CARTA A IVÁN

Graciela Lorenzo Tillard

Argentina

Esta carta debe ser entregada a Iván Kiev, carpintero del pueblo de Sanford, porque es mi verdadera voluntad y mi despedida; si él quiere hacerla pública, sobre todo mostrarla a mi familia, tendrá que enfrentar las consecuencias y dar explicaciones. Para esas cosas de las legalidades, juro que escribo estas palabras en estado de extrema excitación y que mis deseos aquí expresados deberán ser cumplidos al pie de la letra.


Estimado amigo Iván:

Disculpá si en esta carta reitero algunas cuestiones que bien conocés, pero necesito aclarar mi mente antes de hacer lo que voy a hacer.

¿Te acordás lo que te conté mientras redactabas mi carta de reclamo? Eso de que en medio de mi plantación de alcauciles había caído una máquina enorme y pesada, y que casi mata la chancha, y que arrasó con más de la mitad de las plantas que ya tenían los frutos a punto de ser cosechados, y que hizo un canal tan profundo que todavía se podrá ver cuando me haya ido. ¿Te acordás cuando recibí la respuesta en inglés, que vos generosamente me tradujiste?

En realidad, lo único que ellos querían saber era el lugar, o sea, dónde estaba yo. Les había escrito porque decía NASA en la chapa de la máquina, pero no quise contestarles, no quería tener el campo lleno de milicos prepotentes. Bueno, te escribo para pedirte que te hagás cargo de todo porque me voy. No tratés de buscar la manera de convencerme de que no lo haga; será inútil. Aunque vengas hasta mi casa a toda velocidad, esta carta te llegará después de mi partida; te digo que será tarde, así que es mejor que no corrás porque será al reverendo botón.

Te preguntarás por qué he decidido escribirte a vos y a nadie más; por qué no se la mando a mi primo Antonio, por mencionar a uno que ya conocés. Esto que te cuento ahora no te lo dije antes porque me daba vergüenza ajena. Resulta que ese inútil, empleado del gobierno, vino a visitarme un día, cuando la máquina estaba en medio de mi campo y yo necesitaba de un par de brazos fuertes para levantar los restos de los alcauciles, porque se descomponían y los vecinos empezaban a quejarse. Apenas le mencioné que podía pagar algo a sus tres hijos que estaban sin hacer nada, salió disparado como alma que se la lleva el diablo, y las dos veces que lo llamé desde la tienda de Mensio siempre atendió la rabiosa de la mujer y me ladró que allí no había ningún Antonio, que resultó ser un cagón además de un vago.

Bueno, la verdad sea dicha: tampoco los vecinos vinieron a darme una mano, aunque sus hijos se acercaban hasta la cerca y desde allá, a voz en cuello, me decían con ademanes exagerados: "¡Eh! Rafael, ¿hace cuánto que no te bañás?". O gritaban haciendo bocina con las manos: "¡Puf! ¡Qué olor! ¿Será Rafael o su chancha?"; y esas cosas me ponían de muy mal humor, porque a uno de los padres podía haberlo derribado con un tortazo en el hocico, pero con los niños no se puede.

Creo que algo por el estilo imaginaste cuando me presenté esa mañana en tu carpintería en Sanford y te pedí ayuda; y la prontitud con que respondiste, vos y tus aprendices, me emocionó, que al final resultaste más gente que mi primo. Igual cuando me llevaste hasta la ciudad de Firmat, a buscar a la maestra para que me leyera lo que decía ese otro mensaje en francés, el de esa Agencia; está bien que tenías que trasladar esos muebles hasta allí, pero no era tu obligación ayudarme. Y hablando de favores, quiero que le llevés la chancha a la maestra, la de francés, si es que aún vive cuando te llegue esta carta, porque estaba muy vieja cuando la vimos; si no, que sea para la madre de Mensio, que si él es un tunante, ella es una santa y sostiene los hijos de Marta, la otra hija, la que se fue a Europa.

