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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 


ARGENTINA

 

Amanecía el 6 de octubre de 1998 cuando el potente sonido de la campanilla retumbó en la habitación en penumbras.

Después de encender la luz del velador, Mario pudo contemplarlo: un antiguo reloj despertador de principios del siglo XX, regalo del anticuario del negocio de la calle Carlos Calvo, donde trabajaba como encargado.

Cinco en punto de la mañana. Como todos los días.

—Cinco en punto de la mañana, primavera —dijo Mario, casi sin pensar.

Por entre las rendijas de las persianas se filtraban débiles rayos de sol. Apenas herían la agonizante oscuridad. La mañana se abría camino poco a poco, permitiendo la visión de los muebles.

Resultaban absurdos esos rayos: Mario no recordaba que el sol apareciera tan temprano. Pero últimamente la realidad merodeaba la zona del desconcierto, así que no le extrañó que también el sol anduviera con los horarios desorientados.

Estuvo a punto de levantarse para abrir las persianas y permitir que los haces luminosos se apropiaran del cuarto, pero lo desestimó. Su natural inercia de esas primeras horas lo mantuvo acostado, sin moverse de su sitio.

—Ahora que no es hora para nada, su boca enamorada me incita una vez más.

Pero no. Ya no su boca enamorada. Ahora sólo ausencia y vacío y una cama demasiado grande, demasiado ajena. Además que despertar así, canturreando ese tango, aunque fuera para sus adentros, le pareció a Mario algo superior a un exceso. Más aún en esa hora de la madrugada, cuando las cosas siempre aportan lánguidos reflejos de tristeza. Y en donde en ese día en particular arreciaba —éllo llegaba a percibir, aún con las ventanas cerradas—, un frío violento, invasor, a pesar de la estación de las flores.

Claro que lo que más deprimía a Mario no transitaba por cuestiones musicales ni climatológicas. Lo que martirizaba su mente era la imagen de la cara de Teresita, feroz asalto al centro de sus pensamientos. Se trataba de su primer despertar en esa casa sin la presencia de ella. Sin su mano húmeda posada en la enredadera de su pelo, sin sus dedos finos entrelazándose a los suyos en el devenir de la mañana.

Mario, los días anteriores, se la pasó de trámites, y de velatorio. Y casi no durmió, o durmió como pudo y cuando pudo. Pero después de lo sucedido, ¿cómo enfrentar, en esa doliente y nueva soledad, la ventisca que seguro se cernía sobre la ciudad? ¿Cómo sustraerse así, de golpe, sin la compañía de Teresita, al mundo de las pesadillas? Espacio oscuro y nebuloso, habitado por inciertos fantasmas.

Mario recordó cierta cita de Ernesto Sabato, que le había leído Teresita a poco de conocerse —aquellas primeras felicidades, instantes distintos a éste, plenos de aprendizaje, cuando comenzaba a florecer un universo impensado—. El escritor sentenciaba que en los sueños radicaba toda la verdad de los hombres, pues el inconsciente poseía incapacidad de mentir.

Amanecía, y él se hallaba en completa soledad, jugando distraído con los pliegues rugosos de las sábanas. Intentando resolver en su cabeza el laberinto de lo acontecido en los días pasados: Teresita saliendo de su trabajo en la redacción, ya noche. La brusca aparición de un enorme automóvil cruzando el semáforo en rojo —algunos testigos, bastante poco convincentes, hablaron de un Fairlane negro, funesta antigüedad emergiendo de las sombras—. Y el cuerpo de su mujer impactado de lleno, arrojado como una marioneta loca. «Así como le cuento, señor, voló como un muñeco», relató un diariero que dijo haber presenciado todo. Incluso la huida rauda del conductor, que se perdió en la tumultuosa ciudad.

Los diarios fatigaron las primeras planas. Algunas radios intentaron entrevistar a Mario.

«¡La ciudad naufraga en océanos de locura!», decían los locutores. «¡Se conduce cada vez peor, y para colmo nadie respeta las normas de tránsito!».

Luego de la intervención policial y el reconocimiento del cadáver en la morgue —»Tenía los ojos muy abiertos», había dicho el forense, mientras descorría la sábana que cubría los despojos—, el sencillo entierro en la Chacarita. Las previsibles condolencias de los pocos amigos. El abrazo de Pablo y de Lorena —»los intelectuales», como los llamaba él—, un apretón entre lágrimas mudas. Y el profundo agujero de tierra, póstuma morada de su hermosa mujer muerta.

