. ¿Vos viste algo así?

—Sí, puede ser… una imagen que parece fija pero que se mueve un poco, a lo largo de todas estas horas, sí. Algo así.

Bajamos hasta la puerta de calle del edificio.

—Pará, una cosa… no me acuerdo si me la contaste hoy en el bar… ¿de dónde salió el sapo? ¿Lo compró tu editor?

—No, parece que venía con el apartamento…

—Está clarísimo. El apartamento es de él… del sapo. Vas a ver por qué… quedate unos días más y vas a ver.

Después de despedirnos pensé que ese último comentario era una manera de reprocharme que no me hubiese quedado en su casa. Una vez en el apartamento, evité acercarme al sapo y me quedé un rato en la cocina, pensando en qué podía comer. Seguía sin terminar los cálculos que necesitaba para establecer con claridad mi situación financiera, por lo que decidí que era mejor no arriesgarme al gasto desmesurado que pudiese resultar de encargar comida a algún delivery. En la heladera no había nada que valiera la pena, pero cerca de la oficina había un supermercado. Bajé —una vez más sin mirar hacia la pecera— y compré dos costillas, un par de tomates y una baguette. Me preparé una ensalada con unos dientes de ajo que encontré en un cajón, picados bien finito, y cocí las costillas en una plancha un poco sucia. Preparé todo para comer en la cocina, pero tuve que ir a buscar la botella de Sprite a la sala. Fue imposible no mirar al sapo. Había movido uno de los brazos, ahora hacia adelante, como si me señalara. Pensé que si no hacía un esfuerzo de voluntad iba a terminar clavado a la pecera durante cuatro horas más, así que volví a la cocina lo más rápido que pude.

Después de cenar, me refugié en mi habitación. Puse un disco de Jethro Tull en el equipo y me puse a leer. Me dio sueño casi de inmediato. Apagué la música y la luz y me dormí.

 

 

Esa noche el sueño fue más largo y complejo. Por momentos lo sentí como una continuación del anterior, como si todo sucediese horas después de mi paseo por aquella 18 de Julio desierta. Supongo que las palabras de Rex lograron influirme; en el sueño estaba en el apartamento y miraba por un gran ventanal los edificios, altísimos ahora, de aquella Montevideo transfigurada. El sol se ponía en el estuario, pero la luz no era dorada o anaranjada sino una especie de resplandor nacarado que se cernía como si fuese niebla a pocas decenas de metros del suelo y dejaba en la oscuridad los techos de los edificios, que yo escrutaba como si buscara algo de suma importancia. En todo momento había una presencia en el apartamento, que yo me negaba a mirar. Pero hacia las últimas fases del sueño, a medida que la ciudad se oscurecía, en los reflejos que aparecían en la ventana podía adivinarse una forma gigantesca llenando el lado de la habitación opuesto al ventanal. Entonces me daba vuelta y lo enfrentaba. Era una gran criatura vegetal de forma vagamente esférica y compuesta por infinidad de tallos entrelazados, que se sentía como toda la Explosión del Cámbrico resumida en una sola criatura. En el centro había una depresión, en la que latía algo parecido a un corazón. Yo me acercaba a tocar aquel núcleo pulsante, del cual surgían todos los tallos. Y entonces sucedió algo extraño, ya que de mis sueños sólo suelo recordar sensaciones visuales o auditivas: un aroma áspero y espeso se abrió camino hacia mi consciencia, un olor a musgo creciendo sobre agua estancada, a pantano, a césped, hierbas y arbustos.