No sé si sabés que yo tenía una hermana, y que murió al dar a luz hace más de ocho años; el niño también murió y de ella no me queda más que un cuñado que es aviador. Pero como ya no andan los aviones me parece que debe haberse muerto, y sin avisarme. Y si se ha mudado, tampoco me avisó. Llamé por radio el mismo día que cayó la máquina, pero no respondió nadie. Ahora pienso que si las cosas de la energía están tan malas, tal vez en su pueblo no haya un generador de electricidad. Pero sea por una cosa o sea por la otra, no quiero que mi campo vaya a caer en sus manos; después de todo, es un campo de trabajo y él es capaz de convertirlo en uno de aterrizaje de aviones que no vuelan. ¿Me entendés? Aunque pensándolo bien, y mirá lo que te voy a decir: mi campo es, hoy mismo, un campo de aterrizaje. Una máquina ha llegado y otra máquina está a punto de despegar.

Es mi deseo que te quedés con el campo; no tiene hipoteca y los impuestos están al día. Tiene el tamaño justo para que pueda trabajarlo un solo hombre con las dos mulas, que también te las dejo. Si no lo querés, podés elegir a quién dárselo. Pero no se lo des a mi primo Antonio, por favor; no se lo merece y no sabrá qué hacer con él.

Dentro del galpón hay un tractor un poco maltratado; si lo querés también es tuyo, pero te prevengo que vas a tener que arreglarlo porque intenté hacerlo andar con una mezcla de varios licores y creo que se le han arruinado los conductos. Eso fue cuando empezó la escasez; ahora hay algunos alcoholes que tal vez sirvan, pero creo que lo eché a perder.

Te dejo además el generador, que también vas a ver dentro del galpón. Está preparado para funcionar con las mulas (si te las ingeniás para atarlas a la barra que está junto a él, que no es poco trabajo porque no les gusta la tarea), o con restos de alcauciles; para eso, primero tenés que meterlos dentro del barril con zunchos de metal que está a un lado de la puerta y hacer que la piedra que cuelga del aparejo los aplaste; los dejás así hasta el día siguiente y volvés a llenarlo, al barril, con más restos. Cuando veas que ya no podés ponerle más, le quitás los zunchos con esa barra que tiene un aro en un extremo y un gancho en el otro, y que está colgada en la pared al lado del barril, y vas a tener una especie de pan de hojas de alcauciles que es el combustible del generador. Protejelo de las ratas, o te dejarán sin nada.

Para que haya luz durante dos horas, tenés que usar una rodaja (ya te las ingeniarás para cortarla) de unos ocho centímetros; primero te fijás que el nivel del agua esté en la marca amarilla, luego metés la rodaja con cuidado por esa boca con agarradera, le ponés fuego, y cerrás en el acto. Entonces vas a ver que el foquito de la cocina empieza a enrojecer, más o menos a los diez minutos.

Como es un generador viejo, de cuando teníamos gasoil, tiene una especie de caja de metal pegada al cuerpo, y que cuando están los restos encendidos, le sale humo. No la toqués, ni tampoco le tapés los orificios, de otra manera no funcionará; se apagará y vas a tener que esperar hasta que se enfríe el fogón, vaciarlo y volver a empezar. Y para entonces ya será de noche y te irás a dormir.

(Por favor, tratá de no usar todos los restos de los alcauciles; acordate que a la tierra le viene bien barbechar y hacer rotaciones; pero eso te lo explicará mejor el viejo Poncio, el que vive en el elevador.)

Si lo que estás pensando es que quiero dejarte el muerto en medio del campo, y que te lo reclamarán esos yanquis que decían que la máquina era suya, o que vendrán los frescos de esa Agencia que exigían que se la fletara, no será así. Nunca respondí a ninguno de los mensajes; creí conveniente no hacerlo. ¿Cómo me van a decir los yanquis que no la dañe, si se cayó del cielo? ¿Cómo me van a exigir los de la Agencia que se la mande debidamente embalada, si tiene más de cuatro metros y medio de diámetro, y pesa toneladas, y no flota?

Entonces, amigo mío, te dejo el campo; le das buen destino y que sea de tu provecho. Y te dejo las mulas, para vos o para quien vos decidás. Y te dejo el viejo tractor si le encontrás arreglo. Y te dejo todo lo que te interese retener, a excepción de la chancha, como te dije antes.

Si querés saber a dónde me voy, te digo que a las estrellas. No creás que estoy loco pero podés pensar que estoy trastornado y no te vas a equivocar.