 

Pensar en Teresita transportaba a Mario a tiempos remotos. Sobre todo al lugar y a la manera en que se conocieron.

La vida pude resultar insólita. Muchas veces el destino provee caminos que, si se los imaginara con antelación, provocarían una risa incrédula. Mario transitaba entonces todos los clichés del típico pibe de barrio. Criado en los sórdidos arrabales de Villa Lanzone, en las afueras de José León Suárez, vagaba por calles de tierra y bares mugrientos.

Trabajaba de obrero en una fábrica textil.

Su vida antes de Teresita se consumía en noviazgos efímeros y en morder la derrota cotidiana con la barra de amigos: Capucci, Caballo Loco, Petaca y, por supuesto, el Oso, protector y guía de todos. Gente de dudosa calaña y de ocupaciones oscuras.

Ella había llegado una tarde, enviada por el diario en el que trabajaba, a cubrir una nota policial. Se vino con un fotógrafo de barba espesa y suéter rojo, y con el justificado miedo a internarse en aquellos lugares peligrosos. Mario la observó desde el bar de la esquina, y midió a la distancia su vergüenza y su temor: la frente altiva de la chica, un gesto falso intentando ocultar su verdadero sentimiento.

Mario se dio cuenta enseguida: a la piba la esperaba la barrita del flaco Poggi. Se levantó, corrió hacia ella y el fotógrafo y les impidió el paso. Teresita se echó atrás y aferró su cartera. Lo miró como si mirara a un monstruo a punto de devorarla. Él entonces le señaló al grupo que bebía cerveza. La tomó de un brazo y urgió al fotógrafo a que los siguiera.

«¡No es conveniente andar solos por aquí, si no se conoce bien la zona!», les había dicho en voz baja. Sonrió, y ella pareció aflojarse. Y el fotógrafo también suspiró.

Les tendió una mano firme y curtida.

Esa tarde él les sirvió de guía y de salvoconducto. Teresita pudo realizar sus preguntas a los vecinos, y luego, en un bar de Villa Ballester, lejos de las inclemencias de Lanzone, mantuvieron su primera conversación en soledad.

Quién sabe por qué se gustaron desde el primer momento. A partir de aquella charla, Teresita le mostró otra vida, lo sacó de la abulia y de la vulgaridad. Lo fue puliendo. Lo instó a completar sus estudios. Le leyó a Paul Eluard y le enseñó la oscuridad de Alejandra Pizarnik. Mario no entendía, pero tampoco le importaba no entender. Algo en su alma de muchacho elemental se iba modificando.

Teresita le cortó el pelo, lo afeitó, lo fue moldeando. Y cuando las miradas y los cafés y los gestos fueron llenando el vacío primal de las conversaciones, cuando el mirarse entre dos frases que precedían a un silencio largo fue abriendo una grieta entre sus mundos antagónicos, llegó entonces, inevitable y deseado, el hotel del Paseo Colón: sombras secretas reflejadas en paredes vacías, besos de fuego en las ventanas ausentes. Y fue arder las manos y el buscarse con brusca suavidad, reconocerse por primera vez con toda su torpeza y su vértigo. Y fue el aliento entrecortado y el sudor y las bocas que eran de uno y de los dos.

Contra lo imaginado por los amigos de ella —sobre todo por parte de Pablo y de Lorena, que no ocultaron su perplejidad—, aquella relación no fue uno de esos tantos y conocidos caprichos de Teresita. Más pronto de lo que su círculo íntimo se atrevió a presumir, la pareja alquiló una casa frente al Parque Lezama.

Mario renunció a su trabajo en la textil y abandonó a sus amigos del barrio. Con ayuda de Teresita se colocó de empleado en una tienda de antigüedades.

Pablo solía decirle a ella —con una voz que a Mario siempre le sonaba rencorosa— que el pasado jamás nos abandona. Lorena y él venían incorporados a su flamante mujer, y con cada palabra que dejaban caer al descuido, Mario medía la distancia, un puente roto en donde sus vidas tan distintas apenas se rozaban.