 

 

Pasé la mañana del domingo en la feria, buscando vinilos con mi amiga Analía. No le conté del sapo, pero sí que me había mudado al apartamento/oficina de mi editor. Después de buscar mucho y no encontrar nada más interesante que una bastante deteriorada edición argentina de David live, que Analía compró a un precio que me pareció exagerado, fuimos a comer a una parrilla de la zona. La acompañé a su casa en el Prado y, después de la despedida, tuve la extraña idea de volver al centro caminando. Era una tarde bastante agradable, un poco fresca pero soleada, y pensé que recorrer las callecitas de aquel barrio tan cercano a la casa donde pasé gran parte de mi infancia y adolescencia podía ser una buena idea. En Ficción para un imperio, que en ese momento no tenía más de un par de semanas de terminada, hay un pasaje en el que el narrador, que había viajado a una suerte de universo paralelo a través de su muerte, le contaba a una chica que en la ciudad de la que venía (Montevideo, por supuesto) había hacia el oeste un barrio muy antiguo, lleno de estatuas derruidas, puentes densamente ornamentados que atravesaban arroyuelos, eucaliptos gigantescos y grandes mansiones que habían visto mejores épocas; y también callecitas que radiaban de las plazas o de las manzanas ocupadas por las grandes mansiones y los parques que las rodeaban, callecitas empedradas flanqueadas por casas bajas con pequeños jardines y porches desde los que ancianos y ancianas miraban a los transeúntes. En algunas de esas casas, decía mi personaje, ocultos, había alienígenas caídos a la Tierra siglos o milenios atrás, y las ancianas y los ancianos se encargaban de cuidarlos y mantenerlos alejados de las miradas de los visitantes, que llegaban desde otras partes de la ciudad sin saber bien para qué, guiados por líneas de fuerza invisibles. Se paraban ante las casas y miraban las puertas entreabiertas y luego los ojos paranoicos de los ancianos; quizá los alienígenas los llamaban telepáticamente, quizá esos alienígenas eran en realidad prisioneros de los ancianos: mi personaje no lo sabía. Y yo tampoco. Aquel paisaje surgió en una de tantas sesiones de escritura improvisada: me fijaba un punto de partida y un acontecimiento al que llegar y me sentaba a aporrear las teclas tratando de alcanzar un ritmo físico; los contenidos eran impredecibles y totalmente arbitrarios, aunque a veces, si sonaban mal, podía reemplazarlos como si un ingeniero de sonido recorriera una larga sesión de una banda y escogiera el track de la guitarra para cortarlo entre el minuto A y el minuto B y entonces pedirle al músico correspondiente que improvisara un solo nuevo. Así me sentía al escribir, más allá de las estructuras más o menos planeadas que disponía a modo de decisiones tonales o de extensión, como si trabajara en relación a un riff que debía repetirse, o un tema arrojado a variaciones, una más tecnológica, una más fantástica, otra más biológica, y pronto entendiera que aquel cuento o novela era en realidad dos o que podía ser dos. Acto seguido los separaba como si fueran siameses o como si extirpara de un cuerpo sano una excrecencia o tumor que, una vez libre, podía desarrollarse como un organismo aparte, pero que si era dejado allí no pasaría de un estado parasitario y en el mejor de los casos terminaría como ese horrible e irresistible gemelo enquistado que aparece en la película Total Recall, capaz de predecir el futuro y de irradiar ondas psíquicas, como creía Rex que hacía el sapo.

Caminando por el Prado, entonces, recordé aquel capítulo de la novela. Mi editor no la había tocado desde el día en que me mudé a su apartamento, y el manuscrito permaneció inmóvil en el estante. Creo que me acercaba a la Iglesia de las Carmelitas cuando sentí una conexión entre el tipo de imaginación implicada en la novela, los sueños de las últimas noches y las visiones inducidas por la contemplación del sapo. Los alienígenas, los eucaliptos, las casonas erosionadas entre árboles salvajes separados de la calle por muros grises cubiertos de musgo, los atardeceres resonando en el empedrado de la calle, los depósitos de chatarra en las casas abandonadas, esqueletos de tranvías, automóviles arcaicos, equipo eléctrico de los trolleys, semáforos averiados y maquinaria de fábricas cerradas hacía por lo menos cincuenta años… todo me pareció muy compatible con la textura ósea de los edificios que había visto en mi sueño, como si el recuerdo de mi novela, el entorno del Prado y las recientes imágenes vinculadas o vinculables al sapo pudiesen fusionarse para dar origen a un nuevo universo, en el que las paredes de hueso en realidad alojaban grandes fósiles de amonites prehistóricos, por ejemplo, y todas las casas del Prado estaban construidas sobre caparazones de seres desconocidos que habían poblado la región cuando ésta se encontraba bañada por un mar primordial.

