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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 


ARGENTINA

 

¿Te imaginas cuando hayamos ganado esta carrera?
Todos tornando nuestros rostros dorados hacia el sol…

 

Por Siempre Joven
Alphaville – 1982

 

Se despertó confundido, desorientado. Lo último que recordaba era la sala saturada de luz blanca del Instituto Neurológico Gleiser. El escáner tragando su cabeza como si fuera la boca de un metálico dinosaurio. Lucía estaba a su lado, por supuesto. Se aferró a la imagen de su rostro sereno hasta que las frías fauces de acero le bloquearon el campo de visión, mientras que un leve cosquilleo se propagaba desde su nunca, allí donde la interfase medular se acoplaba con el cable de conexión.

 

Un día antes cenaba con Lucía, ambos sumidos en un inusual silencio, que ella quebrantó diciendo:

—¿Estás seguro de que querés hacerlo, Charly?

Por lo común le decía cariñosamente «viejo», pero no ese día.

—Por supuesto —respondió él—. Con ciento cuarenta y nueve años encima, ¿cuánto más querés que espere?

—Bueno, yo tengo dos años menos. ¿Entonces también debería hacerlo?

Permaneció unos segundos en silencio, meditando. Aprovechó para engullir otro bocado de arroz y luego respondió:

—Y sí, en este asunto siempre es preferible antes que nunca, ¿no?

 

Un mes antes, se despertaba en medio de la noche con el incierto presentimiento de que había algo que no estaba en su lugar. Un olor penetrante flotaba en medio de la penumbra.

—Luces —balbuceó, casi sin pensarlo.

El techo comenzó a iluminarse paulatinamente.

—Basta.

El resplandor del techo frenó en seco su escalada de brillo. Lucía flotaba plácidamente a su lado y no quería despertarla. Sentía un frío inusual a la altura de la cintura. Para ayudarse a incorporar se aferró con una mano a la baranda del flotador de dos plazas. Lo que vio sacudió su conciencia, despejándole los últimos rastros de somnolencia de manera abrupta: una humillante mancha de líquido le humedecía su ropa de cama a la altura de la entrepierna. No era la primera vez…

Se resignó a salir del campo de gravedad cero para dirigirse al baño y arreglar aquel bochornoso desastre.

—¿Qué pasa…? —escuchó que murmuraba Lucía.

Nunca antes había sido tan consciente de la degradación de la que había sido víctima su cuerpo con el pasar de los años. Era hora de tomar medidas y sabía que tenía que hacerlo rápido.

 

Dos meses antes, transitaba tranquilamente por una de las sendas peatonales de la ciudad. Tenía que pasar a buscar a Lucía que salía de su clase de danza. A ambos lados, las luces y hologramas multicolores de los comercios pugnaban por acaparar su atención. Sobre su cabeza se extendía el techo formado por una autovía que soportaba el paso implacable de cientos de vehículos desplazándose a velocidades vertiginosas. Podía escuchar una y otra vez el lejano rodar de los autos entremezclado con el murmullo de la muchedumbre que le rodeaba. De repente comenzó a sentirse mal. Al principio no era algo físico. Era una angustia inexplicable que se apoderó de toda su conciencia. Al instante se paró en seco. Un nudo se le formó a la altura de la garganta. Paulatinamente se fue percatando de que estaba aterrado. Y no saber la causa era lo que más le aterraba. Ignoraba el aspecto de su rostro en aquel momento, pero por la forma en la que le miraban los demás transeúntes supuso que no debía ser muy bueno. Gotas de sudor comenzaron a bajarle de las sienes, a pesar de que el aire acondicionado funcionaba a la perfección.

Como desde muy lejos, escuchó la voz de un hombre diciendo:

—Señor, señor… ¿se siente bien? ¿Quiere que llame a una ambulancia?

Aunque lo intentó, fue incapaz de contestarle. Sus rodillas le temblaban tanto que no tuvo más remedio que rendirse y sentarse en la acera.

«¿Qué me está pasando?», se repetía una y otra vez. «¿Qué carajo tengo?».

 

Publicación: Revista El Divulgador.

Título: Carrera contra el tiempo: todavía debemos conformarnos con el segundo puesto.

Fecha: 19 de mayo de 2791.

