Revista Axxón » «El mate te hace pensar cuando estás solo», Rodolfo García Quiroga - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

Me parece que fue Iván Rinkeni el que lo anunció. A alguien, no me acuerdo quién —como siempre en estos casos, es alguien borroso; digamos: el amigo de un amigo—, lo habían internado en una clínica para tratarlo por una nueva clase de adicción. Creo que esa vez éramos varios los que estábamos reunidos. Una mesa de hombres solos, la mayoría de nosotros ludópatas. Quiero decir, solteros, divorciados o tipos con serios conflictos conyugales, dedicados a cultivar de modo compulsivo el dominó o el ajedrez. Afuera llovía a cántaros esa tarde, de eso sí me acuerdo bien. En esa época yo todavía no tomaba las cápsulas antes de acostarme, así que tenía mucha más percepción que ahora; mi cerebro estaba despierto. La gente entraba y salía del club con los paraguas mojados; los baldosones rústicos del piso estaban llenos de ese barro pegajoso que forma siempre la arena en las suelas de los calzados. Todos hablaban un poco más fuerte que lo habitual, como si quisieran imponerse al mal tiempo o a la contundencia de las noticias, o alejar el temor a una visita de la policía. Iván acababa de decirnos que él y Mariana estaban buscando tener un hijo. Era una noticia con peso propio y opacaba cualquier otro comentario. Cada uno de nosotros se sentía más vivo ante la promesa de un bebé en el mundo; era un dato que de algún modo coincidía con la potencia del agua —todavía impoluta— cayendo del cielo y reverdeciendo al campo seco. Cada vez que nos daban alguna noticia vinculada a la vida, a la vida humana, prestábamos mucha atención; aunque nadie estaba dispuesto a confesar esas cosas, porque las imágenes de la televisión eran tan fuertes que inhibían los diálogos. Vuelvo a lo que contaba: cuando Iván mencionó aquello de los nuevos adictos, pensé que se trataba de una de esas historias breves con las que le gustaba sorprendernos cada tanto, como cuando decía que en una época hacía exhibiciones públicas domingueras con una iguana gigantesca en San Isidro o que de tanto en tanto iba a cazar víboras a Entre Ríos para renovar el terrario. Los reptiles le gustaban mucho y por eso en el fondo de su tienda de diseño independiente había instalado un serpentario. Iván tiene esas cosas. Antes de irse —ese día tenía que entrevistarse con una artesana especializada en platería mapuche—, me miró a los ojos y me amonestó con el dedo.

—Yo sé que no me diste pelota, pero haceme caso, no te olvides de una palabra.

Ilustración: Valeria Uccelli

—¿Qué palabra? —dije yo.

—Yo sé que no me diste pelota, pero haceme caso, no te olvides de una palabra.

—Mateadicto —dijo él.

Tampoco le presté atención, pensé que esa salida coincidía con su sentido del humor. Eso ocurrió a mediados del año, sería en la última semana de junio. En julio del año siguiente leí en un pequeño recuadro de Clarín que un gendarme había aparecido degollado en Posadas mientras investigaba a una secta de fanáticos. Fanáticos del mate, decía el diario. Tuve que leer dos veces para convencerme de que había leído bien. ésa fue la primera ocasión en la que miré el mate que tenía en la mano de una manera distinta. Fue justo ahí cuando empecé a pensar en lo que Iván me había dicho, pero por entonces yo todavía no había visitado la chacra y por eso ignoraba muchas cosas. En ese momento yo todavía no sabía nada del proyecto. Aunque ambién debo decir, por honestidad intelectual, que no estoy por completo seguro de que eso que se llama «el proyecto» exista, o al menos, que exista tal como yo lo describo.

Unos días después de haber leído ese articulito en Clarín me encontré con el fiscal Tenzi en una confitería. Era lunes y él estaba muy animado, comía medialunas dulces almibaradas. Me di cuenta de su buen semblante; lo percibí: se sentía satisfecho de la vida y eso, no sé por qué, me entristeció un poco. Muriel justo se había ido de la casa sin decir nada.

—Tengo un caso para comentarle —me dijo Tenzi—. En realidad, me parece que usted es la única persona capaz de encararlo, estoy en una posición delicada porque el defensor de oficio piensa que no se puede intervenir.

—¿Por qué no podría? —dije yo.

—Es uno de estos fanáticos, los kaámistas.

Enseguida traté de acordarme si existía algún grupo político que llevara esa denominación, porque tal palabra no me decía nada. El fiscal se dio cuenta de mi desconcierto.