Seguí persiguiendo esa especie de universo coalescente hasta acercarme al centro. De Montevideo, no del universo: no necesariamente. Y eran casi las ocho de la noche cuando llegué al apartamento. Mi editor estaba sentado ante la pecera fumándose un porro enorme.

—A vos. A vos mismo —me dijo—; sentate y hablemos.

Pasó a contarme que había estado conversando con uno de sus amigos escritores veteranos, de hecho uno de los dos o tres en los que confiaba casi ciegamente y, entre los temas cubiertos, había aparecido mi retorno reciente a la escritura y la novela que habíamos publicado. Pero poco a poco este tema comenzó a fusionarse con algunas actividades de la editorial, como el stand en una de las periódicas ferias del libro del interior del país. Creí entender de qué se trataba toda la charla.

—O sea que vos querés que yo vaya a presentar mi novela otra vez, un año después que salió, en una de estas ferias, y de paso hablamos de los planes de publicación a futuro.

—Ésa es una opción, pero sí… ojo… a mí me gustaría.

A partir de ese momento, mis recuerdos se atenúan. Sé que pronto quedó claro que la presentación sería el día siguiente; también que antes de medianoche encargamos unas pizzas, que comimos también ante la pecera. Y hablamos del sapo; le conté las teorías de Rex y añadí algunas de mi cosecha. Me escuchó con atención, pero no arriesgó ninguna hipótesis personal. También recuerdo haber ido al baño, haberme mirado en el espejo y refrescado con un poco de agua, y también que a eso de la una me acosté. No tengo un recuerdo concreto de haber soñado; de hecho, tampoco de haberme quedado dormido o de estar a punto de dormirme, pero la imagen de mi editor hablando ante la pecera, sin más iluminación que la de la ciudad desde la ventana con las persianas descorridas al máximo, a la vez que exhalaba grandes bocanadas de humo y me pasaba el porro interminable, esa imagen se reiteraba entre momentos en los que estoy solo, por ejemplo, en el baño, pero también cuando me fui a dormir o al servirme un vaso de agua en la cocina, como si se tratara de un estribillo que estalla entre pasajes musicales muy diferentes entre sí, y que terminaban con él y conmigo en el ascensor, ya por la mañana, preparados para salir hacia la ciudad del interior donde se celebraba la feria, y nos subíamos al auto y recorríamos las calles todavía vacías bajo una luz clara y apenas verde, como si hubiésemos tenido acceso a un plano de vibración de la luz que normalmente no percibimos para descubrir combinaciones de colores sorprendentes. Estábamos en los accesos a la ciudad y luego en la carretera. Estaba nublado, así que no veía el sol. Parábamos en una estación de servicio para comprar bebidas; los empleados no nos hablaban pero, a partir de allí, la realidad parecía volverse más densa o tangible, y ahora recuerdo que salí con una botella de agua mineral con gas y otra de Coca Cola, además de un paquete de galletas dulces rellenas, y que, una vez en el auto, consultamos un mapa de carreteras, lo cual me puso un poco nervioso, y volvimos a hablar de mi próxima publicación con la editorial. Le recordé el manuscrito que permanecía en la estantería vecina a la pecera; él asintió con la cabeza y confesó no haberlo leído. Traté de resumirle la trama, pero solo atiné a contar el capítulo en el que el narrador habla de sus recuerdos del Prado. Pasamos así un buen rato; él asentía con la cabeza mientras yo contaba (inventaba, de hecho, porque hacía rato que aquella novela se había convertido en un pretexto para una ficción desatada y delirante que iba improvisando a medida que recorríamos la carretera perfectamente recta que atravesaba el campo), y cada tanto sonreía y preguntaba, sin mirarme, «¿y eso cómo lo vendo, cómo hago?», a lo que yo respondía con una risita fingida y volviendo al relato.

