Revista Axxón » «La ruta a Trascendencia – 5 – El pasado que vuelve», Alejandro Alonso - página principal

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5

El pasado que vuelve

 

 

Lo peor no eran las estelas, sino la sensación de que todo era provisorio. Las cosas no se volvían reales hasta que las vivía dos, tres, cinco veces. Con el tiempo, uno terminaba siendo más inseguro. Por eso en Trascendencia todos hablaban con todos. Hablar ayudaba a establecer que las cosas habían sucedido.

Empecé a sufrir, como todos los nuevos trascendis, dispersión temporal e imposibilidad de concentrarme. Durante un par de meses no pude seguir escribiendo. Las cosas me quedaban inexplicablemente por la mitad. Después de un tiempo me di cuenta de lo que pasaba, pero no podía evitarlo: empezaba a escribir, veía que en mi futuro la frase ya estaba escrita, dejaba de hacerlo y olvidaba todo. A la hora y media todavía estaba en el mismo renglón.

—Date tiempo, amor. Ya va a pasar.

Susana siempre estuvo conmigo. Sus estelas sobre el eje de trascención no. Yo la percibía en cada instante como si ese momento estuviera ocurriendo. Al menos era así en las dos o tres conciencias más fuertes hacia el pasado y hacia el futuro. Sólo podía interactuar con ella en el presente, en el eje de trascención. Lo demás era un simulacro. Como si viera una película que se repetía una y otra vez, recreando olores, dolores, sentimientos.

Aprendí a la fuerza a no tratar de cambiar ese pasado, a dejarme llevar. Por momentos me veía como una marioneta, como si los sentimientos y los actos pertenecieran a otros. A medida que avanzaba la resignación, me fui reconciliando con estas ideas y percepciones. Con cada pasada podía sacar más y más provecho de esas experiencias.

El futuro era otro cantar, era frustrante. Pero poco y nada podía hacer por cambiar eso. Ya de tridi había aprendido los peligros de especular, así que no lo hacía. Una vez más, me dejaba llevar. «No especulamos, no decidimos, no evitamos. Lo que tenga que ser, será».

Si bien ésa era una máxima indiscutible, no siempre era puesta en práctica. Inocuidad o no, teníamos una patrulla de viejos vigilando los ejes de trascención del pasado y del futuro. Y lo hacía con el evidente propósito de hacer algo al respecto.

Milton Sawyer, el capitán honorario, estaba haciendo un buen trabajo. Algunos de sus subordinados realizaron avances notables, tanto en el tiempo que podían abarcar (algunos de ellos llegaban a seis o siete días en el futuro y en el pasado) como en multimotricidad. No podían dialogar fluidamente con otros trascendis de distinto eje, pero eran capaces de hacerse entender. Empezaron a llegar mensajes.

El primero avisaba que los persecs se habían establecido en el bosque de Nueva Redención. Algunas mujeres habían dado a luz y ya sumaban treinta otra vez.

Entre estos nuevos padres figuraba uno de los ex vecinos de Eduardo: Claudio Leibnitz. A Claudio no se le ocurrió mejor idea que nombrar a Eduardo como padrino del chico. Fue una ceremonia rara, más parecida a una sesión de espiritismo que a una fiesta familiar.

La elección del padrino no era casual. Eduardo ya era el padrino de una hija de Leibnitz que estaba en este eje de trascención junto con su madre y su hermano. Claudio había reconstruido su vida, pero Norma de Leibnitz y sus dos hijos todavía lo esperaban de este lado. La mujer llegó a ofrecerse para la guardia, pero Lando le negó su apoyo: los dos chicos necesitaban a su madre. Técnicamente, Claudio era bígamo. La pregunta del millón era si tenía o no alguna obligación con sus hijos y su mujer en este eje de trascención.

La asamblea fue facultada para mediar en el asunto, y falló que Claudio estaba liberado de sus obligaciones por razones de fuerza mayor y por no existir la posibilidad de un matrimonio normal. Pero al mismo tiempo se tomaron medidas para garantizar la comunicación entre el padre, sus hijos y su «viuda». Lando habló con Sawyer y puso la guardia temporal a disposición de Norma. Esto llevó a crear el primer servicio de mensajeros entre ambas comunidades, con veteranos de nuestra guardia y algunos ancianos persecs.