—¿Pero no vio la televisión, doctor? Está en todos los informativos…

No, yo no había visto los informativos, ni veía nunca la televisión. En una de ésas, por las imágenes a las que me refería antes; las imágenes de la guerra, las imágenes de la muerte. Noté enseguida que el fiscal se sentía un poco indignado. Los profesionales —se dice a cada momento, y el fiscal debía compartir ese punto de vista— tienen que estar informados, el mundo es muy cambiante.

Estudia. El derecho se transforma constantemente —recordé el mandamiento para mi fuero interno—. Si no sigues sus pasos, serás cada día un poco menos abogado. Retomo ahora una idea simple pero exacta, porque hemos podido comprobarla una y otra vez: es increíble cuántas y cuán variadas son las cosas que ignoramos acerca de lo cotidiano. Lo más elemental a veces nos es desconocido. Para destrabar la conversación le di a entender al fiscal claramente que no tenía ni idea de lo que me decía y entonces Tenzi me explicó —con cierta alegría de transmitir su sapiencia, seguro ahora de mi ignorancia— que los kaámistas eran los adictos al mate. «Adictos peligrosos», añadió él, con una leve tensión en su frente, como si se acordara de algún hecho puntual. Yo reaccioné con sorpresa, claro, porque hasta ese momento la ceremonia de cebar mate, la bombilla, la pava en el fuego, era uno de los pocos asuntos que permanecían en el ámbito familiar, en las costumbres cotidianas, ajenos a la esfera del Estado. En ese momento entró a la confitería un tipo alto, con el pelo casi cortado al ras. El hombre, que llevaba puesto un impermeable elegante, me miró con gesto desconfiado y el fiscal tuvo que aclararle que yo era un abogado. El otro quiso saber en qué defensoría trabajaba y Tenzi le contestó que ejercía la profesión de modo independiente. El individuo de ojos brillantes pareció molesto con mi presencia. Siempre mirando al fiscal, dijo que nadie había hablado de meter en el asunto a un abogado independiente. Tenzi, irritado, dijo:

—Usted déjeme a mí, que yo sé bien cómo me muevo. —Y me dio enseguida unas fotocopias anilladas. Se excusó porque tenía que ir a cumplir un mandamiento de desalojo y me pidió que cuando estuviera listo para visitar la chacra lo llamase.

—¿Qué chacra? —dije yo.

—La chacra donde internamos a los adictos.

Entonces me acordé del gendarme degollado y empecé a preguntarle si había alguna conexión. Pero Tenzi ya salía, casi empujado por el hombre alto. Me dijo que me llamaría.

Fui enseguida a una computadora y traté de averiguar en el Google quiénes eran los kaámistas. No tuve ninguna suerte. Incluso hoy no han aparecido informaciones al respecto. Revisé la carpeta anillada: el expediente trataba de una contravención, a primera vista nada fuera de lo usual. Un desocupado de cincuenta años había agredido a unos chicos que jugaban en la calle bajo los efectos de una sustancia tóxica. Lo habían aprehendido durante cuarenta y ocho horas, el informe de antecedentes había revelado que era reincidente, y después el juez había decretado su internación «en el establecimiento denominado La Chacra».

Cuando llamé a Tenzi y le dije que quería conocer la chacra, enseguida se excusó por la sobrecarga de trabajo. Finalizó su confusa explicación diciéndome que él no sabía nada de los kaámistas, ni tampoco había nada de especial en la chacra.

—Pero yo tengo las fotocopias. ¿Para qué me las dio, no era que quería que me hiciera cargo de la defensa del contraventor?

—Mire, mejor no se meta, doctor, yo me equivoqué; ese hombre no necesita un defensor sino un buen médico.

Iba a colgar, porque me parecía inútil seguir hablando, cuando el fiscal me repitió:

—Por favor, doctor, hágame caso: olvídese. Olvídese de todo.

Traté de percibirlo del otro lado de la línea; le noté la voz rara, pero él enseguida cortó y la comunicación se perdió.

Que me olvidase, eso me dijo el fiscal Tenzi. Pero yo todavía no me olvidé, claro. Ni siquiera el tratamiento me hizo olvidar.

Justo en ese punto, sin embargo, terminan los recuerdos normales. Las drogas me provocaron una amnesia selectiva. Pero hay fragmentos que sé bien que corresponden a la realidad, no al sueño. Otros permanecen en una frontera dudosa, en un limbo que me es difícil precisar. Trataré de transcribirlos con cierta distancia, como si estas cosas le hubieran pasado a otro. Los fragmentos están un poco grises en mi memoria, permanecen como en un segundo plano alejado del foco. Pero sé bien que estas cosas ocurrieron, pese a que no puedo probarlas y a que la gente no confía en quienes han estado internados en un centro psiquiátrico.