Pronto entendimos que nos habíamos perdido. Serían las once de la mañana, más o menos, y de acuerdo a todos los cálculos ya debíamos haber llegado a la ciudad de la feria. Tomamos una carretera de tierra en una bifurcación y nos internamos en un bosque bastante espeso, en el que los únicos árboles que me parecieron conocidos eran unos ombúes que sin duda llevaban allí por lo menos un siglo. Los otros eran altos y oscuros, cubiertos de una corteza que me hizo pensar en huellas digitales o las rodillas de los elefantes. Pensé en pedirle a mi editor que detuviera el auto, para bajarme y tocar aquellos árboles, pero no me atreví. Me pareció que manejaba con miedo y ansioso; esto no puede ser, decía, acá no debería haber nada de esto, lo que yo no pude evitar entender como una observación sobre la naturaleza de aquellos árboles.

—Sí —le dije—, son raros, todo el terreno es raro…

Entonces reparé que, mirando hacia lo profundo del bosque, del lado derecho del auto, aparecía la superficie verde de una laguna.

—¿Vos no recordás un lago o un embalse que pueda haber en el camino? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—Mejor paro el auto y miramos bien en el mapa.

Fui el primero en salir. El aire olía a hojas quebradizas, a hojas de otoño, pero con tonos metálicos y quizá un toque de laurel.

—Qué raro que haga este calor —dije.

—Es la humedad.

Apoyó el mapa sobre la capota del auto y entrecerró los ojos para escrutarlo. Preferí no entrometerme y caminé hacia la laguna. En ese punto del bosque los arbustos, que me llegaban hasta la cintura, cubrían el espacio entre los grandes árboles. Sentí cosas moviéndose entre mis piernas, pero no me asusté: a medida que me adentraba en dirección a aquellas aguas ganaba terreno en mí la curiosidad por el paisaje inesperado, con una certeza creciente de que encontraría algo extraño y maravilloso si avanzaba lo suficiente. Y lo encontré: en la orilla opuesta de la laguna —que ahora se me aparecía como un verdadero lago, de por lo menos medio kilómetro de extensión— había un pueblo, construido sobre palafitos. Permanecí un largo rato mirando los perfiles de aquellas casitas, cuyos pilares se hundían en el agua como las extremidades de las bestias prehistóricas que habitaban un pantano que cubría el mundo. Pero aquellas construcciones de madera en realidad servían de pedestal a otra cosa: por encima de todo, al nivel de las copas de aquellos árboles, asomaban bóvedas y torres de piedra blanca, iguales que las de la ciudad de mi sueño.