 

En el ámbito de la medicina regenerativa, las sesiones de restitución han logrado que físicamente las personas se mantengan jóvenes por mucho más tiempo. Su costo aún es alto, pero el Estado se asegura de que todos sus ciudadanos accedan a ellas al menos una vez por año. En este proceso, millones de células son reparadas, regeneradas e incluso reprogramadas. Esto ha tenido un impacto muy positivo en las expectativas de vida. Pero una nueva barrera se interpone en nuestro camino hacia la inmortalidad. Se trata del propio cerebro, con respecto al cual la naturaleza del problema es diferente. No basta solo con retardar la muerte celular. Tarde o temprano, todos los sistemas neuronales comienzan a fallar inexorablemente. Los neurólogos explican este fenómeno en términos sencillos, señalando que, con el tiempo, el cerebro comienza a sufrir una sobrecarga debido a la gran cantidad de información acumulada a lo largo de nuestras longevas vidas. Tal parece que la evolución no los ha preparado para soportar tantos años de funcionamiento ininterrumpido. O al menos todavía no lo ha hecho.

Alternativas por supuesto que hay. Una de las más conocidas es la purga selectiva de datos mediante intervenciones neurológicas relativamente simples. Este procedimiento no es invasivo ni doloroso en absoluto, y su eficiencia en la prevención de problemas neurológicos está científicamente probada. Luego del procedimiento el paciente simplemente se despierta con menos información que la que tenía al momento de que le durmieran. El problema es que ya nunca vuelve a ser la misma persona que fue antes de entrar a la sala de neurocirugía. Porque, nos guste o no, nuestra identidad se basa justamente en la acumulación de información. Recuerdos, juicios de valor, miedos, preferencias, proyectos, etcétera. La suma de todas esas cosas y muchas otras más conforman eso que percibimos como nuestro YO interior. Y, más allá de nuestras virtudes y defectos, todos deseamos seguir siendo nosotros mismos. Porque lo contrario implica dejar de existir.

 


Ilustración: SBA

Carlos continuaba luchando contra su desorientación. Sus sentidos eran un caos, pero de a poco comenzó a tomar conciencia de todo lo que le rodeaba. Se encontraba en una especie de cabaña construida mayormente en madera. Unos rayos de sol escarlata se proyectaban por entre las cortinas de algunas de las ventanas. Podría estar amaneciendo o anocheciendo por igual. Un reloj aparentemente antiguo en la pared señalaba que eran las siete y treinta y cinco. Una pequeña pantalla digital con las letras «PM» brillando con luz azul en el interior de su esfera delataba su falsa vejez.

Fue caminando entonces en dirección a las ventanas por las que ingresaban los últimos fulgores del atardecer. Sus movimientos le resultaban extraños pero no lograba determinar de qué modo. Miró hacia afuera a través de unos inmaculados cristales. Ante sus ojos se desplegaba un paisaje montañoso de indescriptible belleza. Al parecer se encontraba en algún lugar de considerable altitud. Los picos de varias masas montañosas se extendían hasta donde alcanzaba a ver, descendiendo hasta perderse en la penumbra de lo que ya era noche en las zonas bajas. En algunas partes las laderas estaban cubiertas de vegetación, mientras que en otras asomaban las manchas grisáceas de piedras erosionadas por el tiempo. Arriba, obesas nubes teñidas de escarlata se movían rápidamente denotando su proximidad.

Los sentimientos de estupefacción y perplejidad se resistían a desaparecer. ¿Qué podía estar haciendo él allí? En ese paraje… casi como si fuera un sueño. Demasiado perfecto para ser real. ¡Eso era! El entendimiento lo iluminó de repente. Aquello no era real, aunque se parecía demasiado a la Realidad… Tenía que estar en la Virtualidad, ese universo digital dentro del cual las personas se movían para interactuar en un entorno interconectado. Solía estar allí utilizando su interfase medular. En la Virtualidad se podía hacer de todo, desde leer un diario hasta participar en una guerra simulada junto con miles de jugadores en línea distribuidos a lo largo de todos los planetas humanos.

Las experiencias dentro de la Virtualidad eran muy reales. Físicamente, uno permanecía sentado o recostado en la comodidad de cualquier lugar de la casa, conectado en forma física o inalámbrica a una computadora mediante la interfase medular. Mentalmente, el navegante se sumía en una especie de sueño muy real, del cual luego se podían recordar todos los detalles. Sin embargo, el entorno en el que Carlos se movía ahora era aún más realista que de costumbre. Quizá por eso al principio no se había percatado de dónde estaba realmente.

De pronto se escuchó un profundo rugido en dirección a la puerta de entrada de la cabaña. Un minuto antes se hubiera preocupado, pero ya no. La Virtualidad era segura. A diferencia de muchas viejas historias de ciencia ficción, si alguien te mataba en la Virtualidad esto podía ser solo en el contexto de algún tipo de juego y no tenía ningún tipo de consecuencia física. Absolutamente nada de lo que pasara dentro de ese mundo virtual podía afectar al real. Esto tenía sentido. Una simulación tan realista que fuera capaz de matarte si hacías mal las cosas no sería muy popular entre los usuarios.