Un día, no recuerdo la fecha. Una estación ferroviaria, creo que es la que está en la entrada de Pinamar. Ese día estaban allí el fiscal, el hombre del impermeable azul y otro tipo canoso, de mirada huidiza, vestido con un traje de primera calidad. Llevaba un escudo militar en el pecho. Un militar o un político, tal vez fuese ambas cosas; hablaba como un argentino que hubiese permanecido muchos años en el exterior. La conversación fue agitada. Yo repetía que ese tipo de tareas no formaba parte de mis funciones habituales. Hicimos algún tipo de acuerdo. Me dieron dinero, pero no fue en billetes sino el cheque de un banco. Era una suma que me permitía comprarme un auto importado. El talón del cheque llevaba impresiones en letras rojas, pero no me atrevo a mencionar la entidad ni al titular de la cuenta. Tampoco puedo decir que fuese un asunto oficial. Extendí un recibo; simular que las cosas están bien, algo común entre nosotros. Guardo un sentimiento de indignidad asociado con esa imagen, como si hubiese renunciado a algún valor moral al sellar el acuerdo con esas personas. Es más, sé que fue así.

Acceso a un barrio privado de chacras. Hay un tranquerón con apertura automática y el Coronel oprime el pulsador para permitirnos el acceso. Viajamos en una camioneta japonesa cuatro por cuatro. El Coronel nos dice que el gobierno alquiló todas las fracciones; ningún propietario va a molestar al desarrollo del proyecto. Pregunto qué proyecto es, pero el Coronel hace como si no me hubiese escuchado. La reflexión más obvia es que se trata de un complejo de chacras cercano a la estación ferroviaria de Pinamar, pero lo raro es que he estado ahí varias veces y pienso que es otro lugar. La vegetación es diferente; no hay ninguno de los talas que son tan característicos de las cercanías de Pinamar sino árboles de porte elevado. El Coronel —así le decían al hombre canoso, aunque no sé si era un grado o un simple apodo—comenta que es propietario de unos cuantos caballos de carrera en el Hipódromo de Palermo. Mencionan el nombre de una yegua famosa y el Coronel dice que esa yegua es suya. No sé por qué hace ese comentario, pero lo menciono porque enseguida dice que habían probado los efectos de la planta en animales de competición. Pregunto qué planta y no me responden.

—Siempre gana —dice el Coronel, y se ríe.

Esa risa todavía me persigue. «Siempre gano» dice ahora el Coronel, en mis pesadillas.