Me acerqué a la orilla. A pocos metros de donde estaba había una especie de muelle en el que un hombre de baja estatura, encorvado y cubierto por un manto, cuidaba tres balsas. Al ver que me acercaba preparó una de ellas; no tardamos más de quince minutos en llegar al otro lado, sin intercambiar palabra alguna. Bajé en un muelle más amplio, construido en lo que parecía un avance del lago hacia la tierra, como una suerte de brazo de agua. Al nivel de la superficie había casas pequeñas que me parecieron locales comerciales. Entré a uno de ellos; lo atendía una mujer de edad avanzada. Le pregunté si tenía un baño que yo pudiera usar y me señaló una cortina de esas comunes en los clichés de mercados del mundo árabe. Me detuve antes de atravesarla y la examiné de cerca. Parecía hecha de huesos o caparazones hilvanados, algunos del tamaño de caracoles de jardín, otros más pequeños y otros, incluso, aglomerados de unidades del tamaño de granos de sal gruesa, radiolarios y foraminíferos, supuse. Recordé que el día anterior (o había sido pocas horas atrás), en mi camino desde el Prado hasta el centro, había imaginado que en las paredes de las casas de ese barrio había gigantescos caparazones incrustados, fósiles de alguna época desconocida. Entonces reparé en que del otro lado de la cortina, además de la puerta cerrada de lo que supuse sería el baño, había un par de estanterías que funcionarían a modo de depósito. En uno de los estantes había un esqueleto que se me ocurrió podía ser el de una criatura como el sapo de la pecera, y me resultó fascinante que las extremidades traseras tuvieran su sistema de aletas también conformado a partir de huesos, y no de cartílagos, como cabría pensar. Un vago recuerdo de lecturas de zoología me hizo dudar de aquello: después de todo, los sapos tenían un esqueleto no tan diferente al de otros vertebrados, por lo que aquel sistema de huesos que parecían el aparejo de un velero no debía ser posible. Pero había más: en el estante inmediatamente inferior al del esqueleto asomaban tres frascos de vidrio llenos de un líquido ambarino en el que se adivinaba difusamente la forma de un animal, como si fuera un espécimen conservado en formol. Eran otras variantes del sapo, claramente, y empecé a sentir el comienzo del terror. Aquella estantería contenía también cráneos, aletas cercenadas y, en un frasco abierto y bajo, lo que parecían láminas obtenidas de la membrana que unía las aletas de aquellas criaturas. Retrocedí y me aferré al pestillo de la puerta del baño, que abrí con gran torpeza. Sobre la pileta había un espejo un poco sucio. Miré mi imagen, cerré los ojos, abrí la canilla y dejé correr un poco de agua. Los abrí, respiré profundamente y me salpiqué agua en la cara y la nuca.

Cuando salí me sobresaltó una figura que se movía en la oscuridad. Alargué una mano hacia la pared y accioné un interruptor. Era mi editor, fumándose con pinzas lo que quedaba del porro. Me serví un vaso de agua y me senté de nuevo en el piso; tardé más o menos media hora en entender que estaba en el apartamento.

 

 

Sin pensarlo dos veces llamé a Rex. Porque nunca duerme, Rex, o eso nos ha hecho creer todo el tiempo.

 

 

Me convenció de no pasar la noche en el apartamento. Estaba con Lorena, dijo, por lo que podían pasar a buscarme en la combi de la guitar heroine. Bajé a la planta baja y me recosté contra la puerta a esperarlos. Al rato llegó una pareja; me aparté para dejarlos pasar y les pregunté la hora: las tres y media de la mañana. Casi les pregunté de qué día, pero preferí no paranoiquearlos. Entonces llegó Rex. Lorena había estacionado la combi a dos cuadras en dirección a la rambla.

—¿Le contaste algo del sapo? —le pregunté.

—A Guitar Lore no se le oculta nada; hablá con confianza. Sabe también que mi designer está interesado.

En el camino a lo de Rex desarrollamos una serie de hipótesis. Como punto de partida, establecimos que era indudable la capacidad del sapo de influir en la percepción; una versión un poco más fuerte de ese postulado era que la criatura tenía poder sobre la realidad, aunque, por supuesto, aquello habilitaba la vieja discusión del idealismo o la más reciente (que en el fondo era la misma, y ya estaba en Swedenborg) sobre la imposibilidad de distinguir entre realidad y simulación. Rex había dicho que podía tratarse de un mutante con poderes psíquicos; manejamos también la posibilidad de que se tratara de una deidad a pequeña escala que reinaba sobre el área del apartamento. En un modelo narrativo de la situación era fácil pensar que el sapo llevaba allí siglos o milenios, que se había adaptado siempre al entorno sin dejar jamás de ser el centro o sostén de esa realidad o de ese pliegue de la realidad. La puerta del apartamento era quizá un pasaje a la mente del sapo, y esto también podía pensarse como compatible con la idea de que la criatura poseía poderes de naturaleza psíquica, una fuerte capacidad telepática.