En las reuniones con los nuevos amigos —veladas que se prolongaban hasta la madrugada del domingo—, se hablaba de Voltaire y de Schopenhauer, se discutía a Woody Allen y a Spinoza. Mario se encogía de hombros, aburrido. Permanecía en silencio, saboreando con la mirada —por encima de toda esa latosa erudición que muchas veces lo excluía— el pelo rubio de Teresita. La fulgurante cascada en la que él hundía los dedos cada noche y que se acercaba mucho más a la Verdad que todas esas frases pretenciosas. Aquellos rulos que precipitaban un aroma a flores nuevas y que huían de todo el macaneo intelectual.

Al año de que se mudaran juntos, comenzaron las pesadillas de Mario.

 

La entrada de un nuevo rayo de sol le dio de lleno en la cara, lo sacó de sus cavilaciones. Debió cerrar los ojos. Después de que sonó el despertador, todavía le quedaba tiempo para pensar un rato: quince minutos. Solía permanecer en la cama hasta las cinco y cuarto, de cara a la pared, de espaldas al reloj, ocupando encogido el lado izquierdo del colchón. Aunque en aquel despertar no era necesaria semejante cautela, porque Teresita ya no descansaba a su lado.

¡Teresita!

Ella se encargaba de silenciar el despertador. Acaso a través de ese gesto se permitía ejercer un pequeño poder dentro del cuarto. O simplemente —y esto es lo más lógico—, sucedía que el reloj se hallaba de su lado. Lo dejaba sonar unos segundos, y luego estiraba su mano con somnoliento desdén. Entonces se apagaba el retumbo… y al instante otra vez se oía el silencio, apenas herido por el monótono tictac.

Mientras él remoloneaba sus quince minutos, Teresita entraba en la cocina y se disponía a preparar el desayuno. ¡Cómo disfrutaba Mario escuchar desde la oscuridad del dormitorio los pasos atareados! Se complacía con el tintinear de la vajilla y el aroma cargado del café, que inundaba toda la casa.

Y pensar que Teresita jamás comprendió por qué a él esos quince minutos de pereza le resultaban tan necesarios. Mario dejaba volar sus pensamientos en el ancho cielo de las trivialidades, sobre nubes de nociones inútiles, como si la realidad adquiriese en esos instantes su costado más ridículo.

Tanta pasividad en esa hora primera —le decía Teresita—, y tanta turbulencia, tanto vértigo en tus sueños.

Y Mario le explicaba que ponía en acción sus mecanismos de defensa.

—Uso el escudo del pensamiento y de la razón —se defendía— para rescatarme a mí mismo de la dimensión oscura, para que las pesadillas se esfumen de una vez.

Él lo intuía: cuando Teresita lo oía hablar de esa manera, seguro recordaba los primeros momentos de la relación. La tosquedad de su lenguaje —no exento de palabras subidas de tono—, la brutalidad con que vomitaba sus pensamientos, delataban de qué ciénaga provenía. Ahora no. Él expresaba sus ideas con exactitud, eligiendo frases propicias y refinadas.

 

 

Mario nunca recordaba sus sueños, pero el horror se deslizaba, reptaba entre ellos. El final sí era siempre el mismo: un brusco despertar ahogado de miedo, o de tristeza, o de las dos cosas a la vez. Y tanteaba en la oscuridad el rostro de Teresita, que despertaba sobresaltada por sus gritos. Ella encendía el velador y observaba los ojos de Mario, las pupilas fuera de sus órbitas. Oía el jadeo acelerado de él. Veía los hilos de saliva colgando de su boca. Entonces le limpiaba los labios con un pañuelo, lo besaba, le secaba las lágrimas.

—¡Tranquilo,amor! Es otra pesadilla, estoy acá.

Mario se calmaba poco a poco. La realidad retornaba. El universo presentaba lentamente su conocida silueta. Entonces él bebía un vaso de agua y se quedaba embelesado contemplando la cara de su chica, consciente de que aquella mirada la desconcertaba.

Lo único que recordaba Mario al despertar era la visión de un borde. Una cinta angosta y gris que se adentraba hacia un horizonte remoto. Podía ser cualquier cosa: un cordón de vereda, una cornisa. No lo sabía. Y después la nube, eso sí. Una masa envolvente y húmeda que lo asfixiaba y lo cegaba, y de la cual sólo podía escapar con un alarido.

Pero en este 6 de octubre de 1998, Mario no había gritado. Su sueño resultó plácido como no sucedía desde mucho tiempo atrás. El despertador sonó, exacto, a las cinco. Y él nada más abrió los ojos.