Un informe escrito. Se trata de una publicación de la Stanford University Press. Guardo la memoria del esfuerzo de leer en inglés y quizá gracias a ese esfuerzo yo haya retenido una parte importante del contenido. Es el fiscal Tenzi quien me dio esa publicación; recuerdo que tenía resaltadas en amarillo algunas ideas claves. Hay que remontarse atrás, muy atrás en el tiempo. Cuando los españoles llegaron al Paraguay, el mate se consumía ya desde épocas remotas; en la mitología guaraní había incluso dioses vinculados a la yerba mate. Los españoles advirtieron enseguida que el efecto del consumo de mate en la población nativa era terrible. La gente se descontrolaba después de tomarlo y los efectos fueron comparados por los comentaristas en lenguaje de la época con casos de posesiones diabólicas. Hay ciertas descripciones acerca de las consecuencias de la ingesta de la yerba —que los guaraníes llamaban ka´a— también entre los conquistadores que se atrevían a probar la infusión.~Recuerdo la trascripción de un párrafo bastante inquietante, se refería a ciertos temblores en las mandíbulas y a conductas de desenfreno sexual. En conclusión, las autoridades prohibieron el consumo de mate. Los que desobedecían sufrían azotes en la plaza e incluso se los metía en el calabozo por veinticinco días. El mate, en los orígenes de la conquista europea, fue una infusión temida. Sin embargo, está esa sed, esa sed por saber, que es tan humana. A los jesuitas también les impresionó la planta, pero en lugar de mantenerse alejados, empezaron a estudiarla. Advirtieron que las semillas de la yerba germinaban después de pasar por el estómago de los tucanes, quienes las dejaban en la tierra con sus deposiciones; fueron también ellos los primeros en cultivar la ilex paraguariensis en sus misiones, a partir de la domesticación de las especies silvestres que habían usado los guaraníes desde tiempos inmemoriales. Gracias a las gestiones de los jesuitas, las autoridades españolas y portuguesas levantaron la anterior prohibición de tomar mate y la costumbre readquirió e incluso intensificó su antiguo vigor, hasta que la expulsión de la Compañía de Jesús de América del Sur hizo que los yerbales fuesen abandonados. El cultivo desapareció por más de cien años hasta que a fines del siglo XIX aparecieron de nuevo superficies cultivadas en la provincia de Misiones. Hasta aquí todo resultaba más o menos conocido. ¿Pero era realmente así? Es decir, ¿la infusión que todavía consumimos se obtiene de la misma ka´a que enloqueciera a los primeros conquistadores españoles y a la que se atribuía carácter demoníaco? El artículo formulaba tal interrogante y brindaba una sorprendente respuesta negativa. Los estudiosos jesuitas habían sido extremadamente hábiles. Seleccionaron unas especies de las menos agresivas de la yerba mate e iniciaron sus plantaciones en forma masiva. Precedida por el prestigio de siglos, la demanda enseguida fue importante y con el tiempo el producido de las ventas de la yerba mate se convirtió en la principal fuente de recursos de las misiones. Pero ya en ese entonces algunas mentes perspicaces habían advertido que el efecto de las hojas de las plantas domesticadas, si bien estimulante, era bien distinto al que producían las especies salvajes. Incluso la publicación citaba pasajes provenientes de la pluma de un sacerdote dominico, que documentaba con sorpresa la llamativa inocuidad de la «nueva yerba». Las especies más agresivas, por cierto, no se habían extinguido y todavía crecían silvestres, pese a que su consumo había sido abandonado desde hacía siglos. A principios de 2007 un grupo de botánicos de la Stanford University las había identificado en su hábitat y había recogido muestras. Las conclusiones del laboratorio resultaron pasmosas. Las especies recogidas poseían características que la distinguían tanto de la yerba mate que se comercializa habitualmente que se llegó a la conclusión de que en realidad se trataba de plantas distintas. Probaron esas yerbas con simios. Los efectos seguían siendo tan notables como los que habían determinado al Santo Oficio a calificar al mate de los guaraníes como una bebida diabólica y presentaban cierta analogía con las crisis de epilepsia: espasmos musculares involuntarios, fuertes chillidos, episodios de autoagresión, repentina rigidez corporal… Hay una reminiscencia que me preocupa. Una voz— pero no sé a quién pertenece esa voz— repite: «Nada de eso es serio, es una manipulación de datos. Ellos saben que no es así». Si nunca me hubieran drogado, aseguraría que esa afirmación correspondía al hombre al que le decían Coronel.

Otros recuerdos, una charla. Estoy reunido con el fiscal Tenzi. Hay un retrato de Juan Bautista Alberdi en el despacho, que lo preside y que me ha ayudado a rescatar este segmento de las ruinas de mi memoria, porque es infrecuente que los fiscales tengan retratos de Alberdi; con posterioridad he visitado esa oficina y pude constatar que se trata del mismo retrato. El fiscal dice que el asunto tiene que permanecer oculto porque produciría un daño tremendo a la economía del país.

—Todo el mundo toma mate —dice el fiscal, mientras ceba mate con las piernas instaladas sobre su escritorio—. La industria yerbatera se iría a pique. Lo encuadramos como una contravención, doctor, y listo. Así casi no hay derecho de defensa, es como cuando usted se emborracha y hace líos en la calle. De hecho nunca decimos con claridad el tipo de sustancia del que se trata. Después hacemos que el equipo forense entregue un informe al Juzgado en el cual se advierta que, por el nivel de concentración de la droga en sangre, se trata de un paciente con consumo habitual. Y entonces el Juzgado determina que esa persona no sufrirá pena, sino que se le aplicará una internación asistencial adecuada. Ahí mismo les explicamos el caso a los parientes y lo metemos en La Chacra.

Yo pregunto qué pasa con los parientes, con los amigos, y el fiscal me dice que se sienten agradecidos, porque los mateadictos se vuelven incontrolables, mucho más y más rápido que los adictos a cualquier otra sustancia. Pregunto cuánto tardará en descubrirse el asunto. El fiscal me contesta que todo está bajo control.

—Si no, yo tampoco tomaría más mate, doctor.

Pregunto si está seguro de eso, si está seguro de que no hay problema.

—A usted qué le parece —dice el fiscal.

Se ríe debajo del retrato de Alberdi, cuyo gesto siempre me ha parecido adusto. Pero percibo que el fiscal no está tan tranquilo ni tan contento mientras sorbe mate. Diría que está preocupado.