Pero era necesario además dar cuenta de la conexión entre mi obra narrativa y las imágenes que producía de la criatura. Era posible que cada persona recibiera percepciones diferentes, claro, y en esa línea se podía concluir que yo había experimentado la laguna, los animales en formol, la ciudad vacía, los edificios de piedra ósea y la conexión con el Prado porque todo aquello estaba en mi imaginación, porque, de hecho, lo había escrito hacía pocos meses. En cualquier caso, no era muy diferente a proponer que la criatura extraía de las mentes de los habitantes del apartamento elementos a los que luego daría vida en las visiones inducidas. Y había también una pauta evolutiva: primero la sensación de trance al contemplarlo, luego un comienzo en los sueños, después imágenes más densas y una mayor abolición del tiempo durante los trances contemplativos, profundización de un mundo en los sueños y, eventualmente, la irrupción de esas imágenes en la vigilia. ¿Qué podía seguir? Quizá la instalación plena en la realidad proyectada por el sapo; quizá, de hecho, se trataba de darle a cada habitante del apartamento su propio mundo.

—No creo —dijo Lorena—; lo más probable es que todos los mundos tengan algún tipo de conexión; todo debe remitir al sapo, al mundo original del sapo.

Rex asintió.

—Está claro que lo que está haciendo es tratar de comunicarse. Saca cosas de tu cabeza y te las devuelve; con eso arma una manera de llevarte a su mundo, ¿entendés? Todo tiende al mundo del sapo; vos te aproximaste a través de cosas de tus libros o de tu cabeza, pero al final, si probaras mañana, por ejemplo…

—Eso no va a pasar —sentencié.

Habíamos llegado. Subimos la escalera para encontrar a Jon dormido en el sillón del living con la guitarra a un lado y la baterista de la banda de Lorena babeándole el pecho. Rex los despertó; también estaba Micaela, la bajista; unas horas después, sacaba mi pija de su concha y le acababa en la panza. Le miré el culo cuando se levantó para ir al baño; después llevé la mirada al techo altísimo y constelado de manchas del apartamento de Jon y Rex y me acurruqué en el colchón que habíamos tirado en esa habitación. Cuando me desperté, casi al mediodía, sentí que por primera vez en semanas había dormido de verdad.

 

 

Esa tarde nos aparecimos Rex, el designer y yo en el apartamento de mi editor. El chico que lo ayudaba todavía no se había ido; estaban los dos sentados en el piso y miraban la pecera con la misma expresión absorta de siempre.

—Hermoso —dijo el designer.

Mi editor y su empleado se levantaron como niños obedientes. Rex los llevó a la cocina.

Yo no quise saber de ninguna operación de traslado o de nada que implicara sacar a la criatura del agua, así que me puse a jugar con uno de los adornos hipillos de la estantería. Me pareció que uno de ellos —lo recordaba como un caparazón de ésos que se encuentran en Valizas— empezaba a parecerse a una versión enteramente ósea, aunque todavía nacarada, del cuerpo del sapo.

—Ya está.

Miré la pecera. Los peces elegantes, me pareció, examinaban el espacio en el que antes había estado la criatura.

El designer guardaba una bolsa de plástico en su maletín. No quise preguntar.

 

 

Mi editor recordaba muy poco del fin de la noche anterior; de hecho, al referirse a su estadía en Atlántida, usaba el tipo de inflexiones verbales que uno espera encontrar en el relato de un sueño. No me sorprendió, entonces, que hablara de formas intermedias entre lo vegetal y lo animal, de antiguas civilizaciones y de edificios de piedra ósea y blanqueada.

—Sin embargo, no creo que haya sido un sueño, en el sentido de que lo de anoche fue un sueño; vos no estuviste acá en todo el sábado, la noche del viernes y parte del domingo.

Se encogió de hombros.

—Tuvo que ser un sueño; ¡a lo mejor vos soñaste que yo no estaba acá, guachín!

Unos días después un amigo de mi padre me consiguió un apartamento en Parque Batlle, recién pintado y con una habitación y una sala de estar que parecían cómodas. Guitar Lore y Adrián ayudaron en la mudanza con sus vehículos, y Rex, Jon e incluso mi editor también colaboraron; nos pasamos un sábado entero recolectando cajas de todos los lugares por los que había desperdigado mis cosas; tenía que comprar una heladera y una cama, pero lo demás estaba cubierto. Dispuse el colchón como lo había hecho en el apartamento de mi editor y en lo de Jon y Rex, y, ya rodeado de mis libros, me sentí feliz.