Pero ése no era su Hogar en la Virtualidad. Su Hogar estaba configurado como una especie de castillo medieval con rústicas paredes de piedra y muchas habitaciones. Intentó invocar a su interfase de control, para ver qué otros usuarios había en los alrededores.

—Control —pronunció en voz alta.

Pero la familiar interfase traslúcida se negó a aparecer flotando frente a sus ojos como siempre lo hacía.

Oyó que alguien llamaba dando unos golpecitos en la puerta. Suspiró y se dirigió hacia la entrada para abrir y descubrir por sus propios medios quién era su visita inesperada. Ante él apareció una figura esbelta, como de dos metros y medio de altura. Su larga cabellera verde se mecía al compás del frío viento que comenzó a colarse en el interior de la cabaña. En un punto se comenzaba a confundir con su corta barba. Contemplando los destellantes ojos amarillos que tenía era imposible determinar hacia dónde estaba mirando, pero supuso que le miraba directamente a él. Sus largas orejas terminadas en punta confirmaban que aquel extraño avatar representaba a un elfo. Junto al elfo, una pantera inmensa permanecía sumisamente quieta, portando riendas y una silla de montar. «Peligroso medio de transporte», pensó Carlos.

—Buenas tardes, señor Carlos Esteves —pronunció el elfo con voz grave.

—Hola —replicó Carlos—. ¿Usted quién es?

El elfo explicó con vos amable:

—Mi nombre es Jaro, Jaro Rodas —sonrió y agregó—. Soy una Entidad Artificial.

De pronto el corazón de Carlos comenzó a latir en forma descontrolada. En ese momento su mente (ya no estaba seguro de poder seguirla llamando de esa manera) alcanzó un nuevo nivel de conciencia, el cual definitivamente no resultó de su agrado.

 

Carlos Esteves se encontraba inmerso dentro de la interfase tridimensional distribuida a través de los servidores de la Hipernet, la red que unía a las Internets de todos los mundos donde la humanidad se había establecido. La Virtualidad basaba su éxito en su intuitiva interacción con objetos y lugares. Se podía viajar a millones de ubicaciones públicas y contactar con otras personas, e incluso con inteligencias artificiales. Pero las palabras «Entidad Artificial» calaron tan hondo en Carlos que le pareció como si flotaran ante sus ojos con la misma intensidad con que lo hacían las interfases de control. Básicamente, una EA era muy similar a una Inteligencia Artificial, con la diferencia de que las entidades intentaban emular el comportamiento humano. Las IAs no se molestaban en hacer tal cosa, y como resultado poseían una efectividad superior en todos sus procesos de cálculo. Las EAs, por el contrario, dedicaban buena parte de su potencia de procesamiento en simular los sentimientos, preferencias y contradicciones propias de un cerebro biológico.

Ahora Carlos podía entender por qué lo último que recordaba era el escáner neural. Las EAs, además de ser creadas con propósitos artísticos o científicos, también se utilizaban para otra importante finalidad. Cada ciudadano tenía derecho a solicitar, en algún momento de su vida y por única vez, una síntesis. Esto consistía en la emulación de su personalidad y la preservación de sus recuerdos utilizando para ello una Entidad Artificial. En la misma medida que el aturdimiento dejaba paso al entendimiento, una desoladora desesperación se iba haciendo cada vez más tangible. ¿Quién era él realmente? ¿El original o la copia? ¿Existiría más allá de una placa de circuitos cuánticos?

En ese momento escuchó, como a lo lejos, la grave voz de Jaro diciendo:

—Estoy acá para orientarle y ayudarle en lo que necesite, aunque la verdad es que esto no es muy distinto a cuando usted se conectaba con su interfaz neural. ¿Me invitaría a pasar? El viento acá afuera está muy fresco.

Mientras Jaro se encorvaba para poder entrar por una puerta diseñada para alturas humanas, Carlos trató de calmar su desesperación en un intento de pensar con mayor claridad. Cuando una persona era sintetizada, su entidad no era activada de inmediato. Esto se hacía en un único momento: cuando la persona biológica moría.

—O sea que estoy muerto… —concluyó con un susurro.

—Sí, igual que yo y que el resto de los millones de Entidades Artificiales que vivimos felices gracias a Paraíso Virtual. Créame que estar muertos no representa ningún problema para nosotros —decía Jaro, al tiempo que se acomodaba un poco la melena verde—. Es más como una… liberación.

Entonces Carlos también comprendió por qué se encontraba en aquel lugar. Siempre le habían agradado los parajes montañosos. Y además de joven había sido un asiduo entusiasta de los juegos de rol, en los cuales su avatar era por lo general un ser mítico casi idéntico a Jaro. Al parecer los que le habían sintetizado conocían todo acerca de él y se esforzaban por hacerle sentir cómodo. No lo estaban logrando.