Se encontró solo, el otro lado de la cama vacía. Aún perduraba, sobre la almohada enorme, el hueco que había dejado la cabeza de Teresita en todos esos años.

Mario se dio vuelta para observar la hora… y ahí lo descubrió: ¡el reloj marcaba las cinco menos cinco!

Debería estar marcando, a lo sumo, las cinco y cinco.

Seguro que el despertador se había descompuesto.

No resultaba raro, ya que se trataba de un aparato antiguo.

Pero tal vez no, pensó. Tal vez coloqué mal la aguja, y la campanilla sonó antes. Aunque… en fin.

Aquello remitía a la extrañeza, y es que él actuaba meticulosamente con esas nimiedades. A las diez en punto de la noche, le daba cuerda al aparato. La pequeña aguja del despertador, siempre clavada en el 5. De todas maneras, esa mañana prefería hacer como siempre: haraganear en la cama otro rato. Y volvió la cabeza hacia la pared.

—No fueron buenos estos últimos días —dijo en voz alta, mientras acariciaba el lado vacío del colchón—. Nada buenos.

Pensó en la relatividad del tiempo. En un universo de amaneceres grises virando a anaranjados tenues, a furiosos amarillos. El tiempo: árboles agitándose cierta mañana en una de las veredas de la Márquez, hojas cayendo sobre el suelo desparejo de la avenida. Entrevió ese paso fugaz, secreto, del invierno a la primavera, y la lenta corrupción de la muerte. El tiempo podía avanzar de aquí a allá —¿deaquí a allá, como si discurriera por un sitio?—, indiferente a los relojes. Algo así: despertarse en el alba de ese día melancólico y pensar en Teresita, con un cerrado y persistente tictac de fondo. ¡Cadencias! ¡La vida se fragmentaba en un simulacro de cadencias y en la tortura de un acompasado repiquetear! Y otra vez recordar el llamado telefónico de Lorena, tictac tictac, Mario, sucedió algo terrible, tictac tictac, parece que Teté sufrió un accidente hace unas horas, tictac tictac, a la salida de la redacción, tictac tictac, no ubicaban a nadie, tictac tictac, hasta que un oficial encontró mi tarjeta en su cartera, tictac tictac, vos no te muevas de ahí, yo paso a buscarte. Y todo ese vértigo terrible transcurriendo en lapsos que los relojes son incapaces de registrar, pues en esos aparatos ridículos no caben ni la sangre ni los olores ni las caras desencajadas por el llanto.

Aturdido, Mario giró una vez más la cabeza hacia el reloj. No logró siquiera gritar. Suspiró, después de darse vuelta contra la pared. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Rogó que se tratara de una alucinación, un espejismo o lo que fuese, generado por el cansancio y el sueño. Volvió a mirar el reloj. Pero no: marcaba las cinco menos diez.

¿Otra falla mecánica? Imposible. Él había estudiado los intrincados mecanismos de esos trastos viejos en los ratos libres que le permitía su trabajo.

Si un reloj como éste se estropea —reflexionó—, se detiene sin más: no vuelve sobre sus pasos.

El restaurador le había enseñado a repararlos y él recordó que tal retroceso no podía ocurrir.

Entonces se figuró la causa… No, no podía suceder eso. Imposible. Y, sin embargo, la pregunta despuntaba en él contra toda lógica, enfrentada a toda certeza natural: ¿el tiempo… el tiempo desandaba su camino?

—Ridículo —dijo en voz alta, y se estremeció de que nadie estuviera a su lado para responderle.

El sólo hecho de considerar aquel prodigio resultaba absurdo. No existía nada más atroz ni inverosímil que la visión de un reloj que retrocede. Ninguna monstruosidad, ni de la literatura o del cine o de la vida real, lograría causar en él la impresión que imponía ese girar inverso. Y no por esa razón en sí, sino por la carga de efectos demoledores —demoledores del orden natural— que tal hecho implica: la pérdida de un sostenido equilibrio; la suspensión de una acción sucesiva hasta entonces armoniosa.

Miró a su alrededor. Entonces se dio cuenta, no le quedaron dudas. Ninguna luz ya lastimaba sus ojos. Fijó su vista en la ventana del balcón: los rayos de sol habían desaparecido. La negra noche se adivinaba otra vez detrás del cortinado, oscura y siniestra.