Norma no se conformó con esta oferta e intentó llegar a Persecuta sin avisarle a nadie. Cruzó el descampado a pie y llegó al linde del bosque. La negligencia de los guardias le permitió atravesar el primer perímetro de seguridad.

No llegó al segundo.

Las partidas que salieron en su búsqueda sólo encontraron una momia carbonizada. La ropa de Norma aún era reconocible entre los restos. Junto al cuerpo, uno de los gendarmes encontró una placa deformada por el calor.

La placa decía: «No vuelvan a intentarlo».

 

 

¿En qué momento le habíamos dado a los epics el poder de meterse a policía en nuestros asuntos? ¿Y si lo hacían con nosotros? ¿Y si nos borraban del mapa de un plumazo?

La placa con la advertencia venía de la nave espacial de Primer Epicentro, de eso no cabían dudas. En cuestión de horas, la paranoia provocada por los incidentes del salón de Hastings y del ómnibus incendiado resurgió con más fuerza.

Yo no creía que los epics tuvieran la intención de eliminarnos, pero este episodio sentaba un precedente peligroso. Probablemente, como dijo Lucio en la asamblea, habían actuado partiendo del supuesto matemático de que una vida es menos valiosa que treinta.

—¿No habrá forma de negociar con los epics? —preguntó Lucio al final de esa explicación.

El director del periódico se movía de un lado al otro de la oficina del comisario. Su bufanda trascendida lo seguía como burlándose de él. No vi las estelas, pero dos de los gendarmes estaban conteniendo la carcajada y tuvieron que contarnos el motivo. El propio Lucio no pudo menos que echarse a reír cuando vio que la bufanda se pavoneaba por toda la habitación.

Fue el único detalle gracioso de esa reunión.

Lando tomó la palabra. Yo ya lo había escuchado con mi conciencia del futuro, así que intenté frenarlo. En ese acto, todas mis memorias de ese futuro desaparecieron y Lando habló. Después me quedó la sensación de que pude haberlo evitado, y entonces supe que lo había intentado y había fallado.

—Hay que declararles la guerra.

Me pareció raro que lo propusiera él y no el representante de los militares. Las cosas no siempre son como esperamos.

—¿Estás loco? —dije—. Ellos saben lo que hacemos, nos ven de la misma manera que nosotros vemos a los persecs. Y pueden eliminarnos con sólo venir de picnic a Trascendencia.

—Aun así…

—No hay que declararles nada —insistí—. Hay que hablar con ellos, como lo hizo el viejo Giancarlo. Hay que pedirles que no lo hagan, incluso que nos ayuden a cambiar el eje de trascención de los persecs.

—¿Y qué te hace pensar que pueden hacerlo? ¿Que tienen las herramientas? Su nave sigue enterrada en Primer Epicentro. Además, no necesitamos policías. ¿Por qué no intervinieron antes? ¿Por qué no dieron la cara?

—No perdemos nada con preguntarles.

Poco a poco, los demás se sumaron a mi propuesta. Pero el comisario (mi primo, mi hermano) se mantenía en sus trece.

—¿Quién se ofrece a hacer de mensajero? —preguntó Eduardo, ignorando los argumentos de Lando.

—Nosotros, desde luego —respondió Milton Sawyer. Se refería a la guardia.

Lando se levantó y se fue. La reunión siguió sin él.

Me abstraje de los preparativos de la misión y me dediqué a revisar cada una de mis postales mentales sobre la reunión. ¿Cuántas veces había mirado en la dirección de Lando esa noche? Tristemente comprobé que muy pocas, pero me bastó con saber que en una de esas oportunidades, cuando Milton mencionó a Norma, el rostro de mi hermano se había retorcido en una mueca de dolor.

Lando y esa mujer que había muerto en Persecuta tenían algo. No era raro: todos consideraban que Claudio, el marido de Norma, era un fantasma, un muerto en vida. Pero el muerto había resucitado y Norma había ido a buscarlo.

Me pregunté si ella habría actuado así por amor a Claudio o por despecho. En todo caso, mi primo no estaba en condiciones de ver la diferencia. Lando sufría bajo el peso de toneladas de amor no correspondido.

¿Hasta qué punto puede ser peligroso un hombre enamorado?

Estábamos por averiguarlo.