Luego de sentarse en una de las sillas de maciza madera que había en el comedor, al fin Carlos pudo responder con voz árida:

—¿Estar encerrado dentro de una simulación te parece una liberación?

—¿Pero eso qué tiene que ver? —replicó Jaro apasionadamente—. ¿A usted le parece que esto es una simulación? ¿No siente el frío? Yo que usted ya hubiera encendido el hogar. ¿No siente un poco de hambre también?

Lo que Carlos sentía era cómo la sangre fluía incandescente hacia su cabeza. Tuvo el impulso de levantarse y golpear a aquel ridículo elfo en su delicada quijada, aunque no estaba seguro de si podría impactarlo o simplemente lo traspasaría como a un fantasma. Daba igual. De cualquier forma no podría hacerle daño. Pero se sorprendió al notar cómo la calma volvía a él tan de repente como la misma cólera. Eso no estaba bien. Él (o al menos lo que había sido él alguna vez) solía ser muy temperamental y no acostumbraba a sosegarse así tan rápido.

—Escuche —continuaba Jaro—, nosotros ahora somos inmortales de verdad. Nunca más se va a enfermar. Su mente va a funcionar perfectamente bien todo el tiempo. Y si tiene alguna molestia, le aseguro que el simulador sensorial se va a encargar de que sea mínima y soportable. Como por ejemplo el frío que sintió cuando fue a abrirme la puerta. Carlos, usted no está encerrado. Es libre de hacer lo que le dé la gana. Es más libre que nunca. Se puede dedicar a ayudar a las Inteligencias Artificiales en los proyectos de investigación científica, al arte, o a trabajar para Paraíso Virtual orientando a otras entidades recién activadas como yo hago. Además, dispone de muchos más recursos que el promedio de los mortales que se conectan a la Virtualidad todos los días.

Carlos suspiró.

—¿Y cómo fue que me morí?

—Técnicamente fue un paro cardiorrespiratorio, pero primero sufrió un infarto cerebral. Le garantizo que ya no tenía sentido que le mantuvieran vivo.

—Y Lucía…

Jaro se dirigió a un panel digital embutido en la pared junto al hogar de leños y lo encendió. Las llamas surgieron como por arte de magia y comenzaron a danzar en torno a unos ficticios troncos de madera.

—Tranquilo. Su esposa está bien. Bueno —se apuró a aclarar—, todo lo bien que se puede estar en un momento como éste. Sus hijos la están cuidando. Pero estoy convencido de que verle a usted bien va a ser su mayor consuelo.

«Entonces estamos en problemas», concluyó Carlos para sí mismo.

—¿Cuánto tiempo hace que morí? —Era difícil acostumbrarse a hablar sobre su propia muerte.

—Ayer.

Pero había otra pregunta que era aún más importante.

—¿Cuánto tiempo pasó desde que me sintetizaron? —Ya había intentado en vano conectarse a alguna fuente de datos que le suministrara algo de información. Todo se hacía mediante la interfase de control y ésta continuaba sin funcionar.

—Catorce años.

¡Catorce años! En una vida de ciento sesenta y tres no parecía ser mucho tiempo. Pero no podía dejar de pensar que se había perdido de vivir catorce años junto a su esposa. En catorce años podían pasar muchas cosas.

Jaro ya estaba sentado en otra silla junto a él.

Carlos miró fijamente el destello amarillo en sus ojos.

—Quiero que me devuelvan mi Hogar.

Al instante siguiente, ya no estaban más sentados en las rústicas sillas de madera. La cabaña entera se derritió como si fuera cera caliente y en su lugar cayeron como desde el cielo las frías paredes de piedra del interior de su castillo medieval.

—Y quiero que me devuelvan el acceso a la interfaz de control.

—Por supuesto —concedió el elfo, cual genio surgido de una botella.

Por fin, ante la vista de Carlos apareció la familiar interfaz de control, tal cual él la había configurado por última vez. Ahora podía saber la fecha del día y qué hora era sin tener que buscar un reloj por toda la Virtualidad. Podía hacer búsquedas en cualquier base de datos a la que tuviera acceso. Se enteró de que su Hogar ya no residía en la computadora que tenían en su casa, sino que había sido trasladado a otra máquina ubicada en uno de los centros de datos de Paraíso Virtual. Y, tal cual lo había asegurado Jaro, disponía de muchos más recursos de procesamiento y almacenamiento. También se dio cuenta de que sus privilegios de acceso a la información y a lugares restringidos dentro de la Virtualidad habían sido elevados.

Había un último deseo que necesitaba que su genio elfo le concediera.

—Por favor, quisiera ver a mi esposa.