Imaginó una desgracia que sobrepasaba su lógica de hombre. El pasado se convertiría gradualmente en presente para quedar en el futuro. Lo que había sucedido, ahora se encontraba por delante. Acechando.

Una idea lo reconfortó: «Si el tiempo se mueve en forma inversa, no ocurre lo mismo conmigo. Sigo en mi cama, mis pensamientos avanzan».

Se aferró a eso: debía agarrarse con fuerza a esa razón que lo mantenía dentro de los límites de la cordura. No se atrevió a levantarse. El miedo lo atornillaba. Saltar de la cama era entrar en el juego que el tiempo proponía. Significaba asomarse al balcón, salir a la calle, ver a los vecinos y ser testigo de la metamorfosis.

Había que pensar en algo, en cualquier cosa. Cerró los ojos otra vez y apretó los párpados. En la oscuridad aparecieron destellos imprevistos, puntitos luminosos que se multiplicaron sin fin. Galaxias enteras bailaban detrás de sus ojos cerrados. Planetas de colores azules, violetas, verdes. Surgieron caras de gente conocida, sin que él las hubiese convocado. Abrió los ojos: el reloj marcaba las cinco menos veinte. La reversión era un proceso imparable.

Volvió a cerrar los ojos. Las galaxias y las caras habían dado paso a otros resplandores. Manchas borrosas lo cubrieron todo.

De pronto surgió una imagen del pasado reciente. Intentó anularla, pero la imagen se impuso y se deslizó anárquica por su mente. La escena cobró vida. Se vio a sí mismo tomando un colectivo y regresando a Villa Lanzone, después de mucho tiempo. Se vio trajinando sin rumbo por aquellas calles que le parecieron otras. Anduvo entre gente que no lo reconocía, o que creía recordarlo vagamente. Anduvo por las canchitas de fútbol de los potreros, se escurrió hacia el depósito abandonado de la empresa de colectivos «La Costera», en donde había jugado de chico. Y le llegó, lejano y caliente, el aroma espeso de las sofocantes zanjas del barrio.

La ciénaga, pensó. Otra vez en la maldita ciénaga de su puta niñez, de su adolescencia sin destino. Había vivido, había chapoteado entre la mierda hasta que se casó con Teresita.

Teresita…

Cansado, se sentó sobre una piedra y observó su cara reflejada en un charco. Lloró en silencio, con la frente entre las manos. Se levantó y fue hasta las puertas de la textil. El edificio estaba destruido, ocupado por legiones de familias.

Siguió caminando. A medida que se acercaba a las casas percibió, como si lo descubriera por primera vez, el rumor quejumbroso del barrio.

Los ojos le ardían como abrasados.

Pensó que haber partido de aquel sitio lo hizo desembocar en el más grave de los errores. Recordó las palabras «El pasado no nos abandona plenamente» y pateó el suelo, rabioso.

Avanzó un nuevo trecho. Se mintió que lo hacía guiado por el puro azar. Pero sus pies lo llevaron allí, a donde quería ir desde un principio. Desde que, convencido, trepó al colectivo en el Parque Lezama.

Se detuvo frente a un enorme galpón desvencijado, con un portón de chapa pintado de verde. Chifló una señal que los de adentro conocían bien. Le abrieron y lo invitaron a pasar.

En un inmenso terreno dormitaban su última siesta filas de autos apilados. La grúa emitía un sonido ensordecedor, llevando chatarra de aquí para allá. Dos hombres condujeron a Mario hacia una oficina. El Oso lo recibió con un abrazo, y él se le derrumbó.

Le contó todo lo de Teresita:

—Me cagó, Oso —dijo llorando—. Nunca hubiera imaginado eso de ella. ¡Cómo me cagó! ¡Si la hubieses visto como yo la vi! Pero no pude hacer nada… No pude.

Habló a borbotones, gesticuló. Después bajó la cabeza y se quedó en silencio. El Oso le dijo: —¡Quéle vas hacer, pibe: las minas son todas unas turras!

Salieron. Un Fairlane negro languidecía junto a la chatarra.

—Éste te va a servir —dijo el Oso, señalando el enorme automóvil—. Es viejo. Te lo llevás, hacés lo que tenés que hacer y lo traés enseguida para acá, ¿entendiste?

Él asintió.

—Después nosotros lo «cortamos» —siguió el Oso—. Aquí nadie lo encuentra. Como el pasado, se hace humo. Fue.