 

 

Milton Sawyer tomó el lugar de Lando en la comisaría, acompañado por un gendarme tridi. Mi primo había entrado en una especie de depresión que, por sus manifestaciones más evidentes, no difería de otras típicas depresiones tracs: dispersión temporal, melancolía, desvaríos y olvidos de toda clase.

Susana, el psicólogo de Hastings y yo sabíamos que había algo más.

Dos veces por semana, Enrique Cisneros visitaba a Lando. Con el tiempo, viendo que no mejoraba y que con frecuencia Lando olvidaba atender sus necesidades más básicas, Susana y yo nos mudamos a su casa.

Así empezó el calvario de mi primo hermano.

Paralelamente, la guardia temporal seguía intentando establecer alguna comunicación con los epics, pero sin resultados positivos.

Sawyer visitaba frecuentemente a Lando para preguntarle cosas relacionadas con la comisaría. No siempre se iba con las respuestas, pero en ese trámite le contaba a Lando los progresos del grupo. Poco a poco, Lando empezó a interesarse en las técnicas de los guardias temporales. Era lo único que parecía sacarlo de la abulia. Sawyer contestó cada una de esas preguntas. A Milton siempre le gustó figurar, creo que para él era un auténtico masaje narcisista. No nos opusimos a ese intercambio. En esos instantes de charla con el viejo, Lando se parecía un poco más al que había sido.

—¿En qué pensás? —le pregunté una tarde en que estaba especialmente receptivo.

—En nada. A lo mejor puedo convertirme en guardia temporal, me gusta lo que hacen. Es tan pasivo.

—¿Cuántos días podés percibir?

—Antes cuatro, pero ahora puedo llegar a… No sé. Más de cuatro.

—¿Cuánto es más de cuatro?

—Todavía oigo hablar de Norma en la reunión de la asamblea.

Habían pasado más de diez días.

—No puede ser.

—No, claro que no. De todos modos oigo hablar de Norma. La extraño.

—Tenés que volver, Lando. La gente que te quiere está acá, en el eje.

Me miró con una rara lucidez. Y seguía mirándome con esos mismos ojos en las presencias futuras y también con sus estelas del pasado. Por un momento tuve la pavorosa sensación de que Lando me estaba mirando con todo su ser.

—No, Tony. El eje es ahí donde uno está.

 

 

Días después, la asamblea decidió que era necesario consultar a los persecs. Se hicieron reuniones, usando una mezcla de objetos trascendidos y no trascendidos. Al final, ellos coincidieron en que lo mejor era parlamentar con los epics. No seguí atentamente ese proceso, pues en esa época mi única preocupación era Lando.

No era una preocupación del todo inocente. Me obsesionaba la idea de que, con mi llegada a Trascendencia, se repetían las circunstancias de su partida de la casa de los tíos, casi veinte años atrás. A medida que Trascendencia era cada vez más mi lugar en el mundo, dejaba de ser el lugar de él. Lando se alejaba, y esta vez no era cuestión de geografías, sino algo más radical.

Para tranquilizar mi conciencia, me decía que no era culpa mía. Que Lando era como era y que yo no podía hacer nada.

Las visitas de Sawyer a Lando me dieron la certeza de que nuestros guardias temporales podían alcanzar cotas notables en sus viajes al pasado, aunque sin superar el radio de diez días. Ése era el límite que el viejo Giancarlo había logrado antes de morir. Nuestro non plus ultra.

Lo que no entendíamos bien era por qué los epics rehusaban comunicarse con nosotros: evidentemente podían monitorearnos de la misma forma en que (suponíamos) controlaban su nave.

Por suerte, nadie más había intentado llegar a Persecuta. Los hijos de Norma eran chicos y Eduardo los había adoptado. Después de la muerte de Clara y del viejo Giancarlo, esos chicos llenaron el vacío que Eduardo tenía en su alma. Los rompecabezas y las teorías científicas regresaron al segundo plano.

Lando nunca preguntó por ellos. Quizá su amor por Norma fuera excluyente, o sencillamente no tuvo tiempo de amarlos. Quizá Norma había muerto antes de que Lando llegara a amar a sus hijos y, después, a mi primo ya no le quedó ningún amor para dar.

Recordé una conversación curiosa, de mis primeros días en Trascendencia. Lando estaba resumiéndome veinte años de misterios y teorías científicas sobre los trascendis, y Norma se había cruzado en nuestro camino, llevando a sus dos hijos de la mano.