 

Caminaba lentamente por el sendero que descendía desde la puerta principal del castillo para internarse más abajo en un frondoso bosque de pinos. Carlos acababa de crear y anexar toda esa parte exterior a su Hogar, aprovechando sus mejoradas capacidades de almacenamiento persistente. Eran las nueve y media de la noche, pero configuró el entorno para que simulara ser una mañana fresca. Al pasar cerca de un pino, una bandada de grandes pájaros salió batiendo sus alas y graznando en dirección a las alturas celestiales apenas desteñidas por algunas tenues nubes.

Lucía se materializó frente a él, como un ángel. O como un fantasma… Vestía una toga gris casi blanca, que colgaba desde uno de sus hombros dejando el otro al descubierto.

Carlos se acercó, la rodeó con sus brazos y la besó apenas en los labios. Volver a sentir el calor y la suavidad de su cuerpo hizo que se estremeciera, aunque en su experiencia habían pasado apenas horas desde que la había visto por última vez.

—Luci, estás… igual de linda que siempre —fue la primera estupidez que se le ocurrió decir.

Lucía explotó en una sonora carcajada.

—Ay, Charly. Vos siempre tan adulador.

La espontánea risotada tomó a Carlos por sorpresa. Lucía no solía reaccionar de esa manera. Sus risas siempre habían sido mucho más sutiles, más recatadas. ¿Estaría nerviosa?

Comenzaron a caminar juntos por el sendero del bosque, tomados de la mano.

—Bueno, ¿y cómo anduviste… —dudó antes de proseguir—… anduvimos estos últimos años?

—La verdad es que no hubo muchas novedades. Yo te dejé y me fui a viajar por el universo con un muchacho multimillonario, pero no mucho más.

Carlos apenas sonrió.

—Já. Siempre tan chistosa. ¿Y qué es de la vida de Tere?

Lucía le miró algo extrañada.

—¿Tere? ¿Qué Tere?

—¡Teresa, mujer! Tu hermana.

Percibió un leve temblor en la mano de ella. De pronto, Lucía pareció reaccionar.

—Ah, sí, sí, Teresa. Ahora sí. Me da la impresión de que hace demasiado que no la veo —y luego agregó como a modo de excusa—. Lamentablemente tengo que reconocer que mi cabeza ya no está funcionando como antes.

Carlos se frenó y se puso frente a Lucía. La miró a los ojos y vio que estaban colmados de lágrimas apenas contenidas.

—Te entiendo—afirmó—. Soy un experto en esos temas.

La abrazó, la acarició y la besó tratando de contener el dolor de ambos. El pinar era un silencioso testigo de sus vanos intentos de consuelo. El silencio se interrumpió cuando una brisa suave se coló por entre las ramas produciendo un silbido casi subliminal.

De pronto Lucía se apartó de él. Las lágrimas por fin se habían desbordado en finos arroyos que corrían mejillas abajo.

—Charly. No me siento cómoda acá. Sé que para ustedes es diferente, pero con la interfase neural puesta no es lo mismo… No se siente demasiado natural. Necesito estar con vos, pero en la Realidad. Por favor.

La palabra «Ustedes» quedó dando vueltas en el mecacerebro de Carlos, haciéndole sentir un tanto alienígena.

 

Cuando una persona sintetizada en una EA era activada, también se le asignaba un androide de apariencia a elección. Pero a diferencia de los avatares de la Virtualidad, en este caso era más complicado arrepentirse y cambiar a otro aspecto. Carlos eligió la opción más clásica: parecerse lo más posible a como era en el momento de su síntesis. Este androide representaba su único nexo con el mundo real, su única forma de interacción en el mundo de los vivos. Podía moverse libremente con él, siempre y cuando estuviera en un espacio cubierto por la Hipernet. Y esto contemplaba básicamente todos los planetas humanos, con lo cual su grado de libertad para moverse era extremadamente amplio. Pero su intención no era la de viajar por el universo humano, sino estar en su vieja casa junto a su compañera de toda la vida.

Cuando entró en la casa, Lucía le estaba esperando al otro lado de la puerta. Seguramente había estado monitoreando todo su viaje desde el centro de Paraíso Virtual hasta allí.

—Bueno, heme aquí de nuevo —dijo Carlos.

Mientras decía esto, accedió a una de las cámaras de la casa para contemplar desde afuera su apariencia, sus movimientos, todo. Notó complacido que no había nada de artificial en ellos. Tenía que reconocer que los ingenieros robóticos desempeñaban un excelente trabajo con los androides.

Lucía fue a su encuentro. Con ambas manos tomó su cara y acarició sus mejillas.

—Ahora sí puedo decir que te siento…

Entonces ensayaron un nuevo abrazo. Carlos lo veía desde su propia perspectiva y desde el punto de vista de la cámara, donde aparecían como una pareja de ancianos común y corriente. Bueno, el hombre apenas un poco más joven que su pareja.