Otro fragmento, brumoso y que ondula como una bandera bajo la luz de mis recuerdos. Mi primera visita a la chacra de internación, o quizá han sido varias visitas que se funden ahora en una sola imagen centrada. Me doy cuenta enseguida de que los internados no son drogadictos. He estado en granjas de rehabilitación de drogadictos y son muy distintas a ésta. Hay mucha gente de guardapolvo blanco, algunos aparentan ser extranjeros. Hay laboratorios móviles, decenas de ellos, de apariencia sofisticada, con antenas satelitales exteriores. La gente de guardapolvo blanco entra y sale constantemente de ellos, con gesto y ademanes nerviosos, casi sin hablar, como si no estuvieran en medio de un tranquilo paisaje rural. En realidad, el conjunto ofrece el aspecto de un centro tecnológico instalado en el medio del campo. Los internos están bajo permanente control y casi no se desplazan por sus propios medios, pese a que se los obliga a permanecer al aire libre. Se extraen muchas muestras de sangre, sin ejercer ningún tipo de violencia física aparente. Dividiría a los internos en dos grupos. La mayoría son gente muy pobre: cartoneros, linyeras, personas que duermen a la intemperie. Entre ellos, muchos que, por su aspecto físico, parecen inmigrantes. Bolivianos, peruanos, paraguayos. El encargado de la chacra se refiere al centro de internación y a las actividades que allí se desarrollan como al «proyecto». Habla con gran respeto y energía del «proyecto». Me explica que por casualidad un cargamento de yerba mate —de la «especie crítica»— fue distribuido en un asentamiento de emergencia de Buenos Aires y que se hizo necesario «adoptar medidas». Es decir, trasladaron a los afectados a la chacra por la fuerza. Por supuesto, aclara el director, «el grado de daño neurológico es importante e irreversible». Es imposible determinar cuándo esas personas podrán salir de las instalaciones. Pienso en los medallones blancos que unos soldados con cascos de la Cruz Roja reparten como caramelos entre los internos pobres. El segundo grupo es bien distinto del primero y mucho más reducido. Está integrado por personas que han sido, en su vida anterior —es decir, en su verdadera vida—, periodistas, políticos, opositores al gobierno, sindicalistas.

Hablo con ellos, hasta donde pueden hablar. Parecen mucho menos dopados que los miembros del otro grupo; también tienen un alojamiento diferenciado. Mientras los primeros duermen en contenedores pintados de blanco y convertidos en viviendas improvisadas, a los del grupo más reducido se los ha instalado en las cabañas del complejo.

Me queda la imagen de un hombre que pronuncia sin cesar un discurso, pero en un tono muy bajo, neutro, que no se compadece con la gravedad de sus denuncias por corrupción. Es el hombre de impermeable azul el que se hace cargo de la vigilancia de este grupo. No les dan la pastilla blanca, pero observo que de tanto en tanto, los inyectan. A los cabañeros —así los llama el hombre de impermeable azul— se les permite usar los botes para pasear por la laguna, e incluso pescar pejerreyes. Cada tanto, también les sacan sangre. Dicen que es para control; en algunas oportunidades advertí quejas de parte de los pacientes.

Un hombre macizo con aspecto ucraniano toca el saxo con la mirada perdida arriba de un bote. Lo reconozco, es un senador de la oposición.

—¿También estaba en la villa cuando distribuyeron la yerba equivocada? —pregunto con intención.

El hombre del impermeable azul me mira y no hace comentario alguno. Después, cuando ya me subo a un jeep, me toma del hombro, me lleva a un costado.

—Escúcheme bien, yo no soy el fiscal, a ver si le queda claro. A usted le pagan por presentar escritos de defensa y le pagan muy bien. Ojo con lo que dice, mire que yo sé lo que les pasa a los abogaditos que se quieren pasar de vivos.

De las piezas de mi recuerdo, la última es la más dudosa de todas. Hablo con uno de los internos. Es un hombre con el cráneo pelado por completo. Estamos los dos arriba de un bote, en la laguna del complejo de chacras. Me dice que no crea la teoría de los jesuitas. Le contesto que parece razonable. Me dice que el gobierno aprovechó la droga para deshacerse de un montón de indeseables y larga una risa seca y corta. «Nada de eso es nuevo», dice. Me pide que lea a Michel Foucault. «Mire como me pelé», hace notar el hombre, se toca la cabeza y me produce un escalofrío porque su parecido físico con Michel Foucault es bastante notable. Después de un rato de observar el agua y los juncos con cierta ansiedad, como si esperase la irrupción de un animal, lanza una piedrita al aire.

—Tiro varias piedras al día. Es para saber si me mantengo fuerte —dice.