—Clara los puede cuidar —había dicho mi primo, respondiendo a una pregunta que Norma le había hecho el día anterior.

Norma había preguntado quién cuidaría de sus hijos si a ella le pasaba algo.

Clara estaba muerta, Eduardo se había hecho cargo y a Lando ya no le interesaba el futuro de esos chicos.

Mi primo nunca me habló de su amor por Norma. Lucio me comentó que la preocupación que Lando sentía por la mujer se había transformado en amor durante mi crisis de trascendi. Lando se lo había confesado a él porque decía que yo estaba demasiado trastornado como para ser confidente de nadie.

Maldigo esa casualidad.

 

 

La segunda guerra contra los epics fue breve y devastadora. Una mañana Milton Sawyer apareció carbonizado en la silla del comisario. Esa misma tarde la guerra había terminado.

Todo ese día Lando había estado quieto, como en estado de éxtasis. Hasta donde pude percibir, todas sus presencias eran iguales. La única diferencia visible era la posición de la luz que entraba por la ventana de su cuarto. Lando era una efigie de mármol, apenas respiraba.

Cuando empezaron a aparecer los cuerpos, todo se transformó en un pandemónium.

Lando despertó de su letargo y me miró a los ojos.

—Ya está —dijo.

—¿Estás bien?

—Los maté a todos.

Busqué a tientas una silla para sentarme frente a él y le apoyé la mano en la rodilla.

—¿Qué hiciste? No entiendo.

—Esos tipos, en el eje del pasado —siguió Lando—, no van a molestar más. Jugué en su terreno y gané.

—¿Los epics?

—Sí.

Tardé unos segundos en reaccionar. Cuando lo hice, no pude evitar levantarme para poner distancia entre Lando y yo.

—¿Eran humanos, Lando?

—Sí.

—¿Eran tracs?

—¿Y vos qué creés…?

Todos los Landos sonrieron a la vez. Su estela de un minuto atrás estaba diciendo «No van a molestar más», y la de dos minutos estaba anunciándome la masacre. Cuando Lando sonrió en el eje de trascención, esas estelas dejaron de hablar y sonrieron también. Y en el futuro, un día después, Lando todavía sonreía.

Sentí escalofríos.

—No sé —balbuceé—. Decíme vos.

Lando se relajó y las estelas retomaron la secuencia.

El Lando del presente estaba en silencio, y esa actitud me recordó el final del viejo Giancarlo. Era importante seguir preguntando.

—¿Cuántos eran, Lando?

—Seis mil.

—¿Seis mil?

—Más o menos.

—¿Eran tracs? —insistí, levantando la voz.

—Murieron como persecs —contestó él con desprecio.

Le aferré las solapas con furia. No sé de dónde saqué la fuerza, pero lo levanté de la silla y lo arrinconé contra la pared.

—¿Eran tracs como nosotros? ¡Hablá, Lando!

Mi primo suspiró. Tragó saliva.

—Hacía mucho frío —dijo serenamente— y los tres chicos se habían refugiado en la cueva de los persecs. Eran los últimos, Tony. Siete, cinco y tres años. No tenían comida ni abrigo. —Lando se detuvo y yo lo empujé contra la pared con más fuerza. Él no se resistía—. La más grande abrazaba a los otros dos, pero estaba aterrada. No podía dejar de llorar. Y rezaba: creía que Dios los estaba castigando.

Volví a mirarlo a los ojos, no sé en qué momento dejé de hacerlo. Lando sonreía y hablaba sin prestarme atención.

—Ellos habían pecado: hasta esa nena de siete años lo sabía. ¿Querés saber qué fue lo que escribió en la tierra antes de morir como una estatua de carbón?

Lo solté y me apoyé en la pared, la cabeza me daba vueltas. Fue sólo un segundo, pero cuando quise confrontarlo otra vez, Lando estaba sentado en la silla, mirando el infinito.

—¿Qué escribieron, Lando?

—«No especulamos, no decidimos, no evitamos. Lo que tenga que ser, será.»

Salí corriendo hacia la comisaría.

 

 

Los cuerpos eran humanos y estaban por todas partes. A medida que yo avanzaba, las calles se iban llenando de presencias humeantes, como las del incidente de la ruta, o los persecs de la cueva, o el propio Milton Sawyer esa mañana.