Cuando la máquina cayó en mi campo, lo primero que hice fue avisar a la policía. ¿Sabés qué me dijeron? ¡Quejate con los de la NASA! Como no encontré una solución en mi propio pueblo, me fui hasta Casilda y presenté el problema a un comisario que es sobrino del suegro de Mensio; cuando uno de los agentes le recitó mi problema, yo lo veía desde unos metros, él me miró de arriba a abajo, como si estuviera por comprarme; se acercó lentamente, levantó el mentón como preguntando ¿qué?, y sin darme ni los buenos días. De resultas de esa conversación volví con la información de que ellos me quitarían la máquina del campo, pero que yo tendría que pagar el flete, y que se calculaba por el peso; creo que no se daba cuenta del tamaño de esa cosa.

Empecé a desarmarla. Me costó un buen rato encontrarle la vuelta para quitarle los alerones que estaban enchufados, y el primero se me fue de las manos cuando se soltó, y cayó entre los perros, que como siempre están donde no deben; bueno, entre el esfuerzo y el olor de los alcauciles descomponiéndose, más de una noche me acosté sin saber cómo había llegado hasta la cama.

Y cuando terminé de separar las partes, el olor era tan espantoso que me dije: o lo levanto o me muero. Y terminé en una semana, con tres montones que eran tan altos como el mismísimo Aconcagua. ¿Qué podía hacer con todo eso? No podía enterrarlo, porque la máquina estaba allí, en medio del campo.

¿Sabés qué hice? Le rebusqué al aparato por todas partes hasta que encontré una compuerta que se podía abrir. Bueno, en realidad le saqué unos cuantos tornillos y se abrió. Cuando estaba en eso, no quería nada más que encontrar un lugar donde meter los restos malolientes, pero cuando tuve la compuerta en las manos, pensé: ¿y si hay un monstruo allí adentro? ¿Y si para colmo está hambriento? ¿Y si me salta y me come? Pero no pasó nada de eso, como te estarás imaginando. Detrás de esa compuerta había un lugar vacío. Enseguida tiré dentro todos los desperdicios que pude y lo cerré, y me fui a dormir, que estaba muerto de cansancio. Al día siguiente me di cuenta de que los montones seguían tan grandes como antes, o casi. Así que volví a abrir esa compuerta (¡no sabés el olor que salía de adentro!) y vi que podía volver a cargar, igual que con el barril, pero me costaba compactarlo.


Ilustración: Fraga

Me llevó más de una semana terminar con los tres montones, pero entró todo. Y en el campo ya no había mal olor.

Lo que tengo que decirte, o no entenderás nada, es que además de esa compuerta había otras dos; una que no era plana, sino que parecía una tapa de olla, con rayos, pero que no se podía ver nada a través de ella; y otra, más pequeña, con una serie de letras y números, y que al final la pude abrir, pero desde el lado de adentro.

Preocupado todavía por este asunto de sacar la máquina de mi campo para ponerme a trabajar otra vez —los tiempos se acortaban y el verano se me venía encima—, me fui hasta lo del cura. Antes de prestarme atención me obligó a escuchar la misa; cada uno en su negocio. Resultó que él conocía de aparatos del espacio mucho más que lo que yo pensaba (debe ser por la vecindad de su trabajo) y me dio muchos consejos: que no tocara botones, que no abriera compuertas, que no moviera palancas; o sea, todo lo que yo había estado haciendo.

Esa noche, como te podrás imaginar, casi no pude dormir de miedo. Pero a la mañana siguiente me fui directo a la máquina, abrí la compuerta redonda y me puse a mirar todo por allí. ¿Sabés que encontré mil maravillas? Desde una computadora hasta una especie de afeitadora. No funcionaba, la afeitadora, pero la computadora sí. Estuve mirando lo que tenía dentro. Ahora me daba cuenta que los años de la escuela me sirvieron de algo; que cuando nos poníamos rebeldes y nos negábamos a estudiar la computadora el maestro nos respondía, con esa cara de santo idiota que hasta ahora la recuerdo: "Esto no durará para siempre", "Ya volverán las centrales a producir energía", "Ya volverán los tiempos en que saber de computadoras sirva de algo", y no me acuerdo cuántas cosas por el estilo; y nos reíamos de él, le hacíamos burla, lo maltratábamos. Me gustaría tenerlo enfrente y decirle: ¡Gracias!, pero creo que se ha muerto. Tal vez de desaliento.