La última noche en el apartamento de mi editor lo convencí de que tenía que ser Ficción para un imperio mi siguiente novela publicada. Le comenté otra vez (los había olvidado, por supuesto) algunos pasajes y le leí los párrafos más densos en imágenes. Me sorprendió encontrar una extensa sección sobre una criatura antiquísima que domina un camping, como una suerte de deidad local. El pasaje incluía, además, descripciones de los edificios que había visto en mis visiones motivadas por el sapo, blancos, óseos, derruidos. Pero todo esto, sentí, no lo había escrito yo; es decir, todo aquello no podía ser parte del manuscrito que yo había sacado de mi computadora una semana y pico atrás. Debió ser agregado después.

Una explicación posible era que, ya que el manuscrito nunca había sido movido de la cercanía más inmediata del sapo, el misterioso poder sobre la realidad de la criatura había terminado por alterarlo. Pasado el ajetreo de la mudanza examiné el archivo de Word en mi computadora: esas secciones no estaban. Entonces recordé una de las teorías de Rex: aquella criaturita repugnante era un alienígena y había caído a la Tierra mucho antes de la llegada del Homo sapiens, al territorio que luego ocuparía la ciudad de Montevideo. La idea de haber escrito una novela en colaboración con una entidad de esas características me fascinó, y se lo conté a Rex. Su respuesta fue predecible: el designer estaba usando al sapo como fuente de sustancias químicas, por lo que una buena cantidad de las drogas que sintetizara en el futuro podían resultar en una extensión del dominio de la criatura, por llamarlo de alguna manera. Cientos de usuarios proyectando una red que cambiaría la realidad. Perfecto.

En cualquier caso, en tantas futuras pastillitas alucinógenas podía encontrar el camino a una nueva colaboración, esta vez más completa, de principio a fin. Y esa idea me encantó.

 

 

Ramiro Sanchiz nació en 1978 en Montevideo. Sus primeras publicaciones fueron en la revista DIASPAR, seguidas por GALILEO, AD ASTRA y AXXÓN. Ha publicado las novelas 01.lineal (Editorial Anidia, Salamanca, 2008), Perséfone (Estuario Editora, Montevideo, 2009), Vampiros porteños, sombras solitarias (Editorial Meninas Cartoneras, Madrid, 2010) y Nadie recuerda a Mlejnas (Editorial Reina Negra, La Plata, 2011), además de los libros de relatos Del otro lado (Editorial La Propia Cartonera, Montevideo, 2010) y Algunos de los otros (Editorial Trilce, Montevideo, 2010). Publica regularmente reseñas y artículos en el periódico montevideano La Diaria, el portal argentino leedor.com y el blog de crítica literaria español 330ml. Es editor y columnista de la revista virtual Otro Cielo, y mantiene su blog personal Aparatos de vuelo rasante.

Hemos publicado en Axxón sus ficciones CAMINO DE RETORNO (Axxón 93), SOBRE DESAYUNOS Y ENTROPÍA, PAISAJE CON GRUPO Y MUJER, EL VIENTO Y LA CENIZA, DUENDES, LA HUIDA, LOS OTROS LIBROS y TRASHPUNK. También hemos publicado en Axxón sus artículos MARIO LEVRERO: EL OTRO Y YO, RÉQUIEM POR THOMAS M. DISCH, DISTOPÍA FÁUNICA, LOVE STORY.


Este cuento se vincula temáticamente con TRASHPUNK, de Ramiro Sanchiz; DUENDES, de Ramiro F. Sanchiz; LA LLAMADA DE CTHULHU, de H.P. Lovecraft.


Axxón 222 – septiembre de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuento: Fantástico : Fantasía : Ser fantástico : Visiones : Uruguay : Uruguayo).

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