Bienvenido al tren fantasma.

No sentí asco ni aprensión. Mientras corría a la comisaría, recordé una película donde uno de los personajes secundarios, a punto de morir, escribía con su sangre las iniciales de su asesino. Esto era mucho peor. Me preguntaba si habríamos podido evitar la masacre. Las letras de nuestra película estaban hechas de personas, y formaban los nombres de todos nosotros.

La culpa me latía en las sienes.

Francisco Cádiz, Lucio y Eduardo estaban en la comisaría intentando limpiar la quemazón que había dejado la muerte de Milton, cuando tres esqueletos humeantes aparecieron en la celda y otros dos (más parecidos a insectos que a personas) en la calle, justo frente a la entrada.

Tropecé con uno de ellos y aterricé en la entrada de la comisaría. Mientras me levantaba, empecé a contarles lo que me había dicho Lando.

Ellos salieron a mirar, y yo detrás de ellos.

Sin darme cuenta, empecé a hacer recuento de las momias carbonizadas, a observarlas para tratar de determinar qué hacían en el momento de morir. Ya había visto esos cuerpos desperdigados a lo largo de toda la calle principal, pero ahora los veía de otra forma. Desde la puerta de la comisaría pude ver superpuestas las realidades de los distintos ejes: la nuestra y la de los epics. Una parasitando la otra.

Había momias carbonizadas en las casas, en la sierra, en la ruta. Hasta en Persecuta hubo muertos. No había seis mil, como decía Lando, ni siquiera mil. Sólo encontramos cerca de ciento cincuenta. No sabemos qué pasó con el resto, o si hubo un resto.

La gente (tracs, gendarmes, tridis que estaban en ese momento en Trascendencia) empezó a reunirse en la oficina del comisario. Algunos traían bolsas con su macabro contenido, otros habían pensado que lo mejor era dejar todo como estaba, que se ocupase el comisario.

Pero no había comisario.

Ordené que empezaran a juntar los cuerpos. A lo mejor lo hice porque me aterraba la postal infernal que Lando había perpetrado puertas adentro y afuera de la oficina. Muchos vieron en ese gesto otra cosa y tuve que hacerme cargo: tomar decisiones, llamar a los militares y finalmente disponer un sitio para que la gente pudiera dejar esos tétricos recuerdos de la dolorosa vulnerabilidad de nuestra estirpe.

Ni siquiera pude acompañar a Milton a la tumba. Eduardo se ocupó de eso. Susana se había quedado con mi primo y, conociendo su sensibilidad, me pareció lo mejor.

Lando me había dicho que estos cuerpos eran los epics. Si mi primo decía la verdad, entonces hubo tracs humanos antes (o después) que nosotros. Y las naves también eran humanas. Si todo era como parecía, los epics habían llegado desde el espacio exterior y, seguramente, desde un tiempo distinto del nuestro. Bastaba ver lo que eran capaces de hacer con el tiempo y el espacio.

El daño era terrible. Los hombres que Lando había matado estaban desesperados, igual que los persecs. Seguramente eran los sobrevivientes de su estirpe… de nuestra estirpe. Tal vez regresaban de las estrellas, huyendo de alguna amenaza apocalíptica y buscando un refugio: su sitio en el universo. Porque si eran trascendis, como Lando me había dado a entender, era lógico que al final del camino regresaran al origen de todo: Trascendencia.

No hacía falta que Susana me explicara las consecuencias de esa increíble paradoja.

¿Y si se habían dejado matar? ¿Y si habían regresado solamente para dar origen a la estirpe, aceptando que la muerte estaba al final del camino?

No podía dejar de especular. Nadie podía, pero el temor a que la especulación sobre la masacre desbordara los cauces del tiempo nos obligó a guardarnos cualquier idea al respecto. El único que podría haber aclarado las cosas ya no decía nada. El genocida, mi primo Lando, permanecía en obstinado silencio, sin moverse siquiera para orinar y con todas sus presencias congeladas en la misma postura.

Si todo era como Lando había dicho, entonces mi primo había logrado remontarse a sus estelas más lejanas, las que estaban ubicadas antes del eje de trascención de los epics. Y con la única arma de su odio por los epics, y con un poco de ayuda de la entropía universal, había desatado la catástrofe.

Y no sólo había matado a los epics.