Mario se sobresaltó en la cama, abrió los ojos. La penumbra de la habitación lo perturbó. Respiró profundo. No era eso en lo que quería pensar. Su propia mente lo estaba traicionando, lo llevaba para donde ella quería. Se burlaba de él.

Miró el reloj: las cuatro y media.

Volvió a apretar los párpados. Esta vez no hubo galaxias coloridas, ni destellos dorados ni imágenes borrosas. El pensamiento lo catapultó a la tienda de antigüedades, a su trabajo. Mario intentó resistirse, pero su cabeza actuaba por sí sola y le dominaba los sentidos.

Una nueva escena se le imponía. Se oyó pedir permiso ante el anticuario, para salir más temprano. Argumentó que no se sentía bien.

—No me siento bien —se oyó decir, como si fuesen palabras de otro.

Pasó por el Británico, pidió un té de hierbas en lugar de café, y miró por la ventana: el Parque Lezama florecía.

Necesitaba hacer tiempo antes de que Teresita volviera de la redacción. Pagó. Pretendió estirar las piernas, para ver si se le quitaba el dolor de cabeza. Deambuló por Paseo Colón. Aquellas recovas siempre le agradaron, sobre todo la que cubría el hotel donde Teresita y él se amaron por primera vez. Fue hasta allí.

De pronto le llamó la atención la larga cinta gris del cordón de la vereda, y fue como si la memoria le devolviera algo muy antiguo. Una náusea se estranguló en su garganta. El corazón: una bomba a punto de explotar.

Se quedó quieto, sin poder dar un paso. El dolor de cabeza actuaba como un amasijo de plomo que no le permitía respirar y lo dejaba tieso, parado junto al cordón. El aire se nubló. No lograba ver con claridad. Las personas, los coches, las anchas columnas de la calle adquirieron formas fantasmales.

La realidad desapareció.

—La nube —balbuceó Mario—. La nube de mis sueños…

El murmullo de la ciudad sucumbió en un silencio inhóspito. Mario se sostuvo de una de las columnas. La nube le impedía ver qué sucedía del otro lado. El sudor le resbalaba como gusanos viscosos. La camisa se le pegó al cuerpo. Las sienes le reventaban. Debía ir hacia adelante, disipar aquella cerrazón de infierno.

Logró avanzar un paso, dos, tres, con los brazos extendidos. Sacó el pañuelo del bolsillo, se restregó los ojos.

Y la nube desapareció.

Y la calle recobraba su luminosidad. Estallaban otra vez los bocinazos y el murmullo de la gente. El dolor de cabeza cesó. Mario respiró el aire fresco de la tarde y dio unos pocos pasos más, confundido.

Al levantar la vista observó salir a una pareja del hotel. Ellos no lo vieron, distraídos en prodigarse risas y caricias, de esas que denuncian el buen momento que se acabó de disfrutar. Tuvo que volver a sostenerse, para no caer en mitad de la vereda. Pretendió gritar, pero las palabras se le atragantaron. Intentó correr hacia ellos, hacia Pablo y Teresita. Pero sus pies estaban otra vez plantados en el piso. Comprendió, más allá de todo entendimiento, que eso había sido sólo la nube de sus ojos abriéndose por fin. La oscuridad despejándose a sí misma en una claridad que dejaba desnudas todas las preguntas. Todos esos interrogantes que las pesadillas siempre se habían negado a responder. Entendió que los mundos de Teresita y de él apenas se habían rozado en esos años. Que Teresita y él sólo existieron como la vigilia y el sueño, opuestos que se entrelazan de manera irreal. Y en algún sitio secreto de su alma lo supo —sin admitirlo—: resultaba lógico que Pablo y Teresita se besaran en esa claridad que los unía, mientras él los miraba desde su destino implacable, desde el alma de las arterias anegadas de Villa Lanzone y Avenida Márquez.

Los vio alejarse entre risas. De nuevo intentó gritar, pero no lo consiguió.

«Si gritara, tal vez podría despertarme», pensó con ironía.

Entonces ahí le surgió la idea de volver al barrio y conversar con el Oso. Que fuera el Oso quien le brindara una solución. Ir a su desarmadero. Conseguir un auto de esos que nadie reclama. Un auto viejo, que le haya caducado el pedido de captura.