Fueron juntos hasta la cocina y Lucía programó la preparación de una taza de té para ella y una de café para él. Lo tomaron tratando de charlar de cosas triviales. Sin embargo, al nuevo mecacerebro de Carlos le sobraba tiempo para procesar cosas mucho más trascendentales. En efecto, la conversación con Lucía se le tornaba desesperadamente lenta. Le daba la sensación de que esperaba años por sus respuestas. Pero sabía que eso era sólo una ilusión. Ahora sus procesos mentales estaban potenciados y eran mucho más rápidos. Se concentró en el café que tomaba y las galletitas que comía inútilmente. Su fuente de energía no dependía de esos alimentos en absoluto. Ahora el que se sentía en un entorno extraño era él. Los sabores eran percibidos por su lengua, su piel sentía el contacto de la taza caliente, sus nalgas y espalda se aplastaban contra las mullidas superficies de la silla, pero todo eso era como un cúmulo de información proveniente de sensores ajenos a él. La sensación era extraña e irreal.

Pasaron el resto del día juntos. Caminaron junto al río como acostumbraban a hacerlo todas las tardes. A la noche cenaron, vieron una película y se fueron a acostar.

Ni bien entraron en el campo de gravedad cero del flotador, Carlos cerró sus ojos y quedó inmóvil. Parecía dormido, pero en realidad se había escabullido hacia la Virtualidad. No era necesario perder el tiempo durmiendo. Eso sucedería sólo muy rara vez, cuando el personal de Paraíso Virtual tuviera que realizar alguna tarea de mantenimiento en su mecacerebro. Ahora sí estaba en su verdadero Hogar. Comenzó a revisar los videos archivados del sistema de seguridad de la casa para ponerse al tanto de los acontecimientos de los últimos catorce años. Los reproducía a su propia velocidad de procesamiento, con lo cual los días y meses pasaban vertiginosamente. Lo que vio en los últimos años de su existencia física no fue muy placentero. Su grado de demencia llegó a tal punto que tuvieron que internarlo. Su vida llegó a su fin mientras flotaba en el hospital rodeado de máquinas y tubos. Deprimente.

 

Los días y los meses fueron pasando y la relación con Lucía jamás volvió a ser lo que había sido antes de la síntesis. Sus hijos venían de vez en cuando para estar con ellos, pero nunca se quedaban más de un par de horas. Su esposa por momentos estaba lúcida y en otros parecía como distante, repetía muchas veces las mismas cosas y se olvidaba de los nombres de las personas con facilidad. Él no había logrado adaptarse a su nueva forma de vida. Siempre que podía escapaba del mundo físico para refugiarse en la Virtualidad.

Una tarde se encontraba absorto jugando con el último simulador de caza que había salido. Lucía había ido a su clase de danza por insistencia de él mismo, ya que ella no tenía mucho ánimo. Había abandonado a su androide sentado en un sillón del comedor de la casa, con la mirada perdida en cualquier parte.

Dentro del juego, se encontraba caminando en medio de un profuso bosque jurásico. Hacía mucho calor. La transpiración no paraba de brotarle por todos los poros del cuerpo. A cada rato tenía que escurrirse el sudor que le caía por la frente. En sus manos tenía un rifle de asalto que luego de un rato de cargarlo ya se le estaba haciendo demasiado pesado. Tenía una pequeña pantalla en la parte superior que le permitía monitorear los movimientos de cualquier criatura que anduviera por las cercanías. Pero su presa todavía no aparecía. Siempre le había gustado la caza. Inexplicablemente desde que le habían transformado en una Entidad Artificial ya no era capaz de disfrutar del morboso placer de masacrar animalitos inofensivos. Justo por culpa de ese repentino ataque de moral ahora se encontraba intentando encontrar nada menos que a un peligroso Tiranosaurio Rex mientras se desplazaba en medio de su hábitat natural. Al menos de esta forma todavía podía experimentar algo de excitación al superar un desafío complicado. Pero lo que sacaba en limpio de todo aquello era que en muchos aspectos se desconocía a sí mismo. Era como si se tratara de otra persona. El Carlos que conocía había desaparecido, no unas semanas atrás sino hacía catorce años, aquel día que había ingresado al escáner del Instituto Gleiser. Era más que evidente que la gente de Paraíso Virtual modificaba de manera deliberada aquellos aspectos de la personalidad que podían llegar a resultar peligrosos o al menos indeseables para la sociedad o para sus propios pacientes.