Cuando tuvimos tiempo de pensar, mientras los gendarmes acomodaban las momias de carbón en bolsas de plástico, nos dimos cuenta de que no sabíamos quién había matado a Milton Sawyer.

 

 

Esa noche hubo asamblea. Todos seguían allí, pero sólo algunos hablaron. Cisneros fue uno de ellos. Durante la tarde, había estado con Lando en la sala de aislamiento.

—Rolando está catatónico —diagnosticó—. Todas las estelas que pude percibir son iguales. Si él parpadea, todas ellas, en un radio de cuatro días a la redonda, parpadean al unísono.

Eso tenía un nombre: multimotricidad.

—Mi temor —explicó el psicólogo— es que esté generando alguna clase de esquizofrenia; una esquizofrenia capaz de disociar su conciencia del eje del resto de sus conciencias más periféricas. Mi miedo es que esas presencias, las más alejadas del eje de trascención, empiecen a hacer cosas por su cuenta. Rolando Segura es impredecible. Ahora que sabemos de qué es capaz… creo que todos estamos en peligro.

Esa declaración despertó un murmullo generalizado, pero ese murmullo no era más que un reflejo tridi: no hubo sorpresas. Todos sabíamos lo que diría el psicólogo, pero teníamos que escucharlo de su boca en el presente para no olvidarlo.

Mucha gente pensaba como el psicólogo. Incluso yo, que había querido a Lando como a un hermano y ahora no sabía quién o qué era.

—Sólo estaremos seguros —sentenció Cisneros— cuando Rolando esté muerto.

Lo había dicho. Cisneros se había atrevido a firmar la sentencia de muerte de Lando. Era lógico y estaba en mi futuro, pero me negué a creerlo hasta que las palabras salieron de su boca en el eje de trascención.

—¿Ejecutarlo? —preguntó Lucio—. ¿Bajo qué cargo?

—Mató a Milton, ¿no? —terció Francisco Cádiz, que ahora estaba de civil.

—No sabemos —dije, poniéndome de pie para asegurarme que todos escucharan.

—Mató a los epics —insistió Cádiz—. Él lo confesó.

Sacó un papel del bolsillo de su chaqueta.

—Hace una hora recibí este telegrama de mis superiores. Las Fuerzas Armadas coinciden en que Lando es una amenaza, y creen que el genocidio justifica la pena capital. —Cádiz guardó el papel—. Sin embargo, se lavaron las manos. Extraoficialmente me dijeron que quieren algo seguro, rápido y discreto. Lo dejaron a nuestro criterio.

Esa declaración tan contundente me destruyó. La fui paladeando cinco, diez minutos antes de que el gendarme la dijera, pero era como un mal sueño. Sólo fui consciente de ella cuando Francisco Cádiz sacó el papel y la expresó en el presente.

Los hechos se precipitaban y yo tenía que hacer algo. Empecé a hablar. Ya estaba hablando antes: cada una de mis palabras fue dicha en todos los tiempos habitados por los tridis y tracs. Quise ser convincente y eso llevó tiempo.

—¿Creen que lo hizo sólo por venganza? ¿Que los epics no eran una amenaza? —grité al borde de las lágrimas—. ¿Es posible que todos se hayan olvidado de quién es Lando? Vos, Eduardo. ¿No estuvo ahí cuando lo necesitaste?

Eduardo bajó la cabeza, pero Lucio tomó la palabra.

—Tony, ¿podés poner las manos en el fuego por Lando? ¿Podés asegurarnos que estamos a salvo de él?

—¡Por supuesto!

Se produjo un silencio y pude ver que nadie me creía.

—¿Qué pasa? Dije que sí, que pongo las manos en el fuego por mi primo.

—No es lo que dijiste —dijo Eduardo sin mirarme a los ojos—. Es lo que hiciste, Tony. Es el pasado que vuelve.

Los vi a todos en esa sala, veinte minutos en el pasado, y sentí que los músculos de mi cuello se estiraban y contraían en lo que sólo podía ser un gesto de afirmación.

—Ahora que sabemos de qué es capaz… —decía Cisneros—, creo que todos estamos en peligro. Sólo estaremos seguros cuando Rolando esté muerto.

Intenté alcanzar a ese Cisneros para taparle la boca y así evitar que la sentencia de muerte llegara al eje, pero mis rodillas se doblaron y caí al suelo del presente.