Bueno, sigo con lo de la computadora. Ahí me enteré que esos alerones, los de los cristales, eran la fuente de energía. No decía cómo funcionaban, que si lo supiera te dejaría uno con las instrucciones y te olvidabas del generador. Así que me puse a levantarlos y a ponerlos otra vez. ¡Dios y su santa madre! ¡No te imaginás lo pesados que estaban! Entonces se me ocurrió una idea. ¿Y si pongo solamente una parte? Yo no soy muy gordo, diría más bien delgado, no llevo equipaje, el viaje no será largo; podría poner algunos nada más.

Te digo, para que no te pierdas, que en ese momento quería ir hasta la NASA y soltarles la máquina en medio de la oficina. Pero ahora no; dentro de la computadora vi que había mucho más, y que no solamente podía llegar hasta allá, sino hasta las estrellas.

Había un mapa, que no era de la Tierra: era del cielo con las estrellas. Después de estudiarlo un buen rato encontré la manera de apuntar. Una ventana cambiaba los números y el color cuando iba señalando un punto y otro punto. Creo que eran distancias, quizás en días, o meses. Y cuando señalaba alguno que se ponía en rojo, seguramente significaba que no podía llegar, y si se ponía amarillo, era que más o menos. De modo que elegí uno que se puso verde, muy verde, y que no parpadeaba ni nada. No tienen los nombres, así que no puedo decirte hacia dónde me voy. Pero podés estar seguro de que estaré mejor, porque habré alcanzado algo que nadie en el pueblo, ni en el país, y creo que en toda la Tierra, ha logrado: viajar hasta una estrella desde un planeta donde la única energía disponible es la de nuestras esperanzas.

Por eso te digo, amigo mío, esta carta es mi despedida. Debo ponerme un traje, acostarme en una especie de litera, y enchufarme tres cables y una manguera. Y la máquina se encargará de llevarme.

Con afecto se despide de vos,

                                                    Rafael, pueblo de Chabás


PD: Por favor, alimentá a la chancha apenas te vengás al campo. Le dejé un montón de comida, pero come como un animal.



Graciela Lorenzo Tillard, nacida en Córdoba, Argentina, ha colaborado con fanzines tanto electrónicos como de papel, y en un par de antologías. Uno de sus relatos es La peste amarilla en la Buenos Aires, que apareció en MENHIR 2 (papel) y en ALFA ERIDIANI 4 (digital). Ha publicado prosa, crítica, infantil y poesía, además de traducciones. La lista detallada puede ser consultada en su página.

Hemos publicado en Axxón sus ficciones: ESPORA en co-autoría con Fabio Andrés Ferreras (140), LA RESIDENCIA (181), MATRYOSHKA, en co-autoría con Fabio Andrés Ferreras (188)

Ha traducido para Axxón: CUANDO LOS ADMINISTRADORES DE SISTEMA GOBERNARON LA TIERRA, de Cory Doctorow (Canadá) (176), LLAMA DESNUDA, de Dimitris G. Vekios (Grecia) (177), GUANTES BLANCOS, de Guido Eekhaut (Bélgica) (177), PORTADORES, de Gene Stewart (Estados Unidos) (179), EL PODER SALVADOR, de Luke Jackson (Estados Unidos) (179), LA ANGUSTIA, Y NO BROMEO, DE DIOS, de Michael Bishop (Estados Unidos), con Claudia De Bella (182), LA CASA EN EL CONFÍN DE LA TIERRA (novela), de William Hope Hodgson (Inglaterra) (183), CRÍPTICO, de Jack McDevitt (Estados Unidos), con Claudia De Bella (183), LA MANO, de Guy de Maupassant (Francia) (184), BAILARINES, de William Meikle (Escocia) (184), EL SACRIFICIO, de Dimitris G. Vekios (Grecia) (184), PRESIÓN, de Jeff Carlson (Estados Unidos) (185), MÁS ALLÁ DEL RÍO NEGRO, de Robert Ervin Howard (Estados Unidos) (185), MAGNETISMO, de Guy de Maupassant (Francia) (186)


Este cuento se vincula temáticamente con "MOBILIS IN MOBILI", de Alfredo Álamo (164) y "EL ÁRBOL MALDITO", de Carlos Almira Picazo (183)


Axxón 190 - octubre de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico : Ciencia Ficción : Energía : Extinción : Argentina : Argentina).