Hacía ya unos minutos que tenía la imagen de un pequeño sobre brillando en forma intermitente sobre la esquina superior derecha de su campo de visión. Era la forma en que la interfase le comunicaba que había una carta pendiente por leer en su buzón de entrada. El entusiasmo por la cacería le había obligado a posponer su lectura. Por fin el detector de movimiento señalaba la presencia de un animal grande que se desplazaba desde la izquierda en dirección a él. Tenía que prepararse porque venía rápido. Ya comenzaba a sentir el lejano crujido de ramas rotas acompañado por perceptibles vibraciones en el suelo. Un segundo después, apareció flotando la imagen de una Lucía en miniatura sobre unas letras que decían: «Llamada entrante». Esa irrupción inesperada le sobresaltó, haciendo que perdiera toda su concentración. Dos segundos después, la desproporcionada cabezota del Tiranosaurio ya descendía desde las copas de los prehistóricos árboles bramando en forma ensordecedora. Ese sonido, mezclado con la afilada hilera de dientes que se desplegaban frente a él y el aliento cálido y fétido que emanaba de sus entrañas hizo que la sangre se le congelara en las venas. La bestia le apresó entre sus colosales mandíbulas, sacudiéndole de un lado a otro. Todo el bosque comenzó a dar vueltas ante sus ojos. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo, partiendo del lugar donde los dientes se abrían paso a través de su carne. Finalmente, el dinosaurio terminó partiéndole en dos como si se tratara de una crujiente galletita.

Luego toda la selva se congeló. Él se había transformado en un fantasma que contemplaba la escena flotando a unos metros sobre la superficie. El Tiranosaurio hubiera parecido una estatua de museo de no ser por las gotas de sangre que chorreaban desde sus fauces y habían quedado congeladas en el aire a mitad de camino hacia las hojas secas del suelo. «Mierda», pensó Carlos.

Salió del simulador hacia su Hogar. La familiaridad del castillo volvió a cobijarle. Aceptó la solicitud de Lucía para ingresar. Ella apareció primero como una estatua dorada, para luego paulatinamente ir tomando su forma normal.

—Hola. ¿Por qué no me atendías?

—Intentaba cazar un dinosaurio —explicó Carlos sonriendo—. Pero no tuve suerte. No te esperaba por acá tan temprano.

Habían quedado en encontrarse un rato más tarde en la casa de la Realidad. Lucía cada vez entraba menos en la Virtualidad.

Ella no respondió. Esto preocupó un poco a Carlos.

—¿Pasó algo? ¿Por qué cambiaste tu avatar?

La apariencia de Lucía había cambiado. Ahora parecía tener unos diez años menos.

—Sí, algo pasó.

—Bueno, pero contame. ¿Los chicos están bien? —sus hijos siempre serían «los chicos» por más crecidos que estuvieran.

—Sí, ellos están bien.

—Entonces, ¿por qué te conectaste? Dale, contame por favor.

—No estoy conectada —fue la inesperada respuesta de Lucía. Y después agregó—: Estás igual que cuando te vi por última vez…

Un milisegundo después, Carlos ya estaba verificando en la interfase la identificación de la mujer que estaba frente a él. Y como ya lo esperaba, en la especificación de su clase pareció «Entidad Artificial».

—Luci, ¿qué hiciste?

—¿Yo? Nada. La gente de Paraíso Virtual dice que la Lucía de la Realidad solicitó su Culminación.

El programa de Culminación no era más que un eufemismo para el suicidio asistido. Si una persona de más de ciento veinte años decidía que quería terminar con su vida, sólo debía realizar una serie de trámites. Y por cierto era una opción que mucha gente utilizaba.

Carlos no encontraba palabras para expresarse. Estaba perplejo. Ante su inacción, Lucía fue junto a él y se fundieron en un abrazo virtual. Irónicamente, fue el contacto más realista que tuvieron en mucho tiempo.

—También me contaron que te dejó una carta —dijo con voz tranquila—. ¿Ya te llegó?

Carlos la estaba leyendo justo en ese momento. Tenía fecha de dos meses atrás:

 

Querido Charly:

Perdoname por no comentarte esto previamente, pero sé que hubieras tratado de persuadirme para que no lo hiciera… y seguramente lo habrías conseguido. Siempre fui de la idea de dejar esta vida lo más dignamente posible. No me interesa demasiado vivir si ya no puedo ser yo misma. Además, también siento que nuestra relación es algo que se torna cada día más insostenible. Vos ya no estás cómodo en este mundo. Y yo no logro sentirme bien con vos ni en la Virtualidad ni en la Realidad. Todo el tiempo me tortura la sensación de que estoy engañando a mi esposo fallecido con otra persona. Perdón si esto te lastima, pero quiero ser totalmente sincera en este momento.