Los tracs me rodearon y me ayudaron a ponerme de pie. Busqué algún rostro que expresara emoción, pero no lo encontré. Eran extraños en un lugar extraño.

Lloré de impotencia, como un tridi. Ahora yo veía lo mismo que los otros tracs: un futuro donde mi primo estaba muerto.

 

 

Ejecutamos a Lando dos días después. Antes de la ejecución, incluso antes de elegir a su verdugo, se le explicó el problema y se le dio la oportunidad de decir algo en su descargo. No dijo nada. Pasó las últimas veinte horas de su vida durmiendo.

Hasta el día de la ejecución, estuve hablando con todos, amenazando incluso con hacer pública la existencia de los trascendis. Susana también intervino, pero en este pueblo maldito es imposible ser convincente sin estar convencido, y menos para un trac. Alguna cosa siempre se escapa en las estelas del pasado o del futuro. No sé cuantas veces me delaté con un gesto, o con la intención de hacer algo. Esa tarde aprendí mi lección de la peor forma. Nadie me creyó y perdí la oportunidad de salvar a Lando.

Los habitantes de Trascendencia designaron a veinte testigos para la ejecución. Hubo gendarmes de la guardia temporal que quisieron participar y, con ese acto, también renunciaron a la fuerza. Cádiz era uno de ellos.

Estábamos solos. Se abría una brecha entre nosotros y el resto del planeta. El mundo no sabía qué hacer con nosotros, así que nosotros ya no pertenecíamos al mundo. Ése era el mensaje que nos daban, aunque no se dieran cuenta.

Los testigos, el verdugo y yo entramos en la comisaría. Allí estaba Lando, inmóvil en su silla. No nos miraba, no nos escuchaba, estaba paralizado en todas sus manifestaciones temporales. Pero estaba vivo.

Le habían pasado una cuerda por debajo de los brazos y lo habían amarrado al respaldo.

—No quiero que se caiga —se justificó el doctor.

Cádiz cargó el arma y Lucio la empuñó.

Apuntó.

—Perdón, Lando.

Disparó.

La bala atravesó el corazón y la silla del comisario. Lando se desplomó.

Francisco Cádiz tomó el arma e hizo la pantomima de poner unas balas-fantasma en el revólver trascendi de Lando. Una débil estela de Lucio empuñó el arma. Le temblaban las manos. Apuntó con cuidado.

—Perdón, Lando.

Disparó con un estruendo sordo y lejano.

Un trozo de nada atravesó el corazón de mi primo y la silla quemada a medias durante la muerte de Milton Sawyer.

Quien fuera gendarme de Hastings y ahora era uno más de nosotros cargó el arma. El viejo Lucio pidió perdón con una lágrima en la mejilla y disparó. El comisario retrocedió en la silla, atravesado por esa bala tridi, para luego rebotar contra el respaldo y terminar inclinado hacia adelante, suspendido al borde de su propia muerte, goteando sangre trascendi.

Creo que Lando murió cuando lo desataron de la silla.

Lucio dejó el arma y yo me quedé mirando el cadáver de mi primo, mientras el doctor del pueblo hacía las últimas comprobaciones.

El médico hizo un gesto que no dejaba lugar a dudas.

—Está hecho —tradujo Lucio—. Ahora vayan a contarles a los demás.

Eduardo hizo un gesto de querer llevarse el cadáver, pero Lucio lo detuvo.

—Cuando todo termine, yo los llamo. Ahora váyanse. Tony y yo queremos darle un último adiós.

Entró Susana y los demás se fueron. Los tres estuvimos más de quince minutos llorando en silencio.

—¿Ya podemos llevarlo? —pregunté.

—Cuando ellos se vayan —dijo Lucio, señalando el lugar donde habían estado los testigos—. Cuando Lando termine de morirse.

 

 

Francisco Cádiz cargó el arma.

—¿Vas a matarme, Lucio? —preguntó Lando en una de sus estelas futuras.

No lo vi en ese momento, sino tres días después. Cuando Lucio y yo nos compadecíamos de mi primo en la comisaría. No sé cómo lo hizo, pero allí estaba Lando sentado en la silla del comisario. Lucio podía ver esa estela y yo podía verlo en mi memoria.

<¿Vas a matarme, Lucio?>

<Está bien que me mates. Soy un genocida, el peor de todos. Y también fui comisario de este pueblo. Es un agravante, ¿no?>

Lando sonreía.