Después se sienta otra vez, mira la juntura de los maderos, dice que va a tener que calafatear. A continuación tengo el recuerdo de un nuevo paseo en bote. El hombre calvo está de pie. Se sienta. Vuelve ponerse de pie, toca la línea, dice que la pesca está brava, que no hay pique. Me mira: evalúa si puede confiar en mí. Me dice si he escrito mucho en mi cuadernito, yo digo que todavía no. Tira una piedrita, vuelve a mirarme. Dice que las semillas de la nueva planta son de origen extraterrestre. Le digo que sí, que seguro, que voy a escribirlo; y lo escribo enseguida, con letra prolija. él no me hace caso y mira la laguna. Tira una piedra, tira otra. Dice que todavía está fuerte. Que ponga atención, que a mí también me pueden «dar algo». No sé si escucharlo o irme, pero estamos los dos en el bote y se supone que tengo que escribir en el cuadernito anillado. él dice que las semillas las encontraron en un plato volador. Una patrulla de gendarmes lo descubrió en Corrientes, estaba semienterrado en una zona despoblada de pastizales altos; al principio ciertas inscripciones los confundieron y creyeron que se trataba de un avión chino de última generación. También les llamó la atención que cerca de la nave había un aguará-guazú que se retorcía de dolor en el piso y largaba espuma por la boca; lo mataron de un tiro para evitarle más sufrimientos. El gobierno mandó un equipo científico de Buenos Aires para averiguar de qué se trataba. Los gendarmes querían llamar a los norteamericanos, que es lo usual en esos casos, pero el jefe del equipo dijo que no, que ellos podían arreglarse solos y empezaron a cultivar las semillas en un laboratorio. Nacieron enseguida unos brotes azules alargados. Cuando descubrieron que esas plantitas producían una intensa destrucción neuronal, al Ministro de Salud se le ocurrió darles un uso político. Podía servir para deshacerse de los opositores a las nuevas leyes de seguridad interior, a quienes, de cualquier modo, ya se calificaba de locos. Para entonces los norteamericanos se habían enterado y exigían al gobierno que entregase la nave. El embajador de China también se ofrecía a enviar a unos científicos de Shangai «para colaborar con la investigación al más alto nivel». El jefe del equipo se mantenía firme en no entregar nada y el presidente empezó a dilatar la cosa hasta que los yanquis mandaron a un grupo comando de la base de Mariscal Estigarribia; los comandos se llevaron todo el material, incluyendo varias partes de la nave y a un técnico que conocía el asunto a fondo.

No quiero escuchar más, pienso que ha sido suficiente por hoy; estoy cansado. Voy a abandonar el bote, cuando el tipo se vuelve y me dice:

—Le mentí, no es cierto que usen la planta para eliminar pobres. Es mucho peor, la planta actúa por sí misma.

Me siento otra vez; el hombre del impermeable azul nos mira desde el amarradero. El tipo de las piedritas me dice que nadie sabe cómo se produjo flujo génico, que las plantas extraterrestres que habían cultivado en el laboratorio hibridaron a algunos yerbales. Le pido que me aclare lo que significa eso. Me dice que por acción del viento o de los pájaros, quién sabe, los plantines azules del laboratorio se cruzaron con plantas de yerba mate y que esos cultivos quedaron genéticamente modificados. Nadie sabe cómo parar el fenómeno y él personalmente cree que ya no se puede hacer. Sigue hablando, sin que yo le pregunte nada. Lo de la villa de Quilmes no fue provocado por el gobierno; lo que pasó es que las hojas de la yerba modificada llegaron a la planta de elaboración; quienes consumieron después ese producto enloquecieron. Ha pasado otras veces, dice el hombre. Empieza a desplegar los dedos de su mano derecha y sigue con los de la otra mano. Dos veces en Isidro Casanova, una en Gregorio de Laferrere, una en la Villa 31, una en La Cava, dos en Fuerte Apache, otras dos en Rosario. Le pregunto qué pasó con esa gente. Deja de tirar piedritas.

—Los mataron a todos, no podían darse el lujo de dejar que la plaga se propagase —dice él, como si fuese una explicación obvia.

—¿Y la televisión, no informa nada? —pregunto.

—La televisión miente, miente siempre —dice él.