No quiero dejar pasar más tiempo. Quiero hacer esto mientras todavía tengo un relativo dominio de mis acciones. Si la junta médica me declara demente, ya no van a aceptar mi pedido de Culminación. Hoy para variar me levanté sintiendo mi cabeza despejada, y entonces aproveché para escribirte esta pequeña carta que Paraíso Virtual se va a encargar de enviarte luego de que se haya ejecutado la Culminación.

Te confieso que tengo miedo. Más que eso, estoy aterrada. Pero esto no tiene que ser necesariamente el final de todo. Todavía tengo esperanzas. La semana siguiente a tu síntesis, yo también fui sintetizada. Voy a renacer en la Virtualidad como vos lo hiciste. Y estoy segura de que lo primero que va a hacer mi entidad es ir a buscarte. La conozco muy bien :) Esto va ser un nuevo comienzo para nosotros, Charly. Espero que así sea, porque te sigo amando.

Besos, Lucía.

 

Carlos y Lucía caminaban por la cordillera nevada. En el azul perfecto del cielo el sol brillaba esplendoroso. A pesar de esto, soplaba un viento frío y persistente, que hacía que sus camperas y pantalones térmicos no cesaran de flamear. El aire que exhalaban se condensaba instantáneamente. Se calzaron los esquíes, acomodaron sus antiparras y se besaron.

Lucía dijo:

—¿Cuántas veces más lo vas a intentar? Voy a llegar primera, como siempre.

—Esta vez no —pronosticó Carlos.

Planteado el desafío, se lanzaron montaña abajo por la empinada ladera. Adelante los esperaban pinos, rocas, desniveles y más pinos. Como fondo de todo aquel paisaje se extendía el espejo azulado de un gran lago.

La velocidad de ambos se incrementó muy rápido. A los pocos segundos ya estaban esquivando árboles y saltando por rampas de nieve. Lucía se desvió adrede hacia una pequeña barranca. Cuando la saltó, comenzó a hacer un despliegue acrobático de volteretas aéreas. Aterrizó muy cerca de Carlos, lanzando nubes de nieve en todas direcciones.

Carlos estaba demasiado concentrado esquivando los troncos de los pinos para notar su presencia. Lo estaba logrando… hasta que su hombro chocó con violencia contra el borde de uno de ellos, desgarrando tanto la corteza de madera como su propia campera. Esto le desestabilizó, haciendo que cayera y comenzara a rodar por la nieve sin control hasta que un saliente rocoso le frenó en seco. El sonido de su cráneo al aplastarse contra la piedra fue tremendo.

Una vez más era un fantasma contemplando su propio cuerpo maltrecho desde el exterior.

Lucía ya estaba al pie de la montaña y se comunicó con él por la interfase:

—Te dije que tenías que ponerte casco.

Carlos no pudo más que responderle con una guarangada y luego echar a reír.

Al principio había dudado acerca de la decisión que había tomado su mujer. Pero ahora estaba seguro que ella había hecho lo correcto. Ambos sabían perfectamente que ellos ya no eran los mismos de antes. Pero no le sorprendió descubrir que los sutiles cambios en sus personalidades lograron, entre otras cosas, reforzar aún más sus lazos. Y tenían toda una eternidad para disfrutar de eso.

Tenía que reconocerlo: los de Paraíso Virtual pensaban en todo. Y vivir en la Virtualidad era mucho mejor que estar muerto.

 

En la Realidad, dentro de uno de los tantos depósitos propiedad de la organización Paraíso Virtual, los androides de Lucía y Carlos permanecían inmóviles en la oscuridad, olvidados y cubiertos de polvo. Como si fueran antiguas momias yaciendo en el interior de una cripta perdida en las entrañas de la tierra.

 

 

Germán Blando nació en Argentina el 31 de marzo de 1972. Se graduó como Analista de Sistemas y actualmente desempeña su profesión dentro del sector de Tecnologías de la Información. Sus pasatiempos son la programación de computadoras y smartphones, leer ciencia-ficción «hard» y escribir algo de vez en cuando.

De su autoría, en Axxón hemos publicado ASALTO A UNA ASTRONAVE.


Este cuento se vincula temáticamente con UNA EN UN MILLÓN de Rodrigo Juri; LAS CLOACAS DEL PARAÍSO de Rodrigo Juri; ZETA, EL POETA DE LAS CON-SOLAS de Juan Ignacio Muñoz Zapata y TODOS NOSOTROS, ZOMBIES de Luis Saavedra.

Axxón 217 – abril de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Muerte : Realidad Virtual : Argentina : Argentino).


Una Respuesta a “«Paraíso Virtual», Germán Blando”
  1. Guillermo R. dice:

    Hermoso. Un abrazo a uno que seguramente siente -como yo- que la tecnología no es buena ni mala, sino lo que hacés de ella.
    Guillermo.

  2.  
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