<El eje es ahí donde uno está.>

Lucio me contó que la estela se esfumó al mismo tiempo que Cádiz le entregaba el arma para la ejecución. Mi memoria y mis percepciones del pasado coincidían en esos detalles. Cuando pude preguntar a los demás, supe que Eduardo y los otros testigos habían visto lo mismo, pero algunos se negaban a aceptar esa evidencia. La magia del viejo Giancarlo volvía a dividir las aguas.

Yo lo había visto sonreír. Como si no le importara morir.

Imaginé a mi primo reagrupando sus conciencias en el pasado, tratando de burlar una sentencia que ya se había ejecutado en el presente. Lando se alejaba de mí otra vez. Y se llevaba el eje consigo, como si en ese acto pudiera evitar que yo llegara hasta él y volviera a desplazarlo.

La vieja culpa regresaba. Y esa culpa trajo nuevos fantasmas de Lando, que se me aparecía en sueños. Y esos sueños, una vez despierto, se convertían en recuerdos de tiempos en los que yo era un tridi.

<Pobre Tony. Primero le deserta el viejo, después se le muere la vieja y después el primo se borra.>

<Yo sé que no vas a hacer nada que me haga daño: sos mi hermano.>

Me pregunté muchas veces si en algún lugar de nuestro pasado sus estelas estarían vivas, si habría podido burlar la muerte.

Lando, ¿estás ahí?

 

 

Cuando Trascendencia se quedó sin comisario, el ayudante se hizo cargo. El ayudante era yo. No era el más capacitado, pero así son las cosas en Trascendencia.

No hubo ceremonia. Fue tan discreto como había sido el comienzo de mi viaje. Esa travesía que empezó con la búsqueda de un trabajo y de un hermano perdido terminaba con mi conversión en trascendi y mi sumisión total a una religión donde ser inocuo es el valor máximo. Esta religión tiene su mesías, sus ritos, sus ángeles, sus demonios, sus blasfemos, sus perseguidos, sus víctimas inocentes y sus mártires. Y un profeta, que es al mismo tiempo el traidor y el sumo sacerdote. Y textos históricos: el ladrillo de Tony y esta crónica.

También tiene sus visiones proféticas. Desde que Susana quedó embarazada, el fantasma de Lando dejó de visitarme cada noche, y eso abrió las puertas a otros sueños más felices: mi hijo crece sano, los persecs viven seguros en su bosque y el núcleo de la nave sigue allí, donde Lando quiso que se quedara. En esas visiones llegan más tridis dispuestos a seguir camino de la trascención, la existencia de los tracs es revelada y el mundo se convierte en un lugar mejor para vivir. No veo a los epics. Ni a Lando. (Veo que Lucio se jubila, hace la trascención y me deja a cargo del periódico. Y veo a Susana, más panzona y muy feliz, tomando sol en la puerta de nuestra casa, unos días antes del nacimiento del bebé.)

Mi hijo va por su quinto mes de gestación.

Sé que estos sueños no son una expresión de deseos. Son sueños premonitorios: retazos de un futuro que sólo alcanzo a percibir con mis conciencias más periféricas, a meses del eje de trascención.

Aun en la vigilia, alguna de mis presencias del pasado duerme y sueña, y mi memoria trascendi hace que esa vivencia me alcance en este presente. Antes de que nos demos cuenta, ese futuro feliz también terminará por alcanzarnos.

Si tuviera que enunciar los diez mandamientos de esta nueva religión, el primero sería no especularás. Al universo no le gusta. Sin embargo, Eduardo dice que todos somos parte de una monstruosa paradoja que el universo parece admitir de buen grado: los epics podrían ser al mismo tiempo el origen y el destino de los trascendis. Dice que la ruta siempre lleva a Trascendencia.

Y yo le creo.

 

 


Esta novela corta se vincula temáticamente con DEMASIADO TIEMPO, de Alejandro Alonso.

Axxón 263 – febrero de 2015

Cuento de autor latinoamericano (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Tiempo alterado : Argentina : Argentino).

Una Respuesta a “«La ruta a Trascendencia – 5 – El pasado que vuelve», Alejandro Alonso”
  1. gerardo sofia dice:

    Impresionante novela! Felicitaciones!

  2.  
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