Mario abrió otra vez los ojos: el reloj marcaba cuatro y veinte.

Se revolcó entre las sábanas, que lo envolvían como a un muerto. Un reflejo de plata penetraba por las rendijas de la persiana y alargaba hasta lo indecible las sombras de los objetos.

—No es el sol —balbuceó—. Es la luna. La luz de la luna.

Se alegró: en su sueño recurrente, en el viaje de tantas noches de zozobra, él siempre llegaba al mismo punto —la visión de una nube y esa misteriosa cinta—, y entonces despertaba gritando.

Ahora no. La realidad se había desnudado ante él con la terrible verdad: Teresita se había desnudado ante Pablo.

Y el tiempo… el tiempo continuaba con su imparable retroceso.

¿Qué cosa decirle a ella cuando «regresara» de la muerte? ¿Cuál explicación sería entonces la apropiada?

Rememoró las palabras del forense: «Tenía los ojos muy abiertos». Y ahora él recordaba también lo que el médico había agregado, suspicaz: «Tal vez la pobre pudo ver al irresponsable que la atropelló…».

Mario se colocó de cara a la pared, de espaldas al reloj. Volvió a girar, inquieto, en una última esperanza de estar equivocado, de hallarse ante una simple ilusión.

Pero no: marcaba las cuatro y cuarto.

Supo que el matiz anaranjado que precede a la noche retornaría. De nuevo la tarde del crepúsculo se repetiría sobre el verde del Parque. Y luego el mediodía, y la mañana, y otra vez la noche.

Mario se incorporó, apretó los dientes y saltó de la cama. Arrojó el reloj contra la pared, que estalló en esquirlas. Abrió la boca y sintió que la garganta se le aflojaba y gritó. Gritó hasta dolerse entero, hasta que su cabeza fue el propio dolor gritando.

 


Ilustración: Maléfico

Sentado en la cama, entre lágrimas, se sobresaltó.

El antiguo reloj marcaba las siete y treinta, intacto, sobre la mesa de luz. Un incipiente sol se insinuaba a través de la persiana, y le perforaba los ojos. De a poco fue comprendiendo:

—Me quedé dormido —dijo—. Otra pesadilla…

Se levantó a los tumbos, como un ciego, y se dirigió al baño. Luego de asearse caminó por el pasillo que conduce a la cocina. Algún íntimo temor debía albergar aún, porque no se atrevió a mirar el almanaque que colgaba en la pared.

—Ese otro reloj de papel —dijo—. Tan irreal, tan inconcebible como todos los relojes.

Desde la puerta entreabierta de la cocina le llegaba un ligero rayo de luz. El aire le pareció nuevo, cargado de tostadas y café caliente. Un precioso aire de madrugada. De los vecinos, seguro.

Pero el ruido de la vajilla lo estremeció.

Movió la puerta, apenas con la punta de los dedos. Entró. Y se acercó despacio hacia la mesa, con la respiración contenida: dos tazas de café recién servidas humeaban sobre el mantel de hilo.

—Buen día, mi amor —dijo, a sus espaldas, la voz de ella.

No respondió. Aquello le había sublevado la sangre. Le crispó los puños. Un instinto primario iba sitiando los territorios de su razón: retornaba al caos.

Y ahí Mario entendió qué debía hacer. Ya sentía de nuevo la presión de sus propias manos sobre el volante del viejo Fairlane. Pronto vería otra vez, sorprendidos ante la inminente embestida, los ojos bien abiertos de aquella puta.

 

 

Sergio Bonomo escribe desde hace muchos años. Es autor del libro de poemas “Aguas Servidas” y fundador del ciclo de Narración Oral Mester de Juglaría. Colaboró con la Editorial IMAGENARTE y obtuvo el premio al Autor Local en el certamen de cuentos 2008 organizado por la Municipalidad de General San Martín. «Fairlane» fue finalista del Premio Domingo Santos 2010, organizado por AEFCFT.

De Sergio, hemos publicado en Axxón DETRÁS DE LA PUERTA.


Esta historia se vincula temáticamente con DESDE LA CULPA, de Lucas Berruezo; SELOALV, de Magnus Dagon; CÍRCULOS Y ENGRANAJES, de Germán Amatto y UN CRIMEN PASIONAL, de Marcelo Difranco.

Axxón 214 – enero de 2010

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Crimen : Culpa : Argentina : Argentino).