Tira una piedrita más y agrega que los norteamericanos usaron herbicidas de gran potencia para matar las plantaciones, les salía más barato indemnizar a los productores y a los industriales que permitir una contaminación masiva. Le pregunto cómo sabe todo eso y él tira una piedrita más al agua. Dice, como si hablara de otro:

—Yo fui el tipo que sacó esas semillas de la nave, mi amigo. Yo hice germinar esos brotes, yo vi cómo crecieron cuando los pasamos a tierra. Yo omití tomar las medidas de seguridad apropiadas, suponiendo que pudiésemos saber qué carajo era lo apropiado en un caso como ése. Yo lo convencí al Presidente de que no hacía falta llamar a los norteamericanos; le dije que ya estábamos grandecitos, que alguna vez teníamos que animarnos a investigar estas cosas nosotros solos. Yo quería ganar el Premio Nobel, yo quería que se acordaran de mi nombre. Mire usted si sabré o no lo que pasó.

En ese momento, llega otro bote y nos separan. El hombre de cráneo pelado no se resiste y mientras me acerco a la costa, veo que sigue tirando piedritas al agua. En el amarradero el tipo del impermeable azul extiende la mano: quiere ver mi cuaderno de notas.

Hasta ahí los recuerdos, pero soy capaz de meditar sobre mi situación actual. Hace poco que me dieron de alta del centro de rehabilitación. Muriel jamás fue a verme y eso que los horarios de visita eran generosos. Nunca quise leer nada vinculado al caso mientras permanecí internado, pese a que me habían dado libre acceso a la biblioteca y a la computadora. Nunca me hicieron tomar los pastillones blancos ni me inyectaron, al menos que yo recuerde. Salvo en una ocasión, pero eso fue más terrible, porque también usaron electroshock. El Coronel estuvo ahí ese día y me quiso hacer firmar un papel, yo me negué y por eso me hicieron electroterapia. Ahora, cuando vuelvo al club, todos me dan un trato especial. No es por amistad, creo que sienten algo de temor. Nadie quiere tomarme en serio, supongo que así les es más fácil. Cuando observo con cierta aprensión el mate que circula de mano en mano, los muchachos se miran entre ellos y se hacen guiños de entendimiento. «Todo el mundo toma mate», dijo el fiscal Tenzi en su momento. Y como todo el mundo toma mate, yo también tomo. Aunque lo menos posible, si tengo que ser sincero.

Sé que contar la historia, o al menos los fragmentos de la historia que he referido, no servirá de nada porque nadie me creería. Me duele decir que ni siquiera yo lo creo del todo; es probable que haya desarrollado algún tipo de fobia a la yerba. Me sometí a un tratamiento conductista para recuperar el hábito de tomar mate, aunque ni siquiera eso ha sido efectivo. Primero un sorbido, después dos, después un mate entero.

—¡¿Ve, mi amigo, que con un buen cimarrón no pasa nada?! —me decía la psicóloga que consulté.

Pero todavía tengo que vencer cierta resistencia interior al acercarme a la boquilla de una bombilla. Cada vez que pruebo un mate, me pregunto si habrá algo escondido en la estructura celular íntima de las hojas de la yerba molida. Me pregunto si ese algo no pasará al agua y del agua directo a mi garganta. Algo, no sé qué; algo como lo que le hacía contraer los músculos a los simios hasta morir, algo como lo que enloqueció a ese aguará-guazú; algo que podría anidar en algún sitio de mi cuerpo, en el fondo de mis entrañas. A los que más estimo, les cuento algunas cosas que me han pasado. Y me doy cuenta de que ellos reaccionan conmigo como yo reaccioné en su momento con el hombre calvo de la laguna. Simplemente me ven como si arrojara piedritas al agua y hablara como hablan los locos. Nadie me hace caso. Así les es más fácil.

Iván Rinkeni jura que él jamás me habló de los mateadictos, que ni siquiera escuchó nunca ese término. Cuando me acerco, mira a los demás con una mirada que quiere ser cómplice, pero que es de algún modo un pedido de auxilio. No creo que a él lo hayan internado. Siempre ha sido un tipo con sentido común. Cuando vio lo que me pasó a mí, él debió reflexionar. En una de ésas también a él lo visitó el hombre del impermeable azul y quizá le hicieron firmar algo. Tal vez le haya bastado enterarse de la desaparición del fiscal Tenzi. Nadie volvió a saber del fiscal y nadie se cree que un tipo como Tenzi haya dejado a su mujer con sus tres hijos chicos de buenas a primeras, sin dar ninguna explicación. A veces, cuando nos cruzamos en el dominó o en el ajedrez, nos miramos a los ojos. Hablamos poco o casi nada, porque la policía puede estar vigilando, porque nuestras computadoras personales pueden estar intervenidas, porque puede haber micrófonos en cualquier lado. Es legal, la ley de seguridad interior lo permite. Hasta los satélites, allá arriba, pueden estar pendientes de nosotros y de las nuevas plantaciones de yerba. Hasta el interior de nuestros cuerpos podría estar monitoreado con algún chip. ¿Dónde podríamos escondernos del gobierno? Escribí todo esto porque si bien ya soy un ser marginal, no quiero ser como el hombre pelado de la laguna, es decir, volverme un hombre sin nombre. Quizá me hayan envenenado de una manera más sutil, es probable que esa horrible planta esté haciendo sus efectos en mí y yo vaya perdiendo la razón; recuerdo que a los internos del centro psiquiátrico nos daban mate en lugar de agua para tomar.

En los peores días siento que algunos objetos de la realidad —una moneda, una baraja, una tarjeta plástica— se desintegran, como si fueran deshilachándose, hebra por hebra, y después noto que cada pieza separada se vuelve líquida, empieza a licuarse, hasta que esas cosas quedan reducidas a un sinsentido amorfo y casi desaparecen, haciéndome interrogar por la consistencia del resto del mundo circundante. Por las noches tengo pesadillas, me revuelvo en mi cama de una plaza, sudo. Sudo mucho. Y en los últimos días, una imagen vuelve recurrente.

No sé si ha ocurrido en algún momento, o si la he soñado; me inclino por esto último, pero eso no la hace menos preocupante. El hombre del impermeable azul e Iván conversan y el hombre del impermeable hace un gesto hacia mí y yo comprendo que han estado hablando. Han hablado mucho porque percibo que los dos están agotados y en rebelión con su propia conciencia. Esto no ocurre en el club, es una oficina de la zona de Puerto Madero, mucho cristal y metal, mucha asepsia; hay una fotografía de Gandhi como la que estaba colgada en el pabellón de enfermedades infecciosas del centro psiquiátrico. Discuten y discuten y yo veo que en una zona puntual debajo de la frente, la cara de Gandhi empieza a desmembrarse, a laminarse en diminutas cuerdas. Alcanzo a escuchar que Iván dice algo que no puedo aceptar, que no puede ser cierto. Es como una ola lenta que fluye y refluye, mientras el mundo se reacomoda:

—Ojo, que él también es uno de los nuestros.

Es el ojo, el ojo derecho de Gandhi lo que ha desaparecido, dejándolo medio ciego; ahora podría empezar por la retina del otro ojo. Ya empieza el proceso, ¿cuándo irá a terminar? Quiero percibirlos, pero se me escapan; sus mentes se han vuelto difusas. Iván camina, camina, parece que viene de lejos, como si se desplazara a través de un corredor extenso, casi interminable. Se me acerca y me dice, moviendo el dedo frente a mi cara:

—Yo sé que no me diste pelota, pero haceme caso, no te olvides de una palabra.

Pienso que va a decir ojo. Pienso que también yo podría empezar a disolverme en cuerdas caprichosas, en delgados gusanos azules, que se enrollan sobre sí mismos, se estiran y se alargan, cada vez más fuertes, cada más incontrolables.

—¿Qué palabra? —digo yo.

—Chacra —dice él.

Rodolfo García Quiroga es abogado y nació en 1967 en General Madariaga (Buenos Aires, Argentina). Graduado en 1990 en la Universidad Nacional de Mar del Plata. Es autor de la novela de ficción histórica Los amores de Sarah Beckett, inédita, y de varios relatos. En lo relativo a sus gustos de lectura, son muy variados. El autor pondría en la lista de sus autores preferidos, sin respetar un orden estricto (que tal vez sea imposible determinar) a Borges, Kafka, Cervantes, Hemingway, Nabokov, Faulkner, García Márquez, Vargas Llosa, Salinger, Bradbury, Henry Miller, Arthur Miller, Wells, Stephen King. En 1991 el Ateneo del Rotary Club de Caballito publicó los trabajos premiados en su concurso literario anual y Rodolfo resultó favorecido en esa ocasión con el primer premio en el rubro cuentos, con una historia titulada Esperando el tren.

Un bosque instantáneo para John Miranda (también en Axxón 110) fue publicado en la edición número 69 (03/05/99) de la revista digital LETRALIA.

Hemos publicado en Axxón: UN BOSQUE INSTANTÁNEO (110).


Este cuento se vincula temáticamente con LA HIPOCONDRIACA, de Carlos Almira Picazo (194), DREAMTHEATRE, de Néstor Darío Figueiras (185), ANUBIS, de Giampietro Stocco (170) y LAS RUINAS, LA NIEVE Y EL VIENTO, de José Luis Velarde (194)

Axxón 198 – julio de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Psicología : Irrealidad : Argentina : Argentino).

Deja una Respuesta